Ayer tarde (me he mirado en el espejo) llegó un correo a casa, se trataba de un libro envuelto en sobre de manila, la dirección y el destinatario escritos   a mano con letra que reconocí de inmediato, tanto como las iniciales del remitente, arriba a la izquierda, EQPS, Eusebio Quiroz Paz-Soldán, mi viejo amigo y maestro arequipeño, quien, octogenario, tenía la gentileza de enviarme su última publicación académica: Identidad Cultural Mestiza de Arequipa

El sobre de manila me hizo recordar tantos otros que me enviara Eusebio la segunda mitad de la década de los noventa, cuando yo iba y venía a la Blanca Ciudad en mis viajes de investigador novato en busca de una tesis de licenciatura que tardé casi cinco años en terminar. El último de estos viajes me llevó hasta La Paz y Sucre, pasando por Puno, donde pude alojarme en la casona familiar de los Parodi, esa donde vivió el bisabuelo Costante cuando llegó a finales del siglo XIX, a probar fortuna a ese paraje situado en la meseta del Collao y donde nacieran mi abuelo Alfredo y mi padre Ezio. 

Pero esta historia trata de Eusebio, el amigo, maestro e historiador: “sus ideas son muy bonitas amigo Parodi, pero Usted tiene aquí cinco tesis, ¡defina qué va a trabajar!”, y volví a Lima apesadumbrado porque Eusebio literalmente me destruía. Me dijo entonces que le mandase mis nuevos proyectos de investigación, para lo cual me remitió en separatas fotocopiadas a los metodólogos, Topolski, Cardoso y Pérez Brignoli, en sendos capítulos “el proyecto de la investigación histórica”, y yo le enviaba nuevas versiones impresas de mis proyectos por el correo central, y no había pasado una semana para que me llegase su respuesta: mi nueva versión del proyecto toda pintarrajeada de rojo, destruida, una y otra vez, y así sucesivamente. “Si va a ir a Bolivia, vaya con pies de plomo, a los bolivianos no les gusta que hurguen en sus cosas”, me dijo cuando le comenté que preparaba ese viaje definitorio de mi tesis de licenciatura, del que he hablado al comenzar estas líneas. 

Un día no le respondí más a Don Eusebio. Solo años después comprendí que no lo hice porque: gracias a la pulseada a la que él me ha había sometido,  ya me encontraba listo para emprender la aventura académica de la tesis de licenciatura, una bastante pretenciosa por cierto, pues suponía escudriñar archivos de Lima, Arequipa, Puno, La Paz y Sucre para demostrar, entre otras cosas, que Bolivia no se había retirado de la Guerra del Pacífico tras la batalla del Alto del Alianza del 26 de mayo de 1880, al menos no tanto como aseguran las historiografía tradicionales de Perú y Chile, curiosa coincidencia. También discutí la supuesta renuencia del pueblo arequipeño a combatir al ejército de ocupación chileno ya después de firmado el Tratado de Ancón, a fines octubre de 1883; y la supuesta pusilanimidad de Lizardo Montero en su periodo presidencial en Arequipa.

Por su parte, el libro que me ha enviado Don Eusebio es pertinente para estos días de división entre los peruanos. Habla de Arequipa, de su querida Arequipa, y su innegable mestizaje, donde probablemente lo andino y lo español hayan logrado mayor armonía, o entablado un diálogo mejor que en otros lugares del país. El tema no deja de ser discutible, pero señala un punto de encuentro, dibuja la utopía que debe encontrar un país de todas las sangres que aún se duele de heridas antiguas que no terminan de sanar. 

Identidad Cultural Mestiza de Arequipa, nos habla del mestizaje arequipeño en la cultura, la identidad, la arquitectura, la música, el habla popular, la gastronomía, la tradición católica, entre otras manifestaciones civilizatorias. Quizá pensando así, y añadiendo algunas disculpas históricas que se caen de maduras, podríamos comenzar a tender los puentes para conformar una sociedad en la que todos, con nuestros diversos acervos culturales, podamos vernos como ciudadanos iguales sin más, en este confín de tantas divergencias.

En las líneas que me dedica al inicio de su libro, Eusebio me escribe “a Daniel Parodi con amistad y una laguna de recuerdos” se refiere, así, al libro que fue fruto de ese duro intercambio epistolar en el que me formó como historiador: La Laguna de los Villanos: Bolivia, Arequipa y Lizardo Montero en la Guerra del Pacífico (1881 – 1883) que publicase precisamente hace 20 años. Gracias Eusebio, una vez más. 

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Arequipa, Libro, mestizaje

Pensaba escribir otra columna esta mañana. Una que continuase en la línea de plantear la reconciliación entre los peruanos habida cuenta de que el último proceso electoral, y la circunstancia inédita de un gobierno de izquierda liderado por un maestro-campesino, han visibilizado seculares antagonismos socioculturales y hasta étnicos, que desnudan lo poco que hemos avanzado, en doscientos años, en eso de construir una república de ciudadanos iguales.

Pero me topo con una de mis críticas más sustanciales a la izquierda potenciada exponencialmente. He señalado, en algunas columnas pasadas, que a los grupos terroristas y las FFAA no se les puede brindar un trato similar respecto de la guerra interna pues los primeros fueron sus iniciadores y, además de ello, sólo terroristas. Los segundos, en cambio, fueron defensores de la sociedad y el Estado, víctimas del terror y también violadores de derechos humanos en contra de la población, con lo cual el estatuto que define su participación en el conflicto es múltiple. 

Ahora nos encontramos con un dilema mayor. Gobierna la izquierda y, en principio está bien, digamos que me entusiasma. Esta es una gran oportunidad precisamente de reconciliar, de cimentar este país desde bases distintas, más justas, más equitativas, más inclusivas, más horizontales y pluriculturales. Pensé en una izquierda que tienda puentes, que no excluya a nadie, y cuando digo a nadie es nadie. 

Pero en lo que precisamente no pensaba es en Sendero Luminoso, ni en agudizar las contradicciones o continuar desde la política la guerra popular. Es verdad que del lado occidental de la sociedad – porque en nuestros imaginarios hay un “Perú Occidental”, o predominantemente occidental y otro “Andino”, aunque también hay mucho de por medio y de amazónico también – sólo se pensó el país desde Lima y se le piensa, inclusive hasta ahora, desde el Paláis Concert, o lugares muy cercanos a él. Y pensar lo andino nunca fue ir mucho más allá de imaginar sus bucólicos paisajes, con o sin seres humanos, como nos lo describe Víctor Vich en su esclarecedor El discurso sobre la sierra en el Perú (2010). 

Y así, en líneas generales, nos hemos gobernado doscientos años, salvo Velasco, con todos sus errores y exabruptos. Pero un gobierno andino, tan esperado, en un Palacio que, en efecto, no debería llamarse Pizarro por muchas razones que me valdrían otra nota, no puede ni debe verse como la oportunidad de un ajuste de cuentas histórico y mucho menos con Sendero entre bambalinas. Me han preocupado ya demasiado las pruebas de su presencia, las últimas presentadas por César Hildebrandt en su semanario.  

Como él, he rechazado la posibilidad de que el fujimorismo vuelva al poder en el Perú y lo volvería a hacer por razones que tampoco expondré en estas líneas, porque es momento de construir nuevos espacios para el diálogo en el país. Los populismos de hoy, que son herederos de los totalitarismos de ayer, utilizan las etiquetas ideológicas como calificativos peyorativos que les endilgan a los adversarios. Por eso hay que crear al menos un lugar, o un conjunto de lugares seguros, donde impere el debate, y se discuta la república, bien entendida. 

Al punto: un contrato social, el primero, entre las fuerzas políticas y sociales del país, desde la izquierda hasta la derecha, debe partir de la premisa de que ni Sendero ni Movadef pueden formar parte del gobierno. Ningún proyecto de izquierda puede construirse sobre esas bases porque se coloca, de inmediato, al margen de nuestro sentido común, de nuestra legitimidad, y por consiguiente no se sostiene, téngase presente. 

 

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Izquierda, Movadef, sendero luminoso

50 años después de que la reforma agraria supuestamente acabó con el gamonalismo y todo lo que este representaba, Vladimir Cerrón señaló, el 4 de agosto pasado, que la presentación del Gabinete Bellido en el Congreso de la República será la colisión de dos mundos, el criollo y el andino. Cada uno expresará su interés de clase subjetivo u objetivo, superficial o profundo, conservador o revolucionario, materialista o metafísico. En otras palabras, para Cerrón, Velasco no pasó por aquí, en el Perú no hubo reforma agraria, el Estado no ha extendido sus servicios a todos los distritos de Lima y la informalidad, a su manera, no ha terminado de igualar, en sus propios términos, todo lo que faltaba igualar en este confín que es antes paradoja que país, cada vez lo tengo más claro.

¿Deploro el discurso clasista de Cerrón? Claro que lo deploro. No solo es clasista. A lo que llama, en realidad, es a un choque de civilizaciones, a lo Huntington, de culturas y lo hace explícitamente. Pero partamos de una premisa, si por un lado no somos más la sociedad que, conforme a ley, divide a las personas de acuerdo a su raza y linaje, como sucedió en tiempos coloniales, tampoco somos el ágora ateniense en el que ciudadanos y ciudadanas discurren libremente sabiéndose y sintiéndose iguales. La sola campaña para la segunda vuelta ha revelado que sí subsisten seculares percepciones, actitudes y marginaciones que nos separan y de las que, en muchos casos, no somos ni siquiera consientes. Me refiero al trato cotidiano, al juego de roles, a la manera como nos tratamos unos a otros en la calle.

He escuchado a varios políticos, de los tradicionales, diciéndole al Presidente Castillo: “el Perú no es solo Chota, no es solo la sierra rural, el Perú somos todos”. La afirmación es cierta, cómo no, lo que pasa es que en doscientos años se ha producido todo lo contrario, el Perú ha sido Lima, como diría Valdelomar, y a Lima le ha importado un comino Chota, la sierra rural y el resto del país.

Para no ahondar en ejemplos históricos, vamos al presente: el arrasador voto rural andino por Pedro Castillo es el mismo voto desesperado que se repite en todas las elecciones buscando finalmente a quien pudiese representarlo o abogar por aquel. Hasta que encontraron a Castillo. La pandemia ha demostrado que en el Ande no hay Estado, el friaje de este año y la patética recolección de frazadas para proteger a niños que duermen a 20 o 30 grados bajo cero, es otro persistente ejemplo de dicho abandono.

Nunca nos importó el Perú rural andino, y ahora nos tiene que importar, esa es la cuestión y el problema adopta ribetes de patetismo cuando un sector de la representación parlamentaria, incluida su titular María del Carmen Alva, reaccionan casi asqueados cuando el Presidente del Consejo de Ministros “se arroba la atribución” de saludar y despedirse del país en Quechua y en Aimara. En el Perú no solo nos odiamos tanto: nos negamos y nos tememos patológicamente unos a otros. Dijo bien Jorge Basadre, al señalar que la Independencia debió producirse en 1815, durante la rebelión de los hermanos Angulo y Mateo Pumacahua. De haber sucedido así, hoy seríamos una nación más integrada en sus diversas manifestaciones lingüísticas y culturales.

El Perú no ha votado por el comunismo; ese es un tema que tienen que comprender Castillo y Cerrón; Pero el Perú, mayoritariamente, ha votado por no dejar a nadie fuera del proyecto y por un Estado que se ocupe del Ande, su gente y su cultura, y también a la Amazonía, cómo no, como parte constitutiva de la nación y no como subordinados que esperan la buena fe de los señores del pueblo, como en el Puquio de Arguedas.

 

De la reconciliación entre los peruanos

Pero quería hablarles de reconciliar, lo primero que tengo que decir es que no se reconcilia colocando el problema bajo la alfombra, ni con discursos negacionistas. Todo lo contrario, se reconcilia reconociendo la afectación de quien ha sido afectado. Durante el segundo gobierno de Alan García (2006 – 2011) se creó el Museo Afro-Peruano y se le pidió disculpas a los afrodescendientes por la esclavitud que se prolongó, en tiempos republicanos, hasta mediados del siglo XIX.

Pues bien, el Perú rural andino merece una enorme disculpa, y no reiteradas afrentas, por parte del Estado peruano que permitió se le mantuviese en condición de servidumbre y limitado en sus derechos ciudadanos hasta bien entrado el siglo XX; sin acceso a servicios básicos como los de salud y educación. El perdón es el primer piso del edificio. Los gestos, a este nivel, son más importantes de lo que solemos creer, curan heridas, reivindican, sanan.

Después viene el reconocimiento, poner en valor, rescatar el aporte cultural de una manera más viva y menos “vintage” de lo que se ha venido haciendo hasta ahora. Lo andino no es solo un producto para vender en ferias internacionales. Reconocer es participar en la fiesta, es escuchar, es aprender, es dejar que aquel a quien siempre vimos como el otro tome el micrófono, sea portador de la iniciativa y no solo el retrato que adorna una muestra fotográfica para una galería limeña o del exterior.

Finalmente vienen la reconciliación, sus políticas y sus espacios. He escrito en el pasado sobre el aula de clase. En el país, los últimos 20 años, se produjo un milagro: a nuestras universidades, públicas y privadas, ha llegado todo el Perú. En una misma aula puedes encontrarte con estudiantes de diferentes regiones, de diferentes distritos de Lima, y de distintos estratos socioeconómicos.

Yo siempre invito a esos jóvenes a charlar entre sí, a conocerse, invitarse en vacaciones a la casa de playa si es el caso, o a la estancia rural, o a la ciudad provinciana. Les digo que ellos tienen la oportunidad de construir la nación pues finalmente se ha operado el milagro de que estén juntos en el mismo espacio y que entonces tienen dos opciones: dividirse en trincheras y enfrentarse, como ha sucedido por siglos, sucede en el Congreso y sucede en las redes sociales juveniles, o conocerse, abrasarse y construir una nación pluricultural y desprejuiciada.

Esta política no es ocurrencia mía, necesariamente. Me inspiran las políticas para la juventud que aplicaron con sus juventudes franceses y alemanes después de la Segunda Guerra Mundial. La intención era que sus nuevas generaciones dejasen de vivir con rencor, como, paradójicamente, porque el tiempo transcurrido es mayor, vivimos aun muchos peruanos y chilenos, rencor de una parte, y orgullo de la otra. Eso sucede porque no hemos trabajado el tema en serio a través de las políticas de estado necesarias, y esto es exactamente lo que estoy proponiendo en el nivel interno, es decir, entre peruanos.

En fin, este es un ejemplo acotado, y ofrece la propuesta de un camino por donde transcurrir si queremos, de aquí a una o dos generaciones, dejar de ser un país de cruces de Borgoña y llamados a la confrontación entre las culturas a las que adhieren los peruanos.

Hay una premisa fundamental: hay que tomarse el problema en serio, lo que implica aceptar la parte que a cada a uno le toca, comprender desde dónde se mira el mundo y aprender a colocarse en la posición del otro. Sólo así lograremos ver la inmensa dimensión del problema que queremos (o no queremos) resolver.

 

*Amar con ternura y devoción

En su sugerente columna diaria, Mirko Lauer ha observado la evolución y casi banalización en los usos de la palabra terrorismo.  Mientras hasta hace pocos años por terrorismo se tenía a las acciones violentas de SL y MRTA, hoy la categoría se extiende a cualquier izquierda, centro o hasta centro derecha que no concilie con la agenda de la derecha conservadora.

Aunque la narrativa se ha expandido a todo lo que se mueve a la izquierda de posiciones cercanas a las de Fuerza Popular o Renovación Popular, las opiniones por las cuales el excanciller y académico Héctor Béjar fue obligado a dejar Torre Tagle ha reabierto la polémica sobre el “terrorismo de estado” y las violaciones a los derechos humanos cometidas por las fuerzas armadas en las zonas de emergencias durante la guerra interna.

La controversia nos devuelve a lo que no ha resuelto la CVR y su museo, y menos por fallidos o sesgados, cuanto porque debieron y deben entenderse como el punto de partida para la ejecución de un proyecto de reconciliación nacional y no como el punto final de este proceso. El informe de la CVR, en este sentido, es la base de datos, desde la cual comenzar a trabajar y el Museo de la Memoria uno, no el único, de los medios de comunicación en el que deben exponerse los resultados de este trabajo con la finalidad de generar una narrativa más conciliadora acerca de la guerra interna.

A la reconciliación se llega a través de una serie de políticas, pero el gesto basal es el perdón, y el perdón que se le exige a los grupos terroristas no es, ni puede ser el mismo que se espera de las FF.AA. y policiales. En el primer caso se trata del perdón incondicional que tienen que pedirnos dos bandas armadas cuyos roles fueron los de ser violentos victimarios, además de únicos iniciadores y responsables directos del conflicto. En cambio, los roles de las FF. AA. fueron diversos: defensores de la sociedad y el Estado ante la amenaza terrorista, víctimas de la brutalidad de los grupos subversivos y victimarios cuando, en su lucha contra estos grupos, violaron derechos humanos y atentaron contra la población civil.

En tal sentido, una política de la reconciliación de las fuerzas armadas con la sociedad debe contemplar estos tres aspectos y no solo concentrarse en uno o dos de ellos. De hecho, esta es la razón que nos viene dividiendo como sociedad hace dos décadas: la derecha y sectores cercanos a las fuerzas armadas exigen que se reconozca el heroísmo y defensa de la sociedad por parte de estas, mientras que la izquierda enfatiza sus violaciones a los derechos humanos. Es por ello por lo que no hay acuerdo, porque no alcanzamos un consenso en el cual reconozcamos que ambas afirmaciones son básicamente correctas, y que pueden serlo simultáneamente y requerir políticas de reconocimiento y de reconciliación para cada premisa, o inclusive políticas conjuntas, que se cristalicen en los mismos actos y lugares de la memoria.

Yo he pensado mucho, para plantear una idea inicial, en reunir a las madres de las víctimas militares de la violencia terrorista, con las madres de las víctimas civiles de acciones militares. Esas mujeres tienen en común el mismo dolor del hijo arrancado por una guerra de la que solo son responsables SL y MRTA. Su abrazo podría comenzar a acercar a la familia militar, que también fue víctima de la violencia política, con aquellos sectores de la sociedad civil más dañados por la actuación castrense en esos tiempos.

La reconciliación siempre trata de gestos, pues busca reparar simbólicamente algo que se rompió en el pasado. La reconciliación nunca devuelve a los que partieron, pero cicatriza heridas abiertas y, si se hace bien, tiene la facultad de tranquilizar al pasado, logra que sus gritos cesen de perturbarnos en el presente para finalmente ocupar su lugar en la historia, dejándonos una enseñanza. El consenso de querer hacerlo es el primer paso para sanar aquel dolor que todavía vive entre nosotros.

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CVR, MRTA, SL

Mis experiencias con Felipe Pinglo y Chabuca Granda son, sin lugar a duda, distintas. Los temas más afamados de Chabuca como La Flor de La Canela o Fina Estampa los conocí primero, yo no cumplía ni quince años y llegué a “El Embrujo” de Barranco, Chabuca todavía vivía, aunque nunca pude verla cantar y menos conocerla o intercambiar algunas palabras con ella. “El Embrujo” era un bello lugar a la que su anfitriona, la Sra. Elena Bustamante dotaba de un estilo inigualable. Por allí desfilaban, los viernes, artistas de la talla de Eva Ayllón, Luis Abanto Morales, Carlos “Caitro” Soto, Andrés Soto, el argentino “Vinko”, con su celebrada imitación de la autora de Bello Durmiente; así como otros menos conocidos como Neuman y otros más cuyas caras están, pero los nombres ya no.

El local quedaba justo al lado del Puente de los Suspiros, con lo que era normal que Chabuca Granda hubiese resultado mi primer entorno musical criollo, o el segundo, después de mi hogar, y las grandes jaranas de mi niñez, en los cumples de mis viejos, cuyos amigos me despertaban aguardientosos, cantando el vals La Andarita (Luis Pardo) a viva voz, a las 4 de la madrugada.

Sin embargo, desde los 16 años, 1984, empecé a frecuentar la peña Valentina, “el rincón más criollo de la Rica Vicky”, ya dirigida por la señora Norma Arteaga Barrionuevo (hija de Valentina, quien falleciera en 1983) y que contrastaba con el confín barranquino que acabo de describir. El Centro Social Folclórico Valentina era la catedral de la música y de la cultura afroperuana. Sobre un atril de madera, en cuyo fondo lucía una gran fotografía de Valentina Barrionuevo en blanco y negro, una pequeña orquesta compuesta por un director, -yo recuerdo a Román Herald y Hugo Jaén, maestro con la campana-  dos guitarristas, un bajista, un conguero, un bongosero, y dos cajoneadores hacían retumbar La Victoria con los mejores festejos del momento.

En Valentina, todo era negritud, y puedo decir con cierto orgullo que alguna vez bailé el vals Olga, cantado en vivo por el popular Arturo Zambo Cavero y pude escuchar, ante el absoluto, momentáneo y respetuoso silencio de la concurrencia, la aún vigente y señorial voz de la entonces octogenaria Eloísa Angulo, la soberana de la canción criolla, entonar El Payandé.

En todo caso, fue poco antes de cumplir los 20, y no recuerdo muy bien cómo, que descubrí en todo su esplendor a Felipe Pinglo. El asunto tuvo mitad de vintage y mitad de ideológico, por el notable contenido social de temas suyos como el celebérrimo El Plebeyo, Jacobo El Leñador, Mendicidad, entre otros.

En realidad, tanto Felipe Pinglo como Chabuca Granda describieron a la Lima que se fue; pero, curiosamente, Pinglo, siendo dos generaciones anterior, retrató a la joven y moderna urbe industrial, llena de contradicciones, de obreritas, canillitas y mendigos que se abría paso en los veinte y treinta; mientras que Chabuca rescata la ciudad idealizada de zaguanes, balcones y flores de Amancaes que aquella emergente capital obrera suplantó.

Yo entonces opté por Pinglo porque lo sentí más barrio, y en esos días yo también lo era, él compuso De Vuelta al Barrio, yo, humildemente, La Calle Inclán, que todavía entonamos en ocasionales reuniones los viejos parroquianos de la paralela a la 44 de la Arequipa, que poblábamos en los telúricos años ochenta, donde la marginalidad alcanzó a las clases medias, al “expituco” Miraflores, y cómo no “El Plebeyo de ayer, es el rebelde de hoy” a quien Pinglo presenta como agente de la reivindicación social, muy a tono con mi propia rebeldía juvenil, que, igual que la de toda mi generación, solía inclinarse hacia la izquierda.

Felipe Pinglo era la Lima que añoraba, pero, hasta cierto punto, la que aún vivía en mi rioba, la que me encontraba los domingos en tribuna sur, en el Comando antes de que se llamase Comando, cuando me iba a ver a mi Alianza Lima, a cuyos ases de hacía cincuenta años, como Alejandro Villanueva y Juan Quispe, el bardo barrioaltino les dedicó varias polkas, pasos dobles y one step.

Creo que los años tienden a desideologizarnos, al menos un poco, y a valorar más lo puramente estético. Fue así como me encontré con los Boston Vals de Pinglo, Hawái, Horas de Amor y ¡Oh Mujer!, luego su único tema vanguardista, Palabras Esdrújulas, así como con una exquisita Chabuca Granda que está mucho más allá del caballero de Fina Estampa, como la que desafía el romper del río Rímac con su Pobre Voz, o con Una Larga Noche junto a María Sueños que arde de deseos en su Cardo o Cenizas, “como será mi piel junto a tu piel”.

Si tuviese que comparar las poesías de ambos, diría que la de Chabuca es de una estética insuperable (Pinglo y Chabuca corresponden a épocas y estéticas distintas) pero que los temas y personajes de Pinglo me recuerdan a los de Charles Chaplin, como en sus Luces de la Ciudad o El Pibe, o a los de Toulouse Lautrec y alguno que otro de Francisco de Goya “cubierto de harapos, la faz macilenta, el pobre mendigo limosnea un pan, implorando siempre la bondad ajena, a todos le pide una caridad” (vals Mendicidad).

Felipe Pinglo y Chabuca Granda fueron nuestros dos genios de la música criolla, qué duda cabe, y como tales supieron adivinar el final, la propia muerta, como Chaplin, el hombre, y el vagabundo, su personaje, el que muere para siempre en el drama Candilejas. En El Espejo de Mi Vida, Felipe Pinglo, joven, pero consumido por una enfermedad pulmonar, se describe así a sí mismo:

 

“Ayer tarde me he mirado en el espejo

pues sentía por mi faz curiosidad,

y el espejo al retratar mi cuerpo entero

me ha brindado dolorosa realidad.

Estoy viejo, hay arrugas en mi frente,

mis pupilas tienen un débil mirar,

y mis labios temblorosos y arrugados

saboreando están los besos

que ayer dieron y hoy no dan “

A su turno, Chabuca se retrata yaciente en su casi desconocido pero desgarrador landó: “Me he de guardar”

“En un hoyito iré yo a parar

solitita me he de guardar

dentro la tierra, al pie de un rosal

bajo un almendro te he de esperar”

 

Las obras de Felipe Pinglo y Chabuca Granda no son lineales. Entenderlas así sería renunciar a conocerlas y disfrutarlas en toda su plenitud. Ambos artistas fueron prolijos y experimentaron con diferentes influencias musicales, comprendieron cabalmente que no podían imponerle límites, ni cortapisas, a la inspiración y la búsqueda constante de nuevos caminos. Descubrir sus derroteros, y sus escondidos recovecos, es acercarnos un poco más a sus vivencias y al espíritu de su arte.

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Chabuca Granda, Felipe Pinglo

Para los detractores del Presidente Pedro Castillo, el gabinete Bellido es una profecía autocumplida: el cuco comunista está en Palacio de Gobierno. En cambio, para los que se mantuvieron en la abstención o apoyaron al Pedro Castillo moderado de la campaña para la segunda vuelta, el sueño parece convertirse en pesadilla y el peor escenario, en el que Vladimir Cerrón es el que manda en Perú Libre y en Palacio, ha comenzado a cobrar una inusitada realidad. Lo cierto es que, incluso desde el análisis más conservador, Vladimir Cerrón le ha ganado por lejos la puesta de mano a los aliados que Pedro Castillo fue recogiendo en el camino en la conformación del primer gabinete ministerial. A ese nivel, la inclusión a última hora de Aníbal Torres, y, principalmente, la de Pedro Francke al Consejo de Ministros, más pareciera un paliativo que para nada modifica la desazón generalizada instalada en la opinión pública.

Este Gabinete es de Cerrón, eso es lo único que hoy nadie discute en el Perú. Sin embargo, sí hay un tema que hoy divide a tirios de troyanos. Los más críticos del Presidente Castillo señalan que él y Cerrón son consustanciales, que parten de la misma esencia y que en nada se diferencian; los menos severos, en cambio, piensan que Cerrón ha logrado imponer condiciones porque controla al menos a la mitad de los congresistas de Perú Libre y en la correlación de fuerzas congresal, el flamante Jefe de Estado los necesita para evitar una vacancia que la extrema derecha populista viene cocinando contra él incluso antes de que el JNE lo proclame vencedor de las justas del 6 de junio.

Este, en todo caso, sería un pésimo cálculo político, si observamos que el centro está aterrado, como lo demuestra el pronunciamiento del Partido Morado llamando a no votar por la investidura del nuevo Gabinete y que Somos Perú podría seguir el mismo camino. Al contrario, más parece ser lo que pierde Castillo en el Congreso, con un Premier conocido por sus posturas homófobas y que enfrenta, además, una denuncia por apología al terrorismo.

Escenarios hay para todos los gustos, tantos como especulaciones, desde la no investidura del gabinete Bellido, la vacancia express del Presidente Castillo, el enfrentamiento en las calles y hasta el golpe militar. Lo cierto es que el día de la presentación de Bellido ante el Congreso, y los días siguientes, podría estarse jugando la suerte del primer gobierno de izquierda en la historia del Perú y que sería lamentable echar a perder tan pronto por el radicalismo irracional de unos cuantos.

Si como todo parece indicar, ese día el Congreso no vota la investidura del gabinete Bellido, y el Presidente Castillo se ve obligado a formar uno nuevo, se le presentará al maestro de Tacabamba una oportunidad de oro para separar sus destinos de Vladimir Cerrón y eventualmente de los de Perú Libre, si no se le dejase más alternativa. Es evidente que una maniobra así de audaz tendrá un costo político e implicará correr varios riesgos, pero con todo, no será peor que el de convocar un segundo gabinete donde, una vez más, el líder del partido gobiernista imponga condiciones. En esta última opción, en cambio, se habrán quebrado, temprano y definitivamente, las posibilidades más básicas de diálogo y concertación, y caeríamos abruptamente en el territorio de la ingobernabilidad.

Señor Presidente: la mayoría de los peruanos que lo apoyó en segunda vuelta lo hizo, en primer lugar, en rechazo de todo lo que representa la idea de que otro Fujimori fuese inquilino de Palacio de Gobierno, acerca de ello nos sobran las razones; por ello mismo, esperamos que imperen en Ud. la sensatez y el sentido común. El Perú no se merece, tampoco, las tinieblas del radicalismo.

P.S. Nos parece saludable el reciente pronunciamiento del Primer Ministro Guido Bellido rechazando toda forma de terrorismo y de discriminación sexual, que hemos conocido luego de escribir estas líneas. Esperamos que haga mucho más al respecto pues cuenta con poco tiempo para convencer a los peruanos y a la mayoría parlamentaria, que le es adversa, de su idoneidad para el cargo que ocupa ¿será?

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Guido bellido, Pedro Castillo, Vladimir Cerrón

A papá Ezio

Andarita es el diminutivo de antara, este es un instrumento musical andino que se compone de la unión de varias cañas de diferente tamaño, de modo que al soplar sobre ellas producen diferentes sonidos y, al combinarlos adecuadamente, bellas armonías hacen eco con los cerros, podría decirnos Ernesto, el sensible niño que protagoniza Los Ríos Profundos, célebre novela de José María Arguedas.

La Andarita es también el nombre de un vals, de aires muy andinos, que resulta de la musicalización y reducción de la letra del poema Canto a Luis Pardo, de Abelardo Gamarra “el tunante”, que narra las aventuras del héroe popular y trasgresor del orden establecido, del mismo nombre. Pardo era natal de Chiquián y bandolero, salteador de caminos, y cuenta la leyenda que asaltaba a los ricos viajeros que se trasladaban por sus comarcas, pero ayudaba a su gente, de allí el mito.

Yo provengo de una generación a la que sus padres les enseñaron a cantar ese vals, a punta de verlos en sus jaranas, en tiempos en que la gente se jaraneaba y no había vecino que se quejase, al contrario, el vecino se unía a la fiesta toda vez que igual no iba a poder dormir. Y de muy pequeño le preguntaba conmovido a papá Ezio por el dramático final de Luis Pardo, narrado en la canción:

“Donde están mis defensores,

ya para mí no hay clemencia

Nadie sufre, nadie llora,

si han de matarme ¡en buena hora!

Pero mátenme de frente,

yo soy señores Luis Pardo

El famoso bandolero”

Y mi padre me contaba las hazañas de tan enternecedor personaje y me explicaba que, por aquel entonces, a los bandoleros los mataban de espaldas y por eso, en el poema, Pardo clama por que lo maten de frente, porque él tenía su honor de haber sido un gran bandolero, una leyenda, un hombre que ayudó a su pueblo.

Pasaron los años y corría julio de 1987, Alan García se aprestaba a anunciar, en su mensaje de Fiestas Patrias, la nacionalización de la banca y que su política de reactivación social productiva había llevado a la quiebra al país, con la complicidad de los empresarios más ricos del país. Sin preverlo, yo me encontraba en el Cuzco, con una quincena de amigos recién ingresados a la PUCP, todos de clase media acomodada y lo digo porque será importante en el relato.

La mayoría viajó en vuelo directo en avión desde Lima. Pero el suscrito, junto a Iván Temoche y Adolfo Perleche hicimos la ruta hasta Arequipa por tierra, pasamos unos días donde unos parientes míos, y luego tomamos un avión que tembló todo el tiempo, hasta la capital del Tahuantinsuyo, para reencontrarnos con los demás. El reencuentro debía ser celebrado, sin duda, así que, caminando por el barrio de Santa Ana (ahora parece un sarcasmo enterarme que por ese barrio entraron por primera vez Francisco Pizarro y sus hombres al Cusco luego de derrotar al ejército Inca) nos metimos en la primera cantina que encontramos y nos dimos a beber cerveza del tiempo. Entonces no era como ahora: dos experiencias no podías perderte si ibas al Cuzco en los ochenta, la primera era beber cerveza cusqueña que entonces era un producto regional que solo se saboreaba en el lugar; la segunda era tomarla del tiempo, enfriada por la helada sombra serrana, varios grados de temperatura por debajo de las zonas alumbradas por el sol.

Habríamos pasado como una hora libando, más o menos, y comenzaron los problemas; de las otras mesas arrancaron los puyazos, las agresiones, de carácter racial y alusivos a nuestra proveniencia capitalina. El tono y la frecuencia fueron subiendo rápidamente con lo cual el ambiente se tornó de inminente bronca o de súbita partida del lugar. Comenzamos a hablar del tema en voz baja, había que actuar rápido, pero a mí no me terminaba de cuadrar salir expulsado de un lugar debido a las enconadas y diversas narrativas que pululan en el país porque no hemos tenido clase dirigente capaz de tender mínimos puentes entre culturas y regiones.

“Ven acá mi compañera,

ven oh mi dulce andarita,

tu, sola, sola, solita,

que me traes la quimera”

No sé cómo fue, pero súbitamente, me encontraba en el medio de la cantina entonando con voz temblorosa pero emotiva la melodía y la letra de La Andarita. De ese momento recuerdo el silencio, el silencio tenso, todos comprendieron que ese canto portaba una respuesta a los parroquianos por parte de los visitantes, hasta que alcanzamos el cenit de la canción:

“Por eso yo quiero al niño

Amo y respeto al anciano

Al indio que es como mi hermano

Le doy todo mi cariño”

Es tan fácil criticar, de seguro me trataran de paternalista y hasta de racista ya sea por la manera cómo intenté resolver aquel dilema hace treintaicuatro años o por contarles esta historia a propósito del Bicentenario. Pero más difícil es estar allí, en la posición en la que nosotros nos encontrábamos, y adoptar la postura de buscar una salida que no supusiese el conflicto o la huida, sino el encuentro y el reconocimiento.

En la bicentenaria historia de nuestra república, nunca le hemos dado cara a los potentes imaginarios que hasta hoy nos siguen drásticamente separando, porque muchas veces, además, se amparan en la realidad socioeconómica. Es por eso que suelo sugerir a mis estudiantes -pues finalmente existe un ágora, el aula, en donde se reúnen todas las sangres del Perú- conocerse, dejar sus guetos por un instante, e invitarse. La joven con casa en Asia, y que seguro representa en los demás el estereotipo del “blanco”, pues que les invite un fin de semana a la playa, y el joven cuyos padres poseen una estancia rural en Ayacucho, pues lo mismo, que los invite a una excursión a su tierra, a sus costumbres, a sus apus.

De qué sirve ser iguales en derechos -aunque en la praxis no se cumple- si no nos reconocemos como iguales al vernos, al mirarnos. Si una lección, si una verdad, evidente, nos ha dejado la reciente campaña electoral es que seguimos siendo un país de guetos, o una sociedad de castas, como se decía en tiempos coloniales.

Al final de esta columna, algunos se preguntarán ¿y cómo terminó la historia de La Andarita de Santa Ana? Pues de lo mejor. Cuando terminé de cantar el espacio se convirtió en otro, dejó de estar dividido por mesas y nos confundimos todos en un gran abrazo, si los parroquianos hasta querían cantarnos la Flor de la Canela para darnos gusto.

“Sé humilde y pon la otra mejilla, rompe el hielo, en el Perú la historia explica muchas cosas y tú debes comprenderlo”. Pienso en las enseñanzas de papá Ezio el día del Bicentenario, cómo no compartirlas.

Feliz Bicentenario.

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Andarita, Bicentenario, José María Arguedas

Cómo no recordar con emoción a Víctor Jara, el cantautor chileno, ejecutado en el Estadio Nacional de Santiago de Chile, lugar elegido por la represiva dictadura de Augusto Pinochet para confinar a los opositores al régimen en septiembre de 1973. Allí se torturaron a los que se consideraba más vinculados al depuesto gobierno socialista de Salvador Allende y se ejecutaron extrajudicialmente a quienes se creía una amenaza para el proyecto político fascista-autoritario que se alzaba contra una esperanza de justicia, bastante idealista es verdad, y que se quedó trunca y con la voz quebrada, como la de Jara y su guitarra, sin manos, ni dedos con los cuales pulsar sus cuerdas.

Puede que en 1973 se haya tratado de ideologías, seguro que sí; era el mundo de las utopías, y el socialismo era visto como una. Yo viví todo aquello ya en sus estertores. En la secundaria escolar ochentera, tan llena de inquietudes, y en los primeros años universitarios, de 1986 en adelante, cuando buscábamos el cambio, sin darnos mucha cuenta de que todo aquello se acercaba irremediablemente a su final, al menos en su versión soviética, la del “socialismo real”, empaquetado, acartonado y básicamente totalitario, y que, sin embargo, nos vendían revestido de flores multicolores, con olor a libertad, aroma a justicia y aires de igualdad.

Éramos jóvenes y todo era paz y amor, y hasta el hipismo de Woodstock, que no tenía mucho que ver en el cuento, entraba en el combo de la revolución. Ni que hablar del Che, Fidel y Camilo Cien Fuegos, sobre todo el Che, que hasta ahora estampa los polos de cientos de miles de jóvenes en el mundo. Su legado ha cambiado con las décadas, la imagen no.

Por supuesto, que cuando cayó el muro de Berlín no compré el maniqueísmo de alguna derecha poco reflexiva que, sin más, trató de asesinos a aquellos revolucionarios. Como historiador puse las cosas en su contexto, máxime si yo mismo había respirado de él. Pero aquel aroma se fue, eso seguro. Distinto es que, en tanto que materia de estudio, un poco de rigor epistemológico me obligase a una interpretación justa y equilibrada.

Lo cierto es que en el plano ideológico me formé relativista pero con sus límites: una variable viene siempre acompañada de constantes, la libertad es una de ellas, la justicia social es otra, y otra más la lucha contra la opresión y contra cualquier forma de totalitarismo y de abuso del Estado contra el ciudadano, indefenso, solo, eso a lo que los ingleses, en el XVII, llamaron Habeas corpus, tener el cuerpo, verlo, tocarlo, tu esposa, mamá, hijo, para saber que no te están masacrando, por el amor de Dios.

¿Es importante si el que activa el interruptor de la electricidad que te sacude la crisma y te destroza los órganos reproductivos es socialista, fascista, o lo que fuere? En realidad, no, nunca lo fue. Pero si el mundo de las ideologías nos impidió ver las cosas con claridad y nos hizo justificar excesos como los del estalinismo, tal y como lo hizo Jean Paul Sartre, en el nombre de un supuesto bien mayor que jamás llegó; hace al menos tres décadas que se nos han acabado las razones para validar la violación de derechos humanos en el mundo. Y ningún deplorable embargo económico es suficiente para aceptar que Josiel Guía Piloto, presidente del Partido Republicano de Cuba, cumpla condena de cinco años en la Habana por criticar al expresidente Fidel Castro el 1 de diciembre de 2016.

Y la lista es larga, tan larga como sesenta años de atropellos que denuncia la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la misma a la que hemos acudido juntos para protestar en contra de los crímenes de lesa humanidad del derechista régimen dictatorial de Alberto Fujimori, la que respondió solidariamente a nuestro llamado.

Más allá del modelo económico, el punto de partida para construir la sociedad del siglo XXI, ante el escepticismo de la postmodernidad, debe llevarnos a transitar por lugares seguros. Para eso están los derechos de todos: la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU, del 10 de diciembre de 1948. Esta marcó un hito para volver a empezar tras la Segunda Guerra Mundial, y hoy lo marca nuevamente para echarnos a andar en el mundo de la post Guerra Fría, aún tan lleno de incertidumbres.

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Víctor Jara
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