«Fragilidad blanca», ¡qué feo concepto! ¡qué denostador y agresivo! pero también qué normalizado. Curioso que lo lea en una página radical que, al mismo tiempo que niega el racismo inverso aludiendo el «privilegio blanco”, sostiene la bandera del antirracismo. Luego, resulta que soy caucásico. Entonces lo que digo solo puede resultar absolutamente incorrecto. Pero resulta además que en la academia nadie más se anima a hablar de estas cosas. Solo lo hacen quienes se sitúan en la acera del frente de la intransitable calle de la polarización ideológica contemporánea, qué pena.
No voy a discutir esta vez la tesis que niega el racismo inverso apelando a una manida reinterpretación de las teorías crítica y decolonial (esto en el caso de los más versados, pues los demás solo descalifican y atacan). Será que quiero un día tranquilo. Pero hubo un tiempo en que consensuamos privilegiar al individuo sobre la raza, la clase, el género, y, a partir de esta premisa, desarrollamos derechos para transitar el camino hacia la igualdad.
Entonces ya no sé si estamos construyendo sobre nuevas teorías o si estamos buscando cobijo en viejos espacios redimidos. Recordemos que antes de la Independencia fuimos una sociedad de castas y que, en dicha sociedad, fuimos primero indios, negros, blancos, mestizos, mulatos y un largo etc. para solo mucho después intentar, fracasando en el intento, constituirnos en individuos sujetos de derechos, lo digo una vez más.
Me pregunto si de verdad es posible que la ruta para combatir el racismo, estructural o no, pueda ser el constituirnos en una sociedad fragmentada en categorías raciales, una en la que se intenta combatir la discriminación racial declarándole la guerra del odio al presunto discriminador que todos nos imaginamos en la cabeza. Y ese presunto discriminador puede no tener todos los rostros, pero sí tiene muchos rostros. Su historia personal, su recorrido individual no importan. Ni siquiera importa si eventualmente combatió el racismo como ninguno. Porque en la antigua sociedad de castas colonial (casi) no había movilidad social y ahora se pretende que en esta sociedad, posmoderna y post-racista, tampoco exista la movilidad social.
Y la verdad es que no. Ni me estoy sumando a la derecha que blande cruces de Borgoña ante la estatua de mármol de Cristóbal Colón en el paseo limeño que le rinde homenaje, ni estoy negando la existencia del racismo estructural. Cómo negarlo si lo veo a diario, si lo constato a diario, si, como “varón blanco dominante” y una larga fila de epítetos preconcebidos que me han asignado quienes no me conocen, no pudiese darme cuenta de que existieron, existen y aparentemente seguirán existiendo dos bandos, al menos dos bandos, definitivamente dos bandos. Y no es solo en el Perú, es en todo Occidente. Y puedo ver, con prístina claridad, que en USA mataron a George Floyd pero no les hicieron nada a los supremacistas blancos que tomaron el Capitolio cuando perdió Donald Trump.
La realidad hace a la teoría o la teoría hace a la realidad. Los derechos humanos, universales que condenan la discriminación racial sin preguntarse quién parten de ideales, de deseos compartidos. Tal vez pasó mucho tiempo y hubo quienes se cansaron de esperar, quienes comprendieron que, sin pasar a la acción, como en su momento lo hicieron Martin Luther King y Malcolm X, las cosas iban a seguir igual y es que, efectivamente, así ha sido.
Pero muchos blancos y latinos se plegaron a los afrodescendientes en Selma en 1965. Entonces me pregunto si estamos cancelando la posibilidad de una gran alianza humana en contra del racismo, y si no la estaremos canjeando por una guerra de razas que casi obliga a tomar partido, salvo claro, que hayas estudiado lo suficiente, que defiendas una plaza docente en una universidad de prestigio, o que te sobre el sentido común.
No sé si me cancelarán por escribir estas líneas. Lo cierto es que cada vez me alejo más de la corrección política sin por ello acercarme a la derecha, y lo cierto es que cada vez me importa menos y cada vez me siento mejor. Soy de quienes todavía creen que la solución debe ser democrática, debe ser ciudadana, republicana, debe ser solidaria. Creo que estas utopías todavía merecen la pena precisamente porque no creo en el odio como bandera de lucha, ni en el fanatismo como grito de guerra.