[MIGRANTE AL PASO] Supongo que a todos nos pasa: sentirnos perdidos incluso en el lugar más familiar para ti. Últimamente, me he estado preparando física y mentalmente para un nuevo cambio. Ansioso y asustado, me preguntaba si estoy listo. Es inevitable sentir miedo, pero lo extraño es que, sin darme cuenta, en esa preparación ya estaba generando el cambio que quería. Dejando atrás muchos hábitos que, poco a poco y sin notarlo, me estaban afectando. Hasta hace unos meses me sentía como un viejo, con dolor de espalda, estresado y sin saber qué pensar. Tengo 31 años, pero recién hace pocos meses me siento como un adulto. Siempre he tenido una forma de vivir un poco caótica e irresponsable; sin querer, me fui volviendo mi propio enemigo. Yo mismo me derrotaba sin necesidad de que nadie más interviniera. Veo lo mismo en mucha gente de mi edad: queremos cumplir expectativas que salen de nuestro control. En mi caso, me paraliza esa sensación de que lo que haga no va a ser suficiente nunca. Estos pequeños cambios que he logrado últimamente me dan, después de mucho tiempo, una pequeña sensación de victoria, como si hubiera encendido una luz tenue en medio de un pasillo oscuro.

En muchas ocasiones, ya sea por llevar la contra o por rebeldía, me he convertido yo mismo en la propia piedra del camino, tropezándome mil veces. Nunca dejé de intentar ni de dejar de hacerlo. Aunque suene contradictorio, ese mismo pensamiento se ha vuelto un factor motivante: ya fracasé miles de veces, así que no me da miedo hacerlo de nuevo. Pero no en el modo conformista; no voy a jugar un juego pensando que voy a perder, pero sí sabiendo que es una posibilidad real. Igual, después de todo este tiempo intentando, me di cuenta de que así es como se avanza: entre tropiezos, como quien sube una montaña sin saber si la cima está cerca. Así, con la falsa ilusión de haber fracasado muchas veces, he ganado demasiadas cosas que antes ni siquiera sabía que necesitaba.

Pequeñas cosas
Pequeñas cosas

Lo que sí me aterra es cada vez ir perdiendo la esperanza de que un cambio colectivo se pueda dar. Entre noticieros y redes sociales, poco a poco me voy convenciendo de que nos enfrentamos a una situación irreversible. Veo retrocesos notorios en grandes avances sociales que hemos dado como grupo, y la gente los celebra como si fueran victorias. Es incomprensible y desalentador. La empatía se está percibiendo como una debilidad, y la indiferencia parece haberse convertido en una forma de estatus. Por otro lado, me gusta pensar que las tendencias y comentarios que abundan no representan más que un pequeño porcentaje de lo que piensa la gente. No creo que todos pierdan el tiempo intoxicándose con estas cosas. Y a todos los que esparcen odio hacia lo que no entienden, me gustaría decirles que nadie les preguntó su opinión, y si no van a hablar de manera constructiva, mejor se queden callados. Hablar por hablar solo los vuelve unos payasos con altavoz. Le están haciendo daño a personas que solo quieren vivir su vida sin molestar a nadie. Ver a esta sarta de energúmenos metiéndose con minorías sí me enfada: va en contra de todos los cambios que mencioné que estoy haciendo y que quiero hacer. Yo aprendí a no hacer caso, pero mucha gente sí los escucha y se deja influenciar. No se dejen convencer de que están mal solo por ser quienes son; no hay error en existir como eres.

He visitado muchos lugares y en todos lados me he llevado la misma sorpresa: miradas tristes y rabiosas, muy pocos ojos cálidos y comprensivos. Espero que, donde me lleve el camino que tome, pueda encontrar algo distinto. Tal vez no es el lugar y soy yo quien no tiene la capacidad de observar lo suficiente para ver lo contrario. Si ese es el caso, espero poder lograrlo en algún momento. Por eso me he propuesto seguir viajando y conocer lo más que pueda, sin prisa pero con constancia. Tal vez, agarrando un pedazo de todo lo que llegue a conocer, encuentre una respuesta o solución a toda esta rueda de odio que no deja de avanzar. Y aunque sé que no voy a cambiar el mundo entero, sí puedo cambiar el mío y el de quienes me rodean. Por el momento, solo sé que la exclusión es un agravante que alimenta lo peor de nosotros.

Si les pasa igual que a mí y se sienten perdidos sin razón aparente, es en pequeños cambios donde encuentras algo. No es necesario cambiar el mundo ni nada por el estilo; basta con hacer cosas para sentirte bien contigo mismo. Ni a los treinta ni a los cuarenta estamos viejos, por más que lo sintamos: no hemos vivido ni la mitad del tiempo que tenemos. Hay tiempo para reinventarse una y mil veces. Yo planeo hacer que lo que me quede, sea mucho o poco, sea un tiempo tranquilo y calmado. Después de todo, creo que lo único que diferencia a un buen adulto de uno que no lo es, es la amabilidad: tener la capacidad de ponerse en los zapatos de otro, y si te vas a involucrar con otra persona, que sea para algo bueno y no para complicarle la vida a nadie. Ya están pasando demasiadas cosas adversas como para enemistarse con gente que lo único que quiere es encontrarse a sí misma. Obstaculizar eso ya es demasiado, y aunque a veces parezca que vamos en sentido contrario, siempre hay margen para girar el volante y buscar otro camino.

[MIGRANTE AL PASO] Hace unas semanas entrevistaron en mi trabajo a una señora que era parte del círculo cercano de Mario Vargas Llosa. Él, quien fue un liberal y precursor de la ideología en nuestro país, aparentemente era uno, pero de verdad —contaba la entrevistada— no la clásica fufulla a la que estamos acostumbrados. Le metió un puñete a García Márquez frente a todos y se casó con la chica más guapa de su época a los 80 años. Muchos dirán que conchudo y que viejo verde, pero que jugaba con su libertad, lo hacía y lo hacía bien. No solo era un genio del esfuerzo, sino que hacía honor a sus palabras. Terminaba dándome gracia, y a los que le molestaba, un poco de pena. Como si les faltara romper un cascarón. En fin, cuando terminé de escuchar, me preguntaba: ¿qué diablos estoy haciendo?, ¿por qué trabajo en esto?, ¿por qué me preocupo tanto? Yo quiero aventuras y no las voy a encontrar como empleado de una empresa jamás.

5 de la madrugada. Una hora extraña, demasiado peculiar para mí, un oso que le gusta hibernar. Me trepo al carro. Hace frío. Arranco al gimnasio. Sonaba de fondo mi playlist de meditación, donde abundan tambores, flautas e instrumentos comunes de la música nórdica cuyos nombres no conozco. A esa hora desconocida, con la niebla y sin presencia humana a la vista, me sentía un vikingo. De esos que celebran la muerte y ansían hacerlo de manera honorable. Así me motivo para fortalecerme. Después de todo, una aventura ambiciosa y prolongada está en mi radar y planeo cazarla. Para eso tengo que entrenar en todo sentido. Si bien no está sacramentada, lo voy a hacer. Lo necesito. Un nuevo idioma, un país casi imaginario. Mi cabeza necesita reventar una vez más, de buena forma. Fue en este trayecto que recordaba eso que conversaban en mi trabajo.

Sé que solo soy un adulto de 31 años. Me engaño pensando que no he logrado nada, pero conozco el mundo en carne propia. ¿Podré cambiar el mundo?, me pregunto. Alguien como yo. No tengo una profesión, mi carisma no va por el lado amigable, pero tengo mentalidad de conquistador y el mundo es lo que quiero obtener. Sin confundirlo con el poder, que lo quiero lejos. Mis sueños de libertad me persiguen desde niño, lo copié de todos mis héroes que buscaban lo mismo. Me tatué un árbol para recordarme que soy humano y una espada samurái para mantener el temple. Recuerdo cuando se lo enseñé a mi psicólogo, que luego fue mi amigo antes de morir. Con su cuerpo débil se acercó y observó mi antebrazo, donde reposa la espada. Llevábamos mucho tiempo haciendo terapia por videollamada. “Que se extienda por todos lados” —me dijo—, “que llegue hasta tu corazón y mente”. Fue de las últimas cosas que me aconsejó. Siempre medio encriptado. Sentía que él era Gandalf y yo Bilbo. Preparándome para mi viaje hacia un horizonte que solo yo puedo ver.

Hacía mi rutina del día, solo voy unas cuantas semanas y ya siento el cambio. A esas horas solo había dos personas más. Me sorprendió la cantidad de gente que tiene ganas de mejorar. No importa si es para verte bien o por salud, da igual. Da gusto ver esa actitud; es estimulante. La capacidad de generar estos pequeños cambios es lo que me hace sentir libre. Lamentablemente, no está en mi naturaleza seguir lo común, asentarme, vivir mi vida en un trabajo para pagar mis impuestos, crear una familia, compartir la visión de donde trabaje ni estar cómodo en un solo lugar. Lo he intentado muchas veces y no puedo. Porque en el fondo tampoco quiero. Pensaba que aquellos que seguían a nuestro valioso escritor que falleció este año no eran realmente libres como lo fue él. La parte política o económica del asunto es solo la superficie de lo que significa esa palabra. Pienso que quienes cumplen ese requisito no siguen a nadie, pero sí admiran a muchos. Algunos se vuelven famosos, otros terminan debajo de un puente. Eso es lo que tienes que pagar para vivir lo más libre que se pueda. Incluso, te tiene que gustar. No sé qué voy a hacer mañana —qué alentador, me respondo. Por mucho tiempo fue una tortura, ya le agarré el gusto.

En mi mente soy un oso flojo que se despierta de mal humor y con ganas de relajarme todo el día. Esta vez se despertó hambriento. Soy un espantapájaros con ganas de estar clavado en el mismo sitio por siempre, ahora quiere caminar. Es en estos momentos que me siento libre, cuando un gran reto está por venir. Sin pensar en el futuro y qué pueda pasar. El niño que quería ser pirata está sonriendo y motivando a su tripulación imaginaria para explorar el océano. El adulto está ejercitando la mente y el cuerpo. Solo los dos juntos pueden lograrlo. Aquel pequeño rapado, con mirada fija, sin pensamientos, que peleaba en campeonatos y ganaba, está preparándose para hacerlo de nuevo.

Tienes que tener un orden. Estás loco. Ya tienes que madurar. Me preocupa que pienses así. ¿Por qué? ¿Cómo? Digan lo que digan, solo con mis objetivos descabellados puedo sentirme libre. De repente tengo delirios de grandeza, probablemente; pero tampoco importa. Puede que me equivoque, que esté pecando de entusiasta, pero lo haré igualmente. Convencerme de lo contrario lo veo imposible.

[MIGRANTE AL PASO] Heaton Park, Manchester. 20 de julio. 80 mil personas. Las luces del escenario rebotaban en la lluvia que nos dejó empapados a todos. Personas sentadas sobre hombros por todos lados. La gente sin polo. Bengalas prendidas que te asfixiaban de humo multicolor. Nada importaba. Solo un ambiente de cantos que te sumergían en euforia. No eran las cervezas que tomamos. Era pura música, te sentías elevado. La algarabía era tanta que hasta terminé abrazado de un gordo inglés con su hijo. Se podía respirar la locura y el desahogo comunal. Lágrimas y gritos invadían el paisaje. Se estaba celebrando la vida y a tope. Una multitud fanática dejándolo todo a cada salto. Sublime, tal vez podría describirlo, pero queda corto. Todo estímulo entraba en armonía, tomabas conciencia de que lo que te quita y lo que te da es lo mismo. No hay nada que reclamar. Solo disfrutar de los años. No hacerle caso a nadie. Divertirse, caminando sin culpa. De eso me convencí ahí.

Siempre nos complicamos con ideas y problemas imaginarios, ¿por qué no imaginar hacia el lado positivo? Eso logró Oasis. Estos hermanos mancunians (originarios de Manchester) trascendieron sus letras y melodías. No era un concierto normal. Te poseían las ganas de querer vivir más. Todos deben haber salido del concierto queriendo hacer cosas nuevas o buscar aventuras.

“You’re fucking madheads tonight, I love it”, dijo Liam Gallagher, el más problemático de los dos, después de los dos hermanos. Probablemente, ambos serán de los últimos rockstars que existen. De esos que son totalmente libres y hacen lo que quieran. Sin importar lo que digan o piense la gente. Tengo la impresión de que ahora las estrellas se guían más por lo que espera la gente. En este concierto, como lo dicen en una de sus canciones, te hacía sentir como si tú fueras una estrella de rock también. Era como si te hablaran directamente.

La fiesta comenzó desde que llegamos a la estación de bus. Entre darlings y loves, cada esquina nos recibía a modo de festival. Miles de turistas de todo el mundo, todos con ropa de Oasis. Edificios, tiendas y pubs celebraban la reconciliación de los hermanos que crecieron entre esas calles. Desde Adidas hasta Range Rover habían sacado publicidades al respecto. Cada local que veíamos estaba lleno. Lo más cercano que he estado a algo similar han sido mundiales, donde las ciudades se inundan de festividades alrededor de un mismo evento. Personas con las camisetas de sus países, banderas, decenas de idiomas. He visto a Paul McCartney, Roger Waters y a los Rolling Stones; he ido a partidos de la NBA; mundiales, incluida una final; y jamás había notado ese nivel de fanatismo. De repente, en las tribunas de River y Boca, pero eso llegaba a cruzar ciertos límites que no eran de mi agrado por momentos. Conocimos la ciudad, con unas cuantas pints de cerveza en algunas esquinas, y nos hospedamos para descansar y al día siguiente tener la energía que se requería. Se siente un respiro de la intensidad londinense, donde te atropellan y el apuro llega a ser agobiante.

Es admirable el nivel de organización que tiene este país para hacer grandes conciertos o shows. El espacio era bastante abierto por si pasaba algo, había tres bares enormes, miles de baños y centros de comida. Hasta habían tirado pequeños trozos de madera desperdigados por todos lados para que no te resbales con el barro. Al salir, no se armó ni un tumulto y los miembros de seguridad se encargaban verídicamente de eso y no de tonterías.

No recuerdo con exactitud qué pasó. Se siente como un recuerdo de adrenalina y no estaba borracho ni nada. Fue como una especie de trance. El tiempo pasó demasiado rápido y tocaron 20 canciones aproximadamente. En un momento, hicieron que todos se voltearan. Mientras mirabas hacia el lado opuesto, comenzaba a sonar “Cigarettes and Alcohol”, todos se volvieron locos. Nunca había escuchado a tanta gente cantando. Yo no soy de cantar, pero te contagiaban y era inevitable. Aparte que me sabía todas las letras. Al haber vuelto a los escenarios después de casi 20 años, tocaron las canciones más emblemáticas, no se enfocaron en ningún disco específico. Pero se notaba que había sido calculado con exactitud, te balanceaban emocionalmente como querían.

No faltaron las bromas hacia Coldplay y el momento viral de uno de sus conciertos. “Hagan lo que quieran, que nosotros no tenemos esas camaritas”, decían a modo de burla. En una colina que se lleva el nombre de sus apellidos por coincidencia, se reunieron cientos de personas que no lograron conseguir entradas y desde ahí los podían ver, de muy lejos, pero igual. Les dedicaron una canción. Era notorio que ellos también estaban emotivos. Era el quinto y último concierto en su ciudad durante la gira y nadie sabe cuándo volverán. Antes de finalizar el concierto, le dedicaron unas palabras a Manchester y dijeron que deberían estar orgullosos de aún mantener ese ánimo.

Recién cuando dejaron de tocar y se despidieron, sentí cómo me dolían los pies. Después de estar saltando por horas, no podía caminar bien y tuvimos que avanzar varias cuadras hasta poder encontrar un taxi. Eran hordas que salían del parque hacia la calle. Seguían cantando e imitando los particulares gestos de los hermanos al cantar. Probablemente me quedé varios días con sus canciones rondando en mi cabeza. Espero que ese sentimiento me acompañe mucho tiempo más. Tendrán muchas polémicas y escándalos en sus vidas, pero lograron enviar un mensaje que impulsa las ganas de vivir y no entrar en ideas de derrota o rendición. Es algo demasiado difícil de lograr. Probablemente solo se pueda mediante la música.

 

 

[MIGRANTE AL PASO] Todo apagado, muy cansado para leer y unas cuantas luces de las pantallas alrededor. Envidio profundamente a la gente que puede dormir en vuelos. Yo me quedo viendo el mapa y ojeando las películas que ven otras personas. Felizmente estoy acostumbrado porque antes la pasaba mal. Encima, mis rodillas chocan con el asiento delantero. 12 horas de Lima a Ámsterdam. 3 horas de espera y una hora más hacia Londres. La diferencia en el pragmatismo y lógica de transporte es abismal comparada a Sudamérica. Sales de una estación de metro en el mismo aeropuerto para ir adonde sea. Piccadilly Line, una hora y media y ya estaba a 100 metros de la casa de mi amigo donde me estoy quedando. Cuando me subí al avión, antes de casi un día de viaje, no tenía idea de qué escribir. De hecho, estaba en un punto en que ya no sabía ni qué pensar. Bastó dar una vuelta a la manzana, luego de dejar mis maletas, para que se me ocurra hasta ideas de cuentos o novelas. Me picaban los pies. No estoy hecho para ser estacionario e iba más de seis meses sin moverme de Lima. Ya lo tenía planeado, iba a ser un tiempo de ahorro y ya cuando regrese voy a terminar de saldar mis deudas. Así que, dentro de todo, por más que no salió exactamente como quería, logré lo que había planeado. Así que me espera una semana de goce. Cultura, pubs y buena música.

La cultura migratoria de este país es admirable. En el metro, escuchabas decenas de idiomas. Gente de todo el mundo. Caminando por Islington en Finsbury Park, al norte de Londres. Todos los pubs, restaurantes y hasta peluquerías y mini markets tenían el escudo del Arsenal. Graffitis de Thierry Henry y Bergkamp. Cruzamos un puente y, a la derecha, sin saberlo, aparece el Emirates Stadium. El famoso estadio donde se juegan partidos de grandes competencias. Los alrededores se vuelven áreas recreativas. Le dimos la vuelta y pasábamos por monumentos dedicados a momentos y jugadores emblemáticos del club, todo estaba decorado con carteles celebrando la victoria de la Champions League, del equipo femenino. Mi amigo me cuenta que ese día, toda la zona se convirtió en fiesta. Después de todo, fue en este país que se inventó el fútbol y este club tiene 138 años.

Cada respiro iba despertando mi espíritu nuevamente. Sonreía cada vez más. Niños jugando un 2 vs. 2, usando sus mochilas como arco. Gente practicando en patines o skate. Un par de borrachos. Grupos de jóvenes conversando a los pies del estadio. Solo unos pocos turistas. Varias de estas cosas ya no se ven mucho en Lima o solo ocurren en zonas específicas. Ya sea por seguridad o porque el tráfico ya impide hasta las actividades cotidianas. En teoría, la zona de North London es algo picante, pero los niños pueden salir solos; el nivel de riesgo comparado al que estamos acostumbrados es nulo.

Le dimos la vuelta al estadio y seguimos paseando. No caminamos mucho, ya era tarde y no había dormido por día y medio. Pasamos por 2 restaurantes griegos, incontables kebabs, restaurantes indios, comida china, bares jamaiquinos, tiendas con letras de idiomas irreconocibles, todo en 5 cuadras. En esta ciudad puedes encontrar lo que quieras. Se suele pensar que la comida inglesa es espantosa, y es verdad que los fish and chips, el plato típico, no tienen nada de especial, pero la verdad es que hay tanta variedad que encuentras algo bueno sin lugar a dudas y de lo que te provoque. Escuchamos una quena y un cajón a lo lejos, era huayno. En mitad de Londres había un grupo de peruanos tocando y cantando. Es de locos. Nos quedamos escuchándolos un rato. Estábamos en una calle rodeados de gente en turbante, algunos con vestimentas típicas de países africanos, los clásicos señores ingleses tomando pints de cerveza, y, de fondo, música peruana.

Así fue mi primera noche en Londres. Interactuando con decenas de culturas en unas pocas cuadras. No entiendo la queja extrema hacia los migrantes que siempre ha existido y en los últimos años ha regresado con fuerza. A mi forma de ver las cosas, mientras más culturas permitas que ingresen en tu país, se vuelve un lugar mejor. Más variado y diferente, por lo tanto, más cosas por ver y aprender. Ahora estoy en bus hacia Manchester, a casi 350 kilómetros de Londres. Los edificios se vuelven casas con el típico semisótano, luego campos y, finalmente, bosques. Así es como en solo unas horas recuperé las ganas de conocer. Viajar te desestanca, los problemas del día a día se vuelven pequeños. En realidad, vuelven a su magnitud verdadera. Yo tiendo a engrandecer pequeñas nimiedades. Al final, solo tienes que respirar y moverte, sin necesidad de pensar mucho. Ahora se vienen días divertidos y el esperado concierto de Oasis, en su propia ciudad. No vale la pena entrar en arrepentimiento y remordimiento cuando estás yendo a un concierto de rock junto con 80 mil personas.

[MIGRANTE AL PASO] Insomnio. Ya han pasado unos meses desde que no dormía una noche. Es algo que viene y va, como una visita inoportuna que nunca avisa cuándo llega ni cuándo se va. En el silencio, con un juego de zombies en la pantalla, como de fondo y a la vez la única luz que ilumina el cenicero y la laptop donde escribo. Todo lo demás, oscuridad. Muchos romantizan el insomnio, pero la verdad es que ahorita estoy a dieta y me muero de hambre. Por mi cabeza solo pasan ideas tentadoras como ir al grifo por un hot dog, es lo único abierto a estas horas. Pensé también en galletas, tal vez algo dulce, pero el grifo no tiene muchas opciones. Este juego es el mismo que jugaba hace 15 años, solo que sacaron una versión remake y cómo no jugarlo. Un viaje al pasado, escribir y una noche larga; no se me ocurre mejor combinación. Tal vez la de un hot dog con mostaza, papas al hilo y una buena Coca Cola helada. Que te guste escribir y comer, eso sí es una mala combinación. Sentado, horas, con mala postura: tal vez una de las maldiciones de escribir. ¿Quién sabe?

¿Qué pensar? Es mejor no hacerlo mucho. Recomendación de alguien experto en dormir poco y a la vez mucho. Me estoy yendo a ver a Oasis, la bíblica banda británica (algunos entenderán la referencia) de los 90. Le dieron la espalda a la moda grunge de Estados Unidos que hablaba de depresión, tristeza y de suicidio. Ellos cantaban himnos de estadio. Live Forever es una de sus canciones icónicas. “They all write bollocks, y’know what I mean, they’re all in pain. Well, my fucking ears are in pain hearing your fucking voice, you twat.” Comentaba Liam Gallagher, uno de los hermanos problemáticos, los rockstars de Manchester. Hace unos años, el otro hermano comentó que dejen de hablar mucho sobre activismo en conciertos, que donen plata y se callen, resumiendo vagamente. Fue criticado. Entré en el dilema de si el arte debe ser político, muchos aseguran fervientemente que tiene que serlo para ser arte. Me parece exagerado, hay arte bueno con o sin política; pienso. A veces solo quiero escribir una escena y nada más.

Hace un rato, antes de escribir este texto, llenaba una hoja de palabras. Un niño que obtuvo la capacidad de hacer magia a cambio de no poder caminar, un guerrero guardaespaldas lo cargaba por todos lados a modo caballito, un padre que lo detestaba por echarle la culpa de la muerte de su esposa, y las aventuras que le esperan al pequeño y su guardaespaldas de pocas palabras. Estas ideas rondaban por el papel. No sé si terminaré la historia o la dejaré de lado, pero sí sé que esa historia no hace referencia a ninguna problemática política actual. Siempre hay problemas humanos, eso es inevitable, pero si es político o no; la verdad no lo sé. Recuerdo cuando le hicieron una pequeña pregunta muy general sobre política a Jaime Bayly. Lo que recuerdo es que dijo que en el aspecto político no se encuentra lo bello de la vida. Tiene sentido, basta con ver a la gente que está involucrada para salir corriendo. Nadie quiere estar metido ahí. Para mí sería desastroso. Me costaría demasiado fingir interés por ciertas causas solo por quedar bien.

En fin, han pasado unas horas y sigo despierto. Recuerdo cuando me pasaba de niño y disfrutaba más de no dormir. Es más silencioso, como comenté, pero ahora se escuchan gritos, bocinas, ambulancias, desde lo lejos. Como si la ciudad se hubiera vuelto más caótica; o, tal vez soy yo quien se ha vuelto más caótico. Pero ya no es como antes, que disfrutaba de películas hasta el amanecer o me creía historias de magia y terror que hacían de mis noches algo mágico. Ahora pienso más que nada en comida, recuerdos o cómo solucionar problemas de la vida cotidiana. A veces me detengo a mirar el techo durante varios minutos sin pensar en nada en concreto. Se siente todo aburrido, como si las horas fueran más lentas, pero los días más cortos. Este tipo de contradicciones sin sentido son las que ahora ocupan el espacio de mi insomnio, cuando antes era paz o diversión.

Pero ya aprendí que es un buen indicador de qué estoy haciendo con mi vida en el momento. Mientras más placentero el insomnio, es porque mejor la estoy pasando, y lo mismo sucede al revés. ¿Qué hago para escapar del letargo? Justamente, escribir sobre cosas que no son políticas. Ya tengo suficiente con ver las noticias cada vez más trágicas de lo que ocurre en el mundo. Y no quiero pasar estas horas solitarias en eso, prefiero escaparme entre fantasías y misterios.

 

[MIGRANTE AL PASO] Salí tranquilo hace un par de días. Iba camino al gimnasio, motivado por generar un cambio en mi propio estilo de vida. He comenzado hace poco. No pasaron más de cinco minutos hasta encontrarme con un caos estresante. Me topé con una pared de carros que no avanzaban. Podía escuchar a la gente renegando y peleándose entre ellos. Probablemente, hace un par de años hubiera dejado que me arruinara el día, pero esta vez pude más. Es cierto que estaba de mal humor, pero no me peleé con nadie, solo me limité a poner música y avanzar. Me sentí frustrado cuando me di cuenta de que no podría seguir con mi nueva rutina ese día. Me demoré un poco más de una hora en ir y regresar unas cuantas cuadras, ida y vuelta. Me puse a pensar en cómo este alboroto se sale de nuestras manos como ciudadanos y solo podemos aceptarlo a regañadientes y retroceder.

Mi caso es una nimiedad al costado de lo que en realidad sucede. No fue más que una experiencia extremadamente reducida de lo que la mayoría de gente vive en el día a día. Aun así, sentía que mi esfuerzo de levantarme temprano para hacer algo que me ayuda a mejorar en todo sentido —no solo físico— había sido en vano. Sentado cómodamente, abrigado y con música, pensaba en lo que deben sentir las personas que todos los días tienen que hacer mucho más y, aun así, regresan a sus casas aplastados por una realidad que solo les da la espalda y, poco a poco, va destruyendo cualquier anhelo de cambio que tengan. Para mí sólo implicó no llegar a hacer ejercicio, pero para muchos que estaban atrapados en el mismo tráfico que yo, implicaba perder un día de trabajo, un día de comida o tal vez más. Eso pasa todos los días en todo el Perú, no solo en Lima.

Imagínense levantarse a las 4 de la madrugada para ir a trabajar, llegar a tu trabajo que se encuentra a horas de distancia solo para encontrar a un jefe que no le importa en lo más mínimo tu situación, que otras personas te miren hacia abajo mientras caminas, recibir mensajes de tu familia contándote cómo tuvieron que pagar con todos sus ahorros a una banda de delincuentes para que no destruyan su pequeño negocio. Que por tu cabeza pasen recuerdos de niñas y niños que veías crecer y desaparecieron de un momento a otro porque los secuestraron. Debe ser insoportable, algo que a cualquiera lo tumbaría por días y lo sumergiría en la resignación total. Sin embargo, las personas siguen trabajando y luchando. Es admirable y, también, muy triste. La gran mayoría de nuestra población vive en esas condiciones.

El otro día se me fue el hambre mientras almorzaba al escuchar que este año han desaparecido aproximadamente 20 niñas por día debido a secuestros, en su mayoría por bandas de trata de personas y de explotación sexual. En simultáneo, me llegaba la noticia de que la presidenta se había subido el sueldo. Parece una broma de mal gusto, pero es la verdad que nos rodea. Si a mí me fastidió y sentí impotencia, imagínense lo que sienten las víctimas directas de estas tragedias. A pesar de todas estas cosas, sigue existiendo gente que no tiene la capacidad de ponerse en los zapatos de otros y minimiza las adversidades que enfrentan las personas, diciendo, por ejemplo, que el problema se da debido a que las personas se quejan mucho por razones alimenticias. Francamente, vivimos en un país de locos, donde hablar antes de pensar es la regla. Donde no importa si tus palabras están insultando a toda una población con tal de cumplir con tu trabajo. Es nauseabundo.

Últimamente, mi algoritmo en redes sociales se vio infectado por videos de entrevistas a gente que cree que la matonería es la respuesta. Específicamente, me molestaron bastante fragmentos de entrevistas a Philip Butters, que parece tener complejo de Donald Trump: copiando su falta de control al hablar, levantando la voz, atropellando la opinión de los demás y otros excesos. Tuve que comenzar a ver reels de anime y de fútbol para que desaparecieran este tipo de videos. Hay gente que es mejor no escuchar. Para mí, esas opiniones, dignas de un bully escolar, no le hacen bien a nadie y solo te carcomen la inteligencia. Gente que confunde la fuerza con ser insensible y la violencia con justicia. En fin, tampoco vale la pena darle tantas vueltas a esos pensamientos. Todos parecen insistir en seguir generando diferencias políticas: “tú eres de izquierda, es un escándalo que pienses así” o “tú eres de derecha, qué escándalo”. Es como ver a unos niños peleándose. ¿Por qué no se dan cuenta de que hay problemáticas mucho más importantes que determinar si pensar de tal o tal manera es lo mejor? Está clarísimo cuáles son los factores que están convirtiendo a nuestro país en un lugar invivible. También, está clarísimo que estas peleas infantiles se ven ridículas en personas adultas. ¿Por qué ridículas? Porque solo vuelven más difícil enfrentar los problemas que he mencionado mientras escribía.

[MIGRANTE DE PASO] No más poder al poder

Podrás imaginarte desde afuera

Ser un mexicano cruzando la frontera

Pensando en tu familia mientras que pasas

Dejando todo lo que tú conoces atrás

Si tuvieras tú que esquivar las balas

De unos cuantos gringos rancheros

¿Les seguirás diciendo “good for nothing wetback”?

Si tuvieras tú que empezar de cero

Now why don’t you look down to where your feet is planted

That U.S. soil that makes you take shit for granted

If not for Santa Ana, just to let you know

That where your feet are planted would be México

¡Correcto!

—Molotov, Frijolero

Otro himno de esta banda disruptiva de los noventa. Este grupo mexicano encarnó en su música política y estridente un sentir popular y extremadamente real de toda Latinoamérica. Una banda genial. No muchos pueden romper las fronteras de su propia nación y ser la voz de todo un continente a través de canciones combativas y sinceras.

En un Daewoo, en algún momento de los noventa tardíos, dos niños iban con chofer a una escuela privada. Uno de ellos, más blanco que la leche, inocente y con esa ignorancia sin dolo que todo niño tiene: ese era yo. Mi hermano solía quedarse dormido hasta en la ducha, y el carro no era una excepción. Pero en cada viaje me enriquecía con buena música. Cambiaba de CDs en una radio instalada; dentro de su colección no podían faltar los primeros álbumes de Molotov. Insertaba el disco, reclinaba el asiento de copiloto y cerraba los ojos. Yo, sentado en el medio, atrás, con la cabeza apoyada en la ventana empañada.

Mi colegio quedaba en Monterrico y yo vivía en Barranco. Tomábamos un atajo y pasábamos por los callejones de Barranco y cruzábamos por Surco Viejo. Solo era un pequeño tramo del viaje. En ese momento, esa zona estaba mucho menos modernizada. Por favor, no olviden que estoy contando lo que veía un niño que aún no sabía lo privilegiado que fui por la injusta realidad de nacer donde nací.

Como ya he repetido muchas veces: quien ha nacido en mis circunstancias y no se da cuenta de que la igualdad de oportunidades es algo que lamentablemente no existe, cometería una falta de respeto.


Mirando por la ventana, cruzando por esas calles, notaba una diferencia abismal con respecto a cómo vivía yo. No lograba entenderlo. La diferencia era clara, pero como niño no entendía qué era lo que no estaba funcionando. Las calles eran más sucias, niños trabajaban vendiendo entre el caos del tráfico. Niños de la misma edad que tenía yo. Con nuestra querida banda latinoamericana de soundtrack:

Nos quieren pegar, pegar

Y nos la van a pagar.

Y aunque quieras quejarte con papá gobierno,

Les pides ayuda y te mandan al infierno.

Porque tendríamos que tirar buen pedo

Gente que vive en la pobreza,

Nadie hace nada porque a nadie le interesa.

Si nos pintan como unos huevones, no lo somos…

¡Viva México, cabrones!”

Esa experiencia se repitió incontables veces durante años de infancia. Y, como es bien sabido, el arte transmite lo que las palabras no pueden. A veces una canción es más clara que un discurso.

Hace unas semanas. En Los Ángeles, agentes del ICE entraban sin avisar. Casas, talleres, iglesias. Se llevaban a padres frente a sus hijos. Nadie entendía nada. Gente que vivía ahí desde hacía veinte años, con trabajos, sin delitos. Igual se los llevaban. Hijos ciudadanos, padres deportados. Lo legal no bastaba. Ni lo humano importaba. Las redadas se volvieron rutina. El miedo, constante.

Las denuncias no paraban: insultos racistas, golpes, encierros en cuartos congelados sin camas ni comida decente. Nadie sabía cuánto tiempo estaría ahí. El sistema dejó de proteger para cazar. Y muchos lo celebraban. “Que se vayan los ilegales”. Pero nadie preguntaba por qué alguien huye. Por qué se juega la vida cruzando un desierto. Mientras tanto, ICE crecía. Más fondos, más agentes, más poder. Más esposas. Más silencio. Así se defiende una frontera: sembrando miedo y llamándolo justicia.

Todos los domingos por la mañana, nos despertaban para ir a hacer un paseo sociocultural. Una idea genial como padres. Íbamos a los distritos más pobres de Lima y aprendíamos historias de cómo surgieron y más. Ahí aprendí sobre una mujer admirable como lo fue María Elena Moyano, en Villa El Salvador. Estuvimos en el lugar donde fue asesinada brutalmente por Sendero Luminoso. Fue en estos recorridos que entendí que la igualdad y la libertad no son más que ilusiones, y nadie se libra de esa maldición. Estaba impactado. Pensaba por días lo que veía. Sentía tristeza, imaginaba sueños heroicos y altruistas. Todo eso me permitió darme cuenta del contraste, y de qué está hecho el ser humano. Solo se necesitaba empatía. Fue años después que entendí que esta facultad humana está adormecida y profundamente.

Últimamente me pregunto hacia dónde nos dirigimos. El sufrimiento es tan intenso en el mundo que se puede sentir, lo mismo pasa con el odio, y con la resignación. Vivimos en un lugar donde la mayoría lucha diariamente para sobrevivir, donde tienen que abandonar sus hogares para migrar, sufrir humillaciones, y poder alimentar a sus familias. A veces siento que pedir conciencia es demasiado, pero abandonar ese deseo sería aportar más a las atrocidades que están sucediendo. Simplemente sucumbir en el derrotismo ya es darle más poder al poder, y uno muy opresor.

[MIGRANTE DE PASO] “El hombre no es otra cosa que lo que hace.” “El hombre se define por sus actos.” Estoy de acuerdo con aquel excéntrico filósofo Jean Paul Sartre, pero hace unos días actué como todo lo que no quiero ser: prepotente, pedante e impulsivo. Siguiendo esa lógica, fui un patán y un agresivo. Yo, que me guío por mis ídolos ficticios, el viejo Gandalf hubiera estado decepcionado. Si bien todos somos malos y buenos a la vez, la idea es inclinarte hacia el lado positivo. Lo cortés no quita lo valiente. Lo tomo como aspectos por mejorar. Sin embargo, si me sentí mal, no soy un psicópata.

Regresaba de hacer ejercicio hacia la casa de mis padres, manejaba un buen carro. Llegando para estacionarme encuentro una grúa y a una encargada de la municipalidad. No sabía qué pasaba, pero inmediatamente me puse de mal humor. Le dije a la señorita si podían mover la grúa; lamentablemente, mi voz es muy grave y, como diría mi madre: “Tú no hablas, ladras.” Yo no me doy cuenta, siento el malestar, pero no percibo cómo es visto desde afuera; es algo desagradable tanto para mí como para quienes me rodean. Es difícil aceptar defectos, pero me considero una persona capaz de recapacitar.

Estacioné de manera agresiva y me bajé queriendo imponer presencia cuando no era necesario. Bajé y fui directo a encarar a la encargada. Movimientos bruscos con los brazos y manos mientras hablaba. “Es ilegal lo que estás haciendo, vienen a intimidar con la grúa, han malogrado la cuadra,” dije esas cosas, que no son insultos, pero sonaban como tal. Luego entré molesto, después de mirar feo a alguien que solo hacía su trabajo. Me quedé con malos ánimos todo el día, malogré mucho por una nimiedad. Me sentí ridículo.

Cómo se vio: un blanquito, grande y alto, se baja agresivo de un auto de lujo; literal, el perfil del tipo más odiado en nuestro país. Mis palabras parecían gritos en tono alto y la gente se quedaba mirándome como si fuera un loco. No los juzgo porque, efectivamente, me comporté como tal. Fui desmedido y se me vio abusivo. La verdad es que nadie merece ser tratado así y cometí un error por una simple calentura. Ni siquiera di tiempo a explicaciones. En algún momento fue recurrente mi impulsividad. Hace tiempo no pasaba, pero esta vez, como ya saben, ocurrió.

Falleció Aureliano. Era tarde, casi madrugada, no regresaba a Lima por varios meses. Disfrutaba la brisa y neblina del mar que caracteriza nuestra Costa Verde. Ese tipo de neblina tan espesa que ni el mar de al lado ni el carro del frente son visibles. La bahía limeña se vuelve misteriosa. Llegué a mi cuadra. “La ‘U’ ganó,” me dice la clásica voz ronca y con una gracia particular de Aureliano, quien estuvo en la cuadra desde que tengo memoria. Gran tipo, nos defendía y cuidaba cuando jugábamos en las calles. “Francesco,” me decía. Nunca supe si lo decía de broma o en verdad pensaba que ese era mi nombre; siempre lo tomé con cariño. A ese simpático saludo, le respondí de mal humor. Nuevamente mis gestos y tono de voz incrementaron la intensidad de lo que estaba diciendo. No volteé a ver, simplemente entré a mi casa. Quise buscarlo, pero no lo encontraba; quería pedir perdón. De un momento a otro se le dejó de ver por la calle barranquina. Recuerdo que había perdido peso radicalmente los últimos años. Hace unos días llegó un mensaje al grupo familiar donde informaban de su muerte, un mensaje con su cara. Era una imagen vieja, pero resaltaba su sonrisa, una que siempre me mostraba desde que regresaba del colegio. Nunca pedí perdón, y me arrepiento. No sé si fue algo mayor, pero me quedo con que tal vez le hice daño a alguien que solo me deseaba bien. Es importante pensar en ese tipo de cosas, porque te das cuenta de que el poco control emocional puede herir, incomodar e, incluso, generar un arrepentimiento que en el caso mencionado no tendrá redención. Es imposible saber cuándo verás a alguien por última vez, así que es mejor ser amable, tengas el problema que tengas.

Pensándolo bien, eso que me pasó no es raro en el Perú. La bronca fácil, el grito antes que la palabra, el gesto duro como escudo. Lo ves en la calle, en las combis, en los taxis, en la cola del banco. Todo parece una competencia de quién impone más. Y sí, a veces estamos tan cansados de todo que solo queremos sacar la frustración con alguien, aunque no tenga la culpa. Como yo con la encargada. Como yo con Aureliano. Cosas mínimas, pero que se te quedan grabadas.

Vivimos acelerados, tensos, con el fastidio a flor de piel. Y no es solo culpa de uno. Es el país también. La desconfianza, la impaciencia, la desigualdad que se siente en cada esquina. Es como si todos lleváramos una espina clavada. Pero eso no nos quita responsabilidad. Porque así como la política está podrida, también nosotros podemos pudrir un momento con una sola palabra mal dicha. Ojalá podamos cambiar eso. Bajar un poco el tono. Ser más suaves entre nosotros. No siempre se puede, pero al menos intentarlo. A veces basta una mirada distinta para que todo no termine como un arrepentimiento más.

[MIGRANTE DE PASO] Todavía estaba dormido. Hay que aprovechar los domingos. Me desperté de golpe. Todo temblaba. Me di cuenta de que todavía soy rápido: salí disparado. Antes de que terminara el temblor, ya estaba afuera, y eso que fue corto. Pensé que ya no les tenía tanto miedo, pero estaba equivocado. Sigo siendo igual de miedoso que siempre.

Me acordé del 2007, cuando fue el terremoto en Pisco, que en Lima también se sintió bastante fuerte. Recuerdo que fue larguísimo, no terminaba nunca. Aun así, el de hoy lo sentí incluso más fuerte, solo que no duró tanto. Tenía 13 o 14 años como máximo. Justo iba a mis clases de karate cuando empezó. Salimos todos a la calle; los vecinos también estaban afuera. Las caras de la gente, los niños gritando. Mi padre tenía la mano puesta sobre mi hombro para calmarme. Cuando me asustaba de chico no era de los que entraban en pánico o gritaban. Me quedaba callado y miraba a todos lados. Era bastante instintivo, pero probablemente, si mis padres se hubieran asustado, yo me habría quedado paralizado. Ya de grande aprendí a manejar el miedo, porque toda mi infancia me la pasé teniéndole miedo a casi todo.

No sé si es porque ahora la información llega rapidísimo a todos lados —y eso solo ha ido en aumento desde que nací—, pero en los 31 años que he vivido siento que han pasado demasiadas cosas en el mundo y también en el país. Mucha gente de mi generación piensa lo mismo. De hecho, existen hasta memes sobre esta situación con los millennials.

Nací en 1993, un año después del autogolpe de Estado de Alberto Fujimori y de la captura de Abimael Guzmán. Tres años después fue la toma de la Embajada de Japón. No sé si estoy inventando recuerdos, pero tengo la sensación de haber estado jugando en el suelo de la cocina mientras se escuchaban las noticias de ese atentado. Puede ser que sí me acuerde de ciertas cosas, porque duró más de cuatro meses.

Unos años después, en 2001, también estaba en el suelo, esta vez en un aula del colegio. Una profesora estalló de rabia porque unos compañeros habían armado dos torres de jenga y simulaban lo que había ocurrido el día anterior con las Torres Gemelas. Los niños pueden ser más crueles de lo que pensamos. Estaba en segundo o tercer grado de primaria.

Ahora que lo pienso en retrospectiva, ese atentado fue una locura. Recuerdo que en las noticias mostraban los registros de llamadas telefónicas hechas por personas atrapadas en las torres durante el ataque. Al escucharlas, se me helaba el cuerpo: voces quebradas por el pánico, algunas llamadas interrumpidas por el derrumbe del edificio. Padres llamando a sus familias, jóvenes que llamaban a sus madres; algunos se limitaban a despedirse. El mundo cambió. Las personas en todo el planeta recibieron un mensaje: este mundo no funciona como creíamos, y lo que no conocemos apenas refleja una pequeña parte de lo que realmente ocurre. Yo tenía menos de 10 años, y a esa edad comencé a entender el trasfondo de muchas cosas que antes solo oía de los adultos sin comprender.

Podría mencionar muchas cosas: desde la crisis económica del 2008, que tampoco entendía del todo, hasta el trágico incendio de la discoteca Utopía. Hasta hoy, cada vez que entro a un lugar, lo primero que hago es buscar las salidas de emergencia. Un sinfín de hechos desastrosos. De un día para otro, el mundo entero enfrentó una pandemia global. Todavía se siente surrealista. Yo estaba en Argentina, me iba a mudar allí para estudiar. Recuerdo que mi padre me fue a ver. Comenzaron a aparecer noticias sueltas sobre casos en distintos países. No me asusté hasta que aparecieron algunos en Argentina y luego en Perú. Tuvimos que tomar un vuelo apresurado porque ya estaban cerrando las fronteras. Regresamos en uno de los últimos. Clases virtuales, cifras de muertes que no paraban de aumentar, corrupción con los balones de oxígeno, y sin una vacuna a la vista. Incertidumbre tras incertidumbre.

Un poco más de un año después, me fui a otro país. Unos meses después comenzó la escalada del conflicto palestino-israelí, que terminó en una masacre espantosa sobre la que seguimos recibiendo noticias. En esos meses también empezó la guerra entre Ucrania y Rusia. Hace unos días, comenzó el intercambio de ataques entre Israel e Irán. El panorama solo deja espacio para pensar que se viene una guerra mucho peor, de gran escala. Espero que estemos equivocados, porque lo que menos se necesita ahora es algo de esa magnitud. Mejor dicho, nunca es buen momento para una guerra, sea del tamaño que sea.

Sin embargo, pedirles un poco de conciencia a los líderes mundiales parece imposible. No son personas normales; cada uno está más loco que el otro. Analizar o predecir desde la cordura pierde sentido cuando hablamos de las decisiones que tomarán. El mundo está dividido, y todos corren como niños a favor de un bando, cuando está clarísimo que ambos están mal. Siempre ha sido así. Pedirle a la gente que sea valiente ahora también parece una locura. Durante mucho tiempo pensé que creer en la paz era ridículo por ser inalcanzable. Me dejé arrastrar por discursos de odio y caí en el pesimismo. Hoy prefiero abrazar el cliché de la paz. Prefiero vivir creyendo en utopías antes que obligarme a pertenecer a estos bandos de mentes cuadradas y derrotistas. Tenemos que darnos cuenta de que nadie merece ser herido.

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