[Migrante al paso] La bulla de las máquinas de construcción no dejaba caminar tranquilo. Decenas de policías expulsaban a migrantes que vendían carteras, polos, entre otras cosas. La gente caminaba tranquila, como si fuera normal. Algo no estaba bien con esa ciudad. Varios amigos viven en Barcelona y hablan maravillas de ella; yo no entendía por qué. De todas las ciudades españolas en las que estuve, esta fue la más hostil. Mientras caminaba con maletas, notaba cómo me miraban con desprecio; yo les devolvía la mirada. Caminé unas cuadras más por La Rambla, una de las avenidas principales, que va desde el puerto hasta la plaza de Cataluña. Era fácil notar la decadencia. En algún momento debió haber sido hermosa; ahora está todo sucio y descuidado. No se aleja mucho del centro de Lima. Mi instinto latino me llevó a ponerme la mochila hacia adelante, y tuve razón. En los cinco días que estuve allí, vi robos y peleas. Tal vez lo único que me gustó a mi llegada fue ver los puestos de periódicos, que ya no suelen verse en ningún lado, pero ahí aún estaban, aunque nadie los compraba.

Hace unos días, viendo noticias, apareció un video de cómo espantaban turistas tirándoles agua y gritándoles que regresaran de donde venían. Le echan la culpa a los turistas de que los alquileres estén muy altos y, en general, todo suba con el turismo masivo, desde restaurantes hasta la Coca-Cola que compras en la tienda. En la última década, el precio de la vivienda ha aumentado un 68%. Cuando estuve allí, hubo dos protestas por el mismo motivo, con todo lleno de carteles que decían: “Menos visitantes, más turistas”. Todo estaba detenido; tenías que caminar mínimo media hora para llegar a tu destino. Si bien pueden tener razón, no es culpa directamente de quienes viajan. Nadie tiene por qué ser tratado mal por ser turista. En todo caso, deberían mantenerse en el margen de su reclamo, que exige un nuevo modelo económico para que sea sostenible el turismo y el bienestar de los habitantes. De lo contrario, se ganarán el odio de quienes viajan, y tampoco les conviene porque es una de sus principales fuentes de ingreso.

Uno de esos días de protesta crucé todo el barrio gótico y sus calles estrechas, la zona más antigua de la ciudad, hasta poder encontrar un taxi. Desde varias cuadras atrás se ve La Sagrada Familia de Gaudí. Es enorme. No es de mi gusto, demasiado huachafa, pero sí es genial. Lleva más de 140 años en construcción y siguen al pie de la letra las indicaciones del arquitecto. Han corroborado los datos con la tecnología actual y no tiene ningún error. Una de las cosas que he aprendido en mi corta vida es que el hecho de que algo no te guste no quiere decir que no tenga mérito, y este fue uno de esos casos. Para entrar pasas un puesto de seguridad como el del aeropuerto para evitar atentados. Cuando ya estás muy cerca, no llega a verse la cima, como un rascacielos de Nueva York. Por dentro sí me encantó. Hay vitrales de colores distintos y, al entrar, la luz crea un ambiente digno de una iglesia de esa magnitud.

Algo similar me pasó en el Museo Teatro de Dalí. Saliendo de la ciudad de Barcelona, después de una hora en carro, llegas al pueblo de Figueras. En 1954, el artista Salvador Dalí, que ya era reconocido mundialmente por su talento y excentricidad, presentó un proyecto para remodelar el antiguo teatro de su ciudad natal, que había sido destruido por bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial. Por fuera parece una especie de palacio rojizo adornado con esculturas de huevos que coronan todo el borde del techo. Desde un inicio, te das cuenta de lo extravagante que era este tipo. Al entrar, se ha mantenido la estructura con escenario, pero está todo repleto de obras que nunca antes había visto. No son sus cuadros más conocidos, más bien son intervenciones que, para la época, fueron innovadoras. Desde cuadros que solo pueden apreciarse a través de fotografías hasta un carro que va inundándose desde adentro en lo que sería la platea del teatro. En este caso, la genialidad de Dalí es innegable, pero lo que hizo con su elevada técnica y sus amistades políticas, en mi opinión, fue un poco degradante para lo que podía hacer. También, por sus declaraciones;es notorio un resentimiento hacia Picasso por vivir en su sombra.

A pesar de las miradas de desprecio que recibes, logras darte cuenta de que no es una ciudad perdida, solo necesita poner en orden ciertos aspectos y podría regresar al esplendor que una vez tuvo. Me quejaba de la comida, pero luego, pensando en retrospectiva, me di cuenta de que no era porque fuera mala, solo que después de estar en Andalucía, Portugal y el País Vasco, es difícil encontrar algo de ese nivel gastronómico. También, por no poder evitar sentirme amargado de recibir cierta discriminación por ser “sudaca”, en sus palabras, tener una comida amena no era fácil de lograr.

De todo se aprende. Lamentablemente, por ser blanco y heterosexual, nunca he sido objeto de discriminación en mi país, pero tengo un montón de amigos que sí. La mayoría de nuestra población ha sufrido el peso de esto. El racismo en nuestro país es algo serio, y quien no lo crea es porque vive en una burbuja. Las pocas veces que he sido excluido, he sentido rabia y hasta ganas de golpear. Imagínense lo que se debe sentir recibir ese trato toda una vida y también por generaciones. Así ha sido por más de seis siglos en nuestro territorio. La discriminación, el machismo y la homofobia en la que estamos sumergidos son la principal fuente de la situación caótica en la que nos encontramos. Existe demasiado odio hacia las diferencias y, lo peor, es que es la élite la que está más identificada con estas características repugnantes.

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Barcelona, decadencia, Discriminación

[Migrante al paso] Comenzamos a correr; nos caímos por la oscuridad y la arena. Nos matábamos de risa, pensando que llegaríamos a tiempo para las doce. Íbamos de una playa a otra, creyéndonos invencibles. Siempre regresábamos con la ropa sucia y alguna herida, pero nada nos borraba la sonrisa. Buenos momentos, cuando un año aún representaba una gran fracción de nuestras vidas. No teníamos responsabilidades; recién nos comenzaban a gustar las chicas, e intentábamos ser bacanes en las fiestas de nuestros hermanos. Al final, solo queríamos divertirnos y discutíamos cuál de nuestros personajes favoritos ganaría en una pelea. Fantaseábamos con ser maestros Pokémon, hablábamos de fútbol, comíamos pizza y pollo a la brasa. Es uno de mis primeros recuerdos de un Año Nuevo fuera de mi casa.

Ahí, con el Cachorro y Piraña, como siempre. Cada uno más pleitista que el otro, cada uno más rebelde que el otro. No llegamos. Veíamos las luces de los fuegos artificiales detrás de los cerros de arena. No teníamos relojes, mucho menos celulares, así que solo asumimos la hora. Comenzamos a jugar. Nos tirábamos pequeñas piedras, rodábamos, y me tumbaban entre los dos porque yo era el más grande y alto. Nos tendimos en el piso, cansados y muertos de risa. El cielo era más nítido en ese momento, y nuestras cabezas también. Así nos quedamos una hora, conversando sobre alguna chica de nuestros salones, de que queríamos ser como Ronaldo, “el Gordo”, y de que algún día seríamos millonarios para poder hacer lo que quisiéramos. Nos pasamos la hora permitida, así que regresamos esperando que nos gritaran un poco. En estas épocas siempre recuerdo ese día en específico. Nosotros, la humanidad, le damos cierre a un año celebrando y nos prometemos cambios que, normalmente, no se cumplen. Pero ¿qué tiene de malo ilusionarte? Nada, al contrario. Después de casi 30 años, seguimos siendo los mismos. Cuando me invade la nostalgia, me repito a mí mismo que mucho no he cambiado y que las personas a mi alrededor solo han aumentado. Solemos pensar que estamos haciendo las cosas mal, que no merecemos cosas buenas, pero solo somos miopes ante las pequeñas cosas que son, en realidad, las que importan.

Este año no tiene un buen resumen. Todo parece estar de cabeza. Continúan las masacres en Palestina, un genocidio sin lugar a dudas. En mis viajes por Europa solo sentía el odio hacia los inmigrantes. La extrema derecha ya se implantó en Alemania después de décadas. Ganó Trump. el multimillonario, Elon Musk, que aparentaba querer un mundo mejor, resultó ser un déspota que poco a poco deja que el poder revele su verdadero rostro. El mundo se está hundiendo, literalmente. Las dictaduras, como la de Venezuela, parecen no tener fin. Una joven estadounidense le demostró al mundo lo que se puede lograr al darle importancia a la salud mental. La inteligencia artificial ya está en todos lados; no sabemos qué es realmente. Nuestro país nos defrauda cada vez más todos los años. Y no le echemos toda la culpa al gobierno, como sociedad civil somos de lo peor. El primer paso para dejar de serlo es aceptarlo. Tal vez la pregunta para este fin de año es qué hacer cuando la coyuntura está como está. No tengo la respuesta, pero asumo que todo se trata de no dejar de ser quien eres por miedo. Si algo nos enseña estudiar historia, es que el miedo en momentos duros nos puede convertir en lo que más odiamos. Lo mejor es no permitir que eso suceda. A diferencia de lo que te puede decir la mayoría, para mí el mundo interno es más importante.

Las celebraciones fueron mutando. Hay varias fechas como esta que, en realidad, no recuerdo por estar borracho o en quién sabe qué. Ahora esos recuerdos borrosos no son los que me importan. Prefiero las historias como la primera que les conté. No sé por qué estábamos en la pequeña casa de mi abuela, al costado de la nuestra. Yo seguía un poco molesto porque no me habían dejado salir. Tenía 11 o 12 años. Siempre fui renegón, pero pocas cosas hacían que me quedara molesto mucho rato, y esta no era una de ellas. Se me pasó, y me quedé con mi mamá y mi abuela viendo cómo celebraban en todo el mundo por la televisión. Fue la primera vez que vi la bola de Nueva York y tantos fuegos artificiales. A veces pienso que ese es un recuerdo inventado. Nunca fuimos de celebrar Año Nuevo, pero por lo menos hacíamos alguna comida especial o algo por el estilo. Igual, así haya pasado o no, es un recuerdo cómodo y cálido. Solo mi abuela, mi mamá y yo. Tal vez lo inventé para reconfortarme a mí mismo en algún momento; quién sabe.

Ahora me gusta pasar Año Nuevo con mi familia o amigos, conversando. Mis épocas locas ya terminaron, por lo menos por ahora. Los últimos años que han pasado pensaba que ya me estaba volviendo viejo y que no podía volver a disfrutar, pero estaba equivocado. Aún me falta demasiado tiempo de vida como para pensar en cosas definitivas. No tengo la respuesta de nada. No soy un sabio, ni anhelo serlo. Solo quiero estar tranquilo y, tal vez, ayudar en la medida de lo posible a que las cosas mejoren. Por algún tiempo me sentía culpable de no estar presente para algunos conocidos, de olvidarme los rostros de quienes fueron mis amigos de promoción. Mi propia cabeza me decía que había fallado en la vida, que no había logrado nada. Mentiras que a mi cabeza poco entrenada se le ocurría repetir cuando no tenía con qué distraerme. Tal vez mi único deseo de Año Nuevo es comenzar a hacer las cosas que me hacen sentir bien y dejar de ser tan pesimista o negativo conmigo mismo. Me gustaría extender este deseo a todo el mundo. Tal vez, si nos tratamos mejor a nosotros mismos, trataremos mejor a los demás.

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2025, Año nuevo

[Migrante al paso] Poco se habla de los que pasamos a ser adultos durante la pandemia. Tenía 25 años cuando empezó y 28 al terminar. Si bien ya era un adulto a los 25, por lo menos yo no sentía ningún peso de responsabilidad ni medía tanto las consecuencias. Estaba en un intermedio, un semi-adulto, por decirlo así. Me di cuenta de que este periodo confuso, letárgico y repleto de incertidumbre aplastó a muchos. Felizmente, cuento con la suerte de no haber pasado por las tragedias que ocurrieron en ese momento.

Si nos detenemos a evaluar lo que pasó, fue realmente impactante. No podíamos salir, y cuando lo tuvimos permitido, las calles estaban llenas de militares, todos con mascarillas, y se percibía el miedo. La gente se aisló por razones obvias, pero ¿qué consecuencias tuvo? Aún no lo tenemos claro.

Cuando terminó, no pasó mucho tiempo para que me embarcara rumbo a Buenos Aires, donde no conocía a nadie. Recuerdo que en el avión estaba asustado. No solo porque pasé abruptamente de estar en estado de emergencia y con limitaciones de movimiento a irme a otro país desconocido. No podía darme el lujo de un bajón o de sentirme mal; después de todo, ya había crecido, y entre tantas muertes y desgracias, mi caso era algo ligero. Sin embargo, una cosa es racionalizarlo y otra sentirlo.

En todo ese tiempo no había logrado entender por completo qué significa ser adulto y, actualmente, tampoco lo tengo muy claro. Veo por redes sociales a varios amigos y conocidos casándose, teniendo hijos y sentando cabeza, mientras la mía aún está dispersa. ¿Es eso ser adulto?, me suelo preguntar.

Francisco Tafur

Hoy, el sol me despertó junto al viento moviendo las hojas de los enormes árboles de Pedro de Osma. Me recogió un gran amigo para simplemente dar vueltas en carro por la Costa Verde. Armendáriz. Los tubos sobrantes de una obra que quedó a la mitad, por negligencias sospechosas, interrumpían la vista al mar. Tal vez el único lugar donde esta caótica ciudad se puede dar un respiro. Mientras nos liberábamos poco a poco del tráfico, se diluía la masa oscura que todos cargamos. Subestimamos lo que tenemos al lado, pero ¿qué sería de Lima sin ese fin tangible? Nuestro lugar termina; después del acantilado solo queda la inmensidad del océano. Es algo recurrente en nuestros sueños. No me considero alguien playero, pero suelo soñar con las olas, venciéndolas acompañado de una tripulación de amigos locos. Se ven las diferencias económicas notorias mientras sigues avanzando: desde grandes edificios hasta casas en ruinas. Todas compartiendo ese universo líquido que nos permite aspirar a algo. Somos nada pretendiendo ser algo. Ser adulto no significa otra cosa. Haber crecido a poca distancia del gran azul me permitió ser un soñador diurno, un cazador de deseos. ¿De verdad importa si logras algo o si haces algo con tu vida? Me parece que no. En este hermoso rincón de la ciudad sin alma, los juicios solo despiertan molestias. Este camino fue mi única constante durante la pandemia, el único testigo de mi adultez.

Sonaba Jarabe de Palo a todo volumen. No hablábamos. Solo avanzábamos. Cada respiro se hacía menos denso. Las reflexiones pasaban a la velocidad de las líneas de tránsito que cruzábamos. No necesito una cura para lo que soy. La vida pasa; cada vez los años son más cortos. Tengo 31 años, mi DNI es tal y mi pasaporte otro número. Así funcionamos, como un código de barras que acumula información. Pero no somos sólo números. No se contabilizan nuestros problemas ni injusticias. No podemos limitarnos a ser una pequeña programación de un gran diagrama. Mi único índice de adultez es que tengo que cumplir un rol para las generaciones por venir. Ahí está el verdadero rey, el verdadero objeto a proteger. No se encuentra sentado en un palacio ni en el directorio de una gran empresa, tampoco en quienes creen hacer una revolución desde sus cabezas. Nos movemos como el océano que sube y baja de marea. De lo contrario, eres un paria. Un irresponsable. Un loco.

En tan solo un par de horas se me desenredaron las emociones. Mantengo la luz prendida, una que me mantiene abrigado. Nunca la dejé de encender, ni cuando mis dígitos daban negativo. El hartazgo y empalagamiento que provoca nuestra realidad de cemento se te pega, donde toda estructura política se derrumba. ¿Cómo no entender el malestar? Somos una sociedad que necesita una vuelta con el mar al lado. Después de todo, los adultos somos eso: millones de ilusiones de individualidad que necesitan un respiro. Dimos la vuelta, y al llegar a La Herradura, mi mentalidad había dado un vuelco completo. El pesimismo que nos rodea en estas fiestas ya no regía mis ideas. Sentía mi temperatura subiendo y subiendo. Me iba a prender fuego, pero ya no necesitaba ayuda para apagar el incendio. Porque ahí estaba yo, en las propias brasas.

Al final, bailábamos y cantábamos mientras manejábamos. Fui sorprendido por mi propio paisaje. No lo sentía hace mucho. Después de tantos viajes, sentía que mi hogar me apagaba. Por mucha consciencia que tengamos, seguimos siendo animales que se desarrollan en un entorno. Y me bastó repetir estímulos anteriores para resurgir de una resaca que parecía no querer irse. Nosotros, los adultos, a mi parecer, solo tenemos que lograr una cosa: seguir aprendiendo y sorprendiéndonos, no creer que porque ya estamos supuestamente en la etapa final, el viaje terminó. No he vivido ni la mitad de mi vida. Por esa razón hoy me dejé llevar por la manía y pude expulsar todo bucle a carcajadas, riendo sin parar. Como un loco. Tal vez suena inmaduro, pero por más adulto que sea, aún me queda mucho por jugar.

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Costa Verde, Lima, Urbano

[Migrante al paso] De vuelta en Lima.

Mientras aumentan los viajes, las aventuras, los errores, los riesgos, las diferentes culturas y paisajes increíbles, mi propia ciudad cada vez se vuelve más ajena. Es un sentimiento del que no me enorgullezco; de hecho, llega a ser doloroso. Como todos esos héroes épicos que emprendieron su aventura y están instalados, cómodos y bien acomodados, en mi psique o alma. No suelo inclinarme por el reduccionismo académico, así que le llamo simplemente “ser”. En mi caso, siento que es una especie de oso; siempre me gustaron, y si algo tenemos en común es hibernar.

Camino entre mis calles barranquinas de madrugada. Toda la ciudad se ha vuelto borrosa, pero mi querido distrito tiene una barrera memorial que no me permite olvidarlo, y no quiero hacerlo nunca. Paso por la esquina donde salí volando en bicicleta cuando recién aprendía a frenar. Cruzo la calle donde, cuando era menor de edad, tuve que defenderme a los puños de una decena de policías abusivos; hasta ahora recuerdo el dolor que producen las porras de los oficiales. Borracheras en la plaza. En la bajada de baños, me siento en el mismo jardín donde me fumé mis primeros cigarros, ocultándome de mis padres. Despertarme para ir a almorzar a mi hogar familiar, donde la comida de siempre es reconfortante. Las cosas cambian y yo no logro hacerlo. Ver la ventana de mi abuela, luego de evitar que mi perro salga disparado, y no verla sentada viendo Netflix con algún dulce que invitarme, me genera una nostalgia incontrolable. Extraño esas navidades llenas de regalos, extraño a mi querido amigo que se encuentra en Londres, extraño a mi hermano que se mantiene resiliente como mi ejemplo a seguir, desarrollándose en la ciudad de los bravos, Nueva York. Muchos me ven como un hombre violento, descuidado, un caso perdido o un centro de expectativas; pero soy un humano más. De carne y hueso. Aquí me encuentro como Bilbo en la Comarca, ansioso de ver montañas nuevamente.

Francisco Tafur 

 Hiroshima.

La ciudad que vio al cielo prenderse en llamas. Un templo alejado de la ciudad. Entre montañas boscosas. Senderos de piedra con incontables estatuas de Buda. Grabadas en la misma piedra de la montaña o esculpidas y desperdigadas en los jardines, fuentes, riachuelos. Envueltas en el rosado de las hojas de sakura que se amontonaban en el suelo. Te cubres de paz y tranquilidad. Parte de mi locura es perseguir la paz sin creer en ella, pensaba. No somos más que nuestras contradicciones. Cruzando los puentes para atravesar numerosos riachuelos, subiendo el sendero te puedes refrescar con unas bandejas de bambú que se llenan constantemente por el sistema de agua artesanal. Mientras me echaba agua en la cabeza con otro bambú cortado, sentía que estaba alimentando mi espíritu samurái, que todos tenemos sin querer; es arquetípico. Estos templos, normalmente cuidados por generaciones de una misma familia, toman un rol divino en el folclore japonés. Mitaki Dera, desde el año 805.

Vi a una anciana que subía las escaleras, acompañada de sus hijos, que la ayudaban, y de un bastón en cada brazo. Estaban sonriendo. Avanzaban a paso lento. Pude ver la mirada de la señora: solo veía determinación en su cara arrugada. En este terreno surreal éramos los únicos; no notaron mi presencia. Después de una hora de descanso y contemplación, retomé la escalera de piedra para seguir encontrando áreas realmente bellas. Es algo único. Antes de llegar a la cima, me volví a encontrar a la familia; estaban arrodillados, con las palmas juntas y los ojos cerrados. Frente a ellos había un pequeño altar rústico. Si existen los momentos sublimes, este era uno de ellos.

Francisco Tafur

6 a. m. Aeropuerto Jorge Chávez, hace 10 días.

Tomé un taxi de las compañías que se encuentran antes de salir. Era un chato, panzón, que caminaba encorvado. Salimos del aeropuerto y veo en su ventana un sticker de la PNP.

—¿Eres policía? —le pregunté.

—Era, hace un par de años que ya no estoy en servicio —respondió.

A pesar de que era muy temprano, el tráfico y la bulla eran abrumadores. La neblina era densa, pero en cierta forma familiar y acogedora. Es un curioso cariño por mi caótico lugar. Nos cruzamos, entre las trochas que se tienen que usar para salir del embrollo de la avenida Faucett, con un patrullero que había detenido una camioneta. El policía estaba en la ventana del conductor.

—Ya se acercan fiestas, están sacando su beneficio —me lo decía como si estuviera orgulloso—. Así era, te ganabas unos buenos mangos en estas fechas.

—Yo, un poco asqueado, le dije: “¿Y qué tan seguido es eso?”, mientras dejaba mostrar mi inocencia.

—Cada vez más, así se gana, y los jóvenes son los peores —soltó una risa desagradable.

Qué lástima sentí. Si cuando el personaje de Vargas Llosa se pregunta sobre lo jodidos que estábamos, ahora estamos peor. No se me fue el disgusto hasta llegar a la Costa Verde y que la brisa me despejara un poco. El contraste con lo contado es también muy exigente; cuando hablamos de Japón, hablamos de otro mundo.

Desde ese momento, se podría decir que me he dedicado a dormir y escribir. La cotidianidad de mi propio lugar me dio un martillazo que me agitó. Como cuando a veces sientes que la vida te deja atrás. Todo eso es mentira; solo es mi propio cuerpo somatizando la lucha interna de crecer, cuando he sido un niño hasta la adultez. A veces se necesita descansar, y es mejor darle su tiempo. Ordenar tus pensamientos para no actuar prepotentemente. Este oso viajero que ya se acostumbró a la soledad anhela más calor del que estoy dando. Mi realidad y la colectiva están en conflicto, así que el tiempo tomado fue necesario. Después de todo, Bilbo volvió a ver montañas.

[Migrante al paso]  En mis primeros pasos como viajero, me ilusionaba pensando que las guerras mentales que todos luchamos desaparecerían con los nuevos paisajes y lugares. Pero esos asedios del pensamiento, al final, nos hacen quienes somos. Esos bombardeos de: “no eres suficiente”, “eres una carga”, “no has logrado nada”. Así somos, a veces hasta sentimos placer al autoflagelarnos mentalmente. Esto no se detiene moviéndote de lugar, pero sí te ayuda a tomar perspectiva y decirle: “¡Ya cállate, no te quiero escuchar ahora!” a esa voz persistente e incómoda. Caminando por Marrakech, entre monos, serpientes, calor y gente que se aglomera a tu alrededor por la posibilidad de vender lo que sea, llegué a la conclusión de que en este viaje había comprobado que mi mayor temor no era cierto. Un altercado, unas noches atrás en Fez, me demostró que, a pesar de mis carencias, soy una persona valiente. El altercado en sí no vale la pena ni mencionar. He tenido una vida con muchos errores, no me hago el pobre porque también he tenido aciertos, pero así es: te equivocas o aprendes. Caminando por el centro de Londres, viajando en el Shinkansen, en un vuelo de 13 horas desde Malasia, fumando en un coffee shop de Ámsterdam o esquiando en Bariloche, siempre aparecen estas ideas disruptivas, estés donde estés. Después de un mes viajando solo, por fin, me iba a encontrar con mis padres en Lisboa. Después del tedioso aeropuerto de Marruecos, llegué de madrugada a Portugal.

Francisco Tafur

Portugal, un país que me pareció extraño, pero me sorprendió en demasía. Para empezar, en mi lugar, el mismo nombre lo considero mi apellido más que un país. Es reconfortante encontrarte con tu familia en el extranjero. Había estado semanas sin hablar prácticamente, a veces hacía sonidos para escuchar mi propia voz. Ya me ha pasado en otros viajes. Aparte, por más que tenga 30 años, poder hacer estas aventuras con ellos es un lujo por el cual uno debería estar agradecido. El primer día nos despertamos a las 7 a. m., que para mí es de madrugada, pero la vehemencia de mi padre en los viajes lo hace armar un itinerario detallado. Es un experto viajero y, con el tiempo que tiene, le saca el jugo. Yo soy un poco más relajado, por no decir bastante. Este país es un destino turístico relativamente nuevo. Anteriormente, como nos mencionaron muchos guías, las personas lo dejaban de lado. Llegaban a Madrid y se iban a conocer el resto de Europa dejando la zona oeste de la península ibérica.

No le dicen la ciudad de las siete colinas gratuitamente. No puedes confiar del todo en Google Maps. Puede aparecer que tu destino está a 2 kilómetros, pero lo que no te avisa es que son en pendiente y abruptas. Si está lloviendo, es muy fácil resbalarse debido a que casi todas las veredas son de piedra caliza. Nos hospedábamos en la Avenida da Liberdade, la principal, llena de tiendas y hoteles de lujo. Desde la Plaza Restauradores nos adentramos hacia el barrio de la Baixa. Todo parece perfecto: los edificios mantienen una arquitectura antigua y sin romper en absoluto con el tono de la ciudad. Pero todo es relativamente nuevo debido al famoso terremoto de 1755. Supuestamente, tuvo una magnitud de 9.0 grados y duró 10 minutos; aparte, fue sucedido por un tsunami y un gran incendio. La ciudad se destruyó por completo; hubo aproximadamente 100 mil muertos. Como dato curioso, es en estos momentos que se comienza a indagar en la sismología por parte de un grupo de científicos. Por lo tanto, todo lo que está a la vista ha sido reconstruido. Debe haber sido espeluznante; aún se siente el trauma y el miedo a que vuelva a ocurrir. Obviamente, se tomaron las medidas necesarias para evitar catástrofes en la reconstrucción. Yo solo pensaba: “Por favor, que no ocurra mientras estoy acá”. Caminar en dirección al río Tajo, con vista a las ciudades del otro lado, que parecen islas a simple vista, te causa alegría. Tienes que cruzar la Plaza del Comercio, un espacio inmenso con la estatua del rey Juan I, siempre con una gaviota en la cabeza. En el malecón hay arena; en verano sería perfecto para ir por un chapuzón, está bastante cerca. Fue un momento para recordar, como viaje en familia.

 

Al igual que en toda capital, no te libras de ver un par de distractores, pero que al final son parte de la aventura. Caminando hacia una iglesia, en una esquina, se escucha un grito y se ve a un joven salir disparado: le habían robado a una señora. En la misma placita, una pelea entre dos vendedores inmigrantes, a los puños. He logrado desarrollar mi contemplación viajera, y estas cosas te permiten darte cuenta de cómo funcionan las cosas y cómo es el panorama de un mundo aún incompleto para mí. Por lo que encuentras de todo, hay joyas ocultas, siempre. La iglesia de Santo Domingo, única en su especie. Cuando entras, te metes en otro mundo, más allá de la religión. Sientes cómo han mantenido las paredes destruidas y quemadas por un incendio brutal. La devoción que se siente. Entramos durante la misa: sobre un terreno derrumbado y bello, a la vez, le da un vuelco a lo esperado. Diría que es de mis iglesias favoritas.

Aún hay mucho por contar, y lo haré en su momento, pero debo decir que mi mayor sorpresa fue la comida. Más que el fútbol, mi viejo y yo compartimos la pasión por la comida, y viajar con él es tener unos buenos días de comer rico. Para nosotros, peruanos, nos resulta difícil un genuino halago gastronómico en otro lugar. Esta vez sí lo es. Desde un restaurante en el pueblo de Nazaré, pasando por estrellas Michelin y lugares de comida casera. Todo es delicioso. El mejor fue Oficio, la última noche en Lisboa. Sudados por una trepada fuerte, el calor era insoportable. Los platos de ese restaurante son de lo mejor que he probado. Una delicia. Prometo contar más sobre este curioso país.

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Lisboa, Portugal

[Migrante al paso] Dicen que si puedes comer solo en un restaurante, puedes hacerlo todo. Eso es falso. He estado en esa situación en múltiples ocasiones y estoy lejos de lograrlo todo. Lo suelo hacer con frecuencia en mis viajes. Algunas señoras te miran con lástima, como si implicara que estoy solo en la vida. Otros te observan con curiosidad, lo cual tiene sentido. Comer es exponerse, es como dormir; si lo haces en soledad, te vulneras aún más. Al principio, resulta incómodo. Pero poco a poco aprendes a disfrutar de los sabores y del entorno completamente nuevo: en una ciudad desconocida, en una mesa nunca antes vista, frente a paisajes que van desde ríos hasta vestigios arqueológicos. Placeres turísticos. De hecho, la última vez tenía ante mí un anfiteatro romano mientras tomaba una Coca-Cola y esperaba mi chuletón, en su punto justo.

El Sole del Pimpi, un mítico restaurante de Málaga, fue el escenario de aquella comida. Esta ciudad logró robarse un poco de mi sorpresa. Pocas ciudades tienen ese encanto peculiar que te atrapa y te deja con una deuda simbólica, como si secuestraran una parte de ti hasta que vuelvas a visitarlas. Entre cada bocado, me perdía en la visión de las escalinatas que suben en círculos por un monte rocoso, coronado por la Alcazaba. La antigüedad impregna el lugar de un misticismo único. Me preguntaba cuántas generaciones han habitado ese mismo sitio. El anfiteatro fue construido en el siglo I antes de Cristo; lo más antiguo del fuerte andalusí data del siglo X. No es difícil imaginar historias mientras caminas por las angostas calles de esta ciudad, donde las paredes parecen cerrarse sobre ti.

A mediodía, al caminar por la calle Larios, la multitud de turistas parecía una estampida. Y eso que estaba en temporada baja; en pleno verano debe ser agobiante, con un calor abrasador. El cambio climático es innegable: estábamos 8 grados por encima de la temperatura habitual. Por insistencia de mi padre, fui a una heladería legendaria, abierta desde 1890. Como todo lugar con historia, se encuentra de todo.

Después me senté en los asientos milenarios del anfiteatro, cuya entrada es gratuita. Me quedé un buen rato pensando en cómo, en tiempos antiguos, las personas se entretenían viendo a dos hombres luchar hasta la muerte, con tigres acechando a los lados. Me pregunté cuánto ha cambiado realmente el morbo humano; a veces pienso que no mucho. En este anfiteatro no se permite pisar la arena. Sin embargo, en el Coliseo Romano lo hice cuando era niño. Cualquiera que haya visto Gladiador tiene una extraña obsesión con sentirse Máximus por un momento. Es algo universal. Además, el emblemático personaje era de esta región, de ahí su apodo “el español”.

Luego del anfiteatro, caminé hacia el puerto, que solo había visto al llegar en tren. Cruceros colosales descansaban junto al malecón, acompañados por enormes grúas para barcos comerciales. Al ser una ciudad portuaria, Málaga tiene una gran actividad, tanto positiva como negativa. A pesar de su tamaño relativamente pequeño, con medio millón de habitantes, las cosas pueden descontrolarse. Continué caminando por la bahía, y al alejarme del puerto, se extendía una playa interminable de arena. Quise entrar al agua, pero el mar Mediterráneo en esa época es helado. Mirando el mapa, entendí por qué esta ciudad es tan estratégica: está a pocos kilómetros del estrecho de Gibraltar, que conecta el Mediterráneo con el Atlántico.

Caminar solo por lugares desconocidos tiene un curioso placer. Puedes actuar sin vergüenza, moverte sin pensar en los demás, salvo que algo extraordinario ocurra, como un accidente. De hecho, me sucedió: una señora se desmayó por el calor, y junto a otros transeúntes la ayudamos hasta que llegó una ambulancia. El calentamiento global ya es evidente; las anomalías son tangibles, y negarlo resulta absurdo. Unas semanas después de mi visita a Andalucía, lluvias torrenciales azotaron la región, siendo Valencia la más afectada. En un solo día llovió el equivalente a un año, y las inundaciones fueron devastadoras. Estas tragedias serán cada vez más frecuentes mientras la temperatura global siga aumentando. Llevamos décadas siendo advertidos, pero las grandes potencias no parecen tomarlo en serio.

Ahí estaba yo, disfrutando de la deliciosa comida del sur español, en la ciudad natal de Pablo Picasso. Este genio rompió con el arte clásico y dejó un legado incalculable. En una esquina de la ciudad se encuentra el edificio donde vivió sus primeros años, ahora convertido en un museo que alberga algunas de sus obras, junto con exposiciones temporales que suelen valer la pena. Siempre descubres joyas artísticas inesperadas. Al despedirme de esas pinturas, sentí como si dejara atrás a un viejo amigo, sin saber si lo volveré a ver o recordaré con el tiempo.

Finalmente, tras varias escaleras y gotas de sudor, me adentré en el fuerte palaciego islámico, vestigio de los 900 años de influencia musulmana en la región. Llegué al patio de armas, un jardín con la típica fuente baja que caracteriza a la arquitectura árabe. Ese rincón es un portal al pasado. Desde allí, una terraza ofrece vistas de la ciudad, donde la Catedral de Málaga sobresale entre los edificios.

En este viaje por el sur de España visité cuatro ciudades, y no sabría elegir cuál me gustó más. Todas tienen su encanto y son ideales tanto para vivir como para pasar unos días. La gente es más tranquila que en Madrid o Barcelona, y la excelente conexión ferroviaria facilita desplazarse. Sin esperarlo, descubrí una de las regiones más fascinantes del mundo, una mezcla cultural encantadora. Como mencioné, debo volver para recuperar lo que esta ciudad tomó prestado de mi identidad.

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Andalucía, España, Málaga

[Migrante al paso] Son los verdaderos vigilantes de la ciudad. Nada se les pasa y todo lo saben. Normalmente de amarillo, transcurren las calles, distritos, avenidas y carreteras. 24, 7. Día tras día conversando con extranjeros, trabajadores, estudiantes, de todos los tipos de ciudadano posible. Conviven con eso. 

Desaguadero. Frontera de Perú con Bolivia. Después de cruzar lo que parecía un trámite escolar, me subo a un taxi camino a Tiahuanaco. Era una van y el camino largo. Me quedé dormido acurrucado en la fila trasera. Era un señor que no hablaba mucho. Cada cierto tiempo contestaba una llamada y hablaba en aimara. Lo escuchaba entre cabezadas. 

El impacto de la puerta corrediza me despertó sobresaltado. Un joven militar con expresión severa entró en la camioneta y me pidió el comprobante que me habían entregado en migraciones. Era un recibo cualquiera, similar a los boletos que te dan al subir a una combi. Se lo entregué y nos permitieron continuar. Aun así, me intimidó la enorme ametralladora que llevaba colgada del cuello, a la altura de la cintura.

—¡Déjenlos pasar! —gritaron.

Seguimos avanzando, y le pregunté al conductor:

—¿Esto pasa siempre?

—Sí, hombre. Estamos cerca de Desaguadero, por aquí circula de todo —respondió, riendo mientras hablaba.

—Sí, me lo imagino. ¿Cuánto falta para llegar a Tiawanaku?

—Unos 30 o 40 minutos —respondió con tranquilidad.

—¿Cree que me podría esperar?

—Sí, claro, no hay problema. Lo espero y lo regreso. Ahí vamos conversando.

No volvimos a hablar hasta que terminé la visita. Observé la Puerta del Sol, permanecí un buen rato allí, y luego regresé directo a la camioneta, donde el señor ya me estaba esperando.

—Disculpe, ¿de aquí a Fitz Roy?

—Está cerca, como a 20 minutos —respondió

Definitivamente, esa experiencia fue la más extraña que he vivido como cliente de taxi. En Argentina ya los tenía bien identificados. Hay de todo tipo: el que escucha cumbia villera a todo volumen y sólo habla de fútbol, el que siempre tiene prisa, o el que se la pasa renegando de todo. Pero, de vez en cuando, te encuentras con un conductor que parece mitad historiador y mitad erudito. Es genial cuando eso ocurre.

Y bueno, siendo Buenos Aires, también he tenido experiencias desagradables. Una vez me arrebataron el teléfono por la ventana mientras iba en un taxi. Pero es lo común, aparentemente algo que sucede con frecuencia.

—¿De dónde sós? —me pregunta al verme con maletas, justo después de recogerme en el Aeroparque.

—De Lima, Perú —respondo, siempre teniendo que especificar porque, siendo honesto, casi nadie en el mundo sabe dónde queda Perú, y mucho menos Lima.

—Países hermanos —me dice—. Jamás vamos a olvidar lo que hicieron por nosotros en las Malvinas. A diferencia de los chilenos.

Muchas veces me dijeron lo mismo cuando viví en Argentina. El odio hacia Chile es muy grande. Aparentemente, son rencorosos y no les perdonan haber dado acceso terrestre al continente para la infantería inglesa. Uno que otro taxista me contó que, si se subía un chileno a su taxi, o le cobraba más, o directamente le decía que no lo iba a llevar.

—Ah, qué raro. Vos parecés español —agrega.

En todos lados me dicen lo mismo. Al comienzo me molestaba, ahora lo dejo pasar. Menos en Perú; si en mi propio país no me creen, prefiero no responder de mala manera.

—¿Sabés por qué Fitz Roy? —me pregunta de repente—. Fue el capitán del famoso Beagle, el barco en el que viajó Charles Darwin para sus investigaciones.

—¿Y qué tiene que ver con Argentina? —le pregunto, curioso.

—La verdad, nada —responde riendo.

Pasamos por Palermo, seguimos por Arenales, girando en la esquina, a la izquierda de Key Biscayne. Ahora estamos en la avenida Brickell, en Miami.

Francisco Tafur 

Allí, la mayoría son latinos como yo. Más gente habla castellano que inglés. Pero no es como encontrar a un latino en otra parte del mundo, donde se vuelve casi tu hermano. Aquí es casi tu enemigo. Todos con el mismo discurso, con la maldición gringa de olvidarse de sus raíces.

—¿Hace cuánto vives acá? —le pregunto al conductor, un cubano que manejaba.

—Ya como 10 años —responde—. Hace 5 me traje a mi familia.

—Qué bien. ¿Y por quién vas a votar?

—Por Trump, por supuesto —me dice, orgulloso.

—¿Por qué? —pregunto.

—Porque la economía va a mejorar y vamos a tener más oportunidades —responde, con la típica frase de manual de alguien con el cerebro lavado.

—¿Y qué hay de los inmigrantes? —le digo, un poco molesto.

—Ya no es lo mismo. Los nuevos que vienen no son como los que migramos antes. Ya no trabajan y le hacen mal a la economía. ¿Me entendés?

—La verdad que no —le respondo, prefiriendo no entrar en una discusión—. Mejor sigamos el camino en silencio. Gracias.

Más de una vez he tenido que responder así porque escuchar tantas idioteces seguidas me da ganas de pegarle a alguien. Prefiero ponerme los audífonos y desconectarme.

De niños, mi hermano y yo viajamos a Egipto con nuestros tíos y, debido a un larguísimo atraso en los vuelos, visitamos lugares poco concurridos. En el hotel nos escribieron el nombre del destino en árabe; aún no existían los smartphones como para guiarnos por nuestra cuenta. El destino era la Pirámide Acodada. Llegamos, pero con mil imprevistos. El conductor no sabía inglés y tampoco sabía leer en árabe. Solo teníamos el papelito. Después de horas dando vueltas, encontramos un instituto de inglés, donde paramos, y ahí pudieron explicarle al viejo señor.

Recién llegado a Barcelona, tomo un taxi en el aeropuerto. No paraba de insistirme por la dirección mientras la buscaba en el celular. La hostilidad hacia los turistas en esta ciudad es grave, pero puedes usarla para divertirte. Me demoré más de la cuenta, solo para molestarlo.

—Señor, a la calle Casañas 4, a un lado de La Rambla —le dije, mirándolo por el espejo retrovisor.

—¿Es en Barcelona? —me pregunta.

—Obvio, no va a ser en París —le respondo sarcásticamente. Se molestó y no hablamos en todo el camino. Yo, por dentro, muerto de risa.

Viajar en metro y transporte público es clave para conocer una ciudad, no sólo por la movilidad. También es una aproximación a cómo funciona sistemáticamente la ciudad donde estás. Conversando con taxistas, te enteras de temas sociopolíticos, desde ideologías predominantes hasta caprichos ciudadanos en diferentes culturas. Es cierto que es el medio más caro para moverse, pero a veces es necesario. De paso, te enteras de cosas que jamás hubieras escuchado.

Gracias a todos los taxistas. En cuanto a mi país, espero que todos los extorsionadores malditos terminen presos o algo peor, no me molestaria. Se meten con quienes viven al día, entre ellos el sistema de transporte, y no tienen cómo responder. Es una mafia cobarde que debe ser erradicada de raíz y de manera drástica. Cualquier efectivo policial o político vinculado debería ser considerado un traidor.

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[Migrante al paso] Una verdad lamentable

Desaparecí. Me esfumé de sus vidas como si nunca hubiera formado parte de ellas. Después de dos meses en Canadá, viviendo en la casa de unas personas junto con otro joven, mi despedida fue abrupta. Nunca supe qué fue de sus existencias. No sé si siguen vivos. Ellos tampoco saben si yo lo estoy. Me trataron como uno más de su grupo y yo les devolví el mismo afecto. Me acompañaron al aeropuerto y, antes de verles los rostros por última vez, me dieron un pequeño marco de madera con una fotografía en la que aparecíamos todos juntos. Nunca supe por qué, pero lo boté en el primer basurero que encontré al cruzar Migraciones. Ya había cumplido mi etapa en ese lugar y quería olvidarlo. Sin embargo, fui cobarde y respondí a su bondad con una frialdad propia del país que dejaba atrás. Ya no es momento de arrepentirme, pero ahora, tal vez, me hubiera gustado actuar de otra manera. Tenía solo 17 años y pensaba que el mundo estaba a mis pies. En realidad, yo estaba siendo pisoteado por el mundo.

Lo mismo me ha ocurrido a lo largo de mi breve vida. A mis amigos de la promoción los dejé de ver. Les sigo teniendo aprecio, pero han pasado años desde que vi sus caras. Viví en Argentina más de dos años y no hice ningún amigo cercano. Tengo seis o siete amigos que considero mi familia, y con eso me basta. Creo en lo que dice Aristóteles: “Un amigo de todos es amigo de nadie”. No sé si esto le ocurre a todos, pero por ahora puedo vivir tranquilo de esa manera. Narro estas experiencias porque me preocupa el futuro de la amistad en las nuevas generaciones. Hace poco leí una noticia sobre un niño que se quitó la vida debido a un amigo virtual desarrollado por una inteligencia artificial. Existen más de una decena de estas aplicaciones y, sin ánimo de sonar como un viejo amargado, ¿qué valores y empatía se pueden desarrollar por medio de estas plataformas? El mundo está patas arriba, y no es culpa de los pequeños; es culpa nuestra. De nosotros, los adultos, que no sabemos qué hacer al respecto. También de una educación desfasada que, en mi opinión, ya no sirve para nada. Ninguna escuela se salva de profesores depredadores, ninguna comunidad religiosa tampoco y, peor aún, muchas familias tampoco se libran. La coyuntura sociopolítica está embruteciendo a quienes deberían estar a cargo de los niños por no poder controlar su propio odio o sus sueños frustrados. Ser madre o padre no es ningún mérito si no cumples tu rol como se debe. Si no vas a hacerte cargo o vas a descuidar a tus hijos, mejor no los tengas y sométete a una vasectomía o algo similar.

Es culpa de los padres que ocurran hechos como aquel trágico suicidio de un niño de 14 años en California. Si la excusa es que no conocían los riesgos, debieron investigar, debieron preocuparse. Ya todos sabemos que las épocas de pichangas callejeras y bicicletas amontonadas en jardines quedaron atrás. Antes se temían secuestros o robos; ahora el peligro está en los hogares. Y para todos los adultos, profesores, padres, psicólogos y demás que pierden los papeles con niños, son unos fracasados que no sirven para nada. La amistad es esencial para la vida, y pobres de aquellos que no la tienen. Cuando estaba en primero o segundo de primaria, viví una experiencia que me marcó tanto que hasta recuerdo a los personajes con nombre y apellido, que no vale la pena mencionar.

Francisco Tafur

Hora de salida del colegio. Mi grupo de amigos nos acercamos al pobre chico que había estado todo el día callado. “Vamos a jugar”, le dijimos entusiasmados. Su respuesta nos dejó pasmados:

—Ya no puedo ser amigo de ustedes; mi padre me lo ha prohibido —nos contestó cabizbajo.

El energúmeno del padre estaba al costado.

—¿Por qué le has dicho eso? —le pregunté a quien me llevaba 100 kilos.

—Por culpa de ustedes, mi hijo no va a poder ser nadie —dijo enfrentándose, a un niño de 10 años.

Yo era pequeño, pero tenía el ego maradoniano. Lo miré fijamente a los ojos, como me habían enseñado en el karate. Tenía los ojos rojos de ira; de ser posible, lo habría golpeado. Ese viejo calvo, panzón, sin barba y con tatuajes me hizo darme cuenta de que existe gente miserable en el mundo. Eso es lo que puede hacer una adultez sin sabiduría. En mi cabeza lo comparaba con mis padres, y este señor parecía un insecto musgoso a su lado. Lo único que supe de mi viejo amigo fue que se hundió en las drogas y pasó de un centro de rehabilitación a otro.

En otra ocasión, fui con dos amigos y sus padres a correr olas, y tuvimos que regresar temprano porque iba a ir a la ópera con mi familia.

—¿Qué es eso? —le preguntó uno de ellos a su padre.

—No tienes ni por qué saber; nunca vas a ir —le dijo, orgulloso de su ignorancia. Todos rieron menos yo. Igual, ¿qué podía esperar de un viejo surfer que tenía más agua salada que neuronas? A mí no me afectó porque, como dije anteriormente, tengo el ego alto.

Actualmente, está de moda el dicho de que tienes que matar al ego porque es tu enemigo. Nunca he escuchado nada más falso. Yo he superado todas las situaciones difíciles gracias a eso. No sé si quieren convertir a la humanidad en un mundo de vegetales, de gente sin ambición y sin sueños. Es ridículo. La educación del hogar, al igual que la institucional, está en deterioro desde que yo era sólo un niño, y lo peor es que parecen aceptarlo con aplausos.

Francisco Tafur

Ahora les contaré lo que para mí significa ser padre, aunque no lo soy. Tenía como 11 años, y en el centro comercial Caminos del Inca había un lugar para jugar cartas de Pokémon y Magic. Mi padre nos dejó una hora allí mientras hacía compras. Éramos cuatro: mi hermano, su mejor amigo, mi mejor amigo y yo. Como travesura, le robé una carta a un grandulón e intenté escapar. Me atraparon y recibí una reprimenda fuerte de parte de este barbudo que jugaba cartas para niños. Me vetaron del local como si fuera un delincuente.

Pasó media hora y llegó mi padre. Se dio cuenta, ya que somos parecidos y siempre tuvo la capacidad de notar cuando algo me había ocurrido. Caminamos al estacionamiento, subimos al carro, y mi padre levantó la voz exigiendo que explicáramos qué había pasado. Mi gran amigo José le contó porque tampoco estaba satisfecho con lo sucedido. Recibí el castigo que ameritaba, pero eso no fue todo. Nos dijo que esperáramos en el auto y llevó a mi hermano con él. En esa época, mi padre aún era joven, con una fuerza de temer, la voz imponente, más de un metro ochenta, y el tamaño de sus manos parecía el de un gorila. Armó un escándalo para proteger la dignidad de su hijo, yo. Amedrentó a todos los que estaban en el local, y cuando señalaron al que me había insultado, se lo comió vivo. Claramente, muerto de miedo, pidió disculpas; de lo contrario, el pobre barbudo habría quedado hecho leña. Yo me sentí orgulloso de quien era mi padre y supe que siempre podía contar con él.

Nuestro país es un territorio minado para los infantes. A diario se reportan aproximadamente 34 casos de violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes. Lo más aterrador de esta cifra, que de por sí ya es espeluznante, es que siete de cada diez casos son perpetrados por familiares o personas cercanas. No somos un país en dictadura, no somos un país comunista, no somos un lugar donde se come bien, no somos el país de Machu Picchu. Somos un país de violadores, asesinos y extorsionadores. Esa es la verdad. Mientras los pequeños sufren las consecuencias, los adultos irresponsables actúan cobardemente. “Mírenme, soy de izquierda, soy mejor”. “Mírenme, soy de derecha, soy mejor”. Tres días de clases virtuales, ¡ay, qué escándalo! Les recomiendo a todos los adultos peruanos que dejen de lloriquear y actúen frente al verdadero problema, que es la situación de los niños. En ellos se encuentra el futuro. No en gente que se pelea por su orientación política; sinceramente, son unos payasos. Como ya lo he dicho antes: un adulto que no protege a sus menores no es más que un fracasado.

[Migrante al paso] No lo recuerdo muy bien. Tenía 8 años, pero si está en mi memoria que fue un día de conmoción mundial y el rostro del terrorista quedó marcado para siempre en casi la totalidad de mentes en el mundo. Osama Bin Laden era el nuevo monstruo de la humanidad, el nuevo generador de disturbios y alterador de la paz. Con toda razón, ese atentado generó un trauma insuperable. La imagen que tenemos todos es el de este hombre barbudo, con mirada apagada y un turbante. El mayor terrorista del siglo era musulmán y lamentablemente muchos cayeron es esa peligrosa asociación. Es una lástima porque se creó un prejuicio hacia una religión que nada tiene que ver con los actos de grupos fundamentalistas que utilizan los escritos sagrados como excusa para cometer atrocidades. Esto le afecta a un gran porcentaje de la población porque sin querer se les atribuye un carácter extremadamente negativo. Es totalmente mentira. Las barbaridades que escuchamos de medio oriente suceden en cualquier lugar del mundo donde el fundamentalismo se ha incrustado. Tampoco es necesaria esa base, basta con mirar en la Iglesia de tu barrio para encontrar pedófilos en serie. Por lo tanto, debatir entre si una religión es mejor que otra no tiene sentido. 

Era de madrugada, solo quedábamos unos cuantos guías y yo. Conversando en inglés masticado debajo de un sinfín de estrellas. Solo nos abrigaban las brasas de una fogata. Yo seguía tomando vino y ellos solo miraban. Alegre, así se llamaba uno de los jóvenes, me hacía bromas, decía que parecía de 45 años. Yo le respondía con la misma gracia. Hablaba 5 idiomas y los aprendió sin estudios. En la mayoría de los países de occidente, bastaría con eso para conseguir un muy buen trabajo. Es extraño encontrar gente con esa inteligencia, cruda y sin pulir. El joven Alegre se sentaba erguido, bromeaba y se reía a carcajadas. Cada cierto tiempo levantaba la cabeza para mirar las estrellas por unos minutos, parecía estar buscando más, intentando descifrar misterios en su cabeza. Después de tantos viajes he visto infinitas miradas, algunas mantienen su particularidad y otras ya se camuflaron con el resto. Miradas perdidas, miradas hambrientas, miradas audaces, miradas que ya no soportan más. En la mitad de la nada, en el desierto del Sahara, la luz del fuego iluminaba una mirada de ojos negros con ambición de conocimiento y mundo. Yo me preguntaba cuánta gente talentosa existe y queda en el olvido como un grano de arena en el enorme desierto en el que me encontraba. 

Les ofrecí un poco de vino y todos se negaron. Alegre no respondió. Me contaron que por religión no tomaban. Incluso, si compran alcohol pueden meterlos presos. Me dijeron que igual en Marruecos se puede solucionar con dinero por lo bajo, me acordé de Lima. Ambos son países corruptos hasta la médula y los sistemas policiales son de las primeras en caer. 

—¿Cómo nos ves?  —me preguntaron

—Bien ¿a qué te refieres?

—A los marroquís —me miraban en silencio

—La verdad que como a cualquier otra persona. No discrimino por religión o país —les dije sin profundizar.

—¿De dónde eres?

—De Lima, Perú

—¿Dónde queda eso? —me dijeron un poco avergonzados

—Sudamérica, idiotas —les respondió Alegre —¡No han escuchado Machu Picchu! 

—Con razón —asintieron

La mayoría de los europeos los ven como menos, debido a las olas migratorias. Actualmente, Europa es un caos ideológico y los que terminan perdiendo siempre son los migrantes que escapan de sus países por mayores oportunidades. Eso me dijeron. Decían que había turistas que los hacían sentir como un dromedario más, pero que no podían hacer nada porque es su trabajo. Me sorprendió que los mismos problemas ocurren en todos los países subdesarrollados. Siempre existe esta opresión tácita y permanente.  Este problema se está volviendo cada vez más serio. Hay incluso gobernantes que advierten del islam como si supusiera peligro. Ese es el caso de los Países Bajos. Al parecer ese tipejo de pelo blanco sabe tan poco de la vida como de peinarse, e igual de retrógrados son sus votantes. La política pone la idiotez a flor de piel, como el caso de inmigrantes que votaron por Trump hace pocos días en Estados Unidos.

Francisco Tafur

Después de un rato, Alegre se sirvió una copa y le dio unos sorbos. Luego sacó una botella de vidrio pequeña de entre su ropaje. Me ofreció, probé, no sabía que era, pero parecía alcohol puro. Entendí que las diferencias culturales y geopolíticas solo son características superficiales y no esenciales para ser humano. Les pregunté por la pandemia. Muchos se volvieron locos me dijeron. Uno de ellos comenzó a armar un cigarro con hachís, el ambiente había cambiado. Ya no era un cliente hablando con los guías. Todos con turbante, yo incluido, alrededor del fuego, bajo la misma noche, con los pies descalzos en la arena fría. Un ateo disfrutando entre musulmanes. Uno cree que todos siguen al pie de la letra las prácticas, pero es igual que cualquier otra religión. Existe el que es del Opus Dei y el que no cree en la iglesia.  Ahí es igual, no todos rezan 5 veces al día. 

Una respiración grave y retumbante interrumpió la conversación, no sabíamos si era un viejo roncando en su carpa o un camello se había despertado.

—Así ronca mi viejo —les digo.

—Así ronca mi esposa —dice una voz desde la oscuridad, uno ya se había dormido, pero se despertó para decir eso. 

Explotamos de risa, se burlaban de él y hasta le tiraron arena. 

Mientras rotaba el cigarro recién armado, ronda tras ronda, las risas aumentaban y las anécdotas se volvían más personales. Contaron del viejo que se volvió loco mientras estaban en cuarentena por la pandemia. Gritaba por la ventana que El Mahdi estaba en camino (es el mesías en el Islam), y que iba a matar a todos porque no eran verdaderos musulmanes. Antes era un profesor correcto. Leer muchos libros antiguos te puede enloquecer si los interpretas de manera incorrecta me dijo Alegre. Con todas las religiones pasa lo mismo, es la obsesión agregó. Me contaban que muchos compartían casa y recordé cómo un amigo mío se quedó en mi casa durante ese periodo. Se los conté, agregando que mi madre decía que donde comen 4 comen 5. Sonaron los 4 celulares al mismo tiempo. Pensaba que era su alarma, pero era una aplicación que les indicaba las horas para rezar. Todos se fueron, pero Alegre se quedó atrás. 

—Te escuché, tienes una buena familia. Mi madre nos decía lo mismo. ¿Estás agradecido? —pregunta con curiosidad.

—Si

—¿De qué?

—De que puedo viajar, caminar, que estoy saludable y fuerte. Sobre todo, que mis padres están sanos y me dan fuerza. Que tengo un hermano protector. Una abuela de 90 años que me sigue calmando y unos tíos que me empujan hacia adelante. Estoy rodeado de gente buena y nací con el beneficio de que nunca me faltará algo de comer. —yo, con el hachís en la cabeza

—¿A quién le agradeces? —se río

No supe qué responder.

—Así como eres ya eres más musulmán que varios -me dijo mientras se despedía.

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