La música que hacen y escuchan los jóvenes de hoy -la generación nacida entre 1990 y 2000- es, en un 80 o 90 por ciento, desechable. Estimulados por el dinero fácil, la fama instantánea y la avalancha de likes, enormes colectivos de seres humanos desperdician sus mejores años, los de más energía física, creatividad y actividad cerebral, haciendo reggaetón, latin-pop o cualquier otro género sin sustancia como la cumbia repetitiva, el chill-out somnífero o el pop adolescente, sea que llegue de México o de Corea del Sur. Rodeados de falsos lujos, exhibicionismo barato y una actitud entre animalesca (instintiva, visceral) y delincuencial (premeditada, agresiva), estas tendencias son validadas por masas de jóvenes -y otros no tan jóvenes- que les celebran cada una de sus patanerías y ligerezas como si se trataran de expresiones de una sofisticada rebeldía.

Sin embargo, cada cierto tiempo aparecen grupos dispuestos a hacernos recuperar la fe de que no todo está perdido. De que es posible todavía encontrar artistas que ponen, por delante de las modas, las ventas y las adulaciones disforzadas y fugaces, el genuino deseo de plasmar en álbumes, videos y conciertos una creación musical trascendente, capaz de destacar por sus valores artísticos y ser comercialmente aceptable sin dejar de lado la búsqueda de la calidad, del riesgo que siempre viene asociado a hacer cosas difíciles de digerir, que no necesariamente le vayan a gustar a las grandes mayorías que pasan el tiempo ensayando bailecitos en TikTok y leyendo noticias faranduleras. 

Es el caso de BadBadNotGood, un cuarteto canadiense que, tras una década de su debut oficial, recibe actualmente los más entusiastas halagos de la crítica especializada y tiene, además, una nutrida legión de seguidores, provenientes de dos vertientes musicales distintas pero que reconocen la personalidad que, con talento y trabajo duro, estos muchachos han logrado construir, alimentándose del pasado y, a un tiempo, mirando hacia el futuro con un sonido que, en medio de los caminos homogéneos y aburridos que hoy ofrece la escena pop-rock en sus dos extremos (mainstream e indie), termina siendo novedoso y atractivo.

BadBadNotGood -a veces reseñados simplemente como BBNG («bii-bii-enn-yii» si lo leemos en inglés) se formó en los salones del Humber College, una prestigiosa escuela de arte, tecnología y música de Toronto, Canadá. Pero, a diferencia de los Snarky Puppy -el colectivo de jazz fusión y R&B norteamericano liderado por el bajista y compositor Michael League- quienes, desde el saque, propusieron un trabajo basado en el virtuosismo de sus integrantes, los recién egresados decidieron empezar su proyecto haciendo covers instrumentales de clásicos del rap de la Costa Este, subdivisión del universo rapero que, desde sus cuarteles generales en New York, conserva la intención primigenia de este género callejero: cuestionar a la sociedad a través de rimas cargadas de ajos y cebollas. Así, cuatro jóvenes blancos que apenas cruzaban la barrera de los veinte años comenzaron a lanzar, en el 2011, sus propias versiones de artistas negros como Wu-Tang Clan, Gang Starr, A Tribe Called Quest, entre otros, en sus redes sociales.

Chester Hansen (bajo, teclados), Matthew Tavares (teclados, guitarras), Leland Whitty (vientos) y Alexander Sowinski (batería) rompieron los fuegos de su meteórica carrera discográfica con BBNG (2011) y BBNG2 (2012), discos en los que se presentaban como un combo sin muchas pretensiones que disfrutaba de hacer estos ejercicios de ritmos raperos, poco exigentes si nos ponemos a pensar en su formación como instrumentistas jazzeros. Aunque ya en ciertos cortes como Improvised jam, Vices, The world is yours/Brooklyn zoo, Rotten decay o You made me realise, extraño cover de uno de los EP de los irlandeses My Bloody Valentine, ídolos del shoegaze, se notaba la existencia de una musicalidad más profunda, la línea argumental de estos álbumes no iba más allá de un atmosférico sonsonete golpeado de bases de hip hop, con la aparición, por momentos, de célebres invitados de la escena urbana subterránea como Odd Future o MF Doom.

Recién en su tercera producción, III (2014) comienza a revelarse el verdadero espíritu de BBNG. Como su primer lanzamiento con material 100% propio, es una muestra intensiva del ADN del cuarteto: jazz instrumental, R&B, hip hop sofisticado y acid funk en la tradición de los discos instrumentales de The Beastie Boys –The in sound from way out! (1996) o The mix-up (2007)-, Martin Medeski & Wood o Fun Lovin’ Criminals, todos pioneros en aquello de combinar la marginalidad del rap con la elegancia del cool jazz. Otros nombres noventeros vienen a la mente al escuchar temas como Triangle o Since you asked kindly (US3, Brand New Heavies) o los ya mencionados Snarky Puppy, pero también se animan a escribir baladas jazz al estilo tradicional como es el caso de Confessions o Differently still

Su cuarto disco oficial, IV (2016) es la confirmación de este perfil cada vez más virtuoso y aventurero, que incluye colaboraciones con músicos como Colin Stetson, saxofonista que ha trabajado con Tom Waits, Arcade Fire, entre otros; o la joven cantante canadiense Charlotte Day Wilson; sin alejarse de sus inicios asociados a lo más oscuro del rap afroamericano, como en el disco Sour soul (2015) a dúo con Ghostface Killah, uno de los fundadores de Wu-Tang Clan. De hecho, tanto en colectivo como de manera individual, los BBNG han trabajado con personajes del rap/hip hop como Kendrick Lamar, Tyler The Creator o MF Doom en diversas producciones. La canción Hedron (del tercer disco) fue incluida en un recopilatorio de remezclas electrónicas en clave de jazz, producido por el sello independiente británico Night Time Stories, en el que coincidieron, a través de la magia digital, con iconos del jazz como Bill Evans, Dorothy Ashby o Nina Simone, entre otros. Este álbum contiene frenéticas composiciones como IV, Speaking gently, sinuosas melodías como en Confessions Part II, Lavender o And that too, y románticas en Chompy’s Paradise o In your eyes.

Después de cinco años de silencio, BadBadNotGood regresó el año pasado con Talk memory (Innovative Leisure Records), su mejor entrega, de lejos. La banda, convertida en trío tras la salida de Matthew Tavares en el 2016, consigue redondear un álbum de exquisitez instrumental, vértigo y psicodelia, que recoge décadas de subgéneros, desde las bandas sonoras de la blaxpoitation setentera hasta los sutiles toques de grupos tan disímiles como Simply Red o Steely Dan, pasando por vuelos psicotrópicos al estilo de Ozric Tentacles, la fantástica banda de space rock del guitarrista Ed Wynne, navegando entre la suave sensibilidad del R&B y densos ataques de jazz-rock cargados de bajos distorsionados, pianos volátiles y saxos complejos. Además, las canciones de Talk memory vienen revestidas de finos arreglos para cuerdas, cortesía de un genio rescatado del pasado, el brasileño Arthur Verocai (76), quien trabajara en los setenta con la crema y nata de la MPB (Gal Costa, Elis Regina, Ivan Lins) y desapareciera del ojo público tras un extraordinario álbum solista editado por Continental Records en 1972 que hoy es artículo de colección.

Los arreglos de Verocai le dan, a canciones como Love proceeding, City of mirrors y Beside April, una calidad cinematográfica de primera, hecho que animó a los BBNG a complementar el lanzamiento de Talk memory con un «álbum visual». Diez realizadores de cortos crearon videoclips para cada canción del disco, que van de lo testimonial y narrativo a lo surrealista y caleidoscópico, una mezcla de conciencia humana con onírico escapismo que convoca a reflexiones en diversos niveles (familiar, medioambiental, educativo). Se trata de un trabajo en el que se resalta el sentido social e idiosincrático del submundo del cual provienen, musicalmente hablando, para complementar con imágenes los impredecibles giros instrumentales de la banda. Temas como Signals from the noise nos hacen pensar, en su primera sección, en las atmósferas electroacústicas de bandas de trip-hop como Portishead o Massive Attack para luego desatar una tormenta de bajo con fuzz con raíz en Rush o Yes, mientras que Timid intimidating o Talk meaning nos recuerdan a clásicos del jazz-rock como Return To Forever, The Mahavishnu Orchestra o Weather Report.

Los BadBadNotGood -que, en abril de este año estarán en uno de los escenarios del Festival Coachella en su primera edición post-pandemia- le rehúyen a ser catalogados como un grupo de jazz. Prefieren declararse de estilo libre y cambiante, aun cuando su evolución los ha llevado, en diez años de arduo trabajo, a ser considerados entre los mejores de su generación. Chester Hansen (29), Leland Whitty (26), Alexander Sowinski (30) y su nuevo tecladista James Hill (28) están preparando una gira para presentar Talk memory por Estados Unidos y Europa, a donde llegan precedidos de su bien ganado prestigio. Este mundo sería un lugar mejor si nuestras juventudes prestaran mayor atención a opciones musicales como esta, que conectan el pasado con el presente con tanta eficiencia y capacidad para convocar emociones que tienen potencial para, en tiempos en que aquello que predomina está marcado por el mal gusto, lo grotesco y la simplonería, sentirse orgullosos por ser diferentes y sofisticados sin perder autenticidad. 

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BadBadNotGood, Música

A veces, la historia del rock la escriben los ganadores. Y, en términos de un género de música popular que ha tenido siempre entre sus principales características la capacidad de figuración y la asociación, por un lado, con los lados luminosos de la vida y, por otro, con los márgenes más salvajes, sórdidos o estridentes de la fama y la fortuna, los ganadores son quienes más llaman la atención ya sea por su imagen, sus vidas exageradas, sus ventas millonarias, sus muertes precoces. 

Por eso, cuando se toca el tema de las mujeres artistas durante el flower power sesentero, es más fácil recordar a Janis Joplin, la extraordinaria cantante de blues, de vida atormentada, voz agresiva y vicios explosivos que acabaron con ella antes de llegar a los 30, que a Joan Baez, la joven de gesto adusto, voz celestialmente lánguida, hablar pausado e ideales profundos. La primera, con absoluta justicia, adquirió el estatus de leyenda que hasta hoy la acompaña, a más de 50 años de su muerte. La segunda acaba de cumplir 81 años y luce espléndida, contando su larga y consecuente trayectoria en defensa de los derechos humanos, la no violencia y la conciencia social.

Joan Baez, nacida en New York en 1941, de padre mexicano y madre escocesa, cantó desde muy niña, entonando melodías tradicionales de folk y gospel en cafés y universidades de diversos estados e incluso países, ya que su familia se mudaba constantemente debido al trabajo de su papá, un reconocido científico que participó en el desarrollo de la tecnología de los rayos X. Su voz de soprano embellecía las composiciones de héroes del folk norteamericano -Pete Seeger, Woody Guthrie- y el extenso catálogo recopilado por Francis James Child (1825-1896), un profesor de Harvard interesado en el folklore de Inglaterra y Escocia, desde canciones costumbristas hasta infantiles y navideñas (conocidas como las “Child Ballads”).

Entre 1960 y 1964, Joan Baez lanzó melancólicos discos acompañada únicamente de una guitarra acústica, a la que arrancaba arpegios sutiles para musicalizar aquellas historias de campos, montañas, familias, héroes de guerra y luchadores sociales. Bajo el sello Vanguard Records y la producción del musicólogo Maynard Solomon, Baez plasmó en una decena de vinilos su capacidad interpretativa, la misma que la llevó a compartir tarimas con la generación rockera y psicodélica de Woodstock. En el documental que registra los tres días del famoso festival, Baez ilumina la oscura madrugada de aquel sábado 16 de agosto de 1969 con un set de 15 canciones, de las cuales la película original solo rescata dos: el clásico spiritual Swing low, sweet chariot (1865); y Joe Hill, acerca de un sindicalista de fines del siglo 19, encarcelado y fusilado por un crimen que no cometió. Esa misma noche, su esposo David Harris estaba también encarcelado por negarse a ir a la guerra de Vietnam. La canción, compuesta originalmente en 1936, fue grabada por Baez en su LP One day at a time (1970).

En el Festival Folk de Newport de 1963, ella invitó al escenario a un joven desgarbado y desconocido que comenzaba a destacar por las canciones que escribía, demasiado profundas para su corta edad. Era Bob Dylan. Desde entonces, para bien y para mal, sus nombres y vidas quedaron entrelazados en una relación romántica y artística que, en su momento, ilusionó a muchas personas. Sin embargo, la naturaleza indómita del futuro Nobel terminó por desgastar aquel intenso romance que jamás se formalizó. 

Dylan se hizo gigante, a pesar de los altibajos de su discografía y de su prolífico camino entre el folk y el rock, entre el compromiso soñador y la indiferencia rebelde. Joan, fiel a su perfil bajo, coronó su carrera con muchos logros musicales como “nueva reina del folk”. Pero, sobre todo, se mantuvo firme y en la sombra, defendiendo aquello en lo que creía. Casi como una Diana de Gales, pero sin el glamour de la realeza ni los paparazzis, Joan se fajó por causas nobles, marchó del brazo con Martin Luther King y lideró, a los 22 años, las masivas protestas civiles cantando el himno gospel We shall overcome ante más de 300,000 personas en Washington, actuó en Woodstock, estuvo presa, soportó bombardeos en Hanoi y en Sarajevo, se unió a Amnistía Internacional. A su propia manera, también se hizo gigante.

Su historia con Bob Dylan ha sido motivo de diversas especulaciones, cruces de miradas y aclares extemporáneos. En una época de relaciones abiertas y compartidas, Joan y Bob vivieron el sueño del amor libre, aparentemente sin mayores compromisos. Sin embargo, cuando ambos decidieron casarse con otras personas (Dylan, en esa época, se emparejó con Sara Lownds, madre de cuatro de sus seis hijos), algo se quebró. Pasaron de compartir el mismo micrófono a lanzarse pullas a través de canciones. Mientras que Dylan habría escrito, siempre con su estilo disperso y metafórico, temas como Visions of Johanna, Lily Rosemary and the Jack of hearts, She belongs to me, entre otros, pensando en ella; Baez fue más directa en títulos como To Bobby, Winds of the old days, la furibunda Oh brother (en respuesta a Oh sister de Dylan) y, especialmente, Diamonds & rust, su canción más emblemática, en la que rememora sus días juntos. Este tema, que da título a su vigésimo disco editado en 1975, fue versionado por la banda británica de heavy metal Judas Priest, en su tercer álbum Sin after sin (1977), un hecho que la cantante describió como “asombroso”. El LP contiene temas de Jackson Browne, Stevie Wonder y los Allman Brothers Band, además de Simple twist of fate, otra composición de Dylan en la que incluso se anima a imitarlo, y Dida, un divertimento vocal en la que participa su amiga, Joni Mitchell.

En 1975-1976 la chispa se encendió de nuevo en la colorida y caótica gira Rolling Thunder Venue, pero sin replicar la magia de sus pueriles escarceos de antaño. En aquel tour – en el que también participaron Roger McGuinn de los Byrds y el icono de la generación beat Allen Ginsberg-, ambos cantan y se divierten juntos. Años después, en 1984, lo intentaron nuevamente en una serie de conciertos junto a Santana, pero la cosa acabó tan mal que Baez abandonó la gira antes de concluirla. Todas estas idas y vueltas han quedado registradas en las dos autobiografías que ha publicado la cantante -Daybreak (1966) y And a voice to sing with (1987), además de los documentales sobre Bob Dylan, Don’t look back (D. A. Pennebaker, 1968), No direction home (Martin Scorsese, 2005), Rolling Thunder Revue, también de Scorsese  (disponible en Netflix) y How sweet the sound (2009), de la serie American Masters de PBS, dedicado a Baez. Recientemente, la cantante presentó en su cuenta de Instagram unos retratos de Dylan, con reflexiones acerca de este importante capítulo de su vida.

From every stage (A& M Records, 1976) es un álbum en vivo en el que puede apreciarse la calidad vocal de Joan Baez que, en canciones como la abridora (Ain’t gonna let nobody) Turn me around, hace pensar en vocalistas modernas como Adele o Björk. Acompañada por músicos de primera como Larry Carlton (guitarra), James Jamerson (bajo), Dave Briggs (teclados) y Jim Gordon (batería), Baez ofrece versiones excelentes de Suzanne de Leonard Cohen; Stewball, una tradicional melodía británica del siglo 19 que le sirvió de base a John Lennon para su single navideño Happy Xmas (War is over) de 1971; dos clásicos de The Band –I shall be released y The night they drove Old Dixie down– el cántico gospel Amazing grace y un puñado de clásicos de Dylan, además de sus propias composiciones. Otro punto importante en su discografía fue Gracias a la vida (1974), su única producción en español, que contiene clásicos latinoamericanos como Cucurrucucú paloma, Guantanamera, De colores, Te recuerdo Amanda y el tema-título, de la chilena Violeta Parra. En su quinto LP, Joan Baez/5 (1964) incluyó una versión de O’ cangaceiro, base de lo que todos nosotros conocemos aquí como Mujer hilandera, popularizada por Juaneco y su Combo en los setenta. Y no olvidemos su trabajo con Ennio Morricone en el film Sacco & Vanzetti (Giuliano Montaldo, 1971), acerca de dos inmigrantes italianos sentenciados a muerte injustamente en los Estados Unidos durante los años veinte.

En las décadas siguientes, Joan Baez estuvo muy activa, tanto en lo personal como en lo artístico. A inicios de los ochenta mantuvo una breve relación sentimental con Steve Jobs, el genio de Apple, a pesar de la diferencia de edad (ella tenía 41 y él, 27) e incluso cantó en los funerales del icono tecnológico en el 2011. En 1985 participó en Live Aid y luego viajó a Checoslovaquia, donde colaboró con Václav Havel, primer presidente democrático de ese país. Compartió su vida musical con su activismo político, participando en cuanto tema social le fue posible. Se involucró con Amnistía Internacional, hizo campañas a favor de la desactivación de minas antipersonales, medioambientalistas y en defensa de la comunidad LGTBI. En el 2008 apoyó activamente la candidatura presidencial de Barack Obama y fue, después, dura crítica de Donald Trump. 

Entre sus álbumes más destacados de los últimos tiempos podemos mencionar Play me backwards (1992), Dark chords on a big guitar (2003) y Whistle down the wind (2018), su última producción oficial en las que, además de sus propias canciones, Baez interpreta a compositores como Tom Waits, Mark Knopfler, Mary Chapin Carpenter, Natalie Merchant y Steve Earle. El año previo a la pandemia, 2019, realizó su gira de despedida con varios shows en Estados Unidos y Europa. Un año después, Baez fue reconocida con el Kennedy Center Honors 2020, por sus contribuciones a la música norteamericana, un merecido homenaje para la voz de los sesenta.

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Joan Baez, Música

Si lo pensamos detenidamente, ninguna de las bandas de pop-rock y su infinito abanico de variantes cuyos nombres son acrónimos ha tenido nunca la intención de enviar mensajes cifrados o subliminales. 

Recuerdo que, hace ya varias décadas, hubo un intento de hacer creer a la opinión pública que Kiss («beso» en español), nombre del cuarteto enmascarado más famoso del mundo, era una sigla que escondía propósitos demoníacos («Knights In Satan’s Services» o «Caballeros al Servicio de Satán», nada menos) y, también hace años, a algún creativo pionero de las fake news se le ocurrió decir que Ac/Dc significaba «Antes de Cristo/Después de Cristo», un disparate ya que los hermanos Angus y Malcolm Young no hablaban ni una palabra de español cuando armaron este grupo, en la lejanísima Australia (por cierto, Ac/Dc es la abreviatura en inglés para la indicación del tipo de corriente eléctrica, alterna o directa, que seguro estos músicos vieron desde niños en la cortadora de césped de sus padres). 

En esos tiempos también se decía que Hotel California (Eagles, 1976) era una canción satánica y que si ponías a girar al revés el single Another one bites the dust de Queen, del álbum The game (1981), se escuchaban claramente frases de adoración al diablo y al consumo de marihuana. Épocas en que no existían Google ni Wikipedia para desbaratar esta clase de errores esparcidos por DJs sin ningún rigor informativo. 

Hablando de acrónimos, podemos mencionar casos como el de R.E.M. (Rapid Eye Movement) que hace alusión a un hecho fisiológico relacionado al sueño; O.M.D. (Orchestral Manouvres in the Dark), línea de una de las primeras composiciones del dúo electropop que popularizó temas como Enola Gay o Electricity; E.L.O. (Electric Light Orchestra), otro nombre producto del azar; R.E.O. Speedwagon, que homenajea al pionero de la industria automotriz Ransom E. Olds; W.A.S.P., grupo de heavy metal ochentero que nunca llegó a esclarecer qué significaba su nombre, si una pandilla de degenerados («We Are Sexual Perverties») o de protestantes racistas («White Anglo-Saxon Protestants»); o S.O.D. (Stormtroopers Of Death), el proyecto alterno de Scott Ian y Charlie Benante de Anthrax, cuyo nombre podría ser el de personajes de algún cómic o película de ciencia ficción. Y ni hablar de conjuntos como Abba, Nsync, B.T.O. o CSN&Y, que son las letras de los nombres de sus integrantes.

Pero hay una banda que sí decidió lanzar, desde una sigla, una clara y abierta diatriba contra la sociedad y la política de su tiempo. Formado en Texas y forjado en Los Angeles, a donde se mudaron tras el lanzamiento de sus primeros demos, durante los años duros del gobierno republicano de Ronald Reagan, un cuarteto integrado por el cantante/gritante Kurt Brecht, su hermano Eric en la batería, Dennis Johnson en el bajo y el guitarrista Spike Cassidy, disparó una llamarada de hardcore punk bajo el nombre D.R.I. que, al desplegarse, hizo levantar la ceja a más de uno: Dirty Rotten Imbeciles («sucios podridos imbéciles»).

Aunque la sigla surgió de algo que decían los demás sobre ellos, por el insoportable ruido que producían sus primeros ensayos, allá por 1981, en el garage de la familia Brecht, el contexto de sus letras respalda la teoría de que, además de ese cinismo autodestructivo, el nombre también funcionaba como un abierto insulto a los destinatarios de sus amargas canciones: los eternos políticos, militares, empresarios, periodistas, personajes de farándula, abogados y sacerdotes que, detrás de sus respetables apariencias, cocinan actos de corrupción, componendas, campañas de desinformación, hipocresías y demás iniquidades, en cualquier país e idioma del mundo. Al margen de todo, D.R.I. se convirtió en una reconocida banda subterránea y, a su manera, dejó un fuerte impacto tanto en la escena del punk extremo como en las huestes del thrash metal que llegaba de la Costa Oeste, con las que estableció fuertes nexos a mediados de la década de los ochenta.

Como todas las bandas seminales del hardcore punk -Black Flag, Minor Threat, Bad Religion y, especialmente, los Dead Kennedys-, D.R.I. arremetió contra el establishment con furibundas letras cargadas de inconformismo nihilista y ese sonido violento que buscaba destruir no solo el concepto original del punk británico de los setenta, más asociado al rock y, en sus últimos tramos, al reggae y el ska; sino también las ondas más estilizadas y potencialmente comerciales de sus dos derivados, el post-punk y la new wave, como nuevos abanderados de la subcultura del «Do It Yourself» («hazlo tú mismo» o simplemente DIY), ubicada en las antípodas de la sofisticación, tanto sonora como de imagen, que caracterizó a los grupos surgidos tras la caída de los Sex Pistols y The Clash.

De hecho, uno de los primeros logros en la carrera de los D.R.I. fue salir como teloneros de, precisamente, Dead Kennedys, la controversial banda liderada por Jello Biafra que, entre 1978 y 1986 sacudió a su público -y, en menor medida, al público en general, debido a la obvia inexistencia de su grupo en canales de difusión convencionales o no subterráneos-, con sus agresivos, cuestionadores y  malcriados temas que iban del hardcore al punk rock de sonido tradicional, como Holiday in Cambodia (1980) o Too drunk to fuck (1981), ambos de casi nula rotación en radios y televisoras como MTV o BBC. Pero poco después, D.R.I. decidió expandir su estilo y moverse hacia el thrash metal, sin dejar del todo la actitud y la cacofonía de sus inicios.

Sus dos primeros lanzamientos, Dirty Rotten LP (1983) y Dealing with it! (1985, además del EP Violent pacification, en medio de ambos) son unas tormentas de distorsión guitarrera, baterías desordenadas y frenéticas, voces agresivas y casi inaudibles, de urgencia desmedida (Dirty Rotten LP dura menos de 20 minutos y tiene 22 canciones, algunas no llegan ni a los 30 segundos). A partir del tercer álbum, titulado Crossover (1987), es que D.R.I. -con su alineación definitiva: Kurt Brecht, Spike Cassidy, Josh Pappe y Felix Griffin en bajo y batería- comenzó a modificar y pulir su sonido, con canciones más estructuradas y de duración más o menos normal, como los clásicos del thrash Anthrax o Kreator, con quienes solían alternar. En este disco están incluidas dos de sus canciones más representativas, Hooked y The five year plan

El término «crossover», usado para definir el puente que tendían entre el hardcore punk y el metal -más por cuestiones de intuición visceral que por sesudas pretensiones de cambios estilísticos- se usó a partir de aquel disco para etiquetar un subgénero híbrido, «crossover thrash» o simplemente «crossover» que después usaron, de manera aleatoria, otros grupos como Corrosion Of Conformity, Suicidal Tendencies o Nuclear Assault. Sin embargo, el rótulo no es exclusividad de la música extrema, pues también suele usarse para denominar el cruce de artistas pop que cantan en dos idiomas -José Feliciano, Gloria Estefan, Abba, la generación de baladistas italianos y franceses de los años setenta- y aquellos que combinan lo clásico con el pop, como Plácido Domingo, Josh Groban, Sarah Brightman o Il Divo y sus afines (Il Volo, The Ten Tenors, etc.).

Luego de Crossover, siguieron los álbumes 4 of a kind (1988) que contiene Suit and tie guy y All for nothing, conocidas para cualquier metalero que se respete; Thrash zone (1989), Definition (1992) y Full speed ahead (1995), su última producción oficial. Después, la banda entró en receso debido a que Spike, el guitarrista, fue diagnosticado con cáncer, enfermedad que afortunadamente superó. Después del lanzamiento de un extraño EP de cuatro canciones, But wait… there’s more! (2016), los D.R.I. no han vuelto a ingresar a los estudios, pero sí se han mantenido activos en giras mundiales, como las que los trajeron hasta Lima, en tres ocasiones (2002, 2008 y 2016). 

Las bandas de hardcore punk tienen un propósito muy concreto: gritar verdades a la cara sin el más mínimo filtro ni corrección social o política. Los antivalores que promueven -anarquismo, incredulidad, rabia incontenible, cinismo, apatía hacia el futuro y una abierta postura antisocial- hace que sean difíciles de digerir por el público convencional, que suele reaccionar con comprensible rechazo frente a estos escupitajos de sinceridad gruesa e indignada, cargados de insultos y frases demoledoras e intransigentes. Dicho sea de paso, esta movida informó ampliamente tanto a nuestra primera generación “subte” (Narcosis, Eutanasia, Leusemia, Zcuela Crrada, etc.), como al punk vasco (La Polla Records, Kortatu) y de otros países como Inglaterra (The Exploited, Discharge), Brasil (Ratos de Porão) y un largo etcétera. 

Y, aunque no siempre sea posible suscribir todas y cada una de sus ideas o conductas -muchas de las cuales nacen de una agresiva rebeldía cultivada desde infancias y adolescencias disfuncionales o difíciles- las letras de estas canciones y la subcultura del hardcore, en general, reflejan lo que muchas personas de bien pensamos de personajes como los que llenan nuestras secciones de política local, que encarnan a la corrupción institucionalizada y que parecen siempre capaces de salirse con la suya, solo por el poder de la plata (como cancha). O de publicaciones supuestamente finas que colocan en sus portadas a hombres y mujeres que han amasado fama y fortuna haciendo daño a la sociedad durante años, ya sea desde la televisión o sus oscuros nexos con la política y venden sus imágenes como si se tratara de gente admirable cuando, para describirlos, basta pensar en estas tres letras: D.R.I.

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AC/DC, bandas de pop-rock, D.R.I., Música, Queen

Ahora, en medio de la crisis de valores artísticos que atraviesa la música latina, el nombre de La Sonora Ponceña suena casi como de culto, conocido por una minoría de viejos nostálgicos y músicos activos -o frustrados, como quien esto escribe- incapaz de competir en popularidad y masificación con las babosadas reggaetoneras, el oligofrénico latin-pop, la escandalosa timba cubana y sus bailes grupales achorados. Pero hubo un tiempo en que sus canciones eran éxitos en las radios locales y fijas en las fiestas de Año Nuevo. 

La Sonora Ponceña y El Gran Combo, los Beatles y los Stones de la salsa portorriqueña, fueron el bastión que mantuvo vivo al género en una década, la de los ochenta, dominada por las primeras asonadas del cambio generacional que se trajo abajo el sonido clásico de la década anterior -la «salsa sensual» de Eddie Santiago e Hildemaro- y los estilos como el crossover de los Estefan y su Miami Sound Machine, el merengue hip-hop de Lisa M y el proto-reggaetón de El General que, casi sin quererlo, iniciaron el proceso de degradación del sonido latino que hoy muchos padecemos y lamentamos.

Con casi setenta años de trayectoria, La Sonora Ponceña -nombre que es un doble homenaje: a Ponce, su ciudad de origen, «La Perla del Sur» de los boricuas; y a La Sonora Matancera, madre nodriza de los ritmos afrocaribeños- sigue en pie. Pocos saben que este conjunto es, básicamente, un emprendimiento familiar, un trabajo de padre e hijo que, gracias al brillante talento de un niño prodigio, destacó de forma independiente en una escena controlada por un solo sello discográfico -Fania Records- que, después, y debido a ese fulgor propio, lo adoptó a su catálogo.

Enrique «Quique» Lucca fundó, en 1944, el Conjunto Internacional, inspirado en la Sonora Matancera y las orquestas de Arsenio Rodríguez, el ciego maravilloso de la música cubana pero, ante el reducido impacto, la desactivó poco después. Para su segundo debut, a mediados de los años cincuenta, ya como La Sonora Ponceña, don Enrique contó con un arma secreta, su pequeño hijo de 12 años, Enrique, un virtuoso del piano que sorprendía a las audiencias con su precisión y velocidad. Siempre de la mano de su padre, que dirigía la orquesta y tocaba la guitarra, el joven Enrique, a quien todos en casa llamaban «Papo», fue evolucionando hasta convertirse en un creativo arreglista y extraordinario multi-instrumentista.

Como pianista, Papo Lucca es un verdadero monstruo, al nivel de otros grandes del piano salsero como Richie Ray, Larry Harlow o los hermanos Eddie y Charlie Palmieri. Rubén Blades llegó a referirse a él como “el mejor pianista del mundo”. Su inventiva le dio sonido propio a La Sonora Ponceña que, bajo su dirección, ha producido un total de 34 álbumes, la mayoría de ellos grabados bajo el sello Inca Records, luego absorbido por la empresa discográfica de Jerry Masucci. Lucca incluso tocó con la Fania All-Stars, reemplazando a Larry Harlow cuando se concentró más en su rol de productor, en alucinantes álbumes como Fania All-Stars Live (1978), Habana Jam (1979), Lo que pide la gente (1984), entre otros.

Entre 1968 y 1983, La Sonora Ponceña impuso su estilo muscular e intenso con serias descargas de salsa y latin jazz de alto calibre, al estilo de otras orquestas de la época como La Selecta de Raphy Leavitt, los Hermanos Lebrón o el grupo de Willie Rosario, sin olvidar a los ya mencionados El Gran Combo, sus compadres y cómplices. Temas como Prende el fogón (Desde Puerto Rico a Nueva York, 1973), Bomba carambomba, El pío pío (Musical conquest, 1976), Boranda (El gigante del sur, 1977, escrita por el guitarrista brasileño Edu Lobo), Canto al amor (Explorando, 1978), Timbalero (New heights, 1980), Ramona (Night raider, 1981), Remembranza (Unchained force, 1981), Yambequé (Determination, 1982), son clásicos del cancionero salsero, marcados por la fuerte presencia de la sección metales, conformada por los trompetistas Delfín Pérez, Ramón “El Cordobés” Rodríguez, Ángel Vélez, Humberto Godineaux, entre otros. 

Pero de todos esos éxitos destaca, por supuesto, Fuego en el 23, composición original de Arsenio Rodríguez que se convirtió en su marca registrada, gracias a los poderosos arreglos de Papo Lucca. El tema, que da título al segundo LP de la Ponceña, publicado en 1969, fue grabado en aquella ocasión por los cantantes Luigi “El Negrito del Sabor” Texidor y el colombiano Tito Gómez (quien, años más tarde, sería vocalista principal del Grupo Niche). Años después, en el LP Jubilee (1985), hicieron una nueva versión que reactualizó su popularidad. También fueron vocalistas en aquella primera etapa Miguel Ortiz, Antonio «Toño» Ledee y Yolanda Rivera, una de las pocas cantantes femeninas de salsa de esa época, quien estuvo en la Ponceña entre 1977 y 1983, registrando éxitos como Ahora sí, Hasta que se rompa el cuero o Madrugando, con un timbre muy parecido al de Celia Cruz. De hecho, la recordada sonera cubana alternó también con la banda en el LP La ceiba (1979), que incluyó temas como Soy antillana, La ceiba y la siguaraya y una adaptación del vals Fina estampa, de Chabuca Granda.

Pero si en esos quince años La Sonora Ponceña se estableció como una fuerza vital de la música afro-latino-caribeño-americana (como seguro diría Luis Delgado Aparicio Porta, «Saravá»), a partir de la segunda mitad de los ochenta cosechó una imparable cadena de éxitos, siempre gracias al empuje de los Lucca, quienes recompusieron la orquesta y armaron un nuevo y carismático cuarteto de cantantes, integrado por Héctor «Pichie» Pérez, Manuel «Mannix» Martínez, Edwin Rosas y Danny Dávila, con álbumes como Jubilee (1985), Back to work (1987) y On the right track (1988). A esta época pertenecen temas como Te vas de mí, Sola vaya, Como amantes o Yaré, de amplia rotación en las programaciones radiales de esos años. 

La Sonora Ponceña desarrolló, además, una fórmula que le dio personalidad única a sus lanzamientos discográficos. Desde 1980 en adelante, todos sus discos llevaron títulos en inglés aun cuando su contenido estuviese cantado, al 100%, en español. Por otro lado, sus carátulas presentaban creativas ilustraciones de estética cómic, con personajes entre mitológicos y caballerescos -soldados medievales, con escudos, espadas y yelmos, dragones, caballos alados, guerreros tribales-, firmadas por el artista neoyorquino Ron Levine, que trabajó extensamente para Fania Records, particularmente en diseños de LPs de Willie Colón, Ismael Miranda y Héctor Lavoe.

Papo Lucca es, además de habilidoso pianista, muy eficiente con el tres y la trompeta. En las grabaciones ochenteras de la Ponceña, introdujo además los sintetizadores. Por otro lado, enriqueció el catálogo de su orquesta adaptando al lenguaje salsero composiciones del trovador cubano Pablo Milanés como Canción (más conocida como De qué callada manera, del álbum Back to work, 1987); Sigo pensando en ti (On the right track, 1988, que Milanés tituló simplemente Ya ves); o El tiempo, el implacable, el que pasó, del LP Into the 90’s (1990).

Canción para mi viejo (Birthday party, 1993), fue el primer homenaje que Papo Lucca hizo a su padre. Luego vendría el disco 10 para los 100 (Pianissimo Records, 2012), para celebrar el centenario de don Enrique “Quique” Lucca-Caraballo, fundador de La Sonora Ponceña (finalmente fallecería poco antes de cumplir 104 años, el 9 de octubre del 2016). También han fallecido el cantante Antonio “Toñito” Ledee (1986), el bajista y fundador Antonio “Tato” Santaella (1989), el timbalero Jessie Colón (2005), el sonero Tito Gómez (2007) y, recientemente, otros dos de sus ex integrantes: el bajista Luis “Papo Valentín” Martínez y el cantante Manuel “Mannix” Martínez, en julio y diciembre del 2021, respectivamente.

Aunque su discografía es esencialmente salsera, La Sonora Ponceña ha grabado también boleros, merengues y, sobre todo, piezas instrumentales de latin-jazz, como Nocturnal (1977), A night in Tunisia (1980, clásico de Dizzy Gillespie), Woody’s blue (1984), Capuccino (1988, original de Chick Corea) u Homenaje a tres grandes del teclado (1990). Como solista, Papo Lucca, el pequeño gigante del piano, ha lanzado dos discos de música instrumental, Latin Jazz (1993) y Papo Lucca and The Cuban Jazz All-Stars (1998, que incluye versión especial del clásico del pop ochentero Sweet dreams de Eurythmics), en los que demuestra su alto nivel de destreza, combinando ataques arrebatados y sutiles. Además, ha grabado con estrellas de la salsa como Ismael Quintana, Alfredo de la Fe, Pete “El Conde” Rodríguez y muchos otros (ver aquí al maestro Papo Lucca en acción junto a Larry Harlow y Eddie Palmieri).

El siglo 21 encontró a la orquesta con mucha actividad, en especial por sus conciertos de aniversario, los famosos «Jubileos», con la participación de ex integrantes de distintas etapas e invitados especiales como los cantantes Andy Montañez y Carlos “Cano” Estremera, los pianistas Danilo Pérez y Luisito Carrión o el mismísimo Johnny Pacheco. Discos como 45 Aniversario (en vivo, 2000), Back to the road (2003) o Trayectoria + Consistencia (2010) no hacen más que confirmar el estatus de leyenda que poseen, merecidamente, Papo Lucca, actualmente de 75 años, y su entrañable orquesta. 

El último año, ya con personal totalmente renovado, La Sonora Ponceña editó dos álbumes: Hegemonía musical y Christmas Star. En el primero, Papo Lucca añade títulos nuevos al catálogo ponceño con temas como Salsa que cura to’ (sobre la pandemia), Nadie toca como yo y el instrumental Caminando con mi padre; y el segundo es la cuarta producción navideña de este conjunto que ha hecho bailar a toda Latinoamérica por casi siete décadas y sigue produciendo salsa dura con clase, música latina de calidad. De esa que ya no hay.

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Hace solo un par de semanas, el 19 de diciembre, el mundo del llamado pop operístico o crossover quedó sorprendido por la noticia de la muerte de Carlos Marín, barítono de 53 años edad e integrante del exitosísimo cuarteto vocal Il Divo, creado en el 2004 por el conocido productor británico Simon Cowell. Marín, español nacido en Alemania, falleció por complicaciones del COVID-19, hecho que dejó aun más atónitas a sus miles de seguidoras pues se trataba de una persona joven, con un estilo de vida saludable y con todas las condiciones para mantenerse a salvo de esta atroz pandemia.

Y, a pesar de que la lista de nombres es profusa, lo más probable es que muchos no sean tan reconocibles a la primera mención, salvo casos demasiado notables como el baterista Charlie Watts (24 de agosto, 80), legendario baterista de los Rolling Stones, sin lugar a dudas la muerte que más titulares y obituarios produjo. Otros rockeros de su generación, como su compatriota Gerry Marsden, líder de Gerry & The Pacemakers -pioneros de la primera Invasión Británica- o el vocalista y guitarrista de The Monkees, Michael Nesmith, una de las personalidades fundamentales de la radio y la televisión sesentera en los EE.UU., fallecieron a los 78 años ambos, el 3 de enero y el 10 de diciembre, respectivamente.

En líneas generales, podemos decir que la música en español ha sido protagonista en cuanto a notas luctuosas. Desde emblemáticas figuras como el cantante mexicano Vicente Fernández (12 de diciembre, 81); los dominicanos Johnny Pacheco (15 de febrero, 85) y Johnny Ventura (28 de julio, 81), importantes figuras de la salsa y el merengue; hasta los trovadores Vicente Feliú (17 de diciembre, 74) y Patricio Manns (25 de septiembre, 84), muy conocidos en Cuba y Chile como azuzadores de los movimientos de canción-protesta desde finales de los sesenta, tenemos una variopinta relación de estrellas de la música que han dejado su huella imborrable este 2021.

El rock argentino ha perdido varias luminarias: Gabriel Ruiz Díaz, energético bajista y fundador de Catupecu Machu (23 de enero, 45); el saxofonista y cantante Willy Crook (27 de junio, 55); los históricos Rodolfo García (4 de mayo, 75), baterista de Almendra, banda auroral de rock en español creada por Luis Alberto Spinetta y luego fundador de Aquelarre; y Rinaldo Rafanelli (25 de junio, 71), bajista que tocó con Sui Generis, Color Humano, Seleste y Polifemo, estas dos últimas lideradas por David Lebón. Por cierto, el célebre guitarrista y cantante sufrió este año la pérdida de su hijo Tayda, artista trans que se suicidó el 14 de octubre. Por su parte, los peruanos amantes del rock latino lloraron la muerte del vocalista de Los Violadores, Enrique Chalar, más conocido por todos como Pil Trafa. Pero si hablamos de históricos, no podemos olvidar a Billy Cafaro, quien a inicios de los sesenta impuso éxitos rocanroleros como Personalidad o Pity, pity. Cafaro falleció a los 84 años, el 4 de septiembre.

La salsa también sufrió duros golpes este año. Además de los ya mencionados Pacheco y Ventura, nos dejaron este 2021 el sonero portorriqueño Paquito Guzmán (9 de diciembre, 82), intérprete de conocidas salsas ochenteras como Cinco noches y Doce rosas; el bongosero y bailarín Roberto Roena, líder de la Apollo Sound e integrante original de la Fania All Stars (23 de septiembre, 81) y el extraordinario pianista norteamericano Larry Harlow, alias “El Judío Maravilloso”, columna vertebral del sonido de la salsa dura (20 de agosto, 82). El 1 de septiembre falleció, víctima del COVID-19, la leyenda de la salsa cubana Adalberto Álvarez, con una larga trayectoria dirigiendo orquestas de salsa, son y timba. Otros personajes notables: Ralph Irizarry (5 de septiembre, 67), timbalero de Seis del Solar, la orquesta ochentera de Rubén Blades; Héctor “Tempo” Alomar (9 de mayo, 70), conocido en nuestro medio por la canción Cómo te hago entender que grabara en 1996 con la orquesta de Roberto Roena; Manuel “Mannix” Martínez (29 de diciembre, 66), vocalista de La Sonora Ponceña entre 1983 y 1996, periodo de éxitos como Canción, Sigo pensando en ti, Sola vaya, entre otros.

En nuestro país, recordamos a los siguientes destacados músicos: Filomeno Ballumbrosio (18 de marzo, 59), reconocido por su trabajo junto a Miki Gonzáles en los ochenta; el bolerista Guiller (25 de junio, 79); el promotor de conciertos de rock Eduardo “El Mono” Chaparro (2 de febrero); y el vocalista de Actitud Frenética, considerada la primera banda grunge del país, Ronald “Ronieco” Padilla (12 de diciembre, 50). Otros músicos de la región: el quenista argentino Jorge Cumbo (28 de octubre, 78); el cantautor César Isella (28 de enero, 82), ex integrante de Los Fronterizos y compositor del himno latinoamericano Canción con todos (1969); el pianista clásico brasileño Nelson Freire (1 de octubre, 77); y el saxofonista mexicano Eulalio “Sax” Cervantes (14 de marzo, 52), miembro de La Maldita Vecindad y Los Hijos del 5to. Piso, quien falleciera víctima de COVID-19.

El 5 de julio, a los 74 años, la diva italiana del pop, Rafaella Carrá, dejó a sus fans una estela de sentimientos encontrados, la tristeza por su partida y la algarabía de ver cómo públicos modernos escuchaban con reverencia sus vanguardistas alegatos de libertad sexual femenina. Milva, otro tipo de diva italiana, dejó el mundo físico a los 81 años, el 23 de abril. Maria Ilva Biolcati, su verdadero nombre, será recordada por sus sofisticadas grabaciones acompañada por grandes de la música mundial como el argentino Astor Piazzolla, el italiano Enio Morricone o el griego Mikis Theodorakis quien, por cierto, también partió este año, el 2 de septiembre, a los 96. Y Georgie Dann, autor e intérprete de Moscú, éxito radial de 1980, falleció en Madrid a los 81 años, el 3 de noviembre.

Chick Corea (9 de febrero, 79), poseedor de una impresionante discografía como solista y líder de bandas como Return To Forever y The Chick Corea Akoustic/Electrik Band, pasó a la historia como uno de los tecladistas de Miles Davis durante su etapa más eléctrica, en álbumes como In a silent way (1969) o Bitches brew (1970). Otros nombres importantes incluyen al director cubano de orquestas de latin-jazz Arturo “Chico” O’Farrill (27 de junio, 79); el pianista de bebop Dr. Lonnie Smith (28 de septiembre, 79) que recordaba a Sun Ra por sus extravagantes turbantes; el guitarrista y compositor Pat Martino (1 de noviembre, 77). George Wein, productor de conciertos y fundador de los festivales de Newport y New Orleans, falleció el 13 de septiembre, a los 95.

Pero si hablamos de productores, Phil Spector será el más recordado por crear el llamado Muro de Sonido (Wall Of Sound) a través de densos arreglos orquestales que le dieron sello particular a cientos de producciones musicales de soul, R&B y rock por más de 40 años, especialmente para artistas como The Righteous Brothers, The Ronettes, Ike & Tina Turner y, en 1970, el álbum Let it be de los Beatles, al cual recubrió de grandiosidad sinfónica para desmayo de Paul McCartney. Marcado por una vida violenta y desordenada, Spector murió preso, a los 81 años, el 16 de enero, mientras cumplía una condena a 19 años por asesinato. Herbie Herbert (73), productor de Santana y Journey, banda a la que formó en 1973, dejó de existir el 25 de octubre debido a una prolongada enfermedad. Finalmente, Marsha Jean Ruttenberg, más conocida en el mundo del metal como Marsha Zazula (10 de enero, 68), quien fundara junto a su esposo John Z el sello Megaforce Records, donde surgieron las principales bandas de thrash como Metallica, Anthrax, Overkill, entre otras.

Mick Rock (18 de noviembre, 72) es parte de la historia gráfica del rock. Sus fotografías ilustraron la escena musical en sus años más brillantes, como aquella que sirvió de carátula al LP Queen II (1972) y que hasta ahora identifica al cuarteto británico. David Bowie, Iggy Pop, Lou Reed, Sex Pistols, todos pasaron por su ojo visionario. Por su parte, el documentalista Leon Gast, director de Our latin thing (1972), que cuenta la historia de la Fania All-Stars y The Grateful Dead Movie (1974), un acercamiento a la residencia de cinco fechas que tuvo la banda de Jerry García en el festival de Winterland en San Francisco, murió a los 85, el 8 de marzo.

La escena del pop-rock mundial cuenta, entre sus nuevos ángeles, al bajista y cantante Joe Michael “Dusty” Hill, del trío tejano ZZ Top (27 de julio, 72); Tim Bogert, también bajista de Vanilla Fudge y Cactus, bandas históricas del periodo psicodélico (13 de enero, 76); B. J. Thomas (29 de mayo, 78), famoso por su interpretación de Raindrops keep falling on my head, exitazo de 1969; Don Everly (21 de agosto, 84), del influyente dúo The Everly Brothers, creadores de Wake up little Susie o Bye bye love; Hilton Valentine, guitarrista de The Animals (29 de enero, 77); John Lawton (29 de junio, 74), vocalista que reemplazó desde 1976 a David Byron en Uriah Heep; el violinista de Kansas Robbie Steinhardt (17 de julio, 71), cuyas intensas líneas en el clásico de 1977 Dust in the wind aun escuchamos; Alan Lancaster (26 de septiembre, 72), bajista de Status Quo; Dennis “DT” Thomas, saxofonista original de Kool & The Gang (7 de agosto, 70); y la cantautora Margo Guryan (8 de noviembre, 84), que logró presencia en radios en 1968 con el single Sunday mornin’.

Siguen firmas. David Longdon, cantante y multi-instrumentista de la banda británica de neo-progresivo Big Big Train, falleció a los 56 años, el 20 de noviembre, tras un extraño accidente casero. Meses antes, el 26 de julio, el baterista original de Slipknot, Joey Jordison, murió de una rara afectación neurológica, apenas a los 46. Dos exponentes del metal extremo, el guitarrista finés Alexi Laiho (4 de enero), de Children Of Bodom; y Lars-Göran Petrov (7 de marzo), de los noruegos Entombed, perdieron la vida a los 41 y 49 años, respectivamente. Por su parte, el guitarrista de Cinderella, Jeff LaBar, dejó de existir a los 58 años, el 14 de julio.

Un nivel más profundo en la escala de conocedores, podemos mencionar por ejemplo a personalidades como John Goodsall (11 de noviembre, 68), guitarrista y factótum de Brand X, super combo británico de jazz-rock y progresivo que tuvo entre sus filas, entre 1975 y 1979, a Phil Collins como baterista; Rick Laird (4 de julio 80), bajista irlandés de The Mahavishnu Orchestra, otra importante exponente del jazz-rock liderada por el británico John McLaughlin; Richard H. Kirk (21 de septiembre, 65), miembro fundador de Cabaret Voltaire, uno de los colectivos de música electrónica de vanguardia más longevos, activos desde 1973; Emmett Chapman (1 de noviembre, 85), músico norteamericano inventor del Chapman Stick, instrumento cordófono que integra guitarra y bajo, usado extensamente por Tony Levin (Peter Gabriel, King Crimson), Nick Beggs (Kajagoogoo, Steven Wilson), entre otros; Paddy Moloney (11 de octubre, 83), multi-instrumentista y líder de The Chieftains, grupo señero del folklore celta; Graeme Edge, batrista original de The Moody Blues (11 de noviembre, 80); Mary Wilson (8 de febrero, 76), vocalista de The Supremes; y Billy Conway (19 de diciembre, 65), baterista de la oscura y poco conocida banda de jazz-rock Morphine.

Finalmente, el reggae se vio severamente golpeado por la muerte este año. Dos leyendas del género, Bunny Livingston Wailer (2 de marzo) y Lee “Scratch” Perry (29 de agosto) fallecieron a los 73 y 85 años, respectivamente. El primero conformó, junto a Peter Tosh y Bob Marley, el corazón de The Wailers. El segundo inventó el dub a partir de su prodigioso sentido del oído y del ritmo, que lo llevó a ser uno de los productores más solicitados en la escena pop-rock de los setenta y ochenta. Ub40, el grupo más famoso de reggae, perdió a dos de sus integrantes fundamentales, el cantante y MC Terence “Astro” Wilson (6 de noviembre, 64) y el saxofonista Brian Travers (22 de agosto, 62). El percusionista cubano-jamaiquino Alvin “Seeco” Patterson, también de la etapa clásica de Bob Marley & The Wailers, falleció a los 90, el 1 de noviembre. Los días 8 y 9 de diciembre partieron, de manera sucesiva, otras dos importantes figuras de la onda rastafari: el bajista Robbie Shakespeare (68) quien, junto al baterista Sly Dunbar formaron una solicitada base rítmica conocida como Sly & Robbie; y Garth Dennis (72), fundador de los pioneros del dub y el dancehall Black Uhuru.

Como vemos, este recuento nos viene dejando una idea clara, desde hace prácticamente una década: estamos asistiendo a la desaparición física de aquellos creadores que fueron referentes de diversas épocas y estilos. Para quienes consideramos la música como parte fundamental de la vida, esto constituye un serio golpe a la sensibilidad de un mundo cada vez más corroído por la viruta de lo banal, lo grosero y lo burlesco. Se van los talentosos, los innovadores, los referentes. Se quedan los reggaetoneros, la gritona cumbiamba de los conductores de Yo Soy y Esto Es Guerra, la farándula grotesca del Grammy Latino.

 

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In Memóriam, Música

Desde hace ya varias décadas, la avalancha publicitaria y el mantenimiento de una serie de «tradiciones» que más bien son distorsiones configuran el concepto de lo que significa la Navidad para el mundo moderno. Algunas de estas distorsiones fueron excelentemente descritas, hace algunos años, por el periodista Wilfredo Ardito en un artículo titulado «La fiesta de la nueva fe», que publicó originalmente en un blog de la Católica y yo recuperé en mi propio blog, Quiero Hablar

Pero entre todas esas cosas que se alejan tanto de la Navidad, entendida tanto por creyentes como por no creyentes como la celebración del nacimiento, en medio de una pobreza y una humildad que actualmente viven en carne propia cientos de miles de seres humanos, de Jesucristo. En medio de todas esas tradiciones que se confunden y revuelven hasta casi perderse entre las exageraciones de la modernidad, hay una que se mantiene inalterable: escuchar música navideña. 

Los Villancicos o Canciones de Navidad permanecen entre nosotros llenando el ambiente de una alegría infantil, esa ilusión que nos conecta con aquellas cosas inocentes cada vez más extraviadas en los pantanos farragosos en los que se encuentra sumergida nuestra sociedad de consumo y farándula. Y, en estos tiempos de COVID-19 que, a las presiones marketeras del regalo inevitable, la cena familiar y la paranoia de la inseguridad ciudadana, ha sumado nuevas obligaciones (uso de mascarillas, muestra de carnet de vacunación, toque de queda) y temores (la variante Omicrón) a estas fechas, entregarse a la escucha de estas eternas melodías navideñas puede resultar inspirador y relajante, sin caer en la cada vez más desfasada historia de un contexto religioso o espiritual en el que las nuevas generaciones no solo ya no confían sino que ni siquiera tienen interés por conocer o por lo menos entender en este siglo 21, en que el hedonismo y el materialismo irreflexivo dominan las relaciones humanas y sus nociones de éxito, felicidad y realización. 

Hay Villancicos en español y en inglés, en francés y en alemán, en quechua y en checo. Los hay en ritmo de rondas infantiles, salsa, cumbia, rock, jazz y hasta chill-out o heavy metal. Pero ¿qué es exactamente un Villancico? Desde siempre he tenido clara la diferencia entre un Villancico y una Canción de Navidad. Cuando escuchaba a los niños del Coro del Colegio José Pardo de Chiclayo –la recordada Ronda de Pascua que organizó, a mediados de los sesenta, el sacerdote español R. P. José María Junquera- cantando Los peces en el río decía que era un Villancico pero si era la orquesta de Ray Conniff tocando Winter wonderland decía que era una Canción de Navidad. 

Y argumentaba que el «villancico» provenía de España o de Latinoamérica mientras que los otros eran temas compuestos para la Navidad en algún otro país europeo o en EE.UU., pero no se les podía llamar «villancicos». De hecho, esa explicación no es falsa en absoluto, pero parte de una premisa errónea: que el origen del villancico es navideño. Eso no es verdad. 

Si bien es cierto «villancico» es el vocablo genérico que usamos para identificar a todas aquellas melodías que hablan de la Navidad, ya sea desde el punto de vista religioso (el nacimiento de Jesús, el portal de Belén, la llegada de los Reyes Magos, etc.), desde las narrativas divertidas que se hacen a partir de ciertos símbolos relacionados a la Navidad, generalmente importados del hemisferio norte (el árbol salpicado de nieve, Papá Noel y toda su parafernalia fantástica) o desde la reflexión (la felicidad de la época, la unión familiar, la esperanza por tiempos mejores, etc.) su origen no está necesariamente ligado a esta celebración católica cristiana.

Originalmente, el término «villancico» surge para denominar las canciones comunales entonadas por los «villanos». Ojo, no estoy hablando de los malvados personajes de tus series favoritas de Netflix sino de los habitantes de las villas de la Europa medieval, y cuyos temas eran más bien de tipo costumbrista y celebratorio mas no necesariamente religioso. En España, antes de llamarse «villancicos» a estas canciones se les conocía como «villancetes» o «villancejos». En países como Alemania, Francia e Italia se comienzan a asociar las canciones de las villas a los temas religiosos y así fue como, poco a poco, el villancico se fue convirtiendo en lo que actualmente es.

En inglés, el término equivalente es «carol», galicismo proveniente de «caroler», que en nuestro idioma refiere al acto de bailar en grupos organizados en círculos (como las «rondas» de los niños). Los carols, ciertamente más contemporáneos que los villancicos clásicos, enfocan sus temas hacia aspectos más lúdicos y fantasiosos de la simbología navideña, como puede verse en la infinidad de películas dedicadas al tema, desde la clásica El milagro de la calle 34 (George Seaton, 1947) hasta las más de 130 producciones para la televisión del canal Hallmark, que comenzaron en el 2009. 

Por ejemplo, la popular canción Rudolph the red nose reindeer (Rudolph el reno de la nariz roja), basada en un cuento escrito por Robert L. May en 1939. Compuesta por Johnny Marks, cuñado de May, la historia encierra, además del mensaje navideño, una enseñanza: Rudolph, el reno más pequeño del trineo de Santa Claus, es una especie de freak, un fenómeno cuya nariz tiene un intenso brillo rojo. Los demás renos se burlan de él, pero Santa Claus lo reivindica poniéndolo al frente del trineo, para que lo guíe con su extraño talento en la oscura noche de Navidad.

Uno de los villancicos más populares y antiguos es Noche de Paz (Silent night, en inglés, aquí en versión de André Rieu y su orquesta), cuyo título original es Stille nacht, heilige nacht y data de comienzos del siglo XIX. La letra fue compuesta por Joseph Mohr, párroco de un pequeño pueblo de Austria y la melodía, por Franz Gruber, profesor de música de la villa. Otro tema clásico del cancionero navideño es Joy to the world, basado en una de las partes del famoso oratorio El Mesías (1742) del compositor alemán-británico George Friedrich Haendel (1685-1759). La lista de villancicos es larguísima, así como la cantidad de artistas y versiones, instrumentales y cantadas en distintos idiomas, que existen de cada uno de ellos. Algunos de ellos se han convertido en verdaderos clásicos de la música a nivel mundial y están fuertemente internalizados en el imaginario colectivo.

Además de las mencionadas, no podemos olvidar las tiernas melodías escritas por el baladista español José Luis Perales –Navidad (1988), Canción para la Navidad (1974)- o el triste clásico del nuevaolero argentino Luis(ito) Aguilé, Ven a mi casa esta Navidad (1969), de inevitable rotación en radios, incluso en estos tiempos de basura reggaetonera y cumbias cacofónicas. Para marcar la diferencia, Silvio Rodríguez compuso, en 1994, Canción de Navidad. Todas contienen esa vocación latinoamericana por la ternura y la búsqueda de justicia para los que menos tienen. La excepción a esta regla es, por supuesto, el éxito crossover de 1970 Feliz Navidad, del portorriqueño José Feliciano que hasta ahora se escucha en el mundo entero.

En cambio, en inglés, desde las saltarinas Deck the halls (1862) -que han interpretado todos, desde los Muppets hasta Ted Nugent– o We wish you a Merry Christmas, del compositor británico Arthur Warrell quien la escribió a fines del siglo 19, hasta All I want for Christmas is you de Mariah Carey (1994) -el segundo single navideño más vendido de la historia después de White Christmas de Bing Crosby (1942)- o los modernos álbumes del quinteto vocal Pentatonix, todas muestran un lado más luminoso -incluso en sus extremos melancólicos- y hasta juguetones de esa navidad que se niega a morir. 

Tres recomendaciones fuera de programa: los asaltos navideños de Willie Colón y Héctor Lavoe (1970 y 1973); el álbum Christmas Jollies (1976) del colectivo de músicos de sesión The Salsoul Orchestra, muy conocidos en la era disco; y los ejercicios de metal neoclásico de The Trans-Siberian Orchestra, combo norteamericano por el que han pasado guitarristas como Alex Skolnick (Testament) o Al Pitrelli (Megadeth). Hay muchísimas otras opciones, pero quedaría demasiado largo el listado.

Es cierto que, aquello que conocemos como «el espíritu de la Navidad» se ha perdido entre tarjetas de crédito, tráficos estresantes, asaltos a mano armada, ofertas y frenéticas campañas de marketing, cada vez más encanalladas y agresivas, pero también es cierto que si uno se aísla por un breve instante de todo el bullicio consumista y se pone a escuchar villancicos o carols que, a la larga, también terminan siendo accesorios cuando son aprovechados por oportunistas o desnaturalizados en versiones ridículamente malas pero con harto «potencial comercial y masivo», ese espíritu infantil, sencillo y humilde vuelve a llenar el ambiente gracias al maravilloso poder de la música.

 

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La noticia del fallecimiento, a los 81 años, del cantante costumbrista mexicano Vicente Fernández, ha conmocionado al país del tequila y los tacos. Al resto de Hispanoamérica también, por supuesto. Pero ninguna nación es capaz de imaginar el impacto que debe haber sentido México por tan sensible -aunque predecible si nos ceñimos a sus problemas de salud y edad avanzada- pérdida. 

Para la mayor parte del gran público, Vicente Fernández solo es (era) el nombre e imagen representativa de una cultura folklórica muy antigua -la del mariachi con enorme sombrero, traje de luces, espeso bigote negro y estentóreo vozarrón intercalado por esos ayes agudísimos, que anuncian su llegada. 

En México, «El Chente» -como se le conoce allá- es sinónimo de decenas de películas, cientos de canciones y miles de anécdotas en una trayectoria de más de cinco décadas como cultor de una tradición que, a pesar de estar en declive desde hace mucho, por la muerte temprana de sus más grandes exponentes, es motivo de orgullo e identidad mexicana ante el mundo entero. Como cuando aquí fallece un cantante criollo o de folklore muy popular, con la diferencia de que al «Zambo» Cavero o a Raúl García Zárate los conocíamos los peruanos -y, en el caso del segundo, solo algunos-. En cambio, don Vicente era, tanto por lo que representaba como por su propio talento, un artista global.

¿Por qué el mundo sabe tanto de mariachis, serenatas y tequiladas? Por el intenso trabajo de promoción cultural y turística que hizo México en las décadas de los cuarenta y cincuenta, a través del cine. Las costumbres, comidas, modismos del lenguaje, ciudades y sonidos de este enorme país se convirtieron en patrimonio de la identidad hispanohablante mucho antes de la televisión, las redes sociales, la Calle Ocho y el Grammy Latino. 

Y géneros típicos como la ranchera, sus derivados o el bolero tocado por tríos guitarreros como Los Panchos o Los Tres Diamantes extendieron su popularidad y se instalaron en la mente del público para siempre. Es cierto que, un par de décadas después, fenómenos televisivos como la obra humorística de Chespirito o las novelas de Televisa -incluso en el contexto de estrategia de control sociopolítico que, según muchos expertos, originaron su aparición en los tiempos oscuros del PRI- ayudaron pero, en realidad, todo comenzó con aquellos largometrajes en blanco y negro que inundaron las salas de cine con entrañables personajes, historias cursis y canciones inolvidables. 

Esa presencia, en el imaginario colectivo mundial, de la cultura musical de México en sus extremos más pueblerinos es innegable. Ningún país de América Latina iguala a México en este aspecto. Argentina, por ejemplo, que es un país muy preocupado por cultivar, proteger y difundir su folklore -tanto a nivel de medios de comunicación como de políticas de estado-, lo logró parcialmente, imponiendo el tango como símbolo inequívoco de la argentinidad, pero no pasa lo mismo con el cantor de tango, aun cuando la figura emblemática de Carlos Gardel se mantiene como sinónimo del tanguero de pelo engominado, elegante frac y voz nasal y arrabalera. 

Y, en el caso del Perú que, más bien, se ha empeñado siempre en destruir su acervo folklórico, limitarlo a sus propios contornos (también segmentados por el centralismo y la salvaje diferencia entre capital y provincia) y desaparecer sus posibilidades de hacerse conocido fuera -sin registros fílmicos ni fotográficos, sin simbologías reconocibles en otras latitudes- estamos en las antípodas de lo conseguido por México a través del tiempo. No se dejen engañar por el moderno boom del turismo que ensalza los bailes regionales ni los folletos o videos de PromPerú con parejas de danzantes de tijeras, tonderos y marineras en HD. En países lejanos y ajenos a nosotros como la India o Turquía, nadie sabe qué es un chalán. Pero si un turista mexicano, en un restaurante de Estambul o de Mumbai, suelta el grito y entona «¡y volver, volver volveeer!», todos sabrán que se trata de un charro. Y cantarán, a gritos, junto con él.

Precisamente, fue «El Chente» el primer artista que grabó Volver volver, una de las canciones mexicanas más conocidas, escrita por su amigo y compositor de cabecera Fernando Zenaido Maldonado, que apareció en su séptimo LP ¡Arriba Huentitlán! (1972). Y, desde entonces, se convirtió en su marca registrada y en el sello que certificaba su derecho a apropiarse del inmenso vacío que habían dejado las prematuras muertes de Jorge Negrete (1953), Pedro Infante (1957) y Javier Solís (1966), a los 42, 39 y 35 años, respectivamente. Cuando estrenó esta dolorida ranchera, Vicente Fernández ya era una celebridad en su país y esta melodía pasó a ser -junto con El rey de José Alfredo Jiménez (1965) y México lindo y querido de Chucho Monge (1921) una de las más emblemáticas de la música regional, el alma de la cultura popular, en palabras de Carlos Monsiváis (1938-2010), quizás el intelectual mexicano que más y mejor ha reflexionado sobre este tema, después de Octavio Paz.

A diferencia de «los tres gallos de la ranchera» -en quienes se inspiró hasta alcanzar su propio estilo vocal, señorial y potente, aunque por momentos engolado-, fallecidos antes de llegar a los 45, Vicente Fernández tuvo una vida larga -como su colega Antonio Aguilar, quien falleció a los 88 años, en el 2007-, marcada por éxitos comerciales y el inmenso respeto y cariño que generaba entre el público y sus colegas en el ámbito artístico nacional e internacional. También tuvo momentos muy difíciles como cuando delincuentes asociados a los infames carteles del narcotráfico secuestraron, en 1998, a su primer hijo, Vicente Jr., como se cuenta a detalle en el primer avance de una esperada biografía (no autorizada) del cantante, escrita por la periodista argentina Olga Wornat, El último rey, cuya salida viene anunciándose tras la muerte del cantante y, generará, seguramente, más de una polémica.

De origen extremadamente humilde, Vicente Fernández comenzó a cantar en palenques, estaciones de radio y plazas de toros en su pueblo natal Huentitlán El Alto (Guadalajara, Jalisco) a principios de la década de los setenta y, poco a poco, fue construyendo su prestigio y una impresionante fortuna, merced de las ventas de sus álbumes, grabados siempre para la casa discográfica CBS/Sony Music (más de 70 hasta el año 2020 en que salió A mis 80, su último CD). En las décadas siguientes, ya establecido como el mejor cantante de rancheras vivo y en actividad, acumuló premios y reconocimientos -hasta una estrella en el Paseo de la Fama en Hollywood. En los Estados Unidos se le conoció como «el Frank Sinatra de las Rancheras» y podía llenar el Madison Square Garden o el Radio City Music Hall, acompañado de su inseparable mariachi, guitarras, requintos y violines al servicio de su sonora voz de tenor. Hasta el presidente norteamericano Joe Biden lamentó el fallecimiento del «Chente», a quien describió como un ícono. 

Vicente Fernández ha cantado todas las canciones mexicanas conocidas, desde sus versiones de clásicos de José Alfredo Jiménez, Los Panchos o Agustín Lara hasta sus propios éxitos, algunos de los cuales llegaron a nosotros a través de la televisión novelera, como las populares Me voy a quitar de en medio (tema central de un culebrón de Televisa llamado La mentira, que aparece en el disco Entre el amor y yo, de 1998) o Mujeres divinas, de su álbum El cuatrero (1988). Sus espectáculos realzaban la cultura popular mexicana clásica, en tiempos en que era más fácil pensar en los inocuos conjuntos de pop adolescente y sus derivados o en las bandas norteñas asociadas al delincuente Joaquín “El Chapo” Guzmán, que en la rica tradición musical que generó estrellas masculinas como los mencionados Negrete, Infante, Solís, Aguilar, o femeninas como Lucha Villa, Lola Beltrán y Chavela Vargas.

La muerte de Vicente Fernández se produjo, además, el 12 de diciembre, día en que todo México rinde homenaje a su máxima figura religiosa, la Virgen de Guadalupe. Los cortejos fúnebres y homenajes estuvieron, por ello, cargados de fuertes emociones por esta coincidencia que no hará más que aumentar su leyenda. Dos de sus tres hijos hombres -Vicente y Alejandro- también cantan. Pero fue el segundo quien logró mayor notoriedad con un estilo que combina rancheras, boleros y baladas pop, un buen cantante que logró posicionarse en el mercado juvenil con discos como Muy dentro de mi corazón (1996) o Me estoy enamorando (1997) para luego enfocarse en rancheras y boleros al estilo de su famoso padre. El tercero, Gerardo, por el contrario, veía las finanzas de la familia. El nombre de su enorme rancho en Guadalajara, «Los Tres Potrillos», es un homenaje a ellos. 

Alejandro Fernández, precisamente, entonó Volver volver en la misa de cuerpo presente, como pudo apreciar el mundo entero en la cobertura noticiosa de este hecho que deja sin rostro visible a la música popular mexicana, con lo cual termina de convertirse en un concepto que puede adaptarse a cualquier persona, una franquicia reproducible miles de veces -vestimenta, sombrero, bigote, vozarrón- pero que, en términos de existencia concreta, se quedará a partir de ahora en una especie de limbo. Porque Vicente Fernández era, realmente, el último charro.

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Dentro del lenguaje sonoro y simbólico del rock, el guitarrista líder siempre ha sido la columna vertebral: extravagante, poderoso, capaz de extraerle a su instrumento riffs contundentes, solos imposibles, fraseos estremecedores. Y siempre con una actitud desinhibida, que muestra desenfado y rebeldía ante lo establecido, pero también conciencia de su propia capacidad, una autoestima elevadísima basada en el puro talento y que (casi) nunca necesita la aprobación de nadie -padres, maestros, autoridades, la sociedad, el mercado- ni de «coaches» para sentirse bien consigo mismo. 

De ese papel primordial en contextos rockeros surgió, en la terminología de la prensa especializada, la figura del guitar-hero. Desde Jimi Hendrix hasta Joe Bonamassa, los héroes de la guitarra y sus superpoderes son relampagueantes, histriónicos, inspiradores. En el 2005, el ojo avizor de algún bureau de publicistas y programadores convirtió la subcultura del guitar-hero en un rentable videojuego de PlayStation, transformando la velocidad y habilidad de guitarristas legendarios en luminosos retos para sedentarios cibernautas adictos a las lucecitas de colores y la escapista gratificación de alcanzar el siguiente nivel. 

La lista de guitar-heroes puede llegar a ser interminable. Géneros como blues, heavy metal, rock clásico o rock progresivo han contribuido con toda clase de variantes de estos semidioses de las seis cuerdas, cuyas icónicas figuras siguen presentes en el imaginario colectivo, incluso para quienes no poseen un gusto particular por la música. Los hay de todo tipo: fantasmagóricos como Uli Jon Roth o Brian May, con bandanas y capas; agresivos como Ritchie Blackmore o Pete Townsend, lanzando patadas y rompiendo guitarras; espectaculares como Eddie Van Halen o John Petrucci; blueseros como Eric Clapton o John Mayer; poseídos por espíritus chamánicos como Jimmy Page o Carlos Santana, ultra virtuosos como Steve Howe o Steve Vai. Y también existen, por supuesto, los unsung heroes (héroes ignorados) a quienes, a pesar de su extremado talento y dilatada carrera, nadie identifica a la primera. Steve Hillage es uno de ellos. 

Nacido en Londres en 1951 -cumplió 70 en agosto de este año- Stephen Simpson Hillage fue integrante, durante la primera mitad de los setenta, de una de las bandas psicodélico-progresivas más aventureras, originales y estrafalarias de ese período, Gong. El colectivo, que suele identificarse como una de las agrupaciones animadoras de la escena de Canterbury, era un conglomerado franco-británico liderado por el extravagante y alunado compositor, cantante y guitarrista, Daevid Allen quien, a su vez, había participado de la formación original de Soft Machine, junto a Kevin Ayers, Mike Ratledge y Robert Wyatt. Como miembro estable de Gong, Hillage grabó tres álbumes, los más representativos de su largo catálogo, desconocido para públicos convencionales: Flying teapot, Angel’s egg (1973) y You (1974) –trilogía conocida como Radio Gnome Invisible-, collages sonoros en los que confluyen Zappa, Hawkwind y los Grateful Dead en sus vuelos más astrales. 

Antes de eso, Steve Hillage había estrenado su talento a los 17 años, como guitarrista y compositor en Uriel, un combo de rock psicodélico que formó con sus amigos de la Universidad de Kent, Dave Stewart, Mont Campbell y Clive Brooks, con quienes grabó un único álbum, Arzachel (Demon Records), una pieza psicotrópica de música que, aún hoy, suena fresca y diferente. Los miembros restantes de Uriel formaron, poco después de disolverse en 1969, otro grupo extraordinario de modesta recordación incluso entre entusiastas seguidores del rock progresivo, Egg. Luego formó Khan, otra banda de breve duración con la que editó un único LP, Space Shanty (1972), que suena a Iron Butterfly mezclado con Emerson, Lake & Palmer.

Sin embargo, el primer trabajo realmente importante de Steve Hillage, en términos de alcance popular y comercial, fue en 1973, cuando fue convocado por Mike Oldfield para ser uno de los guitarristas que presentarían en vivo su opera prima, Tubular bells, en el salón Queen Elizabeth de Londres y en el video promocional producido por la BBC, que dio a conocer esta ondulante melodía, famosa mundialmente como banda sonora del clásico film de terror The Exorcist, estrenado ese mismo año. Hillage sería también parte de la banda que grabó la primera versión sinfónica de las campanas tubulares, The Orchestral Tubular Bells e incluso reemplazó a Oldfield en uno de los conciertos que hicieron, a finales de 1974, en el Royal Albert Hall.

Su perfil definitivo como guitar-hero se construyó a partir de sus dos primeros álbumes como solista, Fish rising (1975) y L (1976, bajo la producción de Todd Rundgren), cargados de rock progresivo, jazz-rock, psicodelia y space-rock de primerísimo nivel. Sus largos pasajes instrumentales conservan algo del sonido experimental de su tiempo con Gong -además de los títulos arcanos y la costumbre de escribir palabras como «musick», «electrick», algo así como lo que Daniel F. hace con la «k» en sus redacciones-, aunque son, de hecho, composiciones más aterrizadas que los etéreos y, por momentos, indescifrables temas que escribió con Allen. En medio de sus canciones, firmadas a dúo con su pareja, la cantante y tecladista francesa Miquette Giraudy, covers de Donovan (Hurdy gurdy man) y los Beatles (It’s all too much) le dieron entrada a las radios y programas de la época.

La guitarra de Hillage es afilada, de cambios inesperados y complejas evoluciones. Pero también es de notas extendidas y atmosféricas, con apoyo de sintetizadores y efectos de estudio que, en ese tiempo, eran una novedad. Sus solos alcanzan vértigos alucinantes que lo ubican, al lado de Robert Fripp y Jan Akkerman, como precursor de la técnica sweep picking que luego desarrollaron músicos como Frank Gambale, Tony MacAlpine, Marty Friedman, entre otros guitarristas virtuosos. Junto con Daevid Allen, su compañero y mentor en Gong, Steve Hillage desarrolló el estilo de guitarra glissando –término del lenguaje y la notación musical que denomina a las notas ligadas, efecto que se consigue al deslizar los dedos a lo largo de las cuerdas para crear sonidos continuos-. En el 2006, ambos armaron The Glissando Guitar Orchestra, un ensamble de diez músicos, para grabar The Seven Drones, composición de Allen para exhibición de esta técnica, desde distintos modelos de guitarras eléctricas.

Con el tiempo, los intereses estilísticos de Hillage fueron cambiando, orientándose hacia cuestiones más rítmicas y menos espaciales. Así llegó su LP Motivation radio (1977) en que dejó fluir su gusto por el funk, específicamente la onda de George Clinton y sus bandas hermanas, Parliament y Funkadelic. Álbumes como Green (1978, producido por el baterista de Pink Floyd, Nick Mason) y Live herald (1979) reencontraron a Steve con su estilo matriz, el rock progresivo, desde el cual migró al ambient, un tipo de música diametralmente opuesto a lo que había hecho hasta ese momento.

El hipnótico LP Rainbow dome musick (1979), fue la primera clarinada de este brusco giro de timón del guitarrista. Y la base para su involucramiento, ya en los noventa, en la escena subterránea del dance británico, tras escuchar al legendario dúo de pinchadiscos The Orb poniéndolo en una fiesta electropop de los bajos fondos londinenses. En los ochenta, ocupó su tiempo produciendo discos de artistas como Simple Minds y Robyn Hitchcock. Hillage, ya desprovisto de la imagen hippie que lo caracterizó en los setenta -y siempre con su adorada Miquette al lado-, organizó el área dedicada a este subgénero electrónico en el famoso Festival de Glastonbury, en el que actuaron en varias ediciones bajo el nombre System 7, proyecto desde el cual Hillage experimentó con el uso de guitarras procesadas digitalmente, sintetizadores y demás artilugios. Con este nuevo perfil Hillage, ya en sus sesentas, compartió escenario con nombres encumbrados de la subcultura dance, house y de DJs como Aphex Twin, Paul Oakenfold, entre otros. En paralelo, Steve Hillage colaboró de cerca con otros pioneros de la música de vanguardia basada en la electrónica como el alemán Manuel Göttsching (de los krautrockers Ash Ra Tempel) o el japonés Isao Tomita. 

Hillage ve esta cambiante trayectoria como un continuum de su alma musical, y no desecha ni se avergüenza de sus trabajos anteriores. Por el contrario, siempre ha encontrado tiempo para colaborar con sus colegas de Gong. Entre el 2008 y 2010, aún con Daevid Allen vivo, Hillage y Giraudy se reintegraron al grupo para múltiples giras por Europa y la grabación del álbum 2032 (en el año 2009, con casi todos los miembros de la formación 1973-1975). En años siguientes, el guitarrista ha colaborado frecuentemente con la nueva alineación de Gong, que no incluye a ninguno de sus miembros originales. En el 2016, Steve Hillage supervisó el lanzamiento de un boxset de 22 discos, Searching for the spark (1969-1991) –título de uno de los temas de su tercer LP, Motivation radio (1977)-, que recoge material clásico y grabaciones inéditas de su paso por Uriel, Khan, Gong y su propia discografía en solitario.

Si quieres saber a qué suena Steve Hillage en sus diversas facetas, recomiendo estos temas (click al texto para activar el vínculo): Other side of the sky, Castle in the clouds (1973, con Gong), Solar musick Suite, The salmon song (1975), Lunar musick Suite (1976), Light in the sky (1977), Anthems for the blind (1983), Fractal liaison (1991, con System 7), Soft rain (2001, con System 7).

 

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Searching for the spark, Steve Hillage

El pasado lunes 29 de noviembre Silvio Rodríguez, el cantante y compositor de la (ya no tan) nueva trova cubana, cumplió 75 años. Una noticia que entusiasma a sus fieles seguidores -a quienes no nos interesan los estigmas que caen de inmediato desde sectores de la “ultraderecha” nativa que, por brutos y achorados, se pierden su alucinante inspiración por mezquinas y torpes cuestiones ideológicas- sobre todo porque continúa en actividad. Un mes antes de su onomástico -en octubre- publicó su vigésimo tercer álbum en estudio, Silvio Rodríguez con Diákara, grabaciones que estuvieron guardadas en los almacenes de la EGREM (Empresa de Grabaciones y Ediciones Musicales) durante 30 años. Una oportunidad para reconectarse con un artista cuya trayectoria se ha visto marcada por la polémica, la incomprensión y sus propios errores y perspectivas.

El sambenito impuesto por los (tampoco tan) nuevos parámetros del éxito material, la rentabilidad y el interés, según los cuales todo lo que huela a «social» debe ser mirado con recelo nace no solo de la ignorancia en sentido crudo (ignorar = no saber) sino que es también -y, quizás, eso sea aún más preocupante- expresión de insensibilidad y corto criterio. Porque admirar las canciones de Silvio no convierten a nadie en castrista, por mucho que el célebre autor de Unicornio, Te doy una canción, Canto arena, Ojalá, Por quien merece amor o Playa Girón -todos clásicos de la poesía musicalizada latinoamericana- siga, tozudamente, defendiendo a «la revolución» como si estuviéramos en 1959 (aunque, recientemente, ha expresado su insatisfacción con algunos aspectos del gobierno de Miguel Díaz-Canel).

Las letras de Silvio deben ser, junto a las de Joan Manuel Serrat y Alberto Cortez, las más brillantes de la Hispanoamérica del siglo XXI. Si quisiéramos equipararlas al universo pop-rock anglo, sus pares serían Bob Dylan, Leonard Cohen y Billy Joel (para quienes se preguntan por qué no puse a Tom Waits o Lou Reed en esa comparación, es porque tampoco mencioné a Joaquín Sabina), poseedoras de un contenido lírico y un dominio del idioma -uso de vocablos, juegos de palabras, rimas consonantes y múltiples figuras literarias (metáforas, pleonasmos, símiles, etc.)- que además tienen, por supuesto, innegables orientaciones políticas, metafísicas y humanistas. 

En el caso del cubano, como bien sabemos algunos, la ambigüedad es la base de su propuesta. Sus canciones de amor por la fallida y engañosa revolución de los barbudos fueron usadas por muchos como declaraciones románticas dirigidas a una mujer, incluso las que no van por ese camino, por la profunda carga conmovedora de sus versos o los divertidos desenlaces de sus historias. No me imagino a uno de los matones de «La Resistencia» sintiendo empatía hacia el anciano remolón de Monólogo (1992), el inocente joven engañado de La primera mentira (1982) o el filósofo hondo de Al final de este viaje (1978).

A Silvio Rodríguez lo aplaudieron desde que era un adolescente, lleva acumuladas casi seis décadas de grabaciones, conciertos -algunos de ellos multitudinarios, como los de marzo de 1990 en el Estadio Nacional de Santiago de Chile, tras la caída de Augusto Pinochet-, entrevistas pero, sobre todo, polémicas. Por ejemplo, es muy recordada su pelea con Pablo Milanés, en el 2011, por las nuevas posturas del cantante ante el régimen cubano; o sus cruces de posts y artículos en blogs con el panameño Rubén Blades. Y también polemizó, de manera directa o indirecta, con el público, la sociedad y la crítica, en canciones como Debo partirme en dos o en ese manifiesto contra los convencionalismos titulado La familia, la propiedad privada y el amor. La más reciente, sin embargo, no la desató él sino uno de sus siete hijos, Silvio Liam “Silvito El Libre” (39), quien fustiga al régimen de Díaz-Canel desde el hip-hop y las redes sociales. A contramano, también ha desarrollado intensas amistades con personajes de la música y la literatura como el uruguayo Mario Benedetti o el cantautor y poeta filipino-español Luis Eduardo Aute (fallecido el 2020) con quien lanzó, en 1993, un álbum doble en vivo titulado Mano a mano.

El público latino suele desarrollar una relación personal con sus artistas. O los odian o los adoran. Y en el caso del compositor nacido en San Antonio de los Baños, esa tensión visceral lo ha mantenido vivo, a pesar de mostrarse distante, podríamos decir hasta frío, aferrado a su guitarra y a sus ideas. Hay quienes no le perdonan seguir defendiendo a Fidel, quienes no resisten que viva a cuerpo de rey en la isla bloqueada. Muchos no entienden cómo pueden coincidir, en una misma persona, tanto preciosismo musical con tanta terquedad ante el desarrollo de la historia.

Pero no solo se trata de desacuerdos ideológicos entre masa y artista, eso sería demasiado ingenuo. Quizás a ciertos niveles sea así, pero hay un elemento más afín a estos tiempos. Sucede que la música de Silvio Rodríguez no sirve, actualmente, para nada en términos sociales y comerciales. No puede ambientar bares chill-out o recepciones institucionales. No sirve para hacer ejercicios en el parque ni para ir al gimnasio. Por cierto, nunca sirvió para esas actividades, pero hoy esa inutilidad es más patéticamente real que nunca. La indigencia intelectual y pobreza de espíritu que padece un alto porcentaje de adolescentes y jóvenes, ambiciosos de dinero, posesiones materiales y éxitos sociales hacen imposible que los mensajes de Silvio ingresen a ese limitado imaginario. Dicho sea de paso, dicha indigencia no solo es patrimonio de los más jóvenes pues el “modelo” ha permeado las mentalidades de un gran sector de adultos que ven, en esas coordenadas, la justificación perfecta para sus antiguos prejuicios, bravuconadas o malcriadeces.

Ni siquiera en ámbitos estudiantiles se da, actualmente, esa simbiosis entre el idealismo del artista comprometido y los grupos de jóvenes ávidos de acumular experiencias y conocimientos para cambiar el mundo, no solo el suyo sino el de todos. 

En esta aldea global moderna, en que las multitudes preuniversitarias sueñan con convertirse en “influencers”, canciones como La maza, El vagabundo, La gaviota, ¿Quién fuera? o Nuestro tema, deben sonar aburridísimas para fans de Ozuna y Becky G. El impacto que esos textos y cuerdas bien tratadas produjeron en generaciones previas fue único e irrepetible. Y, aunque siempre había espacio para la discusión o para incluso el rechazo -ningún género musical ni artista puede agradar por igual a todos- había también mayor apertura a opciones diferentes. Incluso un mismo individuo, hombre o mujer, de vida social activa y hasta discotequera, tenía capacidad de dedicarle algunos minutos a su melancolía, su romanticismo o su rabia contra lo políticamente correcto y escuchar, de vez en cuando, al buen Silvio y sus inspiradas canciones. Hoy eso no pasa. O pasa cada vez menos.

Quizás por eso, el sonido de Silvio Rodríguez también ha cambiado, en la medida que se ha convertido en un señor mayor. Si escuchamos sus últimos discos -en la mayoría de los cuales participa su actual pareja, la flautista y cantante Niurka González, 30 años menor que él- a partir de Expedición (2002), ya sentimos a un compositor más reposado, que usa menos la guitarra y se acompaña de tonadas que tienen algo de jazz, vaudeville y hasta pop-rock. De buena factura, pero alejados de las alturas trovadorescas de clásicos como Al final de este viaje, Mujeres (1978), Rabo de nube (1980), Unicornio (1982) o el alucinante Tríptico (1984). Su penúltima producción discográfica, Para la espera (2020), lo muestra en carátula, recostado, con su guitarra encima. Toda esa riqueza lingüística y sónica, de gran fama en nuestros países desde fines de los setenta, fue conocida en el mercado anglosajón recién en 1991, a través del recopilatorio Canciones urgentes que lanzó David Byrne, líder de Talking Heads, con su sello discográfico Luaka Bop (que también descubrió al mundo a Susana Baca).

Aunque sus trabajos más celebrados siempre han sido aquellos en que se acompaña de su virtuosa guitarra acústica, con la que pasa de hermosos y complejos arpegios, en clave de son, a rotundos golpes de acordes cerrados, Silvio también ha colaborado con ensambles como Afrocuba, Los Van Van de Juan Formell y Diákara, grupo de jazz-rock afrocubano liderado por uno de los fundadores de Irakere (legendaria banda de latin jazz que lo acompañó en los históricos shows en Chile), el percusionista Óscar Valdés Jr. (sobrino de otra leyenda de la música cubana, el bolerista Vicentico Valdés, quien fuera voz de La Sonora Matancera entre 1953 y 1958. Precisamente, con Diákara grabó, en México, las diez canciones que conforman su último disco, que incluye dos versiones de El necio y Flores nocturnas -originalmente lanzadas en Silvio (1992) y Rodríguez (1994)- y un arreglo especial de Venga la esperanza, con la participación del pianista Chucho Valdés, uno de los músicos más importantes de Cuba del siglo 21. 

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EGREM, Silvio Rodríguez
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