[MÚSICA MAESTRO] En la ciudad austriaca de Salzburgo, a casi 11 milkilómetros de Lima, se está produciendo en estos días la edición número 68 de la Semana Mozartiana (Mozartwoche), un festival de música, exposiciones y artes escénicas (teatro, cine, marionetas) que celebra la vida y obra del compositor Wolfgang Amadeus Mozart.

Entre el miércoles 24 de enero y el domingo 4 de febrerose llevarán a cabo conciertos, conferencias, representaciones y otras actividades organizadas por el Mozarteum, fundación internacional que desde 1880 reúne, conserva y exhibe todo lo relacionado a la producción artística del genio salzburgués durante su corta vida -falleció a los 35 años en diciembre de 1791- así como todos los estudios, grabaciones y obras derivadas de su legado musical.

Como personaje, Mozart ha sido fuente de inspiración no solo para otros músicos alrededor del mundo durante siglos, debido a la trascendencia de sus creaciones y a su inalterable vigencia, sino también para amplios sectores del público en general que, sin necesidad de ser especialistas o entusiastas de la música clásica en cualquiera de sus formas -sinfonías, conciertos, óperas, serenatas, etc.- son capaces de reconocer, por lo menos, una o dos de las más de seiscientas melodías -aunque algunos expertos aseguran que fueron más de ochocientas- que escribió desde su niñez y adolescencia.

En ese sentido, Mozart comparte con su compatriota Johann Strauss (1825-1899) o los alemanes Ludwig van Beethoven (1770-1827) y Johann Sebastian Bach (1685-1750) esa privilegiada capacidad de haber superado las barreras del tiempo. Sus obras más conocidas como La marcha turca, tercer movimiento de la Sonata para piano en La Mayor, K. 331 (1783-1784); el primer movimiento (molto allegro) de la Sinfonía No. 40 en Sol Menor, K. 550 (1788) o la Pequeña serenata nocturna, cuyo título original es Eine kleine nachtmusik y catalogada como la Serenata No. 13 para cuerdas en Sol Mayor, K. 525 (1787)tienen una antigüedad promedio de 240 años y siguen siendo usadas actualmente en películas, comerciales y hasta como ringtones para teléfonos móviles. Un logro así no lo podría haber imaginado ni él mismo en susmomentos de exaltación más afiebrada.

Como cada año, orquestas sinfónicas y ensambles de cámara de diversas ciudades europeas se vienen dando cita en la Semana Mozartiana, un evento que, como los conciertos de Año Nuevo que se dan en Viena, capital deAustria, cada 1 de enero -el de este 2024 estuvo plagado de críticas por los comentarios controvertidos del director germano Christian Thielemann-, es toda una tradición en esta hermosa urbe, aunque para algunos sectores puedasonar anacrónico y desfasado, de viejos acartonados con sueños aristócratas, de frac, pelucas blancas y vestidos con bobos. Sin embargo, convoca también a generaciones de músicos jóvenes, amantes de lo clásico que llegan a Salzburgo, ciudad natal del músico, para disfrutar de nuevas interpretaciones de partituras cuyo valor es inobjetable.

En estas épocas, en que pareciera que saber apreciar el pasado ofende a las masas, es saludable que aun existan públicos que respondan a estas convocatorias, ajenos a las tendencias impuestas por el marketing, las modas de consumo masivo y esa propensión de las mayorías porabsorber/elogiar lo simple y desechar/denostar todo aquello que exija esfuerzo, tolerancia y concentración para comprender su importancia y belleza.

La música de Mozart transmite al oyente instantes mágicos de relajación y ensueño, pero también de misterio y tensión. Desde las finas oleadas de románticas secciones de cuerdas que encontramos en cualquiera de sus sinfonías o serenatas hasta los lamentos oscuros del Requiem en Re Menor, K. 626 (que dejó inconcluso pues falleció poco antes de terminarlo), todo en Mozart es demostración de cómo sonaban la pasión y la juventud en el siglo dieciocho.

La Semana Mozartiana tiene como director artístico a una de las personalidades más importantes de la escena lírica en los últimos veinticinco años. Se trata del famoso tenor nacido en México, Rolando Villazón (51), conocido por sus interpretaciones operísticas en dúo con la también famosa soprano rusa Anna Netrebko (52), en títulos delrepertorio italiano como La traviata (Giuseppe Verdi, 1853) y L’elisir d’amore (Gaetano Donizetti, 1832). Villazón, nacionalizado francés desde el año 2007, fue convocado por la Fundación Mozarteum para dirigir este evento en el año 2018, con un contrato de cinco años que acaba de renovarse por un lustro más. Esto significa que Mozart y sus seguidores continuarán recibiendo la tradicional Serenata Mexicana a cargo de Villazón y el conjunto El Mariachi Negro, hasta el 2028.

“Mozart fue revolucionario sin querer serlo -afirma Villazón-. No estaba buscando el nuevo lenguaje, estaba buscando hacer lo que su genio le decía”. Entre las obras que se presentan, bajo la dirección del tenor que se hiciera conocido en 1999 como intérprete de zarzuelas y arias de ópera bajo el padrinazgo del español Plácido Domingo -de hecho grabó, muchos años después, un exitoso disco llamado Gitano (2007, Virgin Classics) con una selección de romanzas zarzueleras- está Don Giovanni, una de las más famosas piezas de teatro musical que Mozart escribió a los 32 años, en 1788. Según Villazón, Don Giovanni “es la mejor ópera del mundo, con una libertad y una fuerza extraordinarias”.

Sin embargo, lo que más ha llamado la atención de los expertos es que, en esta ocasión, además de la tradicional inclusión de obras del llamado “niño eterno de la música clásica”, esta Mozartwoche rinde homenaje también a uno de los compositores más asociados a la vida y obra del genio salzburgués: el compositor italiano Antonio Salieri (1750-1825).

La historia está llena de mitos. Algunos se han convertido en verdades aceptadas por las grandes mayorías que no tienen conocimiento de su origen real. A pesar de que hoyen día es extremadamente fácil para cualquier persona enterarse de datos y detalles con solo un click, la persistencia del desconocimiento en ciertos tópicos relacionados con la historia o el arte es un reflejo del absoluto desinterés del público por estas cosas. Y de los medios masivos, que nunca se toman el trabajo de extraer información interesante de internet para brindársela a su audiencia. Uno de esos mitos es el de la tormentosa envidia que Salieri sentía hacia Mozart.

Pero en realidad, este rencor es tan imaginario como la muerte de Paul McCartney en los sesenta o los rumores de quienes afirman haber visto vivos a Elvis Presley o Jim Morrison. La sensación de realidad que vendió una extraordinaria película estrenada en 1984 ha ocasionado que la palabra Salieri sea sinónimo de envidia y hasta un reconocido cantautor popular, el argentino León Gieco, compuso una canción llamada Los Salieris de Charly(Mensajes del alma, 1993), en la que dice que él y los demás de su generación “le roban melodías” a Charly García.

Lo cierto es que Salieri no odiaba a Mozart y mucho menos le robó melodías. El maestro italiano, seis años mayor, mostró siempre gran admiración por el talento de Mozart e incluso impulsó el estreno de varias de sus creaciones desde su posición como Kapellmeister (maestro capellán) de la corte austriaca. Incluso llegaron a componer juntos una cantata para voz y piano, titulada Por la salud de Ofelia, que lamentable no llegó hasta nuestros días.

Aunque para mucha gente es un hecho real, la visceral envidia de Salieri –quien a la sazón fue uno de los compositores más importantes del siglo XVIII– fue una creación del dramaturgo ruso Alexander Pushkin (1799-1837), que en 1831 escribió Mozart y Salieri, sobre la base de ciertos rumores de la época sobre una supuesta rivalidad entre ambos. Años más tarde, en 1898, el compositor ruso Nicolás Rimsky-Korsakov (1844-1908) adaptó la pequeña tragedia del genial escritor y compatriota suyo a una ópera bajo el mismo título, la cual tuvo regular éxito.

A fines de los años setenta del siglo XX, vale decir, hace poco más de 40 años, el director de teatro inglés Peter Schaffer (1926-2016) llevó a las tablas la obra de Pushkin y su versión alcanzó una popularidad muy grande, lo cual motivó al cineasta checo Milos Forman (1932-2018) a llevarla a la pantalla grande. Amadeus se convirtió en una de las películas más taquilleras de la historia del séptimo arte y presentó al mundo el mito de la envidia de Salieri, de una manera extraordinaria e impactante. El film recibió ocho premios Oscar en las categorías más importantes y con los años ha ganado el status de película de culto. Incluso fue inspiración para el éxito radial Rock me Amadeus (1985), compuesto e interpretado por Johann Hölzel, más conocido como Falco (1957-1998), estrella austriaca de new wave y pop electrónico. Amadeus, la película, será proyectada hoy sábado 27 de enero, fecha central de la Semana Mozartiana por ser el día exacto en que nació Mozart, hace 268 años.

A partir de la película, Mozart pasó a formar parte de la cultura popular y se le dotó de particularidades afines a las superestrellas modernas: vulgaridad extrema, alcoholismo y una actitud irreverente. Aunque algunas de estas características personales de Mozart tienen base en la realidad, la exageración del guion cinematográfico busca enfatizar el contraste que atormenta a Salieri: Mozart, joven promiscuo y procaz, había recibido el don divino de la genialidad (“Amadeus” = el amado de Dios” en latín) mientras él, religioso y metódico, no era capaz de crear su propia música sin padecer enormes esfuerzos. Así, en el imaginario colectivo popular, Salieri se convirtió en unvillano, quizás uno de los mitos más famosos en la historia de la música y su periodo clásico.

Otra de las estrellas de la música orquestal que participará en esta edición 68 de la Mozartwoche será Anne-Sophie Mutter (63), a través de un documental -Mutter & Mozart, del año 2006– en que se mostrarán las mejores interpretaciones de la alemana de diversos conciertos para violín compuestos por el salzburgués, como este (click aquí). Con una carrera sostenida y vigente desde 1977 -fue alumna del connotado director Herbert von Karajan (1908-1989)-, Mutter ha grabado más de cincuenta álbumes y DVD, la mayoría de ellos bajo el prestigioso sello discográfico especializado en música clásica Deutsche Grammophon y ha sido violinista principal (concertina) en las más reconocidas orquestas sinfónicas del mundo.

La permanencia de Mozart en el imaginario colectivo moderno tiene también que ver con la infinidad de publicaciones y estudios que se han realizado a lo largo de todos los años posteriores a su temprana muerte. Una de las biografías más completas y detalladas acerca del compositor fue publicada en el año 1996, con motivo del aniversario 240 de su nacimiento.

En el libro, titulado Mozart: A life (Harper Collins), el reconocido musicólogo y psicoanalista norteamericanoMaynard Solomon (1930-2020), fundador de Vanguard Records, uno de los sellos discográficos de mayor importancia en los albores de la industria musical y uno de los expertos en Mozart más respetados a nivel mundial, explora a lo largo de 32 capítulos los aspectos humanos más profundos de la personalidad del músico, brindandonuevas e interesantes claves para entender su proceso artístico y el poder de su creatividad, la cual continúa vigente en nuestros días.

Esta vigencia puede comprobarse tanto en las representaciones de sus óperas a cargo de los artistas más importantes de la música clásica como en las modernas técnicas de estimulación temprana a través de su música, más conocidas como “El Efecto Mozart”, buque insignia de esta tendencia de la educación y la psicología moderna que recomienda hacer escuchar melodías suaves a las madres gestantes, o mejor dicho, a los no nacidos mientras aún están en el vientre materno. Aunque tiene también sus detractores, “El Efecto Mozart” es una de las ramificaciones más populares del uso actual que se da a estas composiciones que, en siglos pasados, fueron fondo de salones de baile y ceremonias religiosas.

La Semana Mozartiana seguirá todos estos días hasta el domingo 4 de febrero. En esa última fecha se presentará la ópera La clemenza di Tito -la penúltima que escribió, estrenada un par de meses antes de su muerte, en 1791, casi en paralelo con La flauta mágica– y un concierto especial a cargo de la Mozarteum Orchestra con un programa de obras de Mozart, Salieri y Johann Sebastian Bach. Aunque esta clase de espectáculos parezcan totalmente ajenos a nosotros, son también una demostración de todo lo que nos perdemos por andar mirándonos siempre el ombligo, incapaces de abrirnos a aquellas propuestas que unen historia con modernidad, con elegancia y talento, en las antípodas de lo que hoy conocemos como entretenimiento masivo.

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[MÚSICA MAESTRO]  La subcultura “fitness” existe desde hace muchos años y siempre ha estado asociada a una combinación de conceptos que van desde los más positivos e incuestionables -salud corporal, buena alimentación, actitud ganadora, actividad física para combatir el sedentarismo y los males que eso trae- hasta otros que, en determinados niveles, pueden volverse coartadas o bases para múltiples vicios sociales -vanidad excesiva, obsesión con la imagen, consumo de “suplementos” para potenciar resultados, hipersexualización de relaciones sociales-, sus múltiples ramificaciones y consecuencias.

Se trata de un tema con tantas aristas socioculturales que sorprende ver la ausencia de estudios medianamente profundos y serios al respecto. Por lo menos en el ciberespacio, más allá de opiniones salpicadas por aquí y por allá, hay muy poca información sobre los entresijos de una actividad deportiva socialmente aceptada y comercialmente rentable en la que se cuelan, de contrabando, muchas otras que van por caminos diferentes.

Una de esas aristas socioculturales es la que pretendo abordar aquí, relacionada a la música que suele escucharse en las grandes cadenas de gimnasios de Lima que, dicho sea de paso, han comenzado el 2024 enfrascadas en una mini guerra publicitaria de captación de clientes por el reciente cierre de un par de sedes de BodyTech, una de las más conocidas. La música que escogen estos negocios para ambientar sus concurridos locales a la vez que entretienen y estimulan a sus usuarios puede parecer un tema superficial, más allá de ser una decisión propia a la que tienen pleno derecho, pero también es la cara más visible de una estrategia de marketing que refleja mucho los usos y costumbres de ese universo de ciudadanos, sus expectativas, ideologías y formas de ver la vida.

¿Y cuál es mi motivación para tocar ese tema? Ocurre que, siendo el melómano empedernido que soy, cada visita al gimnasio es una auténtica tortura auditiva. De hecho, cuando pensaba en el nombre de esta columna, mi primera opción fue “La horrible música que ponen…” Pero, como entiendo que eso de “horrible”, al ser mi percepción personal, puede generar reacciones destempladas y fascistoides que me manden a callar la boca con la cantaleta esa del “si no te gusta tal cosa entonces no te ocupes de ella”, preferí omitir el adjetivo en el titular para no causar resquemores a primera vista. Pero sí, la música que ponen en las grandes cadenas de gimnasios de Lima me parece absolutamente horrorosa.

Dicho sea de paso y solo para dar contexto debo decir que, en esto de los gimnasios, soy un outsider total. Desde que comencé a asistir, hace ya más de una década -me tuvieron que convencer y casi llevar a rastras al principio-, mi única intención fue y sigue siendo mantener cierto nivel de actividad física que me pusiera a salvo de las consecuencias de un trabajo sedentario y un estilo de vida bastante alejado del deporte.

Si bien fui un jugador compulsivo de “fulbito” entre los 8 y los 16 años, la verdad es que, durante las dos décadas siguientes, mi mayor ejercicio consistió en las largas caminatas que solía hacer, yendo de un lugar a otro buscando trabajo o cumpliendo funciones diversas en mis primeras experiencias laborales. Y sigo pensando que entrenar la mente y el espíritu -con libros, películas y música- es tan reconfortante y vital que entrenar el cuerpo. Respeto mucho a aquellas personas que tienen la tenacidad, constancia y tiempo para programar su semana según los músculos que les toca ejercitar, pesan sus porciones de alimentos y pasan seis de siete días a la semana en los gimnasios, pero no es mi objetivo al buscar una suscripción. En todo caso, asumir la necesidad e importancia de mantener actividad física -así no sea a nivel “pro”- es una decisión inteligente y responsable, sobre todo si uno está a punto de cumplir cincuenta años.

Como decía al principio, la subcultura de lo “fitness” no es novedad ni mucho menos. Sin necesidad de remontarnos a los gimnasios grecorromanos en los albores de la historia occidental, la búsqueda de cuerpos atléticos ha sido siempre una oferta apetecible como herramienta de ascenso y popularidad social, además de sus obvios efectos positivos en términos de salud anímica y corporal. En ese sentido, las técnicas para mantenerse en buen estado físico con posibilidades de alcanzar el nivel de deportistas de élite, sin llegar a serlo necesariamente, demostraron su potencial comercial desde hace décadas.

En los tiempos de mis padres y abuelos ya se hablaba, por ejemplo, de Charles Atlas (1892-1972), el físico culturista ítalo-norteamericano que comenzó a vender métodos de ejercicios por correspondencia, para ser ejecutados en casa. En los ochenta, la reconocida actriz y activista norteamericana Jane Fonda (86), fue pionera de la comercialización de videos para hacer aeróbicos, incorporando al público femenino en un rubro que, inicialmente, se concentró en los hombres, los únicos que iban tradicionalmente a los gimnasios para cargar pesas, saltar sogas, definir abdominales y redoblar el tamaño de brazos, pectorales, espaldas y piernas.

Esa combinación de salud y vanidad fue evolucionando hasta convertirse en lo que es ahora, un inmenso negocio de cadenas y franquicias internacionales con maquinarias cada vez más sofisticadas y espacios donde hombres y mujeres bailan, se agitan, cargan todo tipo de objetos, se ponen en manos de expertos (los famosos “personal trainers”) y se miran compulsivamente al espejo -muchos de ellos, no todos por supuesto, porque no son buenas las generalizaciones-, desde todos los ángulos posibles, mientras sus SmartWatches les dicen cuántos pasos dieron y cuántas calorías no deberán consumir el lunes por los desarreglos del fin de semana.

Toda esta parafernalia de lo que algunos comentaristas en internet llaman “Subcultura Fitster”, neologismo provocador que une lo “fit” con lo “hipster” para demarcar el perfil socioeconómico de los usuarios de gimnasios modernos -millennials, profesionales jóvenes con buenos ingresos, hombres y mujeres de mediana edad preocupados por su imagen, pero también por sus triglicéridos y sus articulaciones- tiene, desde luego, una banda sonora.

La música es, por definición general, motivadora y estimulante desde el punto de vista emocional, independientemente del género o estilo, puesto que los gustos musicales son diferentes y multiformes según personas o grupos de personas. Desde que se comenzó a extender la asistencia a los gimnasios con fines que no fueran necesariamente la participación en competencias tradicionales -olimpiadas, juegos panamericanos, torneos de físico culturismo, halterofilia y afines-, las sesiones de ejercicios en estos locales cerrados o en videos usaban canciones de fondo muy rítmicas y rápidas, para seguir el paso si uno estaba corriendo, pedaleando en una bicicleta estacionaria, etc.

Sin embargo, de un tiempo a esta parte parece que los gimnasios en Lima se asumen a sí mismos como sucursales de discotecas y radios populares en las que reinan géneros como reggaetón, latin-pop, cumbia y todas las canciones de moda, como esas espantosas versiones en salsa/merengue de baladas antiguas como Otro ocupa mi lugar (Miguel Gallardo, 1977) o La gata bajo la lluvia (Rocío Dúrcal, 1981) que, más que al deporte parecen remitir a la escena farandulesca local con esas letras de despecho y engaño que cantan y bailan a toda velocidad, como exorcizando sus demonios internos. Además, gracias a la tecnología que permite manipular los archivos de audio, los DJ pueden aumentar o disminuir de velocidad estas pistas musicales -algo bastante irritante- para marcar el ritmo de las rutinas de ejercicios o bailes grupales que más parecen castings para programas de espectáculos. Y todo a un volumen tan alto que puede llegar a causarme náuseas. Claro, eso me pasa a mí, pero a los “fitsters” sí les encanta. Y mucho.

¿Por qué pasa esto? Es decir, ¿quién decretó que solo escuchando a Bad Bunny, Shakira, Bruno Mars, Agua Bella o Daniela Darcourt es posible entrenar o, en todo caso, se entrena más a gusto? ¿Debo irme a mi casa a entrenar si no me gusta la música que ponen? La asociación de ideas que existe entre realizar cualquier actividad dentro de un gimnasio -caminar o correr en una banda, hacer pasos de escalera, flexiones, abdominales, bicicletas, sala de máquinas y pesas, cámaras de sauna- y escuchar esa insoportable sucesión de éxitos discotequeros y farandulescos, es la única razón por la cual abandonaría el gimnasio para siempre.

En otras épocas, solía atorar los buzones de sugerencias pidiéndoles que, por lo menos, le den algo más de variedad a las canciones. Después de todo, hay muchísima y muy energética música electrónica, rock clásico, rock en español, salsa, merengue y demás géneros de otras épocas que podrían servir como fondo estimulante para deportistas comprometidos o, como yo, aspirantes a moverse un poco, simplemente. Nunca acusaron recibo de mis solicitudes. Y ni siquiera los audífonos sirven porque los decibeles son tan invasivos que terminan por saturar el espacio cerrado, haciendo que las paredes retumben. A estas alturas, ya tiré la toalla.

Es la metáfora perfecta del poder que tienen la moda y los gustos de las masas, desde luego. Es un asunto de marketing, pero también de validación de prejuicios, nuevamente, mezclando la salud con las tendencias orientadas a lo “fashion”, a lo “cool”. ¿Eres joven y tienes una intensa vida social los fines de semana? Ven y síguela en nuestro gimnasio. Es, para bien o para mal, el criterio imperante en esta actividad comercial y altamente rentable. Por otro lado, para nadie es un secreto que los gimnasios son -también desde hace mucho- un espacio para toda clase de socializaciones y cruces de miradas. Pero, como no es mi intención entrar en arenas movedizas, pues no es el espacio para hacerlo, aplico la sabiduría popular de mis admirados Sumo: “Mejor no hablar de ciertas cosas”.

Si el objetivo principal de una cadena de gimnasios es vender la promesa de mantenerse en buena forma física -por salud, porque estamos en verano-, más allá de la edad que se tenga, ¿por qué circunscribir su música de fondo a aquello que solo disfrutan los más jóvenes o los más fiesteros? Claro, no espero que musicalicen sus clases de cycling con What a wonderful world de Louis Armstrong, la Cabalgata de las Valquirias de Richard Wagner, A night in Tunisia (Dizzy Gillespie) o alguna selección de canciones de King Crimson (aunque yo no me opondría en absoluto). Pero hay cientos, acaso miles, de canciones de todos los géneros imaginables, que le irían muy bien a una sala de máquinas, a un espacio repleto de bicicletas estacionarias o a una fila de corredores, en frenesí “cardio”.

Recuerdo, por ejemplo, el video de Physical (1981), éxito del álbum del mismo nombre de Olivia Newton-John (1948-2022). O las ganas de salir a correr cada vez que escucho canciones como The trooper (Iron Maiden, 1982), Don’t stop me now (Queen, 1978) o Gonna fly now (Bill Conti, 1976), tema central de la primera parte de la saga del boxeador Rocky Balboa, que es una especie de pop-rock sinfónico con tintes de soul, el sueño logrado de todo amante de “hacer steps” -en alusión, por supuesto, a la escena de los 72 escalones que sube, triunfal, el legendario personaje interpretado por Sylvester Stallone. Pero también entiendo que es, en definitiva, una cuestión de idiosincrasias, estudios de mercado y preconceptos. Siguiendo los dictados del recordado Augusto Ferrando (1919-1999), los gerentes de marketing de los gimnasios actuales aplican su máxima absoluta al momento de programar a todo volumen las majaderías de Maluma, Taylor Swift o Ñengo Flow: “eso es lo que le gusta a la gente”.

Pero las cosas podrían ser distintas si se atrevieran a ir más allá, incorporando todas las opciones musicales que dejan de lado por aquello de ir siempre a la segura. Modded, una revista norteamericana online especializada en deportes abre una nota titulada Seven best workout music genres (Siete mejores géneros musicales para entrenar) así: “Las personas escuchan toda clase de música en los gimnasios locales. Definitivamente no podemos asegurar que un género musical sea más beneficioso que otro, porque la música es altamente subjetiva. Todos tenemos gustos diferentes y únicos. Pero, sin importar nuestras preferencias musicales específicas, la mayoría de nosotros busca las siguientes características cuando prepara una playlist para entrenar: canciones rápidas, bajos fuertes, letras apasionadas y estimulantes, ritmos marcados”. Y a continuación menciona los siete mejores ritmos para entrenar, según su punto de vista: 1) Rap, 2) Música electrónica (EDM), 3) Pop, 4) Hard-Rock, 5) Rock Clásico, 6) Heavy Metal y 7) R&B. No reggaetón. No timba. No canciones de farándula.

Por mi parte, prefiero imaginar mi propia lista de reproducción para las breves sesiones de ejercicio y desintoxicantes visitas a las cámaras de sauna que hago de vez en cuando: ¿Quién dice que uno no puede correr escuchando Close to the edge (Yes), Wake up dead (Megadeth), Should I stay or should I go (The Clash) o el Bitches brew de Miles Davis de principio a fin? ¿No sería bacán ir a un gimnasio en el que, en lugar de escuchar a Marisol dando de gritos, como si nos encontráramos en una combi, uno pudiera oír, a todo volumen, Highway star (Deep Purple)?

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[MÚSICA MAESTRO]  El encuentro del pequeño James Patrick con la guitarra fue una cosa fortuita, accidental. Lo cuenta con naturalidad, sin poses, durante la entrevista que concedió en el 2020 a Classic Rock Magazine, centrada en el lanzamiento, durante ese año pandémico, de Jimmy Page: The Anthology (Genesis Publications), autobiografía de 400 páginas que incluye registros fotográficos de cada etapa de su intensa y espectacular vida, desde su primera actuación en público, como corista en una iglesia, a los 8 años. Page, un verdadero referente mundial del rock como género musical, expresión artística y fenómeno de masas, cumplió 80 el pasado martes 9 de enero.

“En realidad, fue la guitarra la que me encontró a mí -dice Page-. Y lo alucinante en la ecuación es que en mi familia no había nadie que la tocara… Y cuando nos mudamos de Feltham a Miles Road en Epsom -Surrey, a 15 millas del sur de Londres- había una guitarra acústica vieja, desafinada pues nadie la tocaba quién sabe desde cuándo, que los dueños anteriores de la casa habían dejado abandonada ahí. Ese fue un acontecimiento revelador y extraño…” Desde ese momento, el instrumento de seis cuerdas se volvería parte de su organismo de forma casi literal.

No había lugar a donde Jimmy no caminara sin aquella vieja guitarra -la tienda, la iglesia, la escuela- y aprendió a tocarla solo, escuchando radio y buscando reproducir cada sonido, de oído. Su padre entendió rápidamente la vocación y talento del niño y le compró, como regalo doble por Navidad y su cumpleaños, una linda guitarra acústica Hofner Senator -la misma que usaban legendarios violeros del jazz como Charlie Christian (1916-1942) o Wes Montgomery (1923-1968)-, dándole sentido a su vida para siempre.

La trayectoria artística de Jimmy Page es brillante y excesiva, todo lo que se puede esperar de una superestrella de las etapas doradas del hard-rock de estadios. Su nombre es sinónimo de Led Zeppelin, el cuarteto que, en un periodo de doce años, realizó un trabajo discográfico cuya calidad, contundencia, inventiva e influencia resuenan hasta ahora. Desde Kiss hasta Greta Van Fleet, todos reconocen a Led Zeppelin como su principal inspiración y escuela sobre cómo debe verse y sonar una banda de rock pura y dura.

Led Zeppelin fue un monstruo de cuatro cabezas: la potencia inagotable de John Bonham (batería), el cerebral virtuosismo de John Paul Jones (bajos, teclados, mandolinas), la arrolladora sensualidad de Robert Plant (voz) y la magia endemoniada de Jimmy Page (guitarras), la suma perfecta de cuatro talentosas y carismáticas individualidades. Al mismo tiempo, todo en el cuarteto tuvo que ver con la impronta creativa de Page. Desde sus orígenes en 1968 hasta su abrupto final, el 25 de septiembre de 1980, día de la prematura muerte de “Bonzo” a los 32 años, tragedia que sucedió en la casa del guitarrista, principal compositor, productor e ideólogo de Led Zeppelin.

Pero la carrera musical de Jimmy Page no comenzó allí. En 1963, el futuro chamán de apariencia fantasmal inició un fructífero trabajo como guitarrista de sesión. Antes de llegar a los 20, ya lo contrataban para grabar en estudios para distintos artistas, muchas veces sin recibir crédito por ello, aunque sí muy buenas pagas para un joven de su edad. Page recuerda esas épocas como “muy didácticas” pues le permitieron entender cómo funcionaban la dinámica de hacer un disco, qué hacer y qué no en un estudio de grabación, cómo ir mejorando su técnica para ser más eficiente y aprovechar al máximo los recursos que tuviera a su disposición.

En esos años (1963-1966), Jimmy Page colaboró en grabaciones de los singles I can´t explain de The Who (1964), I’m not saying de Nico (1965), la vocalista alemana que se uniría después al combo psicodélico neoyorquino The Velvet Underground y en tres canciones del álbum debut de The Kinks (1964). Asimismo, tuvo ocasión de trabajar con los Beatles, haciendo música incidental para el film A hard day’s night (Richard Lester, 1964) y con el guitarrista original de los Rolling Stones, Brian Jones, en la banda sonora de la película alemana A degree of murder (Mort und totschlag, Volker Schlöndorff, 1966). Ya comprometido al 100% con Led Zeppelin, Page colocó su guitarra en la grabación más famosa de Joe Cocker (1944-2014), el cover de With a little help from my friends, incluido en su álbum debut de 1969.

A mediados de 1966, Page se unió a The Yardbirds, donde estaba su colega Jeff Beck quien, a su vez, había ingresado un año antes para reemplazar a otro amigo en común, Eric Clapton. Jimmy, de 22 años, llegó para cubrir la plaza de bajista abandonada por Paul Samwell-Smith. Poco después, intercambió instrumentos con Chris Dreja, segunda guitarra de The Yardbirds, e hizo dúo con Jeff Beck, como quedó inmortalizado en esta escena de Blow-Up (Michelangelo Antonioni, 1966). Con The Yardbirds, Jimmy Page solo grabó un puñado de singles como Happenings ten years time ago, Psycho daisies o Ten little Indians, además del larga duración Little games (1967), que incluye White summer, una composición instrumental suya que le sirvió, años después, de base para Over the hills and far away, uno de los temas del quinto disco de Led Zeppelin, Houses of the holy (1973).

Los otros integrantes de The Yardbirds, Chris Dreja, Jim McCarty y Keith Relf, un poco saturados después de años de imparables giras y abrumados por el filo experimental que Page iba imprimiendo al sonido del grupo, decidieron renunciar. En el 2017 se publicó un disco en vivo titulado Yardbirds ’68, donde podemos escucharlos con Jimmy Page al frente, tocando clásicos como Heart full of soul o Shapes of things pero también una alucinada versión pre-Zeppelin de Dazed and confused. En esta última etapa de The Yardbirds, Jimmy Page comenzó a tocar su guitarra eléctrica usando un arco de cello, extravagancia que le sugirió un miembro de la prestigiosa Royal Philharmonic Orchestra de Londres y que se convirtió en una de sus marcas registradas durante los setenta.

Jimmy Page decidió rearmar el grupo como The New Yardbirds. Para ello, convocó a Terry Reid, como reemplazo de Keith Relf (voz). Reid desistió y le recomendó a un colega, Robert Plant quien, a su vez, trajo consigo a su amigo de la infancia, el baterista John Bonham, para el lugar de Jim McCarty. Por su parte, John Paul Jones, bajista y arreglista que se había cruzado con Page en numerosas sesiones de grabación, ofreció personalmente su participación. Para la segunda mitad de 1968, lo que el mundo conocería como Led Zeppelin ya rondaba por el circuito londinense de conciertos.

La discografía oficial de Led Zeppelin consta de nueve discos en estudio y uno en vivo, el portentoso The song remains the same (1976), basado en la película del mismo nombre que documenta los conciertos que ofrecieran en el Madison Square Garden de New York, del 27 al 29 de julio de 1973. Como hablar de la fascinante historia de Led Zeppelin merece un artículo aparte, nos limitaremos a decir que se trata de uno de los cuerpos de trabajo más sólidos y con menos altibajos de la historia del rock. La química existente entre Robert Plant, Jimmy Page, John Paul Jones y John Bonham era imbatible. Cada una de sus grabaciones estimula y sacude los sentidos de quien decide entregarse a la catarsis del sonido pesado, voluptuoso y abrasivo de esta increíble banda.

Jimmy Page fue el responsable directo de ese ataque redondo y en constante evolución. Desde los primeros acordes de Good times, bad times, que abre su debut (Led Zeppelin I, 1969), hasta el lacerante solo y los envolventes teclados de John Paul Jones en I’m gonna crawl, que cierra el octavo y último LP (In through the out door, 1979), sus magistrales riffs, electrizantes solos e innovadoras técnicas de producción dominan esta avalancha de himnos rockeros que tienen de blues, proto-heavy metal, folk acústico, fusiones con texturas sinfónicas, progresivas y medio orientales.

Para los oyentes más convencionales tenemos clásicos como Rock and roll, Black dog (Led Zeppelin IV, 1971), D’yer mak’er (Houses of the holy, 1973) y All my love (In through the out door, 1979), de rotación regular en las programaciones radiales. O la poesía electroacústica de Stairway to heaven (Led Zeppelin IV, 1971) que uno no se cansa de escuchar por más que la repitan, sobre todo si recibe tratamientos como este (click aquí). Y para los más especializados, tenemos el vertiginoso minuto y medio inicial de The song remains the same (Houses of the holy, 1973), la fuerza telúrica de Immigrant song (Led Zeppelin II, 1969) o Out on the tiles (Led Zeppelin III, 1970), el intenso jam de What is and what should never be (Led Zeppelin II, 1969) o los misteriosos cambios de In my time of dying (Physical graffiti, 1975).

En total son 81 canciones de puro músculo, destreza interpretativa, autenticidad y emociones desenfrenadas, con momentos luminosos –Tangerine (Led Zeppelin III, 1970)-, oscuros –Nobody’s fault but mine (Presence, 1976)-, sublimes –The rain song (Houses of the holy, 1973), enigmáticos –Kashmir (Physical graffiti, 1975) o lujuriosos –Whole lotta love (Led Zeppelin II, 1969). Led Zeppelin lo tenía todo, gracias a la superdotada guitarra de Jimmy Page. Además de eso, su imaginación y búsqueda de elementos innovadores fueron redondeando un carácter inquieto, independiente y libre de prejuicios musicales, por lo que incorporó otras sonoridades como del Medio Oriente y el África Norte. O de la India, una pasión que compartió con otros contemporáneos como Brian Jones (The Rolling Stones) o George Harrison (The Beatles). De hecho, Jimmy Page fue uno de los primeros músicos británicos en tener un sitar, que le consiguió su padre a través de unos compañeros de la fábrica en la que trabajaba, migrantes de India.

Jimmy Page cautivaba al público con su imagen, sus vestuarios y hábitos sobre el escenario, con esa aura de ingravidez espectral que lo hacía amenazante y atractivo a la vez. Además de su carisma, Page desarrolló un interés muy serio por el ocultismo, especialmente por los trabajos de Aleister Crowley (1857-1947), el famoso filósofo y artista británico experto en magia negra y satanismo, lo cual aportó más misterio a su personaje público. En 1972 recibió el encargo de componer música incidental para un corto basado en Crowley, Lucifer rising. Page escribió media hora de espeluznantes sonidos generados con guitarras y sintetizadores pero jamás se usó en el film, presentado finalmente en 1980. En el año 2012, Page lanzó esas composiciones bajo el título Lucifer rising and other sound tracks, en formatos físico (vinilo) y digital (para descarga web).

La muerte de John Bonham produjo la separación definitiva de Led Zeppelin. Pero la conexión de Jimmy Page con el rock continuó a través de diversos proyectos de corta duración. El primero de ellos fue en 1981, un intento fallido de supergrupo llamado XYZ, un power trío junto a la base rítmica de Yes, Chris Squire (voz, bajo) y Alan White (batería). Aunque llegaron a grabar algunos demos –que circulan en YouTube-, XYZ se disolvió al poco tiempo. Luego, el guitarrista escribió la banda sonora de Death wish II (Michael Winner, 1982), película de acción policial protagonizada por Charles Bronson que en nuestro medio se anunció como El Vengador Anónimo. Y en 1984, participó en dos temas –I get a thrill y Sea of love– del proyecto de Robert Plant The Honeydrippers, un homenaje a la música de los cincuenta y sesenta. Ese mismo año colaboró con su viejo amigo Roy Harper, en su décimo tercer álbum Whatever happened to Jugula? Posteriormente, entre 1985 y 1987, integró The Firm, con Paul Rodgers (ex vocalista de Free y Bad Company), y dos reconocidos músicos de sesión, el baterista Chis Slade (posteriormente en Ac/Dc) y el bajista Tony Franklin. Aunque los dos discos que editaron -The Firm (1985) y Mean business (1986)- no tuvieron mucha resonancia, dejaron temas estimables como Satisfaction guaranteed, Closer o Fortune hunter.

En esos años se produjo la primera reunión formal de Led Zeppelin, en el concierto benéfico Live Aid, ante casi 90 mil personas en el Estadio John F. Kennedy de Philadelphia. En la silla de John Bonham se sentó nada menos que Phil Collins. Sin embargo, las cosas no salieron muy bien aquel 13 de julio de 1985, con pésimos comentarios por parte de los mismos músicos debido al reducido tiempo que tuvieron para ensayar. Jimmy Page cerró los ochenta con su único álbum en solitario, Outrider (Geffen Records, 1988), que contiene tres notables piezas instrumentales, así como contribuciones vocales de Chris Farlowe, John Miles y Robert Plant.

La década siguiente, se concentró en realizar colaboraciones que mantuvieron su estatus de ícono del rock en tiempos de cambio para la industria musical y los gustos del público. Primero, con el ex vocalista de Deep Purple y Whitesnake, David Coverdale, grabó en 1993 un poderoso album que, en su momento, no generó mucho entusiasmo. Un año después, se juntó con Robert Plant para un sintonizado episodio de la serie MTV Unplugged que fue lanzado bajo el título No quarter: Jimmy Page and Robert Plant Unledded, un fantástico viaje por el catálogo acústico/místico/étnico de Led Zeppelin, embellecido por la participación de una orquesta de 30 músicos, banda de rock y un ensamble de músicos de Marruecos y Egipto. En 1998, ambos volvieron a reunirse en Walking into Clarksdale (Atlantic Records), disco que ha envejecido muy bien con el paso del tiempo, algo que también ocurrió con sus producciones anteriores. Para cerrar el siglo XX, Page salió de gira con la banda norteamericana de blues-rock The Black Crowes, que generó un doble en vivo, Live at The Greek (2000).

Las últimas dos décadas han visto a un Jimmy Page más reposado, concentrado en la remasterización del legado discográfico de Led Zeppelin, con esporádicas y relampagueantes apariciones como aquella noche del 10 de diciembre del 2007, junto a sus compañeros de siempre, Robert Plant, John Paul Jones y Jason Bonham, en lugar de su padre, en el retorno definitivo de Led Zeppelin, un conciertazo ante 20 mil personas en el homenaje al legendario productor turco-norteamericano Ahmet Ertegun (1923-2006). O su participación en el documental It might get loud (David Guggenheim, 2008), recorriendo las viejas instalaciones de la cabaña Headley Grange donde se grabó Stairway to heaven y otros clásicos zeppelinescos y compartiendo experiencias con guitarristas de dos generaciones diferentes, The Edge (U2) y Jack White (The White Stripes).

En su autobiografía, Jimmy Page se define como una persona “que nunca puede estar sin hacer nada y que siempre está dándole vueltas a ideas para sorprender a la gente”, algo notable considerando su edad. Padre de cinco hijos y orgulloso abuelo de dos, ha superado toda clase de adicciones y de críticas, entre ellas múltiples acusaciones de plagio e incluso de copiarle el estilo a Bert Jansch (1943-2011), guitarrista escocés de folk acústico, un artista de culto a quien Page consideró siempre como una de sus principales influencias. Sin embargo, nada ha impedido que sus contribuciones sigan vigentes y reconocidas por varias generaciones, convirtiéndolo en un personaje fundamental para entender la cultura juvenil y el ambiente artístico y masivo del siglo XX.

 

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[MÚSICA MAESTRO]  Hay una frase popular que, aunque aparenta ser muy centrada y hasta sensible, en realidad encierra un preocupante nivel de intolerancia: “Si no tienes nada amable qué decir, entonces mejor no digas nada”. Pensé en ello durante lo que se desató en redes sociales tras la muerte de Pedro Suárez-Vértiz, ocurrida hace poco más de una semana, a los 54 años, por complicaciones cardíacas ocasionadas por la terrible ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica).

Como se imaginarán, el debate crecía en intensidades a cada segundo, lo que dio lugar a la aparición de variantes de la citada frase, menos educadas, por cierto. Desde el todavía recatado “si no te gusta, cállate la boca…” hasta toda una batería de insultos y descalificaciones a aquellos que osaran contradecir a los fans que, entre entristecidos y furiosos, clamaban al cielo por la muerte de quien para ellos fue “un genio de la música peruana”.

En un país de ignorancias desbordadas como el nuestro, la desesperación por crear ídolos propios hace que las masas pierdan la capacidad de poner las cosas en su justa dimensión. La muerte de un artista conocido puede despertar pasiones y contraponer puntos de vista, siempre ha ocurrido eso. Pero, lo visto entre el 28 de diciembre de 2023 y el 1 de enero de 2024 -y que no ha parado, aunque sí disminuido debido a que, al final de cuentas, no es un tema tan importante para quienes no sean sus familiares o amigos más cercanos- es una absoluta ausencia de perspectiva, un desborde de adjetivos y ese tufillo, por parte de los medios, de usar esta noticia -jugando con los sentimientos de un determinado grupo de personas- como elemento distractor que, entre lo desinformativo, lo desproporcionado y lo huachafo, hace que los públicos usuarios de redes y consumidores de música local popular hagan derroches de energía dignos de otras causas y terminen, como dirían mis admirados Les Luthiers, “reflexionando fuera del recipiente”.

Nunca fui fanático de Pedro Suárez-Vértiz. No lo fui durante esa gelatina aguada que fue Arena Hash, por más que haya liderado los rankings en mis épocas de escolar ansioso por convertirse en melómano, con canciones divertidas -en algunos casos, por lo tontas- y desprovistas de peso como Cuando la cama me da vueltas, Me resfrié en Brasil (de su primer LP) o Y es que sucede así y El rey del ah, ah, ah (del segundo y último), muy pegajosas, cargadas de chacota juvenil y, en el caso de las segundas, con asomos de esa línea sexista disfrazada de diversión inocua que dominó sus producciones posteriores.

El mayor recuerdo que tengo de la trascendencia de Arena Hash fue su incomprensible inclusión como teloneros de Foreigner en mayo de 1993, anunciada como “la despedida de los escenarios” del cuarteto sanisidrino que terminó, como cuentan testigos de aquel concierto en el colegio San Agustín -uno de los primeros de ese tipo en Perú-, con una masiva pifiadera de quienes habían ido a ver y escuchar a la recordada banda británica-norteamericana, creadora de clásicos del hard-rock melódico y power ballads como Waiting for a girl like you, Urgent (1981), Hot blooded, Double vision (1978) o I want to know what love is (1984).

Tampoco lo fui durante su comercialmente exitosa etapa en solitario, en la cima de la escena local con amplio acceso a radios, periódicos y canales de televisión, en la que además consolidó un perfil como personalidad mediática asociada a las clases altas limeñas (apellido compuesto, biotipo común a privilegiadas familias de Lima Metropolitana y La Punta), a mitad de camino entre la farándula enmierdada de Magaly Medina y las secciones sociales de Caretas/Somos/Cosas. Por ahí alguien, creo que fue Fidel Gutiérrez, equiparó lo hecho por Pedro Suárez-Vértiz en ese mismo periodo (1986-1999), a lo de Raúl Romero con los Nosequién y los Nosecuántos. Más allá de muy puntuales diferencias que pudiésemos establecer entre uno y otro, considero que le asiste razón al crítico musical de El Peruano y otros medios alternativos.

Eso no significa que no conozca bastante bien sus canciones ni que deje de reconocer, como mencioné en mi recuento de obituarios de la semana pasada -al que ingresó casi por la ventana, al cierre de su elaboración- que se trató de un personaje muy popular y carismático, vigente antes y ahora, a diferencia de muchos de sus contemporáneos que desaparecieron de las preferencias, gracias al olvido y la indiferencia de un público extremadamente manipulable en eso de los gustos y fanatismos.

Literalmente, no había quién no conociera temas como Me elevé, Cuéntame (ambas de su primer CD como solista, (No existen) Técnicas para olvidar, 1993); Me estoy enamorando, Mi auto era una rana (Póntelo en la lengua, 1997); Degeneración actual, Un vino, una cerveza (Degeneración actual, 1999), y otras de aquella trilogía de discos, dos de los cuales fueron producidos y distribuidos por la división latina de Sony Music. En muchos casos, hasta las de letras más odiosas, sonaban musicalmente divertidas, de aceptación comprensible para un enorme segmento de adolescentes o adultos jóvenes que, por el hecho mismo de ser adolescentes o adultos jóvenes, no podían ser criticados por disfrutar de tonterías.

Por supuesto, hay un abismo de proporciones titánicas entre eso y decir, ya en la plenitud mental de la adultez, que son hitos geniales de la composición musical peruana. O, como exageradamente dijo recién Jaime Bayly en uno de los videos que le ha dedicado, que “Pedrito era nuestro Dylan, nuestro Springsteen”. Para cualquier conocedor de rock, eso es un disparate, una exageración provocada por la excesiva cercanía, en este caso amical, que unió al escritor y periodista con el artista fallecido.

Desde la distancia uno puede ver y expresar con mayor claridad y mesura estas cosas. No digo objetividad, porque es un tema relacionado al arte musical y las conexiones del público con aquello que su propia capacidad apreciativa le permite valorar. Y todo ello se rige por las leyes subjetivas de lo emocional. Aun cuando intentemos ser lo más racionales posible, habrá en nuestras opiniones y conclusiones una fuerte presencia de saludable subjetividad. Saludable y respetable, así no coincida con las opiniones y conclusiones del resto, de las mayorías. Esto aplica únicamente a las reacciones del público, de los oyentes, tanto fieles seguidores como feroces detractores.

Los periodistas y comunicadores sociales tienen otro rol. No pueden decir, alegremente, que Pedro Suárez-Vértiz era un genio cuando, claramente, no lo era. No pueden decir que acaba de fallecer “el mejor músico del Perú”, barriendo tácitamente el piso con infinidad de nombres que podrían disputarse dicho título, tan rimbombante como inútil. Que una barra brava publique algo así en Twitter, trate de imponer esos y otros conceptos a punta de retuiteos y que, en el camino, insulte a los que piensan diferente, es una cosa. Pero que lo diga un par de periodistas/escritores famosos, hábiles en el uso del lenguaje pero que son también reconocidos por sus pasiones desbordadas a la hora de levantar o destruir a alguien, califica ya de irresponsabilidad. O de ejercicio retórico más orientado al lucimiento personal que al homenaje póstumo.

El problema radica en que, esa misma irresponsabilidad que para temas políticos y sociales genera una polarización entre reduccionismos idiotas (“ultras vs. caviares”), cuando se aplica a esta clase de asuntos se convierte en una anécdota aparentemente inofensiva y, a quienes nos atrevemos a mostrar sus grietas, en un ejército de envidiosos de alma oscura, carentes de empatía por los familiares, monstruos sin sentimientos y sin derecho a decir nada porque va a contracorriente del dolor nacional. La excesiva cercanía –“fue mi amigo en la universidad”, “era como un hermano para mí”, “fui su productor en Puerto Rico”, “fue mi vecino en El Olivar”- parcializa y deforma, comprensiblemente, la percepción. Aun así, no debería dar patente de corso para que esos líderes de opinión hagan pasar sus pareceres personales como si fueran verdades absolutas, intocables.

Por eso es mejor ubicarse a distancia, sin esa contaminante y excesiva cercanía que tiende a relativizar las cosas. Así como cuando juzgamos con menor severidad las acciones de nuestros hermanos o compañeros de promoción en casos que reprobaríamos sin contemplaciones si fuesen ejecutadas por extraños, así se vienen procesando la muerte y el valor artístico de las producciones musicales de Pedro Suárez-Vértiz. Que no me gusten sus canciones hasta el punto de considerarlas inmortales o geniales, a pesar de que la mitad del país piense diferente, no me convierte en un traidor a la patria.

En la misma línea, aquellas personas que se indignaron por las alabanzas sobredimensionadas y, en reacción a ello, comenzaron a puntualizar los aspectos negativos del personaje a pocas horas de anunciada su muerte, no son seres humanos abyectos ni desalmados. Hacerlo prácticamente en simultáneo a las transmisiones vía streaming de su velorio puede ser socialmente incorrecto, pero es también un pleno ejercicio de la libertad de expresión, la misma que usan en toda su extensión y sin remordimientos los fans de Pedro que, cuando algo no les gusta, atacan a quienes no piensan como ellos.

El caso de la muerte de Pedro Suárez-Vértiz tiene dos dimensiones que, desde la distancia, conviene identificar. Una, la más notoria, es la artística. En ese terreno, se equivocan de cabo a rabo quienes lo comparan con grandes íconos del rock global como Bruce Springsteen, Mick Jagger o Bob Dylan. No importa que quien lo haya dicho sea Beto Ortiz, Jaime Bayly o cualquier otro líder de opinión. Un paralelismo tan absurdo como ese no resiste el más mínimo análisis serio y desapasionado.

Cuando pienses en volver (Play, 2004), por ejemplo, con su efectismo sonoro e intención patriotera, es tan superficial y calculada -instrumentación novoandina, ritmo discotequero, coro de barra pelotera, mensajes manidos teledirigidos a cierto tipo de migrantes peruanos en el extranjero- que termina alejándose del propio estilo con el cual Pedro Suárez-Vértiz buscó ser identificado, cada vez que aparecía rodeado de su hermosa colección de guitarras y tratando de sonar como los Rolling Stones (otro de los disparates difundidos durante años es que Pedro Suárez-Vértiz era “el Keith Richards peruano”). Alguien argumentará que no existe la unidimensionalidad en los artistas. Pero, en todo caso, se trata de una canción pegajosa y popular. Nada más.

Se dice que Pedro Suárez-Vértiz fue hiperactivamente creativo y prolífico. Otra exageración. Su producción real, entre 1988 y 2009, en total llega a ocho discos, contando los dos de Arena Hash. En promedio, un álbum cada dos años y medio. Es cierto que el Perú no ofrece nada a la escena rockera, tanto la masiva como la marginal, donde determinados artistas logran mantenerse y hacer de su pasión por la música un modo de vida gracias a golpes de suerte y contactos. Pero, en este caso, hablamos de una persona que provenía de un medio socioeconómico de alto a elevado, equipado para solventar sus producciones y que, además, contaba con millonarios índices de ventas gracias al apoyo unánime del público masivo, los medios de comunicación y auspiciadores capaces de colocarlo en las ligas mayores haciendo una o dos llamadas telefónicas.

Con todo eso a favor, su trayectoria no alcanzó grandes picos en el panorama del pop-rock latinoamericano, más allá de que tuviera éxito en otros países de habla hispana o entre comunidades de peruanos en el exterior. No corresponde mencionar sus limitaciones vocales -antes de la enfermedad, quiero decir, como cantante- puesto que, en el rock, muchos de sus más importantes exponentes no tuvieron nunca grandes voces, desde el punto de vista formal. Y como guitarrista era bastante promedio, casi elemental.

En cuanto a sus letras, pasaba del sexismo absoluto de Mi auto era una rana o Los globos del cielo a las reflexiones de carácter introspectivo/romántico de Sé que todo ha acabado ya, Sentimiento increíble o No pensé que era amor. Fuera en clave de pop-rock saltarín o de volátil baladista con uno que otro tinte bluesero, lo suyo fue extremadamente simple y liviano, cuya única aspiración a la trascendencia tenía como límites finales la emoción pasajera, el escapismo individual, la aceptación general.

La otra dimensión es la personal, la humana. En primer lugar, es muy triste pensar en lo duro que debe haber sido, para él y su entorno más íntimo, el padecimiento desde 2010-2011 de una enfermedad degenerativa como la disartria, ocasionada por un grave trastorno neurológico conocido como ELA -Esclerosis Lateral Amiotrófica-, que ha afectado a figuras muy famosas de la música global como el contrabajista y director de orquestas Charles Mingus (1922-1979), uno de los compositores de jazz más importantes del género en su etapa dorada, el virtuoso guitarrista de hard-rock y heavy metal instrumental Jason Becker (1969), un prodigio que sigue componiendo a pesar de su postración, recordado por sus grabaciones con Cacophony, junto al ex-Megadeth Marty Friedman; o el científico Stephen Hawking (1942-2018), cuyo nombre ha vuelto a los titulares esta semana pero por un asunto para nada admirable, su presunta participación en las orgías montadas por el depredador y mafioso Jeffrey Epstein. El deterioro físico que la ELA produce en sus víctimas no hace más que generar empatía y solidaridad frente al dolor ajeno, tanto del mismo Pedro Suárez-Vértiz como de sus familiares directos, amigos y colaboradores más cercanos.

Por otro lado, está el asunto de su comportamiento como figura pública. Aunque siempre se mantuvo, antes de la enfermedad, alejado de escándalos farandulescos y se mostraba como una persona relajada, divertida, capaz de generar simpatías por consenso, su alejamiento de los escenarios destruyó todo eso. Incapacitado para seguir trabajando como músico, se convirtió en una especie de líder de opinión en redes sociales y a través de una columna semanal en la revista Somos del diario El Comercio. Con una incontinencia diametralmente opuesta a sus limitaciones psicomotrices y vocales, Pedro Suárez-Vértiz escribió y escribió. Sin parar.

Cuando lo hizo sobre sus gustos musicales o sus anécdotas de carrera, todo era bastante inofensivo. Pero cuando tocó temas de coyuntura política o decidió lanzar reflexiones sobre la vida o las relaciones interpersonales, muchos de los textos de Pedro Suárez-Vértiz revelaron una forma de pensar, por decir lo menos, antipática y desubicada que es, lastimosamente, compartida por una considerable cantidad de personas que creció escuchándolo.

En ese sentido, Pedro Suárez-Vértiz alejó de sí mismo, voluntariamente, la oportunidad de pasar a la posteridad como un artista de miras elevadas, que se ubicara por encima del debate menudo y la militancia fallida. En lugar de eso, se hizo vocero de posturas que vienen haciéndole daño al país, promoviendo la división que hoy padecemos. Una amarga realidad que ni los halagos de sus amigos famosos ni su prematura y dolorosa muerte puede edulcorar porque, como escribió, desde una larga distancia frente a los gustos de las masas, mi buen amigo John Pereyra (aka Hákim de Merv) en redes durante esa semana, “la muerte no nimba de mayor vileza al ruin, ni de una corte angélica al noble”.

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[MÚSICA MAESTRO]  Un año más se va y con él, destacados músicos se despiden del mundo físico dejando detrás de sí la estela inolvidable de sus voces, composiciones e instrumentos.

En este nuevo recuento de obituarios encontramos esa amplia diversidad de estilos musicales que, en décadas pasadas, conformaron un panorama artístico que nos fue educando el oído y la capacidad apreciativa, hoy tan degenerada por culpa de las Shakiras y los Bad Bunnies que han convertido el gusto de las masas en un sonsonete balbuceante, homogéneo y simiesco, opuesto a la colorida y multiforme creatividad que se nutría tanto de las tendencias globales como de los sonidos típicos de cada país. Así, íconos del punk irlandés se reúnen con astros japoneses de la música vanguardista, estrellas mundiales del pop-rock e ídolos locales de la música popular.

La muerte de Jeff Beck (10 de enero, 78) fue un golpe muy duro para los amantes del rock clásico y la guitarra virtuosa. Respetado por sus pares y adorado por las siguientes generaciones de guitarristas, el ex integrante de The Yardbirds y gravitante figura del jazz-rock, falleció sin mostrar señales de desgaste físico. Seguía tocando y sorprendiendo a su público hasta semanas antes de su deceso, en un hospital de Sussex.

Una de las partidas más dolorosas en el universo pop-rock fue la de Tina Turner (24 de mayo, 83), representante de la élite del R&B y el rock de los setenta y ochenta. En Brasil, ese mes, sintieron la muerte de Rita Lee (8 de mayo, 75) y Astrud Gilberto (5 de junio, 83). Otra diva, la británica Jane Birkin (16 de julio, 76), recordada por Je t’aime… moi nun plus, tema compuesto por su esposo, el francés Serge Gainsbourg (1928-1991), controvertido en su época por su abierto erotismo -y que fuera tema central de la película del mismo nombre, de 1976- dejó de existir causando conmoción en el panorama musical europeo y, particularmente, en Francia, donde desarrolló la mayor parte de su carrera.

El mundo del rock clásico sufrió la pérdida de varias de sus figuras emblemáticas, como David Crosby (18 de enero, 81), protagonista de la generación Woodstock; Robbie Robertson (9 de agosto, 80), cantante, guitarrista y líder de los canadienses The Band; Randy Meisner (26 de julio, 77), bajista original de los Eagles; Gary Rossington (5 de marzo, 71), único sobreviviente de la formación original de Lynyrd Skynyrd; y, recientemente, el 5 de diciembre, Denny Laine (79), lugarteniente de Paul McCartney en los Wings (1971-1981), y miembro fundador de The Moody Blues.

Del mismo modo, Bernie Marsden (24 de agosto, 72), primera guitarra de Whitesnake y devoto del blues antiguo; y el norteamericano Jimmy Buffett (1 de septiembre, 76), estrella de la época dorada del country-pop. Jim Gordon, baterista que trabajó con Eric Clapton, George Harrison, entre otros, recluido en un centro psiquiátrico de por vida tras asesinar a su madre en un ataque de esquizofrenia, murió a los 77 años, el 13 de marzo. Michael Rhoades (4 de marzo, 69), legendario bajista de sesiones en los estudios de Nashville; Ralph Humphrey (25 de abril, 79), baterista de Frank Zappa & The Mothers of Invention entre 1972-1974; Ray Shulman (30 de marzo, 73), bajista y violinista del grupo británico de prog-rock Gentle Giant; y Clarence “Fuzzy” Haskins (16 de marzo, 81), uno de los vocalistas originales del combo de funk Parliament-Funkadelic; engrosan esta lista de célebres fallecimientos.

Shane MacGowan (30 de noviembre, 65), fue una de las personalidades esenciales del punk irlandés. Aunque nació, fue criado y educado en Londres, el origen de sus padres marcó su forma de pensar y desarrollo artístico. Sumergido en los oscuros callejones de la subcultura punk desde 1977, fundó y lideró, entre 1984 y 1991, una pandilla de rock celta llamada The Pogues que, en su momento de mayor éxito (1987-1988) llegó a ser telonera de U2, Bob Dylan y los Rolling Stones, con su arrebatada fusión de punk, rock y folklore irlandés. Cantautor de afilada y polémica pluma, su excesivo consumo de alcohol y drogas lo fue debilitando paulatinamente, convirtiendo en legendarias sus constantes peleas, accidentes y esa dentadura destruida por tanto desarreglo. Rockeros de fuste como Bono, Bob Geldof, Bruce Springsteen, entre otros, consideran al autor de Fairytale of New York (1987) o Dark streets of London (1984), como uno de los mejores letristas que han conocido. Sinéad O’Connor, una de sus admiradoras, falleció tempranamente a los 56 (26 de julio). Ambos dejan un vacío enorme en la música contemporánea irlandesa.

Yellow Magic Orchestra, trío japonés que revolucionó el pop electrónico y el ambient desde finales de los setenta, perdió este año a dos de sus integrantes: el baterista y cantante Yukihiro Takahashi (11 de enero, 70) y el pianista y compositor Ryuchi Sakamoto (28 de marzo, 71). Tras su disolución, Takahashi se enfocó en el mercado japonés mientras que Sakamoto hizo lo contrario, abriéndose a múltiples colaboraciones y géneros -electrónica, música para películas, bossa nova, sinfónica-, interactuando con luminarias como David Bowie, Jacques Morelenbaum, Adrian Belew y David Byrne. Otro destacado vanguardista, el norteamericano Brian McBride, creador, en 1993, de Stars of the Lid, proyecto que combinaba post-rock con shoegaze y música orquestal, falleció a los 53 años, el 27 de agosto.

La muerte del saxofonista Wayner Shorter (2 de marzo, 89) enlutó a los conocedores de jazz del mundo entero por su trabajo junto a Miles Davis, primero; y al frente de Weather Report, después. También fallecieron otros importantes jazzistas: el pianista Ahmed Jamal (16 de abril, 92), la compositora de free-jazz Carla Bley (17 de octubre, 87); el contrabajista Bill Lee (24 de mayo, 94), padre del cineasta Spike Lee; el crooner Tony Bennett (21 de julio,96), de impresionante carrera de más de ocho décadas; y el cantante, actor y activista por los derechos civiles Harry Belafonte (25 de abril, 96), conocido como “El Rey del Calypso”. Burt Bacharach, compositor y director de orquesta de pop sinfónico, se mudó al otro barrio el 8 de febrero a los 94 años.

También fallecieron este año los hermanos Tim (28 de abril, 71) y Robbie Bachman (12 de enero, 69), guitarra y batería del grupo canadiense de rock setentero Bachman-Turner Overdrive (B.T.O.); el cantautor Gordon Lightfoot (1 de mayo, 84), también de Canadá; Tom Verlaine (28 de enero, 73), guitarrista fundador de Television, influyente banda de la escena post-punk norteamericana surgida en el CBGB; y el guitarrista sueco Lasse Wellander (7 de abril, 70), integrante del famosísimo cuarteto Abba, desde 1975 hasta su separación en 1981.

Los fans del rock británico lamentaron la muerte de integrantes de tres icónicas bandas de post-punk y new wave de los ochenta: Andy Rourke (19 de mayo, 59), bajista de The Smiths; Geordie Walker (26 de noviembre, 68), guitarra de Killing Joke; y Mars Williams (20 de noviembre, 68), saxofonista de The Psychedelic Furs. Asimismo, los bajistas Steve Mackay (2 de marzo, 56) y Pete Garner (3 de octubre, 61), de Pulp y The Stone Roses, importantes grupos de rock alternativo. Por el lado norteamericano, Gary Young (17 de agosto, 70), baterista de Pavement; Van Conner (18 de enero, 55), de Screaming Trees; y Rob Laakso (4 de mayo, 44) guitarrista en las bandas de Kurt Vile.

Un caso especial es el de Sixto Rodríguez (8 de agosto, 81), cantautor norteamericano de country rock y psicodelia de padres mexicanos que fuera recién descubierto a través de un documental ganador del Oscar, titulado Searching for sugar man (2012), donde se reveló que había sido muy conocido en Sudáfrica y Australia. La noticia de su muerte fue muy comentada en redes sociales, a pesar de que su música no trasciende más allá de las influencias del rock chicano (Los Lobos) o sureño (Lynyrd Skynyrd, Little Feat).

Cada vez que se hacen estas semblanzas, las miradas se centran en aquellos artistas de mayor popularidad y perfil mediático. Sin embargo, es relevante recordar a quienes, sin haber estado nunca bajo los reflectores, dejaron su huella como compositores. Por ejemplo, tenemos a Barrett Strong (28 de enero, 81), coautor de clásicos soul como I heard it through the grapevine, Papa was a Rolling Stone o Money (That’s what I want), grabadas por Marvin Gaye, C. C. Revival, The Temptations o The Beatles; Tom Whitlock (17 de febrero, 68), quien compusiera junto al italiano Giorgio Moroder, Take my breath away, balada icónica de los ochenta interpretada por Berlin para la banda sonora de Top Gun (1986); Pete Brown (19 de mayo, 82), letrista de varios himnos de Cream como Sunshine of your love o White room; Lord Creator (30 de junio, 87), compositor de Kingston town, grabada por él mismo en 1970 y popularizada en 1989 por los ingleses Ub40; Richard Kerr (11 de diciembre, 78), que escribió varios éxitos de los setenta como Brandy (You’re a fine girl) (Looking Glass, 1972), Looks like we made it (Barry Manilow, 1977) o I’ll never love this way again (Dionne Warwick, 1978).

2023 fue también un mal año para quienes trabajan tras bambalinas en la industria musical. Por ejemplo, tenemos a Jerry Moss (16 de agosto, 88), fundador junto con el trompetista Herb Alpert del sello A&M Records; el creador de Sire Records, Seymour Stein (2 de abril, 80), responsable del ascenso de superestrellas como Talking Heads, Ramones o The Pretenders; Glen “Spot” Lockett (4 de marzo, 2), productor de Minutemen o Black Flag, bandas emblema del sello independiente SST Records, especializado en punk. Por su parte, nos dejaron Bruce Gowers (15 de enero, 82), director del icónico videoclip de Bohemian Rhapsody de Queen; Nora Forster (6 de abril, 80), promotora alemana que apoyó a varios artistas y fue, desde 1975, esposa de Johnny Rotten. Y ya que hablamos de los Sex Pistols, el 8 de agosto falleció Jamie Reid (76), creador del logo del grupo, la carátula de Never mind the bollocks, su único LP oficial, y otras irreverentes imágenes como aquella del single God save the Queen, en que aparece una foto de la Reina Isabel II con un imperdible en los labios y esvásticas en los ojos.

En cuanto a la música en nuestro idioma, supimos de la muerte del compositor y guitarrista argentino Chico Novarro (18 de agosto, 88), integrante junto a Palito Ortega del Club del Clan y, posteriormente, conocido por sus composiciones en diversos géneros, desde boleros como Algo contigo (1976), reactualizada por el vocalista de Los Fabulosos Cadillacs, Vicentico, en el 2003, tangos y nueva trova, como la entrañable Carta de un león a otro, grabada por el rosarino Juan Carlos Baglietto en 1983.

También desde Argentina, llegaron las noticias del deceso de Ricardo Iorio (24 de octubre, 61), punta de lanza del heavy metal gaucho, fundador de tres importantes grupos, V8 (1979-1987), Hermética (1988-1994) y Almafuerte (1995-2016), y Pablo Molina (2 de septiembre, 58), cantante y multi-instrumentista del conjunto de rock fusión Todos Tus Muertos, al que ingresó en 1994, año de su tercer álbum, Dale aborigen, que definió su estatus como animador de la movida alternativa del rock en español, con su combinación de reggae, punk, ska y sus letras de contenidos políticos y sociales.

La salsa noventera perdió a uno de sus one-hit wonders, el boricua Héctor Rey, conocido por la canción Te propongo, de su álbum debut, Al duro (1991). Otro histórico de la salsa nacido en Puerto Rico, el locutor de radio Hipólito “Polito” Vega (9 de marzo), la voz que presenta el disco de Willie Colón y Héctor Lavoe, Asalto navideño (1970); y el cantante y percusionista cubano Óscar Valdés (19 de octubre), de la primera formación de Irakere, fallecieron a los 85 y 86 años, respectivamente. El folklorista Tito Fernández “El Temucano” (11 de febrero, 1980) y el bajista original de Los Jaivas, Julio Anderson (25 de noviembre, 75), pusieron de luto a los melómanos chilenos. El productor y músico belga Lou Deprijck (19 de septiembre, 77), del grupo Two Man Sound, que hizo bailar a toda Latinoamérica con sus temas Disco samba (1979) y Coco loco (1991). Y Francesc Picas, integrante de Loco Mía, el recordado cuarteto español de los abanicos, falleció el 18 de noviembre, a los 53 años, activando la nostalgia de toda una generación.

Los seguidores del rock nacional quedaron estupefactos cuando se anunció, el 28 de diciembre, el prematuro fallecimiento de Pedro Suárez Vértiz, a los 54. Entre las dudas de quienes pensaban que era una broma del Día de los Inocentes, la muerte del ex vocalista de Arena Hash (1985-1992) y exitoso solista (1993 en adelante) se confirmó antes del mediodía. El compositor y guitarrista venía padeciendo, desde casi una década, de una extraña enfermedad neurológica que le fue quitando la capacidad de comunicarse, situación que lo alejó de los escenarios. Aun cuando la calidad de sus canciones es un tema debatible, nadie puede discutir su enorme popularidad y simpatía, conocido por su actitud relajada y carismática, ajeno a escándalos y apegado a su familia y amigos.

Otros artistas peruanos cuyas muertes ocuparon titulares fueron el bolerista Iván Cruz (6 de noviembre, 77); el compositor y maestro Jorge Madueño (2 de agosto, 80), padre de José Luis y Jorge “Pelo” Madueño; o el cantautor Raúl Vásquez (18 de abril, 74), compositor del hit de la nueva ola La plañidera (1969).

Los casos de Milagros Soto “La Princesita Mily” (22 de mayo, 57) y Abelardo Gutiérrez “Tongo” (10 de marzo, 65) son dignos de resaltarse, por pertenecer a una subcultura popular con la cual muchos no nos identificamos pero que no deja por ello de tener una dimensión propia. Ambos formaron parte del movimiento urbano-marginal conocido como “música tropical-andina” o chicha. Ella limeña y él huancaíno, lideraron dos importantes grupos de esa época, Pintura Roja e Imaginación, entre 1983 y 1989.

Desde el año 2000 en adelante, “Tongo” se concentró más en un género diferente, la parodia musical, convirtiéndose en una personalidad de internet, muy popular entre las clases bajas y la farándula, por sus estrambóticas y, muchas veces, ridículas, versiones de conocidas canciones de pop y rock, reemplazando las letras originales por frases sinsentido, burlándose de su incapacidad para pronunciar el inglés. También tuvo temas propios como La pituca o Sufre, peruano sufre, de nulo valor musical pero muy replicadas en programas cómicos, de entretenimiento y redes sociales.

Finalmente, dos días antes de la Navidad, el público peruano lamentó el fallecimiento de Lisandro Meza (23 de diciembre, 86), cantante, acordeonista y compositor que fuera muy popular en nuestro país entre 1992 y 1998, con canciones como Senderito de amor, El macho, Trompo sarandengue, El hombre feliz y muchas otras. Conocido como “El Macho de América”, el artista colombiano visitó en varias ocasiones nuestro país, animando festivales populares en Lima y provincias. La trayectoria de Lisandro Meza comenzó en los años sesenta, como integrante de Los Corraleros de Majagual, probablemente la orquesta más importante de cumbias y vallenatos de esa época.

Otros notables que nos dejaron este 2023: Lisa Marie Presley (12 de enero, 54), hija de Elvis y ex pareja de Michael Jackson; el cantante y actor israelí Chaim Topol (8 de marzo, 87), conocido por su papel de Tevye en el musical Fiddler on the roof; la soprano lírica italiana Renata Scotto (16 de agosto, 89); Kaaija Saariaho (2 de junio, 70), compositora vanguardista de Finlandia; Angelo Bruschini (23 de octubre, 62), guitarrista británico de Massive Attack; George Winston (4 de junio, 73), pianista norteamericano de new age.

IN MEMORIAM 2022

IN MEMORIAM 2021

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[MÚSICA MAESTRO] Si un grupo de artistas locales grabara, en el Perú de hoy, una versión en español de esta canción, cambiando la palabra «África» por «Abancay», «Huamanga» o «Juliaca» -o cualquiera otra empobrecida región de nuestro país- saldrían las Chirinos, los Thorndike y sus miles de clones/troles a bramar, furiosos, que se trata de una estrategia elucubrada por la «mafia caviar». «Al grito de «¡Alimentemos al mundo!» -reseñaría algún medio afín- los caviares y terrucos cojudignos intentan manipular sentimentalmente a la población esta Navidad. ¡No pasarán!» y en los grupos de WhatsApp de profesionales jóvenes y universitarios de zonas urbanas sin nexos directos con la política corrupta, circularían la nota adjuntando el sticker del presidente argentino Javier Milei gritando, puño en alto, una de las frases más populares de su campaña («¡Zurdos de m…!»).

Así de desenfocado y agresivo es el pensamiento de un grueso sector del público nacional, especialmente en Lima, incapaz de distinguir entre un genuino deseo de ayudar a quienes, por esas dinámicas socioeconómicas que son consideradas inamovibles, tiene menos/no tiene nada, y una postura ideológica desfasada que no posee ya la influencia ni las buenas intenciones que alguna vez tuvo. Es incomprensible tal desaparición del pensamiento empático en muchas de estas personas, que fueron niños o adolescentes cuando, en los ochenta, circuló el video de un colectivo de superestrellas del pop, jóvenes cuyas edades oscilaban entre los 21 y los 35 años, iniciando una cruzada musical solidaria que se convirtió en uno de los momentos definitivos de la cultura popular en esa década.

El proyecto Band Aid recaudó millones de dólares para dar un breve respiro a una situación de pobreza extrema que sobrepasaba todo lo imaginable e inspiró a otros artistas a hacer lo mismo. Y aun cuando este problema sigue siendo muy grave y hasta peor que hace cuarenta años, aquel nivel de compasión surgió de forma auténtica y espontánea, en una época caracterizada por los inicios del consumismo y la cultura pop occidental. Ahora, en estos tiempos de hedonismo idiotizado, vulgaridad reggaetonera y estigmatización, sería muy difícil que un movimiento similar, sin cálculos políticos -no como lo que hizo TV Perú con ese mamotreto llamado Peruanos de verdad-, genere los consensos suficientes para acallar las críticas nacidas de la ignorancia o la prepotencia de quienes desprestigian cualquier preocupación por los demás.

Todo comenzó con un desgarrador reportaje del periodista Michael Buerk acerca de la infernal hambruna en Etiopía, transmitido en el programa The Six O’Clock News de la BBC de Londres. El 23 de octubre de 1984, el cantautor irlandés Bob Geldof y su entonces esposa, Paula Yates -conductora durante años del programa musical The Tube- quedaron impactados y conmovidos después de ver las imágenes de hombres, mujeres y niños en estado cadavérico, con los cuerpos desfallecientes, las cabezas rapadas y los ojos a punto de salirse de sus órbitas, con aquella expresión moribunda e impávida, tan débiles que no podían ni siquiera levantar sus manos para ahuyentar las densas nubes de moscas a su alrededor. “Un desastre bíblico en pleno siglo XX” fue la descripción que hizo Buerk en aquel informe que mostraba el obsceno contraste entre el glamour de Occidente y la miseria al otro lado del mundo.

A la semana siguiente, Geldof se comunicó, a través de Yates, con el compositor, cantante y multi-instrumentista escocés James “Midge” Ure, le habló de lo que había visto y, a grandes rasgos, le explicó que quería hacer algo al respecto. Después de dos o tres conversaciones más, los músicos acordaron componer un tema cuyas ventas se destinarían íntegramente a la golpeada población etíope. Pero no podía ser una canción cualquiera, tenía que mover a la acción. Entonces Geldof concibió una idea que parecía una locura: reunir a los artistas más populares del momento para grabar un tema navideño que se vendiera durante diciembre. Todo en menos de un mes.

Bob Geldof (33) y Midge Ure (31), eran personajes muy conocidos y respetados en la escena británica. El primero como fundador y vocero de The Boomtown Rats, sexteto de actitud irreverente, sarcástica y bastante punk, con varios éxitos locales como I don’t like Mondays (1979) o Banana Republic (1982). El segundo, al frente de Ultravox, banda de synth-pop a la que había ingresado en 1980 -después de fundar Visage y pasar una breve temporada como guitarrista de Thin Lizzy- para imprimirle un estilo más sofisticado, colocando temas como Vienna (1980) y Dancing with tears in my eyes (1984), entre las favoritas de los seguidores de las nuevas olas que llegaban desde Inglaterra. Incluso Geldof había ganado notoriedad como actor, personificando al atribulado protagonista de The Wall (Alan Parker, 1982), la versión fílmica del clásico álbum doble de 1979 de Pink Floyd. Sin embargo, ninguno de los dos ostentaba un perfil alto, en términos de fama mundial, como para que las coordinaciones fueran un poco más sencillas, por lo que tuvieron que mover cielo y tierra para llamar la atención sobre su proyecto. Y así lo hicieron.

Sobre la base de una letra que Geldof escribió mientras recorría la ciudad en un taxi, encargó a Ure los arreglos musicales para concentrarse en la ardua tarea de establecer contacto con un listado de prominentes artistas ingleses e irlandeses, a muchos de los cuales ni siquiera conocía personalmente, más allá de coincidir en los circuitos de conciertos y medios de la época. Poco a poco y usando las sencillas herramientas de comunicación de entonces -no celulares, no redes sociales, no WhatsApp- Geldof conversó, en persona o por teléfono, con sus colegas, saltándose con garrocha a los burocráticos managers y logró comprometerlos para participar en una única fecha de grabación. ¿El lugar? Los estudios Sarm West, en el barrio londinense Notting Hill, del reconocido productor Trevor Horn (The Buggles, Yes). El día pactado para aquella histórica sesión fue el 25 de noviembre de 1984.

Allí estuvieron, entre otros: George Michael (21), del dúo Wham! que ese mismo año lanzó otro tema pascuero, Last Christmas; Sting (33), bajista y líder de The Police que estaba en plena grabación de su debut solista, el extraordinario The dream of the blue turtles; Francis Rossi (35) y Rick Parfitt (36), voces y guitarras del legendario quinteto de rock clásico Status Quo. Duran Duran y The Spandau Ballet, bandas “rivales” dentro del movimiento conocido entonces como New Romantics, cuyos álbumes y canciones encabezaban las listas de éxitos en el mundo entero, fueron los primeros en aceptar la propuesta de Geldof.

También respondieron al llamado Boy George (23), el extravagante y andrógino frontman de Culture Club, cuarteto de reggae y new wave infaltable en cualquier recuento del pop de los ochenta. El cantante tuvo que volar, el mismo día de la grabación, desde New York hasta Londres en un Concorde pues la había olvidado por completo. Asimismo, estuvieron presentes Paul Young (28), quien un año después se convirtió en estrella mundial con Everytime you go away (balada original de Daryl Hall & John Oates); el trío pop femenino Bananarama, en pleno apogeo en 1984; tres integrantes del combo norteamericano Kool & The Gang, una máquina de éxitos radiales en esos años; y Paul Weller (26), cantante y guitarrista de larga trayectoria como fundador de The Jam que, justo en aquel 1984, se había reinventado con un grupo de pop-jazz llamado The Style Council.

Dos integrantes de U2, Bono (24) y Adam Clayton (24), llegaron también para colaborar. Para 1984, el cuarteto estaba en pleno ascenso, con cuatro álbumes en el mercado, poco antes de convertirse en un fenómeno mundial, algo que ocurrió con el lanzamiento de The Joshua tree (1987). El cantante, quien desarrollaría su propio camino como activista promotor de temas benéficos y búsqueda de reflexión entre los políticos y líderes del mundo, protagonizó una de las dos polémicas en aquella sesión. Cuando Geldof y Ure le mostraron la línea que le tocaba cantar –“Well tonight thank God it’s them instead of you…”-, al principio se negó pues no se sentía capaz de expresar la indignación contenida en esa frase, pero finalmente Geldof lo convenció tras confesarle que la había escrito pensando en él. Y el resultado fue más que elocuente. Por su lado, los Status Quo parecían estar más interesados en hacer bromas y no tomarse muy en serio las cosas, por lo que se limitaron a ser parte del coro final como puede verse en este documental del año 2004, preparado para conmemorar el vigésimo aniversario de Band Aid.

En total, fueron 37 artistas los que grabaron Do they know it’s Christmas?, lanzada finalmente el 7 de diciembre en Inglaterra. Al mes, se convirtió en el single más vendido a nivel nacional, desplazando a una canción de Paul McCartney & Wings, Mull of Kintyre (1977). Tres días después, el 10, la canción se publicó en los Estados Unidos, donde también causó gran impacto, aunque no tanto como en su país de origen. En su punto más alto, Do they know it’s Christmas? produjo más de 28 millones de dólares con ventas que superaron los 15 millones de copias alrededor del mundo.

Musicalmente, la canción es una melodía que evoca a la Navidad, con sonidos de campanas y ecos, enmarcada en la estética del pop sintetizado tan vigente en ese tiempo. Midge Ure había grabado y producido toda la base instrumental con teclados, sintetizadores y máquinas de ritmo para que, sobre esa pista, se montaran voces individuales, dúos y coros. El momento climático de la canción, el mantra final -“Feed the world! / let them know it’s Christmas time again!” le da el carácter de himno solidario con el que Geldof había soñado desde el comienzo. Para reforzar la base rítmica, Phil Collins (33) -otra de las superestrellas convocadas, aunque no fue incluido entre los vocalistas principales- colocó el sonido de su inconfundible y poderosa batería, dotando al tema de un pulso orgánico y vibrante.

El producto final es un tema muy emotivo y sentimental, con frases que apelan a la sensibilidad de quienes viven de espaldas al dolor ajeno. Sin embargo, en su momento, Do they know it’s Christmas? no motivó mucho entusiasmo en cierta crítica especializada, que llegó a catalogarla de efectista y poca cosa, a pesar del innegable altruismo que motivó su creación. Como lado B del single original, editado por los sellos Phonogram (en Reino Unido) y Columbia (en EE.UU.), se incluyó una versión instrumental del tema, reemplazando la letra por mensajes navideños grabados por los cantantes que participaron, a quienes se sumaron los integrantes del cuarteto escocés Big Country, la cantante irlandesa Sinéad O’Connor y los astros británicos David Bowie y Paul McCartney.

Ninguno de ellos pudo llegar al estudio por problemas de agenda -de hecho, estaba planificado que Bowie cantara la primera línea, algo que finalmente hizo Paul Young. Al finalizar esta versión, se escucha a Bob Geldof dejar constancia de lo titánica que fue aquella sesión: “Este disco fue grabado el 25 de noviembre de 1984. Son ahora las 8 de la mañana del 26. Hemos estado aquí 24 horas y creo que es hora de irnos a casa. Midge y yo les decimos buenos días a todos y un millón de gracias a todos los que participaron. Feliz Navidad”. Además, un equipo completo de cámaras registró cada detalle de ese maratónico día. Con ese material grabaron el icónico videoclip que todo el mundo vio en 1984.

La onda expansiva de la canción convirtió a Bob Geldof y Midge Ure en abanderados del activismo musical en los ochenta. Si en la década anterior, el ex Beatle George Harrison había organizado el primer concierto benéfico de ayuda monetaria para las poblaciones de Bangladesh -el 1 de agosto de 1971 en el Madison Square Garden de New York-, el single de Band Aid fue la primera canción grabada por un colectivo de artistas famosos con propósitos caritativos. De hecho, inspiró otros dos proyectos benéficos: USA For Africa, que reunió a casi 50 superestrellas norteamericanas del pop, rock y R&B para grabar, en enero de 1985, We are the world. Meses después, hicieron lo mismo sus pares canadienses, con el single Tears are not enough, bajo el nombre de Northern Lights con gente de la talla de Joni Mitchell, Neil Young, Bryan Adams, Geddy Lee (Rush), entre otros.

La canción fue también punto de partida para la realización, 13 de julio de 1985 del megaconcierto Live Aid, otra vez con el dúo Geldof/Ure como principales organizadores, que pasó a la historia por la legendaria presentación de Queen en el estadio Wembley de Londres. Al final de esa misma jornada, conocida hoy como el Día Mundial del Rock, una versión ampliada de Band Aid, con varios de los artistas estelares del concierto que no estuvieron en la grabación original, como Paul McCartney, Freddie Mercury, David Bowie, Elton John, Roger Daltrey y otros, interpretó Do they know it’s Christmas? en vivo frente a más de 70 mil personas.

No obstante, el proyecto de Bob Geldof no estuvo libre de suspicacias. A pesar de todo lo recaudado, que llegó durante los primeros meses de 1985 en forma de donaciones de comida, medicamentos y ropa, a través de los años se han tejido conjeturas -todas sin mayor sustento- respecto de que buena parte del dinero habría ido a parar, debido a intermediaciones ajenas a los artistas, a los bolsillos del dictador etíope Mengistu Haile Mariam, quien gobernó dicho país catorce años, entre 1977 y 1991. También surgieron críticas sobre supuestos “trasfondos racistas y prejuiciosos” con respecto al África. Geldof, conocido por sus respuesta claras y directas, contestó así a sus críticos: “Es solo una canción, no una tesis doctoral. Así que pueden irse a la mierda”. Cáustico como siempre, también ha mostrado hartazgo por la popularidad del tema. En una entrevista del 2010 dijo que estaba “cansado de escucharla en todos los putos centros comerciales en Navidad”.

La canción ha sido grabada tres veces más, siempre bajo la supervisión de Bob Geldof (72) y Midge Ure (70). En 1989, como Band Aid II, con la participación de Bono, Cliff Richard, Lisa Stansfield, entre otros. Luego, en el 2004, como Band Aid 20, liderada esta vez por Chris Martin (Coldplay), Joss Stone, miembros de bandas como Radiohead y The Darkness. Y, en el 2014, con letra adaptada a la crisis del ébola, con figuras más contemporáneas como Sam Smith, Ed Sheeran, One Direction, junto con los experimentados Chris Martin, Bono y Sinéad O’Connor. Aunque todas cumplieron sus objetivos de recaudación, ninguna tuvo la calidad emocional y artística que convirtió a la versión original de Do they know it’s Christmas? en un clásico moderno de la Navidad, solidario, combativo y sincero, concebido y hecho realidad jóvenes idealistas que pusieron sus talentos al servicio de una causa humanitaria.

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[MÚSICA MAESTRO]  Aunque aparentemente es un fenómeno moderno, la cumbia se cultiva en el Perú desde hace más de cuatro décadas. Adaptada de su matriz colombiana, la versión nacional de la cumbia alegró las fiestas en los años sesenta y setenta, pero nunca con la masiva aceptación de hoy. A finales de los sesenta, la cumbia -término que proviene de “cumbé”, danza africana de la época colonial- se hizo muy conocida entre nosotros. El género tropical más representativo de Colombia trajo canciones como La pollera colorá, La piragua o Festival en Guararé, entre otras, interpretadas por Los Corraleros de Majagual o Rodolfo Aicardi, infaltables en las fiestas populares e incluso las de salón, que compartían espacio con el mambo de Pérez Prado, las guarachas de Los Compadres y los boogaloos con sabor a latin-jazz.

Enrique Delgado, virtuoso guitarrista limeño con experiencia en música criolla y andina, armó Los Destellos, la agrupación más famosa de esta primera generación. Con su guitarra eléctrica cargada de ecos, Delgado puso sabor psicodélico a sus arrebatadas cumbias, influenciado por la onda hippie. Sus canciones Elsa (1970), Muchachita celosa (1976), entre otras, son clásicos definitivos del nuevo género que comenzó a ser llamado “cumbia peruana”. Debido a su naturaleza popular y 100% bailable, surgieron grupos en todo el país.

Si en la capital estaban Los Destellos, Pedro Miguel y sus Maracaibos, Los Beta 5 y Los Pakines; en el norte aparecieron orquestas como Agua Marina, Armonía 10 o Caribeños de Guadalupe, muy conocidas en Piura y Chiclayo, pero que recién llegaron a Lima después de dos décadas. Mientras tanto, de la selva llegaron Los Mirlos (Moyobamba, San Martín), Los Wembler’s (Iquitos, Loreto) o Juaneco y su Combo (Pucallpa, Ucayali), que se ganaron el respeto de sus pares por sus incontenibles y narcóticos ritmos.

En tiempos de gobierno militar, los aires alegres de la cumbia peruana fraternizaron con la música criolla, folklore, nueva ola, bolero y rock, con amplios públicos ávidos de escuchar a sus artistas locales favoritos. Sellos discográficos como Sono Radio, Iempsa y principalmente Infopesa, del productor Alberto Maraví, promovieron los lanzamientos de estas y otras orquestas. Sin embargo, para inicios de los ochenta, solo El Cuarteto Continental logró éxito nacional e internacional tocando cumbia, alternando con las orquestas de Rulli Rendo, Carlos Pickling, los argentinos Freddy Roland, Enrique Lynch y Peter Delis, entre otras, que cambiaron la guitarra eléctrica por el formato “orquesta y coros”, orientado a musicalizar las grandes fiestas de la decadente oligarquía que aun extrañaba los tiempos de “la república artistocrática”. Una época había terminado para dar paso a otra, mucho más orgánica y cercana al pueblo.

Como consecuencia de las migraciones del campo a la ciudad de los años cincuenta, una generación nueva de jóvenes provincianos o nacidos en Lima de padres migrantes, jornaleros de mercados populares de distritos como La Victoria, El Agustino y el Cercado, encontraron en la cumbia un vehículo ideal para quejarse de la discriminación y la pobreza que padecían. Combinando el sonido de los pioneros con elementos del huayno serrano, estos artistas urbano-marginales originaron un sorprendente fenómeno de masas, la “música tropical andina” o “chicha” (en alusión al delicioso brebaje de maíz fermentado). Informal, colorida y reivindicativa, la chicha le cantaba al cobrador de micro, al obrero, al vendedor ambulante, convirtiéndose en emblema del migrante que llegó a la capital en búsqueda de un mejor futuro, un sueño que se vio truncado por la crisis política, económica, por un lado; y por las amenazas terroristas por el otro. Apenas recuperada la democracia, una ola musical capturó el Centro de Lima y sus barrios más picantes. Muchos nombres notables destacaron: Pintura Roja, Grupo Guinda, Pascualillo Coronado, Vico y su Grupo Karicia. Pero de todos, dos se coronaron como los reyes de la chicha: Chacalón y La Nueva Crema y Los Shapis.

Lorenzo Palacios Quispe, más conocido como “Chacalón”, fue verdulero y zapatero antes de ser cantante. Su medio hermano, Alfonso “Chacal” Escalante, había formado el Grupo Celeste, que popularizó en 1975 la cumbia ahuaynada Viento. Por su parte, Chacalón y La Nueva Crema triunfaron con Soy provinciano (1979), hasta hoy considerado un himno generacional. La frase “cuando Chacalón canta, los cerros bajan” se acuñó para dar cuenta de su legendario poder de convocatoria, que terminó con su temprana muerte en 1994. Con el tiempo, “Chacalón” se convirtió en un personaje legendario, sobre todo entre el lumpenaje. Los más exagerados hasta le atribuían milagros.

Los Shapis –nombre de una danza guerrera huancaína- llegaron desde Chupaca (Junín), en 1981. Liderados por el vocalista Julio “Chapulín El Dulce” Simeón y el guitarrista/compositor Jaime Moreyra, Los Shapis llenaron estadios, triunfaron en Europa y hasta filmaron una película, El mundo de los pobres (Juan Carlos Torrico, 1985-1986). A diferencia de la mirada amenazante y achorada de Chacalón, Los Shapis se mostraban más festivos e inocentes. Sus uniformes blancos con los colores del Tahuantinsuyo y los graciosos saltos de 360° de “Chapulín” fueron sus marcas registradas. Sus canciones más conocidas fueron El aguajal (1982), La novia (1983) y Silencio (1984), que se desmarcaba un poco de su estilo para reflexionar por la dura situación que vivíamos a manos de la locura senderista.

Chacalón, Los Shapis y todos los demás hacían conciertos multitudinarios en “la Carpa Grau”, llamada así porque antes era espacio alquilado para circos. En aquel canchón ubicado entre la Av. Grau y Paseo de la República -hoy usado para ferias navideñas y de juguetes antiguos-, entre parlantes y cajas de cerveza, las fiestas comenzaban a las 3 de la tarde y terminaban de madrugada, muchas veces con batallas campales entre bandos alcoholizados. El impacto de la chicha fue tal que el significado del término se extendió para denominar no solo un género musical sino también las costumbres y la idiosincrasia urbano-marginal de una capital cargada de sobrepoblación y caos. En cuanto al sonido de la cumbia, estaba por experimentar una nueva mutación.

Entre los años ochenta y noventa se gestó una nueva capital. El crecimiento desordenado de los extramuros de la capital, expresado en la aparición de los “conos” (norte, sur, este) generó públicos masivos tanto para las leyendas de la cumbia como para los grupos de chicha. Aunque el tamaño de la escena creció rápidamente, aun era invisible para la Lima Metropolitana “oficial”, eternamente centralista y discriminadora.

El Tex-Mex –música tropical del norte de México-, la cumbia argentina y colombiana, sirvieron para abrir el siguiente capítulo en la cumbia peruana, la llamada “tecnocumbia”. Cantantes como Rossy War (Madre de Dios), Ada Chura (Tacna), Grupo Euforia, Ruth Karina (Pucallpa) impusieron un estilo dominado por mujeres, que ganó espacio en los medios de comunicación por razones ajenas a lo musical. Los productores Nílver Huárac y Rosa Arango -del sello Rosita Producciones- fueron quienes más capitalizaron esto con agrupaciones femeninas como Agua Bella, Alma Bella y afines, con la presencia de jóvenes bailarinas que cubrían sus limitaciones vocales con vestimentas y coreografías pensadas para atraer al público masculino.

Como contrapeso a esta tendencia farandulizadora de la cumbia, las experimentadas orquestas norteñas Armonía 10 y Agua Marina conquistaron Lima con sus poderosas secciones de vientos y coros masculinos. Esto inició una nueva escena de cumbia que, como la ciudad, creció desordenadamente, reduciéndola a la repetición de fórmulas predecibles de asegurado éxito comercial pero dudosa solidez artística. Paralelamente, la amplia popularidad de la cumbia en ambos formatos se convirtió en herramienta de captación de votantes, al ser incluida en campañas de diversos candidatos que vieron en el género una palanca para acercarse de manera emocional al público. El ejemplo más evidente de ello fue el uso psicosocial que hizo Alberto Fujimori de la cumbia con “El Baile del Chino”, una canción especialmente compuesta para él. Lamentablemente, con la reciente liberación del ex dictador, la cancioncita de marras volvió a sonar y fue nuevamente bailada por sectores ciegos e indolentes que celebraron este despropósito.

La canción El arbolito, grabada originalmente en 1997 por el Grupo Néctar en Argentina, fue un gran éxito en Lima en el 2000. Esta sencilla canción permitió un proceso de renacimiento de la cumbia que la hizo trascender hacia nuevos y rentables sectores socioeconómicos. De pronto, el género asociado a las clases populares comenzó a sonar en fiestas sofisticadas de las nuevas clases altas capitalinas, produciendo un movimiento de aparente integración que, más superficial y utilitaria.

Cuando llegó el nuevo siglo, los estándares de calidad sufrieron un dramático cambio en la movida de la cumbia. El discurso social de la chicha ochentera fue reemplazado por una fábrica de productos comerciales, con fuerte influencia de la farandulización iniciada en los años noventa como herramienta de control social y político. Los cambios en la industria musical y las redes sociales también abonaron a la difusión de diversos grupos cuyos principales miembros alternaban sus carreras musicales con apariciones en series televisivas de muy mala calidad, programas de espectáculos y “realities”.

La cumbia norteña tomó protagonismo gracias al Grupo 5, orquesta que popularizó las composiciones del piurano Estanis Mogollón, cuya canción El embrujo (originalmente grabada por la Orquesta Kaliente de Iquitos en el 2007) lo convirtió en el principal responsable de la preponderancia de la cumbia en el Perú moderno. La cumbia clásica llegó al nuevo público gracias a la inclusión de Elsa, éxito setentero de Los Destellos, en la premiada película La teta asustada (Claudia Llosa, 2008).

Aunque siguieron apareciendo grupos en costa, sierra y selva, la escena reciente de la cumbia no tiene sus raíces en lo ocurrido en décadas pasadas. Más bien se trata de un incontrolable y caótico aluvión de intérpretes que comparten escenarios con estrellas establecidas. Todos gozan de aceptación y congregan multitudes en sus conciertos pero es tan difícil diferenciarlos que incluso en sus canciones repiten constantemente sus nombres, para que los oyentes logren identificar a quién están escuchando. Entre los más famosos de esta nueva generación podemos mencionar a: Marisol y La Magia del Norte (Chiclayo), Corazón Serrano (Piura), Los Hermanos Yaipén y Orquesta Candela (Piura, derivados del Grupo 5), Orquesta Papillón (Tarapoto), El Lobo y la Sociedad Privada (Tingo María), y un larguísimo etcétera.

Diversas tragedias y muertes han puesto a la cumbia en las portadas de periódicos y noticieros. Por ejemplo, en mayo de 1977, cinco integrantes de la formación original de Juaneco y su Combo fallecieron en un accidente aéreo, rumbo a Pucallpa. También en mayo pero tres décadas después, en el 2007, dos conocidas figuras murieron trágicamente. La cantante Sara Barreto, más conocida como «La Muñequita Sally», y ocho miembros de su orquesta, perecieron al volcarse su camioneta en la Panamericana Norte (Puente Piedra, Lima). Dos semanas antes, en una autopista de Buenos Aires (Argentina), perdieron la vida los integrantes del Grupo Néctar, liderado por Johnny Orosco. Ambos habían sido integrantes de Pintura Roja, banda emblemática de la chicha ochentera.

En el 2014, la cantante piurana Edita Guerrero Neira, del conjunto Corazón Serrano, falleció a los 30 años en circunstancias extrañas. Por su parte, Lorenzo Palacios Quispe, «Chacalón», murió a los 43 años en 1994. A su funeral en el Cementerio El Ángel (Lima) asistieron más de 60 mil personas. Las muertes de otros personajes de la cumbia contemporánea como el cantante de Armonía 10, Alberto “Makuko” Gallardo (2015) o Walther Lozada, el director de esta misma orquesta (2022), produjeron masivas despedidas de parte de sus seguidores en diversas regiones del país.

Un sello independiente español, Vampi Soul Records, lanzó en 2010 Cumbia Beat Vol. 1 – Experimental Guitar-Driven Tropical Sounds From Perú (1966/1976), disco doble que recopila canciones de las primeras épocas de cumbia peruana, lo cual impulsó su redescubrimiento e internacionalización. Paralelamente, surgió una nueva generación de grupos que, sin provenir de las canteras de la cumbia, comenzaron a interpretar el repertorio clásico, tomando elementos básicos del género y envolviéndolos en una idea superficial de inclusión y rescate de canciones tradicionalmente asociadas a sectores marginales.

Ese movimiento estuvo encabezado por Bareto, grupo surgido en Lima en el año 2003 y que basó su éxito en canciones antiguas como Ya se ha muerto mi abuelo de Juaneco y su Combo, La danza de los mirlos de Los Mirlos, Elsa de Los Destellos o Cariñito de Ángel Aníbal Rosado, las mismas que rescató para presentarlas a los nuevos públicos, con resultados comercialmente notables aunque de poca trascendencia a pesar de presentarse como reivindicadores de aquella escena. Su vocalista principal, Mauricio Mesones, se desligó del grupo en el 2019 tras fuertes discusiones con los demás integrantes por asuntos poco claros. Otros representantes de esta post-cumbia fusionada con rock y otros géneros (reggae, ska, electrónica) son La Mente, La Nueva Invasión, Olaya Sound System, y otros.

En sus cuatro momentos -la generación de los años sesenta y setenta, el fenómeno de la chicha ochentera, la tecnocumbia de los años noventa y el renacimiento del género en modo fusión del siglo XXI-, la cumbia fue el género musical que mejor resumió la situación social, económica y cultural del Perú. Desde la sofisticación de los setenta hasta el deterioro del siglo XXI, hay en sus sonidos, personajes e historias elementos que nos permiten entender fenómenos como la migración, la informalidad, la farandulización, el caos y la popularidad, aunque en el camino se haya sacrificado la calidad interpretativa y, en muchos casos, el buen gusto.

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Bareto, Chicha, Cumbia peruana, Los Destellos, Los Shapis, Tecnocumbia

[MÚSICA MAESTRO] Hace unas semanas comentábamos acerca del nuevo ingreso de los Beatles a las primeras planas a través de Now and then, canción construida meticulosamente con retazos de grabaciones hechas en tres años distintos y muy alejados entre sí -1977, 1995 y 2023- y a nuestros oídos regresaron también las creaciones del Fab Four, que tenían en John Lennon -cantante, compositor y multi-instrumentista altamente eficiente en guitarras, pianos y armónicas- una de las dos grandes columnas que sostuvieron aquella máquina de éxitos musicales y logros artísticos.

Como sabemos, los Beatles fueron, básicamente, una entidad en las que cada individuo valía en función a lo que aportaba a la suma de las partes. Pero dentro de ese innegable trabajo de equipo, John y Paul tuvieron siempre un peso mayor al de George y Ringo, sin ser más importantes unos que otros. Y, en un tercer nivel de análisis de las estructuras beatlescas, se suele pensar que si McCartney simbolizaba, en lo musical, el lado más amable -por decirlo de alguna manera- mientras que en lo administrativo se mostraba calculador y orientado al negocio; Lennon poseía un perfil musicalmente más confrontacional y una visión despreocupada en cuanto a los aspectos comerciales de pertenecer a una banda de rock, más cercano al pragmatismo de Ringo y a la espiritualidad de George, aunque de una forma menos etérea que la del entrañable autor de joyas como Something, While my guitar gently weeps o Here comes the sun.

Esta definición de personalidades al interior del grupo, que ya se intuía en las composiciones de The Beatles, el romanticismo de Paul en Yesterday, Blackbird o Michelle frente a la oscuridad de John en Dear Prudence o Help!, el pop barroco de Macca en Penny Lane o Eleanor Rigby frente al rock ácido de Johnny en Happiness is a warm gun o Tomorrow never knows -aunque todas venían siempre firmadas por ambos como muestra de ese trabajo conjunto al que hacíamos referencia- se hizo aún más evidente en lo que hizo John Lennon como solista entre 1969 y 1980, año en que se produjo su lamentable asesinato en New York, un día como ayer, 8 de octubre, a las 10 de la noche.

La llegada de Yoko Ono (Japón, 1933) marcó un antes y un después en su vida personal y artística. Desde los cambios físicos -los pelos y barbas largas, los lentes redondos, los trajes blancos- hasta sus intentos por hacer música vanguardista con aquella triada de álbumes publicados entre 1968 y 1969 -incluso se atrevió a emular al compositor experimental norteamericano John Cage (1912-1992) con dos minutos de silencio en el LP Unfinished music No. 2: Life with the lions-, publicados en medio del desmoronamiento de la química de su banda, todo lo relacionado a su intensa relación con esta eterna aspirante a diva del avant-garde, que inició mientras aun estaba casado con Cynthia, la madre de su primer hijo Julian -a quien Paul McCartney compusiera Hey Jude- impregnó sus actividades y decisiones, elevando a la potencia aquel perfil que iba de lo libertario a lo díscolo, con serias preocupaciones sociales manifestadas desde la cínica ironía y ocasionales arranques de extravagancia y agresividad.

Así, Lennon pasó de declarar que los Beatles eran más populares que Jesucristo en 1966 -un hecho que trajo reacciones extremadamente violentas como la incineración pública de discos del grupo- a aparecer, dos años después, junto a Yoko completamente desnudos en la carátula del LP Unfinished music No. 1: Two virgins, el primero de esos lanzamientos experimentales, repletos de los insufribles alaridos de Yoko que harían palidecer a la mismísima Chilindrina en frenesí llorón (lo único rescatable es la viñeta Remember love, con arpegios al estilo de Julia), para luego hacer titulares en el mundo entero con su protesta pacifista en la cama, primero en un hotel de Holanda y luego en Canadá, en junio de 1969, desde donde grabó, guitarra acústica en mano y a grito pelado, ese himno antibélico llamado Give peace a chance -lanzado apenas dos meses después de The ballad of John and Yoko, grabada con los Beatles-, su primer single en formato convencional.

En los once años de su carrera en solitario, Lennon se paseó entre la polémica, el brillo musical y el activismo político a través de sus canciones y apariciones públicas. En diciembre de 1968, aun en actividad con los Beatles y en medio de sus jugueteos con la música concreta, la manipulación de cintas y los gritos de su flamante novia-como en esos insoportables veinte minutos titulados John & Yoko, del Wedding album-, una invitación de su amigo Mick Jagger para participar en el especial de televisión de los Rolling Stones, Rock and Roll Circus, terminó con la formación de un supergrupo, The Dirty Mac. Sus integrantes eran, todos, parte de la realeza del rock de esa época: Keith Richards (bajo), Eric Clapton (guitarra) y Mitch Mitchell (baterista de The Jimi Hendrix Experience) se unieron al Beatle para interpretar una desgarrada versión de Yer blues, clasicazo de The White Album, una rareza que se mantuvo oculta al público hasta 1996, en que se lanzó de forma oficial.

Luego de Give peace a chance, siguieron un par de singles más, Cold turkey e Instant karma! (We all shine on), grabados en los estudios Apple con Phil Spector como productor asociado. En 1970 aparecería el primer larga duración de John Lennon de pop-rock, titulado simplemente John Lennon/Plastic Ono Band, en referencia al grupo de músicos que solía acompañarlo, entre quienes estuvieron ocasionalmente George Harrison, Ringo Starr, Eric Clapton, Billy Preston, el bajista Klaus Voorman, el baterista Alan White -antes de unirse al quinteto de rock progresivo Yes- y, por supuesto, Yoko. Con ellos también grabó Imagine (1971).

En estos dos discos Lennon se mueve entre la introspección autobiográfica –Jealous guy, Isolation, Mother-, referencias a su ex banda –Hold on, con la melodía que usó para Sun King, del Abbey Road; o How do you sleep? en que lanza venenosos dardos a Paul McCartney- y baladas de tono reflexivo/confesional como Working class hero, Love, God y la archiconocida Imagine, himno utópico a la búsqueda de un mundo más solidario y humanista, algo cada vez más imposible de conseguir en estos tiempos. Ese mismo año lanzó dos singles más, el alegato democrático Power to the people y Happy Xmas (War is over). Ambas, junto con Gimme some truth -también del LP Imagine- y la mencionada Give peace a chance, conforman el canon básico del discurso pacifista y político de John Lennon, temas que fueron desapareciendo poco a poco de sus composiciones, pero no de sus actividades fuera de los escenarios.

La vida pública de John Lennon y su inseparable esposa Yoko Ono estuvo marcada por un poderoso compromiso por diversas causas sociales e incluso se le llegó a relacionar con movimientos políticos de izquierda. Sus manifestaciones contra la guerra de Vietnam, su constante apoyo en marchas -megáfono en mano- y conciertos en defensa de los derechos civiles y canciones abiertamente politizadas como John Sinclair (dedicada a un conocido escritor y activista de izquierda), Angela (para la célebre comunista afroamericana Angela Davis) o The luck of the Irish (sobre los sucesos que convulsionaban Irlanda en ese entonces) lo pusieron en la mira del FBI -el cantante vivía en New York desde 1971- y del gobierno de Richard Nixon, que trató de deportarlo en varias ocasiones, a pesar de considerarlo “poco peligroso por su permanente uso de narcóticos”.

Las canciones mencionadas aparecen en el álbum Some time in New York City, el mismo que contiene la legendaria colaboración de John y Yoko con The Mothers Of Invention, que terminó en polémica por la violación a los derechos de autor perpetrada por Lennon (ver aquí). En aquel disco figura también uno de los títulos más controvertidos de Lennon, Woman is the nigger of the world. El uso del término despectivo “nigger” generó, en su momento, gran confusión respecto de esta canción que es, en realidad, una ácida crítica contra la cosificación de la imagen femenina en la televisión. En este doble, mitad en estudio y mitad en vivo, la profusa participación vocal de Yoko Ono termina contaminando su escucha, algo que también ocurrió lastimosamente años más tarde, en 1980.

Entre 1973 y 1975, John Lennon publicó tres álbumes más: el atmosférico Mind games (1973), que contiene el soñador tema-título, un retorno a las formas musicales introspectivas de sus primeros discos, y una nueva referencia a su pasado Beatle en la canción Out the blue, usando los mismos acordes del clásico Sexy Sadie (The White Album). En 1974 apareció Walls and bridges, de sonido mucho más ecléctico, donde encontramos la famosa colaboración con Elton John, Whatever gets you thru the night (aquí la versión en vivo, con la banda del hombre del piano, en el Madison Square Garden), el bolero Bless you y hasta un instrumental en clave de funky, Beef jerky. Durante este tiempo, John estuvo separado de Yoko e inició una relación sentimental con su asistente personal y creativa May Pang, en lo que se conoció como “el fin de semana perdido”.

Cierra este ciclo el disco Rock and roll, publicado a inicios de 1975, en el que rinde homenaje a su adolescencia, desde la carátula con una foto suya tomada en la puerta de una casa en Hamburgo (Alemania), con versiones de clásicos del rock, soul, R&B y blues, entre los que destacan Be bop-a-lula (Gene Vincent, 1956), Sweet little sixteen (Chuck Berry, 1958) y Stand by me (Ben E. King, 1961). En octubre de ese mismo año, debido al nacimiento de Sean, su único hijo con Yoko Ono, Lennon decide retirarse de la actividad musical para cumplir su rol de padre, un largo paréntesis que duraría cinco años, en que reapareció con nuevos bríos y un álbum, titulado Double fantasy, grabado en New York tras un liberador viaje de vacaciones en la isla caribeña de Bermuda.

La crítica especializada vio, al principio, este retorno como demasiado “cursi” pues todas las canciones -siete de John y siete de Yoko- se centraban en su vida familiar. La animadversión por este edulcorado giro en las nuevas canciones de Lennon hizo que se pasaran por alto sus extraordinarias melodías, letras positivas, sofisticada producción e instrumentación. Desde la carátula, que mostraba a la pareja dándose un tierno beso, Double fantasy era testimonio del recuperado optimismo del ex Beatle. El disco, lanzado por el sello Geffen Records, se publicó en a comienzos de noviembre de 1980. Nadie sabía lo que iba a ocurrir tres semanas después, el 8 de diciembre.

El execrable crimen de Mark David Chapman, quien aun cumple condena en la Institución Correccional Green Haven de Beekman, New York -la tercera desde su encarcelamiento en 1981-, conmocionó al mundo de la música y de la cultura en general. Muchos fanáticos de los Beatles que vivieron aquel momento lo recuerdan como el más triste de sus vidas. Apenas tenía 40 años cuando las balas de ese enloquecido y obsesionado seguidor lo fulminaron en la puerta del edificio Dakota, ubicado a pocos metros del Central Park, en el corazón de Manhattan. Tras el lamentable hecho, Double fantasy se convirtió en un éxito de ventas y canciones como (Just like) Starting over, I’m losing you, Beautiful boy, Watching the wheels y, especialmente, Woman, se convirtieron en clásicos de inmediato.

Con la colaboración de un elenco variado de músicos, Lennon dejó material grabado que bastó para lanzar un álbum póstumo, Milk and honey (1984) del cual se extrajo el single Nobody told me, que compuso originalmente para cedérsela a su viejo amigo Ringo Starr. Dos años después, aparecería un disco con tomas alternas de varias canciones del periodo 1973-1975, llamada Menlove Ave. En años posteriores, decenas de recopilaciones y remasterizaciones de la obra musical de John Lennon han mantenido vigente su genio y figura, convirtiéndolo en un ícono del siglo XX. Del mismo modo, numerosos libros han ofrecido análisis profundos de su vida. En cuanto a producciones audiovisuales dedicadas al ex Beatle, destacan Imagine (Andrew Solt, 1988), The U.S. vs. John Lennon (David Leaf, 2006) y John & Yoko: Above Us Only Sky (2018).

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[MÚSICA MAESTRO] Lionel Richie y Earth Wind & Fire, astros de la época dorada de la música pop norteamericana de los años setenta y ochenta, desarrollaron una gira en conjunto llamada Sing a song All night long -título que une los nombres de dos superhits de ambos- por varias ciudades de Estados Unidos y Canadá con tremendo éxito de convocatoria, demostrando una vez más que, a pesar de las tendencias masivas de la música popular y comercial actual, que se ubican en el extremo más oscuro y enmierdado de la simplonería, el mal gusto y la poca trascendencia, estos pesos pesados aún tienen mucho para dar. Ambos artistas, naturales de Chicago, Illinois, coincidieron por primera vez sobre los escenarios tras más de cinco décadas de trayectoria y, como quedó claro después de verlos, tienen cuerda para rato.

Earth Wind & Fire dio inicio al cartel, aunque resulta difícil considerarlos teloneros. Más bien se trata, como cuando se juntaron con Chicago en el 2015, sus otros célebres paisanos, de un espectáculo compartido, dos conciertazos de primer nivel en un solo día. Los “Tierra, Vienta y Fuego” -como los presentaban nuestras radios y canales de televisión de los años ochenta- han cambiado mucho con los años, especialmente desde la muerte de su fundador y líder espiritual, el cantante, compositor, productor y percusionista Maurice White (1941-2016). El personal actual de la banda es una combinación de tres integrantes originales con músicos más jóvenes y su fantástica iconografía inspirada en los elementos naturales y el misticismo egipcio también se han ido. Lo que se mantiene inalterable es su capacidad para sacudir al público con ese intenso ritmo que tiene de soul, funk, jazz, R&B y pop y esas canciones que, a cinco décadas de distancia, siguen emocionando y conmoviendo como cuando fueron escuchadas por primera vez.

Ante más de veinte mil personas reunidas en la impecable Amalie Arena de Tampa (Florida, Estados Unidos) -un coliseo de hockey sobre hielo y basketball de alto nivel que también es plaza fija para las giras de grandes artistas- Earth Wind & Fire nos regalaron un setlist de lujo, que convocó al pasado pero en medio de un ambiente rodeado de pantallas gigantes, proyecciones en alta resolución y un sonido estupendo. Ralph Johnson (72), Philip Bailey (72) y Verdine White (72), los únicos miembros originales de la alineación que registró los mejores éxitos del colectivo entre 1970 y 1985, dirigen a esta (ya no tan) nueva versión de EWF y mueven a la gente con cada una de sus intervenciones.

Ralph Johnson, antes baterista y cantante, hoy sale al frente de la línea de coristas mientras su labor tras los tambores es realizada a la perfección por John Paris, en la banda desde el 2001. Philip Bailey cubre sin problemas el tono barítono del caído Maurice -a quien, literalmente, le debe la vida musicalmente hablando- y sigue siendo capaz de lanzar esas características e imposibles notas agudas -aunque ya no todo el tiempo, por cierto- y es apoyado, cuando necesita un respiro, por David Whitworth y su hijo Philip Doron. Los cuatro, además, tocan todas las percusiones que pueden, contribuyendo a la polirritmia habitual sin atropellarse unos a otros. Y Verdine, aunque ya no le alcanza para correr y saltar sin parar por todo el escenario y más allá, hoy no se contorsiona tanto pero sigue bailando con todo el ímpetu que le permiten sus años, mientras coloca esas notas de bajo que le dan peso a las creaciones de Maurice y compañía, uno de los cuerpos de trabajo musical más importantes para la identidad afroamericana contemporánea.

Desde las alegres y archiconocidas September (The best of Earth Wind & Fire, Vol. 1, 1978), Boogie wonderland (I am, 1979) y Let’s groove (Raise!, 1981) hasta las románticas Reasons (That’s the way of the world, 1975), After the love is gone (I am, 1979) o Fantasy (All ’n all, 1977), la máquina musical de Earth Wind & Fire estremeció a la multitud y aseguró el sano disfrute que todos buscamos cuando vamos a un show en que la calidad y la trayectoria son credenciales básicas.

El homenaje a Maurice White llegó, como es habitual, cuando tocaron That’s the way of the world, ese himno en clave de soul que habla de ser buenos seres humanos, solidarios y cariñosos, que le da título al sexto álbum de esta entrañable banda. El icónico solo de guitarra, grabado en 1975 por Johnny Graham, es ahora responsabilidad del músico ruso Serg Dimitrijevic, integrante estable de Earth Wind & Fire desde hace una década. En las gigantescas pantallas LED, imágenes de la banda en sus años dorados, abrazándose antes de salir a escena, grabando, bailando y sonriendo. Toda una celebración del mensaje que Maurice quiso entregar mientras estuvo en este mundo, hoy convertido en un lugar insufrible de chabacanería, corrupción, criminalidad y guerras.

La dirección musical actual, a cargo del tecladista Myron McKinley y el guitarrista Morris O’Connor, que intercambia solos con Dimitrijevic y posee un estilo más pegado al funky clásico de sus predecesores Al McKay y Graham, asegura un respeto profundo por los brillantes arreglos originales, pero también se permiten ofrecer sus propios aportes, siempre en la línea de sofisticación que hacen de estas composiciones, obras capaces de superar el paso de las décadas. La transformación que hicieron, allá por 1978, de Got to get you into my life de The Beatles, para una película en la que interactuaron con Peter Frampton, los Bee Gees y Aerosmith, es uno de los temas más celebrados por los fans profundos del grupo.

La sección de vientos, integrada por Gary Bias (saxo), Reggie Young (trombón) y Bobby Burns Jr. (trompeta) se luce durante la hora y media que dura el concierto. Desde que la banda comenzó sus andanzas a inicios de los setenta, los metales fueron una de las marcas registradas del grupo -como también lo fueron en bandas contemporáneas como Kool & The Gang, Chicago o Blood Sweat & Tears- pero con una identidad propia, marcando con acentos rotundos las canciones más bailables y adornando con elegancia los temas lentos. En esta oportunidad, Earth Wind & Fire cerró su participación con In the stone (I am, 1979), que inicia precisamente con una épica salva de vientos, en su momento registrada por la legendaria retaguardia de The Phenix Horns. Así se despidieron, dejando al público con una enorme sonrisa en los labios, preparados para lo que seguía…

«Hello… is it me you’re looking for?» se escuchó pero el escenario estaba vacío, iluminado por la enorme pantalla LED. En una fracción de segundo, el público de las zonas delanteras volteó y descubrió a Lionel Richie, que emergía lentamente, de pie sobre una plataforma que lo traía desde abajo. La clásica instrumentación de esta sentimental balada del año 1983 -suaves acordes de piano y una melodía de sintetizadores asemejando una caricia- sonaba exactamente como la escuchábamos de niños, en aquel videoclip que contaba la historia de una conexión romántica entre un maestro ceramista y su joven alumna invidente. La voz de Lionel (74) suena tan clara como siempre, sin cambiarle de escala tonal a la canción, algo que suelen hacer los artistas de su generación. Y lo que siguió fue un show luminoso de emociones, recuerdos y mucho ritmo.

Pero si lo de Earth Wind & Fire gira en torno al trabajo en equipo y a una manifiesta vocación por lo social o comunitario, lo de Lionel Richie apunta más a lo personal, lo íntimo. Y no solo por sus baladas 100% dedicadas al amor profundo de pareja -independientemente de si es sugerente de contacto físico o no-, un tema que no forma parte de las agendas actuales ni de artistas ni de públicos; o a sus canciones para arrancarse a bailar con coreografía y todo, sino porque además él es, por encima de todo, el centro del show. Sin ir en desmedro de sus probadas e innegables dotes como compositor, cantante y pianista, hay en Lionel Richie mucho de divo, de glamoroso popstar, siempre bien vestido y arreglado. Cuando terminó de entonar Hello -de su segundo disco como solista, Can’t slow down (1983)- el estadio parecía levantarse del suelo a causa del rugido de miles de enfervorizadas voces femeninas, de la generación de Madonna, Cyndi Lauper y Michael Jackson.

Y es que el cantautor sabe a la perfección que esas canciones remueven la nostalgia por aquellos tiempos en que el romanticismo no era impopular y que la música servía como prólogo para aquello que después pudiera suceder entre cuatro paredes, en privado, una tradición que la música afroamericana conoce desde los tiempos de Marvin Gaye y Smokey Robinson. Canciones como, Stuck on you (Can’t slow down, 1983), My love o Truly -ambas de su primer LP, titulado simplemente Lionel Richie (1982)- hacen vibrar los corazones de su público.

A lo largo del concierto, el ex integrante de los Commodores -banda de soul, R&B y funk en la que además de cantar, tocó piano y saxo entre 1969 y 1981-, se paseó por los mejores momentos de su corta pero sustanciosa discografía como solista, intercalando estas canciones románticas con aquellas que fueran infaltables en fiestas de barrio durante los ochenta como Running with the night (1983), Dancing on a ceiling (1986) o You are (1983). Entre canción y canción, el artista se da tiempo para conversar con el público, hacer bromas y contar anécdotas. En la noche de Tampa, tuvo además entre los asistentes a uno de sus ex compañeros en aquella banda, Thomas McClary, a quien rindió homenaje por ser “su gran compañero en la música”.

Precisamente, una de las canciones más aplaudidas de la velada fue Easy, del quinto álbum de los Commodores, de 1977, en la que destaca el solo de guitarra de McClary. Greg Suran le hace honores al icónico sonido distorsionado de la versión original que fuera grabada en 1992 por la banda de metal-funk Faith No More, para su cuarto disco compacto Angel dust. Pero hubo otras canciones de la larga historia de Richie junto a los Commodores. Desde las tiernas Three times a lady (Natural high, 1978), Sail on y Still (Midnight magic, 1979) hasta las discotequeras Lady (You bring me up) (In the pocket, 1981), Fancy dancer (Hot on the tracks, 1976) y Brick house (Commodores, 1977), el amplio catálogo de esta primera etapa de su trayectoria fue cubierto satisfactoriamente.

Hubo dos momentos especialmente notables del concierto. El primero, ya pasadas los dos primeros tercios, fue cuando Lionel Richie, en una rutina que viene haciendo desde hace ya algunos años, cantó Endless love -la fenomenal balada de 1981 que grabó a dúo con Diana Ross, para una olvidada película del mismo nombre- a dúo con el público. En su alocución, Richie invitó a “las miles de Diana Ross que están aquí esta noche” a cantar con él las líneas que correspondían a la legendaria vocalista de The Supremes. Una excelente forma de estimular la participación del público en sus conciertos. El segundo fue la emotiva interpretación que ofreció de We are the world, recordada canción que compuso junto con Michael Jackson y que recaudara, en 1985, millones de dólares para ayudar a las hambrunas en el África. Luego de eso, el fin de fiesta llegó con la esperada All night long, que con sus ritmos africanos y caribeños hizo saltar a todo el mundo en 1984 y que, hace pocos meses, hizo lo propio en la fiesta por la coronación del Rey Carlos de Inglaterra.

Un párrafo aparte para la banda que acompaña a Lionel Richie, desde hace ya algunos años. Además del mencionado Greg Suran (guitarra), tiene como base rítmica a Ethan Farmer (bajo) y Oscar Seaton Jr. (batería) mientras que en teclados, saxos, armónica y coros, brilla el ítalo-norteamericano Dino Soldo. Además de ser extremadamente eficientes, colaboran todo el tiempo con Richie haciendo coreografías, comunicándose visualmente con el público en todo momento e imprimiendo un sello propio a estas canciones inolvidables. Lionel Richie y Earth Wind & Fire nos recordaron que, alguna vez, la música fue, además de un cúmulo de destrezas interpretativas, un acto de magia capaz de convertir, por tan solo un par de horas, al mundo en un lugar mejor.

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