[Migrante al paso] Chanclas estiladas, pero con medias, negras en mi defensa. Últimamente, barba tupida y oscura, aunque cada vez aparecen más canas, felizmente aún son pocas. Lentes chuecos, antiguos, lunas algo sucias, pero de buena marca. Short oscuro, de vez en cuando pantalón. Polos negros o con cuello morados. Tengo varios iguales, pero sí los repito. A veces mi camisa verde, a la que mi madre le llama trapo y mi abuela no la soporta. Bajo y subo el ascensor oliendo a cigarro mezclado con colonia Hermès, que me regalan siempre en Navidad. Pocas veces hay alguien más alto que yo cruzando. Al subir, se quedan viendo la katana y el árbol muerto que tengo tatuados. Camino como de costumbre por Pedro de Osma a casa de mis padres para almorzar con ellos.

Para bien o para mal, atraigo miradas. Puede ser mi caminata peculiar y tambaleante, es algo heredado. Intento levantar la cabeza, pero suelo estar pensativo, así que miro hacia abajo. Tal vez un poco encorvado. Mi postura no siempre ha sido la mejor. Toco el timbre, me recibe mi pitbull de 55 kilos y, por la ventana, mi abuela me grita que me afeite porque parezco un oso. Me encantan los osos y siempre me he sentido identificado con ellos, tanto por contextura como por la capacidad de hibernar. Siempre he sido así, de alguna manera fiel a mi estilo, y de otra, un poco dejado, lo cual no me gusta. Desde niño tengo esa costumbre, pero es algo que a los treinta ya no es beneficioso. Se ve y se siente irresponsable. Igual, estoy exagerando, me sigue pareciendo algo que no es tan importante.

Así soy el oso del edificio, de la cuadra y de mi círculo social. Es algo positivo, emano seguridad para los demás cuando estoy de buen humor. El problema es cuando se da lo contrario, mi voz es grave y, a veces, sin levantar la voz, ya parece que estoy molesto. Tal vez por eso le agregue una risa nerviosa al final de mis oraciones. Una risa que enfatiza que no estoy molesto y que mi tono simplemente retumba un poco más de lo normal. Puedo pasearme entre la virtud de ser tierno y la de imponerme cuando ocurre algo intolerable. Viene del lado de mi padre. Todos son enormes, salvo el hermano menor, que no sé por qué salió chato. Mi padrino era gigante, sus manos parecían las de un gorila y no recuerdo haber visto una cabeza tan grande. En mis recuerdos siempre está riendo, haciendo que sus lentes de nerd se tambaleen. Al igual que mi padre, tenía la manía extraña de dar cariño poniendo su enorme mano sobre tu cabeza y aplastarla un poco. Aparte de eso, era cinturón negro de taekwondo; en su juventud debe haber sido de temer. En mi familia nuclear se dio la mezcla entre la genética de gigantes y la de personas pequeñas. Antes de que mi hermano se obsesionara con el gimnasio, era más débil que yo, pero nunca pude ganarle un sparring porque era demasiado ágil, sus puñetes rectos y maniobras raras casi ni se veían. Somos una buena dupla en cuanto al conflicto.

Francisco TafurCuando nací, pesaba casi 5 kilos y un niño salió corriendo, gritándole a su mamá que había nacido un bebé gigante. Ahora, cuando me cruzo a algún niño en el edificio o el ascensor, se me queda mirando hacia arriba. Por alguna razón quieren jugar conmigo, usualmente les muestro la palma de mi mano y hago que la golpeen, para fingir que son demasiado fuertes. Más de una vez me ha pasado, en aviones o restaurantes, que los pequeños se me quedan mirando. Yo, que no me considero muy sociable, me limito a hacer muecas o reírme; cuando lo hago, todos ríen conmigo. Es extraño, tengo la capacidad de contagiar alegría, pero como todo, va hacia los dos lados. Es como si mi humor fuera perceptible, casi tangible.

Igual, como buen fanático de El Señor de los Anillos, tengo clarísimo que la grandeza no tiene nada que ver con el espacio físico que ocupas. El más pequeño a veces es el más valiente, y el más grande, quien se esconde. La verdadera naturaleza de oso no se mide por altura ni peso.

Es gracioso, a veces encuentras personas con similitudes a los animales, y las personas oso son una de ellas. Dan calor, pero pueden ser feroces. Siempre es bueno que por lo menos haya uno. Las cosas que piensas cuando vives en un departamento. Crecí en una casa y no estoy acostumbrado a convivir con vecinos cercanos. Es completamente distinto. Estás a una pared de distancia de otras personas. Ves de todo. Siempre hay un chismoso, uno que se queja de todo; con algunos intercambias palabras, con otros, sonrisas, y a algunos ni los miras. Tanto en Buenos Aires como en Lima se repiten los mismos arquetipos de vecinos. Siempre me pregunto en cuál encajo. Nunca se puede saber lo que piensan de ti, pero me gusta pensar que es algo positivo. Siento que es como un oso caminando entre los pasillos, cuando sale de hibernar de su cueva numerada. Me sigo sintiendo raro, sí quiero en algún momento tener una casa donde pueda tener perros grandes. Cada vez parece más lejana esa posibilidad, pero planeo hacerla realidad. Así viva solo.

[Migrante al paso] Estábamos en Lisboa, descansando con mi viejo después de un tramo de subidas y bajadas, mientras mi madre compraba en una tienda. Entre sorbos de Coca-Cola, empezamos a hablar sobre mi escritura.

—¿Cómo van tus cuentos y tu novela? —me preguntó, con su tono clásico de voz, entre agresivo y cariñoso.

Notamos algo peculiar, una de esas cosas que solo ciertas ciudades pueden ofrecer: un olivo al costado del mar. Pero lo sorprendente no era el árbol en sí, sino el hecho de que crecía sobre las cenizas de José Saramago, Premio Nobel de Literatura y autor de Ensayo sobre la ceguera. Me sentí pequeño y mediocre. Saramago escribió durante toda su vida, pero su obra maestra la creó a los 72 años. Pasó más de tres décadas sin publicar porque sentía que no tenía nada que decir. Mientras tanto, trabajó como mecánico, en la Seguridad Social, como periodista y traductor. No solo fue escritor. Era conocido por ser mil oficios.

Ese momento me hizo entender algo: antes de vivir de la escritura, hay que vivir. Para cumplir mi sueño de ser escritor, aún siendo joven, tengo que trabajar, conocer el mundo, experimentar. No basta con imaginar historias, hay que vivirlas. Ya tuve una buena dosis de viajes, pero hay varios tipos de viaje. Lo seguiré haciendo cada vez más a menudo.

Cuando estaba en el colegio, como castigo, trabajé en un negocio de mis tíos. Había jalado unos cursos y era una manera de pagar mi vacacional. No me disgustó del todo. Me hice amigo de mis compañeros de trabajo. Era el sobrino del dueño, pero creo que el cariño era genuino. Cuando iba a comer con mi familia, todos me saludaban y me llamaban Pancho, como todos mis amigos.

Básicamente, limpiaba sábanas y lo que se usaba en cuartos, además de llevar un registro del stock de productos. Siempre había uno que otro chocolate que podía agarrar. La mente glotona no tiene límite. Fue todo un enfrentamiento para mí, porque era extremadamente asquiento y veía de todo. A veces veía cosas que en aquel momento no entendía, hasta me asustaba. Aprendí bastante de mi primera experiencia laboral. No fue nada formal, pero entendí un poco más cómo funcionan las cosas. La realidad social está plagada de intervenciones humanas en lo más profundo. Eso nos sumerge en este sistema de leyes no naturales. Yo siempre luchando para no entrar en ella, pero es inevitable al final.

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Antes de la pandemia, después de muchas carreras y estudios no culminados, incluso antes de vivir en Buenos Aires, donde comencé a trabajar como cronista, fui periodista, específicamente redactor. Había escuchado que ese mundo era arduo, hecho para quienes son resilientes. Un ambiente muy duro y de presión.

—Si no te gusta el calor, no trabajes en la cocina —me decía mi padre.

Mi experiencia fue muy distinta, pero así era en la vieja escuela. En ese lugar amigable, descubrí tipos de personas que no había tenido el lujo de conocer. Redescubrí mi pasión por la escritura viendo a los demás redactores haciendo ruido mientras tecleaban. No es que me encantara escribir sobre la nueva canción de la Tigresa del Oriente, como a veces ocurría, pero aprendí que de cualquier tema se puede crear algo interesante. Toda noticia tiene una manera de ser agradable de escribir. Tal vez escribir es lo contrario, un proceso que necesita que uno se desvíe, que pase por trabajos, viajes y encuentros inesperados.

Mi otro sueño es recorrer el mundo, no solo por conocer lugares, sino porque sé que hay algo en cada espacio que cambia la forma en la que uno mira. Ahora he empezado un nuevo empleo y, lejos de alejarme de la escritura, siento que la nutre, que me hace verla desde otro ángulo. Está en mi naturaleza explorar y si mis circunstancias no me lo permiten puedo seguir siendo un pirata que navega en su oficina.

Esta vez tengo horario de oficina. Para mí, levantarme a las 8 a.m. es una locura. Antes me refería a esa hora como madrugada. Me acostumbré y hasta me gustó. Y eso que no es presencial. No sé si es el hábito o simplemente que he encontrado cierta estabilidad, pero ya no me pesa tanto como al principio. Son demasiadas cosas nuevas, la planilla, el bono, la gratificación. No tenía idea qué eran.

Desde que hacía karate o jugaba fútbol no sentía la motivación que siento ahora. Es diferente, claro, pero hay algo en esta rutina que me mantiene despierto. He pasado malos humores y momentos de flojera, pero de alguna manera me siento animado y curioso, como un aprendiz de un nuevo mundo. Y en realidad, lo es. A veces me detengo a pensar en cómo he cambiado, en cómo hace un tiempo no me habría imaginado disfrutando algo así.

Aprendí que llevarme bien y ser amigable es mejor, no solo en lo personal, sino también en lo laboral. En un trabajo cooperativo como éste, todo fluye mejor cuando hay buen ambiente. Ser una pieza dentro de algo más grande tiene su propio sentido de orden. Antes me habría parecido impensable decir algo así, pero aquí estoy. Es una lástima ya no poder levantarme de mal humor, pero qué se puede hacer. Lo peor, es dormir temprano, casi una tragedia para mí.

Ahora que veo temas políticos, legales y empresariales, me doy cuenta de que existe una especie de cortina virtual que separa el día a día de muchas personas de otro mundo que siempre ha estado ahí, pero que no todos perciben. Es como si fuera un sistema que opera en segundo plano, una estructura construida y mantenida por personas, aunque la mayoría sólo ve la superficie. No me siento atrapado, al contrario. Sigo adelante, aprendiendo y adaptándome, sin perder al escritor errante que siempre llevo dentro.

[Migrante al paso] La noche se estira como un chicle, es como esos hilos de queso que se extienden después de una buena mordida de pizza. Desde la ventana, Pedro de Osma parece más ancha, los árboles más altos, las luces más débiles, digno de los clásicos de terror de aquella Inglaterra lúgubre. Un Uber solitario pasa, una ciclista cruza sin miedo, alguien camina apurado. Afuera todo está en pausa, pero mi cabeza sigue en marcha. La cama es incómoda, el techo tiene grietas que nunca había visto, dibujo mapas en él, la luz proyecta sombras raras en la pared. Giro, me acomodo, intento no darle muchas vueltas. Igual, a veces esas vueltas son productivas laboralmente.

—Deberías dormir —dice mi cabeza, creo que todos tienen una, en esos momentos tienes varias.
—No ves que no puedo —respondo—. Tampoco ayuda que hables.

Un perro cruza como si fuera dueño del mundo. Momentos alegres para la gente canina. En cualquier hora un cachorro te saca una sonrisa. Hay neblina, hasta se mete al cuarto, dejo que me envuelva y que el humo de mis cigarros se camufle en ella. 

A veces el insomnio no es solo no poder dormir. Es también no querer hacerlo. Se supone que descansar es necesario, pero hay noches en las que cerrar los ojos se siente como perder el control. Como rendirse a algo que no pedí. La madrugada, en cambio, me deja estar. No hay llamadas, no hay mensajes, no hay interrupciones. Solo yo y el silencio. De repente unos cuantos fantasmas. Cuando ya eres veterano en las desveladas, ya no hay miedo. Intentar dormir es prácticamente una lucha perdida de antemano. 

—Te gusta esto —dice nuevamente la voz.
—Un poco, es como ser un espectador.
—¿Y qué ganas con ver todo esto? -me imagino una sonrisa burlona en ese personaje interno.
—Supongo que algo.

Podría ser de cualquier lugar. Si me esfuerzo un poco, puedo fingir que no estoy aquí, que este cuarto es otra cosa, otro país, otro espacio. Algún lugar del mundo donde estuve estos últimos años. Un cuarto enano en Hiroshima, uno gigante en Las Vegas, uno del Riad marroquí, incluso, algunos que no estuve solo. Todas estas habitaciones víctimas de mi insomnio. Mejor verlo así que a la inversa. A falta de viajes, uno se conforma con imaginar. El tiempo en la madrugada no tiene sentido. A veces pasan cinco minutos y parecen horas. Otras, parpadeo y ya casi amanece.

Francisco Tafur 

—¿Y si esto ya pasó antes? —digo de la nada—. Imagínate, todas las noches repitiéndose, como un disco rayado.

Me río solo. Ante todo, la mejor respuesta es la risa. La calle sigue igual, con los semáforos cambiando, parecen guardianes de una comunidad vacía, sin autos. Cierro los ojos. Nada.

—Esto es horrible —murmuro.

El hambre llega de golpe. Me levanto con la esperanza de encontrar algo, aunque sé que mi refrigeradora está vacía. Como si eso fuera a hacer que aparezca comida cuando la vuelva a abrir. Infinitas veces he ido por un sublime a las 3 de la mañana. 

Y entonces me acuerdo de otra noche, muchos años atrás. Me había quedado despierto a escondidas. Bajé a la cocina y ahí estaba mi papá, revisando el refrigerador. No dijo nada, solo sacó un par de baby beef y los puso sobre la mesa. No pregunté nada. Solo lo ayudé. Tiró la carne a la sartén caliente y nos quedamos ahí, esperando en silencio. Ni una palabra. Solo el sonido de la carne quemándose. Terminamos y mi papá me dijo que intentara dormir. Esa vez sí pude, con la barriga llena. Parpadeo. Ahora no hay baby beef, ni papá despierto, ni nada en la cocina que valga la pena. Miro el celular y los minutos parecen días. 

Un sonido rompe la calma

—Fue la madera —dice mi cabeza, con calma sospechosa—. O una tubería. O el refrigerador. O alguien moviéndose en la cocina.
—Vivo solo, es como volverse un poco loco.

Silencio. El resto del mundo sigue durmiendo.

Es ridículo. Te tiene atrapado toda la noche y cuando por fin sientes que podrías dormir, la ciudad empieza a despertar. Una combi frena en seco. Uno que otro loco barranquino está gritando. Los primeros pájaros comienzan su escándalo. Me ha pasado tantas veces que he desarrollado su lenguaje. La luz del amanecer aparece sin apuro, sin emoción. Solo como un foco de sala quirúrgica. El problema de no dormir no es solo la noche en vela. Es el día que viene después. Sigue como si nada. La gente se levanta. Yo camino entre ellos con la cabeza pesada y lenta. Todo se siente más lejos, más denso. Los Red Bulls no ayudan. La Coca-Cola tampoco y odio el café. Como si hubiera dejado algo en la cama.

La noche se va sin despedirse, llevándose todo lo que parecía tener sentido hace un rato. Las ideas que creí brillantes ahora son solo garabatos torpes en una hoja. Igual, siempre regresa la misma conversación absurda.

Y quizás, al final, no es tan malo.

El insomnio deja espacio para pensar sin interrupciones. En esas horas donde todo está en pausa, las ideas aparecen sin filtro. A veces sirven, a veces no, pero están ahí. También obliga a adaptarse, a seguir funcionando con lo mínimo. A veces, hasta se siente como una ventaja. No dormir significa ver el mundo de otra manera. La ciudad en silencio, el tiempo que avanza raro, la sensación de estar en un lugar distinto. Quizás es solo cansancio, pero también es otra forma de estar despierto.

Mientras tanto, el insomnio hace lo suyo, como el escrito que les dejo. 

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[Migrante al paso] De chico, en el colegio, cuando los demás salones eran tan desconocidos como ahora lo son otros países, siempre existía esa rivalidad con los demás. En el fondo, era un tipo de admiración o reconocimiento hacia otra persona que te parecía cool. Después nos volvimos amigos cercanos. Siempre llevaba puesta una casaca por lo menos cuatro tallas más grande y una capucha que le tapaba la mitad de la cara. «Piraña» le pusimos de apodo. Ahora solo yo y unos cuantos le seguimos diciendo así. Nos hicimos amigos en un partidito de fútbol, después de clases. Lo invité a mi casa para jugar PlayStation y el resto son historias legendarias.

De niños, solo basta entretenimiento, buena comida y risas para conseguir un hermano de por vida. Él tenía estilo surfer y yo, pelotero, pero esas diferencias no importaban. Ya más grandes, él, siendo mucho más radical, se tiró de una rampa de skate de mínimo cuatro metros y cayó de codo. Yo no estaba, pero vi el video. Ahora la grabación ya se perdió en alguno de los celulares antiguos de nuestro grupo de amigos.

Se podía escuchar cómo se le reventaba el hueso, y él solo se levantaba y corría del dolor. Raro en él, porque tiene resistencia de camello o algo así. En fin, fue literalmente así: del codo solo quedaron astillas. La radiografía parecía una broma, el hueso había desaparecido. Estuvo en la clínica como tres meses o más. Le hicieron de todo. Tuvo un injerto de mexicano, peruano y un par de países más. Hasta le pegaron el codo al cuerpo. Su doctor parecía Frankenstein. Ahora, viéndolo después de varios años, me doy cuenta de que efectivamente, cuando le decíamos que en algún momento nos íbamos a reír, era verdad. Porque en ese momento no fue algo gracioso. Todos estábamos preocupados y, más que nadie, él mismo.

Hasta en esos momentos de malestar y bajón logramos sacar historias divertidas. Teníamos 22 o 23 años. Desde ese momento ha pasado demasiado y hemos aprendido demasiado. En ese momento no podría haber escrito al respecto con gracia.

Estábamos locos, en nuestras cabezas seguía sonando 19-2000 de Gorillaz mezclado con los Rolling Stones. Era inevitable que no nos sintiéramos como rockstars e intentábamos hacerle honor a nuestro autoproclamado título. Hemos podido terminar presos por lo que hicimos en la clínica. No se imaginen nada tan grave o muy fuerte. Solo travesuras de pequeños adultos que aún se sentían adolescentes. Igual, no me imagino nada más sano en un joven que tener la confianza de sentirse una estrella de rock.

Un par de veces entraron enfermeras porque olía a cigarro. «Nadie ha fumado acá», les decíamos. «Pero sí, cuando entramos también nos pareció oler en el pasillo». Apenas se iban del cuarto, explotábamos de risa. Fumar en una clínica… hay que estar locos. Felizmente había una ventana gigante. Molestaba a mi amigo diciéndole que no se vaya a tirar porque era tan piña que iba a sobrevivir. Siempre hemos tenido ese humor negro. Igual, es una persona incapaz de hacer algo así porque cree demasiado en la vida.

Francisco Tafur

Mi abuela y mi mamá siempre, desde chico, me han molestado con que escojo como amigos a los más locos, pero ellas también les agarraron un cariño tremendo. Aparte, yo también tengo un par de tuercas zafadas. Lo suficiente para mantener la vida divertida.

Lo más irresponsable que hicimos fue cuando me pidió que suba un poco la cantidad de anestesia que entraba y lo hice. No pensé en nada. Solo lo veía adolorido y pensé que no podía pasar nada. No pasó nada, pero manipulé algo que no entendía. Igual, fue un mate de risa. Creo que me pasé y le aumenté la dosis demasiado. Estaba demasiado feliz. Lo más cercano que he tenido fue después de una endoscopía, y no podía ni ponerme las zapatillas. Y lo único que había en mi cabeza era goce.

Todos los pacientes deben haber escuchado las carcajadas. Probablemente los contagiamos. En ese momento aún era aguda y mi risa era bien chistosa. Este tipo de momentos, de temas humanos, pensaría yo, te hacen aprender mucho y unir cabos.

Un gran amigo una vez me dijo: «Cada uno puede decidir cómo se siente». Salíamos del colegio y me dijo eso antes de comernos una Big Crunch de KFC que me estaba invitando. Algo raro también, porque era más mano dura. Pasé mucho tiempo pensando en lo que me dijo y lo aplicaba a todo. Se volvió casi un entrenamiento. Aprendí, en cierto modo, que si sonreía y lo veía todo con un poco de humor, la vida era más viable.

De hecho, esta semana le escribí porque se va a casar. A alguien que le tienes ese cariño, le escribes. Después de las felicitaciones le dije que ya estaba viejo y me respondió, como siempre, con un chiste: «Viejo, pero vigente».

Así es, no hay por qué sufrir. Al menos que sea algo de vida o muerte. No podemos tragedizar nuestras vidas. Al contrario, si es posible, atravesar el infierno con una sonrisa es lo mejor. Por lo menos para mí, quiero llegar a poder hacer eso. Morir sonriendo, tal vez. Es heroico. Lo que se piensa durante los insomnios.

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Regresaba manejando a las 11 p.m., un viernes cualquiera, y me crucé con un grupo de amigos. Un par en bicicleta y otro en skate. Lo primero que pensé fue: cómo me gustaría tener esa edad de nuevo. Me reí de lo viejo que soné al pensarlo. Estaban felices, caminando sin preocupaciones. Yo también estaba contento, pero regresaba temprano a dormir porque tenía que trabajar al día siguiente.

Y eso que tengo la suerte de haber encontrado un trabajo que me entretiene. No puedo imaginar lo que debe ser estar atrapado, por circunstancias ajenas, en algo que odias. Al final, lo que se tiene que hacer, se hace, pero entre eso y sentirse realmente satisfecho hay una brecha. Yo tuve suerte. Estar agradecido es lo mínimo que puedo hacer.

En fin, me sentí viejo. Hasta ahora suelto sonrisas al pensarlo. Bueno, en todo caso, soy un joven viejo que aún se ríe de cosas tontas. Cuando mi abuela lea esto, seguramente dirá que qué me he creído, si apenas soy un niño. Niño o no, ahora tengo responsabilidades que por un lado me abruman y por otro me motivan. Siendo honesto, pocas veces me he sentido realmente motivado en mi vida. No lo digo con tristeza, simplemente es parte de mi personalidad. Eso no significa que no haya disfrutado casi todos los momentos; de los que no, probablemente algo aprendí.

Más de una vez, conversando con mis tíos, tías y amigas de mi abuela, los he escuchado hablar de esa muchachita o la chiquilla. Siempre resulta ser alguien de cuarenta y tantos, o más. Ya me acostumbré, pero al comienzo pensaba que hablaban de alguien de mi edad. Si me pongo a pensar que recién voy por un tercio de mi vida, no está tan mal. El otro día mi madre me dijo que me estaban saliendo canas. Felizmente, todo parece indicar que me quedaré calvo antes de ser canoso. Igual, la idea no me agrada del todo. Me duele la espalda baja. ¿Cómo será tener 50? Seguro te duele hasta el dedo meñique.

Mi tío siempre dice que envejecer es una mierda, que le pasa de todo. Mi otro tío dice que se siente viejo desde cuando era más joven que yo. Creo que me estoy inclinando más hacia el segundo. Y pensar que ellos, al igual que mis padres, son unos niños para mi abuela. Casi un siglo de vida y ella sigue tan calmada, con la mente aguda. Se ha visto todas las series de Netflix, ve noticias en su iPhone, usa WhatsApp y le gana a todos jugando cartas. Eso me hace pensar que, cuando llegue a la vejez, tal vez no sea tan malo. Mis problemas de hoy son pequeñeces en comparación con lo que se puede vivir en tanto tiempo.

Francisco Tafur

Ahora, no creo que todo viejo sea un sabio. Me pregunto si esa nostalgia por la infancia se mantiene el resto de la vida. Es algo que no me gustaría olvidar. Sin embargo, constantemente olvido cosas: nombres de personas de mi promoción del colegio que ya no tienen cara, profesores, uno que otro amigo no tan cercano. Tal vez es porque veo pésimo. Yo creo que le pasa a todos. En todas las ciudades que he estado últimamente me han dicho «señor». Creo que estoy asumiendo la adultez un poco tarde.

Cuando tenía doce años, pasaba varios fines de semana jugando fútbol en un parque detrás de República de Panamá. Era un lugar que sentía mío. Un gran amigo vivía cerca, así que muchas veces la pasábamos ahí, donde el tiempo se sentía infinito. Un día apareció un policía con una metralleta. Nunca había visto una de cerca. Nos acercamos con curiosidad. Se veía grande, pesada, llena de detalles que no entendía. Me pregunté cómo se sentiría sostener algo así. Le pregunté si podía tocarla. Me dijo que no. Igual lo hice. Apenas rocé el metal frío con mi mano. Mis amigos se rieron y el policía solo me miró serio.

Después seguimos jugando, pero no podía dejar de pensar en la metralleta. ¿Por qué la traía? ¿Alguna vez la había disparado? ¿Sería más fuerte que una pistola? En mi cabeza, la ciudad estaba llena de historias que no conocía. Años después, volví a ese mismo parque, pero la historia fue distinta. Me asaltaron con una pistola. Todo pasó rápido. No hubo tiempo para preguntas ni curiosidad, solo miedo.

Cuando todo terminó, me quedé un rato en el mismo parque, tratando de entender lo que había pasado. Miré alrededor y ya no se sentía igual. Me di cuenta de que la ciudad que exploraba de niño seguía ahí, pero yo ya no la veía de la misma forma.

Efectivamente, todos esos lugares que de niño parecían otro mundo han perdido un poco de su factor sorpresa. Pero también hay nuevas cosas y lugares por descubrir. Es imposible experimentarlo todo en una sola vida. Ya llegará el día en que llame chiquillo a alguien de 50, o eso espero. Lo único que puedo hacer es entrenar y cuidarme para llegar bien. Envejecer es todo un conflicto, sobre todo si quieres mantener el núcleo de lo que eres. Por muchos años más y por esos recuerdos que parecen de otras vidas.

[Migrante al paso] Las hojas de comunicados estaban aplastadas en las esquinas y entre los cuadernos de colores. Los enormes libros de ciencias e inglés tenían las páginas maltrechas a la vista. Todo estaba empolvado y desordenado. Lo abrí porque estaba metiendo aún más comunicados.

—Ese es tu locker —me exclama una piltrafa alta con bigotes de tres pelos.

—Sí.

—Eso es un reflejo de tu vida —me dice, aleccionándome.

Me daba mala espina. Sabía quién era, pero no tenía ninguna materia con él.

Claaaro, más bien es un reflejo de lo poco que me importa. Mi vida es otra —le respondí de manera desafiante. Era un niño rebelde y no perdía oportunidad alguna, sobre todo con personas que despertaban en mí un instinto de defensa o huida.

Nuestros sueños y expectativas van perdiendo forma con el paso del tiempo. Enfrentar ese lado infantil contra la realidad no es poca cosa. Perdemos valores y, sin querer, nos volvemos fantasmas de lo que queríamos ser. Te das cuenta de que no todos tienen este conflicto; así como, lamentablemente, algunos deciden extirparse por completo de lo que llamamos mundo. No es necesariamente que se den por vencidos. Hay algo más. Le pido a quienes lean esto que jamás dejen sin respuesta a algún ser querido que se ha alejado. Felizmente, no he tenido que sufrir una pérdida de esa magnitud y circunstancia.

Al año siguiente, era necesario aprobar un trabajo que duraba todo el año. Mi asesor fue ese ente con aura oscura. Ya había escuchado de amigos que habían sido invitados a su casa para fumar marihuana, cómo les decía a los alumnos que una vez que una chica menstrua ya es una mujer. Pavel era su nombre perverso, pero sus alimañas no funcionaban con chicos desafiantes. Lo que nunca entendí es por qué los otros profesores no sospechaban o si, tal vez, yo debí hablar.

Solo me presenté a la primera asesoría. Hasta el día de hoy siento repugnancia. No pasó nada, pero el ambiente era turbio y asqueroso, como si en el recuerdo aquel hombre tuviera cuernos y patas de cabra y yo fuera un pequeño fantasma cuya inocencia no le permitía entender, solo enfrentar.

Era una tarde típica limeña, nebulosa y sin luz. El salón de biblioteca tenía solo unas ventanillas arriba de los estantes que daban hacia el pasillo. Cuando llegué, él aún no se encontraba ahí. Pasaron 15 minutos.

—¿Ya tienes la ficha con la problemática y la tesis? —me preguntó sin siquiera saludar ni sentarse. Había entrado bruscamente al lugar más silencioso de todo el colegio.

—Aún no la tengo, pero he traído un esquema —mi trabajo iba a tratar sobre la Revolución Cubana, algo que parecía molestarle. Recibí la misma mirada punzante que ya había sentido por ser un niño blanco y con privilegios. Aún era muy chico para entender todo el trasfondo sociológico detrás de esas miradas. Conocía la teoría, pero no la praxis. En ese momento, me parecía interesante e incluso admirable aquella revolución, pero no era más que un crío. Ahora tengo más claro que nunca que admirar a alguien como Fidel Castro es ridículo y poco inteligente. Solo un ignorante o necio podría defender a esa calaña de gente. Va más allá de las posturas políticas o ideológicas. Si tu bandera está de ese lado, tienes que darte cuenta de que estás del lado de lo indefendible.

Bueno, este ser —porque para mí no tiene las características para llamarlo persona— era uno de esos necios, y mucho peor.

En ese momento, me di cuenta de que algo andaba mal. Gracias a mi familia, había aprendido a confiar en mi instinto y, si sentía este tipo de miedo peculiar, debía alejarme. Lo hice. Él también se dio cuenta de que yo no era una potencial víctima. De haber intentado algo, yo era capaz hasta de morderle el cuello y clavarle la primera cosa afilada que encontrara.

Lamentablemente, vivimos rodeados de estos depredadores y esa no fue la única vez que sentí ese miedo. Nunca fui víctima, pero sí me percaté, y a veces pienso en que tal vez pude hacer algo. Lo pienso sin culpa porque solo era un niño.

Este ser despreciable llamado Pavel era un pedófilo con antecedentes, y no sé cómo mi colegio lo pasó por alto. Prefiero pensar que simplemente no eran muy capaces, lo mismo que pensaba cuando era niño. La mayor labor de una escuela es el bienestar de los niños que forman parte de la institución; eso es mucho más importante que aprender a sumar o leer libros. En mi colegio hubo víctimas y, por respeto, no ahondaré en detalles.

Pero sí me gustaría advertirle a la gente que estos monstruos escogen a sus víctimas, tienen olfato para reconocer inseguridades. Siempre están presentes, desde los colegios hasta dentro de las propias familias. Nunca bajen la guardia cuando tengan que cuidar a algún pequeño cercano.

En muchos lugares me he sentido un fantasma. Me di cuenta de que no podía escapar de esa naturaleza diáfana. De hecho, uno de mis primeros apodos fue Gasparín, el fantasma blanco y sin pelo. Pero en un colegio no deberías sentirte así. Era de los chicos que tenían poder dentro de las clases, por saber pelear, jugar fútbol y tener un hermano mayor; aun así, mis recuerdos son fantasmagóricos. No era un niño fácil de tratar, pero sí uno que se daba cuenta de las cosas.Aprendí a observar y me di cuenta de que hay adultos que prefieren hacerse los locos antes que enfrentar lo que debe combatirse. Para mí, son unos cobardes, y mi colegio estaba lleno de ellos.

[Migrante al paso] Quedé enamorado de San Sebastián; evidentemente, no del santo—aquél general romano valiente que dio su vida por defender a sus correligionarios perseguidos—sino de la encantadora ciudad española, situada en el País Vasco del norte. Podría vivir tranquilamente allí, y no es algo que pueda decir de muchos sitios. Eso sí, necesitaría un mayor presupuesto para mantenerme. El lujo y la riqueza en esta región se perciben desde el primer taxi en el que te subes. Junto con Bilbao, estas son las dos urbes más prósperas del país.

No entendía nada; hablan el misterioso euskera y están orgullosos de ello. Es fascinante. Una lengua aislada cuyo origen sigue siendo un enigma para historiadores y lingüistas. Mientras llegaba a mi alojamiento, el coche se detuvo de golpe, el taxista descendió apresurado y corrió hacia la acera. Una señora se había desmayado por el calor. Estas acciones contagian, e inmediatamente fui a ayudarlos. Fue una excelente primera impresión del lugar. En nuestras calles limeñas puede suceder cualquier cosa y ya está normalizada la indiferencia; nadie interviene porque están sometidos, convencidos de que no pueden hacer nada. En fin, me sentí afortunado de haber presenciado ese instante.

Lo primero que hice fue probar un clásico txuletón. En ese idioma, la “tx” se pronuncia como “ch”. Solo en Kobe, Japón, había degustado semejante manjar carnívoro. En teoría, es un platillo para dos; te muestran la ternera cruda para que les des el visto bueno antes. Yo pude solo. Cuando se trata de carne, soy un barril sin fondo. Ochocientos gramos de puro deleite.

Francisco Tafur 

Salí del mítico Bar Néstor, una taberna de estilo medieval con madera impregnada del aroma a aceitunas y pulpo frito, en dirección a la bahía. Caminando por la parte antigua de la ciudad, a la sombra de un monte con piedras dispersas coronado con el Castillo de la Mota del siglo XII—yo también me reí con el nombre—subí a visitarlo otro día, y por la empinada pendiente del Monte Urgull se podría decir que bajé todo el peso que me había dejado el txuletón. Al llegar a la ensenada, te recibe una extensa playa, en ese momento vacía, con un islote enorme al frente. Unos cuantos botes pesqueros rondan por la marea apacible.

Descendí por las escaleras del malecón, medias dentro de las zapatillas, calzado en mano y pantalón arremangado. La arena blanca estaba fría; me recosté cerca del mar y me fumé unos cigarros observando las gaviotas descender al agua. Me sentía dentro de un cuadro de Sorolla, aunque se tratase de otro mar del país ibérico. Experimentaba la misma calma que transmite una de sus obras. Genios del arte abundan en estas tierras. Me subí el pantalón y dejé que las pequeñas olas acariciaran mis pies de hobbit en idas y venidas. Resistía el frío característico del mar Cantábrico. Sumergido levemente, caminé hacia el otro extremo, hacia donde la espuma salpicaba al chocar con rocas afiladas del acantilado. La superficie suave y húmeda pasó a ser suelo pedregoso. Al final de la curva natural se encuentra, en perfecta armonía, el Peine del Viento, una escultura de hierro imperdible del renombrado Eduardo Chillida, nacido en San Sebastián.

En mis semanas viajando por el norte español, me detuve frente a la imponente catedral románica de Santiago de Compostela, en el sendero angosto que asciende hasta la cima de San Juan de Gaztelugatxe, en el histórico y conmovedor pueblo de Guernica; disfruté de una retrospectiva de Hilma af Klint dentro de la genialidad arquitectónica del Guggenheim en Bilbao. Aun así, desde el primer día supe que San Sebastián fue la joya de mi recorrido. Si hubiera estado en temporada de verano, habría disfrutado de la vida costera en la famosa Playa de la Concha, llamada así por su forma.

Francisco Tafur 

A pesar de ser pequeña, con apenas 180 mil habitantes, lo que aprendes recorriendo sus calles es inmenso. Escuchando a la gente en las esquinas y bares, se filtra en susurros la latente historia independentista del nacionalismo vasco. Dentro de su peculiar habla existe una cosmovisión separada del resto de España, un anhelo que se arrastra desde hace cinco siglos. La verdad es que, con la prosperidad que poseen, podrían lograrlo tranquilamente; más bien, es a la otra parte a la que le conviene que sigan formando parte del país. Así como encuentras belleza en cada rincón, también descubres resentimiento y conflicto. Está en nuestra naturaleza humana llenar todo territorio de incomodidades sociales y políticas.

Es de esos lugares que rebosan vitalidad; aún no pierde el alma de sus estructuras. La gente se ríe, habla a gritos, el Uber no existe y te obliga a volver al viejo hábito del taxi callejero. Los restaurantes te invitan a entrar, las tabernas te tientan con vinos y la gente es amable; el trato no tiene punto de comparación con Madrid y, menos, con Barcelona. Una ciudad que te regala sonrisas coquetas o tiernas es porque sus habitantes mantienen el orgullo y el honor de ser parte de una comunidad que funciona. No es un paraíso, pero sorprende con detalles ya no tan comunes.

Un personaje ronda entre mis esquemas, esbozos, relatos sin final. Sueño con él: una mente serena, con la inteligencia para conquistar el mundo; sin embargo, no desea hacerlo. Está ciego, y su escenario siempre era oscuro o nebuloso. Por fin encontré su lugar en San Sebastián; ahora tiene visión. Rodeado de arena cálida, se siente libre mientras observa las mismas gaviotas y aquellos botes que se logran ver moverse sutilmente entre los acantilados.

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[Migrante al paso] Aún me sentía pequeño. Caminaba hacia un pequeño puerto en la ciudad de Hamburgo, estaba solo, con 22 o 23 años máximo. A esa edad la mayoría de gente ya se vuelve independiente, pero, para mi forma de ser, ese viaje fue una acción temerosa. Fue un modo de enfrentamiento, uno de características aniñadas y sabias a la vez. Ya eran los últimos días, después de casi un mes de viaje, y me sentía un poco solo e incluso con un poco de miedo. Extrañaba mi casa y los almuerzos en familia, en ese momento un mes parecía un año. La música fue mi refugio desde entonces y esa noche lo comprobé.

Llegué a donde estaban las pequeñas embarcaciones a una orilla del Río Elba. La luz se veía desde lejos mientras caminaba por las calles oscuras, sintiéndome un fantasma. Desde que te trepas al barco es como si ya comenzara el espectáculo, algunos personajes con vestimenta, todo adornado del Rey León, y un par de puestos circenses que tentaban. Entre lo surreal distinguía por la ventana el edificio que brillaba en la noche de la Filarmónica de Elba, mi padre me había insistido todo el día en que tenía que verla. Desembarcas en una isla llena de teatros, te reciben con champán en copas de cristal, yo no sabía ni dónde estaba parado. Todos vestidos elegantes y yo en buzo. Una vez sentado frente al escenario ya estás totalmente sumergido en el momento. La ansiedad que había estado sintiendo desapareció entre las máscaras, animales caminando a tu costado, colores y luces por todos lados. Recuerdo salir durante el intermedio, llamar a un amigo mientras sonreía y decirle que lo único que necesitaba era: HakunaMatata. Creyendo que lo había olvidado.

Desde chicos nos inculcaron el arte y la música. Desde la barriga incluso, cuando mi madre estaba embarazada de mi hermano veía todo el día la ópera La Bohème y, conmigo, Turandot. Así crecimos, nos llevaban a la ópera y si nos quedábamos dormidos, no importaba, igual nos culturizábamos. Los primeros walkmans. Limp Bizkit. Eminem. TheOffspring. Blink 182. Saltábamos de cama en cama con amigos mientras el rock noventero reventaba los parlantes. Era catártico y podíamos hacer lo mismo por horas. Ya en la adolescencia con los primeros iPod, el repertorio más amplio, y los pequeños auriculares blancos, pasaba la vida con banda sonora de por medio. Algunas épocas con Bob Marley, otras de Tupac y Biggie Smalls, y permanentemente Oasis. Terminé escuchando todo tipo de música. En casa siempre se desesperaban porque tenían que llamarme 15 veces debido al alto volumen de mis audífonos. Ahora que mi abuela no usa sus audífonos a propósito entiendo la desesperación. Ciudades enteras caminando con música y vuelos de más de 10 horas, solo escuchando las más de 3 mil canciones que he recopilado por años y viendo el mapa de las pantallas. Ya me aprendí hasta el nombre de las islas más pequeñas. Pobres de aquellos que no puedan apreciarla. Como dato curioso y sin pretender nada, el famoso Che Guevara sufría de amusia, la incapacidad de reconocer tonos o patrones rítmicos, y todos sabemos el nivel de violencia al que podía llegar este sujeto.

La primera vez que estuve en Nueva York, paseábamos en familia por Broadway, viendo los antiguos teatros y escuchando leyendas de antaño. Tenía apenas 12 años cuando escuché sobre sopranos y estrellas famosas del mundo del espectáculo. Ya conocíamos un poco debido a nuestras clases de piano en el colegio y previamente con la señora Marujita. La veía como una momia que olía a madera, le enseñó a mi madre, a mi tío y, creo que hasta a mi abuela. Una vez cometí la impertinencia de preguntarle si había conocido a los dinosaurios, recibí una mirada asesina. Actualmente ya me olvidé de todo, pero me ayudó a desarrollar oído y aún recuerdo el lenguaje de las partituras. En ese viaje descubrí las melodías y el personaje más conmovedor que he tenido la suerte de explorar: El Fantasma de la Ópera. Andrew Lloyd Webber es un genio compositor con todas sus letras. Sentados en las primeras filas, entre el bote que se deslizaba como si flotara en el escenario, las voces impresionantes y el candelabro gigante que caía sobre nosotros, tenía que aguantarme las lágrimas por la historia de este complejo personaje enmascarado para cubrir la deformación en su cara. El genio incomprendido y oscuro se implantó en mi cabeza casi arquetípicamente. Hace poco reviví la experiencia y era inevitable pensar en mi madre y en todas las conversaciones con mi hermano sobre el personaje y su monito musical que escondía entre las tétricas estructuras de su morada en el subterráneo de la ópera. Era su corazón que jamás conoció compasión ni consuelo.

Ahora cuando me levanto de buen humor me pongo a silbar las melodías de ese musical o Cielito Lindo, ya que mi madre nos la cantaba como canción de cuna. Ese es el poder del arte, la música alimenta tu alma y vitalidad. Así, mientras cruzo el anochecer, volando a través de los océanos, durmiendo en trenes, de mi propia sombra florecen susurros que con dulzura me llaman por el nombre que cuida de mí. Sujeto con fuerza esas voces que se acercan a mí cuando cierro los ojos para nunca olvidar que no debo sentirme solo y que una parte de donde vengo siempre está a mi lado.

[Migrante al paso] Éramos niños: mi hermano, mi primo y yo; de viaje en Cusco con mis tíos. Contrataron a un chamán para que realizara una especie de ritual. Era como una lectura de hojas de coca, algo por el estilo. No soy un experto en el tema. Nos hicieron tomar mates y llenaron un mantel, color arcoíris, con flores, tierra y pequeñas cerámicas. Era una noche estrellada, y se sentía electricidad en la piel por el misticismo del momento. Mi familia tiene una característica peculiar, una muy bonita y sabia: enfrentamos los problemas, situaciones extrañas e incluso tragedias con risas. Disfrutamos del humor negro en esos momentos.

El chamán envolvió la tela mientras cantaba y rezaba a los apus. Armó como un paquete y luego se paró frente a cada uno de nosotros; seguía cantando y escupiendo. Yo ya estaba al borde de explotar de risa y vomitar del asco. Te hacía una profecía y luego te golpeaba dos veces en la cabeza con el mantón. A mí me dijo que iba a ser millonario, aunque lamentablemente no especificó cuándo, porque todavía no veo el dinero. Empezó con nosotros, los menores. Cuando llegó el turno de mi tío, le dio los golpes en la cabeza, y no pude aguantar. Salí corriendo, riéndome como loco. Mi hermano y mi primo me siguieron. Lo que no sabía era que mi tío también nos seguiría, dejando solo al otro tío frente al chamán. Más tarde nos regañó a todos por lo que consideró una falta de respeto.

¿Cómo terminamos en esta situación? La respuesta más acertada la encontré viendo El Rey León cuando era chico. Como dijo Timón: hay un loco en cada familia; en la mía, hay dos. Esto viene desde tiempos ancestrales, cuando mi abuela era joven. Una vez, a una tía le estaban pasando un cuy en un ritual, pero de pronto el pobre animal dio un chillido y murió. Según la curandera, no aguantó la locura del momento, y sugirió traer un lagarto pequeño.

A mi tía Marcela le decían que, cada mañana, al cruzar la casa de una vecina bruja, podían ver un elemental sobre sus hombros. Todo esto sucedía entre las pequeñas casas de colores de Cajamarca, en Barranco. Mi tía Elsi, por otro lado, sí estaba un poco loca de verdad; tenía preparada la ropa para su funeral desde los 50 años. De niños, siempre pasábamos por su panadería para comer enrollados de pizza. Mi abuela nos contaba estas historias con una sonrisa en el rostro. No hay nada mejor que ver a tu abuela en ataque de risa. De esta forma, nuestra infancia estuvo llena de ocurrencias locas y divertidas.

Mi abuela vive al lado de la casa de mis padres, donde crecimos y donde aún pasamos mucho tiempo. Es mi hogar permanente; aunque ya no duerma ahí, siempre será el lugar al que puedo regresar y descansar de cualquier cosa agobiante. Mi Mamamora, como le decimos, a veces nos recogía del colegio y nos consentía con lo que queríamos. Parábamos en El Rancho a comer pollo a la brasa, y nos compraba casi cualquier cosa que le pedíamos: renacuajos, tortugas, sapos, mariposas disecadas e incluso un murciélago gigante.

Nuestro pequeño conejo Bugs vivía al borde del infarto porque Max, un pastor alemán enorme, lo perseguía por toda la casa. Tuvimos que regalarlo a la pequeña granja del colegio. A mi hermano le regalaron una iguana que, el mismo día que llegó, se trepó a un árbol y nunca bajó. Son cosas que hoy no sucederían por el cuidado animal, y está bien que así sea. En ese momento no sabíamos todo lo que implicaba. Tal vez el peor regalo que pidió mi hermano fue un caimán disecado, que era más grande que yo. Le tenía pánico como el niño miedoso que era. Una mañana me desperté con el lagarto en mi cama. Nunca había gritado tanto; salí disparado al cuarto de mis padres. Así fue nuestra infancia: llena de aventuras. Jugábamos con arcos y flechas, tiro al blanco con hondas profesionales, y “mete gol gana” con el arco del jardín. Naturalmente, nuestra casa se convirtió en el punto de encuentro de todos nuestros amigos. Entre esas paredes se generaron lazos inquebrantables.

Éramos niños, con la cabeza rapada y Gokú en nuestras mentes. Nos enfrentábamos a lo que fuera, siempre juntos. A veces descalzos y con traje de karateka, otras con chimpunes y uniforme de fútbol. Ahora ya somos treintones, pero mantenemos a nuestros niños internos bien alimentados. Estos primeros días del año los he pasado en familia, y es asombroso lo que genera estar rodeado de quienes amas. Te sientes protegido e invencible, y tu vitalidad aumenta. Hacía tiempo que no me sentía así, calmado y feliz. Estoy igual de motivado que cuando era chico y los años nuevos eran una sorpresa.

Así seguimos viviendo entre risas: viendo a mi padre comer sin parar, a mi abuela decidir no usar sus audífonos para no escuchar nada, y a mi mamá renegando porque no le hacemos caso. Ver cómo pasa el tiempo no siempre llena de nostalgia o de ganas de volver a ser niño; también te llena de impulso por vivir cada vez más. Quiero vivir al límite para llenar a los nuevos integrantes de la familia de historias legendarias, tal como nosotros las recibimos de nuestra abuela y nuestros padres

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