progresismo

Tal vez deberíamos preguntarnos si alguna vez existió, más allá del ágora ateniense. La democracia de los tiempos modernos, la representativa, puede entenderse también como un reemplazo soterrado del monarca absoluto, el Estado ya no soy yo, ahora somos nosotros, pero ese “nosotros” gobierna, casi omnipotente, a todos los demás.

Luego, allí donde rige el Estado de derecho, el sufragio no nos convierte en democracia, ni en el gobierno del pueblo en sentido estricto. Después están los mediadores, primero los sindicatos, después los partidos políticos, luego los organismos no gubernamentales y las asociaciones de la sociedad civil, entre otros, pero el problema que se plantea sigue siendo el mismo.

En tiempos de los grandes partidos, o en las realidades donde todavía existen, lo que sí rige es el Contrato Social: la delegación del poder del pueblo a sus representantes y sin mandato imperativo. Demócratas y republicanos, convencidos de apostar por una forma de vida y organización social en la que creen, votan a sus candidatos y se sienten mediadamente bien representados. Por ello, tienen la percepción de participar de lo que sucede.

Retrocedamos al mundo de “Entre Guerras”, la democracia era más democracia porque la flanqueaban dos totalitarismos, el comunista y el fascista, de dictadura de partido único. Mal que bien, y aunque se cumplan mucho, poco o regular, los derechos fundamentales de las cartas magnas democráticas garantizaban que nadie nos iba a enviar Siberia o al paredón si disentíamos. Entonces la democracia representativa, en tanto que nuevo nosotros gobernante (nosotros = Estado + instituciones) parecía más democracia todavía.

El mejor momento para la democracia en el siglo XX fue 1989. Cayó el muro de Berlín y no solo el capitalismo vencía al comunismo: también la democracia y el liberalismo político derrotaban a la dictadura de partido único que aún se mantenía en pie, la del socialismo real, la fascista fue aniquilada en 1945.

Pero para 1989 no había necesidad de defender la democracia, ni al gobierno del pueblo, con todo lo de real e imaginario que pudiese tener, de ningún enemigo visible y entonces la sabotearon por dentro. Vino el wokismo, una nueva cultura política neototalitaria que se desarrolla en el marco de una democracia que entra en crisis sencillamente porque la civilización occidental la pierde de vista al darla por sentada.

Y entonces la llamaron dictadura de la corrección política y después cultura de la cancelación y todos los progresismos en sus diferentes formas y colores se saltaron la valla de la democracia sin ningún problema: ya no es “o estás conmigo o estás contra mí”, sino “estás conmigo o estás socialmente muerto”.

Los cancelados eran a veces responsables de violencia contra la mujer pero otras veces no. Este fue el caso del célebre actor Johnny Depp, de los pocos que han logrado volver del ostracismo de una cancelación, tras vencer a su exesposa, Amber Heard, en un juicio que presenció el mundo entero y que debilitó seriamente las posiciones del movimiento feminista radical.

La dictadura de la corrección política alcanzó al movimiento LGTBI+, cuyas posturas a favor de apoyar con fármacos y cirugías las transiciones sexuales de niños, prevaleciendo la voluntad del infante -respaldada por la política estatal- por sobre la patria potestad, aumentó considerablemente las filas de quienes corrían a agruparse en la vereda del frente.

Al final del camino, la teoría poscolonial, al mismo tiempo que denuncia con justicia una discriminación que ya lleva medio milenio, plantea como teoría y praxis políticas el reemplazo del principio de la igualdad por el de la guerra tribal o de razas. De esta manera, un ciudadano caucásico en América Latina es, desde que nace, un varón, blanco, heteropatriarcal que goza, ad doc., de una situación de privilegio. El mérito y la performance no influyen en el resultado: ¿dijo más Adolfo Hitler?

Y si al progresismo no le importó el cerco democrático y de los derechos fundamentales, el conservadurismo no quiso ser menos. Algunos estados de USA han revertido las leyes proaborto, Donald Trump acaba de señalar que en su país solo hay hombres y mujeres. Inclusive, el dos veces presidente del hegemón americano, siempre grandilocuente y exagerado, no escatima referencias a la pureza de sangre en sus intervenciones públicas. A su turno, en Europa el                         nacional-conservadurismo de remembranzas fascistas avanza imparable y, en América Latina, esa también parece ser la tendencia. ¿Hitler vs Hitler?

Hay un pozo en el fondo en esta crisis paradigmática de la democracia. En USA, latinos y afrodescendientes, presuntas víctimas de las espartanas políticas de Trump, le votan con frenético entusiasmo. En Argentina, un pueblo hambriento por las políticas económicas de Javier Milei no deja de vivar a Javier Milei, a su política económica y a su “carajeada” defensa de la libertad.

¿Se hartó la gente del wokismo, el que a su vez dejó atrás la fase democrática de occidente caracterizada por los derechos fundamentales? Carambolas de la historia. De esta forma lesfacilitaron el trabajo a los conservadores -para quienes los derechos humanos “son una cojudez”- que vinieron justo después y que hoy le imponen al mundo su propia distopía autoritaria. Sin un mínimo consenso democrático mundial, Donald Trump puede decidir unilateralmente la limpieza étnica -por asesinato o desplazamiento- de los palestinos gazatíes con el complacido aplauso de Benjamín Netanyahu.

La historia enseña que al pasado no se vuelve. ¿Podremos recuperar los valores y prácticas democráticos luego de que progresistas y conservadores occidentales los condenasen al ostracismo del pasado? ¿Se trata de volver a la democracia? ¿O el mundo, dialécticamente, tras la primera gran guerra del siglo XXI -que será brutal y brutalmente destructiva- establecerá, renacido una vez más de entre sus ruinas, un nuevo orden político internacional. Pacifista, cómo no, erigido sobre cientos de millones de vidas humanas. Corsi e Ricorsi, dijo Giambattista Vico.

Prepárense, siéntense en familia ante la TV HD de no sé cuántas pulgadas en la sala de su casa y con harto popcorn a ver qué es lo que pasa, o anímense a luchar por una utopía que aún el mundo no nos ha revelado. Complejo dilema del sujeto contemporáneo.

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«Fragilidad blanca», ¡qué feo concepto! ¡qué denostador y agresivo! pero también qué normalizado. Curioso que lo lea en una página radical que, al mismo tiempo que niega el racismo inverso aludiendo el «privilegio blanco”, sostiene la bandera del antirracismo. Luego, resulta que soy caucásico. Entonces lo que digo solo puede resultar absolutamente incorrecto. Pero resulta además que en la academia nadie más se anima a hablar de estas cosas. Solo lo hacen quienes se sitúan en la acera del frente de la intransitable calle de la polarización ideológica contemporánea, qué pena.

No voy a discutir esta vez la tesis que niega el racismo inverso apelando a una manida reinterpretación de las teorías crítica y decolonial (esto en el caso de los más versados, pues los demás solo descalifican y atacan). Será que quiero un día tranquilo. Pero hubo un tiempo en que consensuamos privilegiar al individuo sobre la raza, la clase, el género, y, a partir de esta premisa, desarrollamos derechos para transitar el camino hacia la igualdad.

Entonces ya no sé si estamos construyendo sobre nuevas teorías o si estamos buscando cobijo en viejos espacios redimidos. Recordemos que antes de la Independencia fuimos una sociedad de castas y que, en dicha sociedad, fuimos primero indios, negros, blancos, mestizos, mulatos y un largo etc. para solo mucho después intentar, fracasando en el intento, constituirnos en individuos sujetos de derechos, lo digo una vez más. 

Me pregunto si de verdad es posible que la ruta para combatir el racismo, estructural o no, pueda ser el constituirnos en una sociedad fragmentada en categorías raciales, una en la que se intenta combatir la discriminación racial declarándole la guerra del odio al presunto discriminador que todos nos imaginamos en la cabeza. Y ese presunto discriminador puede no tener todos los rostros, pero sí tiene muchos rostros. Su historia personal, su recorrido individual no importan. Ni siquiera importa si eventualmente combatió el racismo como ninguno. Porque en la antigua sociedad de castas colonial (casi) no había movilidad social y ahora se pretende que en esta sociedad, posmoderna y post-racista, tampoco exista la movilidad social. 

Y la verdad es que no. Ni me estoy sumando a la derecha que blande cruces de Borgoña ante la estatua de mármol de Cristóbal Colón en el paseo limeño que le rinde homenaje, ni estoy negando la existencia del racismo estructural. Cómo negarlo si lo veo a diario, si lo constato a diario, si, como “varón blanco dominante” y una larga fila de epítetos preconcebidos que me han asignado quienes no me conocen, no pudiese darme cuenta de que existieron, existen y aparentemente seguirán existiendo dos bandos, al menos dos bandos, definitivamente dos bandos. Y no es solo en el Perú, es en todo Occidente. Y puedo ver, con prístina claridad, que en USA mataron a George Floyd pero no les hicieron nada a los supremacistas blancos que tomaron el Capitolio cuando perdió Donald Trump. 

La realidad hace a la teoría o la teoría hace a la realidad. Los derechos humanos, universales que condenan la discriminación racial sin preguntarse quién parten de ideales, de deseos compartidos. Tal vez pasó mucho tiempo y hubo quienes se cansaron de esperar, quienes comprendieron que, sin pasar a la acción, como en su momento lo hicieron Martin Luther King y Malcolm X, las cosas iban a seguir igual y es que, efectivamente, así ha sido. 

Pero muchos blancos y latinos se plegaron a los afrodescendientes en Selma en 1965. Entonces me pregunto si estamos cancelando la posibilidad de una gran alianza humana en contra del racismo, y si no la estaremos canjeando por una guerra de razas que casi obliga a tomar partido, salvo claro, que hayas estudiado lo suficiente, que defiendas una plaza docente en una universidad de prestigio, o que te sobre el sentido común. 

No sé si me cancelarán por escribir estas líneas. Lo cierto es que cada vez me alejo más de la corrección política sin por ello acercarme a la derecha, y lo cierto es que cada vez me importa menos y cada vez me siento mejor. Soy de quienes todavía creen que la solución debe ser democrática, debe ser ciudadana, republicana, debe ser solidaria. Creo que estas utopías todavía merecen la pena precisamente porque no creo en el odio como bandera de lucha, ni en el fanatismo como grito de guerra. 

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