Los estudios acerca de la Guerra del Pacífico se han reinventado, desde que a finales de la década milenio los estudiosos de Perú y Chile comenzaron a encontrarse cotidianamente en congresos binacionales o internacionales, a conocerse, trabar amistad, intercambiar experiencias y emprender proyectos conjuntos. Al respecto, un libro pionero fue Chile-Perú, Perú-Chile de los historiadores Eduardo Cavieres y Cristóbal Aljovín, quienes, en 2005, reunieron al menos siete parejas de académicos binacionales para escribir sobre diferentes temas de la relación entre nuestros dos países, sin centrarse necesariamente en el conflicto bélico.

Respecto de este último, los nuevos estudios ampliaron prontamente el campo tradicional de las batallas y héroes épicos sobre el que se erigieron nuestros nacionalismos, y comenzaron a buscarle otros nichos y horizontes a la temática. Fue así como Carmen Mc Evoy, en dos estudios señeros, Armas de persuasión masiva (2010) y Guerreros civilizadores (2011) estudió las pompas fúnebres con las que Chile se conmemoraba y dolía de sus muertos de la guerra, que traían sus navíos provenientes del Perú, y construyó una identidad nacional alrededor de ellos; así como indagó, in extenso, la expansión de la administración burocrática del Estado chileno conforme ocupaba territorios enemigos, y el esfuerzo de organización que dicha expansión significó para aquel.

La guerra, cada vez más, abrió múltiples posibilidades al estudio de episodios antes desconocidos o ignorados. Al respecto, en 2018 Germán Morong y Patricio Ibarra, de la Universidad Bernardo O´Higgins, publicaron la compilación binacional, titulada Relecturas de la Guerra del Pacífico, avances y perspectivas en la que nueve autores de ambos países trataron temas tan diversos como el rol de la Iglesia y de la prensa para formar un compromiso ciudadano en favor de la causa patriota (Mauricio Rubilar), la vida cotidiana en Lima durante la ocupación y la administración de causas judiciales comunes por parte de la administración chilena (José Chaupis),  El Presbítero Juan Vitaliano Berroa frente a la chilenización de Tacna y Arica  (Ricardo Cubas), entre otros.

Los encuentros, estudios y publicaciones con estas características se han multiplicado y expresan el interés de los especialistas de ambos países por “ir a la guerra más allá de la guerra”, y encontrar, dentro de la desgracia que la acompaña, cómo puede inclusive florecer el amor, como se aprecia en varios estudios sobre matrimonios binacionales, ocurridos mientras se desarrollaba el conflicto. De esta manera, hemos logrado sacar a la guerra de la que ha sido por más de cien años su zona de confort -las batallas, las epopeyas y los héroes épicos- y llevarla a un terreno más mundano, social y cotidiano, en el cual se descubren la infinidad de facetas que una guerra saca a la luz al tensionar, al extremo, a una o varias comunidades.

La guerra como impacto en el presente: el compromiso del historiador

Sin embargo, hay un aspecto en el que los especialistas en la Guerra del Pacífico no hemos decidido entrar de lleno, como si un tabú se erigiese sobre nosotros y prefiriésemos hablarlo apenas en voz baja, en las recepciones después de los congresos, pero que no conceptuamos ni colocamos sobre la mesa como un aspecto vital que atañe el quehacer del historiador: los efectos de la guerra en el presente y que nos llevan, casi necesariamente, a la dimensión del imaginario y de la percepción. El imaginario de la Guerra del Pacífico, y la percepción de peruanos sobre chilenos y viceversa, solo puede llevarnos a la conclusión de que hasta hoy están ampliamente difundidos sentimientos y emociones que, como diría Tzvetan Todorov, no han logrado aún ubicarse en la periferia de nuestro pasado y se manifiestan de muy distintas maneras. Una de ellas es la escuela, en donde, en líneas generales, los docentes de la educación secundaria siguen induciendo a sus estudiantes, o al excesivo orgullo por una parte, o al excesivo rencor por la otra.

Ciertamente, sí hay trabajos que han comenzado a abordar esta problemática, desde diferentes flancos, aunque todavía de manera indirecta: un ejemplo es la bella compilación de Eduardo Cavieres La Historia y la escuela: Integración en la triple frontera: Bolivia, Chile y el Perú, (2016) y cuyo segundo capítulo lleva un título muy sugerente: ¿Qué hacemos con la historia? La historia en la sala de clases. A propósito del fallo de la Haya.

Poco antes, en 2014, publiqué junto con Sergio González Las Historias que nos unen, que marcó un hito, pues buscó resaltar episodios positivos de la relación binacional, precisamente cuando nuestros países litigaban en la Haya por el mar; la idea era mostrar a nuestros pueblos que no todo nuestro pasado se limitaba a una guerra. Al respecto, me es grato anunciar que, en la misma línea, Sergio González acaba de publicar la compilación “Personajes de Integración y Palabras de Amistad entre el Perú y Chile” (2021), la que espero pronto poder comentar con más detenimiento.

Sin embargo, aunque estos esfuerzos implican acercarnos un paso más a la problemática que nos inquieta, no alcanzan a abordarla en su totalidad: esto es, a poner sobre la mesa el dolor que generó en nuestras sociedades la guerra, naturalmente mayor en aquella que sufrió años de ocupación militar. Las secuelas que ha dejado este evento traumático son notorias y los especialistas en la materia debemos adoptar como propia esta problemática y actuar sobre ella para atenuar sus efectos, los que han logrado conectarse con el tiempo presente y que denominamos de diferentes maneras: “desconfianza mutua”, “rivalidad” etc.

Esta inquietud me llevó a estudiar el origen de los discursos e imaginarios que genera la referida desconfianza por lo que me avoqué a escudriñar los elementos metatextuales de las narrativas tanto de la historiografía tradicional, como de los manuales escolares. En este punto es fundamental mencionar las obras de Gabriel Cid, Nación y Nacionalismo en Chile (2009) y La Guerra Contra La Confederación (2011), cuyo enfoque teórico, en ambos casos, es consulta obligada para el estudio de las discursos y elementos simbólicos con los que se construyeron las patrias decimonónicas.

De estas lucubraciones aparecieron mis volúmenes “Lo que dicen de nosotros” (2010) y “Lo que decimos de ellos” (2019), este último en compañía de José Chaupis. Mi intención, en ambas, fue mostrar el origen del problema que nos avoca: discursos básicamente nacionalistas que se reproducen una y otra vez, de generación en generación, y que tienden a presentar al otro (el vecino) como distinto y rival, cuando no como abiertamente hostil, tanto en la escuela, como en la historiografía tradicional, y alguna otra que todavía se produce y difunde.

Seguidamente, pensé que los historiadores también teníamos que aportar con las soluciones al problema social que nuestro campo de estudio genera en la colectividad, por lo que me dediqué a la investigación de las políticas de la reconciliación internacionales que se han aplicado entre diferentes países que deben administrar el dolor de una guerra pasada, y comencé a idear posibles propuestas para nuestro caso específico como en Conflicto y Reconciliación (2014). A ello se le suman otros ejes teóricos con los que es posible abordar la Guerra del Pacífico, como la sugerente corriente que estudia la resignificación del pasado y que nos inspiró el artículo Conocer, compartir, resignificar. Apuntes para una reconciliación peruano-chilena desde la escuela (2020). No es casual que franceses y alemanes cuenten con un memorial binacional de la Gran Guerra y que, en 2018, al advenirse su centenario, Emmanuel Macron y Angela Merkel se hayan abrazado en el “Vagón del Armisticio”. En otras palabras, franceses y alemanes han modificado la significación de este evento doloroso, al punto de conmemorarlo conjuntamente.

Si no se ha comenzado a trabajar a conciencia estos aspectos, y si nuestros estados, hasta ahora, no se comprometen a desarrollar una política de la reconciliación respecto de la Guerra del Pacífico, adecuada a nuestras propias circunstancias, es porque los historiadores no hemos terminado de comprender que debemos colocar el tema sobre la mesa, más allá de los significativos pasos que hemos dado juntos las últimas dos décadas. En esa medida, debido a nuestra propia omisión, seguimos aplazando por tiempo indefinido la solución a un problema que forma parte de la Guerra del Pacífico, tanto como las batallas de Tarapacá, Arica o Huamachuco.

Mucho que pensar entonces, lo primero es el rol del historiador para con su objeto de estudio y la sociedad en la que deposita su trabajo, y la segunda reconocer la Guerra del Pacífico no solo como campo de estudio sino como problemática presente. El reconocimiento de dicha problemática por parte de los historiadores es paso previo para que nuestros respectivos estados implementen las políticas necesarias para resolverla. No queremos más egresados de la escuela secundaria que vean al vecino como a un rival que habrá de serlo siempre. Los historiadores e historiadoras tenemos la palabra.

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Guerra del Pacífico, Historia

El 27 de agosto de 1930, el teniente coronel Luis M. Sánchez Cerro encabezó un golpe de Estado contra el dictador Augusto Leguía, poniendo así fin a su largo gobierno autoritario que iniciara el 4 de julio de 1919. Con Sánchez Cerro al mando, la incertidumbre se apoderó del país, las asonadas militares y civiles se multiplicaban unas tras otras por lo que decidió dejar el poder a la junta presidida por David Samanez Ocampo y Gustavo Jiménez, quienes apelaron a las viejas y olvidadas formas de la República para resolver el impase: las elecciones.

Sin embargo, las cosas habían cambiado tras once años de dictadura civil. Leguía había sido muy represivo con las masas que ya desde la década de 1910, y a principios de la de 1920 se organizaban sindicalmente y comenzaban a irrumpir en la política. Durante su mandato, se clausuraron las universidades populares que fundara Haya de la Torre al iniciarse la década, y se reprimió duramente al movimiento obrero organizado.

Para las elecciones convocadas en 1931, Leguía no estaba, pues purgaba prisión. Por otro lado, penosamente había muerto José Carlos Mariátegui, el rival ideológico de Haya de la Torre en la izquierda, con lo cual la suma de los movimientos anarquista, sindicalista, entre otros, migraron sin mayores contratiempos hacia el APRA y en cuestión de meses se había formado el primer partido de masas del Perú, que nació fuerte y organizado, y con una agenda política reformista, aunque no socialista.

Por su parte, la oligarquía asistía, aterrorizada, a las primeras elecciones a las que las masas concurrían con partido propio y con grandes posibilidades de vencer. Fue así como se gestó la alianza oligárquico-militar, que mantuvo su vigencia en el Perú prácticamente hasta el golpe de Velasco del 3 de octubre de 1968. En sus orígenes, la finalidad de esta alianza era evitar a como dé lugar que los “aprocomunistas”, como entonces se les llamaba, llegasen al poder. El primer fruto de esta alianza, fue el apoyo oligárquico a la candidatura del teniente-coronel Luis Sánchez Cerro, quien finalmente se impuso en las elecciones de 1931.

Lo que siguió fue la violencia política, el APRA protestaba en las calles a través de los sindicatos obreros que estaban bajo su control y, apenas asumió la presidencia, Sánchez Cerro decidió que lo más sano para el Perú era exterminarla, para lo cual declaró el estado de emergencia e inició una sangrienta e implacable persecución que, entre sus consecuencias principales,  contó con la deportación del país de la célula parlamentaria aprista, y el encarcelamiento de Haya de la Torre en el panóptico de Lima, todo en los primeros meses de 1932. Las bases apristas respondieron tomando Trujillo desde el 7 de julio del mismo año. Fue una danza de la muerte. Al batirse en retirada, la turba masacró una veintena de oficiales del ejército que se encontraban confinados en una celda de la prisión de Trujillo. Como represalia, la milicia fusiló a miles de apristas en las ruinas de Chanchán.

Esta historia, teñida con sangre, se prolongó por décadas y fue conocida como la secular enemistad entre el APRA y el ejército. Debido a ella, el Perú no pudo construir una democracia en circunstancias normales prácticamente hasta 1980, cuando elegimos por segunda vez a Belaúnde presidente del Perú, y esa democracia duró apenas doce años. Otro Fujimori, el padre, Alberto, la sepultó con el autogolpe del 5 de abril de 1992, y no la recuperamos hasta el 19 de noviembre de 2000 cuando el patricio Valentín Paniagua se puso la banda presidencial. Será por todo eso que hasta hoy nos cuesta tanto pensar y actuar democráticamente.

Acabo de hablarles de un proceso que duró 50 años, como tal, no es comparable con la coyuntura actual. Pero centrémonos en sus orígenes: la oligarquía (poder económico) + las fuerzas armadas, + la prensa (diario El Comercio) se unieron para evitar que una fuerza política que estaba fuera de su control asuma el gobierno del Estado. El precio que ha pagado la historia del Perú y, por consecuencia, nuestra ciudadanía por esa decisión es no poder disfrutar, hasta hoy, de un país plenamente democrático, inclusive en sus costumbres y en el desempeño de sus élites y de sus actores más influyentes

Escribo esta larga reflexión, porque tengo el mal presentimiento de que ayer, cuando el representante del Ministerio Público en el pleno del JNE, Luis Arce Córdoba, declinó formar parte del ente electoral, dejándolo sin posibilidad de seguir sesionando y de concluir el proceso electoral, cruzamos el punto de no retorno. El tema se complica, pues le correspondería ser reemplazado por el fiscal Víctor Raúl Rodríguez Monteza, de la misma línea política por lo que se esperaría de él, similar actuación.  La intención detrás de la maniobra es dilatar la proclamación de Pedro Castillo, intentar que no asuma el 28 de Julio y preparar el terreno para un golpe de Estado. De esta manera, una alianza entre Fuerza Popular, el poder económico, las fuerzas armadas y la prensa, impediría, como tantas veces en el siglo XX, que una fuerza política emergente, acceda al poder por la vía democrática. Asistimos, así, al nacimiento de una neoalianza oligárquico-militar y la historia, una vez más, se repite.

La idea me venía rondando la cabeza. Velasco no acabó con la oligarquía, esta apenas se adormiló por un tiempo, pero en los noventa volvió con nuevos bríos. En las dos primeras décadas del siglo XXI no tuvo mayores problemas con los presidentes de turno, se inquietó un poco con Alejandro Toledo y con Ollanta Humala pero, finalmente, ambos resultaron funcionales a sus intereses. En cambio, Pedro Castillo sí es un problema, y lo es no porque vaya a estatizarlo todo, ni porque se haya propuesta encarnar una apocalíptica distopía hollywoodense con Pol Pot y Abimael Guzmán de coprotagonistas, sino porque hará reformas, reformas como las de Joe Biden -no les dice algo que Washington acabe de darle el espaldarazo- y esas reformas sacan a nuestros grupos económicos de su zona de confort. No más oligopolios con las APF, no más concertación de precios, no más grandes negociados en las licitaciones con el Estado.

50 años duró, en el siglo XX, la alianza oligárquico-militar erigida para impedir que las masas organizadas alcancen el poder a través de un partido político. Lo paradójico de la situación, es que no “resolvimos” el impase con democracia, sino con la dictadura de Juan Velasco y Francisco Morales Bermúdez (1968-1980), quienes nos sumieron en la noche autoritaria por otros doce largos años.

Ayer, cuando Luis Arce Córdova presentó su renuncia a formar parte del pleno del JNE, superamos el punto de no retorno. La pregunta que queda por hacernos es qué páginas de la historia escribiremos a partir de hoy, cuando falta tan poco para celebrar el Bicentenario de la República. ¡Ay Perú! eres un país que se resiste a ser patria.

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Haya de la Torre, Juan Velasco, Sánchez Cerro

La revolución es el sufragio… es una célebre frase del célebre revolucionario, antimperialista y prócer de la independencia cubana José Martí, quien, adelantado a su tiempo, advertía que, en América latina, la sola consolidación del estado de derecho podría traer consigo el cambio, el desarrollo y la justicia social.

Los peruanos acabamos de vivir, literalmente, una semana para el insomnio cuando al conteo de los votos de la segunda vuelta electoral se le añadieron actitudes de los candidatos que elevaron innecesariamente la temperatura. No voy a entrar en detalles, tan fácil que hubiese sido manifestar confianza en los entes electorales y esperar el final del conteo.

Hoy domingo, al momento que lean estas líneas, es posible que ya Pedro Castillo haya sido proclamado Presidente de la República, o que falte muy poco para hacerlo, y la pregunta que tirios y troyanos nos hacemos es en qué consistirá esa tan mentada revolución que el profesor tacabambino llevará a cabo, la que pone a temblar a unos y entusiasma a tantos otros.

Quiero comenzar explicando la historia de Pedro Castillo. El no es “comunista viejo”, como se decía de los cristianos antiguos hace muchos siglos, para separarlos de los recién conversos. El rondero y dirigente del Sutep recién se inscribió a Perú Libre el año pasado para postular a la presidencia y nunca se imaginó en la segunda vuelta electoral. Por eso insisto en que lo fundamental de sus propuestas se ha expresado en el lapso que transcurrió entre la difusión de los resultados de la primera vuelta y la realización de la segunda.

Es en ese contexto donde Pedro Castillo se plantea realmente qué hacer frente a la eventualidad de convertirse en Presidente del Perú y sus pasos, desde entonces, son como señales que debemos leer detalladamente. En ese esquema, la alianza con Juntos con el Perú de Verónika Mendoza resulta crucial. Desde entonces, JPP no es solo un acompañante periférico, sino que dota a Castillo de sus principales técnicos, de los que Perú Libre carecía.

Entre ellos se ha destacado nítidamente la figura del economista Pedro Francke quien, de manera clara y reiterada, ha explicado las líneas maestras de la política económica del próximo gobierno, las reformas que hará y, muy importante, las que no.

De esta manera, Francke parece colocar el manejo económico del próximo gobierno en la línea de las reformas globales al neoliberalismo que hoy se producen en el mundo y que viene liderando Joe Biden, presidente de Estados Unidos. Recién hace unos días, el G7 ha decretado que las corporaciones paguen un 15% de impuestos no solo en los países donde tienen sus plantas instaladas, sino en cada país donde producen ganancias.

Al respecto, ha señalado Francke que renegociará con las empresas mineras y con Shell, que controla Camisea, para que le dejen más divisas al país. El caso de las mineras es especialmente sensible pues el precio del cobre ha alcanzado su pico más alto en años y viene muy bien un impuesto a las sobreganancias. Respecto de las AFP, ha señalado que el dinero de los ahorristas es sagrado y que, contrariamente a los que se ha dicho, la reforma buscará romper el oligopolio de las cuatro AFP que dominan el mercado para así ampliar las competencias y lograr que aumenten las ganancias, pero, esta vez, en favor de los pensionistas.

Otras medidas se caen de maduras. Una es romper con la concertación de precios de las farmacias que hacen que nuestras medicinas sean de las más caras de América Latina y otra es que nuestros grandes bancos y corporaciones le paguen a la Sunat los miles de millones que le deben hace décadas. Ciertamente hay políticas más técnicas vinculadas al desarrollo de la producción agrícola nacional, vinculando la producción de los medianos y pequeños productores con los mercados mundiales, entre otras.

Este conjunto de medidas, y otras más, persiguen la finalidad de aumentar la liquidez del país, en primer lugar, para atender la pandemia y, en el segundo, para mejorar revolucionariamente los servicios de un estado absoluta e indolentemente precarizado a pesar de 20 años consecutivos de bonanza económica que acabamos de vivir. De allí que la reinversión interna de las ganancias en el desarrollo de su infraestructura y servicios será una meta fundamental en lo venidero. Tema aparte: ciencia y tecnología, de la mano de Modesto Montoya y un equipo de científicos de primer nivel, es posible que asistamos al primer esfuerzo serio de desarrollo del ramo en el Perú, con la finalidad de añadir valor agregado a la manufactura, esto es, salir de la exportación primaria que remite a los tiempos en que los españoles se llevaban la plata a Sevilla, desde el centro minero de Potosí.

Nos queda hablar de lo que no hará Pedro Castillo: Pedro Castillo, no te va a quitar tu casa, no te va a quitar tus ahorros, no va a eliminar el TC, no va a eliminar instituciones, no va a nacionalizar los recursos naturales, ni las empresas privadas. Pedro castillo, no es ni Velasco, ni Polpot, ni Maduro, es pragmático, se ha sabido rodear de una izquierda del siglo XXI y se inscribe en la corriente mundial de reformas al modelo neoliberal, así que calma.

p.d. fundamental. ¿Cómo va a hacer Pedro Castillo para salir de Vladimir Cerrón? Es su piedra en el zapato.

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Pedro Castillo, Pedro Francke, Sufragio

Un domingo como hoy, hace 31 años, a las 4 de la tarde, las empresas encuestadoras anunciaron por televisión lo que ya se avizoraba semanas atrás: el outsider de origen japonés, Alberto Fujimori, un ilustre desconocido, derrotó cómodamente al célebre escritor Mario Vargas Llosa, representante de la derecha neoliberal, quien contaba con el respaldo del poder económico y había sido ungido como “salvador del Perú” en circunstancias en las que el país atravesaba por la peor crisis económica y política de su historia republicana.

Muchos hemos reparado en las similitudes entre aquella segunda vuelta y la que transcurre el día de hoy. También esta vez, hemos visto enfrentarse a una candidata que cuenta con el respaldo de los poderes fácticos a otro salido de la nada; también está vez, la estrategia de dichos poderes ha sido la demolición política del adversario y el país se ha dividido, en el imaginario y en la realidad, de la misma manera como lo separaron, hace siglos, los virreyes peninsulares: una república para los españoles y otra para los indios.

Existen, además, algunas paradojas notables entre ambos procesos. La principal es cómo el apellido Fujimori ha modifica su rol, desde el sorprendente outsider, protagonizado por papá Alberto en 1990, una suerte de candidato de los desvalidos, hasta la implacable candidata de los poderosos que hoy personifica su hija Keiko. También es paradójico ver a Mario Vargas Llosa sumido en el limbo de la ambigüedad y apoyar al fujimorismo que siempre deploró por corrupto y autoritario, so pretexto de combatir el comunismo. El novelista, 31 años después, parece situarse en la misma posición ideológica ¿lo está realmente?

Luego llaman la atención ciertas diferencias entre una circunstancia y la otra. En 1990 no hubo cuco comunista y el racismo antijaponés, chino y anti todo lo que no sea blanco fue mucho más explícito -31 años después algo se le disimula, después de todo- como si los defensores de Vargas Llosa desconociesen las reglas matemáticas más sencillas. Esta vez se instauró el terruqueo general, no solo en contra del provincianísimo candidato de un partido de izquierda radical, sino en contra de todo aquel al que se le ocurriese anunciar en sus redes que eventualmente votará blanco o nulo el día de hoy.

Una diferencia fundamental, entre ambos procesos, es que hace 31 años no era tan malo ser de izquierda; al contrario, fue por eso que la victoria de Alberto Fujimori estuvo cantada desde el 8 de abril de 1990, tras conocerse los resultados de la primera vuelta. El APRA y las dos izquierdas de entonces, juntos, habían obtenido 30% de los votos, los que se endosaron completos al outsider japonés para evitar que triunfe el proyecto neoliberal de Vargas Llosa. Fue la última trinchera victoriosa de la izquierda -cuando el PAP todavía se situaba dentro de su espectro y el muro de Berlín mantenía de pie buena parte de su trazo- pero fue inútil, días después de asumir la presidencia, Fujimori adoptó el modelo del vaquero Reagan, George Bush padre y la Dama de Hierro Thatcher.

Al anochecer del 10 de junio de 1990, hace 31 años, con el gesto afligido, Vargas Llosa se dirigió a las masas frenéticas en Miraflores. Como nunca las clases acomodadas se habían movilizado políticamente y habían convertido a “Mario” en un líder casi mesiánico, lloraban, gritaban y clamaban por un golpe de estado. Pero “Mario”, al fin y al cabo, era un demócrata cabal y adhería a las libertades políticas tanto como a las económicas. Entonces hizo un llamado a la calma, al civismo, al respeto de la voluntad popular expresada en las urnas e instó a las miles de personas congregadas en el frontis del local del Fredemo a volver a casa, en orden y tranquilidad, así lo hicieron.

En pocas horas tendremos resultados y un ganador o ganadora; por eso es fundamental que los actores políticos de hoy actúen, al momento de saberse los resultados, como lo hicieron sus pares de 1990. La voluntad popular se está expresando en estos momentos. No solo debemos respetarla, también debemos otorgarle al candidato o candidata triunfador/a la oportunidad de superar todos los miedos que nos han infundido en una campaña para el olvido y ejercer el periodo de gracia que todo gobierno requiere para organizarse y merece en virtud de nuestro contrato social. Solo después debe activarse la vigilancia ciudadana para continuar defendiendo y construyendo una democracia como la nuestra, que nos cuesta la calle, en largas jornadas de lucha y resistencia civil.

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Alberto Fujimori, Elecciones 2021, Mario Vargas Llosa

Recuerdo una vez, un tribuno en el Congreso, se trataba del ex Primer Ministro Salvador del Solar, desafiando triunfalmente la apabullante mayoría de una oposición obstruccionista. La escena fue casi quijotesca, y en un país novelesco como el nuestro, vi erigirse al candidato defensor de la cruzada democrática en ciernes, en contra de sus enormes enemigos, tan grandes que parecían molinos de vientos. Creo que todos lo tuvimos claro en ese momento, Salvador era el hombre, era el candidato. Pero había otros hombres con sus propios merecimientos, y que además habían construido partidos para, al frente de ellos, liderar la misma cruzada, Julio Guzmán el primero.

El tema es que ninguno se puso de acuerdo con ninguno, Salvador decidió no postular y yo apoyé a Julio, Victoria Nacional y Somos Perú terciaron en la discordia. Y así se enfrentó el centro, fragmentado y sin su buque insignia, a los gigantes, y fracasó estrepitosamente. Recordé por esos días, lo que alguna vez escribió Alfredo Barnechea en su República Embrujada, eso de que el drama del Perú de los años sesenta del siglo pasado fue que Haya de la Torre y Belaúnde no se pusieran de acuerdo, a pesar de que ambos lideraban dos instituciones casi análogas,  grandes y sólidas. Pero los egos, siempre los egos, el síntoma febril de repúblicas sin cultura democrática, que no han superado el caudillismo, y en el que los políticos nunca aprendieron a ponerse de acuerdo.

Tendremos segunda vuelta en una semana, y tendremos próximas elecciones de una forma u otra, regionales y locales, o la Asamblea Constituyente, de acuerdo con quien resulte ganador. Considerando que la sociedad está experimentando la segunda vuelta como un auténtico trauma, en el que se ve obligada a escoger entre lo peor de la derecha o lo más incierto de la izquierda, es posible que el centro vuelva a concebirse como el acogedor lugar donde habita la racionalidad y la posibilidad de construir una clase política decente.

Nombres como el del propio Francisco Sagasti, Flor Pablo, Carlomagno Salcedo, Jorge Nieto, así como varios colectivos que hoy se organizan en Lima y provincias, y pugnan por alcanzar la inscripción en el JNE, pueden convertirse en los puntales de un centro que debe partir de la premisa de que la lucha intestina por el liderazgo es el primer aspecto a eliminarse en cualquier declaración de principios, tanto como que el voto de las militancias de las diferentes fuerzas que lo integran debe dirimir candidaturas y cuotas de poder. Romper con las argollas limeñas, está en el meollo, no solo de las pugnas al interior de las agrupaciones políticas, sino de la presencia de Pedro Castillo en segunda vuelta: no es el terrorismo el que ha llegado a Lima, es el Perú provinciano.

En suma, al centro se le abre una ocasión histórica para dotar al Perú de una clase política de la que carece desde el 5 de abril de 1992, cuando Alberto Fujimori la clausuró de un manotazo autoritario. En la incierta vocación republicana de sus líderes, reside la clave del éxito, o fracaso, de este nuevo emprendimiento democratizador.

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Centro, Elecciones 2021, Perú

A mí me parecía claro que el ascenso de Keiko Fujimori en las encuestas iba a frenarse y revertirse, y que los números de las estadísticas iban a retomar una ventaja, más o menos holgada, en favor de Pedro Castillo. Fueron varios los motivos de mi razonamiento:

El primero es que entendí la arrolladora campaña contra Castillo y en favor de Fujimori como una ofensiva militar que me recordó bastante la estrategia de las trincheras de la Primera Guerra Mundial. En ella, las ofensivas podían durar meses pero finalmente se agotaban y daban lugar a la contraofensiva del contrario. En realidad, se trataba de ataques bastante inútiles. Las trincheras demostraron ser, para la época, una tecnología defensiva casi inexpugnable. El atacante, en su despliegue, apenas lograba avanzar unos metros sobre el frente enemigo y luego debía soportar su contrataque.

En nuestro caso, se ha atacado tanto, y de manera tan artera y sistemática a Pedro Castillo, que ya no hay mucho más que agregar que no suene a perogrullada. A esto se suma el tufillo clasista de la embestida que, llegado a un punto, lo que está motivando es la solidaridad de importantes sectores de la población, principalmente D y E, con un hombre que, no lo olvidemos, es visto como representante de los sectores populares, como un maestro de escuela rural pública. Un meme muy difundido pregunta peyorativamente ¿le entregarías la educación de tu hijo a un hombre como Pedro Castillo?, lo que ignoran los autores y difusores de ese meme es que la mayoría de profesores y profesoras de nuestras escuelas rurales son como Pedro Castillo, o son Pedro Castillo, y es allí donde se manifiesta, una vez más, nuestro secular desentendimiento.

Por otro lado, el fin de semana pasado, la actuación de los candidatos me pareció clave para motivar un cambio en las tendencias electorales. Vi a Keiko Fujimori solitaria en Santa Mónica, como coqueteando con el futuro, y a Pedro Castillo, medio triunfal, atravesando las calles de la Victoria, en olor a multitud; y vi algo más: las masas que acompañan a Castillo son masas convencidas, militantes de un instante, de la situación, de su oposición ocasional a los poderes fácticos, pero militantes al fin y al cabo, y en tanto que tales poseedoras de la voluntad de convencer a sus pares con mejores argumentos que el terror a que el profesor Tacabambino se metamorfosee en Abimael Guzmán si llega a Palacio.

Asimismo, la presentación de los equipos técnicos debe estar, en estos momentos, jugando un rol importante en todos aquellos, que militantes de la primera fuerza política del Perú (el antifujimorismo), conservadoramente no se animaban a apoyar al profesor Castillo, al verlo rodeado de esos hombres de camisa blanca y cuello rojo, encabezados por el inefable Vladimir Cerrón. Pero ahora están Modesto Montoya, Anahí Durand, Avelino Guillén, Juan Pari, Pedro Francke, la sorprendente Dina Boluarte y otros técnicos de primer nivel. Se trata de un equipo en el que, además, la apuesta por la ciencia y la educación se destaca nítidamente.

Finalmente, ayer marchó y se activó el antifujimorismo, que es el factor que debía presentarse tarde o temprano. Las manifestaciones han sido multitudinarias y es posible que terminen por decantar a la juventud que sacó a Merino de Palacio, en favor del profesor del lapicito. De alguna manera, los espíritus de Inti y de Brian se unen a la causa y poco podrá hacer Keiko Fujimori, en el tiempo que le queda, para convencernos de lo que tendría que convencernos: de que no es Keiko Fujimori.

El Perú no es la caja de pandora, es aún más enigmático, pero así como van las cosas, la suerte parece estar tan echada como lo estuvo al día siguiente de la primera vuelta del 11 de abril, cuando nada nos hacía pensar que Pedro Castillo pudiese perderse en su ruta hacia Palacio de Gobierno. La ofensiva de los poderes fácticos ha sido demoledora, pero su poder destructivo ya no es el de hace unas semanas. Tras su devastador bombardeo, las fuerzas del profesor comienzan a avanzar de nuevo.

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Elecciones 2021, Keiko Fujimori, Pedro Castillo

Acabo de terminar mi sesión de historia en la PUCP, tocaba el primer gobierno de Alan García, para muchos el gobierno maldito, el peor de todos los tiempos, el que mayor griterío provoca de la derecha, aún peor que con Velasco. A este último le reconocen a regañadientes que a los gamonales se les había acabado el tiempo y que fue la historia la que los dejó atrás.

De Alan, en cambio, dicen que es el socialista a destiempo, el progre desfasado, quien leyó el Antimperialismo y el APRA, debiendo haber leído Treinta Años de Aprismo: “imperdonable, no aprendió de su viejo y sabio maestro”. Lo que pocos recuerdan es que más allá de su heterodoxa postura de destinar el 10% del valor de las exportaciones para pagar la deuda externa y de la obsoleta subvención de precios para aliviar la economía de las familias peruanas, Alan García buscó a la derecha para reactivar la economía a mediados de la década de 1980.

El joven líder aprista se reunió con los 12 hombres más ricos del Perú, encabezados por Dionisio Romero, tan dueño del BCP como su homónimo hijo, el del maletín con los tres millones de dólares para Keiko Fujimori, y acordaron crear un dólar más barato, el recordado dólar MUC, para el empresariado si este se invertía en insumos industriales y colocaban sus ganancias en el Perú. La apuesta era clara: el capital extranjero no llegaría jamás a un país con terrorismo, había que animar al empresariado local y García lo hacía así, de la manera más irresponsable posible pues, sin adecuados mecanismos de fiscalización, el resultado era previsible.

Además, había que conocer un poco la historia del Perú para vaticinar fácilmente el final, los 12 apóstoles no reinvirtieron nada, difícil pedirle al escorpión que no muerda a la rana, e imposible pretender vocación de desarrollo en una clase económica cuyo pingüe negocio, a través de los tiempos, no hemos sido otros sino nosotros. De esta manera, las reservas del Estado, vía dólar MUC, fueron a parar por miles de millones a cuentas privadas en bancos suizos y no volvimos a verlas jamás.

Pero si en algo se equivocó el joven Haya, fue en pensar que las clases medias podían formar parte de un frente revolucionario. De hecho, a la sangría de millones del MUC, se sumaron perro, pericote y gato, y no hacía falta apellidarse Romero para cambiar 4X5 las divisas de la nación. El resultado: para 1987 el Perú se quedó sin reservas y llegaron el caos, la hiperinflación y la nacionalización de la banca. El país estaba quebrado.

Por eso, cuando veo la blanquirroja peruana asociada a una candidata, solo puedo colegir que se trata de los de siempre, de los que gritaron “libertad” a los cuatro vientos cuando les quitaron sus bancos después de que nos dejaron sin un duro, los mismos cuyo negocio somos nosotros y que ahora, una vez más, quieren confundir sus intereses con los de toda la nación. Yo no sé si el hombre del sombrero es una alternativa, pero sí sé distinguir una garrapata cuando la veo.

 

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Alan García, Historia, Perú

No me sorprende que en el Perú no hayamos reparado que el pasado 29 de abril, Joe Biden, Presidente de los Estados Unidos de América, pronunció, ante la sesión conjunta del Congreso de la Unión, un histórico discurso que posiblemente represente el puntillazo final al neoliberalismo a ultranza que ha normado las relaciones económicas en el mundo desde su advenimiento a principios de la década de 1980. 

Para entonces las condiciones estaban dadas, la crisis del embargo del petróleo de la OPEP de 1973 había magullado las economías occidentales, pero, al mismo tiempo, había sumido en una crisis sin retorno a sus símiles socialistas. Los resultados no tardaron en llegar. Para 1987, Mijaíl Gorbachov, nuevo presidente de la URSS, ya negociaba con sus antiguos archienemigos la inyección de capitales frescos para el bloque oriental, pero era tarde: bajo el transparente empuje de la glasnost, el socialismo real estalló en pedazos ante los ojos atónicos del mundo, al punto que en 1991 no quedaba ya casi nada de él. 

Era la hora del neoliberalismo, el economista John Williamson se apresuró, en 1989, en llamar Consenso de Washington a las 10 recetas con las cuales el FMI, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro Americano impusieron un nuevo orden económico basado en la desregulación y la semi eliminación de la participación del estado en la economía. Había llegado la hora del mercado cómo supremo juez de las relaciones comerciales y como gestor de la estabilidad macroeconómica. 

Casi cuarenta años después de los tiempos en que Reagan y Thatcher  diesen los primeros pasos en la implantación de un nuevo orden mundial basado en un renovado laissez-faire, Joe Biden gira las tuercas en la dirección contraria con una energía que casi nos hace recordar los amables tiempos de George Marshall con Europa Occidental en la post Segunda Guerra Mundial: sustancial alza en los salarios, importante reducción en el precio de las medicinas, salud universal, sindicalización universal para una gran nación construida por sus trust de obreros y sus clases medias, y no por los hombres de Wall Street. 

El designio no puede ser más claro, la pelota ha cambiado de dueño en un país, y en un mundo, en el que las ganancias del capital crecen, como diría Thomas Piketty, en su célebre El Capital del siglo XX, a un ritmo mucho mayor que el del resto de la economía, y en el que la acumulación de la riqueza no se relaciona, ni por asomo, con su distribución(1). En este aspecto, la libertad del mercado fracasó estrepitosamente en el encargo de generar bienestar por lo que el Estado tendrá que invertir casi con tanta energía que en los aciagos tiempos de la New Deal de Franklin Delano Roosevelt, tras el Crack de 1929. 

América Latina 

No quisiera prolongar demasiado estas líneas. El mercado como regulador de la economía no existe. En su remplazo existen las grandes corporaciones multinacionales o internacionales y, para el caso de nuestros países, sus intermediarias, las grandes burguesías nativas. Suena a manual de marxismo para principiantes, pero funciona en la realidad, al punto de que por eso estalló Chile en 2019, donde las tesis de Thomas Piketty funcionaron a la perfección. Allí el dogmatismo del ortodoxo piloto automático fue tan extremo que bastó que una mañana unos jóvenes se negasen a pagan la tarifa del transporte público: el país estalló en llamas. La riqueza estaba demasiado mal distribuida, ni que hablar del acceso a los servicios de salud y educación. 

En caso colombiano parece más irreal. Tras la pandemia del COVID, la clase política, personificada en su presidente, ha pretendido recuperar lo perdido, una vez más, a costas de aumentar la carga tributaria sobre las clases medias y trabajadoras obteniendo el mismo resultado, otro país convulso, lo que me remite al título de este artículo: el presidente del uno por ciento, que es la idea central del discurso de Joe Biden ante el Congreso de la Unión. Dijo Biden que el pueblo ya estaba pagando suficiente, que ahora le tocaba a ese 1% que concentra casi toda la riqueza hacer el esfuerzo de pagar más impuestos para nivelar las cosas. 

El Perú: retrato de un país surrealista

Si algo pudiese preguntarle a nuestro nobel Mario Vargas Llosa es por qué le creyó a Ollanta Humala y no a Pedro Castillo. Ojo que Castillo acaba de firmar las mismas garantías democráticas que Humala, y Castillo, que yo sepa, no ha sido financiado por el Hugo Chávez de sus mejores tiempos, ni proviene de una formación castrense que pudiese amenazar el orden constitucional, al contrario, es un ex-rondero y maestro de escuela rural.  Pensando el tema, comienza a latirme que Vargas Llosa se sitúa, si acaso no lo estuvo siempre, entre quienes sostienen el modelo hasta las últimas consecuencias, y comienza a latirme también que lo que está en juego, lejos de la manida disyuntiva democracia vs comunismo es neoliberalismo autoritario vs democracia con reformas sociales las que, muy probablemente, deban pasar por profundos cambios constitucionales. 

Pedro Castillo usa poncho y sombrero, pero lo que verdaderamente aterra a nuestra derecha neoliberal es que su discurso lo acerca demasiado al programa reformista de ese apacible gringo llamado Joe Biden, a la sazón presidente de los Estados Unidos de América, no vaya a ser que arruine la fiesta, aquí en la tierra del sol.  Otra vez el Perú, y sus fuerzas económicas, remando contra la historia. La idea es salvar el kiosko, no importa si se incendia el barrio. 

(1) Andreu Missé. Biden, la utopía útil de Piketty. https://elpais.com/economia/2021-05-03/biden-la-utopia-util-de-piketty.html

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