Alonso Rabí Do Carmo

La guerra sin fin

"El poder de las ficciones no solo radica en su capacidad de construir un mundo representado de manera autónoma, capaz de funcionar con una lógica y unas leyes propias, sino también en sus formas de establecer un diálogo entre el pasado y el presente, aun cuando las lecturas alegóricas no reciban hoy el fervor de que antes gozaron"

Han pasado cuarenta años desde que apareció La guerra del fin del mundo, una de las grandes novelas de Mario Vargas Llosa. Por primera vez, una novela suya transcurría fuera del Perú y, además, en un tiempo lejano: finales del siglo XIX, en el infierno de una sequía que mataba todo en Canudos, en el nordeste brasileño, donde tuvo lugar una rebelión milenarista liderada por Antonio Conselheiro, ciego creyente que vio en el advenimiento de la República los signos del Anticristo.

Tengo el vivido recuerdo de haber visto esa esa extraña portada diseñada por el catalán Antoni Tàpies y de caer rendido ante el inolvidable inicio que presenta al Consejero a los lectores: “El hombre era tan alto y tan flaco que parecía siempre de perfil. Su piel era oscura, sus huesos prominentes y sus ojos ardían con fuego perpetuo. Calzaba sandalias de pastor y la túnica morada que le caía sobre el cuerpo recordaba el hábito de esos misioneros que, de cuando en cuando, visitaban los pueblos del sertón bautizando muchedumbres de niños y casando a las parejas amancebadas. Era imposible saber su edad, su procedencia, su historia, pero algo había en su facha tranquila, en sus costumbres frugales, en su imperturbable seriedad que, aun antes de que diera consejos, atraía a las gentes”. 

Un aspecto interesante de La guerra del fin del mundo es el intertextual. Vargas Llosa utiliza como una de las fuentes centrales de su novela el texto del escritor Euclides Da Cunha, publicado bajo el título Os sertoes. Da Cunha fue corresponsal de O Estado, diario de Sao Paulo, durante los terribles sucesos de Canudos y, a pesar de su seca apariencia de informe, resulta un texto cautivante porque además de cubrir los sucesos de la rebelión religiosa, elabora una ambiciosa y muy precisa radiografía social y cultural de la zona del conflicto.

No se crea que se trata entonces de un texto meramente derivativo. Sobre eso, conviene no olvidar, por justicia con una extraordinaria creación verbal, lo dicho por el crítico uruguayo Ángel Rama: “A pesar de remitirse, desde la dedicatoria del libro, a Euclídes Da Cunha, La guerra del fin del mundo es una novela autónoma, autosuficiente, que cualquier lector podrá leer sin conocer sus antecedentes, íntegramente de la escritura de Vargas Llosa. Su rica y esplendorosa materia, por amplias que hayan sido sus fuentes documentales, sólo existe en la forma literaria privativa con que la ha concebido su autor” (“Una obra maestra del fanatismo artístico. La guerra del fin del mundo”).

En el enfrentamiento de dos órdenes que propone la novela, uno representado por un Estado brasileño que aboga por la modernidad y el laicismo; otro representado por un catolicismo de indudable carácter arcaico y milenarista, está también el puente que une a esta poderosa ficción con el presente latinoamericano, especialmente, como ha sugerido Peter Elmore, en lo tocante a la viabilidad de los Estados latinoamericanos (La fábrica de la memoria). La historia, en ese sentido, no es únicamente un conjunto de sucesos fijados en un viejo almanaque, es, sobre todo, un fantasma activo y que de cuando en cuando se instala en los recovecos de nuestra precariedad regional. 

En medio de los dos contendores mencionados anteriormente, queda la estela de la monarquía brasileña, escudo del viejo orden colonial y aristocrático que la modernidad desplaza sin remedio. Muchos personajes memorables desfilan por estas páginas: Antonio Vicente Mendes Maciel, el Consejero, especie de iluminado y mesías que conduce a su grey, sin miramientos, hacia un cruento sacrificio; el León de Natuba o Joao Satán, seres de fábula, entregados a la causa del Consejero; el enano, de procedencia circense y experto en el vagabundeo; el barón de Cañabrava, aristócrata de talante agudo y escéptico o, entre otros el delirante frenólogo Galileo Gall o el periodista miope, obsesionado con explicar la naturaleza de la rebelión desatada en Canudos. A ellos se suman mujeres inolvidables como Jurema o la milagrosa María Quadrado, santa y demente.

No me pareció nunca que traer a colación el fanatismo del Consejero en un año como 1981 fuese casual o gratuito, estando ya en acción la insania del llamado Presidente Gonzalo. Tampoco creo que de eso dependa la cabal comprensión de la novela; sin embargo, el poder de las ficciones no solo radica en su capacidad de construir un mundo representado de manera autónoma, capaz de funcionar con una lógica y unas leyes propias, sino también en sus formas de establecer un diálogo entre el pasado y el presente, aun cuando las lecturas alegóricas no reciban hoy el fervor de que antes gozaron. En todo caso, ficciones como La guerra del fin del mundo actualizan las pesadillas del pasado y nos las hacen vivir de diversas maneras, unas oblicuas, otras muy directas. Cuarenta años después, se comprueba que La guerra del fin del mundo mantiene intactos su vigencia y su poder de convencimiento.

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Literatura, Mario Vargas Llosa

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