Se equivocan quienes ven en el periodismo una práctica distanciada de la literatura. Por supuesto, no me refiero a la frialdad desangelada con que se redactan noticias; hablo de esas ocasiones en las que los periodistas tienen la oportunidad de mirar la realidad con ojos distintos a la funcionalidad noticiosa, cuando pueden ver más allá de las recetas, las pirámides invertidas o cualquier técnica mecánica de redacción.

En esas ocasiones, digo, el buen periodismo y la buena literatura son difíciles de distinguir y carecen de límites precisos, pues se alimentan mutuamente: el periodismo ofrece una ventana al mundo real, al mundo fáctico; la literatura añade estilo, capacidad de reflexión, sutileza e ironía que exceden al mero relato noticioso. Dicho con una metáfora gastronómica, el periodismo pone los ingredientes, la literatura ofrece distintas posibilidades de sazón.

Por eso leer libros como El placer traidor. Crónicas elegidas, del escritor y periodista piurano Luis Eduardo García resulta gratificante. Para nadie es un misterio que la crónica ha renacido en América Latina y que en los últimos treinta años, entre perfiles, relatos de vario calibre y una escritura que en general tiende a reflexionar sobre la experiencia y la existencia, se ha honrado una tradición uno de cuyos orígenes nos remite, sin dudas ni murmuraciones, a lo mejor de nuestro modernismo, ese largo viaje que va de Darío a Valdelomar.

Luis Eduardo García sigue ese camino. Los textos que conforman este libro no solo son testigos de una dilatada carrera en el periodismo, son también un conjunto de vivencias que son tamizadas por un estilo en el que destacan un sereno brillo verbal y el necesario impulso que empuja al cronista a contar historias, que eso, no debe olvidarse, es también el periodismo.

El placer traidor tiene además un rasgo esencial: sus textos han logrado autonomía, han vencido la tiranía de las coyunturas que provocaron su escritura y lo han logrado porque uno, como lector, se reconoce y se identifica con lo dicho en ellos. García sabe que a la crónica nada le es ajeno y por eso recorre, examina y narra asuntos diversos y filtrados por la vivencia personal, lo que explica que gran parte de estos relatos utilicen la primera persona.

Es relevante también notar cuán consciente de su oficio es García. En las palabras previas, escribe: “Toda pasión engendra su propio mal. Y toda felicidad anuncia la llegada de su propia desdicha. El periodismo es eso: gozo y felicidad, riesgo y destrucción. Es como cuando un diabético desea un chocolate o un cardíaco sube a las alturas. Hace daño, pero gusta. Estresa, pero da placer. El periodismo es humano porque es una contradicción” (p.11).

Con finura y agudeza, García nos lleva de la mano a recorrer el territorio de su Placer traidor. Una vez dentro de él, el lector se encontrará frente a un salón de espejos y en cada uno de ellos se dará de bruces con temas distintos: la lectura, la voraz vocación por la escritura, la enfermedad, el oficio de enseñar, el pulso de lo cotidiano. Sus textos parten de lo real, pero establecen vecindad con la literatura, logro indudable de su lenguaje.

Cuando especula o divaga, compite con el ensayo, pero habría que decir, a favor de la crónica, que su horizonte comunicativo suele ser más cálido, de ahí que el tono académico no convenga al cronista, sino más bien el relato desnudo y vivo de las cosas, de las ocurrencias (domésticas, estéticas o intelectuales) que afectan la vida cada día.

Un texto como “El placer anacrónico”, escrito para la tribuna de los bibliómanos quienes, a pesar de los avances tecnológicos, seguimos alimentando la venerable costumbre de acumular libros. Cito un fragmento de esta confesión libresca: “Hay sin duda una especie de nostalgia que mueve a los cuarentones como yo a visitar regularmente librerías formales y de viejo para agenciarse materiales de lectura. Soy un migrante como todos los de mi edad y aunque puedo leer diarios y revistas en la pantalla de una computadora, soy incapaz de meterle diente a un libro completo bajo formato digital. Soy hijo de mi tiempo, no lo dudo” (p.26).

Para terminar, permite lector que esgrima una vez más otro latiguillo gastronómico: la mesa está servida. El placer y la traición son todo tuyos.

 

El placer traidor. Crónicas elegidas. Trujillo: Infolectura, 2021.

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Literatura, Luis Eduardo García, Periodismo

Eguren ve donde no vemos. Da color a la sensación. Estoy contemplando con absoluto deleite las páginas de un libro recientemente editado por la Biblioteca Nacional del Perú y que contiene algo digno de maravilla y aplauso: las acuarelas de José María Eguren, un conjunto de “metáforas visuales” a decir de Luis Eduardo Wuffarden, distinguido crítico de arte en el prólogo del álbum.

No escapa a la vista el universo de vasos comunicantes ni el diálogo secreto que se produce entre estas imágenes y la escritura de su autor. En Motivos, un libro único en su fascinante extrañeza, Eguren reflexiona con frecuencia sobre la pintura. Allí se lee, por ejemplo: “El paisaje es un compuesto de silencio y de luz; es un misterio extensivo” (p.56) o “la belleza es tenue, impalpable, la azul neblina que tamiza los molinos de viento y los castillos almenados” (p.59)[1].

Hagamos el simple ejercicio de pensar en estas afirmaciones mientras ponemos ante nuestra mirada las sutiles y misteriosas líneas que traza Eguren en sus acuarelas. Y surgirá la impresión de que el poeta ha traducido sus palabras en paisaje y color, que ha traducido sus impresiones y las ha llevado, con esa misma delicadeza, al lienzo.

La imagen de poeta-pintor cobra, entonces, pleno sentido. Y permite vislumbrar una tradición en el Perú, donde nos encontraríamos con César Moro, Jorge Eduardo Eielson o Luis Hernández, por citar a tres poetas que extendieron, en diverso grado, su labor creativa más allá de las palabras.

En el caso de Eguren, hay que destacar una idea que menciona Wuffarden y que sin duda merece atención: Eguren creía en un lenguaje capaz de integrar y sintetizar las artes y acaso en ello radique su pertenencia a la modernidad. Esto implicaba también la incorporación de un pensamiento sinestésico al momento de reflexionar en torno a la práctica artística.

“Guiado por una visionaria concepción integradora de las artes” –dice Wuffarden—“el autor insiste en que los lenguajes han dejado de ser privativos y excluyentes: la música puede ser lineal o gráfica, en tanto que el dibujo expresa ideas musicales; otro tanto sucedería entre ambas artes y la poesía, en todas las direcciones probables, lo que concluye difuminando las fronteras entre la vida y el arte” (p.18).

De manera que la lectura de la poesía de Eguren no puede darse fuera de este marco integrador, que concilia las posibilidades del arte como una totalidad de formas expresivas. Es lo que se percibe en un poema como “La danza clara”, que concentra color, movimiento, luz, sombra, trazo y palabra: “Es noche de azul obscuro…/ en la quinta iluminada/ se ve multicolora/ la danza clara./ Las parejas amantes,/ juveniles,/con música de los sueños,/ ríen./ Hay besos, harmonías,/lentas escalas;/ y vuelan los danzarines/ como fantasmas./ La núbil de la belleza/ brilla/como la rosa blanca/ de la India; /ríe danzando /con el niño de la Muerte/cano”.

El mundo poético-visual de José María Eguren queda pues a nuestra disposición en esta bella edición de la Biblioteca Nacional del Perú. Página a página, se acrecienta esa sensación que va mezclando misterios insondables, emociones infantiles, intuición de lo surreal, sueños de diversos tonos y colores, melancolía y visión.

 

Acuarelas. Un álbum de José María Eguren. Lima: Biblioteca Nacional del Perú (Colección Imagen y Memoria), 2021.

 

[1] Motivos. Edición de Ricardo Silva Santisteban. Lima: Biblioteca Abraham Valdelomar, 2014.

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José María Eguren, Motivos, poesía

No es difícil imaginar que las vidas de algunos escritores pueden contener material suficiente como para un ambicioso biopic o una serie de varias temporadas. Unas vidas a caballo entre la aventura del lenguaje, innumerables viajes, importantes premios, homenajes en cantidades industriales, el testimonio directo y vivido de muchos hechos trascendentes y la aparición de personas igualmente relevantes. Sin duda, un arsenal de experiencias que podría terminar en la construcción de un mito, el mito de sí mismo.

Quienes leemos textos autobiográficos sabemos que ese es un riesgo siempre presente: que el autor, al seleccionar los materiales que conformarán ese discurso –por lo general ordenado y secuencial– de la propia vida, puede terminar eligiendo las máscaras más convenientes porque, al fin y al cabo, la ficción en sí misma no ofrece la posibilidad tan fluida de crear una identidad entre el autor y el narrador, como sí suele ocurrir en las memorias.

Hago este apunte por la reciente reedición de un clásico del discurso autobiográfico en América Latina: Confieso que he vivido, del poeta chileno Pablo Neruda. La reedición incluye textos inéditos, hallados en los archivos de la fundación que lleva el nombre del poeta; los textos pueden identificarse fácilmente en el tramado del texto, pues llevan una tipografía diferente. Se dice que Neruda quería publicar este libro en 1974, cuando cumpliera setenta años, pero falleció a pocos días del golpe de Pinochet, en 1973. La abnegación de su viuda, Matilde Urrutia, cumplió el deseo de manera póstuma.

Confieso que he vivido presenta una estructura fragmentaria, a pesar de su orden secuencial. ¿De qué otra manera puede recordarse o reconstruirse una vida si no es a través de retazos de la memoria que van entretejiéndose en la ilusión de que el tiempo transcurre? La infancia es la primera estación, donde no falta la escena de lectura como motivo central: “Fui creciendo. Me comenzaron a interesar los libros. En las hazañas de Buffalo Bill, en los viajes de Salgari, se fue extendiendo mi espíritu por las regiones del sueño” (p.24). 

Hay otra escena fundadora, aunque con un final no exento de ironía: el primer poema. “(…) tracé unas cuantas palabras semirrimadas, diferentes del lenguaje diario. Las puse en limpio en un papel, preso de una ansiedad profunda, de un sentimiento hasta entonces desconocido, especie de angustia y tristeza”. Luego de mostrárselo a su padre, este se limitó a preguntarle de dónde lo había copiado. “Me parece recordar –anota el poeta– que así nació mi primer poema y que así recibí la primera muestra distraída de la crítica literaria” (p.33).

También hay lugar para el primer libro, Crepusculario, de 1923, publicado no sin penurias: “Para pagar la impresión tuve dificultades y victorias cada día. Mis escasos muebles se vendieron. A la casa de empeños se fue rápidamente el reloj que solemnemente me había regalado mi padre (…) El crítico Alone aportó generosamente los últimos pesos, que fueron tragados por las fauces de mi impresor; y salí a la calle con mis libros al hombro, con los zapatos rotos y loco de alegría” (p.67-68). 

El retrato de César Vallejo es otro momento interesante en el recuento. Ocurrió en Montparnasse, en 1927. “Por esos días conocí a César Vallejo, el gran cholo; poeta de poesía arrugada, difícil al tacto como piel selvática, pero poesía grandiosa, de dimensiones sobrehumanas (…) Tenía un hermoso rostro incaico entristecido por cierta indudable majestad” (p.87).

Otra presencia peruana en esta memoria es la visita a Machu Picchu, que inspiraría uno de sus poemas más conocidos: “Me detuve en el Perú y subí hasta las ruinas de Machu Picchu (…) Me sentí infinitamente pequeño en el centro de aquel ombligo de piedra; ombligo de un mundo deshabitado, orgulloso y eminente (…) Había encontrado en aquellas alturas difíciles, entre aquellas ruinas gloriosas y dispersas, una profesión de fe para la continuación de mi canto” (p.193).

Exceptuando el deplorable episodio de la violación de la mujer tamil –que provocó justas e indignadas relecturas en años recientes– el relato va construyendo una imagen plenamente literaria y libresca de la persona. Amoríos, viajes, la evolución de la propia poesía, su amistad profunda con poetas españoles, entre ellos Lorca y Alberti, su militancia comunista, su vínculo fraternal con Salvador Allende, personaje que cierra la edición canónica del libro con notas de enorme tristeza: “aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada por las balas de las ametralladoras de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile” (p.402).

Esta memoria, sin embargo, no está exenta de cuestionamientos que reseña muy bien Sergio R. Franco en su libro In(ter)venciones del Yo, donde se contrasta la opinión de varios críticos que descreen, por la fecha de composición, que Neruda hubiera escrito aquellas páginas finales, con el testimonio brindado por Matilde Urrutia quien expresa tajante y brevemente que nada fue quitado o añadido. Tras esta estela de suspicacias y sombras, nos esperan muchas vibrantes páginas de Confieso que he vivido. En todo caso, hay que decir que las infamias y las dudas que pesan sobre esta memoria le pertenecen plenamente y deben ser leídas en su dimensión precisa. 

Confieso que he vivido. Memorias. Bogotá: Planeta, 2020.

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Pablo Neruda

Una de las reediciones más esperadas de los últimos años es Historia de un deicidio, el libro que Vargas Llosa dedicara en 1971 a examinar con gozo y rigor la obra narrativa conocida hasta entonces de Gabriel García Márquez, aunque la parte más significativa de este estudio es una lectura de la potencia fundacional, realista y alegórica de Cien años de soledad (1967), sin duda, su libro crucial. Una enemistad nunca resuelta hizo que Vargas Llosa decidiera no autorizar reediciones de este libro, excepción hecha para sus Obras completas en Galaxia Gutemberg, una edición ciertamente impecable, pero muy costosa.

Cincuenta años después, Historia de un deicidio reaparece en edición masiva. Vargas Llosa ha escrito memorables ensayos literarios, dotados de una meticulosidad poco común y, en más de un caso, de indudable brillo. Carta de batalla por Tirant Lo Blanc (1969), La orgía perpetua (1975), La verdad de las mentiras (1990) o El viaje a la ficción (2008) son cuatro ejemplos del ejercicio de un lector lúcido y apasionado. Mención aparte para La utopía arcaica (1996), el libro sobre Arguedas que despertó enconos, aun a pesar de su adhesión a Los ríos profundos, su gran novela.

La lectura de Vargas Llosa no está guiada por principios teóricos rígidos, se basa sobre todo en un íntimo diálogo con el propio texto. Sus armas provienen de la mejor tradición estilística (la de Martí de Ricquer) y apela a una metodología que se aproxima en varios sentidos al close reading, a esa búsqueda, en el propio texto, de la contradicción, los principios estructurales de la obra, sus componentes históricos y universales. A eso se suma la pasión propia de un lector que encuentra en el texto un espejo en el que se reflejan también sus obsesiones. Esa regla es la que domina claramente la mirada vargasllosiana en los textos de otros, donde se descubre a sí mismo.

¿Y qué ve Vargas Llosa en García Márquez? Principalmente el poder de la ficción en las formas que el propio escritor practica: la capacidad de crear mundos verbales autónomos y que funcionen con una sólida coherencia interna; la ansiedad por emular a dios y acaso superarlo (de ahí el deicidio) traduciendo el mito de la creación del universo en el trabajo con las palabras; las obsesiones y demonios del propio escritor (algo tan caramente romántico) y un elemento que marcó la etapa inicial del boom: la idea de crear novelas “totales”, que se atrevieran a competir con la mismísima realidad en su avidez constructiva.

Cito, sin más: “Cien años de soledad es una novela total sobre todo porque pone en práctica el utópico designio de todo suplantador de Dios: describir una realidad total, enfrentar a la realidad real una imagen que es su expresión y negación. Esa noción de totalidad, tan escurridiza y compleja, pero tan inseparable de la vocación del novelista, no solo define la grandeza de Cien años de soledad: da también su clave. Se trata de una novela total por su materia, en la medida en que describe un mundo cerrado, desde su nacimiento hasta su muerte y en todos los órdenes que lo componen (… y por su forma, ya que la escritura y la estructura tienen, como la materia que cuaja en ellas, una naturaleza exclusiva, irrepetible y autosuficiente” (p.478).

El libro se divide básicamente en dos capítulos: “La realidad real” y “La realidad ficticia”. El primero no deja de asombrarnos, en la medida en que revela las fuentes familiares de la imaginación de García Márquez, al punto de poder afirmar, sin caer en simplismos, que ya el niño Gabito había imaginado Macondo escuchando, detrás de la cortina, las historias de su abuelo y sus parientes, sus correrías en las guerras civiles, ese drama sin concesiones que es la historia colombiana.

“La realidad ficticia” ingresa, en cambio, en el terreno de la realización literaria, que es desmenuzada con detallismo de cirujano. Vargas Llosa examina los primeros libros de García Márquez: La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1961), los cuentos de Los funerales de la mamá grande (1962) y La mala hora (1962), culminando con Cien años de soledad (1967), libros que establecen un gran sistema de vasos comunicantes, en la medida en que Cien años de soledad es la culminación estética de un mundo que venía construyéndose desde inicios de los años cincuenta en la “cocina” del escritor colombiano.

Por si fuera poco, además de este libro, que demuestra mantener intacto el poder de hechizar a lectores de hoy, aparece también un documento de primera mano para el buen entendimiento del boom, una importante compilación hecha por el acucioso Luis Rodríguez Pastor y que nos devuelve al auditorio de la UNI, un día de 1967, cuando García Márquez y Vargas Llosa sostuvieron un inolvidable diálogo. Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina, incluye además un prólogo de Juan Gabriel Vásquez, una intervención de José Miguel Oviedo, los testimonios de Abelardo Sánchez León, Abelardo Oquendo y Ricardo González Vigil, además de las dos entrevistas concedidas por el colombiano en Lima, a cargo de Carlos Ortega y Alfonso La Torre. Cierra el volumen un conjunto de fotografías, algunas poco conocidas, relacionadas a este irrepetible encuentro. Deleite asegurado.

Historia e un deicidio - Mario Vargas Llosa
Mario Vargas Llosa: García Márquez, historia de un deicidio. Lima: Alfaguara, 2021.
Dos soledades-Gabriel García Márquez
Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa. Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina. Edición de Luis Rodríguez Pastor. Lima: Alfaguara, 2021.

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Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa

Julio Ramón Ribeyro es uno de los autores más emblemáticos de la literatura peruana y por qué no decirlo, hispanoamericana también. Los habitantes de sus relatos, en buena parte seres citadinos derrotados por el destino o la adversidad, si bien pueden ser reconocidos por su localía –en lo fundamental, limeña– no es menos cierto que toda esta corte de pequeños héroes, que viven su insignificancia con una dignidad conmovedora, podrían vivir en cualquier ciudad de América Latina.

 

Algunos equívocos asedian a Ribeyro. Uno de ellos sería precisamente anclar su mundo narrativo en el paisaje limeño; otro, asumir casi como un mantra que su literatura se inscribe, por sobre todas las cosas, en el realismo urbano; uno más, pensar su obra en relación casi exclusiva con la reconocida maestría que alcanzó en el cuento. Estas afirmaciones no dejan de ser ciertas, pero no llegan a decirlo todo sobre el universo narrativo del autor de Crónica de San Gabriel, una de las novelas peruanas más significativas de la última mitad del siglo XX peruano o de Prosas apátridas, ese conjunto de carnets y micro ensayos que no ha perdido la capacidad de hechizar a lectores de distintos parajes.

 

Pero volvamos al cuento. Es innegable que Ribeyro conoce a la perfección la retórica y las inflexiones del modo realista. Sus personajes enfrentan situaciones de carácter cotidiano, perfectamente reconocibles y verosímiles, que constituyen pruebas heroicas frente a un destino al que, finalmente, no podrán vencer. La expectativa frustrada alcanza, así, en Ribeyro, un aura magistral. Sin embargo, de tanto en tanto, asoma un relato que cumple cabalmente las reglas del fantástico clásico, ese que paraliza nuestra racionalidad y nos extraña de los principios que nos permiten percibir fluidamente el mundo fáctico.

 

No deja de ser cierto, tampoco, que el universo limeño es un escenario central en la cuentística ribeyriana. Pero no es el único. No hace falta recordar que algunos de sus grandes cuentos como “El marqués y los gavilanes”, “Una aventura nocturna”, “El profesor suplente” o “Tristes querellas en la vieja quinta” nos conectan no solo con un paisaje citadino marcado por la grisura o la melancolía, sino también, con la experiencia de clases altas y medias en pleno descenso y declive, mundos que se desmoronan y van resignadamente a su disolución. Nuevamente, la regla tiene varias excepciones, gracias a varios relatos ambientados en Europa.

 

El profesor Antonio González Montes ensaya, con herramientas semióticas, una lectura de Julio Ramón Ribeyro que apunta a describir y analizar precisamente la construcción de dos espacios narrativos y separa algunas piezas paradigmáticas que transcurren en el Perú y otros cuya acción ocurre en Europa. El título de su libro es, en ese sentido, bastante explícito: Julio Ramón Ribeyro. Creador de dos mundos narrativos: Perú y Europa.

 

El volumen organiza el análisis desde un punto de vista territorial. Los cuentos situados en el Perú tienden marcadamente al realismo urbano y social, con la excepción de relatos que tienen un trasfondo más reflexivo como “El polvo del saber” o esa pieza maestra del desciframiento, metáfora de la lectura abierta que es “Silvio en El Rosedal”. Aquellos que suceden en Europa, en cambio, presentan una marcada inclinación por la vertiente fantástica, como ocurre con “Doblaje”, “Ridder y el pisapapeles” o “Demetrio”. También los hay realistas, y otros como “Carrousel” que ponen en escena la acción misma de narrar.

 

La lectura semiótica resulta útil no solo para describir la estructura de los relatos: traza también los itinerarios de sus posibles sentidos, el “ajedrez” al que apela el narrador para construir los motivos que respiran en sus relatos y establecer los hilos de una cercanía cabal con el mundo de Ribeyro.

 

Hay una sugerente propuesta, a partir de este doble conocimiento de mundos y es el planteamiento de una relación entre Ribeyro y Garcilaso, por la experiencia de la doble territorialidad. Esto, siendo quizá el aspecto más discutible del libro (y tema que acaso merecería un desarrollo más amplio) no desdice el lugar irreemplazable que tiene Ribeyro en el canon narrativo peruano. Desde cualquier método de lectura, bienvenido, señor Ribeyro.

Antonio González Montes. Julio Ramón Ribeyro. Creador de dos mundos narrativos: Perú y Europa. Lima: Universidad de Lima, 2020.

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Alonso Rabí Do Carmo, Julio Ramón Ribeyro, Literatura

El viaje es un tópico central en la tradición latinoamericana. Tanto en el terreno de la historia, la literatura (basta recordar al cubano Alejo Carpentier) y el ámbito de lo que hoy clasificamos bajo el paraguas de “no ficción” (que por cierto no excluye los discursos autobiográficos), el viaje y los discursos de los viajeros ofrecen una amplia gama de posibilidades interpretativas, pues se vinculan con distintas áreas de reflexión: la expresión de la experiencia colonial, la acumulación de saberes dirigidos a los centros de poder europeos, las heridas y costuras de la otredad o la necesidad de construir identidades propias.

 

La marca del viajero es la marca del forastero. Pero eso no limita la figura del viajero a la condición extranjera. En el Perú, por ejemplo, libros emblemáticos como Paisajes peruanos, de Riva Agüero (publicado en 1955 en edición póstuma al cuidado de Raúl Porras) o Costa, sierra y montaña (1938), de Aurelio Miró Quesada, constituyen exploraciones en pos de lograr un concepto, una idea, acaso esbozar un fragmento de eso tan inestable y resbaladizo que llamamos la identidad nacional. El viaje, en todo caso, se convierte en una experiencia de conocimiento del propio territorio.

 

La condición extranjera juega inicialmente otro papel. La conquista española, por ejemplo, puso en acción toda una maquinaria narrativa uno de cuyos objetivos era llevar a la práctica un registro minucioso y exhaustivo de los nuevos territorios que iba dirigido a la corona, información valiosísima para un imperio en plena expansión y atacada por la ansiedad de expandir sus fronteras económicas. La puerta de entrada de este universo es el Diario de Cristóbal Colón, la primera mirada europea sobre América.

 

Durante el siglo XIX numerosos viajeros recorrieron el Perú, acumulando en muchos casos información geográfica, económica, biológica que alimentaría estrategias de inversión y penetración de capitales por parte de potencias como Inglaterra y Francia, principalmente. Estuardo Núñez y Edgardo Rivera Martínez, entre otros, han estudiado prolijamente este significativo segmento de nuestra literatura y han sido responsables, en más de un caso, de impecables reediciones.

 

Estas reflexiones se han suscitado por la lectura de una reciente publicación de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y el Instituto Francés de Estudios Andinos: Una vida en los Andes. Diario (1864-1896) de Théodore Ber, un ciudadano francés cuya biografía está llena de momentos rocambolescos y fascinantes. Nació en 1820 en Francia, en la localidad de Figeac, en una región conocida también como Mediodía-Pirineos. Aprendió el oficio de sastre, trabajó como obrero en talleres textiles y llegó a ocupar una gerencia.

 

En 1860, Ber decide “hacer la América” y se instala primero en Valparaíso, Chile y luego, en 1863, en Lima, oficiando de maestro de francés. Cuando comienzan a sonar los clarines de la Comuna de París, en 1870, regresa a Francia y participa activamente de la revolución que culminaría con el primer régimen socialista europeo de inspiración obrera. Luego de esta aventura vuelve al Perú donde, entre otras actividades, funda un diario en francés, titulado L´Etoile du Sud.

 

Desde entonces dedica múltiples esfuerzos a realizar estudios arqueológicos en distintos lugares del Perú, en misiones avaladas por el gobierno francés que no tuvieron un final exitoso. En 1879 se instala en La Merced donde hace de todo un poco, desde cultivador de café hasta juez de paz, pasando por jefe de Correos e incluso gobernador de la ciudad. Finalmente regresa a Lima en 1884, donde permanecería hasta 1900, año de su desaparición. Dejó un diario, que resume su vida en el Perú, una existencia marcada por una curiosidad cultural militante y un ansioso deseo por la escritura.

 

Pascal Riviale y Christophe Galinon, editores de este valioso texto, refieren: “Théodore Ber es un hombre lleno de curiosidad, una mente crítica, movido por una pasión avasalladora por escribir. El deseo de testimoniar, transmitir, se satisface hilvanando anécdotas y recuerdos inscritos en simples cuadernos o bien en imponentes registros (…) entre 1864 y 1896” (p.26).

 

El diario, como género, puede darse el lujo de registrar simultáneamente las experiencias, la temporalidad que media entre los hechos y su traspaso a la escritura se estrecha de modo notable; de ahí que su conexión con la cotidianidad del autor sea, con frecuencia, un rasgo central. El diario de Ber no escapa a esta regla, pero tiene además otras lecturas: es pergamino íntimo, pero también documento cultural, vivencia de la otredad.

 

Lo cierto es que a Ber le tocó vivir momentos importantísimos de nuestra historia. Estuvo presente en el combate del 2 de mayo y sobrevivió a la Guerra del Pacífico, así como también a una epidemia de fiebre amarilla que provocó una espeluznante mortandad en Lima y Callao en 1868.

 

Un ejemplo de su escritura minuciosa tiene que ver con un pasaje del Combate del 2 de Mayo: “Durante el combate, el Loa y el monitor Victoria, ambos blindados, pero de pequeñas dimensiones, utilizaron con provecho sus cañones, sin haber sido incomodados por los españoles. Unos pequeños barcos de madera, como el Colón, el Sachaca y el Tumbez, han podido participar del combate sin ser seriamente averiados. Todos se extrañan de la retirada de los españoles, a sabiendas de que una hora más de combate les confería una apariencia de victoria. Se terminó por saber que el almirante [Méndez] Núñez había sido herido a bordo de la Numancia y los hay que dicen que está muerto” (p.157).

 

No te privo más, lector, de bucear por ti mismo en las páginas de este importantísimo rescate bibliográfico, cuya lectura recomiendo desde ya con total entusiasmo.

 

Una vida en los Andes. Diario (1864-1896). Pascal Riviale y Christophe Galinon (editores). Traducción de Isabelle Tauzin-Castellanos, José Gabriel Castellanos y Mónica Cárdenas Moreno. Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos e Instituto Francés de Estudios Andinos, 2021.

Theodore Ber
Una vida en los andes

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Alonso Rabí Do Carmo, Crítica, Literatura

Nos sigue haciendo falta un relato histórico literario que analice con rigor la presencia e importancia de los grupos literarios e intelectuales a lo largo de nuestra tradición. Son, ciertamente, muchos, ubicados especialmente en el siglo XX, nucleados alrededor de distintas causas: el indigenismo, diversos acentos de vanguardia, propuestas estético-sociales entre otras.

 

Los grupos, además de mostrar la producción individual de sus miembros, producen gran cantidad de otros textos, como manifiestos, que permiten no solamente explorar las razones íntimas de cada colectivo sino también constituyen puertas abiertas a la comprensión de su época.

 

Tengo en mis manos el libro Retratos y semblanzas del Grupo Norte, investigación y recopilación de materiales hecha por Elmer Robles Ortiz, docente trujillano de dilatada trayectoria. El Grupo Norte, al que pertenecieron entre otros Juan Espejo Asturrizaga, Antenor Orrego, José Eulogio Garrido, César Vallejo y Víctor Raúl Haya de la Torre, se forma a mediados de 1915, aunque inicialmente el grupo es conocido como La Bohemia de Trujillo.

 

Posteriormente, en 1923, adoptaría el nombre de Grupo Norte y se mantendría activo hasta 1930. El grupo nucleó escritores, poetas y también artistas plásticos, como el destacado pintor Macedonio de La Torre o Julio Esquerre (Esquerriloff). El libro que ha construido Robles Ortiz es de gran utilidad, es una suerte de guía de viaje por el interior del grupo.

 

El primer capítulo reúne testimonios de los diversos miembros del grupo, textos cargados de nostalgia y algunas anécdotas de antología, como la que refiere Haya en una carta a Sánchez, cuando describe a Antenor Orrego diciéndole a Vallejo: “Óyeme César, porque tú eres incapaz de envanecerte: tú eres genio, yo te proclamo el genio de la poesía americana; y por eso sufrirás mucho (César Vallejo lloraba). Te proclamo yo, humildemente, sin que nadie nos oiga, aquí en Trujillo ¿Ves? Tú eres el poeta nuevo superando en una ruta estelar a Darío” (p.91).

 

En capítulo II reúne textos que abordan la recepción y acogida que tuvo el grupo entre sus contemporáneos. Poetas como Parra del Riego, que visitaron Trujillo y conocieron a los miembros del grupo, dejan valioso testimonio de ese encuentro. Felipe Cossío, José Carlos Mariátegui, Luis Alberto Sánchez, entre otros, analizan la trascendencia del grupo y enfatizan la lectura en una de sus figuras centrales: César Vallejo.

 

El capítulo III reúne diversas miradas críticas que intentan un balance en relación con la importancia y el legado del grupo. Eduardo Quirós Sánchez, razona sobre las influencias del grupo: “se nutrió con los ideales de la guerra de la independencia y la herencia de la ilustración” y trae “una nueva manera de expresar la realidad sin los patrones poco abandonados del modernismo y el postmodernismo” (p.248). En ese mismo capítulo, Marco Martos se refiere a Vallejo como el escritor “que mejor nos representa ante el mundo” (p.258).

 

El capítulo IV es una breve antología de poemas y discursos de los miembros del grupo: César Vallejo, Haya de la Torre, Óscar Imaña, Francisco Xandoval, Alcides Spelucín, Antenor Orrego, Carlos Manuel Cox, entre otros. Allí se lee, de Antenor Orrego: “Nosotros tenemos todavía una tarea por hacer, una tarea no realizada. En lo que se refiere a la Historia, todavía somos ignorantes de nuestra propia Historia” (p.313).

 

Finalmente, el capítulo V ofrece una selección de cartas de los miembros del grupo, cartas que de algún modo y a pesar de su registro íntimo, también nos dejan entrever el espíritu de Norte. Todas las epístolas resultan de interés, pero hay una, fechada en enero de 1938, que dirige Vallejo a Sánchez, en la que ofrece pormenores de la organización de la resistencia a la dictadura de Benavides desde Francia: “Querido Luis Alberto: Conforme a los deseos e instrucciones que acabo de recibir de Alcides y de Antenor, hemos iniciado aquí los trabajos encaminados al desarrollo de una enérgica campaña por las libertades en el Perú” (p.362). Cierra el volumen un anexo, con escritos varios, igualmente ilustrativos, como la defensa de las ideas de José Vasconcelos hecha por Orrego y otros miembros de Norte.

 

En suma, un volumen que nos invita a recorrer la historia y los personajes de uno de los momentos más interesantes de la literatura peruana, encarnada en la actuación de un grupo que fue un núcleo intelectual y creativo cuyo estudio Robles Ortiz nos facilita enormemente. Salud por eso.

Elmer Robles Ortiz
Retratos y semblanzas del Grupo Norte. Elmer Robles Ortiz. Trujillo: Fondo Editorial de la Universidad Privada Antenor Orrego, 2020.

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Alonso Rabí Do Carmo, Literatura, Norte, Trujillo

Tiene razón Guillermo Nugent cuando mira con desdén a aquellos que, casi en una renuncia a la comprensión, se limitan a decir que el Perú es un país “muy complejo” y lo dejan ahí, entrampado y sin solución. Por eso es notorio (escandaloso, diría) el divorcio que existe generalmente entre el discurso político y temas clave de nuestra propia constitución cultural, como la heterogeneidad, la idea de culturas o patrimonios vivos o la riqueza en la percepción de la otredad que ofrece el fascinante –y desafiante– mosaico nacional.

 

Uno de los aspectos más interesantes del mundo andino es sin duda la religiosidad, donde se entremezclan sabia y creativamente elementos originarios y de la cristiandad. En estas celebraciones, la fiesta, la devoción, la alegría, componen un verdadero collage sincrético que, lejos de aspirar a ser una pieza de museo, cambia, se alimenta de nuevos ingredientes, es un repertorio dinámico y que mantiene, además, un vínculo muy profundo con la teatralidad.

 

Así lo entiende Zoila Mendoza, antropóloga peruana que ejerce la docencia en la Universidad de California (Davis), quien en Qoyllur Rit´i. Crónica de una peregrinación cusqueña nos ofrece una detallada etnografía sobre la fiesta del Qoyllur Rit´i, una de las más importantes de la antigua capital del incario. En fecha que varía cada año, entre los meses de mayo y junio, miles de peregrinos se dirigen al santuario del taytacha Qoyllur Rit´i (“Señor de la nieve brillante”), en el nevado Qulqipunku, a cinco mil metros de altura, en la cordillera del Vilcanota.

 

En cinco capítulos relativamente breves, Zoila Mendoza aborda la festividad desde diversas miradas, todas ella entrelazando elementos míticos y religiosos de diverso origen. El primer capítulo alude a una canción, llamada “Chakiri Wayri”, que marca el encuentro de los peregrinos y su mutuo reconocimiento en la música y el mito que late en ella, el encuentro entre el niño pastor Marianito Mayta y el Niño Jesús, naciendo de este modo una gran amistad.

 

El capítulo segundo examina el trasfondo ritual que tiene el acto de peregrinar o caminar hacia el santuario y la autora nos recuerda la existencia de la palabra quechua “puriy” cuyo doble significado nos deja poner un pie en la tierra y otro en lo sagrado, es decir, caminar y viajar. La caminata, por supuesto, tiene un sentido ancestral, pues ha sido la forma de movilizarse de campesinos y comuneros por largos siglos, lo que permite entrever una manifestación de su cotidianidad. Pero está también el sentido religioso, cifrado en la caminata hacia el encuentro con el apu.

 

El tercer capítulo se centra en el examen de las nociones de “pampachay” y “hucha” que una traducción apurada ha vinculado a un marco católico como equivalentes a perdón y pecado, respectivamente. Sin embargo, Mendoza desentraña más profundamente su sentido y anota la reverberación de estas palabras quechua en el contexto de la reciprocidad, el intercambio, la noción de trabajo comunitario que acompaña a los peregrinos al santuario.

 

El capítulo cuatro establece algo así como una “semántica” del peregrinaje e incide en una serie de sentimientos y vivencias expresadas límpidamente en la lengua quechua: “Kaswariy” (renacer), “Llanllariy” (avivar/reverdecer), “Panchariy” (florecer) o “Chi´n” (silencio) y “Manchakuy” (miedo).

 

El capítulo final muestra las manifestaciones vivas de esta peregrinación y cómo los pobladores de Pomacanchi danzan con orgullo devoto la k´achampa en honor al Taytacha Qoyllur Rit´i. Zoila Mendoza ha escrito un libro que nos permite comprender cómo lo sagrado tiene un tejido íntimo con la experiencia vital y cotidiana de una comunidad andina; ha representado, además, un fresco social y cultural donde aparecen personajes maravillosos (los ukukus, por ejemplo) y donde la música, la danza, la oralidad y la fe componen un maravilloso espectáculo digno de estudio y desciframiento. Ya leer esta crónica, querido lector, es una manera de peregrinar al santuario.

 

Qoyllur Rit´i. Crónica de una peregrinación cusqueña. Lima: La Siniestra, 2021.

Una de las líneas temáticas más importantes de la narrativa colombiana contemporánea tiene que ver estrechamente con la representación, desde diversas aristas, de la violencia y sus efectos en la sociedad de dicho país. Una constatación empírica nos dice, además, que no hay una sino varias violencias: la de las guerrillas, la de los narcos, la del bogotazo y, ciertamente, la violencia de género.

 

En la tradición más reciente pueden encontrarse ya textos emblemáticos, como La virgen de los sicarios (1994), de Fernando Vallejo; Rosario Tijeras (1999), de Jorge Franco; Delirio (2004), de Laura Restrepo; Los ejércitos (2007) de Evelio Rosero o esa gran novela que es La forma de las ruinas (2015), de Juan Gabriel Vásquez, por mencionar algunos textos que son ya referencia en este tema.

 

Si bien Pilar Quintana (Cali, 1972) se suma a la tradición colombiana de la violencia, es preciso mencionar también que ella forma parte de un nutrido grupo de escritoras latinoamericanas, entre ellas las argentinas Mariana Enríquez y Samanta Schweblin, que han construido un mundo narrativo en el que lo excéntrico, lo fantástico, la locura, el horror y la percepción alterada de la realidad constituyen un poderoso núcleo temático, sin olvidar las connotaciones que se pueden establecer con la experiencia histórica latinoamericana.

 

Quintana, ha sido recientemente galardonada con el Premio Alfaguara de Novela por Los abismos, que debería estar muy pronto en librerías y es autora de otras cuatro novelas: Cosquillas en la lengua (2003), Coleccionistas de polvos raros (2007), Conspiración iguana (2009) y La perra (2017).

 

En días pasados, la editorial arequipeña La Travesía presentó una impecable edición de Caperucita se come al lobo, reunión de ocho relatos de Quintana, un cuentario que sirve de síntesis de las preocupaciones de su mundo narrativo: la exploración de los aspectos más sórdidos de la vida cotidiana (entre ellos, naturalmente, la violencia) y el erotismo abierto y sin tapujos, siempre en el marco de un humor ácido, de una ironía sin concesiones.

 

Ya desde el título, el volumen invita a la inversión de paradigmas, al cuestionamiento de ciertos órdenes consagrados en el imaginario de nuestras sociedades. El cuento que da título al volumen, muestra claramente esa inversión: la joven personaje de este relato tiene una total autonomía de su sexualidad y la ejerce con independencia absoluta, de ahí que ella “se coma al lobo” y abandone el lugar pasivo asignado por el clásico cuento maravilloso. Léase lo que tenga de alegoría y de reclamo a nuestra actualidad, que esa es la manera.

 

Otro cuento presente en este volumen es “El hueco”, en mi opinión el más logrado de todos, no solo por su manejo de la tensión narrativa sino además por la manera descarnada en que la autora describe el sadismo y la bárbara ferocidad con que el narco castiga la deslealtad. A propósito, cualquier parecido con la Hacienda Nápoles y los modales de verdugo de Pablo Escobar, no son mera coincidencia.

 

El lugar de enunciación de estos relatos es sin duda anti hegemónico y todos ellos, de una u otra forma, invitan a un examen crítico de las convenciones aceptadas, de la “normalidad” patriarcal y someten a prueba la pacatería moral. Cuentos que ponen al lector frente a experiencias intensas, dolores inenarrables y vivencias sórdidas. Excúsenme, lectores, de adelantar más argumentos. Solo abran Caperucita se come al lobo, sumérjanse y lean.

 

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