El prematuro lanzamiento a la carrera presidencial de Rafael López Aliaga es un disparate descomunal que nadie de su entorno parece haber sido capaz de advertirle.
Primero, porque incumple una enfática promesa de campaña de que no renunciaría a la Alcaldía de Lima para postular a las lides presidenciales (ello le sería enrostrado corrosivamente durante toda la campaña por sus adversarios). Segundo, porque su gestión edil es tan mala que no tiene madera para hacer flotar alguna expectativa de dar el salto presidencial.
Pocas veces se ha visto una actuación administrativa en el municipio capitalino tan errática, ineficiente e improductiva como la que está desplegando López Aliaga y de allí sus altísimos niveles de desaprobación. La Lima que nos va a entregar va a ser una bastante peor que la que recibió.
Si en algún momento pensó que el sillón de Nicolás de Ribera era el mejor atajo político para llegar al solar vecino se equivocó de cabo a rabo. No solo por los antecedentes fallidos que existen al respecto (Bedoya, Barrantes, Belmont, Andrade, Castañeda, Villarán, etc.), sino porque mal puede, quien no es capaz de lo menos, de mostrarse como alguien con la capacidad de hacer lo más.
Seguramente, en su imaginación cree poder encarnar el carácter disruptivo y motivador de las dos figuras que la derecha regional mira con embeleso, como son Bukele y Milei. Lo que no está al alcance mental de López Aliaga es que él ya perdió ese aire disruptivo que lo acompañó cuando recién apareció en el firmamento político peruano y, además, que el Perú no parece demandar figuras de ese perfil.
Lo que se necesita para derrotar a los disruptivos radicales de izquierda, que sí tienen tela por cortar, como Antauro Humala, Guido Bellido o Aníbal Torres, es un gran frente de centroderecha, republicano, liberal y demócrata, y para conformarlo se requieren virtudes de las que adolece el burgomaestre limeño.