[Migrante al paso] La niñez. De pequeños soñamos con lograr cosas grandiosas cuando pases a ser adulto. Desde un Michael Jordan o un Ronaldo el Gordo, hasta Freddy Mercury y un científico loco. Artistas, rockstars y millonarios. Estos deseos van mutando y muchas veces entramos en contradicciones, a veces letales. Borraría algo de mi pasado, no lo sé. Tal vez, lo borraría todo. ¿No sienten que a veces, para lograr nuestros sueños de infancia, tienes que romper también con el ideal que tenías cuando eras niño? Yo me lo preguntaba constantemente, luego me di cuenta de que darle la vuelta a eso por 10 años, solo fue una pérdida de tiempo. Ya me aburrí de tanta preocupación y tan poca ocupación. Me quedaría con la enseñanza, pero ese pensamiento rumiante lo eliminaría. Entonces, ahora que estoy escribiendo, recupero la pregunta sobre qué es lo que realmente vale la pena borrar. Como base ficticia de que se puede. Hay ciertos momentos, ciertas anécdotas de las que me arrepiento; normalmente me acechan al despertar o antes de dormir. Eso que son cosas leves y totalmente parte del desarrollo de cualquiera; imagínense lo trastornadas que están las mentes malvadas para poder estar tranquilos con sus actos.

Estábamos frente al arco, él solo, no hablaba. Le paso la pelota. Patea y la manda a cualquier lado. Recuerdo molestarme, voltear y ver su cara. Parecía asustado, normalmente una mirada así hubiera detenido cualquier pensamiento conflictivo en mí, esta vez no fue así. Me limité a quedarme callado y mirarlo feo. En esos tiempos, una pichanga de educación física nos la tomábamos como si fuera la final de un mundial y, como se sabe, en el fútbol entras en una especie de trance y, si no lo manejas bien, saca lo peor de ti. —Túpac —le gritaba uno. —Yupanqui —le comentaba el de su costado. Así varias seguidas. —Pachacútec —se iban aglomerando las bromas. Todo a manera de abuso. Luego me di cuenta de que es un insulto bastante ignorante, es como intentar hacer sentir mal a alguien y decirle Julio César o Alejandro Magno.

Iba pasando el partido y yo lamentablemente también me uní. Cada vez más. Todos se reían de mis chistes y yo reía de vuelta. No pude notar la ira de quien estaba recibiendo las burlas. Estaba bloqueado y perdí todo control sobre mí. Tenía máximo 12 años, pero igual es algo que me sigue persiguiendo. Perdimos. En el calor de la piconería le eché la culpa a él de perder, frente a todos. En el camino largo hacia los cambiadores, sentí que había sido cruel. No creo que existan niños que escapen de eso. Evidentemente algunos más que otros. Como niño sensible, me dieron ganas de llorar.

Tocaba clase de carpintería. Entré a este almacén oscuro, sin ventanas, todo lleno de madera, martillos, fierros, pinturas y unos estantes que rodeaban toda la habitación. Estaba dándole la espalda a todo buscando unas herramientas, siento un empujón fuerte y mi cabeza chocó con uno de los filos. —¡Ahora pues! —me dice violentamente. Volteé en posición de pelea inmediatamente. Pude ver antes de reaccionar y era el chico del partido de fútbol. Sus ojos sólo decían que me quería rellenar a golpes. Fue ahí que me di cuenta de la magnitud. Lo abusivo, discriminador, todo lo que estaba fuera de mi ideal lo había perpetrado y llegué a esa situación. Fue tan fuerte que recuerdo a detalle el ambiente, solo estábamos los dos. Su mano agarrándome el hombro. Yo confundido. La imagen que tenía de mí era de un protector y estaba en la situación contraria. Me amenazó y me dijo para encontrarnos en la esquina del colegio, después de la salida. Nunca me había pasado algo así. No le tenía miedo a la violencia, le tenía miedo a lo que había hecho. Peleas había tenido miles, pero siempre del lado correcto o de manera deportiva.

 Borrarlo o no.

No pude concentrarme, no hablaba, solo pensaba. Supe qué es lo que tenía que hacer. Una idea bastante infantil, pero honrosa y sin huir. Sobre todo, me basé en qué harían mis personajes favoritos de animes o caricaturas. Era solo un niño, después de todo. No le conté a ninguno de mis amigos, tenía que hacerlo solo. Sonó el timbre y me dirigí al lugar acordado. Él estaba preparado, también solo. Yo solo pedí disculpas y que si nos peleábamos no me iba a defender porque me lo merecía. Su rostro cambió de ira a comprensión. Es extraño, nunca había hablado de eso y he sentido un poco de alivio. Era un buen tipo, bravo. Qué será de él. Es curioso cómo ciertas historias se te quedan marcadas; no tengo los años para decir que para siempre, pero sí que bastante tiempo.

Es posible analizar esta anécdota desde muchas perspectivas. Solo sé que me dediqué a ser amable, más de lo que era, fui un héroe en muchas circunstancias. Sin embargo, me olvidé de ser un héroe conmigo mismo. No lo borraría, borraría solo varias convicciones que el mismo día a día te impone. En cuanto a eso, sí, hay que romper todo. Somos un cúmulo de historias, algunas escondidas, otras olvidadas y otras siempre ahí. Recordar tanto, pensar tanto, preocuparse y mucha culpa; tal vez sin eso avanzaría más rápido. De repente sería mejor abandonar eso. Igual, es imposible de comprobar, así que solo se puede avanzar.

[Migrante al paso] Subíamos una torre de madera. Piso a piso mis piernas se debilitaban. Los niños subían corriendo y yo me agarraba fuerte de la baranda porque temblaba. Mi miedo a las alturas sigue siendo el mismo. En ese momento era 10 años menor, por lo menos. Llegamos al último piso y comenzamos la fila para hacer rappel. Hasta ahora no entiendo cómo les hice caso y terminé en esa situación. Me iba a morir de miedo. Primero lo hizo mi hermano mayor, con un poco de temor, pero rápido. Le tocaba a mi padre que hasta el momento había ocultado perfecto que en realidad estaba en la misma situación que yo. Se demoró como 10 minutos solo en dar el primer paso, el más difícil, de espaldas hacia el vacío, agarrado de una cuerda. Comenzó a bajar y a la mitad se quedó prendido de la cuerda con todas sus fuerzas. Hasta ahora me acuerdo, entre las risas de mi madre como uno de los instructores de abajo gritó: —Señor, respire—. Yo me reí después. En ese momento solo estaba pensando en cómo sobrevivir a lo que me esperaba.

Ahora quedábamos mi madre y yo.

—Tírate tú, yo bajo por las escaleras—le decía asustado.

—Anda, te toca, no seas miedoso—me decía mientras la fila avanzaba—mira los niños se están tirando—se reía.

—Se pueden tirar 500 niños, yo bajo por las escaleras.

Al final ella fue primero con la condición de que yo baje después. Parecía una profesional, lo hizo sin dudar y en un segundo ya estaba abajo. Así es, todo lo que hace lo va a hacer bien y es motivador. Ahora estaba a un paso de la caída, ya amarrado. Me puse de espaldas con las manos en la posición que te pedían, una atrás a la altura de la cintura para regular la velocidad de bajada y otra adelante, sosteniendo la cuerda. No sé cuánto tiempo pasó antes de hacerlo. Me rendí una vez, ya iba a retirarme mientras veía a mi familia abajo, todos sonriendo. Mi papá gritó desde abajo: —Dale un intento más—. Lo hice, lo más difícil fue darle la espalda al vacío, después de eso, cuando ya estaba sostenido en el aire, solo había una salida: bajar. Lo hice más rápido de lo que pensé. Apenas pisé la tierra, solté todo a modo de risas. En ese viaje, mi padre me empujó 3 veces, esta fue la primera. Luego, cuando por miedo no quería saltar del bote en altamar para nadar con tiburones ballena. La última fue más por bromear, cuando me tiró al agua helada de un cenote.

Toda mi vida he podido avanzar a paso lento gracias a estos empujones de mi familia. De lo contrario, probablemente nunca hubiera hecho nada. Solo en ese viaje familiar, pude superar mi mayor miedo y ver a una criatura colosal desaparecer en la oscuridad del fondo marino. Lo que sentí en esos momentos está atesorado adentro mío.

Francisco Tafur. Crónica de Sudaca

Ahora que tengo 31 años, ya aprendí que muchas veces para salir de alguna situación concreta, por más que varias manos soporten mi peso mientras se hunde, el único que puede generar un cambio verdadero soy yo. Para hacerlo, solo puedo usar esos recuerdos como combustible. Los rostros sonrientes de mis padres en viajes, el matrimonio de mi hermano, mi abuela regalándome plata a escondidas, mis tíos regalándonos videojuegos de chicos, en esas figuras se basan mis ganas de querer sentirme bien y cada vez fortalecerme. Así es la única manera en que seguiré avanzando. Con la cabeza en alto, orgulloso de quien soy y agradecido de cómo crecí. Puedo perder muchas veces, pero eso no me lo va a quitar nadie.

El año pasado, caminaba por las calles de Osaka. Después de dos meses viajando por todo Japón, me comencé a sentir diminuto. Estaba lejísimos de todo. No había interactuado de manera elaborada en mucho tiempo. Era como si hubiera olvidado el sonido de mi propia voz. Miraba a mi alrededor y todo era desconocido. Seguí cabizbajo. Me metí por unos callejones con la intención de alejarme de la gente, ya que me estaba superando la ansiedad. Llegué sin querer a una escultura de Buda toda cubierta de moho. El verde era intenso y lo cubría en su totalidad. Había un par de ancianos meditando con las palmas juntas frente a él. Me quedé mirando atento.

Se fueron, y me acerqué a la figura misteriosa que parecía insertada en medio de la modernidad de la ciudad. Agarré el agua de las pequeñas fuentes que suelen acompañar a estos monumentos. Chorreé un poco en la figura para aportar a ese verde intenso y luego me mojé la cabeza hasta estar empapado. Cerré los ojos y junté las manos. No lo hacía desde que mi abuela nos hacía rezar, cuando éramos niños y aún creíamos en Dios. Lo único que pude pensar fue un gracias. Desde la oscuridad de mi mente sentía aquellas voces familiares llamándome con ternura por mi nombre, ese nombre que cuida de mí. Abrí los ojos, y algo había cambiado. Dentro de mí estaba ardiendo una luz extraña, incluso estando triste puedes ser genial, me repetía. De esa manera podré vivir tranquilo. Ha pasado poco tiempo desde que puedo levantarme y no pensar en expectativas ni sentidos, solo que puedo volver a ser el campeón que fui de niño, mirar sin temblar y sonreír todo lo que pueda. 

Después de esos clásicos regresos del colegio, donde el hambre y las ganas de hacer todo menos estudiar eran la prioridad, tenía que pedirles a mis padres que me compren Los jefes y Los cachorros, porque eran parte del plan lector escolar. Sin saber, dentro de la enorme biblioteca de mi padre se encontraba una joya oculta, nada menos que la primera edición. Recuerdo abrirlo y estornudar unas cinco veces por el polvo y olor a guardado. Sin querer, me enamoré de ese olor a reliquia. Por fin, pensaba. Estaba emocionado, ya que había llegado el momento de leer a aquel señor viejo, así lo veía, con pelo blanco y cejas pobladas. Lo que no me imaginaba es que la regresada al día siguiente fue con un libro en la mano y varios mareos de por medio.

—Y entonces todos supieron que a Cuéllar le había pasado algo espantoso —ahora que lo vuelvo a leer, me acuerdo del miedo—. Lo quisimos siempre, lo defendimos siempre, aunque no sabemos cómo ayudarlo —esa frase por fin logró entenderla a mis 31 años, la misma edad en la que él lo publicó.

Sabía que era una persona complicada. Las leyendas contaban que pedía ser encerrado en su propia biblioteca, que le metió un puñete a su hijo por retirarse de la universidad, que le metió otro a Gabriel García Márquez, por razones que ambos, cumpliendo su palabra, se llevaron a la tumba. Me causaba intriga. Y superó mis expectativas. Conocía su pasado político, que perdió las elecciones a la presidencia en 1990, tres años antes de que yo naciera, que pidió sanciones para el gobierno de Alberto Fujimori, aquel desconocido en su momento, que pudo superarlo en votos. Doctor Vargas, le decía a modo de quitarle el branding, digamos. Anécdotas que quedan en la historia, pequeños detalles que enriquecen la historia de este personaje que logró todo dentro de su mundo; me refiero al novelista, por supuesto. Después de todo, un escritor sin rabia es como un jugador de fútbol al que no le importa perder.

Me motivó. Mientras seguía escuchando leyendas, me enrumbé en un viaje literario, explorando otros autores, a leer en inglés, a escribir por mi cuenta. La idea de crear mi propio mundo sobre un papel en blanco le dio consuelo a un niño rebelde y a uno que necesitaba héroes ficticios. Ese es el poder de tener a una eminencia literaria peruana, tanto como cualquiera de nosotros. Años más adelante, descubrí el peso de un libro de más de 800 páginas. Conversación en La Catedral, esta vez sí fue comprado, ya que el afán de construir mi propia biblioteca se había insertado como una espina en mi cabeza. Constantemente, imaginaba la biblioteca de Vargas Llosa como una especie de laberinto, no muy diferente a la descrita en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, un lugar donde maravillas enterradas podían ser descubiertas. La imaginación es justamente lo que se incentiva al leer sus escritos. Recién esta semana me enteré de que había donado su biblioteca y se encuentra en Arequipa, así que ahora tengo una razón más para conocer esa ciudad. Esa historia extensa y rápida, en una Lima antigua para mí, y lejana en muchos sentidos, te enseña más que cualquier clase de historia. Solo una semana. Ya lo había terminado. No entendía cómo en una misma oración podía trasladarme del pasado, al presente y luego a otra ubicación geográfica. Genial.

—¿En qué momento se jodió el Perú?—, es una pregunta casi universal para todos nosotros, peruanos. Se aplica a toda época y generación. Probablemente coincidimos en que sigue jodido. Espero que no más que antes. Ahora que estoy releyendo fragmentos, es momento de saldar cuentas literarias y leer un par de novelas de nuestro autor que aún no leo. En especial, La fiesta del Chivo y La guerra del fin del mundo. Quieras o no, te caiga mal o bien, no importa. Es imposible crecer aquí y, queriendo ser escritor o algo similar, no tener influencia de Vargas Llosa. Es inevitable. Al igual que, así quieras o no, hay cosas por las cuales agradecerle. Tal vez es inapropiado, pero ahora, recordarlo me motiva a esforzarme como él lo hizo. Al final, me quedo con estas palabras que él mismo escribió; me dan a entender el tipo de persona que era y me agrada. Estas palabras del autor me las pasó mi padre cuando decidí dedicarme a la escritura:

«Yo voy a ser un escritor. Yo no voy a ser periodista, no voy a ser un abogado, no voy a ser un profesor. Aunque tenga que dedicar mi tiempo, para ganarme la vida, a esas actividades. Pero yo voy a ser un escritor. ¿Y qué va a querer decir en mi vida “ser un escritor”? Va a querer decir lo siguiente: que yo voy a dedicar lo mejor de mi tiempo y lo mejor de mi energía a escribir. Y voy a buscar trabajos alimenticios que no sustituyan, que no estorben, que no perturben esa dedicación fundamental a lo que es mi vocación. Si eso significa que voy a vivir con enormes dificultades materiales, pues que signifique eso. Pero yo sé que voy a ser infinitamente más “infeliz” en la vida si renuncio por razones prácticas a la literatura».

[Migrante al paso] Acá, en una ventana barranquina. Acompañado, solo, trabajando, escribiendo, fumando… pero la mayoría de las veces solo pensando. Llega un momento en que te aburres de pensar. Es para volverse loco. Felizmente, mi ventana está encima de la salida del estacionamiento del edificio. Hay dos de esos espejos redondos, para que cuando salgas manejando puedas ver si viene alguien caminando. Aparentemente son perfectos para las fotos. Por día se detienen cientos de personas. No las cuento, pero son demasiadas. Al comienzo no entendía qué pasaba. Desde adolescentes bailando para hacer TikToks, nunca falta una pareja, los fines de semana unos borrachos de madrugada. Así, viendo a mil personas parar un rato justo a mi costado. Ver a la gente es extraño: a veces los maldices y a veces te alegran el día. Depende de lo que veas. Pero me ayudan a distraerme un rato, para mal o para bien. Así dejo de pensar un ratito. Está subestimado. A veces creo que las personas más felices piensan menos. A veces por entrenamiento, y otras, solo están bendecidas con menos capacidad de procesar. Al final, no importa. En el fondo, me gustaría estar caminando, encontrar un espejo bonito y tomarme fotos haciendo muecas o sacando el dedo medio. Quién sabe.

Comienzo a decirme que la adultez es horrible, casi una condena. De pronto, un grupo de escolares uniformados, parados al frente, saltando, molestándose y riendo, me interrumpen esos pensamientos. Tengo que salir más también, si no me quedaré siendo un espectador de otras vidas. A este paso me voy a deprimir de nuevo; de repente ya lo estoy, pero ahora hasta me dan risa los pensamientos apocalípticos que entran. El otro día me llama un amigo de Londres: “¿Qué tal?”, me dice. “Acá, hecho una basura”, le respondo. Solo estallamos de risa por minutos por lo que había dicho. Ya se sabe que lo mejor para salir de ese bucle es reírte de las absurdeces que puedes llegar a pensar. Escribirlas también te ayuda. Verlo en papel te da perspectiva de que estás pensando tonterías. Las palabras tienen un poder único cuando están plasmadas; es como si aterrizaran en la hoja.

Francisco Tafur

Al igual que estos transeúntes que se detienen frente a los espejos, las risas suavizan cualquier idea turbia. Me dijeron que el trabajo con horario de oficina me iba a ayudar a estar más ordenado. Mentira, estoy más confundido que antes. Pero me levanto a las 8 a. m., es una mejora. No entiendo cómo puede existir la adicción al trabajo. Solo quiero ganarme la Tinka o algo así para no tener que trabajar nunca más. Tiene su lado bueno igual: aprendes. Y mis deudas no se van a pagar solas. Si no, ya estaría viajando de nuevo, tomándome fotos en espejos de calles de Japón o China. Algún lugar lejano y misterioso, como siempre me imagino. Y estaría escribiendo sobre eso. Pero bueno, siempre puede ser peor, mucho peor en mi caso. Dentro de todo, estoy en un trabajo tranquilo, con buen ambiente. Suena mi WhatsApp y es alguien del trabajo; veo mis últimas conversaciones y, salvo unas cuantas personas, todas las últimas son del trabajo. Así cómo no voy a pensar que estoy aburrido. Más allá de las bromas, es un lujo tener trabajo y estar agradecido de tenerlo. Una necesidad. Al final, es parte de aprender y, también, es vivir.

Tuve más de dos años viajando constantemente. Lima solo era mi paradero seguro y, obviamente, mi hogar. Ocho horas más adelantado, dos horas menos, en distintos continentes, distintos idiomas. Los aeropuertos eran algo común. Los bajones entran en todos lados, es imposible escapar de eso. De lo que no me di cuenta es que ver santuarios, paisajes y calles extranjeras me servían de alivio y distracción. Mis estímulos eran constantemente nuevos. Igual de nuevas que las caras que veo desde mi ventana. Es extraño: me siento cómodo, después de todo, es mi ciudad, pero a la vez estoy como un delfín afuera del agua, con el cuerpo aplastándose. Por eso, mi objetivo no ha cambiado. Voy a seguir viajando hasta que me aburra. Es lo único que extrañamente no me aburre; normalmente, nada me dura más que unas cuantas semanas. Pero esta vez tengo que ser constante, aprender a estar en un solo lugar por un rato y, apenas vea la oportunidad, seguir. Que no será dentro de mucho. Igual creo que continuar con ambas cosas es posible y no son excluyentes. 

La verdad, no me puedo quejar. Hay días mejores que otros, pero así es para todos. A veces solo se trata de hacer lo que toca y ya. Pensar menos, hacer algo que te saque de la cabeza un rato. No hace falta que todo tenga un sentido o que cada cosa te cambie la vida. Mirar por la ventana, trabajar, distraerse un rato… con eso alcanza. Claro que me gustaría estar en otro lado a veces, viajando o haciendo algo distinto, pero por ahora estoy acá, y está bien. No perfecto, pero bien. Supongo que de eso se trata. Seguir, sin complicarse tanto. Después de todo, no pasará mucho tiempo hasta que vuelva a moverme. 

[Migrante al paso] Volví a interesarme por Dungeons & Dragons ya en la universidad. No llegó por un amigo nerd del colegio ni por una tienda de cómics escondida en algún barrio, que por cierto es algo que extraño de Buenos Aires ya que acá no se encuentran con facilidad. Llegó por Netflix. Específicamente, por Stranger Things. Ahí, entre la nostalgia de andar en bicicletas, luces navideñas y monstruos de otro plano, vi por primera vez a un grupo de chicos sentados alrededor de una mesa, tirando dados y hablando de demogorgones. No entendía muy bien cómo funcionaba el juego, pero algo en esa escena me atrapó. Era una mezcla de aventura, imaginación y amistad que despertaba nostalgia, por más que no lo haya jugado antes.

Eso era lo que yo había intentado hacer de niño. Sabía que existía algo llamado Dungeons & Dragons, mi hermano y yo ya jugábamos a crear mundos, a contar historias, a improvisar batallas entre héroes y monstruos con los pocos muñecos que teníamos. Teníamos uno que parecía un caballero, otro con pinta de mago, un par de orcos, pero no sabíamos cómo funcionaba. Recuerdo que yo tenía un libro, mis padres nos consentían y nos regalaban casi cualquier cosa que queríamos, era uno ilustrado, de esos que explican qué es un elfo, qué hace un dragón negro, qué significa un dado de veinte caras. No entendía nada. Pero lo miraba como quien ve un mapa de un país que sueña con visitar algún día. El libro no tenía instrucciones claras. Era como tener las piezas de un rompecabezas sin la imagen de referencia. Y aun así, algo me decía que ahí dentro había un mundo esperando. También, mi fanatismo por El Señor de los Anillos, me había tentado y convencido en adentrarme a cualquier mundo fantástico. De hecho, el juego esta inspirado en el complejo universo creado por Tolkien.

Mi hermano mayor era el creativo, está en su naturaleza de pintor. El que inventaba los conflictos, el que hacía voces para los villanos, el que decía “de repente, escuchas un rugido” con un tono que me erizaba la piel. No sabíamos que existía algo llamado Dungeon Master. Pero él ya lo era. Sin pantalla, sin dados, sin hojas de personaje. Solo su voz, su imaginación, y su hermano menor que lo seguía a todos lados como una cola. Jugábamos en el suelo. Usábamos sillas como castillos, mantas como bosques, almohadas como montañas. No sabíamos que había reglas, ni clases, ni puntos de vida. Y, sinceramente, no nos hacían falta. Así crecimos. Mejor dicho, así crecí yo, siempre con ese recuerdo en el fondo. Luego vinieron otras cosas: videojuegos, libros, responsabilidades. Como una leyenda infantil.

Fui con un amigo a una feria medieval más por acompañarlo que por otra cosa. Sabía lo que era un juego de rol, cómo cada jugador crea un personaje con su historia, su forma de ser, y elige una clase como mago, guerrero, pícaro, clérigo, druida o bárbaro. Sabía que el roleplayconsiste en actuar como ese personaje: hablar como él, decidir como él, y reaccionar según su personalidad, no la tuya. Lo que no esperaba era encontrarme con todo eso en carne y hueso. Había gente disfrazada. Túnicas, armaduras hechas a mano, hechiceros, bardos tocando instrumentos. Nos acercamos a un puesto donde un tipo con sombrero y capa nos saludó como si fuéramos parte de su historia. Se presentó como Dungeon Master y empezó a hablar con esa mezcla de entusiasmo y autoridad que tienen los buenos narradores. Aunque yo ya sabía lo que hacía un DM —crear el mundo, inventar los desafíos, manejar a los enemigos y guiar la aventura—, escucharlo contarlo en medio de esa escenografía fue distinto. Nos dijo que ofrecía el servicio a domicilio para poder jugar. Luego de unos meses por que cumpleaños de este amigo, lo contrato y jugamos lo que fue mi primera partida.

Elegí ser un mago. Pensé en el viejo Gandalf de bata gris que me aconseja cada vez que debo tomar decisiones. Mil veces, desde pequeño, si encontraba una rama de madera simulaba que era el báculo sagrado del sabio anciano. Mi personaje tenía un pasado trágico y una misión secreta. Cuando la historia empezó, el DM habló con voz pausada, grave, como si estuviera abriendo una puerta invisible. Y yo entré. Es en definitiva el juego más inmersivo si permites que tu imaginación vuele. La partida fue increíble. Me perdí en ella. Me reí, me asusté, me emocioné. Pero lo más importante: mientras tiraba los dados y describía mis hechizos, recordaba cada momento de infancia. Recordaba a mi hermano distribuyendo los muñecos por la biblioteca de mi padre simulando que era una batalla en un calabozo. Era nuestra versión casera y absolutamente mágica de lo que ahora estaba viviendo con reglas.

Pienso que esa primera partida oficial no fue realmente mi primera vez jugando. Fue la confirmación de que ya había jugado antes. Que todo lo que hicimos de niños, sin saber cómo ni por qué, ya era Dungeons& Dragons. Solo que lo hacíamos a nuestra manera. Más libre, más caótica, pero igual de real. Ahora, me doy cuenta de que no necesito muchas cosas para sentir que estoy en una aventura. A veces, basta con cerrar los ojos.

Dungeons & Dragons no es solo un juego. Es una forma de conectar. Con otros, con uno mismo, y con esa parte de nosotros que todavía cree en héroes, magia, y posibilidades infinitas. Yo creo que incluso puede usarse como herramienta psicoanalítica.  Nunca olvidaré que mis mejores aventuras empezaron mucho antes. Con un libro que no entendía, un hermano que inventaba mundos, y una infancia que, sin saberlo, me entrenaba para imaginar.

[Migrante al paso] De nuevo, hasta las 4 de la mañana con insomnio. Pero nada mejor que una buena serie o anime para que te acompañe en esas noches sin pegar el ojo. No siempre es una compañía agradable, pero no deja de ser interesante. Ayer fue la serie Adolescencia, que se ha vuelto viral tanto por la temática como por la impactante actuación de un niño. Le crees absolutamente todo, es de esos talentos que ves muy pocas veces durante tu vida. La serie es espectacular, siempre hay quejas porque como ya es sabido, ahora nadie está contento, siempre algo tiene que fallar. Yo me quedé pegado durante los cuatro episodios que vi seguidos. En fin, mi intención no es hablar de la serie, pero sí respecto al enorme desafío que enfrentamos como sociedad.

Yo también fui niño y adolescente, era de los llamados populares o líderes de mi promoción. Felizmente yo defendía de quienes abusaban, fui criado en un hogar donde incluso pelearse por ese motivo era permitido. Igual en mi colegio, no había casos tan severos como lo son actualmente. Tengo que resaltar que la realidad de los colegios privados a la de los públicos es abismal, dos experiencias totalmente distintas, yo fui a uno privado. Sin embargo, creo que en general la mayoría mantenía un grado de respeto. Teníamos un límite mucho más marcado. Hacíamos travesuras, obvio, dentro de todo son sanas. Siempre y cuando mantengan el tono infantil y aventurero. Pero teníamos conciencia de lo que hacíamos, si nos descubrían aceptábamos el castigo que fuera. Era sano, después de todo el principal alimento de estas acciones era la diversión y la curiosidad. Ahora todo parece haber cambiado para mal. Ahora es odio e ira que naturalmente termina en violencia. El peso que cargan los adolescentes ahora es mucho más abrumador. Todo por culpa de las redes sociales. La virtualidad ya dejó de ser tan virtual, mucho más para ellos que los ha invadido en casi todos los aspectos de la realidad. El bullying ha trascendido a niveles radicales y pasa desapercibido por la mayoría de los adultos, que no llegan a entender del todo el fenómeno. Por eso recomiendo esta serie, te da a entender un mundo del que yo, con solo 31 años, no conocía. 

En el colegio solía sentarme en las carpetas del fondo de la clase, era más divertido y había menos control del profesor que daba la clase. Aprovechábamos para hacer guerra de bolas de papel, a veces se ponía un poco más salvaje. Nos botaban de la clase y aceptábamos, de hecho en ese momento pensaba, que era mejor estar afuera que adentro. Una que otra pelea en la cancha de fútbol por algún foul o cosas por el estilo. No llegaban a mucho. No había intención de hacer daño en el fondo. Por más rebeldes que fuéramos si un profesor intervenía íbamos a respetar su decisión, jamás se nos hubiera ocurrido ser faltosos con ellos o con cualquier adulto en general. Podíamos bromear y molestar pero dentro de un límite aceptable. Ahora en las escuelas, quienes te enseñan se han vuelto el punto de insultos, les hacen bullying hasta a ellos. No solo es un cambio en los alumnos, los maestros han perdido autoridad ya sea por leyes excesivamente protectoras, porque son demasiado políticamente correctos o, peor aún, por miedo a lo que vayan a decir de ellos en las redes sociales.

Mi generación fue de las últimas en crecer sin smartphones, está comprobado que desde que existen la sensación de soledad y tristeza ha aumentado en los jóvenes. De chicos jugábamos en las calles, salíamos a montar bicicleta o skate, nos juntábamos seguido en alguna casa a ver películas. Para contactar a tus amigos tenías que llamar al teléfono fijo y preguntar por él. Los fines de semana te desconectabas por completo. Salvo de tus amigos cercanos que probablemente seguías viendo. La virtualidad comenzó con los videojuegos y eso que no existían juegos online, teníamos que estar en el mismo sitio. Se mantenía el contacto físico.

Ahora los niños están más solos, la hiperconectividad ha traído como consecuencia lo contrario, el aislamiento. Es como si vivieran en dos mundos igual de importantes, uno de ellos no tiene filtro y está enfocado en hacer que no te despegues del celular y darle mayor importancia a tu avatar virtual que a quien eres en realidad. Es un peligro, y a lo que se puede acceder desde un celular ahora es incontrolable. Pongas las restricciones que pongas, al final todo se filtra. Es de temer, y requiere supervisión urgente. Si yo, que soy mucho mayor, a veces tengo que borrar Instagram, que es la única red social que uso, porque me da ansiedad y al eliminarlo siento alivio; imagínense todo lo que puede generar en una mente adolescente donde la confusión y la búsqueda de identidad están en plena formación. No debe ser fácil. El mundo está avanzando más rápido que la educación y ahora está desbordada, se tiene que dar un cambio brusco en el sistema educativo, no necesariamente más estricto, pero adaptado a lo que está sucediendo. Lo que vemos ahorita está desfasado.

[Migrante al paso] Salíamos de una discoteca. Celulares en la mano. Distraídos. Un poco borrachos. No más de 21 años. Caminando entre los callejones que rodean la Plaza Butters de Barranco. Se acercan dos piltrafas, con gorritas. Cada uno pesaba máximo 50 kilos. No intimidaban ni a un perro. “Sus celulares o les hago hueco”, decían. Procedimos a guardar nuestros celulares en el bolsillo y a prepararnos para pelear. Se fueron corriendo, con la cola entre las patas. Han pasado menos de 10 años. En la actualidad, probablemente estaríamos muertos. Porque vivimos en un país donde la vida ya no tiene valor. Matan gente por 50 soles o menos. Más de 200 bandas criminales operan abiertamente. La policía, cómplice. Con un servicio de inteligencia que ya vendió su cerebro o tiene el coeficiente intelectual de una mosca, ninguna de las dos opciones me sorprendería. ¿Qué se puede esperar de un país de cobardes, violadores y llorones? No soy un fanático de la justicia, pero si no se toman medidas con urgencia, vamos a regresar a la ley de la selva. Estamos en tierra de nadie. ¿Qué vale un lugar donde las personas no pueden vivir sin temor a morir al salir a la calle, donde poder cumplir un sueño jamás va a pasar de ser una fantasía? A eso ha llegado el Perú.

Teníamos 15 años, íbamos en taxi. El carro se desvió y comenzó a meterse entre calles desconocidas de Barranco viejo. Nosotros, pequeños, pero valientes, ya sabíamos qué hacer en esos casos. Lo habíamos conversado. El que estaba atrás lo ahorcaba por atrás y quien iba de copiloto movía el timón hasta chocar y poder llamar la atención o salir disparados. Fantasías infantiles que, felizmente, no se cumplieron. Nos dejamos llevar y apenas reconocimos una avenida. Lo obligamos, a la fuerza, a que vaya hasta allá. Nosotros, preparados para golpear y morder si era necesario. Nos bajamos y comenzamos a burlarnos del ladrón poco experimentado. Nuevamente, en la actualidad, probablemente nos hubieran matado porque en este país ya ni la infancia tiene valor. ¿Quién quiere vivir en un lugar donde sus hijos no pueden jugar en la calle, ir a pasear al parque o salir a montar bicicleta como solíamos hacer nosotros? Esos recuerdos de ir sobre ruedas a toda velocidad por la ciudad, varios pequeños riendo y haciendo travesuras. Meternos a casas abandonadas como aventura. Era como tener alas, unas que han sido extirpadas de nuestros imaginarios de vida. Todo por unos delincuentes que se aprovechan de quienes solo quieren vivir y mejorar. A eso hemos llegado. ¿Qué se preguntaría un día como hoy Zavalita, si el Perú ya está jodido desde esa época? Ahora, ¿en qué categoría entramos?

Es triste ver a tu propio país en estas circunstancias. Lamentablemente, mi recomendación para todos quienes quieran mejorar su calidad de vida o a quienes tienen pequeños que cuidar es que se vayan, para nunca más regresar. Por el momento, el Perú no tiene futuro. Estamos gobernados por criminales, desde los que te apuntan con una pistola hasta los que están sentados en sus sillas de poder. Para todos ellos, deberían recordar que el poder no es lo mismo que la fuerza. El poder es diminuto al costado de lo otro. Llegó el momento de que todos unamos fuerzas, ya no hay tiempo para peleas ideológicas ni soluciones a medias. Se tiene que establecer un servicio de inteligencia que no tiemble, que no tenga miedo de enfrentar las consecuencias de sus propias acciones. Con las leyes actuales, las autoridades insignificantes, periodistas rastreros y policías cómplices no vamos a lograr ningún cambio.

Francisco Tafur

Está en nuestras manos adultas el proteger a los jóvenes que vienen, implique lo que implique. Ante problemas radicales, lamentablemente, estoy de acuerdo con respuestas radicales. A este paso, el próximo año nos enfrentaremos a unas elecciones en las que tendremos que votar entre potenciales dictadores. Sea un Bukele o una izquierda radical. Cualquiera de los dos me da asco. Pero estamos cumpliendo todos los requisitos para que esta predicción sea una realidad. Para los que creen que estamos viviendo en una dictadura, sujétense bien, porque lo que viene va a ser mucho peor. Es lo que pasa cuando una sociedad se deja llevar por el miedo, siempre ha sucedido así. Llegará el momento en que vamos a recibir con aplausos el fin definitivo de nuestra libertad.

Solo me queda desearle a todos estos parásitos políticos que sean perseguidos de por vida y que no tengan ni una noche de paz en lo que les queda de vida. Y a todos estos extorsionadores que tienen más cualidad de insectos que de humanos, ya no hay marcha atrás con el daño que han hecho. La cantidad de vidas que han arrebatado, los sueños que han destruido, las lágrimas inocentes que han derramado, no tienen perdón de nadie. Espero que sueñen con las miradas decepcionadas y mojadas de sus propias madres, que los niños que una vez fueron los torturen con palabras internas. Ya aparecerá alguien peor que los haga pagar, cuando llegue ese momento, espero que nadie los consuele al verlos llorar como los cobardes que son. Ya llegará el momento, los monstruos nacen de estas circunstancias, y espero de todo corazón que aparezca uno cuyo rencor esté dirigido a estos seres despreciables. Eventualmente, van a caer, tienen que hacerlo.

Nosotros lo único que podemos hacer es mantenernos fuertes, no podemos titubear, es el único rol que tenemos como adultos. Si nos conformamos, tan solo unos segundos, la debilidad se va a infiltrar como un virus y perderemos esta batalla contra la criminalidad que solo aumenta. Mi corazón se quiebra al desear estas cosas, pero no podemos quedarnos con los brazos cruzados y hacer la vista gorda cuando nuestras madres quedan desamparadas por sus hijos muertos. No suelo creer que el cambio viene de marchas o movimientos masivos, pero como bien me dijo un amigo, se tienen que aprovechar todas las oportunidades para prender la chispa, en este caso, de la llamarada de la venganza de un pueblo cansado de ser atropellado.

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[Migrante al pasoCuriosamente, alguien como yo tiene varios amigos abogados. Se tratan de doctor o licenciado. Un constante querer demostrar lo que han logrado. Muy pocos aceptan que las leyes no son naturales. No hay una pared que me impida atropellar a alguien si lo deseo, ni nada que me impida fumarme un troncho en la calle mientras camino y le tiro el humo en la cara a la gente. Sin embargo, te dicen “no se puede” como si hubiera una limitación física. Siempre me pregunto qué trauma tienen en común para creer que la justicia lo es todo. Para empezar, ¿qué se creen para pensar que solo por estudiar unos años ya tienen la potestad de repartirla? Probablemente no haya institución más corrupta en el país que el sistema de justicia, incluida la fiscalía. Estos que sueñan con decidir qué está bien o mal se les rompe la mano como si fuera de cristal. No puedo decir nombres ni suposiciones porque me denuncian. Pero ahí están los guardianes de la justicia. En fin, solo estoy mostrando un poco mi hartazgo por quienes se toman ridiculeces muy en serio.

El otro día veía un video de Marco Aurelio Denegri, en el que defendía un punto de la teoría maoísta en la que quien no haya estudiado sobre algo no tiene derecho a hablar de ello. Me pareció patético para alguien que considero tenía una gran inteligencia. Si me provoca hablar de física cuántica y me callan la boca, quiere decir que yo se la puedo cerrar a golpes porque he estudiado artes marciales y sé pelear; entonces tengo derecho a hacerlo, según su lógica. Igual, la simpatía por este personaje peruano no ha disminuido. El derecho es un juego de palabras y quien maneje mejor el palabreo es quien gana. Algunos escuchan ideas brillantes, otros, como yo, puro blah, blah, blah.

Los últimos hechos y declaraciones desde que Trump asumió su nuevo mandato, con el multimillonario que, bajo la cortina de ser autista, oculta sus cachos y personalidad infantil, demuestran que no existe la justicia ni nada por el estilo. El mundo no tiene dueño y jamás lo va a tener. La máxima potencia mundial tiene como presidente a un delincuente y, déjenme cambiarle el diagnóstico, a un psicópata de asesor. Recientemente, que he entrado al mundo laboral real, me he dado cuenta de que todos encajan en una ideología o mentira que les ha lavado el cerebro. Yo también me incluyo: me lavaron el cerebro para ser un rebelde y creer que puedo ganar cuando es imposible hacerlo. Los que dicen “abajo el empresariado imperialista y opresor”, pobres seres. Los que dicen “el pobre lo es porque quiere”, lamentable. Socialismo, capitalismo, comunismo, fascismo… nuevamente palabreo. Esta vez peligroso porque creen que sus ideas son reales. Derecha e izquierda peleándose por cuál es mejor cuando ambas facciones son los culpables de las mayores masacres en la historia. Sin embargo, continúan más de un siglo después. Para mí es lo mismo que dos niños haciendo pataleta, pero peor, porque estamos hablando de adultos.

Hace unos días me tomaba unas cervezas con amigos y me di cuenta de que la vida es más simple. Era de día, regresaba mareado y me camuflaba en nuestra ciudad. Una ciudad sin alma, donde las caras están tristes, enfadadas, resentidas, reprimidas, y podría dar diez adjetivos más que no dejarían de ser acertados. Tienes que ser una persona política, pero no politizarte; tienes que tener ideas, pero no sacarlas de su mundo ideal. Lo único que vale la pena sacar de su plano son los sueños, y aquellos que son individuales, así implique a terceros. Este país moribundo convence a las personas de que victimizarse es la fórmula; la única manera de sentirse visible para muchos es tomar ese papel. Me siento malo al pensar esto, pero me parece desagradable. Existen las víctimas, pero para salir de ese agujero tienes que, de alguna manera, salir de ese rol. Lamentablemente, la imagen que existe de nuestro país es esa; hasta nuestro propio himno es condescendiente, le cambiaría la letra sin asco. Y yo no me libro. En este divagar de palabras que he escrito lo demuestro. Al igual que todos, estoy lleno de contradicciones y miedos; me victimizo incluso dentro de mis privilegios, pero estoy cansado de eso y creo que todos lo estamos. Tiene que existir un espacio de descanso para cada individuo. Ahora me doy cuenta de que lo que he escrito suena triste y molesto. Lamentablemente, era lo que quería evitar cuando comencé. Esa es la magia de escribir, supongo: cuando la página está en blanco es un misterio y terminas vomitando palabras contrarias a las que querías.

En fin, ya no quiero más despedidas. No quiero más peleas. No quiero levantarme y que el sol no me emocione. Ya me cansé de ver a amigos hundiéndose en drogas, escapando de sus monstruos. Quiero poder secar las lágrimas de quienes se atreven a soltarlas y humedecer las de quienes no pueden. Ahora tampoco es cuestión de martirizarse ni volverse un héroe. Al final, creo que quien más ayuda es quien tiene un buen concepto e interpretación del egoísmo. Suena utópico, pero al final los sueños son más revolucionarios que los idealismos, que solo se han encargado de hacerle daño a la humanidad.

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