Sheyla Cóndor tenía 26 años y una vida por delante. Desapareció un miércoles de noviembre y dejó tras de sí un vacío que su madre intentó llenar con preguntas. Preguntas que chocaron contra una pared de indiferencia en la comisaría de Santa Anita. «Seguro está con un noviecito», le dijeron, palabras que hoy resuenan como sentencia. No era la primera vez que el sistema le daba la espalda a una mujer; tampoco será la última, si seguimos permitiendo que esto ocurra.
La madre insistió, porque las madres siempre saben. Porque los silencios de sus hijas son gritos que las desvelan. Y aunque encontró pistas —mensajes, un nombre, una dirección—, el reloj seguía corriendo, y con cada minuto que pasaba, la posibilidad de un final diferente se desvanecía. Para la Policía, era solo otro caso más que esquivar. Para Elsa Torres, era su hija, su Sheyla, que no volvía a casa.
El hallazgo del cuerpo, días después, fue un golpe seco, brutal, que nadie debería experimentar. Encontrarla no fue un alivio; fue confirmar los peores miedos. Sheyla fue asesinada por Darwin Condori, un suboficial de la Policía Nacional del Perú, alguien que debía proteger, pero que en cambio se convirtió en verdugo. El detalle macabro de cómo se ocultaron sus restos no es lo más indignante, aunque es insoportable. Lo peor es todo lo que pudo evitarse.
Condori no era un desconocido para las autoridades. Tres denuncias de abuso sexual ya pesaban sobre él. Tres mujeres que hablaron, que gritaron su dolor, y no fueron escuchadas. ¿Qué se necesita para que alguien así sea apartado de un uniforme? ¿Cuántos gritos ignorados, cuántas señales pasadas por alto? La respuesta está en el silencio cómplice de quienes prefirieron mirar hacia otro lado.
No fue solo un feminicidio; fue una cadena de traiciones. Una institución que debía proteger y falló. Un sistema que dejó a Sheyla sola. Una sociedad que aún permite que ser mujer sea una condición de riesgo. El destino de Sheyla estaba marcado desde el momento en que quienes tenían el poder de actuar eligieron no hacerlo.
Y cuando todo parecía insostenible, la tragedia se volvió aún más oscura. Darwin Condori apareció muerto en un hostal, con una carta cuyo contenido aún no conocemos. Un cierre que no es cierre, una verdad que parece querer ocultarse. Las imágenes de policías manipulando la escena, de nuevo, dejan más preguntas que respuestas. ¿Fue suicidio? ¿Fue un encubrimiento? ¿Quién más está detrás de todo esto? Porque no nos engañemos: este no es un crimen aislado. Es un reflejo de un sistema corrupto que no solo protege a los culpables, sino que perpetúa la violencia.
Sheyla ya no está. Su madre no podrá abrazarla de nuevo, ni verla cumplir sus sueños. Pero su nombre sigue resonando, convertido en bandera de indignación y lucha. En las calles de Comas, las marchas claman por justicia, no solo para Sheyla, sino para todas las mujeres que han sido olvidadas por un sistema que las desampara.
Esta historia no debe ser un cierre, sino un comienzo. El Perú no puede seguir siendo un país donde las denuncias son desestimadas, donde los feminicidas llevan uniforme, donde las madres lloran solas. Sheyla merece justicia, sí, pero también merece memoria. Porque su muerte no puede ser en vano. Porque ella, como tantas otras, debe ser el grito que despierte a un país que no puede seguir dormido.