Conocí a Jorge Coaguila a inicios de los años 90. En ese entonces yo trabajaba en la sección La Revista, del remozado diario El Peruano. Una tarde, lo recuerdo perfectamente, asomaron la delgada figura de Coaguila y una propuesta que traía bajo el brazo: una entrevista con Julio Ramón Ribeyro, que en ese entonces ya era una celebridad, al tiempo que mantenía ese perfil discreto y huidizo que lo caracterizó siempre. No hubo mucho que pensar. Enrique Hulerig y yo recibimos el texto y sin dar tanta vuelta lo publicamos.

La entrevista, naturalmente, causó revuelo. Si la memoria no me traiciona, publicamos dos o tres partes más del largo diálogo que había logrado emprender Jorge con uno de los prosistas mayores del continente. Pocos años después, esas conversaciones serían reunidas en el volumen La palabra inmortal, que a la fecha lleva varias ediciones. Le debemos también Las respuestas del mudo, volumen que recopila las pocas entrevistas que concedió en vida.

Esta circunstancia marcó a Coaguila como ribeyrólogo, si cabe el término y me dan, lectores, su indulgencia. Es una fuente viva de datos sobre la obra de Ribeyro, conoce al dedillo las anécdotas de sus cuentos, las cuitas de sus personajes, lleva incrustadas en la memoria frases, pasajes, diálogos y muchos de los elementos menudos que componen el universo que fundó el creador de La palabra del mudo.

Creo que debo ser uno de muchos que en algún momento le preguntamos a Jorge cuándo escribiría la biografía de Ribeyro, a lo que él respondía, casi con temor, que era un proyecto que tenía en mente y que algún día vería la luz.

Y el día llegó. Ribeyro, una vida (2021) es una realidad. Es cierto que la tarea del biógrafo es ardua, a lo que hay que añadir el riesgo de que el biógrafo pueda proyectar sus propios deseos y percepciones sobre el personaje. Es una construcción, como lo es el discurso autobiográfico mismo. Y alguien poco avisado tendería a suponer que leyendo La tentación del fracaso, Cartas a Juan Antonio o los apuntes autobiográficos que el mismo Ribeyro trazó, contando la historia de sus antepasados, se tiene parte de la mesa servida.

Diría todo lo contrario. Parte de esta tarea es precisamente cotejar lo que el autor dice de él mismo con lo que el biógrafo puede encontrar en sus pesquisas. La biografía ideal no es un relato objetivo, pues eso es una ilusión. La biografía ideal confiesa sus limitaciones, pero sabe ofrecer una imagen relativamente equilibrada del sujeto. Ese debe ser el logro más significativo de Ribeyro, una vida, un proyecto que Coaguila ha acometido con abnegación y al que debe, de seguro, más de un insomnio.

Paradójicamente o no, con el paso de los años Ribeyro pasó de ser un escritor muy reservado, por momentos secreto, a se lo que es hoy: un nombre totémico de nuestra tradición narrativa, maestro del cuento y de la prosa breve, hacedor de pequeños héroes anónimos que hicieron de su insignificancia una forma de heroísmo.

No fue vana la espera por este volumen. Se esperaba un relato puntilloso, exigente consigo mismo y que no escatimara fuentes. Eso es lo que el libro transparenta. Mención aparte para las fotografías que van acompañando el relato, algunas muy poco conocidas. El arco temporal es ambicioso, es verdad, pero se despliega a lo largo de más de quinientas páginas que todo buen lector de Julio Ramón Ribeyro debería leer.

Ribeyro, una vida

Ribeyro, una vida. Lima: Revuelta Editores, 2021.

 

 

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Jorge Coaguila, Julio Ramón Ribeyro

 

 

Para nadie es un misterio que, desde hace unas décadas, una parte muy importante de la mejor literatura latinoamericana es escrita por mujeres. Y no es que antes no las hubiera, es solo que pesaba sobre ellas un velo de invisibilidad.

Si uno rastrea la tradición de esta literatura, encontrará no con poca frecuencia obras de enorme valor que hoy gozan de una ponderación merecidamente mayor que la que obtuvieron en su tiempo: Las hermanas Victoria y Silvina Ocampo, María Luisa Bombal, Clarice Lispector, Claribel Alegría o Alfonsina Storni sirvan como ejemplos.

A ellas se suman nombres actuales, muy poderosos: Samanta Schweblin, Mariana Enríquez, María Fernanda Ampuero, Pilar Quintana, Liliana Colanzi, Nona Fernández, Fernanda Trías, Cristina Rivera Garza, Guadalupe Nettel y muchísimas más, que vienen labrando obras narrativas de mucho interés, tanto en el registro realista como en otras vertientes que abarcan un espectro que va del horror a la ciencia ficción.

Conocer una tradición implica conocer a los autores, vertientes, contextos y lazos de contigüidad o disrupción que la conforman. Con ese propósito, un grupo de docentes universitarias de Literatura, en asociación con Florida Global University, han organizado el certificado académico “Voces invisibles. Literatura escrita por mujeres”, que consta de varios módulos y 72 horas de dictado virtual.

El curso plantea un acercamiento a la literatura latinoamericana escrita por mujeres desde el siglo XIX hasta la actualidad. Una de las líderes del proyecto, la profesora Mariana Libertad Suárez, sostiene que esta historia suele ser referida de manera parcial e incompleta. Señala que “hay un mundo por descubrir y por repensar, pues el conocimiento sobre las escritoras del siglo XIX es ínfimo, en las escuelas este tema se relega a una última clase que abarca ciertas características más biográficas que literarias”, lo que sin duda perjudica el estudio de autoras y obras de gran importancia.

Suárez destacó que, por ejemplo, hay escritoras como la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, quien no solo se atrevió a tomar posición sobre el orden patriarcal imperante, por medio de textos como Sab o Una anécdota de la vida de Cortés, donde abordaba temas que eran parte del debate de los hombres ilustrados de su país, como la esclavitud, el problema de la raza, los límites de la identidad cubana o el lugar de la migración europea que pretendía industrializar el país, sino que, además, problematizó el funcionamiento de la educación femenina y el papel de la familia en las jerarquías de género, en obras teatrales como La Aventurera o Dolores, y en su novela Dos mujeres.

Literatura escrita por mujeres

El curso se inicia el 15 de febrero. Si desean más información sobre el registro y el costo de este certificado, pueden acudir a la página web: https://mailchi.mp/131902b9fb64/literatura_mujeres

Avisadas están.

 

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Literatura

Rafael Gumucio (Santiago de Chile, 1970) lleva décadas entregado a la escritura. Reconocido periodista, Gumucio ha aprovechado en su literatura diversos materiales  autobiográficos sin caer en las predecibles aguas de la tan discutida autoficción (como si el género fuera finalmente el problema). Sus dos primeras novelas pusieron la ironía en primer plano, en especial Memorias prematuras (1999) una suerte de relato de formación intelectual y artística salpicado de un humor poco complaciente con el propio autor-personaje.

Quisiera remarcar que en Gumucio hay un impulso por alejarse siempre de convenciones visibles o adocenadas en los manuales de escritura, como sucede en Los platos rotos (2004), un texto de carácter híbrido y que apela a diversos registros, que van del cuento al drama, teniendo como intención de fondo practicar el desmontaje de varios mitos oficiales en la historia chilena. Queda claro que, tanto en la orilla de su literatura más personal, como en la que aborda cuestiones relativas a la esfera histórica chilena, Gumucio no parece estar en el lugar equivocado: el ánimo crítico.

Hace poco encontré en una librería de Miraflores un ejemplar de su libro Nicanor Parra, rey y mendigo (2018) un asedio biográfico al gran poeta chileno, figura clave de la posvanguardia latinoamericana, un poeta que sometió al discurso poético a límites de experimentación, ruptura y humor pocas veces logrados. Queden, como ejemplo, muchos de sus inolvidables Artefactos.

Gumucio emprende la tarea de realizar la biografía de Parra, labor amparada no solo en una investigación acuciosa, como corresponde a libros de esta envergadura, sino también en el recuerdo de sus múltiples y asombrados encuentros con el poeta, patriarca de una legendaria familia de artistas.

Huelga decir que en las condiciones que el libro transparenta –el trabajo de fuentes, la fascinación de Gumucio por el personaje o el desplazamiento hacia otras sensaciones provocadas por la presencia apabullante del poeta (el desconcierto e inclusive algo que podría parecerse al miedo), que el autor nunca se esfuerza por esconder–, se nos revela la secreta pauta que sigue el volumen: la biografía de Parra no puede ser objetiva porque los estados  de ánimo y la subjetividad del biógrafo acompañan (sostienen) también el relato.

No afirmo con esto que el texto carezca de fiabilidad, sino que la escritura del otro envuelve a uno mismo y esa dinámica es inevitable. Gumucio registra con fidelidad los rasgos de su personaje, sobre todo su endiablada habilidad con las palabras, su inteligencia para tender “trampas” en la interacción, pero también sus sarcásticas boutades.

Gumucio ha escrito un notable asedio biográfico y lo ha hecho de un modo marcadamente singular, en un tono que va encontrando sus parientes en la tradición latinoamericana, como Mala lengua (2020), el perfil de otro notable de la lírica chilena, Pablo de Rokha, llevado a cabo por Álvaro Bisama o Almas en pena chapolas negras (1995), en el que Fernando Vallejo narra la vida de ese emblemático poeta modernista colombiano que fue José Asunción Silva. No se trata de libros con afán escolar ni de relatos de una linealidad siempre puntillosa o enciclopédica. No. Textos como Nicanor Parra, rey y mendigo son, sobre todo, un llamado a la sensibilidad de los lectores.

Rafael Gumucio

Nicanor Parra, rey y mendigo. Rafael Gumucio. Edición de Leila Guerriero. Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, colección Vidas Ajenas, 2018.

El jinete en la hora cero se titula la primera novela del escritor y periodista Paco Moreno. Y se trata de una novela marcada por una singularidad: su ambicioso arco temporal, que transcurre entre un pasado de implicancias aun no resueltas (el escandalete ultra por el asunto El ojo que llora es un botón más) y un presente enmarañado en vacíos, medias verdades y gestos hiperinformativos. La novela de Moreno une dos experiencias históricas traumáticas: los años de la violencia y la emergencia sanitaria debida a la pandemia.

Estos sucesos quedan impresos en la retina del protagonista, que seguramente desea un tiempo de mayor armonía con el mundo. En cierto sentido se trata de un relato formativo, pues el protagonista realiza la parte más significativa (y dolorosa) de su aprendizaje entre estos dos momentos históricos.

A eso hay que sumar una cuota de autoficción, lo da a su lenguaje una evidente hibridez, que enlaza hechos factuales y ficticios, que establece relaciones entre memoria e imaginación. El terror y la pandemia en una esquina; la memoria familiar en la otra. Y, colándose con sutileza, el registro lírico que da cuenta de la revelación del amor por Alejandrina.

El relato deja alternar distintos registros en su estructura interior. Por una parte se evidencian segmentos en los que el lenguaje se entrega a la reconstrucción histórica de ciertos sucesos, como el inicio de la demencia senderista en Chuschi o el puntual reporte de la crisis del oxígeno medicinal en los primeros tiempos de pandemia; por otra, se muestran los resortes de la memoria y la historia familiar, tanto en sus momentos sublimes (el retrato de Cangallo antes del conflicto interno o esa melancolía que subyace en el recuerdo de los caballos) cuanto en los más lacerantes (el éxodo de la familia hacia Lima a causa de la violencia o la terrible presencia de un virus que cobra la vida de varios de sus miembros).

Hay pues un espesor particular en el lenguaje de esta novela. El lector pasa de la voz de un atento cronista a líneas que bien podrían lindar con el ensayo; del testimonio desgarrado de la pérdida del paraíso, al recuento de una infancia y una adolescencia de cuya magia queda solo la remembranza de un terruño que acaso alguna vez se pareció a la felicidad. 

Se dice siempre que uno de los signos de la escritura contemporánea es haber derribado las fronteras, los límites genéricos; permitir que el lenguaje, sin afectar una trama diseñada con paciencia, fluctúe entre varias posibilidades expresivas y se sirva de cuanto elemento le sea útil para lograr un relato eficaz. En esas coordenadas se sitúa esta primera novela de Paco Moreno, una novela cuya temática tiende puentes a diversos discursos sociales, pero también literarios: la experiencia del migrante, la condición de las víctimas de la violencia y la enfermedad, el ánimo testimonial, la remembranza lírica del amor juvenil. 

Que todo esto esté enmarcado en una alucinante caminata a través de Lima, donde el ojo descubre los entresijos más dramáticos de la vida peruana, es mérito creativo de su autor y, más que una coincidencia, ese relato es de un asombroso parecido a nuestra realidad. 

 

El jinete en la hora cero. Paco Moreno. Lima: Artífice Comunicadores, 2021. 

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Paco Moreno

Todavía hay quienes piensan en la antigualla de oficios masculinos y oficios femeninos. La idea de que un corresponsal de guerra debe ser sin duda un hombre, por ejemplo, es uno de esos casos en los que el imaginario patriarcal ha consagrado su tóxico conservadurismo. 

Un reciente libro de Christiane Félip Vidal, escritora francesa afincada en Lima y que ha elegido el español como lengua literaria, recoge el testimonio y las vivencias de seis periodistas que lograron romper diversas barreras y ejercer con valentía su oficio: Patricia Castro Obando, Vera Lentz, María Luisa Martínez, Mariana Sánchez Aizcorbe, Mónica Seoane y Morgana Vargas Llosa. 

El erudito y cálido prólogo de Juan Gargurevich nos ofrece una larga lista de mujeres que a lo largo de la historia del periodismo mundial supieron enfrentar el prejuicio y realizaron, al igual que sus colegas, reunidas esta vez por Félip Vidal, un notable trabajo en la cobertura de distintos conflictos en diversas partes del mundo. 

Habría que recordar con gratitud que, por ejemplo, Patricia Castro Obando informó con puntualidad y rigor de muchísimos sucesos ocurridos en Islamabad, Pakistán, durante el conflicto de los Talibanes. 

Descendiente de una estirpe de fotógrafos, Vera Lentz (con quien tuve el honor de trabajar en Expreso en 1995) sabe y mucho de guerras, pero hay una imagen estremecedora: Vera, con su hija Kantú a la espalda, fotografiando la áspera realidad de los refugiados en El Salvador y la violencia en Nicaragua.

Tendríamos que sumar a este recuento la audacia de María Luisa Martínez para conseguir, a punta de adrenalina e ingenio, historias sobre la matanza de Accomarca, testimonios dramáticos que de otro modo hubiesen quedado en el olvido. Y también a Mariana Sánchez Aizcorbe, acaso la más experimentada en materia de cobertura de guerras, desde el Asia Central hasta la narcoviolencia, en un amplio arco temporal.

Y por supuesto el temple de Mónica Seoane, que dejó varias lecciones imborrables entre las que se pueden contar varios reportajes notables sobre la Revolución Sandinista (la primera y esperanzadora, por cierto) y un motín de presos durante el primer gobierno de García que valió el cierre del programa en el que entonces laboraba. 

Para el cierre, el lente de Morgana Vargas Llosa, que entre miles de imágenes tomadas en diversas partes del mundo, nos legará para la posteridad ese ojo tan atento al sufrimiento, al indecible encierro y al horror de vivir en Gaza.

En tiempos de medios calientes (medios que hierven diría mejor), en tiempos de medios que hiperinforman sin decir nada y lo espectacularizan todo, es reconfortante recordar que estas seis mujeres, sin olvidar la huella dejada por tantas otras, hicieron del periodismo algo digno y limpio; que la vocación no se traiciona ni se mancha. Esa es la escuela. Gracias a Christiane Félip Vidal por abrir sus puertas. 

Mujeres en conflictos. Christiane Félip Vidal. dición de Leila Guerriero. Lima: Cocodrilo Ediciones, 2021. 

 


Alonso Rabí Do Carmo es profesor ordinario de la Universidad de Lima, donde imparte cursos de Lengua, Literatura y Periodismo. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y obtuvo el Doctorado en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Colorado. Ejerce el periodismo desde 1989.

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Enrique Sánchez Hernani es un poeta y periodista de dilatada y reconocida trayectoria. Pertenece a la generación del 70 (o del 75, según preferencia declarada por él mismo), un período que coincide con el advenimiento de cambios notables en la dicción y la escritura poética peruana.

En efecto, gracias a la irrupción de distintos colectivos, como Hora Zero, Estación Reunida o La Sagrada Familia (grupo este último al que perteneció Sánchez Hernani), la poesía se abrió de modo más intenso, más visceral a la experiencia histórica y social, algo que implicó la incorporación del lenguaje de la calle, además de una mirada más cercana al ímpetu popular y al universo marginal de la ciudad.  

La poesía de Sánchez Hernani no fue ajena a esta ola renovadora inicial. Sus primeros libros, Por la bocacalle de la locura (1978) y Violencia de sol (1980) están claramente inscritos en un discurso que busca convertir la expresión poética en una extensión simbólica de la militancia, en una manera de intervenir en la escena pública, cuestionando el poder desde la rebeldía, el inconformismo y la rabia existencial. 

Sus siguientes libros –si bien mantuvieron rasgos como cierto espíritu rebelde y juvenil, un prosaísmo irónico, una preferencia por la narratividad, así como el registro coloquial– recorren un camino de decantación que conducirá al poeta a una escritura dedicada a explorar, no solo en su orilla musical, sino también política, un referente cultural de indudable importancia: el rock. A Banda del sur (1985) pertenece, precisamente, uno de sus poemas más memorables: “Heavy Rock”, cuyos últimos versos rezan: “nos encerraron en celdas con chinches y sabandijas / nos arrancaron los jeans / amenazaron con hacer de nosotros hombres y mujeres razonables / que amasen a su patria y pudiesen morir sin gemidos por su bandera / y una lenta canción nos devolvió el recuerdo de nuestros discos / desvaneciéndose en los armarios / heridos por el sol / y el insoportable ruido de nuestros sueños”.

Otros libros suyos como Altagracia (1989), Pena capital (1995), Música para ciegos (2001) y Vinilo, 42 poemas del rock and roll (2006), sin abandonar del todo las características ya reseñadas, empiezan a mostrar cierta contención expresiva, así como un sutil viraje hacia la intimidad, el lirismo y la exploración subjetiva. Quise decir adiós (2011), libro motivado por la desaparición del educador Constantino Carvallo, terminaría por confirmar esa tendencia.

De este modo se inicia una suerte de regreso al orden, a la contemplación serena que no renuncia a la ironía pero encuentra cauces expresivos donde la madurez brilla por su presencia, lejos ya del grito y el desparpajo, más cerca de palabras meditadas, sopesadas, dichas preferentemente con sobriedad. Poemarios como Catálogo del maestros de obras (2017) o Taller de maestranza (2018) van por ese derrotero

Y así llegamos a Parábola de las ideas impuras (2021), un libro dividido en dos partes: la visión y el presentimiento del desastre, el mal, la enfermedad, por un lado, y por otro, la vivencia de la pandemia según el ojo del poeta. El título parece explicitar muy bien estos detalles: las parábolas son alegorías y también relatos, no en vano en estos poemas lo narrativo sigue siendo un asunto crucial. Las ideas impuras son un horizonte que abarca no solamente la enfermedad sino sus consecuencias: el encierro, el hastío, la muerte. 

Ante esta situación extrema el hablante reacciona. Es capaz de detallar con puntillosidad de relojero su entorno, sensaciones diversas que abarcan un espectro que van del hastío a la esperanza, del sarcasmo a la calma, de la desesperación a la contemplación de la vida. Y diría aquí lo que dicen los versos finales de “Aparición de la poesía”: “Todo se reduce a esta implacable certeza / las páginas de un nuevo libro / son un largo muro por donde aún no ha soplado / el viento divino de ser alado alguno / y si se mantiene intacto es gracias a las dudas / y a la falta de coraje de los atónitos escribas / pero según pasan los días / en sus dedos ya no tiemblan / las palabras inexpertas sino un duro cincel / con el cual buscan derrumbar el antiguo muro / que hasta hoy habíamos venerado / al parecer sin ningún propósito para el futuro” (p.38).

Hay un cambio de estilo, nuevas inflexiones. En conversación reciente con Sánchez Hernani, me refirió que mantiene algunos libros inéditos que expresan ese cambio. Espero que su lectura confirme el título de esta reseña, que hay un poeta en progreso.

Enrique Sánchez Hernani. Parábola de las ideas impuras. Lima: Fondo Editorial Cultura Peruana, 2021.

Libro Parábola de las ideas impuras.

 


Alonso Rabí Do Carmo es profesor ordinario de la Universidad de Lima, donde imparte cursos de Lengua, Literatura y Periodismo. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y obtuvo el Doctorado en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Colorado. Ejerce el periodismo desde 1989.

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Manuel Pantigoso tiene una larguísima trayectoria literaria. Poeta, periodista, docente, divulgador y gestor cultural, además de destacado académico. Por muchos años, Pantigoso ha dedicado un generoso esfuerzo a los estudios literarios de nuestra tradición. Lamentablemente, muchos de esos trabajos y conferencias, dispersos en publicaciones a veces inhallables o en emisiones radiales difícilmente escuchables nuevamente, dificultaban la valoración apropiada de una amplia obra crítica.

La Universidad Ricardo Palma ha editado, para alivio de quienes gustamos de fatigar archivos, tres volúmenes que contienen, si no toda, al menos la parte más importante de los escritos de Pantigoso sobre literatura peruana. La colección lleva como título En el nombre del Perú, el alma del Perú en la palabra y el volumen primero se dedica a examinar espacios, tendencias, y el advenimiento de la vanguardia en el Perú.

El paseo inaugural tiene un arco temporal ambicioso y se adentra en exploraciones históricas (un muy recomendable estudio sobre Jorge Basadre), en la discusión sobre la literatura inca, en el análisis de varios cronistas (la comparación entre Murúa y Guamán Poma no tiene pierde), en la literatura de la independencia y el proceso que nos conduce al modernismo (rescatar a Yerovi siempre será una buena idea) hasta el posmodernismo y el surgimiento de la vanguardia en el Perú.

El segundo volumen tiene como eje temático la vanguardia plena y la posvanguardia. Quisiera destacar el estudio minucioso de los “ismos” nacionales, en la medida en que aclara un universo temático mal leído y peor estudiado. Los textos sobre Vallejo, Mariátegui y Churata se cuentan entre lo más graneado de este volumen, al igual que sus aproximaciones a Oquendo de Amat, Moro o Westphalen.

Se ocupa también de la llamada Generación de la crisis del 30-36, donde destacan figuras como el educador Emilio Barrantes, un hermoso texto sobre la literatura infantil en el Perú, el examen de la obra de Diez Canseco. Del mismo modo, destaca aquí lo escrito sobre Ciro Alegría, Luis del Valle Goicochea (poeta que es urgente rescatar) y José María Arguedas, entre otros autores de esta época.

El volumen final somete a examen la poesía y la narrativa contemporáneas, partiendo de la Generación del 50 y culminando en la década de los noventa, añadiendo un capítulo final en el que echa una mirada sobre pintores, periodistas, pensadores, científicos y educadores, entre otros intelectuales, cuyo trabajo sobre el Perú viene marcado por la relevancia. 

El balance que practica Pantigoso sobre la poesía y la narrativa del cincuenta es irreprochable, pues se ocupa no solo de sus representantes más importantes, sino además lee con rigor las diversas características que adquirió la escritura en los miembros de esta importantísima y singular generación. Quisiera destacar dos trabajos en este apartado: las lecturas de Blanca Varela y de José Ruiz Rosas, respectivamente. 

Igualmente, en su lectura de la narrativa del período que va de 1960 a 1990, encuentro valiosos acercamientos a Miguel Gutiérrez, Augusto Higa, Antonio Gálvesz Ronceros, José Antonio Bravo, Carlos Calderón Fajardo o Roberto Reyes, pasando por Fernando Ampuero y Alonso Cueto. El paisaje es bastante ancho y permite una mirada de conjunto muy completa. En poesía cabría decir lo mismo: Heraud, Corcuera, Cisneros, Martos, Verástegui, Watanabe o Chirinos resultan nombres insustituibles en una lectura de la poesía peruana de dicho periodo. 

Al final de cada volumen, una magnífica iconografía sirve de remanso visual. La crítica es una forma de diálogo con la tradición y sus textos, no la entronización del gusto o el yo del crítico. Pantigoso cumple cabalmente con el primer presupuesto. Este tríptico constituye, desde ya, material de referencia para quien quiera aventurarse por el bosque literario nacional. 

Manuel Pantigoso. En el nombre de Perú, el alma del Perú en la palabra. Lima: Fondo Editorial de la Universidad Ricardo Palma, 2021.

Libro de Manuel Pantigoso

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Virginia Benavides lleva publicados varios libros de poesía; el más reciente es una reedición remozada de Ejercicios contra el Alzheimer (2021), originalmente aparecido en 2019. Uno de los aspectos centrales en la poética de este volumen es la enfermedad y, más concretamente, la pérdida de facultades como la memoria, la lucidez, los vínculos que unen al sujeto con el entorno factual. Incluir el término Alzheimer en el título no es entonces un gesto gratuito, es más bien un reclamo, una interpelación al abandono, al deterioro, a la finitud y a la indiferencia. La poeta asume su trabajo con un lenguaje que puede combinar la visceralidad y la sutileza, el tono airado y la audacia metafórica. Cito un fragmento del que es, para mi gusto, uno de los textos más logrados del conjunto:

“Mi país no es mi país. Es un rencor, un dormirse con hambre, una puerta entreabierta al vacío donde una escalera de emergencia se espera. Mi país es una piedra que hemos pintado limada por un mar calmo, pero áspera, pero sura y certera cuando la arrojamos para no olvidarnos de gritar detrás de ella. Una herida que lloramos a solas, sin consuelo; un óxido, un miedo de niño, un caramelo vencido (…)” (p.47).

002666 Lapo Tencia, poemario de Guillermo Valdizán prolijamente editado por Vallejo & Co. nos devuelve a la ironía y el sarcasmo propios de la mejor tradición coloquial peruana, especialmente la de la década del 60, donde a una observación crítica de la cotidianidad se sumaba el gesto político, se insinuaba un camino de intervención a través de las palabras. Su actualidad es indudable. Leamos, por ejemplo, el poema “Proclama”:

“A poco de celebrar las fiestas patrias / se acabó el papel higiénico // Cuando afirmábamos que todo cambiaría / se acabó el papel higiénico // No pudimos crear los poemas urgentes / se acabó el papel higiénico // Tampoco la vacuna para el universo / se acabó el papel higiénico // Seguramente es un truco publicitario / se acabó el papel higiénico // O los heraldos negros que nos manda la muerte / se acabó el papel higiénico // Senta dos como próceres // Por fin máxima suavidad / y rendimiento” (p.32).

Vanessa Martínez Rivero nos ofrece Arte-Facta, una selección de sus poemas traducidos, en la misma edición, a varias lenguas. Muchos de sus poemas están construidos bajo la premisa de una sencillez engañosa: detrás de ese orden y esos ritmos que la poeta sostiene con rigor, hay lugar para la revelación, para palabras que conscientes de su mordacidad reclaman su legítimo lugar en la enunciación. Así, tenemos, como muestra “Poema para una vaca en la plaza”:

“Si me podrías contar todas las estrellas / de esta casa universal / escogiendo desde mi norte y coleccionando las fugaces, / podríamos tirar el poncho a la grama y / yo jugaría a inventar sus nombres. // Te podría decir también / Un pecho henchido no es señal de amor, / sino de lucha. // Un toro posee a la noche y muge a las estrellas. / La vaca va parir” (p.64).

Calaveras retóricas, de Diego Lazarte, se ubica en una orilla desacralizadora, en la que las figuras del poeta y la escritura son invitadas a descender del Olimpo y sacudirse de sus más caros mitos. El autor imagina este aparato crítico a partir de ciertas categorías culturales populares de México, donde la calavera o calaca ocupa un lugar central. ¿Alguna nostalgia de los 60? Es posible, como es evidente también su autonomía. Dejo aquí este recuento y luego de decirles Feliz Año (en la medida de lo posible) entrego este botón breve y punzante de Lazarte, el poema “Calavera literaria”:

El crítico literario / Sobrínisimo de la cala / Becario de ultratumba / Monaguillo odiadísimo / Enterrador de vanidades / Ave de mal agüero. / Hay que persignarse / Tres veces / Si te lo topas. // El poeta es más bien / el espiritista. / Detrás de él se asoma / un Concilio Cadavérico. / Y hay que saber mantenerlos a raya. / El poltergeist de Adán / Prende y apaga las luces. / Los orbes de Moro / Dibujan un collage ectoplasmático. // Por eso ten mucho tacto, Sr. Crítico, / cuando escribas sobre los poetas / ¡Todos tienen un genio maligno! / No vaya a aparecerse / La calavera de Vallejo / y lo jale de las patas” (p.54). 

Virginia Benavides. Ejercicios contra el Alzheimer. Lima: La Purita Carne, colección La Trenza, 2021.

Virginia Benavides Libro

Guillermo Valdizán. 002666 Lapo Tencia. Lima: Vallejo & Co., 2021.

Guillermo Valdizán Libro

Vanessa Martínez Rivero. Arte-Facta. Selección y traducción multilingüe. Lima: Vallejo & Co., 2021.

Vanessa Martínez Libro

Diego Lazarte. Calaveras retóricas. Lima: La Strada, 2021. 

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2022, Fin de año, poemarios, poemas

James Joyce es un autor muy presente en la tradición literaria peruana. Uno de sus primeros lectores fue nada menos que José Carlos Mariátegui, que en un famoso artículo de 1929 elogió la primera aparición de Ulysses en español, habiendo hecho lo propio en 1926, cuando se tradujo Retrato del artista adolescente. Desde entonces, no le han faltado a este genio irlandés lectores ni traductores. En 1941 Luis Alberto Sánchez vierte por primera vez a nuestra lengua el libro de cuentos Dublineses, por encargo de la editorial chilena Ercilla. 

Joyce tuvo especial influjo entre narradores pertenecientes a la llamada Generación del 50, especialmente en Carlos Eduardo Zavaleta, acaso el mayor impulsor y estudioso de la obra de Joyce entre nosotros (ver Estudios sobre Joyce y Faulkner, de 1993). El propio Vargas Llosa se cuenta como un entusiasta joyceano y un riguroso lector de sus textos. Por otra parte, escritores como Osvaldo Reynoso mostraron en varios de sus textos una asimilación creativa y personal de las novedades técnicas que ofrecía la obra de Joyce.  

A ellos hay que sumar, por ejemplo, a Ricardo Silva Santisteban, quien en 1988 tradujo varios fragmentos de ese libro-magma que es Finnegans Wake, el trabajo más osado, discutido y difícil del escritor irlandés. El año pasado, la editorial peruana Campo Letrado publicó la poesía completa de Joyce, en una limpia versión a cargo del escritor Carlos Arámbulo. Entre Joyce y el Perú, como se ve, hay vecindad. 

Este segundo año de pandemia vuelve a poner a Joyce en el contexto editorial peruano. Colmena Editores, en una auténtica aventura editorial, acaba de publicar, en un impecable volumen, cuatro capítulos de Finnegans Wake, debidamente anotados por el escritor mexicano J.D. Victoria. No es la novela completa, pero son cuatro capítulos emblemáticos y que transparentan los rasgos centrales de este texto: sus dislocaciones narrativas, su(s) lenguaje(s) en ebullición (Joyce emplea palabras de hasta dieciséis idiomas distintos) y su ambición extrema de romper toda atadura realista.

La lectura de Finnegans Wake es un reto permanente al lector de cualquier lengua, incluyendo a la inglesa misma. Una pregunta que el lector debe resolver es ¿cómo apropiarse del sentido de un texto que, en su desmedida ambición lingüística, saca provecho de arduos juegos de palabras, expresiones idiomáticas locales, alteraciones gramaticales varias y cientos de términos provenientes de distintas lenguas y cómo captar el humor y el sinsentido que impregnan la cotidianidad de sus personajes, el flujo del pensamiento y la conciencia, ese “caosmos” que funda Finnegans Wake? Como en toda obra abierta que se respete, en cada lectura debe haber una respuesta. Se busca ya no lectores, sino cómplices. 

Lo dice mejor que nadie el propio traductor, en una línea de su nota introductoria: no equivoquemos el camino de una lectura como Finnegans Wake, parece aconsejar, refiriéndose a un gesto frecuente entre los denostadores de la novela: “destrozar como académicos lo que no pudieron entender como lectores”. Renunciemos a eso. 

James Joyce

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