[Música Maestro] Cuando apareció la noticia del suicidio de Kurt Cobain, en 1994, yo tenía 20 años y su segundo álbum Nevermind era una de mis escuchas favoritas. En ese tiempo mis preferencias musicales ya estaban orientadas al rock duro pero técnico, desde bandas setenteras como Led Zeppelin, Queen, Thin Lizzy, Black Sabbath hasta el espectro de lo que se conoce de modo genérico como “métal” –con el acento en la “é” por su pronunciación en inglés-, un amplio cajón de sastre en el que entraban desde los melódicos riffs de Poison y Ratt hasta los alaridos infernales de Slayer, Venom o las velocidades de Metallica, Helloween o Iron Maiden. 

A pesar de eso, Nirvana captó mi atención, como también lo habían hecho bandas antecesoras que deslindaban, con su tosco desempeño musical, de todo lo que fuera virtuosismo. Kurt Cobain (voz, guitarra), Krist Novoselic (bajo) y Dave Grohl (batería, coros) recogieron la agresividad de pioneros del hard rock como The Who o The Jimi Hendrix Experience y la fundieron con el nihilismo punk llevando todo varios niveles más abajo a la hora de trasmitir su inconformismo, su angustia ante el futuro, sus ganas de no tener ganas de nada.

Sin embargo, no me convertí en un “viudo de Cobain” cuando decidió quitarse la vida. Mi reacción fue, por supuesto, de sorpresa y pena, que aumentaba en la medida que salían más detalles -su reciente paternidad, sus múltiples afecciones- de los cuales uno se enteraba en la otrora buena Sección C de El Comercio o en las revistas independientes de la época pues, como se imaginarán, en el Perú oficial de ese año -sin YouTube, con poco cable- era más fácil encontrar noticias, en medios convencionales, sobre la tecnocumbia local que sobre la movida grunge de Seattle, que se desarrollaba a toda velocidad a casi ocho kilómetros de distancia. 

Pero, a diferencia del común de melómanos de mi época, me distancié de Nirvana en lugar de unirme a la ola que lo convirtió, finalmente, en el icono cultural que es actualmente -una ola que ya se había iniciado, es bueno decirlo, antes del fatal desenlace pues Kurt Cobain se desmarcaba claramente, por su honestidad y desgarro emocional, de otros “frontmen” del grunge como Eddie Vedder (Pearl Jam, actualmente de 59 años), Layne Staley (Alice In Chains, fallecido el 2002 de sobredosis en condiciones paupérrimas) o Chris Cornell (Soundgarden, quien tomaría la misma decisión de Kurt pero 23 años después). 

Aun me conmueve pensar en el infierno personal que debió atravesar el talentoso muchacho en sus últimos tres años de vida, debido a sus padecimientos corporales y psíquicos, sus profundas adicciones y el acoso de los medios que querían hacer de él una luminosa y extravagante estrella de rock como lo era, por ejemplo, W. Axl Rose, el vocalista de Guns ‘N Roses, cinco años mayor que él, con quien tuvo públicos y notorios desencuentros. A diferencia de Rose, díscolo pero amante de las cámaras, Cobain sufría y lo gritaba en sus canciones.

Este 2024 se cumplieron treinta años de aquella fatal y oscura decisión, la misma que inició una mitología que me pareció y me sigue pareciendo exagerada, motivada por una combinación de factores. Por un lado, la admiración hacia la banda -sus canciones son directas, catárticas y de una autenticidad que se rebalsa en cada riff distorsionado, en cada desgarro vocal- y, por el otro, la oportunidad de crear un fetiche comercial para vender de todo, desde las obvias recopilaciones de material sonoro -tomas alternas, grabaciones inéditas, conciertos- hasta polos, libros y los manuscritos -¡las notas suicidas!- que dejaron de ser el testimonio de una íntima tragedia para transformarse en objeto de jugosas y millonarias subastas. 

Pensaba en todo esto cuando terminé de ver, después de mucho tiempo, el concierto acústico que Nirvana hizo para la MTV en New York, cinco meses antes del final. Por ejemplo, ¿cuánto costarán hoy los papeles y cuadernos que Kurt se puso a firmar tras interpretar, de manera estremecedora, ese estándar del blues Where did you sleep last night? -que había grabado con Mark Lanegan en 1990, para su disco The winding sheet-, lamento negro popularizado en 1946 por el cantante y acordeonista William “Lead Belly” Ledbetter (1889-1949), que Nirvana convirtió en una de sus canciones emblemáticas? No puedo ni imaginármelo.

En abril de este año, las redes se inundaron de semblanzas y posts, recuerdos y videos, lanzamientos discográficos, imágenes con la clásica foto de Cobain aspirando un cigarrillo, la misma que en los años posteriores a su muerte se reprodujo en miles de polos, cuadros y posters. Yo prefiero recordar que el año pasado se cumplieron tres décadas del lanzamiento de In utero, tercer y último disco oficial de Nirvana, en el que no solo se encuentran varias referencias biográficas y señales de lo que el compositor y guitarrista de 27 años planeaba hacer -como su indicación de que el escenario en el “desenchufado” luciera como un funeral-, sino que también contiene canciones que anticipaban una evolución en el sonido de su grupo. Pero no hacia sonoridades más amigables sino todo lo contrario. Una lástima que todo quedara frustrado por la escena macabra con la que puso punto final a su corta y atribulada vida.

En octubre del año pasado se publicó In Utero: 30th Anniversary Edition, en una diversidad de formatos: cajas de 8 LP, 5 CD, CD doble y archivos digitales, todo disponible a través de su web oficial https://www.nirvana.com. Diez años antes, en el 2013, había aparecido una edición celebrando su vigésimo aniversario, que incluyó un DVD con este concierto de dos horas que Nirvana ofreció en Seattle, el 13 de diciembre de 1993, convertido en cuarteto por la inclusión, en guitarra y coros, de Pat Smear, futuro colaborador de Dave Grohl en Foo Fighters. Los dos boxsets más grandes de esta edición de 30 años -el de ocho vinilos y cinco discos compactos- traen un cuadernillo de 48 páginas con comentarios y fotos nunca vistas, además de varios añadidos: un cuadro acrílico del icónico maniquí con alas de ángel de la carátula, uñas de guitarra, fanzines y demás artefactos para saquear los bolsillos de los más fanáticos.

El lanzamiento incluyó, además de las 12 canciones del álbum original, 7 tomas alternas y 53 canciones en vivo inéditas, de conciertos realizados en Los Angeles y Seattle durante la gira promocional del disco. En total, 72 pistas para homenajear aquel logro artístico que intentó disipar, a punta de rugosas distorsiones y letras crípticas, la fama que Nevermind había traído a Nirvana y, en especial, a Cobain, situación que lo dejó en medio de un enorme conflicto interior que habría justificado plenamente sus ideas suicidas, aun cuando solo se hubieran canalizado de manera declarativa. 

Si uno escucha las canciones de In utero sin relacionarlas con lo que ocurrió después -es decir, como se escucharon entre el 21 de septiembre de 1993, fecha de su lanzamiento, y el fatídico 5 de abril de 1994- percibe, desde el arranque rockero de Serve the servants, un cambio sustancial si la comparamos a la estructura susurro-explosión-susurro del disco anterior. Pasa lo mismo con la corrosiva Scentless apprentice, la única composición grupal, basada en la novela Perfume (1985), del alemán Patrick Süskind que también originó una taquillera película de suspenso y terror a mediados de la primera década del siglo XXI.

La otra referencia no musical viene en Frances Farmer will have her revenge on Seattle, inspirada en una actriz, Frances Farmer (1913-1970), protagonista de varias películas de serie B durante la era dorada de Hollywood. Farmer, quien padecía de esquizofrenia, sufrió diversas acusaciones ante la incomprensión pública de su enfermedad y se convirtió en personaje de culto para la generación de Cobain. Por otro lado, una rareza en las letras de Nirvana aparece en Pennyroyal Tea, la mención a otro músico, y uno totalmente ajeno a su estilo. En ese tema, Kurt pide que le den “un pase al más allá de Leonard Cohen para suspirar eternamente”. 

Esta “nueva” forma de agresividad -que recoge las cosas de donde las habían dejado tras su primer LP, el menos escuchado Bleach (1989)- es, en parte, responsabilidad del productor Steve Albini -fallecido lamentablemente en mayo de este año, a los 61- a quien el mismo Cobain había sugerido, debido a que había trabajado con algunos de sus artistas favoritos como Pixies o PJ Harvey. Albini, con su reconocida independencia creativa, al margen de las exigencias del mercado y las casas discográficas, ayudó a construir las canciones de In utero desde una perspectiva ajena a lo que el mainstream esperaba de Nirvana tras el impacto comercial que había alcanzado el disco de la famosa carátula del bebé desnudo que trata de alcanzar un billete bajo el agua.  

Canciones de In utero como Very ape, tourette’s o Milk it son muestra de las intenciones de Nirvana por recuperar su espíritu marginal, más asociado a sus inicios -los ensayos compartidos con los Melvins, los covers de The Vaselines- que al inusitado brinco que dio a las grandes ligas del music business. Y no es que las canciones del Nevermind fuesen un remanso de paz –Territorial pissings o Drain you bastan para demostrar eso- pero en ese tercer disco el grupo, de la mano de Cobain y su sentido oscuro de la estética, marcada por esa vocación antisistema y símbolo absoluto de los efectos de la alienación social, busca de forma deliberada alejarse de los reflectores.

Aun así, las presiones del negocio fueron lo suficientemente fuertes como para intervenir. Al principio los ejecutivos del sello exigieron que se revise toda la mezcla, algo a lo que el trío y Albini se negaron. Al final, solo dos canciones tuvieron un acabado ligeramente distinto, los singles Heart-shaped box -el único que tuvo videoclip, dirigido por el holandés Anton Corbijn, de surrealista guion sugerido por Cobain- y All apologies -en que se escucha un cello, tocado por Kera Schaley-, que fueron producidas por Scott Litt, conocido por su trabajo con R.E.M. entre 1987 y 1997. Aunque según Albini, las diferencias son mínimas y correspondieron más a la intención de la casa discográfica de tener cierta participación, por mínima que haya sido, en un disco en el que, según sus palabras, “todo sonó genial desde el primer momento”.

Otras dos canciones tuvieron alta rotación en las radios de rock alternativo de la época. Por un lado, Pennyroyal Tea, que hace referencia indirecta a su búsqueda de alguna hierba medicinal que aliviara sus dolores y, por el otro, la controvertida Rape me, cuyo título fue motivo de censura en radios y cadenas televisivas de Estados Unidos. De hecho, durante el concierto desenchufado, alguien del público pide que la toquen y Kurt, mirando a sus compañeros, responde “no creo que MTV nos deje tocar esa…” a pesar de tratarse, según el mismo Cobain contó, de una letra que repudia las violaciones, aunque desde un punto de vista poco convencional y difícil de entender a la primera.

Uno de los medios especializados que celebró los 30 años de In utero fue la prestigiosa y siempre bien informada revista británica Uncut. En su edición #319, de diciembre del 2023, dedicó seis páginas al disco, bajo el título No apologies (Sin disculpas), en alusión al tema que cierra el álbum, All apologies (aquí la versión del MTV Unplugged). En el reportaje, el periodista Sam Richards recoge las impresiones de personas que vivieron muy de cerca ese periodo de éxito y su irrompible conexión con los tristes hechos posteriores. Aquí les dejo algunas declaraciones sobre cómo ven aquellos días, a tres décadas de distancia:

«¿Tuve la sensación de que Kurt se estaba comunicando conmigo a través de sus canciones? En retrospectiva, lo hice. Son recuerdos dolorosos. Se nos llama a Dave (Grohl) y a mí “sobrevivientes del suicidio” y lidiamos con ese shock toda nuestra vida…» (Krist Novoselic, bajista de Nirvana y amigo de Kurt Cobain desde la secundaria).

«Lo que nos gusta en el underground es esa persona a quien no puedes quitarle los ojos de encima, que te sorprende por su capacidad de compartir esa intensidad contigo. Y Kurt obtuvo las calificaciones más altas en todo eso…» (Steve Albini, productor).

«Me gusta mucho In utero y hubiera sido interesante ver hacia dónde podrían haber ido desde allí. Obviamente Dave (Grohl) tuvo sus propios éxitos con Foo Fighters… Creo que juntos, él y Kurt podrían haber sido un equipo fenomenal…» (Lee Ranaldo, guitarrista de Sonic Youth, quienes llevaron a Nirvana a firmar contrato con DGC Records).

«En muchas de las canciones de In utero, Kurt suena muy angustiado y fue realmente extraño escuchar eso en una sala llena de adolescentes de apariencia muy saludable… Él estaba tocando, mirando al público y pensando: «Estas son las personas que solían golpearme en el colegio…» (Chris Brokaw, de la banda Come, sus teloneros entre 1993-1994).

Por su parte, el baterista Dave Grohl -cuya composición Marigold apareció como lado B de Heart-shaped box y fue una de las pocas canciones que escribió junto a Cobain- ha defendido muchas veces la integridad de lo que consiguió In utero, más allá de no poder desligarlo del suicidio de Kurt, a quien conoció recién en 1991, cuando llegó a la banda para reemplazar a Chad Channing. 

Grohl, quien tiene ya once discos con su propia banda, Foo Fighters, considera que In utero “es un álbum muy oscuro. Me da gusto escuchar canciones como All apologies y Heart-shaped box de vez en cuando en las radios, realmente se destacan en medio de todo el sobre producido rock actual. Pero lírica y conceptualmente, no lo escucho muy seguido. Definitivamente es una representación exacta de aquellos tiempos oscuros y muestra lo bien que sonábamos los tres en el estudio”. 

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[Música Maestro] Aunque en inglés se usa más la palabra “Godfather” –“Padrino” en español- para referirse a la figura que más influyó en determinado género musical, yo prefiero usar “Padre”. Me parece que es, emocionalmente, desde el punto de vista de los hispanohablantes, más impactante hablar del padre y no del padrino que, en nuestros círculos familiares suele ser una presencia invisible, circunstancial, que puso su firma en la ceremonia de bautizo para después borrarse del mapa. En nuestro idioma, “padrino” se asocia más al lado oscuro del término, que proviene por supuesto de la clásica película de 1972 de Francis Ford Coppola. Para nosotros, el padrino es el capo maleado, el que activa las palancas, las argollas. En inglés, en cambio, el término “Godfather” une dos figuras de profunda sensibilidad –“dios” y “padre”- por lo que adquiere mayor relevancia cuando se usa como sobrenombre honorífico de un artista.

Así James Brown (1933-2006), Iggy Pop y Neil Young serían, en nuestro idioma, los padres del soul, el punk y el grunge, respectivamente, y no los padrinos, como se les denomina en inglés. Lo mismo aplica para el título de este artículo, que no podía ser otro. John Mayall, columna vertebral de la escena del blues británico que plasmó todo el amor que sentía por los ritmos negros norteamericanos en una trayectoria de casi ocho décadas, componiendo y tocando sin parar desde mediados de los sesenta y gestando, en ese camino, las carreras de algunos de los músicos más importantes de aquella generación, es sin lugar a duda el Padre del Blues Británico. Y falleció el lunes 22 de julio, a los 90 años.

Una vida larga y llena de música, la mejor y más misteriosa música del mundo. “El blues se trata -y siempre se ha tratado- de esa cruda honestidad con la cual expresa nuestras experiencias en la vida… Para ser honestos, no creo que alguien sepa exactamente de dónde vino. Solo sé que no puedo dejar de tocarlo” declaró alguna vez en una entrevista para el medio británico The Guardian.  

Ese mismo espíritu, entre lo chamánico y lo diabólico, ese espíritu que generó historias legendarias como aquella según la cual Robert Johnson (1911-1938) había vendido su alma al diablo para aprender a dominar la guitarra o que originó los rituales de vudú del extraordinario pianista Dr. John (Malcolm “Mac” Rebennack, 1941-2019), se apoderó de Mayall a muy temprana edad. Se sumergió en la colección de discos de blues y jazz de su padre y, refugiado en una casa de madera en la copa de un árbol, se autoeducó en guitarra, piano, armónica y canto hasta convertirse en uno de los mejores intérpretes de la historia del blues, sin ser negro ni norteamericano. 

Sus importantes contribuciones jamás han sido del todo reconocidas por el gran público y permanecen encarpetadas como un asunto de culto para melómanos y conocedores. Incluso ahora, la noticia de su muerte, triste pero comprensible dada su avanzadísima edad, no ha merecido la atención de medios convencionales. Hasta el Rock And Roll Hall Of Fame, al que nunca fue inducido en vida a pesar de ser elegible para ello desde 1990, recién este año lo iba a incluir en su categoría Influencia Musical. Una vergüenza más para el salón de la fama, cuyas incomprensibles omisiones son bastante conocidas desde hace tiempo.

Junto a su compatriota, el guitarrista Alexis Korner (1928-1984), John Mayall, cuya voz aguda y apagada competía en tonalidad con su inseparable armónica, difundió el blues de Chicago y del delta de Mississippi entre toda una generación de jovencitos ingleses que después comenzaron a formar sus propios grupos: The Graham Bond Organisation, The Spencer Davis Group, The Animals, The Rolling Stones, Fleetwood Mac, Cream, entre otros, como podemos apreciar en el sexto capítulo de la serie de documentales The Blues (PBS, 2003), producida por Michael Scorsese, en el episodio Red, white and blues, dirigido por el cineasta británico Mike Figgis (Leaving Las Vegas), en el que Mayall es uno de los entrevistados.

“Como la escena musical en Norteamérica estaba contaminada de segregación racial -explicó en aquella ocasión en que The Guardian dialogó con él por motivo de su cumpleaños 81- el blues fue desapareciendo. En Europa, en cambio, y especialmente en Inglaterra, el blues negro comenzó a ser escuchado por un público diferente. Así descubrimos a Elmore James, Freddie King, entre otros. Y ellos hablaban de nuestras emociones, las historias de nuestras vidas”. 

Como Miles Davis y Frank Zappa, John Mayall se dedicó a descubrir talentos extremadamente jóvenes que después vio brillar con luz propia. En 1966 convenció a Eric Clapton de no retirarse de la música, una decisión que había tomado tras renunciar a The Yardbirds, mortificado porque el grupo pretendía alejarse de la línea bluesera que él quería seguir. “John fue mi mentor. Él me enseñó -ha dicho Clapton en un emotivo video publicado en sus redes sociales- a seguir adelante tocando la música que quería tocar. Estoy agradecido por ello y lo extrañaré mucho”. 

Ese año, el álbum Blues Breakers with Eric Clapton, se convirtió de inmediato en un clásico, con covers como All your love (Otis Rush), Ramblin’ on my mind (Robert Johnson) y varios originales escritos por Mayall, entonces de 33 años mientras que Clapton y el bajista, John McVie, tenían solo 21. Cuando Clapton se tomó un año sabático con un proyecto musical en otro país, Mayall cubrió su lugar con otra futura estrella de las seis cuerdas, Peter Green (1946-2020). Y, en la batería, para reemplazar brevemente a Hugh Flint, estuvo un par de semanas un flaquísimo y larguirucho músico de 20 años, Mick Fleetwood. En 1967 Mayall registró el álbum A hard road, donde destaca el instrumental The stumble. Green, McVie y Fleetwood formarían, poco después, la base de la primera formación de Fleetwood Mac. 

Tras la salida de Green y McVie, Mayall contrató a un chiquillo de 17 años que sería, a la larga, el guitarrista que más tiempo trabajó con él en esos creativos años. Mick Taylor se mantuvo al lado de los Bluesbreakers hasta 1969, año en que se unió a The Rolling Stones como reemplazo del recientemente fallecido Brian Jones. Una vez más, John Mayall y su ojo clínico iban surtiendo de buenos músicos a las principales bandas de la época. También pasaron por su escuela, en distintos momentos, otros célebres nombres como el bajista Jack Bruce -antes de formar Cream con Eric Clapton y Ginger Baker- y los bateristas Keef Hartley y Aynsley Dunbar.

Bare wires (1968) incorpora al sonido básico de los Bluesbreakers instrumentos como violín, saxos alto/tenor y contrabajo, con toques de jazz y rock psiocodélico. En esa última versión de la banda, además de Mick Taylor en guitarra, Mayall tuvo a Dick Hecksall-Smith, Tony Reeves y Jon Hiseman, quienes fundarían ese mismo año el septeto de jazz fusión y prog-rock Colosseum. Un año antes, unió fuerzas con su contraparte norteamericana, Paul Butterfield, para grabar un EP de cuatro canciones, All my life.

Los extraordinarios álbumes Empty rooms, USA Union (1970) y el LP en vivo Jazz blues fusion (1972) muestran un aspecto diferente de la producción musical de John Mayall, instalado desde 1969 en las bohemias colinas de Laurel Canyon en Los Angeles, California, lugar que se convirtió en el epicentro de la efervescente y bucólica movida del folk-rock, donde coincidieron todas las más rutilantes personalidades de la generación Woodstock y más allá -los ecos del vecindario se extendieron hasta la llegada de artistas como Eagles, Jackson Browne y Linda Ronstadt, durante la primera mitad de los años setenta como podemos ver en el documental Laurel Canyon: A place in time (Alison Ellwood, 2020). 

En esos discos Mayall se desprende de la electricidad para ofrecer un sonido natural en el que despliega todas sus capacidades como multi-instrumentista -revisar su piano en Marsha’s mood (The blues alone, 1967), por ejemplo-, además de rodearse de un elenco cambiante y talentoso de músicos norteamericanos. De hecho, la primera referencia a su nueva casa apareció en el LP Blues from Laurel Canyon (1968), aunque en realidad se grabó en los estudios Decca de Londres, un año antes de la mudanza. Para esa nueva etapa, convocó a experimentados ejecutantes como el guitarrista Harvey Mandel y el bajista Larry Taylor, ambos integrantes del quinteto Canned Heat, así como el violinista Don “Sugarcane” Harris y el baterista Ron Selico, conocidos por sus trabajos con Johnny Otis y Frank Zappa.

En 1971 apareció el LP doble Back to the roots, una clase magistral de todo lo que él mismo había ayudado a desarrollar. Desde la inicial Prisons of the road hasta el cierre con Travelling, Mayall y su mini orquesta nos llevan de la mano por un camino en el que nos encontramos con todos los héroes anónimos del blues. Ecos de John Lee Hooker -a quien había acompañado con su banda en Londres- y Freddie King en las guitarras -tocadas por Eric Clapton, Harvey Mandel y Mick Taylor-, el fantasmal Hammond B-3 de Mayall y el bajo caminante de Larry Taylor dominan las 18 canciones de este disco, una joya que incluye desde un homenaje a Jimi Hendrix -Accidental suicide- hasta excelentes instrumentales como Blue fox y Boogie Albert.

John Mayall tenía una profunda vocación por enseñar. En aquella entrevista de homenaje que le hiciera The Guardian, revela algo de esa cruzada didáctica que lo movilizó durante años. “Por eso mi cuarto disco –Crusade (1968)- llevó ese título. Ese era el propósito de todo lo que hacía en ese momento. Usar mi posición para dirigir la atención del público hacia aquellas personas que eran menos conocidas de lo que deberían haberlo sido”. De ahí su pasión por reivindicar a estrellas olvidadas de los años treinta y cuarenta pero no solo interpretando sus canciones sino creando cosas nuevas, a más de 6,000 kilómetros de distancia de las plantaciones de algodón en las que se originó el blues.

Entre 1972 y 1979, Mayall lanzó una cadena de álbumes en los que interactuó con lo mejor de lo mejor en cuanto a músicos de sesión. Su prestigio como compositor de blues y su vigencia en el circuito de conciertos le aseguraron una fiel base de seguidores que jamás dejaron de consumir sus producciones. En ese tiempo la tragedia rondó a su familia. En 1979, un voraz incendio consumió su casa en Laurel Canyon dejándolo literalmente en la calle. Su segunda esposa Maggie Parker recordó sobre esa ocasión: “Escapamos solo con nuestras vidas intactas y la ropa que llevábamos puesta. John y yo corrimos como locos, pasando entre las llamas en el carro de un amigo“. Según crónicas de la época, el artista perdió miles de dólares en grabaciones de audio, cintas de video y su colección de antigüedades del siglo 19.

Ese mismo año grabó uno de sus discos menos difundidos, con un sonido cercano al funk y la música disco, titulado Bottom line. Aquella grabación fue el colofón de un periodo en el que Mayall, sin alejarse de su estética bluesera, exploró sonoridades diferentes con secciones completas de vientos, percusiones dinámicas y coros femeninos. En este álbum participaron notables músicos de sesión como Steve Lukather, Jeff Porcaro (guitarra y batería de Toto), los hermanos Michael y Randy Brecker (saxo y trompeta, respectivamente), Lee Ritenour (guitarra) y nuestro compatriota Alex Acuña (batería y percusión). A pesar de ello -y de incluir un cover de un clásico de los Allman Brothers Band, Revival-, el LP pasó casi desapercibido y jamás fue reeditado en CD.

Durante las décadas siguientes, su carrera se mantuvo activa, con inagotables giras y lanzamientos al margen de las tendencias del mercado y la fama de sus pupilos. En los ochenta, Mayall presentó una nueva versión de los Bluesbreakers y siguió su costumbre de promover nuevos guitarristas. Walter Trout, al borde del retiro por múltiples problemas de salud y adicciones, tocó con la banda entre 1984 y 1989 y desde entonces, considera a Mayall “su salvador”. Luego de eso Trout inició una interesante carrera en solitario que sobrepasa ya los veinte títulos de agresivo y clásico blues de carreteras. En el 2001, Mayall lanzó Along for the ride, junto a antiguos discípulos como Mick Taylor, John McVie, Peter Green e invitados de distintas generaciones como Steve Miller o Jonny Lang. El siglo XXI recién comenzaba y John Mayall, aferrado al blues, siguió adelante.

Diez discos en estudio y otros diez en vivo, publicados entre 2001 y 2022 -incluyendo un concierto especial por sus 70 años realizado en Liverpool, Inglaterra, en el 2003- dan cuenta de su sorprendente vitalidad. El último de sus álbumes, The sun is shining (2022), lo muestra lúcido y musicalmente fuerte, en terreno conocido, acompañado de la más reciente versión de los Bluesbreakers, activa desde el 2018, integrada por Greg Rzab (bajo, ex integrante de The Black Crowes y Gov’t Mule), Jay Davenport (batería, percusiones) y Carolyn Wonderland (guitarra, coros). Mayall falleció en su casa en California, en paz, rodeado de su familia y amigos cercanos. El blues ha perdido, como dice el comunicado publicado en su Instagram oficial, a “uno de sus principales guerreros”. 

 

  

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[Música Maestro] ¿Qué convierte a una canción en un “clásico”? Su capacidad de trascender en el tiempo, de emocionar por igual tanto a quienes la escuchan por primera vez como a quienes se saben de memoria cada verso, cada fraseo de los instrumentos, cada detalle. A veces son composiciones muy sencillas que destacan precisamente por eso, por su sencillez. Y, otras, son elaboraciones complejas que marcan tendencias, definen rumbos, quiebran paradigmas. También tienen que ver cuestiones externas: quiénes la hicieron, las circunstancias que rodearon su concepción, las intenciones y efectos secundarios de su lanzamiento.

El caso de Under pressure, grabada hace 43 años, califica perfectamente como un clásico absoluto del pop-rock ochentero. Apareció por primera vez entre octubre y noviembre de 1981, como anticipo de lo que sería el décimo álbum de Queen, Hot space, lanzado en mayo del año siguiente. En la discografía de “La Reina” este disco es una prolongación de lo que habían iniciado con la banda sonora de Flash Gordon y el LP The game, ambos de 1980, con uso masivo de baterías electrónicas y sintetizadores -algo que habían evitado tenazmente durante la década anterior- y exploración de otros géneros. Sin embargo, Under pressure, que cierra el álbum, posee más elementos de la potencia rockera que los caracterizó en sus inicios que de canciones funk, soul y R&B como Body language, Back chat o Staying power.

Su impacto fue inmediato porque era la primera vez que Freddie Mercury, Brian May, John Deacon y Roger Taylor se unían a otro artista para hacer un dúo. El elegido para tan especial ocasión fue nada menos que David Bowie, lo que generó gran expectativa por escuchar el producto de aquella colaboración. Hay varias razones que hacen especial a Under pressure. La primera es que se trata de una excelente composición. Firmada por los cinco músicos, es una creación musical de arreglos cambiantes, varios momentos climáticos y una sencilla e inflamada letra que apela a preocupaciones fundamentales de una humanidad en plena transformación. 

En los albores de la década de los ochenta, la sociedad a nivel planetario mostraba los primeros signos de esa insensibilidad que, poco a poco, fue convirtiéndose en la enfermiza forma que, lamentablemente, tenemos hoy de entender el mundo. Tras el idealismo hippie de los sesenta y la disrupción punk de los setenta, los vicios del hiper consumismo y la subcultura pop más escapista, desconectada de la realidad, dominaba los rankings de las radios convencionales. En ese contexto, que dos gigantes de la edad dorada y rebelde del rock se juntaran para hablar de amor por el prójimo y neurosis colectiva fue todo un acontecimiento. 

Queen y David Bowie eran, para 1981, dos de los artistas británicos más prestigiosos y respetados tanto por el público como por la crítica especializada. No estamos hablando de una estrategia premeditada en aburridas oficinas de marketing para rescatar las carreras caducas de un par de dinosaurios. En ese año, ambos estaban en el pico más alto de su éxito y listos para incorporarse a los nuevos sonidos que imponía el cambio de década, algo que consiguieron gracias a sus reconocidas capacidades de adaptación. 

Queen había pasado de casi inventar el heavy metal con canciones como Ogre battle (Queen II, 1974), unir para siempre el rock y la ópera en Bohemian rhapsody (A night at the opera, 1975) y producir, en medio, una combinación de hard-rock con vaudeville, blues y prog-rock de alta calidad, a revivir a Elvis Presley en Crazy little thing called love y encender las discotecas con Another one bites the dust (ambas en The game, 1980). 

Por su parte, David Bowie le cambió la cara al panorama radial del Reino Unido con extravagancias como Space oddity (David Bowie, 1969) o Life on Mars? (Hunky dory, 1971), ayudó a consolidar el glam-rock como género -le dio una divinidad encarnada en The rise and fall of Ziggy Stardust and The Spiders From Mars (1972)- y respondió a la cruda simplicidad de los Sex Pistols con una trilogía sofisticada de insondables contenidos y múltiples influencias -los LP Low, «Heroes» (1977) y Lodger (1979)-, más concentrado en evolucionar en los barrios bohemios de Berlín mientras el resto vagabundeaba por los convulsionados pubs de Londres. Under pressure era, entonces, la unión de dos consagrados.

David Bowie (1947-2016) y Freddie Mercury (1946-1991), dos de los mejores cantantes de la historia del rock, eran viejos amigos y compinches en la extravagante y despatarrada escena glam de mediados de los setenta, en la que compartieron éxito y amistades, como la del cantante Ian Hunter. En 1972, cuando Queen iniciaba su meteórica historia, Bowie compuso una canción que Hunter convirtió en himno absoluto, All the young dudes. Un par de años después, en el guitarrero tema Now I’m here (Sheer heart attack, 1974), Mercury menciona a Mott The Hoople, la banda de Hunter, en una de las estrofas. Las andanzas entre ambos, dioses máximos de la androginia rockera, incluyen romances clandestinos con la actriz Carrie Fisher (1956-2016) y encerronas privadas organizadas por Bowie cada vez que Freddie coincidía con él en alguna ciudad estando de giras. Los divos habían compartido de todo, menos el micrófono. 

El encuentro se dio en los Estudios Mountain, en la ciudad alpina de Montreaux (Suiza). Era el mes de julio de 1981 y la banda se encontraba en plena grabación del Hot space cuando, un día, les cayó Bowie de visita. Entre las nuevas composiciones que estaban trabajando, había una del baterista Roger Taylor cuyo título tentativo era Feel like y que se transformó en lo que el mundo conoció como Under pressure. En YouTube circula una de las tomas de esa base, con letra absolutamente distinta cantada por Freddie. Pueden escucharla haciendo click aquí.

Aunque la camaradería era natural entre la banda y David, el perfeccionismo de ambos fue fuente de algunas fricciones. May y Taylor han recordado en varias oportunidades el choque de egos que se produjo en el estudio cuando llegó el momento de grabar. Dos divos pertenecientes a la alta realeza rockera juntos es garantía de una que otra escaramuza. Sin embargo, nunca hubo peleas graves, como se deslizó alguna vez, pero sí una sana competencia que benefició al resultado final. 

Como dijo el melenudo guitarrista en una entrevista a la revista Mojo: “Freddie y David cruzaron sus cuernos, sin duda. Pero fue gracias a ello que las alas se extendieron y por eso salió todo tan genial. Ellos “peleaban” pero en cosas muy sutiles como, por ejemplo, quién llegaba tarde al estudio. Fue maravilloso y terrible a la vez”. La icónica línea de bajo inicial fue también motivo de tensión cuando Bowie trató de corregir la forma en que estaba siendo tocada -y que finalmente quedó. “Yo soy el bajista aquí” respondió John Deacon, serio y cortante.

La canción inicia con el hi-hat de Taylor y ese inconfundible riff de siete notas secas tocadas por Deacon en el registro agudo de sus cuatro cuerdas que recibe, en contrapunto, chasquidos, palmas y tímidos acordes picoteados al piano por David Richards, un colaborador de la banda. Poco a poco, se siente cómo va ingresando la guitarra de Brian May -en arpegios que hacen recordar brillantes canciones de George Harrison como If I needed someone (Rubber soul, 1965) y Here comes the sun (Abbey Road, 1969) y a The Byrds- y los borboteos vocales de Freddie, esos que llevaba al paroxismo cada vez que cantaba en vivo, hasta que la batería de Taylor rompe la introducción para dar paso, ahora sí, al tema. 

Hasta aquí, dos elementos diferentes a lo que suelen tener las canciones de Queen. Tanto el piano como la guitarra tienen roles importantes pero no protagónicos, que van construyendo la canción a medida que avanzan los segundos, con sutilezas de estudio que le van dando carácter. Además del piano de Richards, Bowie y Mercury tocan sintetizadores y añaden interesantes arreglos corales de fondo. Pero lo principal son las voces. Freddie Mercury pasea su imbatible rango vocal por toda la canción, pasando de fuertes sostenidos de tenor a inalcanzables notas altísimas. Mientras, el majestuoso tono grave de David Bowie se luce en cada una de sus intervenciones.

Y está, por supuesto, la letra. La búsqueda de empatía y solidaridad en una sociedad que va camino a convertirse en la jungla de individualismos codiciosos que es hoy -si en 1981 el amor era “una palabra anticuada” imagínense ahora-, la necesidad de hacer algo para cambiar eso y la indignación ante no poder hacerlo, expresada en los impresionantes diez segundos en que Freddie se pregunta “¿por qué?”, mientras lanza la voz hasta el máximo de su capacidad. Después de eso, los bombazos de la batería de Taylor desatan la explosión rockera del tema, liderada por los acordes cerrados de la Red Special de May. “People on streets” (La gente en las calles), que iba a ser el título de la canción, es un mantra que llama a la acción. La gente sale a las calles cuando la presionan mucho, algo que los gobiernos corruptos no deberían nunca subestimar.  

Y, en el fondo, dos leitmotifs básicos: los chasquidos que escuchamos al principio se repiten en el intermedio y ponen punto final a la canción después de la intensa coda, a la que se une la aguda y rasposa voz de Taylor; y el bajo que, junto al sutil y contenido piano, anticipa la conclusión después de haber guiado el tema para atravesar esta montaña rusa emocional: angustia, esperanza, rabia, amor, catarsis liberadora.

Under pressure tuvo un videoclip oficial, pero ni David Bowie ni Queen estuvieron disponibles para participar. En lugar de eso, el director David Mallet, quien ya había trabajado con ambos por separado, así como con los Rolling Stones, Blondie, Roxy Music, entre otros, armó un collage de imágenes para graficar la letra escrita por Bowie. Desde escenas reales de edificios en demolición, protestas callejeras, atentados, catarsis en conciertos multitudinarios y atolladeros en el tráfico hasta fragmentos de conocidos filmes mudos como Nosferatu (F. W. Murnau, 1922), El acorazado Potemkin (Sergei Eisenstein, 1925) y fervorosos besos de las películas de Rodolfo Valentino sirven como interpretación del enclaustramiento, la soledad, la presión, la necesidad de recuperarnos de todo eso.

Queen incorporó Under pressure a su repertorio desde el primer momento hasta 1986, año de su última gira y aparece en todos los álbumes en vivo que se han editado del cuarteto desde entonces, con Mercury asumiendo ambos roles, el suyo y el de Bowie, apoyado por Taylor para las partes más altas. En cambio, David Bowie no incluyó la canción en ninguna de sus giras mientras Mercury estuvo vivo. Tampoco la cantaron juntos en ningún escenario, algo que habría sido digno de verse y oírse. 

La primera vez que Bowie la cantó públicamente fue el 20 de abril de 1992 durante el concierto tributo a Freddie Mercury. Lo hizo a dúo con la escocesa Annie Lennox, acompañados por May, Deacon y Taylor, en una notable interpretación. Posteriormente, Bowie puso Under pressure en sus setlists, con su propia banda, en la que destaca la cantante y bajista norteamericana Gail Ann Dorsey que realiza un gran trabajo asumiendo las líneas vocales de Mercury, como podemos ver en este video extraído del DVD A Reality Tour (2004).

En 1990 se popularizó en todo el mundo una canción llamada Ice ice baby, carta de presentación de un rapero blanco norteamericano, Vanilla Ice, que empezaba con un sampleo ligeramente alterado de la icónica introducción de Under pressure. El escándalo se produjo cuando salió a la luz que el individuo, cuyo nombre real es Robert Van Winkle, no había respetado los créditos de Queen y David Bowie y adujo para justificarse que había comprado “los derechos de la canción” y que la melodía no era 100% la misma (lo cual era una broma de muy mal gusto). Un vocero de la banda lo desmintió de inmediato y, después del juicio por derechos de autor, Vanilla Ice se vio obligado a pagar regalías a ambos y colocar sus nombres en posteriores lanzamientos del tema, incluido en su primer LP, Hooked.

A través del tiempo, artistas de distintos estilos y épocas han grabado Under pressure. Por ejemplo los mexicanos Fobia, para el CD Tributo a Queen: Los grandes del rock en español (Polygram, 1997), con el título Presionando. O el quinteto norteamericano de hardcore The Blood Brothers, en un intenso CD llamado Dynamite with a laserbeam: Queen as heard through the meat grinder of Three One G (31G Records, 2006), en el que bandas de géneros alternativos y extremos que van del death metal al ruidismo electrónico rinden un particular tributo a “La Reina”. Joss Stone, la diva británica del soul moderno, grabó Under pressure para el CD Killer Queen: A Tribute to Queen (2005); mientras que la banda experimental de post-rock Xiu Xiu la incluyó en su sexto álbum Women as lovers (Kill Rock Stars, 2008). 

Sin embargo, ni la sofisticada y fuerte elegancia de Annie Lennox, ni la arrolladora performance vocal de Gail Ann Dorsey, ni el descarnado riesgo de Michael Gira, líder de los legendarios Swans, presente en la grabación de Xiu Xiu, son capaces de acercarse al imbatible Freddie Mercury, como podemos apreciar en esta, una de las primeras presentaciones en vivo de Under pressure, en la ciudad de Montreal, Canadá, durante el último concierto de The Game Tour 1980-1981, incluida en el CD Queen Rock Montreal (2007). Nada como la pureza musical de Queen en pleno para disfrutar de Under pressure en vivo.

[Música Maestro] Desde que se anunció su fallecimiento, el domingo 7 de julio a los 74 años, no he dejado de pensar en aquello de que “todo tiempo pasado fue mejor”. Ya sé que es un lugar común y que, en muchos casos, sirve como coartada para quienes nos acusan de “no dar cabida a lo nuevo”, que los encuentros generacionales siempre tienen esa característica, etc. Por lo tanto, se trata de un argumento esencialmente subjetivo y como tal, carente de peso. Sin embargo, en este asunto la frase sí tiene sentido. Y muy potente.

Las canciones para niños que grabó Yola Polastri Giribaldi durante los setenta y ochenta contenían giros idiomáticos graciosos, amplitud de vocabulario, ritmos alegres y metáforas juguetonas que funcionaban como complemento para maestros y maestras de Educación Primaria en cualquier institución educativa pública o privada, melodías y letras que tenían la invalorable capacidad de generar interesantes conversaciones entre una madre y su hija de 8 o 10 años. Hace unas semanas, en una esquina, una pequeña de aproximadamente esa edad, con uniforme escolar y mochila colgada, le contaba a su mamá, muy emocionada, que a su maestra se le había ocurrido la genial idea de pedirles representar una coreografía de un tema de Karol G. ¿Necesito explicar más mi punto?

Yola Polastri representa, más que cualquier otra figura artística de su tiempo, el verdadero espíritu del uso educativo de la televisión, sepultado por esa idiotez moderna que sentencia que hablar de valores en la pantalla chica es «anticuado», «cucufato», «poco cool». Antes, en las fiestecitas infantiles y caseras, nos ponían sus divertidos LP. Hoy, pegados a sus teléfonos, los niños juegan a ser futbolistas con tatuajes de maras salvatruchas y las niñas usan pelucas rosadas. Pero no para emular a las inocentes burbujitas sino para parecerse a las recorridísimas divas de la farándula reggaetonera que tanto admiran ellas, sus mamás y, muchas veces, hasta sus profesoras.

Como alguien ya dijo por ahí, Yola Polastri inició su primer programa infantil durante el gobierno militar del Gral. Juan Velasco Alvarado. Inclusive se han reseñado unas declaraciones suyas en las que resalta eso y hace, con cierta amargura, una comparación entre la importancia que dio a la educación aquel régimen frente al desprecio por la misma que mostró Alberto Fujimori durante los noventa, refiriéndose a su salida de la televisión, que se dio en 1994 para ser exactos. Y se justifica el contraste, aunque de manera subjetiva, ya que a primera vista no tendríamos mayor asidero para pensar que Yola haya sido peligrosa, por lo menos de manera directa, para el fujimorato y sus planes de embrutecimiento masivo. 

En realidad, la razón que hizo perder vigencia a “La Chica de la Tele” fue más ramplona. Resulta que, a sus 44 años, Yola ya no era tan “chica” y fue desplazada por los sebosos planes marketeros de los viejos dueños de Panamericana Televisión, que motivaron la creación de otros programas conducidos por jovencitas de trajes cortos y coloridos que parecían cantarles más a los padres que a los hijos. Cuando uno lo piensa por segunda vez, quizás sí sea pertinente establecer una contraposición directa y no tan subliminal entre las prioridades de los sistemas educativos estatales de los setenta y los noventa. Después de todo, a mitad de camino de la nefasta década fujimorista, la banda sonora del país la ponían las orquestas de cumbia femeninas y los noticieros de farándula digitados desde el poder que padecemos hasta hoy, cuando su oscuro reinado en el rating y los gustos populares apenas empezaba.

Cuando Yola comenzó a hacer sus primeros programas para niños, no era una novata en la televisión nacional. Entre 1967 y 1972 tuvo ocasión de participar, por sus estudios de teatro, en papeles secundarios de novelas de la época como Simplemente María, Matrimonios y algo más, entre otras. En paralelo, fue integrante del conjunto femenino de baile Las Cincodélicas, una troupé que aparecía acompañando con sus alocadas coreografías, inspiradas en los ritmos de moda (twist, a go-gó, pop-rock nuevaolero), a Los Shain’s, Pepe Cipolla, Los Steivos, entre otros artistas, en programas musicales como Ritmolandia, del Canal 5 (de ahí su nombre). Además de Yola, la otra Cincodélica que se mantuvo en la televisión fue Jenny Negri, quien hizo carrera como actriz cómica en recordados programas ochenteros como El Show de Rulito y Sonia (1981-1982) y Los Detectilocos (1983-1985).

En la década que va de 1975 a 1985 se ubica el legado discográfico más importante de Yola Polastri, lleno de canciones que en estos días han vuelto a sonar, recordándonos no solo nuestra infancia sino que, además, en esos años de convulsiones sociopolíticas -caída de Velasco, traición de Morales Bermúdez, recuperación de la democracia, inicios de Sendero- por lo menos los niños teníamos una opción agradable y divertida. Compitiendo con el vaso de leche de El Tío Johnny (Juan Salim, 1936-1997) y “El Loro Lorenzo” de Mirtha Patiño (1951-2019), de estilo aun más pedagógico, Yola se metió en los corazones de la gente con su simpatía, frescura y creatividad. 

Aunque se le asoció principalmente al mundo de la televisión, con escuela de talentos incluida de donde salieron, entre otros, el periodista deportivo Alberto Beingolea, el cómico Jorge Benavides, la cantante Roxanita Vargas o la actriz Ebelin Ortiz; y un elenco de personajes que, bajo su férrea y disciplinada dirección -algo que siempre se anotó como un rasgo negativo de su personalidad detrás de las pantallas-, protagonizaban disparatados sketches en cada capítulo, Yola Polastri complementó su trabajo ante cámaras en los estudios de grabación de los sellos Odeón del Perú/Iempsa, con más de veinte discos entre LP y 45 RPM, con todas las melodías que musicalizaron sus sintonizados programas El mundo de los niños (1972-1974), Los niños y su mundo (1975-1978) y Hola Yola (1980-1994), transmitidos siempre por la señal de América Televisión, Canal 4.

Polastri armó su repertorio adaptando las canciones de Enrique Fischer, más conocido como “Pipo El Pescador”; y del trío de payasos “Gaby, Fofó y Miliki”, conformado por los hermanos Aragón Bermúdez (Gabriel, Alfonso y Emilio), integrantes de una tradicional familia cirquera. Títulos indispensables del cancionero de Yola Polastri como El auto nuevo, Don Pepito, El eco, La gallina turuleca, entre otros, fueron compuestas por estos artistas que eran, dicho sea de paso, contemporáneos con ella y muy conocidos en Argentina y España, sus respectivos países. Las versiones grabadas por Yola Polastri en los vinilos Hola Yola (1975), Las palmaditas y La semillita (1976) respetaron siempre sus créditos. A lo largo de su discografía, estas y otras canciones aparecieron en los recordados popurrís de álbumes como La parrandita de Yola (1977) y Pa’ rondas y pa’ ronditas (1978).

Para su marco musical, Yola Polastri tuvo la colaboración de destacados arreglistas peruanos como el trompetista chiclayano Roberto “Tito” Chicoma (1936-2010), experto en salsa y boogaloo, además de haber trabajado previamente en los programas infantiles de El Tío Johnny. Chicoma fue el compositor de Las palmaditas, tema de introducción de varios de los espectáculos y programas de Polastri, en las diversas variaciones que tuvo a lo largo de los años. La versión original apareció en el LP Las palmaditas (1976). Otro de sus arreglistas fue un reconocido músico que ha trabajado con infinidad de artistas locales, tanto del género criollo como de baladas, nueva ola y música cristiana, Víctor Cuadros, en discos como Yola y sus muñecas (1982) y La banda de Hola Yola (1985). A pesar de que en todos sus álbumes e incluso en la introducción de Hola Yola, su programa televisivo más recordado, aparece escrito con y griega al final -Polastry-, el apellido real de la animadora es “Polastri”.

Sin dejar nunca lo infantil, Yola Polastri supo incorporar en sus grabaciones ritmos peruanos -huaynos, marineras, festejos-, latinos -cumbias, merengues, sambas-, siempre usando como base la psicodelia nuevaolera y las rondas españolas, conformando un estilo fresco y divertido, con coros de niños, videos de psicodélicos efectos visuales, muñecos y colores pastel por todas partes, además del sonido inconfundible de la trompeta de Tito Chicoma. Canciones como El telefonito, La feria de Cepillín (Pa’ rondas y pa’ ronditas, 1978) son buenos ejemplos de eso. 

Para la década de los ochenta, su repertorio clásico fue ampliándose con nuevos temas como La chica de la tele, que se convirtió en su sobrenombre oficial (Disco Yola, 1980) o La banda de Hola Yola, que identificó al programa en sus últimos años. La canción fue incluida en el disco del mismo nombre, editado en 1985, y llegó para reemplazar a su cortina anterior, Los niños y su mundo (Yo… Yola… Y, 1978). En esos años, fue muy común ver a Yola Polastri en shows públicos, como los que hacía anualmente en el auditorio de la desaparecida Feria del Hogar, espectáculos con los que llegó a llenar dos estadios de fútbol en Lima, el Nacional y el de Alianza Lima (Matute), los años 1981 y 1987, respectivamente. Y cómo olvidar la imitación que de ella hacía la actriz Nancy Cavagnari en el espacio cómico Risas y Salsa. 

Paralelamente, comenzó a grabar géneros más modernos, a medida que su propio elenco iba pasando de la niñez a la adolescencia. Covers de artistas como Donna Summer (Buscando, 1985), Sly & The Family Stone (Solo tú, 1985) o Sheena Easton (Canta y sé feliz, 1982), sugerían que Yola poseía un panorama musical que iba más allá de las simpáticas canciones que la hicieron conocida. Un punto aparte fue el disco Yola discoteque (1983), en el cual recrea temas de pop electrónico como Da-da-da, del conjunto alemán Trio, muy popular en ese entonces; o el exitazo de Yazoo, la banda del tecladista británico Vince Clarke, fundador de Depeche Mode y Erasure, Don’t go (con el título No, no). En ese disco, Yola incluyó un tema de la cantautora española Massiel de ese mismo año, Hello América. En todos estuvo acompañada de sus característicos coros infantiles, pero en clave de pop. 

Esta tendencia innovadora se replicó en sus dos últimos álbumes oficiales. Canciones como Sabor a miel o Dame un besito, incluidas en Yola a todo ritmo: Sabor a miel (1986), fueron compuestas por Frank Privette, cantante y bajista de la banda nuevaolera Los Steivos -que había grabado la segunda de las mencionadas en 1966– y amigo suyo desde las épocas de Las Cincodélicas. Ambas mostraban intenciones de renovación, aunque en sus programas combinaba, por supuesto, esa onda más juvenil con las clásicas canciones de siempre. 

Poco antes de finalizar los ochenta apareció el LP Yola Rocker (1989), título de un programa alterno a Hola Yola, con el que trató de subirse en la ola de pop-rock peruano. La artista reemplazó los sobrios trajes y sombreros de colores por atuendos y pelucas que tenían de Tina Turner y Nina Hagen para grabar medleys de los Beatles, los Rolling Stones y Elvis Presley. Aunque no perdía su prestigio en la televisión, estas canciones jamás alcanzaron la popularidad de su repertorio más antiguo.

La primera mitad de los noventa vio a Yola compitiendo con El Show de July y Nubeluz, una batalla que terminó perdiendo. En entrevistas posteriores, ya convertida en un recuerdo lejano y extravagante -aunque se mantuvo ofreciendo shows privados hasta muy entrado el siglo XXI-, Yola Polastri lanzó duras y acertadas críticas a la televisión nacional y la degeneración de sus contenidos. Sobre los programas infantiles que la desplazaron llegó a decir que los productores desnaturalizaban el entretenimiento infantil, al hacer que las animadoras usaran trajes “en los que se les veía hasta el alma”. A buen entendedor, pocas palabras.

El legado de Yola Polastri se sostiene en aquellas canciones que promovían la importancia de ser niños, la sana diversión, la solidaridad y el amor familiar. Entre todos sus clásicos, quizás los que mejor resuman ese anacrónico mensaje son, por un lado, El niño y el abuelo (Disco Yola, 1980) o Todos los niños del mundo (La parrandita de Yola, 1977), letras idealistas y tiernas que colisionan con lo que padecieron desde siempre los niños en extrema pobreza o aquellos que, teniéndolo todo, nunca están conformes y quieren ser adultos antes de tiempo. Y, por el otro lado, el pedagógico, los ejemplos abundan. ¿Quién, de nuestra generación, no ha aprendido a recitar los nombres de los océanos escuchando Capitán de los siete mares (Yo… Yola… Y, 1978) o las palabras sobreesdrújulas con la divertida La sin sin (Yola y sus muñecas, 1982), basada en la composición El tiempo de los apostóles del trovador uruguayo Quintín Cabrera (1944-2009).

En el contexto latinoamericano, la obra televisiva y musical de Yola Polastri es equiparable a lo que hicieron, en Argentina, María Elena Walsh (1930-2011) o, en México, Francisco Gabilondo Soler (1907-1990), el recordado Cri-Cri, a quien muchos de nosotros conocimos a través de los programas de Roberto Gómez Bolaños “Chespirito” (1929-2014) quien, dicho sea de paso, también escribió varias inolvidables canciones para niños. La reacción que su fallecimiento ha generado en sus seguidores y amigos en el medio televisivo local, habla por sí sola. Ojalá los niños de ahora se conectaran con esas canciones y recuperaran así esa irrepetible oportunidad de vivir su niñez sin poses ni disfuerzos inapropiados para su edad.

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Música infantil, Música peruana, Nueva Ola, pop-rock, Yola Polastri

Dedicado a a mis profesores de guitarra Pepe Torres, Álex Torres y José Purizaca. Feliz día, maestros… 

El mundo está lleno de maestros que no son, necesariamente, profesionales de la educación. Que, sin haber memorizado las técnicas constructivistas del ruso Lev Vigotsky (1896-1934) o el suizo Jean Piaget (1896-1980) ni ser seguidores de iconos magisteriales de Latinoamérica como el brasileño Paulo Freire (1921-1997) o el peruano José Antonio Encinas (1888-1958), han formado a generaciones enteras, brindándoles herramientas que no solo les permitieron dominar una disciplina, profesión u oficio sino que, además, les ofrecieron imperecederos ejemplos de ética de trabajo, valores y vocación de servicio. Por eso hoy, que el Perú celebra el Día del Maestro, va un abrazo para los miles de anónimos maestros de música que trabajan en casas, pequeñas escuelas y conservatorios, a contracorriente de las modas y con lo mínimo indispensable. 

Una de las actividades humanas en las que más se han visto casos de maestros que no ostentan un título académico que los certifique como tales es, en general, la artística. Cada escultor, pintor, arquitecto o escritor ha tenido un maestro al lado que en cada clase le reveló secretos, técnicas, saberes que no se encuentran en ningún manual. Y, entre las artes mayores, la música ha desarrollado un rico historial asociado a la enseñanza. Esto, que también ocurre en oficios como la mecánica, la albañilería, la carpintería, la gastronomía, etc., ha evolucionado con los siglos y, como tantas otras cosas, se ha trasladado con éxito al ámbito digital.

Cada video de Rick Beato (New York, 1962) es una clase maestra que, como dice el eslogan de un concurso local, deja huella. Él es un experimentado músico y productor que ha decidido compartir sus conocimientos en el ciberespacio y las redes sociales. En su canal de YouTube, que tiene más de cuatro millones de suscriptores, analiza diversos tópicos relacionados a los géneros de su competencia: rock, blues, jazz, música clásica, con un sentido de la didáctica muy fresco y auténtico. Beato comenzó tocando cello y contrabajo por influencias familiares, además de aprender piano y composición. Posteriormente, cambió los instrumentos clásicos por los bajos y guitarras eléctricas. En algunos de sus videos demuestra sus alucinantes habilidades replicando, nota por nota, complejos solos de Kirk Hammett, Marty Friedman o Eddie Van Halen o de iconos del jazz como Joe Pass, Frank Gambale y George Benson, con absoluta precisión. 

Asimismo, descompone grabaciones para hacernos notar esos detalles que, generalmente, no se perciben a la primera escucha -armonías vocales, efectos-, aislándolos para explicar las intenciones que tuvo el compositor o el productor al incluir esos sonidos en la mezcla final. Desde que abrió su canal, en el 2016, ha publicado distintos tipos de videos. Entre los que mayores visitas tienen están los capítulos de la serie What make this song great? (¿Qué hace genial a esta canción?) en los que toma una canción muy conocida y, literalmente, la desarma pieza por pieza usando herramientas tecnológicas para que su público entienda por qué se trata de una buena composición, exitosa en su momento y recordada por décadas. Aquí un par de ejemplos, Don’t stop believin’ (1981) de Journey y Just like heaven de The Cure (1987).

La amplitud de sus recursos es sorprendente. Rick Beato pasa de deconstruir canciones multiformes a hacer un recorrido por la evolución de las técnicas de grabación con ejemplos, menciones a artistas, análisis de notas y escalas que se usan en cada estilo para hallar la relación entre sonidos y emociones. Así, podemos entender por qué nos ponemos melancólicos, tensos o alegres al escuchar determinadas secuencias de acordes o armonías. También son muy populares sus rankings. Por ejemplo, este de veinte mejores intros rockeras.

Ver sus videos de manera ordenada y sistemática equivale a seguir un curso comprimido de producción, apreciación musical, métodos para desarrollar el oído perfecto e historia del pop y la industria discográfica. En los últimos meses, está haciendo largas entrevistas con destacados personajes de las escenas del pop-rock y el jazz mundial, extrayendo información valiosísima para aquellas personas que ven y sienten la música como algo más que una forma de hacerse conocidos y ganar dinero. Por supuesto, todas estas técnicas y clases maestras también han encontrado su camino en la forma de libros, impresos y digitales, que Beato comercializa en su página web. 

Uno de sus últimos videos aborda un tema que, visto bajo los reflectores adecuados, adquiere una importancia que va más allá del análisis musical, una preocupación por la degeneración de las sociedades, la educación y la pérdida de sensibilidad que promueven las nuevas tecnologías, contraponiendo pasado y presente. “Antes -argumenta Beato- si yo quería escuchar el segundo disco de Led Zeppelin, tenía que ahorrar un par de semanas, comprar el LP y, en la intimidad de mi habitación, escuchar atentamente y cuidar el vinilo para que no se ralle, la carátula para que no se dañe, leer las letras, los créditos, decodificar el arte gráfico. Luego, lo compartía con mis amigos”. 

Se trataba de un aprendizaje múltiple y comunitario que requería una dosis de esfuerzo, de poner atención y valorar la obra de arte que se tenía entre manos. Hoy, afirma, las plataformas de streaming te dan, por veinte dólares al año, la posibilidad de escuchar todas las discografías de todos los géneros, en un solo día. Entonces, la música pasa como cuando uno abre el caño y deja caer el agua, sin detenerse, perdiendo sustancia. “Las personas ya no se relacionan con la música como lo hicimos nosotros” comenta, un poco desconsolado. Y tiene razón.

Otro caso de divulgador/educador musical moderno es el del productor y compositor panameño Rodney Clark Donalds (54), más conocido por su nombre artístico “El Chombo”, considerado uno de los creadores del reggaetón, muy exitoso a fines de los noventa con la colección Cuentos de la Cripta que en su tercer volumen incluyó canciones de alta rotación en radios populares como la absurda El gato volador o experimentos reggaetoneros más divertidos como Bien mamá o Todo el mundo ama a Mao. “El Chombo” se reinventó en los últimos años a través de su canal de YouTube, donde despliega sus amplios conocimientos sobre la evolución de la industria musical y cómo se han venido transformando los gustos del público a lo largo de las décadas. Además de eso, criticó a los ídolos masivos del reggaetón, señalando las diferencias entre lo que hacen ellos y lo que considera “la esencia original” de dicho género, enfrentándose frontalmente a vacas sagradas del vulgarísimo reggaetón a Daddy Yankee, Don Omar o Bad Bunny.

Si bien es cierto el estilo de los videos de “El Chombo”, algunos de los cuales sobrepasan las dos millones de reproducciones, está más orientado al entretenimiento socarrón -efectos de sonido, distorsiones de la voz, emoticones e imágenes alteradas con trucos de edición- también poseen buena carga didáctica, sobre todo porque dedica muchas de sus emisiones para resaltar las carreras de emblemáticos artistas latinos de las épocas doradas de la salsa, el pop-rock y la balada en español, acercándolos a un público que es definitivamente más joven, perteneciente a una generación que no fue capaz de verlos en acción. Además, aunque mayormente toca temas de géneros asociados a la salsa o latin-pop, también ha mostrado solvencia al comentar otros estilos, como este capítulo, dedicado al heavy metal. O este otro, sobre Gustavo Cerati. De esa manera, “El Chombo” educa, muy a su manera, a quienes creen que la música popular comenzó en el año 2000. 

Rick Beato y “El Chombo”, cada uno a su estilo, realizan un trabajo educativo y de difusión de inmenso valor, para una época como esta en que la música se ha convertido en un producto enlatado y homogéneo, donde ya nadie tiene, hablando del gran público, la intención de dedicar su tiempo a conocer qué hay detrás de cada canción, estilo, técnica de grabación o carrera artística. Aun cuando no pertenecen a la generación cibernética, ambos se han adaptado muy bien a los formatos tecnológicos y, sobre la base de sus particulares talentos, experiencias y estilos de comunicación -informal y académico, Beato; divertido y callejero, “El Chombo”-, son maestros porque los usan para educar, difundir información de calidad y ofrecer aspectos diferentes, que aportan reflexión y perspectivas particulares sobre cosas que las masas no suelen cuestionar y ni siquiera valoran porque no saben que existen.

En los años previos a la revolución tecnológica y las redes sociales, las Master Class y las “clínicas” llegaron como opción novedosa cuando se trataba de enseñanza musical. Estos eventos ofrecen un acercamiento vivencial a través del contacto directo con músicos profesionales, en muchos casos exitosos o conocidos, que abandonan por un momento su papel de estrellas inalcanzables y, usan sus días libres antes de un concierto para reunirse con un público más reducido, formado por sus seguidores que son, además, estudiantes de alguna escuela formal o músicos principiantes autodidactas, con demostración y todo. 

Recuerdo haber asistido a algunas de estas clínicas musicales cuando comenzaron a hacerse en Lima, en la primera década de los años dos miles. Una de ellas fue, por ejemplo, del pianista de latin jazz Michel Camilo (República Dominicana, 1954), quien ofreció una clase maestra sobre ritmos latinos, polirritmia africana y jazz, en los días previos a un inolvidable concierto que dio junto a Arturo Sandoval, Abraham Laboriel y nuestro compatriota Alex Acuña. Otra que viene a mi mente es la que brindó el guitarrista de Sting, Dominic Miller (Inglaterra/Argentina, 1960), un día antes del recital que dio el ex líder de The Police junto con la orquesta sinfónica nacional. El guitarrista argentino de rock y blues Diego Mizrahi (59) condujo, entre 2001 y 2004, un sintonizado programa de clínicas de guitarra, Music Expert, en el que interactuaba con estrellas de la escena musical de su país. Aquí, por ejemplo, lo podemos ver con Walter Giardino, guitarrista y fundador de Rata Blanca.

Si en siglos anteriores las clases de música se daban en los conservatorios, a partir de la explosión audiovisual de los años ochenta, empujada por la subcultura MTV y la comercialización masiva de videos en formato casero -el recordado Video Home System o, simplemente, VHS- surgió una alternativa nueva, los videos instructivos. Aunque, por supuesto, nunca llegaron a reemplazar a los establecimientos formales de enseñanza -Julliard o Berklee, en New York y Boston, son dos de los más conocidos hasta hoy-, los videos instructivos se convirtieron rápidamente en una opción accesible para aquellos principiantes que no podían con los altos costos de estas prestigiosas escuelas. 

Músicos reconocidos como Eric Clapton, Paul Gilbert (guitarra), Jaco Pastorius, John Patitucci (bajo), Dave Weckl o nuestro compatriota Alex Acuña (batería), solo por mencionar algunos, han lanzado uno o varios videos de instrucción, ofreciendo una herramienta educativa de calidad asegurada, por el alto nivel y prestigio de los instrumentistas. Géneros desde el jazz y el flamenco hasta el heavy metal y la música criolla pueden aprenderse hoy en YouTube, a través de canales que combinan entretenimiento con educación inspirados en los viejos VHS de instrucción, muchos de los cuales ya están disponibles también en la omnipresente plataforma de videos online.

Si alguien llevó al extremo la relación entre ser músico y maestro, fue el guitarrista y líder de King Crimson, el británico Robert Fripp (78). A mediados de los ochenta, tras disolver su banda por segunda vez, fue invitado a participar como profesor en la Sociedad Americana para la Educación Continua (ASCE, por sus siglas en inglés), donde nació su proyecto educativo Guitar Craft -que luego cambió su nombre a Guitar Circle-, a partir del cual se formaron un par de grupos, The League of Crafty Guitarists y California Guitar Trio.

Entre 1985 y 2010, cientos de estudiantes aprendieron, en Guitar Craft, todo acerca de los patrones circulares y afinaciones no convencionales creadas por Fripp. Entre sus destacados alumnos estuvieron Trey Gunn, Bill Rieflin -ambos se unieron a King Crimson en distintos momentos-, Mark Reuter (Stick Men) o Davide Rossi (Goldfrapp). Desde el año 2022, Fripp dio un paso más en su trayectoria como educador, lanzando la gira de conferencias An evening of talking junto a su amigo y colaborador David Singleton, con la que sigue encandilando a sus auditorios con profundas reflexiones, anécdotas y enseñanzas sobre ser músico. 

Actualmente, como en cualquier otro tema, las opciones son ilimitadas y de distintos niveles de calidad en YouTube, al momento de buscar maestros de música. Están desde el pianista español Jaime Altozano, que dedica su talento y conocimientos teóricos para tratar de convencer al mundo hispanohablante de que la desechable música de Rosalía es la octava maravilla, hasta el bajista norteamericano Scott Devine y su canal Scott’s Bass Lessons, exclusivo para bajistas. O la web Drumeo.com, una plataforma multicanal perfecta para todos aquellos que deseen aprender todo sobre batería y que tiene también escuelas online para tecladistas (Pianote.com), guitarristas (Guitareo.com) y cantantes (Singeo.com). 

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“El Chombo“, #Rock, Día del Maestro, Jazz, Música, Pop, Rick Beato, YouTubers

Soñar con ser director de orquestas sinfónicas en este país de reggaetoneros que celebran sus cumpleaños y despiden a sus muertos a balazos debe generar una sensación de inmensa soledad y desubicación, como si de repente un joven amante de la literatura se viera a sí mismo sentado a la mesa con la Comisión Permanente del Congreso -con un par de Acuñas de invitados de honor- manejando con delicadeza sus tenedores mientras los demás gruñen y sacuden las cabezas dentro de sus platos con fragmentos y salsas de colores por toda la ropa y las manos. O como si, caminando por un basural uno se encontrara, de repente, un diamante.

Quizás fue por eso que Dayner Tafur Díaz tuvo que emigrar, huir de este país de miserias, siendo aun muy joven, para labrar a pulso su sueño de sostener con fuerza una batuta y guiar a sus músicos, ejecutando firmes movimientos corporales y mirándolos fijamente, para que esa máquina llamada orquesta, que puede llegar a tener 100 o 120 piezas -cada una con sus propias emociones, sus propias reacciones somáticas, sus propios buenos o malos días- suene como una sola cosa. Puede ser un plácido interludio de Mozart o una tormentosa pieza de Wagner. No importa. La conexión mística entre director e instrumentistas, si es la correcta, puede crear memorables interpretaciones que, en un solo recital, recorrerán con fluidez y naturalidad todo el espectro de los sentimientos humanos.

La mezquina y efectista cobertura que la prensa convencional le ha dado a Tafur Díaz, brevísima si la comparamos con las interminables páginas y minutos que le dedican a la vida y milagros de faranduleros y futbolistas que nada bueno hacen por la autoestima nacional, me hizo retroceder tres décadas para recordar a otro director de ensambles de música académica nacido en el Perú que, sin internet ni redes sociales, llegó a tener su entrevista en El Comercio y su reportaje en Somos para luego desaparecer del imaginario colectivo popular. Miguel Harth-Bedoya llegó al Perú luego de estudiar en las prestigiosas escuelas de música Curtis Institute de Philadelphia y Julliard de New York, Estados Unidos, para dar unos cuantos conciertos en el auditorio del antiguo Museo de la Nación y colaborar con la formación de la Orquesta Filarmónica de Lima. Precisamente, aquellas presentaciones motivaron que la prensa le dedicara algunos pequeños espacios a Harth-Bedoya, hijo de la maestra y directora de coros escolares y universitarios Luchy González, muy conocida en los elitistas cenáculos limeños dedicados a la música clásica (los más memoriosos la recordarán como la creadora del coro de la desaparecida línea aérea nacional Aeroperú). 

Hoy, salvo los conocedores y melómanos de siempre, algunos periodistas y los fieles oyentes de Radio Filarmonía, nadie sabe quién es Miguel Harth-Bedoya, a pesar de la brillante carrera que ha tenido, como pupilo del japonés Seiji Ozawa (fallecido en febrero de este año a los 88) y protegido del finés Esa-Pekka Salonen (65) -uno de los directores de la segunda mitad del siglo XX más reconocidos internacionalmente- quien lo promovió para que se haga conductor de la Orquesta Filarmónica de Los Angeles, entre otros logros artísticos que aquí, por supuesto, pasaron desapercibidos para el gran público que vibra de emociones patrióticas cuando la selección de fútbol empata. Me temo que algo de eso le sucederá a Dayner Tafur Díaz quien tiene exactamente la misma edad que tenía Harth-Bedoya en aquel lejano 1994, 26 años.

Por supuesto, no sería racional esperar que los directores de orquesta tengan la misma popularidad masiva de la cual gozan, por ejemplo, los cantantes de cumbia, pop-rock, salsa o reggaetón. Nunca lo han sido. El asunto es que antes, por lo menos, existían dentro de un esquema de difusión en el que incluso los niños eran expuestos a diversas formas musicales. Por ejemplo, para quienes fuimos niños o adolescentes durante los años ochenta, antes de saber quiénes fueron Arturo Toscanini (Italia, 1867-1957), Herbert Von Karajan (Austria, 1908-1989), Leonard Bernstein (EE.UU., 1918-1990) o Daniel Barenboim (Argentina, 1942), la figura del director de orquesta quedó instalada en nuestros cerebros a través de dibujos animados. 

Podía ser de manera irreverente y lunática como en aquel clásico episodio de Bugs Bunny en que el conejo de la suerte, disfrazado de implacable director, lleva al extremo de sus capacidades humanas a un encopetado y obeso tenor; o misteriosa, como cuando Mickey Mouse puede controlar el mundo desde su podio, en la legendaria Fantasia (1940). Actualmente es muy poco probable que niños de 8 o 10 años entren en contacto con el fascinante mundo de lo orquestal, viendo maratones de Bob Esponja o Peppa The Pig. En la histórica película de los estudios Disney aparece también, en las sombras, otro extraordinario director de ensambles sinfónicos, Leopold Stokowski (1882-1977). Dicho sea de paso, en aquella parodia de 1949 titulada Long-haired hare, los ilustradores disfrazan a Bugs Bunny del recordado conductor británico de origen polaco.

Dayner Tafur Díaz es uno en un millón. En el 2013, cuando él tenía 15 años, las canciones que más sonaban en radios y canales populares de televisión eran las de Pitbull, Shakira, Katy Perry, El Grupo 5, Nene Malo y un largo etcétera de personajes similares que, con un cien por ciento de seguridad, mantenían cautivos a sus compañeros de colegio con sus melodías pegajosas, ritmos homogéneos y letras insulsas. Es fácil imaginar al adolescente Dayner totalmente ensimismado, escuchando con audífonos algún pasaje instrumental de Beethoven, Mozart o Bach -los tres primeros autores que aparecen cuando uno escribe “música clásica” en el buscador de YouTube- en el más absoluto aislamiento. Como es natural, también debe haber estado en contacto con la música popular de su generación. Después de todo, es una etapa difícil en la que hay que interactuar, no quedarse atrás- pero, definitivamente, no tendría con quien conversar de su secreto gusto por los violines y las óperas.

Dayner nació en 1998 en Chimbote, capital de Santa, una de las veinte provincias de la región Áncash, conocida como activo puerto pesquero y, hasta hace poco, centro de operaciones de una de las tantas organizaciones políticas-criminales que padecemos los peruanos, liderada por el tristemente célebre César Álvarez, alias “La Bestia”. Ser de una familia de provincias y vivir en una de las zonas más aquejadas por la corrupción son condiciones que no permiten hacer buenos pronósticos sobre el futuro de sus pobladores más jóvenes. A contracorriente, comenzó a tocar la trompeta, su primer instrumento, durante su etapa escolar. Luego se integró a la Orquesta Sinfónica Infantil Juvenil de Chimbote, creada en el 2010 por dos esforzados centros culturales de la zona, Centenario y Arpegio, con el apoyo económico de Siderperú para sacar adelante a jóvenes músicos diferentes al promedio.

Tafur Díaz, hijo de un conocido periodista chimbotano, Hugo Tafur Julca, acaba de ser admitido en la Orquesta Filarmónica de Berlín, una institución con más de 140 años de existencia y que ha tenido como directores principales, entre otros, a estrellas de la batuta y el podio como Sergiu Celibidache (Rumania, 1912-1996), Claudio Abbado (Italia, 1933-2014) o el mencionado Karajan, entre otros. Nuestro compatriota será nada menos que director asistente del ruso Kirill Petrenko, de 52 años, uno de los mejores de su generación, quien asumió el puesto de director principal en el 2019, en reemplazo de Sir Simon Rattle, reconocido conductor británico que estuvo dieciséis años al frente del ensamble alemán, del 2002 al 2018.

«El director de Perú impresionó con su comprensión musical y expresividad en su trabajo con la orquesta», declaró el panel de expertos que lo seleccionó entre 70 competidores de diversos países del mundo. Durante los siguientes dos años, trabajará junto a Petrenko en la preparación de repertorios, ensayos, pruebas acústicas y organización de conciertos. Asimismo, en su calidad de director asistente tendrá también oportunidad de dirigir a la orquesta misma, en las ocasiones que se lo pida el titular. Según comentó en una nota del medio digital Áncash Noticias, su rol es “similar al de un asistente de entrenador en un equipo de fútbol, encargado de detalles que el director principal no puede atender durante la dirección”.

La carrera de Dayner Tafur Díaz va en franco ascenso en el competitivo y exigente mundo de la música clásica. Desde que llegó a Alemania el año 2017, “como parte de un voluntariado” como dice escuetamente su página web, se dedicó a estudiar de forma perseverante y metódica. Como saben todos los que han tenido oportunidad de visitar ese país europeo, los conjuntos de cámara y las grabaciones de compositores legendarios son tan comunes en calles, centros comerciales, restaurantes y plazas públicas, como aquí las majaderías de los reggaetoneros. Definitivamente, el entorno determina que los potenciales talentos de una persona afloren o queden sepultados de por vida. En el caso de Dayren el ambiente contribuyó a que ese brillo que llevaba por dentro comenzara a salir hacia la superficie.

Ha sido primer lugar, en el año 2022, en el II Concurso Internacional de Dirección de la Ópera Royal de Wallonie (ORW) en la ciudad de Lieja (Bélgica). Y el año pasado ganó uno de los certámenes más importantes dedicado a promover a directores de orquesta menores de 33 años, el German Conducting Award (GCA) que entrega cada dos años el Consejo de la Música Alemana, una organización no gubernamental fundada en 1953 en Bonn, capital de la antigua República Federal de Alemania. Tras la fusión de 1990, incorporó a sus pares de la República Democrática de Alemania, instalándose definitivamente en la recuperada Berlín.

Originalmente, el Consejo de la Música Alemana -Deutscher Musikrat en alemán- comenzó a entregar este galardón desde 1995 pero solo a músicos locales. En el 2017, en alianza con diversas asociaciones privadas de la ciudad de Colonia, se abrió la participación a otros países. El peruano es el cuarto ganador de la versión internacional del GCA. Los anteriores fueron el iraní Hossein Pishkar (2017), el español Julio García Vico (2019) y el belga Martijn Dendievel (2021). 

Como suele pasar cada vez que los medios convencionales huelen una noticia que les permita fingir interés en cuestiones culturales, el caso de Dayner Tafur Díaz también fue usado durante una semana por aquí y por allá, con titulares que no dejaban de incluir la frase “orgullo peruano”. Hasta alguno se apuró en buscar las declaraciones de Juan Diego Flórez, felicitándolo, para llamar la atención y conectarlo con una personalidad vigente y muy mediática de la ópera mundial. También hubo medios serios como Filarmonía -en sus versiones radial y digital- que le dieron genuino realce a la persona misma, con entrevistas como esta en la que podemos ver y oír a Dayner, su evolución como persona y como músico. 

Estamos hablando de un individuo que hoy, después de cinco años de trabajo duro, estudio y talento, está construyendo su propio camino en un terreno donde la excelencia y la disciplina son indispensables para avanzar. La música clásica le ha permitido a este joven peruano no solo sobresalir sino insertarse en un medio en el que está en contacto con cuestiones que el Perú, su país, no puede ni podrá dar jamás a sus hijos. 

Como ha ocurrido con otros músicos peruanos que desarrollaron sus carreras al margen del Estado y sus paupérrimos sistemas educativos y de promoción cultural -Alex Acuña (jazz), Juan Diego Flórez (ópera), Ramón Stagnaro (pop-rock)-, el joven director de orquestas hoy es un artista cosmopolita, capaz de expresarse con solvencia en varios idiomas, que además de la trompeta ahora toca también piano. Y aun tiene un amplio margen de tiempo para seguir creciendo y aprendiendo. Esto para orgullo suyo y de su familia, no para un país que les niega oportunidades diariamente a millones de jóvenes que, como él, tienen que alejarse por completo para poder explotar sus potencialidades y destacar.

Un aspecto especial de Dayner Tafur Díaz es que, como buen centennial, nacido en la generación Z (entre 1995 y 2015 aproximadamente) es que, además de la dirección orquestal especializada en la ópera italiana -Giuseppe Verdi, Giacomo Puccini- y en autores del periodo romántico como Felix Mendelssohn (Alemania, 1809-1847), Johannes Brahms (Alemania, 1833-1897), Georges Bizet (Francia, 1838-1875), Gustav Mahler (República Checa, 1860-1911)- pero que también puede interpretar obras contemporáneas como las de Alberto Ginastera (Argentina, 1916-1983), Aaron Copland (EE.UU., 1900-1990) o Arnold Schoenberg (Austria, 1874-1951), es muy activo en redes sociales, específicamente a través de su canal de YouTube, donde publica videos de divulgación musical como este, en el que explica una ópera de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791), La flauta mágica. 

Su misión, dice, es “democratizar la música clásica, haciéndola accesible para todo tipo de audiencia, independientemente de su nivel de conocimientos musicales”. Un loable esfuerzo que no lo convertirá en el YouTuber más famoso pero que sí servirá de inspiración para otros que sueñan con alejarse de este país de sicarios, políticos corruptos y farándula de agresiva vulgaridad para convertirse en diamantes en medio del basural. 

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[MÚSICA MAESTRO] En el argot del rock clásico conocemos como “supergrupo” a aquel cuyos integrantes provienen de bandas consagradas que se juntan para un evento específico o para iniciar un camino propio, paralelo a su actividad principal o un capítulo nuevo de sus desarrollos artísticos. 

Un par de ejemplos básicos, para entender la figura: Crosby Stills Nash & Young reunió, a fines de los sesenta, a integrantes de tres exitosas agrupaciones: The Byrds (David Crosby), The Hollies (Graham Nash) y Buffalo Springfield (Stephen Stills y Neil Young). O, a mitad de los ochenta, decenas de estrellas del pop se juntaron en Inglaterra y Estados Unidos para los proyectos Band Aid y USA For Africa, dos supergrupos que dieron origen al movimiento Live Aid que recaudó millones de dólares para llevar ayuda humanitaria al África. Aunque solemos pensar en The Police como una de las tantas bandas nuevas que aparecieron en pleno auge del punk y los albores de la new wave, el famoso trío fue también una especie de supergrupo, la unión de tres instrumentistas virtuosos y ampliamente fogueados. 

Stewart Copeland, un baterista nacido en EE.UU. pero criado entre Líbano e Inglaterra, país al que llegó con sus padres a los  15 años, se unió en 1974 a Curved Air, respetada aunque poco conocida banda de rock progresivo. Participó en Midnight wire  (1975) y Airborne (1976), los dos últimos álbumes oficiales del quinteto liderado por el violinista Darryl Way y la cantante Sonja Kristina -con quien Copeland se casaría en 1982- y, aunque lejos del estilo que exhibiría en The Police, dejó claro qué tipo de percusionista era en temas como Juno o Dance of  love. De hecho, en los créditos del álbum final de los intérpretes de clásicos del prog-rock británico como Melinda o Back street  luv, lo presentan como “la artillería pesada”.

Sting, cuyo nombre verdadero es Gordon Sumner, nació en Wallsand, cerca de Newcastle, al noreste de Inglaterra. Antes de The Police, el bajista y cantante integró entre 1974 y 1977 una banda de jazz-rock llamada Last Exit. Aunque en su momento llamó la atención de Richard Branson, fundador del sello Virgin  Records, Last Exit no dejó grabaciones oficiales. Actualmente, gracias a la magia de YouTube, podemos saber cómo sonaban.

Por su parte, el guitarrista Andy Summers -nacido en la ciudad sureña de Lancashire- era, al momento de conocer a Sting y Copeland, una especie de estrella en la escena del blues y la psicodelia británica. Diez años mayor que sus futuros compañeros, Summers había pasado por grupos importantes como Soft Machine y The Animals -en el décimo disco de la banda de Eric Burdon, Love is (1968)-, además de colaborar, entre 1969 y 1976, con artistas de diversos géneros, desde Neil Sedaka y Joan Armatrading hasta Kevin Ayers y Mike Oldfield.

Cuando Steward Copeland y Sting decidieron unirse, llamaron al francés Henri Padovani, un guitarrista punk, para completar el grupo. Entre enero y agosto de 1977, esta primera versión de The Police grabó algunos temas, entre ellos Fall out y Nothing  achieving, composiciones del baterista influenciadas tanto por  Sex Pistols como por Elvis Costello & The Attractions. Sin embargo, pasó poco tiempo antes de que ambos comenzaran a notar las limitaciones técnicas de Padovani. Una invitación a tocar en un proyecto ajeno a ellos, Strontium 90, liderado por el bajista Mike Howlett (ex Gong) fue la cuota de destino que necesitaban. En ese grupo Sting, Summers y Copeland tocaron juntos por primera vez. Andy quedó impresionado por la dinámica de los otros dos y les dijo: “Ustedes tienen algo. Y me necesitan en su grupo. Pero con una condición: Henri (Padovani) debe irse”. 

Aunque al principio no les fue muy fácil desembarcar a Padovani -de hecho, The Police actuó algunas veces como cuarteto-, eventualmente lo hicieron. En cuanto a Strontium 90, grabó algunas canciones y luego participó de un concierto-reunión de Gong, en 1977. Veinte años después, en 1997,  apareció el disco Strontium 90: The Police Academy, con algunos de esos temas, entre ellos una versión primitiva de Every little thing she do is magic, desprovista de los sofisticados arreglos que todos conocemos. Los tres integrantes de The Police tenían, entonces, nexos con el jazz y el rock progresivo del más alto calibre. Aunque su origen se produjo en el circuito punk, era evidente que tenían un perfil distinto. Como escribió alguna vez un crítico, reseñando uno de sus primeros conciertos: “Las bandas de punk solo se saben cuatro acordes. Este trío, en cambio, se sabe cuatrocientos acordes”. Otro cronista de la época, al ver sus capacidades como instrumentistas, los calificó de “fake punks”.

La discografía de The Police es una de las más concisas e interesantes de la primera mitad de los años ochenta, que marcó  a fuego a toda una generación de amantes del pop-rock con su brillante combinación de estilos. Al principio fueron tres géneros, rock, punk y reggae, que lograron condensar de manera fluida y natural en el álbum Outlandos d’amour (1978), pero luego incorporaron elementos del jazz y la new wave. En este debut destacan los superéxitos Can’t stand losing you y Roxanne -fuentes de polémica por abordar temas espinosos como el suicidio y la prostitución, respectivamente- y otro infaltable en nuestras fiestas barriales ochenteras, So lonely. 

Roxanne fue el tema que los catapultó. Miles Copeland III -hermano mayor de Stewart y manager del grupo- no confiaba mucho en el futuro de esa onda que combinaba rasgueos de Bob Marley con vestimentas parecidas a las de Johnny Rotten. Pero apenas escuchó esa canción, salió corriendo a las oficinas de A&M Records y les consiguió un contrato de grabación. Canciones como Next to you, Truth hits everybody y Peanuts -una diatriba contra Rod Stewart y sus setenteras poses de divo-, están inscritas en la tradición punk. Otras, como Born in the  50’s y Hole in my life muestran el lado más rockero y muscular del trío en este debut que apenas alcanza los cuarenta minutos de duración. 

Luego vino Regatta de blanc (1979), que incluye las inolvidables Message in a bottle -tema básico para estudiantes de guitarra eléctrica- y Walking on the moon, para muchos la canción más reggae de su catálogo, aunque también están Bring  on the night y The bed’s too big without you. En este álbum se mantiene el esquema del anterior con un ligero desmarque del punk-rock, salvo canciones como It’s alright for you, Deathwish o No time this time que muestran todavía cierta vocación por los ritmos veloces y la confrontación directa. Pero si algo elevó su juego musical fue el semi instrumental Regatta  de blanc. El vértigo de los instrumentos y las interjecciones gritadas de Sting -que se volverían una marca registrada- crean una atmósfera poderosa alrededor de esta canción que les valió su primer Grammy al Mejor Tema de Rock Instrumental.

Del hipnótico soul-funk de When the world is running down, you make the best of what’s still around al reggae politizado de Driven to tears y el instrumental new wave The other way of   stopping -escrito por Copeland-, Zenyatta Mondatta (1980) fue el primer álbum en que el grupo comienza a explorar otras texturas, tanto en sus composiciones como en los acabados que les daban en el estudio. Además, incluye canciones alucinantemente buenas como Voices inside my head -otra vez los gritos monosilábicos de Sting, dándole personalidad a la banda-, el reggae Man in a suitcase y la tensa Behind my camel, composición de Andy Summers que, a pesar de que Sting la  odiaba tanto que se negó a grabarla -Andy terminó tocando el bajo en el estudio- les dio su segundo Grammy, otra vez en la categoría de rock instrumental. Pero Zenyatta Mondatta es pasó a la inmortalidad por sus dos canciones principales.

¿Quién no ha escuchado De do do do, de da da da? Esta canción es, en apariencia, el primer éxito de The Police no influenciado por el reggae. Y digo “en apariencia” porque la batería de Copeland nos dice todo lo contrario. El popular tema, cuya letra hace una reflexión sobre el sinsentido de las palabras y el encanto de las canciones simples, se convirtió en el emblema de este disco, junto con Don’t stand so close to me, en que Sting vuelve a jugar con un tema controversial -la joven escolar que se relaciona con su profesor- y lo conecta con la célebre novela Lolita (1955) del ruso Vladimir Nabokov (1899-1977). No es la única referencia literaria que encontramos en The Police. Su primer éxito, Roxanne, tomó el nombre del personaje femenino de un clásico de la literatura de fines del siglo XIX, Cyrano de Bergerac (Edmond Rostand, 1897). Y tanto los títulos como varias canciones de los siguientes discos estuvieron inspirados en obras del célebre escritor socialista húngaro Arthur Koestler (1905-1983), experto en política, psicología y ficción.

Ghost in the machine (1981), sobre la base del reggae fantasmal  Spirits in the material world y la festiva Every little thing she  does is magic, mostró el progreso definitivo de la banda. Totalmente desligados del punk pero fieles a la influencia  jamaiquina, The Police incorporó instrumentos como piano, saxofón, steel drums, teclados y contrabajo, así como temáticas más densas como en Demolition man, Rehumanize yourself o Invisible sun. Dos años después aparecería Synchronicity  (1983), que produjo exitazos como Wrapped around your finger -un reggae atmosférico en el que los rasgueos de guitarra aparecen solo en la imaginación del oyente atento- y su inolvidable videoclip en cámara lenta, King of pain y, por supuesto, Every breath you take, una de las canciones que definieron la década de los ochenta. El álbum mostraba una banda extremadamente enfocada y madura, capaz de pasar del escapismo de Synchronicity I/Synchronicity II a la denuncia sociopolítica de Murder by numbers, que Sting cantó en versión jazz, con la banda de Frank Zappa en 1988. Sin embargo, en el pico más alto de su popularidad, el cantante, bajista y principal compositor decidió disolver al grupo.

Parte de la legendaria saga del triángulo perfecto que fue The  Police fue la permanente tensión y competencia entre dos de sus vértices. Las discusiones de Sting y Stewart Copeland podían escalar hasta la agresión física. Y Andy Summers, el hermano mayor, se encargaba de ponerles paños fríos y hacer que prevaleciera la amistad y el inmenso respeto que se tenían como músicos. Otra manera de bajar esa tensión era dedicarse, de vez en cuando, a proyectos personales. Copeland lo hizo primero, en 1980, con una banda new wave llamada Klark Kent -un divertido video en YouTube lo muestra a él con sus compañeros de The Police, en el programa musical Top Of The Pops, usando máscaras para no ser reconocidos- que editó un único disco. Summers, por su parte, grabó un par de interesantes álbumes de experimentación guitarrística con Robert Fripp (King Crimson), I advanced mask (1982) y Bewitched (1984). Y Sting, una vez finalizada la gira del LP Synchronicity -que incluyó un multitudinario concierto en el histórico Shea Stadium de New York- se dedicó a grabar su primer disco como solista, el notable The dream of the blue turtles (1985), anclado en su amor por el jazz.

En 1986, surgió la posibilidad de reunirse para preparar un sexto disco, pero Stewart Copeland sufrió un accidente que le impidió tocar la batería por varios meses. El trío decidió solo regrabar uno de sus temas, con arreglos diferentes. Don’t stand so close to me ’86, con un videoclip que apelaba a la nostalgia y funcionaba como un mensaje de despedida, fue incluido en el  LP recopilatorio Every breath you take: The Singles, que fue #1 en todo el Reno Unido ese año. En el 2018 apareció el CD Flexible strategies, que reúne todos los lados B de sus singles   ochenteros y formó parte del boxset Every move you make: The studio recordings. 

Más de veinte años después, Sting, Summers y Copeland volvieron a tocar juntos en The Reunion Tour, una gira de 152 conciertos que cubrió Estados Unidos-Canadá, Europa, Australia, Latinoamérica y Japón, un regreso comparable al de Led Zeppelin en el mismo año o el de Pink Floyd, al año siguiente en el concierto Live 8. Como resultado de ello, se produjo el CD+DVD Certifiable: Live in Buenos Aires que incluye el documental Better than therapy y, por supuesto, un compendio de los dos megaconciertos que dieron en el Estadio Monumental de River Plate, los días 1 y 2 de diciembre del 2007, ante casi 90 mil personas por noche.

Sting (72) se convirtió en una de las superestrellas más exitosas e influyentes del pop-rock mundial, con álbumes destacados  como … Nothing like the sun (1987), Ten summoner’s tales   (1993) o Brand new day (1999), además de desarrollarse como actor y adscribirse a diversas causas benéficas. Ha tocado jazz, rock y música clásica, interactuando con los mejores en cada campo. Y lo vimos en Lima, en su espectáculo sinfónico Symphonicities, el año 2011.

Andy Summers (81) tiene una muy prolífica carrera con discos instrumentales y homenajes a estrellas del jazz como Charles Mingus, George Gershwin y Thelonious Monk, además de su proyecto Call The Police, con el que llegó a Lima en 2019, homenajeando a su banda matriz. 

Y Stewart Copeland (71), uno de los mejores bateristas en la historia del rock, se dedicó desde 1986 a su otra pasión, componer bandas sonoras. Paralelamente, integró dos supergrupos más. Por un lado, en el 2000 formó el trío Oysterhead junto al guitarrista Trey Anastasio (Phish) y el bajista Les Claypool (Primus) y, años después, en el 2017, se unió a Adrian Belew (guitarra, King Crimson, David, Bowie, Talking Heads, Frank Zappa), Mark King (bajo, Level 42) y Vittorio Cosma (teclados, Premiata Forneria Marconi) en Gizmodrome.

Sin embargo, los logros artísticos que The Police registró en tan solo cinco años -de 1978 a 1983- no han podido ser eclipsados por las casi cuatro décadas de desarrollos individuales de sus miembros. Su extraordinario legado permanece intacto en la memoria auditiva tanto de melómanos y coleccionistas con profundos conocimientos y capacidades apreciativas como de oyentes convencionales de radios especializadas en canciones “del recuerdo”. 

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Es muy curioso ver cómo grandes sectores del público que se llaman a sí mismos fanáticos de la salsa, deciden olvidar voluntariamente a aquellos personajes que fueron fundamentales para el desarrollo de su sonido. Esto marca una diferencia muy fuerte con la comunidad de seguidores del rock y del jazz, que constantemente recuerdan y homenajean a sus referentes, sus padres fundadores.

Perdidos en el culto a la personalidad que prodigan a determinados cantantes, modas -la timba y su achoramiento vulgarón y farandulero- y antimodas -la superficial devoción por la «salsa dura» como oposición barrial frente a la salsa comercial, el reggaetón y el ligero latin-pop, disfrutados por clases altas y turistas no latinos- las nuevas generaciones de supuestos salseros se limitan al consumo de fórmulas que remiten a una época o una actitud y, al mismo tiempo, son usadas de forma indiscriminada tanto por auténticos conocedores como por oyentes comunes y corrientes a quienes les da lo mismo escuchar a Héctor Lavoe (1946-1993) o Celia Cruz (1925-2003) que a Yosimar y su Yambú o Daniela Darcourt y las decenas de sus clones en la limitada y, muchas veces desafinada, escena salsera local.

Pensaba en todo eso cuando recordé al excepcional conguero, compositor y director de orquestas Ray Barretto (1929-2006), actor vital en los rumbos que tomó la música latina a partir de la fusión que hicieron los norteamericanos hijos de migrantes caribeños entre la rica diversidad de ritmos bailables de raíces africanas con el jazz y el soul/R ‘n B. El percusionista nacido en New York de padres boricuas fue uno de los tres pilares de la gruesa columna vertebral que dio origen a la salsa. Los otros dos fueron Johnny Pacheco (República Dominicana, 1935-2021) y Larry Harlow (EE.UU., 1939-2021).

Barretto, «El Rey de las Manos Duras», sobrenombre que alude al feroz e incansable ataque al que sometía a los cueros de sus inseparables congas, tenía un imponente y salvaje desenvolvimiento sobre los escenarios. Más de una vez fantaseé con que Ray Barretto, con toda esa furia desatada, habría podido integrarse con suma facilidad al combo de rock latino del guitarrista mexicano Carlos Santana, allá por 1969. Sin embargo, Barretto había nacido para dirigir y no para ser dirigido. Ese mismo año, en otro sector de la ciudad que nunca duerme, a casi 160 kilómetros del campamento hippie de Woodstock, Barretto estaba dándole forma a otra cosa.

Entre 1968 y 1976, Ray Barretto fue uno de los coches que empujó a la salsa, tanto con los poderosos álbumes que produjo al frente de su propia orquesta como en la primera línea de The Fania All-Stars, el supergrupo de músicos y cantantes creado por Johnny Pacheco y Jerry Masucci (1934-1997), fundadores del sello discográfico en que se gestaron los elementos de lo que hoy todos conocemos como salsa dura. En la orquesta de las estrellas de Fania compartió escenario con Willie Colón (trombón), Roberto Roena (bongós), Ismael Miranda, Héctor Lavoe, Bobby Cruz, Cheo Feliciano, Celia Cruz (voces), Larry Harlow, Richie Ray (pianos), Johnny Pacheco (flauta), Bobby Valentín (bajo), entre otros, en una cadena de álbumes dobles en vivo que documentaron el ascenso meteórico del género. Desde los reducidos conciertos en The Red Garter (1968), un pequeño club de jazz del Greenwich Village neoyorquino, hasta el lleno total en el estadio de los Yankees (1975), ante más de 40 mil personas, la orquesta tuvo en las manos de Barretto un boleto asegurado a la inmortalidad. 

De todos aquellos lanzamientos, probablemente el más redondo sea el Live at the Cheetah (1972) -donde están canciones como Ponte duro o Quítate tú-, que condensa la arrolladora capacidad de improvisación y directa intensidad de una generación brillante de intérpretes que estaban dando forma, sin planificarlo, a un movimiento musical cargado de simbolismos de identidad y orgullo latino. Sin embargo, fueron las imágenes del legendario show en el estadio Statu Hai (Kinshasa, Zaire), realizado en septiembre de 1974 como parte de un festival de tres días, en que una multitud de negros africanos alcanzó una conexión espiritual y narcótica con las telúricas descargas rumberas de la Fania, las que quedaron impregnadas en el imaginario colectivo. Aquí vemos un fragmento de aquel concierto, en el que Barretto realiza un estremecedor dúo, desde sus cuatro congas, con el timbalero Nicky Marrero (”¡Se soltaron los anormales!”, se escucha gritar, al fondo, a Lavoe).

Para los más expertos, están las películas Our latin thing (1972) y Salsa (1975), dirigidas por Leon Gast (1936-2021). En ambos documentales, la presencia escénica de Barretto es el corazón de esa tormenta rítmica. Lo que pocos saben es que, antes de ser ese amenazante y rudo conguero, alto y encorvado de toscos lentes de grueso marco, desordenada melena negra y brazos largos, con la boca y la camisa siempre abiertas mientras sacude sin piedad su instrumento, Ray Barretto ya había labrado su nombre y prestigio en la escena del jazz, tocando con importantes músicos como el saxofonista Charlie Parker, el guitarrista Wes Montgomery, el flautista Herbie Mann o el pianista Red Garland. Entre 1958 y 1967, Barretto lideró su propia orquesta, tras una experiencia de cuatro años en el grupo del “Rey del Timbal”, Tito Puente (1923-2000), al que ingresó para reemplazar a Mongo Santamaría (1917-2003). 

Al frente de su Charanga Moderna, Ray Barretto ayudó a consolidar el boogaloo con álbumes como Guajira y guaguancó (1964), Viva Watusi (1965) o El Ray criollo (1966), solo por mencionar unos cuantos. Desde clásicos del soul -The big hits latin style (1963)- hasta versiones de bandas sonoras norteamericanas -Señor 007 (1966)- la orquesta de Barretto se ubicó a la vanguardia de este estilo, que fue enriqueciéndose también con los primeros trabajos de Johnny Pacheco, El Gran Combo y el dúo boricua Richie Ray & Bobby Cruz, con quienes coincidiría en la Fania All-Stars. Los temas más representativos de ese periodo fueron Watusi o Bruca maniguá, pero también hay otros como Fuego y pa’lante (Latino y con soul, 1966), Fiesta en el barrio (Viva Watusi, 1965) y Descarga criolla (El Ray criollo, 1966). En las carátulas de estos LP, grabados para importantes sellos como Riverside o Tico Records, Ray Barretto luce más atildado, con el cabello corto y terno, como los músicos de jazz con los que interactuó desde sus inicios.

Ya montado en la plataforma de Fania Records, la tríada conformada por los álbumes Acid (1968), Hard hands (1969) y Together (1970) son un crisol en el que convergen todo lo aprendido en sus años como músico de latin jazz y boogaloo más los rudimentos de la salsa primigenia, todo enmarcado en una atmósfera que se nutría incluso de la psicodelia hippie de ese entonces, como en los jams Espíritu libre y The soul drummers. En canciones como A deeper shade of soul o El nuevo Barretto la orquesta hace referencia, a través de los arreglos, a temas exitosos de la época como Knock on wood (de Eddie Floyd, años más tarde exitazo de la música disco en la voz de Amii Stewart) u Oye cómo va (Tito Puente, Santana).

En esa época, Ray Barretto fue invitado, como representante de la comunidad latina que buscaba abrirse paso en los Estados Unidos, al Festival Cultural de Harlem, realizado en la misma semana en que se produjo el de Woodstock, en agosto de 1969. En el documental Summer of Soul (2021), dirigido por el baterista y líder de The Roots y de la banda del programa nocturno de Jimmy Fallon, Ahmir «Questlove» Thompson, premiado por la crítica especializada de Sundance, apreciamos imágenes nunca vistas de Barretto, un breve fragmento de su concierto en que aparece de pie y sin sus congas, cantando y lanzando arengas contra la discriminación racial, mientras su banda interpreta una sabrosa guaracha de su autoría, Together. 

Álbumes como The message (1971) o Indestructible (1973, el de la clásica carátula en que Barretto hace de Clark Kent en plena transformación), iban dejando su propia huella en el nuevo universo salsero. Canciones como Cocinando (Que viva la música, 1972), usada en los créditos iniciales de Our latin thing; o Quítate la máscara (Barretto power, 1970, con la voz de Adalberto Santiago) son himnos incombustibles de la salsa dura. En medio de toda esta revolución salsera, Ray Barretto pasó por un duro momento cuando cinco miembros de su orquesta se fueron para armar otra, La Típica ’73, que gozó también de mucho aprecio en la naciente comunidad salsera. Afortunadamente para su carrera, el éxito global de la Fania All-Stars lo mantuvo creativo y ocupado todo el tiempo. Hasta se dio tiempo para dar una clase maestra en el programa Plaza Sésamo sobre percusión latina para niños, quienes no pueden evitar moverse como loquitos ante el endemoniado ritmo del maestro.

Para el año 1975 llegaría su vigésimo segundo álbum, titulado simplemente Barretto -conocido también como “el disco rojo” o “el disco de las congas”- que presentó en sociedad a un joven panameño de 27 años, Rubén Blades. El futuro “poeta de la salsa” comparte micrófono con otro gran vocalista, Tito Gómez -famoso en las siguientes décadas con La Sonora Ponceña y El Grupo Niche- interpretando canciones como Canto abacuá (escrita por él), Ban ban quere (Calixto Varela), Vale más un guaguancó (Tito Curet Alonso) y la poderosa Guararé (aquí la versión en vivo del excelente álbum Tomorrow, 1976). Además de Blades, otros conocidos artistas de la salsa que dieron también sus primeros pasos en el combo de Barretto. Por ejemplo, dos de los integrantes originales de la Fania All-Stars y posteriormente de La Típica ’73, el sonero portorriqueño Adalberto Santiago y el timbalero cubano Orestes Vilató, quien se hiciera conocido entre 1981 y 1990 como miembro de la banda de Santana. Ralph Irizarry (1954-2021), otro timbalero, de los Seis del Solar de Rubén Blades, nació musicalmente en la orquesta de Barretto entre 1979 y 1983. Y el bajista Andy González, uno de los más activos del latin jazz, hizo lo propio durante la década de los setenta.

A partir de 1977 en adelante, la vida musical de Ray Barretto se repartió entre discos de salsa pura y dura –Rican/Struction (1979), Tremendo trío (1983, con Celia y Adalberto), Irresistible (1990) o Todo se va a poder (1994)-, producciones atípicas como Eye of the beholder (1977) y Can you feel it? (1978), influenciadas por la música disco y el smooth jazz; o extraordinarias producciones de latin jazz, en solitario -Handprints (1991) o My summertime (1995)- y acompañado de The New World Spirit, con quienes registró álbumes excelentes como Ancestral messages (1992), Taboo (1993), Contact! (1998) o Time was time is (2005), la mayoría de ellos lanzados bajo los sellos Concord Picante y Blue Note Records. 

En ese terreno hay que destacar un verdadero disco de antología, La cuna (1979), junto a Tito Puente (timbales), Joe Farrell (saxos), Charlie Palmieri (piano) y Steve Gadd (batería), que incluye un cover de Stevie Wonder, Pastime paradise, quince años antes de que lo hiciera el rapero Coolio (1963-2022). Paralelamente, Barretto se reintegró a la Fania All-Stars -su lugar lo habían cubierto, desde 1977, otros dos grandes congueros, Milton Cardona y Eddie Montalvo, ambos músicos de planta de Fania Records- para sus giras durante los noventa y realizó muchos conciertos al frente de su propio ensamble. Barretto nunca dejó de tocar jazz. Si sus congas pueden escucharse en un álbum fundamental como Midnight blue (Kenny Burrell, Blue Note Records, 1963) y luego, una década después, lanzó The other road (1973) en medio del auge de su producción salsera, el percusionista regresó a su género matriz con un disco grabado casi cuarenta años después, en el 2005. 

Este elegante álbum, titulado Standards rican-ditioned, se convertiría en el primer lanzamiento póstumo de Ray Barretto, ya que se lanzó tras su fallecimiento, en febrero del año siguiente, de un ataque al corazón a los 76 años, en un hospital de New Jersey. Lo sobrevivieron su esposa Brandy y sus cuatro hijos, dos de los cuales estudiaron música en la prestigiosa Escuela de Música de Manhattan (New York). Chris, el menor, después de trabajar con su papá, como saxofonista en el mencionado disco, ha desarrollado su carrera en un género totalmente diferente, el death metal melódico, como cantante de las bandas Periphery y Monuments. Por su parte, Ray Jr. es multi-instrumentista y productor de música incidental con toques latinos y electrónicos y ha participado en diversos homenajes a su recordado padre.

Ray Barretto es reverenciado, por quienes más saben de salsa y latin jazz, como uno de los mejores congueros de la historia, al costado del pionero Chano Pozo (1915-1948) o su cercano amigo, el cubano Ramón “Mongo” Santamaría, integrante fundador de la Fania All-Stars. Sin embargo, la tendencia a dar exclusivo protagonismo a los soneros hizo que, poco a poco, se piense injustamente en los percusionistas como personajes secundarios, anónimos, a pesar de su gravitante importancia en todos los ritmos latinos. ¿Se imaginan el sonido de El Gran Combo, El Grupo Niche o Seis del Solar sin las congas de Miguel Torres, Dennis Machado o Eddie Montalvo, respectivamente? Ellos y muchos otros, como Poncho Sánchez, Luis Conte o Giovanni Hidalgo, son herederos directos de Ray “Manos Duras” Barretto y merecen, como él, mayor visibilidad como exponentes de la buena música latina, la de verdad. 

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Para todos aquellos melómanos que conocen a fondo la obra musical de Frank Zappa (1940-1993) no es ningún secreto la fascinación que el guitarrista y líder de The Mothers Of Invention tenía por todo lo que fuese percusión, hecho que se reflejaba tanto en sus composiciones como en las diversas configuraciones de sus bandas, especialmente a partir de 1973. 

Si previamente ya había contado con dos bateristas -Jimmy Carl Black (1938-2008) y Arthur Tripp III, quien fue luego reemplazado por Billy Mundi (1942-2014) o con los amplios recursos de un virtuoso como el británico Aynsley Dunbar (John Mayall & The Bluesbreakers, Journey), desde ese año Frank incorporó de manera definitiva a su sonido a la familia de los vibráfonos, marimbas, xilófonos, campanas tubulares y percusiones menores en todas sus versiones y tamaños. 

Para ello contó, primero, con Ruth Underwood, entre 1972 y 1976, responsable de las grabaciones originales de complejos y vertiginosos segmentos en dichos instrumentos que pueden escucharse en canciones como Inca roads (One size fits all, 1975), St. Alfonzo’s pancake breakfast (Apostrophe, 1974) o Echidna’s arf (Of you) (Roxy & elsewhere, 1974) y después, cuando la extraordinaria vibrafonista decidió apartarse del grupo, con Ed Mann, quien falleció la semana pasada, el 1 de junio, a los 70, a solo tres años de que abandonara toda actividad musical debido a la trágica muerte de su hija Anaïs, de apenas 27, víctima del cáncer. 

Ed Mann fue el músico que más tiempo permaneció en la banda, desde 1977 hasta 1988. En ese tiempo no solo replicó en vivo las complicadísimas y físicamente exigentes líneas de Ruth Underwood –Frank escribía cosas que requerían que tus manos se movieran en direcciones opuestas a la manera normal en que los brazos te lo permiten”, comentó alguna vez- sino que, además, estampó en varios vinilos las suyas propias. Por ejemplo, podemos oírlo en Sinister footwear II (Them or us, 1983), Let’s move to Cleveland (The best band you never heard in your life, 1991) o Wild love (Sheik Yerbouti, 1979), solo por mencionar algunas. 

Además, ambos desarrollaron una sociedad profesional y personal muy profunda. “En el pico de nuestra relación, Frank y yo compartimos un gran afecto el uno por el otro” dijo en una entrevista a la revista especializada Modern Drummer, que le concedió el premio como mejor percusionista varios años consecutivos, debido a su capacidad para dominar un amplio rango de instrumentos. La conexión entre Frank Zappa y Ed Mann era casi psíquica. “Siento como si lo escuchara todo el tiempo. Tengo sueños vívidos cada semana y no estoy bromeando. Literalmente, puedo sentir que me está hablando”, dijo en el año 2004, durante su participación en la edición 15 del Festival Zappanale, al que asisten miles de seguidores del genio de Baltimore cada año desde 1989, en la ciudad de Bad Doberan, al norte de Alemania. 

En ese periodo de once años, el vibrafonista que había estado bajo la égida de John Bergamo (1940-2013) en el instituto California Arts y había tomado lecciones con verdaderas leyendas del instrumento como Victor Feldman, Dave Samuels o Emil Richards, integró la sección rítmica de las bandas de Frank junto a tres de los mejores bateristas de todos los tiempos, muy diferentes entre sí: Terry Bozzio (1977), Vinnie Colaiuta (1978-1981) y Chad Wackerman (1981-1988). Este último fue el primero en reaccionar en redes sociales tras su muerte: “Descansa en paz mi viejo amigo. Ed fue un percusionista magistral y brillante. Podía leer cualquier cosa que Frank le lanzara y nunca lo escuché cometer un error”. 

Ed Mann estudió en la Escuela de Música de Hartford, Connecticut. Allí se hizo amigo del tecladista Tommy Mars, a quien luego recomendaría para unirse también a la banda. Antes de trabajar para Frank Zappa, Mann y Mars formaron World Consort, un combo de jazz experimental, cosas eléctricas y progresivas, con el que anduvo un par de años como baterista. Luego, desde 1976 se hizo integrante de Repercussion Unit, un colectivo de percusionistas creado y liderado por su maestro y mentor Bergamo, experimentado docente y promotor de carreras jóvenes que ha ayudado a cientos de músicos a hallar su propio camino. 

Bergamo y sus alumnos/colegas -Steven Mosko, Larry Stein, Paul Anceau, Gregg Johnson, James Hildebrandt y Ed Mann- se especializaron en llevar las posibilidades de la percusión a otros niveles de experimentación, usando instrumentos convencionales -baterías, marimbas, xilófonos, steel drums- con juguetes, bloques de madera y objetos de todo tipo, con un espíritu innovador y extremadamente lúdico, combinando el jazz con el avant-garde y convirtiéndose en pioneros del uso libre y terapéutico del ritmo y los sonidos. 

Con ellos ha tocado y grabado en paralelo a su recargada agenda con Zappa, la cual terminó abruptamente en 1988 cuando Frank decidió desarmar su último grupo. Como miembro de Repercussion Unit, Ed Mann ha participado en varios álbumes: el epónimo Repercussion Unit (1978, en el que figura una composición suya, Dream toon), Christmas party (1984), In need again (1987) y Repercussion Unit goes abroad (1991). 

En 1975 Bergamo estaba ensayando con Frank algunas composiciones de música de cámara y un día llevó a Ed al estudio para presentárselo. Dos años más tarde, cuando Frank llamó a John para que hiciera unos overdubs de percusión para el álbum Zappa In New York, el extraordinario doble en vivo que resume cuatro noches en el Palladium Theater de New York, con la participación especial de la sección de metales de Saturday Night Live y del legendario presentador de dicho programa humorístico, Don Pardo (1918-2014), Bergamo se excusó de ir por sus propios compromisos y recomendó a Ed Mann para que vaya en su lugar. 

En esas sesiones, Mann tocó junto a Ruth Underwood sin saber que poco tiempo después sería su reemplazante, cuando ella decidió retirarse del extenuante mundo de las giras. Su ingreso a la banda fue totalmente inesperado para él. Ruth lo llamó a medianoche para preguntarle si conocía a algún buen tecladista, porque Frank estaba buscando uno para complementar el trabajo acústico del pianista austriaco Peter Wolf. Ed recomendó a su amigo Tommy Mars, que se acababa de mudar a Los Angeles. Cuando llamó a Frank esa misma noche, lo invitó a su casa. Allí estaban Patrick O’Hearn (bajo), Adrian Belew (guitarra) y Terry Bozzio (batería), ensayando. Lo puso delante de una inmensa marimba y, en el atril, estaba la partitura de Montana (LP Over-nite sensation, 1973). Para las dos de la mañana ya era parte de la banda que después vimos en acción en la película Baby snakes (1979), que documenta los conciertos de Halloween de 1977.

Ed Mann se encargó de todas las percusiones en discos elementales del último periodo de Zappa como “solista”, desde el fundamental Sheik Yerbouti (1979) -escuchar por ejemplo Flakes o Dancin’ fool– hasta la tríada de álbumes en vivo que salieron de aquella última gira, Broadway the hard way (1988), The best band you never heard in your life y Make a jazz noise here (1991). En los estudios, Mann se adaptó a los formatos rockeros como en Joe’s garage (1980), You are what you is (1981) o Them or us (1984); orquestales como en el doble grabado con la sinfónica de Londres (1983), bajo la dirección de Kent Nagano; o semi electrónicos en Jazz from hell (1987), disco que da inicio a sus experimentaciones con el Synclavier y la creación de una biblioteca de sonidos pregrabados, con la ayuda precisamente de Ed. 

Asimismo, se le puede ver en los videos Baby snakes (1979), Video from hell (1987), Halloween (2003) y The dub rooom special (2007). En vivo, Mann aportaba mucho a la dinámica divertida y la atmósfera de permanente cinismo y critica a la política, sociedad y cultura pop norteamericana que Zappa imprimía en sus conciertos. Por ejemplo, se encargó de la imitación de Bob Dylan que solían incorporar en temas como Flakes -en la versión original la imitación la hace Adrian Belew- y la versión alterada de Lonesome Cowboy Burt, clásica del LP 200 Motels (1970), con letra modificada para burlarse del conocido tele-evangelista Jimmy Swaggart y el escándalo que se generó al ser descubierto en actividades, digamos, poco santas. Mann estuvo en todas las giras de Zappa desde 1977, menos en la de 1984. Según el vibrafonista, aquella vez Frank había contratado demasiados vocalistas y no había espacio sobre el escenario para su arsenal de instrumentos, por lo que aprovechó para aceptar una invitación de la banda de jazz fusión y new age Shadowfax, con quienes salió de gira ese año. 

Con respecto a la abrupta disolución de la banda en 1988, Ed Mann comentó: “En ese momento, Frank tomó decisiones que reflejaban su cansancio y su salud en general. Él nunca hubiera permitido que una situación así continuara en décadas anteriores. Donde Frank iba, su banda iba con él. Cuando él estaba bien, la banda estaba bien. Si él estaba mal, la banda estaba mal. Para todos los que estuvimos allí, la meta era sobrevivir cada día, fue devastador. Pero también hubo momentos grandiosos, los samplers y las voces extrañas eran nuestro escape, nos reíamos juntos de eso”. Un buen ejemplo de esa manipulación y collage auditivo es la canción When yuppies go to hell (Make a jazz noise here, 1991) que tiene de jazz, música concreta y humor sonoro.

Durante los noventa, la carrera de Ed Mann se concentró en colaboraciones con otros artistas, proyectos de diseño y producción de sonido con tecnología digital/electrónica y la composición de material propio, desplegado en cinco álbumes: Get up (1988), Perfect world (1990), Global warming (1994), Have no fear (1996) y (((GONG))) Sound of being (2002). Este último es el primer volumen de una serie de producciones dedicadas a la música compuesta para el gong, instrumento oriental utilizado en rituales, meditación y oración desde tiempos ancestrales, que ha sido incorporado con mucho éxito en géneros musicales más modernos. 

“Dentro de una orquesta sinfónica o de una banda de rock, el gong sugiere misterio y poder. Pero al ser utilizado como instrumento solista, se convierte en un universo sonoro único”. Ed Mann ha trabajado incluso con asociaciones de musicoterapia debido a las propiedades curativas de este peculiar instrumento de percusión, cuyas resonancias y frecuencias producen atmósferas que van de lo plácido y relajante a lo tenso e impredecible. Aquí lo podemos ver, en la edición 2017 del festival Wormtown en su ciudad natal Greenfield (Massachussets).  

Entre los artistas con los que Ed ha grabado o salido de gira figuran, entre otros, la banda Ambrosia, el ex guitarrista de The Police Andy Summers o Kenny Loggins, con quien se le puede ver en el DVD Outside: Live from The Redwoods de 1993, tocando clásicos del soft-rock setentero como I’m alright, Love will follow, This is it, Your mama don’t dance o el clásico de The Doobie Brothers, What a fool believes. 

Pero, definitivamente, Mann dedicó la mayor parte de su carrera a difundir y mantener la vigencia del material de Frank Zappa, a través de diferentes encarnaciones de Banned From Utopia -también conocida como The Band From Utopia-, creada en el año 1994 por ex músicos de Frank como Robert Martin (voz, teclados, saxo), Arthur Barrow, Scott Thunes (bajo), Ray White (voz, guitarra), los hermanos Tom y Bruce Fowler (bajo y trombón), entre otros. Ed Mann se integró recién en el 2004 y ha interactuado en varias ocasiones con ellos desde entonces.

Asimismo, Mann ha participado en muchas ediciones del Festival Zappanale, en conversatorios, exposiciones y, por supuesto, conciertos, ya sea con su propio grupo o acompañando a varios de los conjuntos que, a lo largo de los años, se han formado para mantener vivo este complejo y atemporal legado musical. En el caso de Ed, se trató siempre de un compromiso personal, de amor y respeto por quien fuera su jefe y mentor, a quien todo el tiempo recordaba. “Me encantaba sentarme con Frank en su estudio de noche. Le gustaba entretener a los demás: se sentaba y ponía esta grabación y la otra, cintas de habitaciones de hotel, algo de doo-wop, contaba historias, etc. En forma física, la última vez que hablamos fue en junio del ’88 en Italia”.

Además de sus encuentros con Banned from Utopía, Ed Mann ha tocado con Project/Object -el grupo liderado por Ike Willis, otro de los lugartenientes de Zappa en los ochenta-, la big band de Ed Palermo, el combo liderado por el baterista original de The Mothers Of Invention, Jimmy Carl Black, The Grandmothers; The Muffin Men de Inglaterra y, más recientemente, con The Z3, un trío de New Haven, Connecticut formado por Tim Palmieri (guitarra, voz), Bill Carbone (batería, voz) y Beau Sasser (teclados, voz). En el Zappanale del año 2015, The Z3 y Ed Mann ofrecieron un show de más de dos horas con lo mejor del repertorio zappesco, desde Take your clothes off when you dance (We’re only in it for the money, 1967) hasta Heavy duty Judy (The best band you never heard in your life, 1991). Si nunca oíste hablar de Ed Mann ni lo escuchaste tocar, esta es tu gran oportunidad de hacerlo…

 

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