Alberto Fernández, presidente de Argentina de 62 años, acompañó el regalo a Gabriel Boric, presidente de Chile, de 36, con una carta escrita a mano con frases de Spinetta, y declaró su complacencia por «compartir ese fanatismo». Para muchos puede resultar banal y poco importante pero es, de alguna forma, una demostración de sensibilidad artística comúnmente ajena a los políticos. Puede ser, desde luego, que nos estén engañando pero, en todo caso, me inspira más confianza un político admirador de un músico elevado y poco popular que uno asociado a representantes de la farándula escandalosa para «empatizar con las mayorías».

Que un disco de rock de los años setenta sea, en la actualidad, un producto cultural representativo de Argentina, evidencia el orgullo que genera, en el corazón del establishment de ese país, la figura y trayectoria de un músico como Luis Alberto Spinetta, capaz de trascender épocas e ideologías como lo hicieron Carlos Gardel, Atahualpa Yupanqui o Facundo Cabral. Y, como bien apuntó el politólogo Carlos León Moya, en su programa de YouTube Voto Irresponsable, es una muestra más de cuánto nos superan los gauchos en cuestiones de iconos rockeros: “¿Qué podría ofrecer el Perú que sea equivalente, un disco de Líbido?”

Por todo esto, es relevante y, en cierto modo, hasta esperanzador, que una pieza de arte sonoro, etérea e indescifrable, contracultural y volátil, se convierta en el nexo entre dos individuos de diferentes generaciones que, más allá de ser, después de todo, un par de políticos -terrenales, ambiciosos de poder, corruptos en potencia- muestren un aspecto inesperado de su personalidad. Ocurrió con Václav Havel (1936-2011), último presidente de Checoslovaquia y primero de la República Checa tras la disolución en 1992, quien fue amigo de rockeros, escritores y actores de cine -él mismo era un hombre de teatro y literatura-, una figura refrescante en el entramado político de esa zona del mundo. El arte y la política no suelen estar del mismo lado. Y cuando pasa, es necesario prestar atención antes de dilucidar si se trata de una feliz coincidencia -que no garantiza, en sí misma, una mejora en sus respectivos gobiernos- o si solo es un caso más de utilización política de prestigios ajenos.

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Cultura, Música, sociedad

Concluida la gira del álbum Tim, en 1986, Bob Stinson fue despedido por sus problemas con el alcohol y las drogas, que lo llevaron a una prematura muerte, en 1995, a los 35 años. Como trío, The Replacements editó Pleased to meet me (1987) y para la siguiente gira se les unió el guitarrista Bob “Slim” Dunlap, quien los acompañó hasta la separación definitiva, que llegó luego de dos álbumes más, Don’t tell a soul (1989) y All shook down (1990), con un sonido totalmente distinto, con sonoridades más cercanas a R.E.M. y U2, añadiendo teclados y secciones de vientos. Aunque de buena factura, esos discos finales carecen de la fuerza arrolladora de sus primeros años y también de la diversidad de su período medular, que se sostuvo más o menos hasta Pleased to meet me, donde encontramos canciones como I don’t know o Alex Chilton, otro tema-tributo, esta vez al líder de Big Star quien, además, colabora con ellos en Can’t hardly wait, en guitarra y coros.

Paul Westerberg desarrolló una interesante carrera en solitario, en la que exploró sus aristas más sensibles como letrista y un sonido mucho más accesible, en la línea del rock norteamericano confesional y carretero que representaban nombres como Jackson Browne o Tom Petty, aunque sin mayores pretensiones comerciales. Títulos como 14 songs (Reprise Records, 1993), Suicaine gratifaction (1999), 49:00… of your time/life (2008, disponible solo en formato digital) o Wild stab (2016), a dúo con la joven guitarrista Julianne Hatfield, bajo el nombre The I don’t cares, recibieron muy buenas críticas. En el 2002 participó del soundtrack de I am Sam, la excelente película protagonizada por Sean Penn, con un noctámbulo cover del himno beatlesco Nowhere man.

Por su parte, Tommy Stinson se reinventó a sí mismo como bajista en Guns ‘N Roses, reemplazando a Duff McKagan entre 1998 y 2014. Aparte de W. Axl Rose, Stinson fue el único músico estable en las grabaciones del accidentado álbum Chinese democracy (2008), cuyo lanzamiento tardó más de una década. En cuanto a Chris Mars, decidió dedicarse a su otra pasión, el diseño gráfico y las artes plásticas. El año 2013, Paul Westerberg y Tommy Stinson rearmaron The Replacements, con el baterista John Freese (ex Guns ‘N Roses) y el guitarrista Dave Minehan para una gira de casi dos años, que incluyó una participación estelar en la edición 2014 del Festival de Coachella, en la que estuvieron apoyados por el cantante y guitarrista de Green Day, Billie Joe Armstrong, quien declaró “haber cumplido un sueño al compartir escenario con una de sus bandas favoritas”.

The Replacements dejaron una huella profunda en el pop-rock no comercial de Norteamérica, en una década luminosa como fue la de los ochenta. Marginales y autodestructivos, influyeron en las siguientes generaciones por su autenticidad y esa actitud que parecía contener la receta de lo que debía ser una banda de rock, siempre al borde de la cornisa, divirtiéndose y evitando caerse mientras van cambiándole la vida a otros, sin siquiera darse cuenta, como registró el documentalista Gorman Bechard en Color me obssessed (2011), una ronda de entrevistas con personas cercanas a la banda, desde colegas músicos hasta fieles seguidores de su trayectoria.

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Cultura, Música, sociedad

¿Quién no ha pensado, al escuchar Nathalie, aquella inolvidable balada de 1982 del español Julio Iglesias (del LP Momentos) en una melodía rusa? Quizás los más jóvenes no -ni siquiera la de Julio Iglesias deben haber escuchado-, pero quienes venimos del pasado sabemos, perfectamente, que ese coro se basa en una conocida canción folklórica. Su nombre original, en grafía cirílica, es О́чи чёрные, castellanizado comúnmente como “Ochi chernia” que significa, literalmente Ojos oscuros, compuesta a mediados del siglo 19 por el poeta y músico Yevgeny Grebyonka. Y pensábamos, por supuesto, que provenía de Rusia o la URSS que, para nosotros, era lo mismo. Resulta que Grebyonka nació en Ucrania en 1812, en pleno apogeo de los zares, quienes gobernaban a su antojo desde Moscú y San Petersburgo, en tiempos en los que aún no se avizoraba la llegada de ninguna revuelta proletaria. Vladimir Ilych Ulianov, Lenin, nacería 58 años después.

Mientras recorríamos, en octubre del 2015, los estrechos pasillos y salones de la fantástica Catedral de San Basilio, en la Plaza Roja de Moscú, escuché a lo lejos un fantástico coro masculino que hacía retumbar una de las capillas del ancestral templo bizantino. Cuando llegamos al umbral, aparecieron frente a nosotros cuatro extraordinarios vocalistas elegantemente vestidos de negro. Se hacían llamar Doros y eran, desde luego, una atracción turística que recoge una de las tantas formas de música rusa pre-socialista: el canto coral. El mismo que inspiró aquella hilarante rutina de los entrañables Les Luthiers, titulada Oiga Doña Ya! (1977), en la que un conjunto de presuntos barqueros del Volga juega con palabras en español que simulan la característica fonética rusa. 

La música rusa ha estado más cerca de nosotros que su país de origen, con canciones populares como Moscú (1980) grabada en español por el francés Georgie Dann, fallecido el año pasado. Sin embargo, la versión original fue registrada primero en alemán y luego en inglés por el conjunto de pop electrónico germano Dschinghis Khan, en 1979. Moscú es una adaptación pop de Kozachok, una saltarina composición del siglo 16 que identifica a los cosacos y es la pieza musical más representativa del folklore tradicional de Ucrania, tocado con balalaikas, acordeones y panderetas.

En cuanto a la música clásica, sus obras maestras siguen vigentes. Por ejemplo, el ballet navideño Cascanueces (1876), El lago de los cisnes (1892), presente en largometrajes como Black swan (2010) o Billy Elliott (2000), o la atronadora Obertura 1812 (1880), popular entre los amantes del cómic por su uso en la versión fílmica de V for Vendetta (2005), todas de Tchaikovsky. El vuelo del abejorro (1899) de Rimsky-Korsakov, identificó a la serie de televisión setentera El avispón verde. Cuadros de una exhibición (1874) de Mussorgsky, fue transformada en una suite rockera por el trío británico Emerson, Lake & Palmer en 1972. La sinfonía infantil Pedro y el lobo (1936), de Prokofiev, y sus usos educativos. La lista podría continuar.

A los ecos de la grandilocuencia sinfónica del siglo 19 se sumó la desafiante creatividad de un colectivo de autores que, entre 1856 y 1870, se apartó del concepto tradicional de la música orquestal para crear sonidos más radicales, incorporando conceptos nacionalistas y orientalistas. Me refiero al famoso «grupo de los cinco»: Mily Balakirev (Novgorod, Rusia, 1837-1910), César Cui (Vilnius, Lituania, 1835-1918), Alexander Borodin (San Petersburgo, Rusia, 1833-1887), Modest Mussorgsky (Karevo, Rusia, 1839-1881) y Nikolai Rimsky-Korsakov (Tikhvin, Rusia, 1844-1908), quienes, con un promedio de edad que iba de los 18 a los 25 años, fueron sentando las bases para la música instrumental contemporánea de autores como Sergei Prokofiev (Donetsk, Ucrania, 1891-1953), Nicolas Slonimsky (San Petersburgo, Rusia, 1894-1995) y, especialmente, Igor Stravinsky (San Petersburgo, Rusia, 1882-1971), el más influyente autor de música sinfónica neoclásica y serialista. Aquí, un pasaje de La historia de un soldado (1918), una de sus más reconocidas óperas.

Las referencias a la música rusa están por todas partes: desde la balada Nathalie (1964) del divo francés Gilbert Bécaud hasta Caballos caprichosos (1971), poderosa canción acústica de Vladimir Vysotsky (Moscú, Rusia, 1938-1980), maestro del canto gutural, usada en White nights (1985), película protagonizada por los bailarines Mikhail Barishnikov (Riga, Letonia, 1948) y el norteamericano Gregory Hines. Asimismo, rockeros como The Beatles, Elton John o Scorpions han rendido homenaje a la historia y tradiciones rusas en canciones como Back in the U.S.S.R. (1968), Nikita (1985) o Wind of change, respectivamente. Por otra parte, las familias de los integrantes de System Of  A Down, banda de metal moderno formada en 1998 en California, provienen de Armenia, tan golpeada tras la Primera Guerra Mundial. Su vocalista Serj Tankian declaró en el 2013 que “Ucrania y Armenia, como todas las demás ex repúblicas soviéticas, merecen la verdadera independencia, no solo de la influencia rusa sino también de toda esa manipulación táctica y mercantil de Occidente”.  

Hoy, que el mundo asiste a un nuevo y lamentable capítulo de aquellos conflictos cuyas profundas raíces atraviesan la vida de los habitantes de los países involucrados, con consecuencias que sobrepasan las angurrias de políticos ocasionales, los sonidos rotundos de la música rusa acuden, en bloque, a nuestros oídos como soundtrack perfecto para la confusión, la tristeza, la emoción nacionalista y la desolación, una metáfora de lo que ha sido desde siempre la historia de Rusia, equivalente a las monumentales y desgarradoras narraciones realistas de Fedor Dostoievsky o León Tolstoi, ambos moscovitas (nacidos en Moscú). Como habrán podido notar, los personajes más importantes de la cultura que identificamos como “rusa” no tienen un solo origen, sino que hay rusos, ucranianos, lituanos, georgianos, etc., una diversidad que puede enriquecer la vida en sociedad pero, como es evidente, también puede ser una verdadera maldición cuando se interponen mezquinos intereses económicos y políticos.

 

M

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Música, Rusia, Ucrania

Si bien es cierto los artistas más destacados de este subgénero, como Yellowman, Shabba Ranks, Sean Paul o El General, hacen ambos de manera indistinta -después de todo, son estilos primos hermanos-, lo más exacto sería emparentar al reggaetón con el dancehall o «raggamuffin», término despectivo que tiene sus orígenes en los tiempos en que Jamaica fue colonia británica -en esos años, los jamaiquinos eran llamados «muffs in rags» (criaturas andrajosas) por los ingleses- y que luego fue adoptado por las nuevas juventudes jamaiquinas como señal de identidad, ya que comparten más características -formas de cantar y vestirse, temáticas y bailes, cruces con la subcultura rap/hip-hop, uso de samplers y bases electrónicas) que con el sagrado roots reggae y su onda espiritual, orgánica, desapegada del materialismo idiota que el reggaetón promueve.

Han pasado ya 18 años desde el triste día en que apareció Gasolina, tema de Daddy Yankee que fue el primer éxito global de reggaetón y, desde entonces, este fenómeno comercial nacido en Puerto Rico no ha hecho más que crecer y crecer hasta convertirse en uno de los más fuertes y rentables sinónimos de «lo latino» en el ámbito de la cultura popular, un estigma que nos persigue por el resto del mundo, desde EE.UU. hasta Egipto, desde Turquía hasta Japón. Esto a pesar de que, más que un género musical, el reggaetón es, en realidad, un enlatado que se sirve de ciertos componentes musicales elementales -un ritmo básico, repetitivo y maquinal como fondo, una producción basada en material pregrabado, una que otra línea vocal o instrumental armónica en medio de la guturalidad o el balbuceo vocinglero de sus «cantantes»- para generar un producto distinto, que busca darle sonido a emociones primarias, unidas a esa idea disforzada del lujo y la sofisticación trucha que rodea a sus más connotados personajes.

Basta ver la venta masiva de entradas para los conciertos de Bad Bunny, el último esperpento de moda -en varios países de nuestra región, incluido el Perú, tuvieron que abrirse segundas fechas-, o los maravillados comentarios que, sobre él y su último disco (ojalá fuera, efectivamente, el último), escriben otrora respetables críticos musicales, calificándolo como «icono definitivo del pop moderno» para entender esta terrible realidad: lamentablemente, el reggaetón, esa infección multidrogorresistente, llegó para quedarse. Como el coronavirus.

 

 

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Música, reggaetón

 

De los 17 artistas nominados para ingresar este año al Salón de la Fama del Rock and Roll, solo 3 están relacionados directamente al rock y los 14 restantes son figuras importantes de otros estilos, algunos muy conectados con la evolución del género -new wave, pop, country, metal- y otros abiertamente alejados, como el rap, el soul y la música experimental. Y, aunque este asunto no es ninguna novedad, la falta de coherencia que actualmente exhiben los administradores de esta institución creada en 1983 es cada vez más sorprendente, por decir lo menos.

Desde hace mucho tiempo, el término «rock» perdió su sentido recto como sinónimo corto de «rock and roll», entendido como el ritmo que resultó del cruce entre country, blues, gospel y jazz a mediados de los años cincuenta y que tuvo entre sus primeros exponentes a personajes como Elvis Presley, Chuck Berry, Bill Haley o Little Richard, para convertirse en un membrete «paraguas» capaz de contener, sin limitación alguna, a las multiformes ramificaciones que las dinámicas creativas  de artistas de posteriores generaciones comenzaron a producir, prácticamente a partir de su primera década de existencia. El rock and roll es, más que un género musical de características únicas e indivisibles, un conglomerado de conceptos, actitudes, combinaciones y tendencias en permanente y constante movimiento.

Esto, que puede servir para entender el universo del rock sin hacerse muchas complicaciones en cuanto a cerradas definiciones semánticas -se trata, al final de cuentas, de una manifestación artística y, por ello, es ajena a las discusiones teóricas sobre cuáles son o deberían ser sus fronteras- se convierte en un verdadero problema cuando un museo o entidad cultural, que propone ser abierta e inclusiva, persiste en usar como identificación, un nombre que no corresponde a esa visión amplia de lo que es, sesenta años después, la música popular contemporánea.

El Rock and Roll Hall of Fame está inspirado en las galerías de bustos de personajes notables de las humanidades que, a finales del siglo 19 e inicios del 20, aparecieron en Munich (Alemania) y New York (EE.UU.), la misma lógica que sirvió para inaugurar el conocido Paseo de la Fama de Hollywood. Fue creado por iniciativa de Ahmet Ertegun (1923-2006), el legendario productor turco-norteamericano que fundó, en 1947, Atlantic Records, uno de los sellos discográficos más importantes de las épocas doradas del pop-rock, soul/R&B y jazz (actualmente parte del gigante Warner Music Group). El museo, un edificio de siete pisos, ubicado a orillas del lago Erie en Cleveland, Ohio, es un homenaje vivo a la evolución del rock desde sus inicios con exhibiciones de fotos, videos, objetos y eventos especiales sobre cada etapa y subgénero.

El lugar es una maravilla, en términos de organización, orden y estándares de calidad, como todo museo del Primer Mundo. Y las ceremonias anuales de inducción, realizadas en conocidos teatros de New York o Los Angeles, son un derroche de talento, camaradería y reconocimiento a las trayectorias de entrañables compositores, productores, grupos y solistas. Pero el “Rock Hall” tiene dos serios problemas que empañan sus merecimientos. En primer lugar, nunca debió llamarse Salón de la Fama «del Rock and Roll» pues, desde sus primeras promociones incluyó otras ramas de la música popular norteamericana: Sam Cooke, Smokey Robinson, The Drifters, Stevie Wonder o Aretha Franklin, ingresados entre 1986 y 1989, son todos extraordinarios iconos del soul, pero difícilmente podrían ser considerados como artistas de rock.

Y, en segundo lugar, el comité encargado de seleccionar a los nominados ha venido añadiendo a artistas que, a pesar de la importancia de sus contribuciones, no se dedican necesariamente al rock ni a ninguna de sus variantes -The Supremes en 1988, Bob Marley en 1994, The Jackson 5 en 1997, Public Enemy en el 2013-, dejando fuera a otros que deberían haber ingresado mucho antes. Como si en un Salón de la Fama de la Salsa estuvieran Daddy Yankee, Don Omar y Romeo Santos pero no Manny Oquendo Los Hermanos Lebrón ni Ismael Rivera. ¿Se imaginan algo así?

Cada año ingresan entre seis y ocho nuevos artistas al Rock and Roll Hall of Fame. Según su reglamento, un grupo o solista se hace elegible al cumplirse 25 años del lanzamiento de su primera producción discográfica. La relación de nominados es definida por un comité que, aparentemente, decide quién va y quién no sobre la base de sus gustos personales y/o las tendencias de moda. Los postulantes, generalmente entre 15 y 20 nombres, ingresan a un proceso que, en estos tiempos de redes sociales, permite que el público también emita sus votos para, finalmente, anunciar a los nuevos miembros del club, en eventos que incluyen premios, video semblanzas, discursos y presentaciones en vivo. La mala elección de nominados y los desencaminados votos del público han generado varias contradicciones entre los resultados y la naturaleza misma del museo. Porque el rap no es rock and roll, como tampoco lo son el R&B, la new wave o la experimentación electrónica.

Este 2022, por ejemplo, hay 17 nominados. Y, como mencioné al principio, solo 3 de ellos -MC5, New York Dolls y Pat Benatar- podrían ser asociados al rock desde un punto de vista estrictamente musical. Después tenemos a dos leyendas del soul y el R&B -Dionne Warwick y Lionel Richie-, tres de la new wave -Devo, Eurythmics y Duran Duran-, un pionero del heavy metal -Judas Priest-, dos innovadores de la experimentación de diferentes épocas -la británica Kate Bush y el norteamericano Beck-, dos ídolos femeninos del country y el soft-rock -Dolly Parton y Carly Simon-, un extraordinario músico africano -Fela Kuti-, un furioso cuarteto de rap metal -Rage Against The Machine- y dos raperos -A Tribe Called Quest y Eminem. Un salón de la fama que los contenga a todos no está mal, pero no debería ser «del rock and roll» sino del «arte musical contemporáneo» o algo así. Es como si el MoMA, el Museo de Arte Moderno de New York, se llamara «del cubismo», «del arte pop» o del «arte abstracto».

Pero la cosa se pone peor. En las votaciones online de este año, encabeza las encuestas Eminem, que tiene tanto de rock como Calle 13 tiene de salsa. No basta con que el talentoso rapero blanco incorpore un monótono riff de guitarra en Lose yourself (banda sonora de la película 8 Mile, 2002), tema que viene cantando, literalmente, desde hace 20 años y que repitió, por enésima vez, en el caótico y sobredimensionado show de medio tiempo del último Super Bowl, la final de la Liga Nacional de Fútbol Americano (NFL, por sus siglas en inglés), vista por millones de televidentes en todo el mundo el pasado fin de semana. Es imposible asociar al lenguaraz Marshall Mathers con algo que tenga que ver con el rock, aun pensando en sus fusiones más modernas e híbridas. Por más que intentemos estirar el paraguas, para efectos de entender su inminente inducción, no alcanza para cubrirlo.

Y no solo es eso, sino que en el camino siguen quedándose verdaderos iconos de ese rock que, sin ser el original de Carl Perkins o Roy Orbison, tiene más nexos con guitarras, bajos y baterías que con cadenas doradas y jumpers con capuchas. Según los parámetros del salón, Eminem es elegible desde el 2021. Es decir, están a punto de aceptarlo apenas un año después de su primera opción. Sin embargo, bandas como King Crimson, Emerson Lake & Palmer, Thin Lizzy o Toto, elegibles desde 1994, 1995, 1996 y 2003, respectivamente, no han sido inducidos todavía.

Y solo he mencionado cuatro casos. La lista de rockeros no ingresados es inmensa. Tampoco están, entre muchos otros, Jethro Tull (elegible desde 1993), Sammy Hagar (2001), Suzi Quatro (1998), Iron Maiden (2005). Sin embargo, son reconocidos como «inductees» Michael Jackson (pop, 2001), Depeche Mode (electrónica, 2020), Nina Simone (jazz, 2018), Tupac Shakur (rap, 2017). Todos muy respetables y, en algunos casos hasta verdaderos genios como Miles Davis (ingresado el 2006) o los alemanes Kraftwerk (2021) pero con menos credenciales rocanroleras que los artistas mencionados, inexplicablemente ausentes.

Eddie Trunk, presentador de radio y televisión, ex conductor del programa de entrevistas That Metal Show y experto en hard-rock, es uno de los críticos más furibundos del Rock and Roll Hall of Fame. En más de una ocasión, Trunk se ha referido a su directorio como «una bola de irrespetuosos e ignorantes» a pesar de que, desde el 2016, el reconocido disc-jockey fue convocado para integrar el comité de votantes. Debido a sus constantes y agresivas campañas contra sus métodos de selección y decisión, el Salón de la Fama ha venido corrigiendo algunos errores imperdonables como la inclusión tardía de bandas emblemáticas de rock. Por ejemplo, Kiss recién ingresó el 2014 (15 años después de su primera opción). O la increíble demora de 23 años para Deep Purple y Yes, recién ingresados en 2016 y 2017. Si Judas Priest fuera aceptado este año, también será después de más de dos décadas desde que se abrió su posibilidad, en 1999. Pero quien se lleva el premio mayor en esto de las demoras son los Doobie Brothers, elegibles desde 1996 y aceptados 24 años después.

Otros casos insólitos son Phil Collins y Sting, elegibles como solistas desde 2006 y 2010, respectivamente. Y si revisamos la relación de «hall-of-famers» de esos años en adelante, notaremos con sorpresa que lograron ser inducidos raperos como Run DMC, The Notorious B.I.G., Public Enemy, Jay-Z (en su primer año de elegibilidad), o divas del pop y el disco como Whitney Houston, Madonna, Donna Summer o Janet Jackson por encima de los ex líderes de Genesis y The Police, bandas que sí figuran desde el 2010 y el 2003, respectivamente.

 

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Entre las cosas que hicieron de Frank Zappa una amenaza para la escena artística de los Estados Unidos -y que, por ende, motivaron que el establishment de ese país hiciera de todo para borrarlo de la memoria colectiva tras su fallecimiento en 1993- fue su agudeza para exponer las hipocresías del status quo y sus aristas -política, religión, educación, medios de comunicación, sociedad- con la lucidez de quien, habiéndose dedicado al rock en su etapa más lisérgica, jamás consumió ni una sola droga que afectara la capacidad de raciocinio y estado de alerta necesarios para desenmascarar a los eternos falsificadores de una realidad dominada por las apariencias, el dinero, el poder y el control de masas.

Y lo hacía, además, con una fuerte dosis de humor negro y cinismo. A veces exagerando en ciertos temas o jugueteando con lo ridículo, Zappa incomodaba y defendía, con acciones concretas, su derecho a la libertad de expresión tanto en sus presentaciones musicales de extrema complejidad -que algunos reconocemos y admiramos- como en entrevistas en las que salían a relucir esos análisis que hoy, en tiempos de redes sociales, seguramente lo harían blanco de alguna conspiración gubernamental y empresarial para evitar que sean escuchados. Como George Carlin o Lenny Bruce, pero más articulado que ambos, el guitarrista, cantante y compositor no se guardaba nada (ver trailer del documental Eat that question: Frank Zappa in his own words, 2016).

Uno de sus temas favoritos era, por supuesto, el mundo del rock, su propio ambiente de trabajo. Desde la subcultura hippie de los sesenta o los hábitos de las bandas cuando salían de gira hasta su guerra contra grandes sellos discográficos o agentes promotores de la censura, no había asunto del music business que le fuera ajeno. Y entre ellos, el tema del amor en las letras de ciertos «artistas serios de rock», como él los llamaba, se convirtió en una de las principales vías para dar a conocer sus particulares puntos de vista, muchos de ellos tan contundentes y argumentados que, más allá de que puedan o no producir acuerdos o unanimidades, generaban respeto en el oyente/espectador de mente desprejuiciada y abierta a lo distinto.

Durante los ochenta, Frank Zappa no perdió oportunidad para criticar ácidamente las «canciones de amor» del pop-rock de esos años. Solía mofarse de los grandes himnos al amor de Air Supply, Journey, REO Speedwagon, Foreigner, etc. (que tanto nos gustan) pues los consideraba muy predecibles y cursis -solía usar, para describirlos, el término «cheesy» que podríamos traducir literalmente como «cursi»- y declaraba su absoluto desinterés por escribir esa clase de canciones, porque «crean un concepto ideal e irreal de un amor que nadie puede alcanzar. Son pretensiosas y doloridas. Además, hay más canciones sobre el amor que sobre cualquier otra cosa. Si sus letras verdaderamente tuvieran un efecto, todos deberíamos amarnos los unos a los otros».

En un concierto de Halloween de 1977, en el Teatro Palladium de New York, Zappa dirigió sus afilados dardos hacia el último single que, ese año, había lanzado Peter Frampton, excepcional guitarrista británico, ex integrante de Humble Pie que era ya toda una celebridad tras el éxito comercial de su álbum en vivo Frampton comes alive! lanzado un año antes. La canción de marras, titulada I’m in you (Estoy dentro de ti), es una melosa composición que pasó varias semanas en los primeros lugares. A su estilo sarcástico, Zappa armó un monólogo burlándose de las sospechosas intenciones del tema, ocultas tras aquel título, aparentemente inofensivo y sensible.

Durante la alocución, Frank pone al público a pensar en el mundo del rock para luego responder al engañoso I’m in you de Frampton con lo que, según él, era un acercamiento sin disfraces, una canción llamada I have been in you (He estado dentro de ti), incluida en su álbum Sheik yerbouti (1979), de evidente (¿doble?) sentido. El episodio aparece en la película Baby snakes, de ese mismo año, y el monólogo figura también en el volumen seis de la serie You can’t do that on stage anymore (1992), con el título Is that guy kidding or what? (¿Este tipo está bromeando o qué?)

Lo cierto es que Frank Zappa sí escribía canciones de amor. No son muchas, pero constituyen un lado interesante y poco explorado de su abultado catálogo, más asociado a la parodia, el humor negro, algunas obsesiones social y políticamente incorrectas y una forma de componer ampulosa y poco convencional, utilizando ritmos, velocidades y cambios bruscos de tonalidad no aptos para el oyente promedio. Eso sí, las canciones de amor del “genio de Baltimore” difícilmente te conmoverán como sí lo hacen las de Frankie Valli, los Bee Gees o Billy Joel. Desde aquellas que puedan pasar como convencionales hasta las que ironizan sobre las siempre frágiles y contradictorias relaciones humanas, todas tienen su sello inconfundible de sarcasmo y personajes bizarros: el nerd rechazado, el freak sin suerte, el obsesionado sin esperanza, aparecen en estas melodías no aptas para amores idealistas que, tras miles de borrascas y lágrimas son, finalmente, correspondidos.

Estos temas fueron más frecuentes durante la primera época de The Mothers Of Invention, la banda que lideró entre 1966 y 1976. La mayoría están compuestos en clave de doo-wop, subgénero de rock y soul muy popular en los cincuenta, de finas armonías vocales y sonido de rockola, como las que sonaban en Happy Days (Días Felices), la entrañable serie de Fonzie y Richie Cunningham. Por ejemplo, Go cry on somebody else’s shoulder, How could I be such a fool, You didn’t try to call me (del álbum debut Freak out!, 1966) o Love of my life (Cruising with Ruben & The Jets, 1968). De hecho en este álbum, Zappa crea una banda ficticia -Ruben & The Jets- para presentar una selección de diez canciones inspiradas en esos tiempos de inocentes bailes universitarios, vocalistas de pelo engominado y canciones de amor al estilo de Only you (The Platters, 1955) o Blue moon, clásico de Rodgers & Hart que fue parte, en versión de Sha Na Na, de la banda sonora de Grease, la legendaria película de 1978 con John Travolta y Olivia Newton-John que también homenajea esa época. Además de Love of my life -que más tarde incluiría en su doble en vivo Tinsel town rebellion (1981)– destacan en ese LP Anything (compuesta por Ray Collins, el primer cantante de The Mothers), Later that night y Fountain of love.

Otro buen ejemplo es Sharleena, que apareció por primera vez en Chunga’s revenge (1970) y fue regrabada para el álbum Them or us (1984). En concierto, este lamento de tonalidades rockeras se transformaba en un contundente jam guitarrero en ritmo de reggae, salvo que encuentres la acelerada versión de 1971 contenida en el disco doble Playground psychotics (1993) o la versión jazz-fusion de The lost episodes (1992), dos de los primeros lanzamientos póstumos del artista.

Valerie (LP Burnt weeny sandwich, 1970) es otra muestra de la fascinación que tenía Frank Zappa por el doo-wop -la canción es un cover de Jackie & The Starlites, conjunto vocal que la grabó en 1969. Aun cuando las voces que conforman sus armonías suenan a intencionada parodia -el falsete agudo del bajista Roy Estrada, el tono bajo del mismo Frank-, es muy fácil asociar esta melodía a oldies como Unchained melody (The Righteous Brothers, 1965) o All I have to do is dream (The Everly Brothers, 1958). Otro ejemplo de esto es The air, del doble Uncle Meat (1969).

Como vemos, Frank Zappa vendría a ser “El Grinch” del Día de San Valentín. Pero, viendo cómo una efeméride de origen religioso y sentimental que celebraba al amor verdadero -en la que muchos aun creemos- se ha convertido, por lo menos en nuestro país, en un grotesco carnaval de sordideces, crónicas rojas, avisos de hostales, memes sobre infidelidades diversas, reportajes sobre promiscuidades faranduleras y demás desviaciones relacionadas a qué esperar del publicitado “día del amor y la amistad”, la visión cínica de Zappa cobra más sentido y actualidad que nunca.

Alguna vez le preguntaron por qué era tan reacio a las canciones de amor. Y su respuesta fue bastante técnica: «Es un gran reto conmover emocionalmente a alguien sin usar palabras o expresiones literales. Tocando un instrumento, por ejemplo. Pero escribir una canción acerca de alguien que te abandonó es estúpido. Los compositores o intérpretes no creen necesariamente en todo lo que dicen o hacen, pero sí saben que tienen 3,000% de posibilidades de sonar en la radio escribiendo canciones de amor. Yo escribo música, si quiero escribir algo para hacerte llorar, puedo hacerlo. Existen fórmulas, técnicas. Hay ciertas notas de la escala que puedes tocar en climas armónicos determinados, no es solo algo sentimental. Y son muy predecibles».

Para cerrar este recuento de las extrañas canciones de amor de Frank Zappa, en la previa al 14 de febrero, les dejo un par más. Como se imaginarán, no son exactamente “canciones de amor”. Una es la historia de un furtivo “choque y fuga” que comienza muy bien, casi como una de esas comedias románticas noventeras: una pareja se conoce en un bar, se toman un par de tragos y, de repente, todo acaba mal. Se llama Honey, don’t you want a man like me? y fue estrenada en vivo en 1976. La otra, Bamboozled by love (Tinsel town rebellion, 1981) es un blues que, al estilo del clásico Hey Joe de Jimi Hendrix (The Jimi Hendrix Experience, 1967), narra cómo un hombre despechado planifica asesinar a su pareja, a quien acaba de descubrir con otro. Como declara el autor en Packard goose (Joe’s garage, 1980): “El amor no es música, la música es lo mejor”.

 

 

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Frank Zappa, Música

 

En estos días de atípico verano, en que muchas personas esperan con ansias el concierto de Bad Bunny, un reggaetonero mamarrachento y grotesco que seguro llenará el Estadio Nacional con sus insufribles majaderías, vienen a mi mente las vacaciones de hace treinta y algo de años (entre 1986 y 1989), en las que los adolescentes limeños aspirantes a Marty McFly y Don Johnson disfrutaban del clima brillante -y menos húmedo que el actual- escuchando los ondulantes sonidos de una banda inglesa de reggae que fue capaz de llevar a la sacrosanta música de Bob Marley, Peter Tosh y Jimmy Cliff a un nivel más alto de popularidad y culto.

En épocas sin internet ni redes sociales, en las cuales apenas teníamos dos o tres ventanas al mundo exterior -y no la sobrecarga de estímulos e imposiciones publicitarias que hoy marcan las pautas de todo- los UB40 nos regalaron, con su cadencioso ritmo y esa noción de espiritualidad que, en nuestras mentes rudimentarias, asociábamos al reggae, momentos musicales con aspiraciones elevadas que se convertían, casi sin que nos diéramos mucha cuenta, en soporte para balancear las ligerezas e indefiniciones inherentes a nuestro tiempo y edad.

La historia de UB40 no es, por cierto, tan idealizable -neologismo del pensador y polígrafo español Gregorio Marañón-, lamentablemente. Formado a finales de la década de los setenta (1978-1979) en Birmingham, este grupo pasó por todas las etapas que atravesaron también los grandes iconos del pop-rock clásico: inicios difíciles y esforzados, casi dos décadas de éxito global, separaciones amargas, juicios y, finalmente, una decadencia que no hace honor a sus logros artísticos ni al merecido cariño que aún le tienen sus legiones de seguidores a nivel mundial. Un detalle adicional que hace más triste el asunto: al interior de UB40 hay también dolorosos ataques entre miembros de una familia porque, como sucedió con los Davies (The Kinks) o los Gallagher (Oasis), aquí el problema principal es entre hermanos.

Robin y Ali, hijos de Ian Campbell, un cantante folk conocido en su localidad, andaban desempleados en aquellos años de resaca punk y nacimiento de las comunidades de inmigrantes provenientes de diversas ex colonias del Imperio Británico ubicadas en Centroamérica -Jamaica, Barbados, Trinidad y Tobago, entre otras-. En ese ambiente multirracial, los jóvenes hermanos y sus amigos Brian Travers (saxo), Mickey Virtue (teclados), Earl Falconer (bajo), Jimmy Brown (batería), Norman Hassan (percusiones) y Terence «Astro» Wilson (voz, trompeta, percusiones), también sin trabajo, decidieron cultivar un género caribeño que cundía en barrios y suburbios, al margen de las asonadas post-punk y new wave, las favoritas de los jóvenes blancos de entonces.

El octeto decidió bautizar a su grupo con el nombre del formato de solicitud de beneficios por desempleo – UB40 es, literalmente, Unemployment Benefits #40- y en sus tres primeros años lanzó una cadena de álbumes con letras anti-Thatcher y un sonido lánguido, dominado por efectos de eco y reverberaciones propias del dub y los sound systems que Lee «Scratch» Perry, el legendario productor jamaiquino fallecido en agosto del año pasado, perfeccionó hasta niveles magistrales.

Si otras bandas inglesas como The Police, The Specials o Culture Club tomaron el reggae para fundirlo con otros géneros (rock, punk y pop-soul, respectivamente), los vecinos de Black Sabbath y Duran Duran abrazaron esta importante porción del folklore jamaiquino y la colocaron en el centro de la atención de una escena musical cargada de buenas y múltiples opciones. Su onda, más ligada a la crítica al establishment británico de la época que a las odas a Jah y la ganja, los posicionó como una banda auténtica y creíble, con temas como Madame Medusa -dedicada a doña Maggie-, King y especialmente Food for thought, todas de su primera producción, que además mostraba una intención innovadora con cuatro instrumentales, Adella, 25%, Signing off y Reefer madness. Un verdadero clásico de su tiempo.

Luego de lanzar tres álbumes en esa línea -el mencionado debut Signing off (1980), Present arms (1981), y UB44 (1982), los hermanos Campbell y compañía dieron un paso que daría un vuelco a su trayectoria, un disco de covers de artistas jamaiquinos, muchos de los cuales eran, a su vez, adaptaciones al reggae de The Impressions, Al Green, The Temptations, Neil Diamond, entre otras luminarias de la escena norteamericana pop y soul, un homenaje a las raíces de su éxito. Este LP, titulado Labour of love (1983), contiene diez canciones que habían sido grabadas por gente como Bob Marley (Keep on moving, compuesta originalmente por Curtis Mayfield), Jimmy Cliff (Many rivers to cross) o Eric Donaldson (Cherry oh baby). Aquí aparece también Red red wine, tema que convirtió a UB40 en un fenómeno global. La canción, una balada de 1967 del cantautor norteamericano Neil Diamond, había sido éxito en Jamaica en la voz de otro intérprete, en 1969. De hecho, como contaron en varias ocasiones, cuando la grabaron ni siquiera sabían que pertenecía a Diamond pues solo habían escuchado esta versión reggae de Tony Tribe.

En 1989 la banda publicó Labour of love Vol. II, en la misma línea. Canciones como Here I am (Come and take me), The way you do the things you do o Kingston Town fueron, precisamente, las que musicalizaron aquellos veranos ochenteros y ayudaron a consolidar al reggae como un género popular y comercialmente rentable. En ese mismo periodo, UB40 colocó otro exitazo a nivel mundial junto a Chrissie Hynde, vocalista/guitarrista y líder de The Pretenders, para una versión reggae del clásico de 1965 de Sonny & Cher, I got you babe, incluida en el álbum Baggaridim (1985). La asociación se repitió para el single Breakfast in bed (UB40, 1988), otro cover, esta vez de la estrella británica de pop sesentero Dusty Springfield. Por dentro, las tensiones y desencuentros egotistas entre los hermanos Ali y Robin Campbell aumentaban de manera silenciosa, como un cáncer no detectado. Las mieles del éxito comercial hacían que estas grietas, aun pequeñas, no hicieran mella a la unidad del conjunto.

UB40, convertido en una sensación, dejó de ser visto como un grupo de vanguardia. Aun cuando siguieron produciendo material escrito por ellos, eran sus versiones de terceros las que más llamaban la atención del público, como fue el caso de la balada de Elvis Presley de 1961, (Can’t help) Falling in love with you (álbum Promises and lies, 1993). Después de eso, poco o nada se ha sabido de ellos a nivel de presencia masiva, aunque ciertamente contaron con el apoyo incondicional de sus admiradores. Luego de una participación estelar en el concierto benéfico Live Earth (2007) vino la primera gran fractura en la formación original, cuando se anunció que Ali Campbell, la inconfundible voz de UB40, se separaba del grupo. Otro de sus hermanos, Duncan, tomó su lugar. Robin, el guitarrista y nuevo líder, mencionó al principio que Ali se retiraba «para iniciar su carrera en solitario dándole su bendición a Duncan». Ninguna de estas dos cosas habría sido cierta.

En el 2013, la banda tuvo otra importante baja. Terence Wilson, cantante y trompetista, también se fue, incómodo tras un álbum de covers de clásicos del country llamado Getting over the storm en el que versionaron a The Allman Brothers Band, Willie Nelson, George Jones, entre otros. El carismático Astro se unió a Ali Campbell y al tecladista Mickey Virtue -quien también había salido el 2008-, en un proyecto denominado UB40 featuring Ali, Astro, and Mickey. Este hecho desató, literalmente, la ira de Robin quien demandó a sus excompañeros por uso indebido del nombre UB40. Recientemente, Ali Campbell reveló, en tono muy amargo, que Robin y el resto de la banda no habían sido honestos sobre los motivos de su renuncia y que vio con tristeza cómo Duncan «estaba destruyendo el legado de sus canciones».

El año pasado, la muerte de dos de los miembros fundadores de UB40 golpeó duramente a la banda. El saxofonista Brian Travers, uno de los que más trató de interceder para bajar las hostilidades entre los hermanos Robin (67), Duncan (63) y Ali (62), falleció en el mes de agosto, a los 62 años, tras una larga lucha contra el cáncer cerebral. Posteriormente, en noviembre, se reportó la muerte de Astro, a la edad de 64 años, de una enfermedad no especificada. En la página web oficial del grupo puede sentirse la acrimonia que los separa. Mientras que el obituario de Travers, quien permaneció junto a Robin, es largo y muy emotivo; el de Astro, que trabajaba con Ali, tiene apenas unas cuantas líneas frías que parecen haber sido redactadas por un notario público.

Mentiras, egos en conflicto y ambiciones mal encaminadas han hecho que, actualmente, existan dos UB40. Aunque han producido una decena de álbumes entre 1997 y 2019 -que incluyen dos volúmenes más de la serie Labour of love, en 1999 y 2010-, estos no han tenido la resonancia de sus clásicos debido, entre otras cosas, a que el monopolio reggaetonero de personajes como Bad Bunny hacen imposible a programadores radiales tomar la decisión de dar a conocer otras cosas. Por eso, escucharlos hoy nos invita a recordar temas como Wear you to the ball, Watchdogs, All I want to do o Johnny too bad, que nos remiten a épocas más relajadas y mejores veranos.

 

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Música, UB40

La música que hacen y escuchan los jóvenes de hoy -la generación nacida entre 1990 y 2000- es, en un 80 o 90 por ciento, desechable. Estimulados por el dinero fácil, la fama instantánea y la avalancha de likes, enormes colectivos de seres humanos desperdician sus mejores años, los de más energía física, creatividad y actividad cerebral, haciendo reggaetón, latin-pop o cualquier otro género sin sustancia como la cumbia repetitiva, el chill-out somnífero o el pop adolescente, sea que llegue de México o de Corea del Sur. Rodeados de falsos lujos, exhibicionismo barato y una actitud entre animalesca (instintiva, visceral) y delincuencial (premeditada, agresiva), estas tendencias son validadas por masas de jóvenes -y otros no tan jóvenes- que les celebran cada una de sus patanerías y ligerezas como si se trataran de expresiones de una sofisticada rebeldía.

Sin embargo, cada cierto tiempo aparecen grupos dispuestos a hacernos recuperar la fe de que no todo está perdido. De que es posible todavía encontrar artistas que ponen, por delante de las modas, las ventas y las adulaciones disforzadas y fugaces, el genuino deseo de plasmar en álbumes, videos y conciertos una creación musical trascendente, capaz de destacar por sus valores artísticos y ser comercialmente aceptable sin dejar de lado la búsqueda de la calidad, del riesgo que siempre viene asociado a hacer cosas difíciles de digerir, que no necesariamente le vayan a gustar a las grandes mayorías que pasan el tiempo ensayando bailecitos en TikTok y leyendo noticias faranduleras. 

Es el caso de BadBadNotGood, un cuarteto canadiense que, tras una década de su debut oficial, recibe actualmente los más entusiastas halagos de la crítica especializada y tiene, además, una nutrida legión de seguidores, provenientes de dos vertientes musicales distintas pero que reconocen la personalidad que, con talento y trabajo duro, estos muchachos han logrado construir, alimentándose del pasado y, a un tiempo, mirando hacia el futuro con un sonido que, en medio de los caminos homogéneos y aburridos que hoy ofrece la escena pop-rock en sus dos extremos (mainstream e indie), termina siendo novedoso y atractivo.

BadBadNotGood -a veces reseñados simplemente como BBNG («bii-bii-enn-yii» si lo leemos en inglés) se formó en los salones del Humber College, una prestigiosa escuela de arte, tecnología y música de Toronto, Canadá. Pero, a diferencia de los Snarky Puppy -el colectivo de jazz fusión y R&B norteamericano liderado por el bajista y compositor Michael League- quienes, desde el saque, propusieron un trabajo basado en el virtuosismo de sus integrantes, los recién egresados decidieron empezar su proyecto haciendo covers instrumentales de clásicos del rap de la Costa Este, subdivisión del universo rapero que, desde sus cuarteles generales en New York, conserva la intención primigenia de este género callejero: cuestionar a la sociedad a través de rimas cargadas de ajos y cebollas. Así, cuatro jóvenes blancos que apenas cruzaban la barrera de los veinte años comenzaron a lanzar, en el 2011, sus propias versiones de artistas negros como Wu-Tang Clan, Gang Starr, A Tribe Called Quest, entre otros, en sus redes sociales.

Chester Hansen (bajo, teclados), Matthew Tavares (teclados, guitarras), Leland Whitty (vientos) y Alexander Sowinski (batería) rompieron los fuegos de su meteórica carrera discográfica con BBNG (2011) y BBNG2 (2012), discos en los que se presentaban como un combo sin muchas pretensiones que disfrutaba de hacer estos ejercicios de ritmos raperos, poco exigentes si nos ponemos a pensar en su formación como instrumentistas jazzeros. Aunque ya en ciertos cortes como Improvised jam, Vices, The world is yours/Brooklyn zoo, Rotten decay o You made me realise, extraño cover de uno de los EP de los irlandeses My Bloody Valentine, ídolos del shoegaze, se notaba la existencia de una musicalidad más profunda, la línea argumental de estos álbumes no iba más allá de un atmosférico sonsonete golpeado de bases de hip hop, con la aparición, por momentos, de célebres invitados de la escena urbana subterránea como Odd Future o MF Doom.

Recién en su tercera producción, III (2014) comienza a revelarse el verdadero espíritu de BBNG. Como su primer lanzamiento con material 100% propio, es una muestra intensiva del ADN del cuarteto: jazz instrumental, R&B, hip hop sofisticado y acid funk en la tradición de los discos instrumentales de The Beastie Boys –The in sound from way out! (1996) o The mix-up (2007)-, Martin Medeski & Wood o Fun Lovin’ Criminals, todos pioneros en aquello de combinar la marginalidad del rap con la elegancia del cool jazz. Otros nombres noventeros vienen a la mente al escuchar temas como Triangle o Since you asked kindly (US3, Brand New Heavies) o los ya mencionados Snarky Puppy, pero también se animan a escribir baladas jazz al estilo tradicional como es el caso de Confessions o Differently still

Su cuarto disco oficial, IV (2016) es la confirmación de este perfil cada vez más virtuoso y aventurero, que incluye colaboraciones con músicos como Colin Stetson, saxofonista que ha trabajado con Tom Waits, Arcade Fire, entre otros; o la joven cantante canadiense Charlotte Day Wilson; sin alejarse de sus inicios asociados a lo más oscuro del rap afroamericano, como en el disco Sour soul (2015) a dúo con Ghostface Killah, uno de los fundadores de Wu-Tang Clan. De hecho, tanto en colectivo como de manera individual, los BBNG han trabajado con personajes del rap/hip hop como Kendrick Lamar, Tyler The Creator o MF Doom en diversas producciones. La canción Hedron (del tercer disco) fue incluida en un recopilatorio de remezclas electrónicas en clave de jazz, producido por el sello independiente británico Night Time Stories, en el que coincidieron, a través de la magia digital, con iconos del jazz como Bill Evans, Dorothy Ashby o Nina Simone, entre otros. Este álbum contiene frenéticas composiciones como IV, Speaking gently, sinuosas melodías como en Confessions Part II, Lavender o And that too, y románticas en Chompy’s Paradise o In your eyes.

Después de cinco años de silencio, BadBadNotGood regresó el año pasado con Talk memory (Innovative Leisure Records), su mejor entrega, de lejos. La banda, convertida en trío tras la salida de Matthew Tavares en el 2016, consigue redondear un álbum de exquisitez instrumental, vértigo y psicodelia, que recoge décadas de subgéneros, desde las bandas sonoras de la blaxpoitation setentera hasta los sutiles toques de grupos tan disímiles como Simply Red o Steely Dan, pasando por vuelos psicotrópicos al estilo de Ozric Tentacles, la fantástica banda de space rock del guitarrista Ed Wynne, navegando entre la suave sensibilidad del R&B y densos ataques de jazz-rock cargados de bajos distorsionados, pianos volátiles y saxos complejos. Además, las canciones de Talk memory vienen revestidas de finos arreglos para cuerdas, cortesía de un genio rescatado del pasado, el brasileño Arthur Verocai (76), quien trabajara en los setenta con la crema y nata de la MPB (Gal Costa, Elis Regina, Ivan Lins) y desapareciera del ojo público tras un extraordinario álbum solista editado por Continental Records en 1972 que hoy es artículo de colección.

Los arreglos de Verocai le dan, a canciones como Love proceeding, City of mirrors y Beside April, una calidad cinematográfica de primera, hecho que animó a los BBNG a complementar el lanzamiento de Talk memory con un «álbum visual». Diez realizadores de cortos crearon videoclips para cada canción del disco, que van de lo testimonial y narrativo a lo surrealista y caleidoscópico, una mezcla de conciencia humana con onírico escapismo que convoca a reflexiones en diversos niveles (familiar, medioambiental, educativo). Se trata de un trabajo en el que se resalta el sentido social e idiosincrático del submundo del cual provienen, musicalmente hablando, para complementar con imágenes los impredecibles giros instrumentales de la banda. Temas como Signals from the noise nos hacen pensar, en su primera sección, en las atmósferas electroacústicas de bandas de trip-hop como Portishead o Massive Attack para luego desatar una tormenta de bajo con fuzz con raíz en Rush o Yes, mientras que Timid intimidating o Talk meaning nos recuerdan a clásicos del jazz-rock como Return To Forever, The Mahavishnu Orchestra o Weather Report.

Los BadBadNotGood -que, en abril de este año estarán en uno de los escenarios del Festival Coachella en su primera edición post-pandemia- le rehúyen a ser catalogados como un grupo de jazz. Prefieren declararse de estilo libre y cambiante, aun cuando su evolución los ha llevado, en diez años de arduo trabajo, a ser considerados entre los mejores de su generación. Chester Hansen (29), Leland Whitty (26), Alexander Sowinski (30) y su nuevo tecladista James Hill (28) están preparando una gira para presentar Talk memory por Estados Unidos y Europa, a donde llegan precedidos de su bien ganado prestigio. Este mundo sería un lugar mejor si nuestras juventudes prestaran mayor atención a opciones musicales como esta, que conectan el pasado con el presente con tanta eficiencia y capacidad para convocar emociones que tienen potencial para, en tiempos en que aquello que predomina está marcado por el mal gusto, lo grotesco y la simplonería, sentirse orgullosos por ser diferentes y sofisticados sin perder autenticidad. 

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BadBadNotGood, Música

A veces, la historia del rock la escriben los ganadores. Y, en términos de un género de música popular que ha tenido siempre entre sus principales características la capacidad de figuración y la asociación, por un lado, con los lados luminosos de la vida y, por otro, con los márgenes más salvajes, sórdidos o estridentes de la fama y la fortuna, los ganadores son quienes más llaman la atención ya sea por su imagen, sus vidas exageradas, sus ventas millonarias, sus muertes precoces. 

Por eso, cuando se toca el tema de las mujeres artistas durante el flower power sesentero, es más fácil recordar a Janis Joplin, la extraordinaria cantante de blues, de vida atormentada, voz agresiva y vicios explosivos que acabaron con ella antes de llegar a los 30, que a Joan Baez, la joven de gesto adusto, voz celestialmente lánguida, hablar pausado e ideales profundos. La primera, con absoluta justicia, adquirió el estatus de leyenda que hasta hoy la acompaña, a más de 50 años de su muerte. La segunda acaba de cumplir 81 años y luce espléndida, contando su larga y consecuente trayectoria en defensa de los derechos humanos, la no violencia y la conciencia social.

Joan Baez, nacida en New York en 1941, de padre mexicano y madre escocesa, cantó desde muy niña, entonando melodías tradicionales de folk y gospel en cafés y universidades de diversos estados e incluso países, ya que su familia se mudaba constantemente debido al trabajo de su papá, un reconocido científico que participó en el desarrollo de la tecnología de los rayos X. Su voz de soprano embellecía las composiciones de héroes del folk norteamericano -Pete Seeger, Woody Guthrie- y el extenso catálogo recopilado por Francis James Child (1825-1896), un profesor de Harvard interesado en el folklore de Inglaterra y Escocia, desde canciones costumbristas hasta infantiles y navideñas (conocidas como las “Child Ballads”).

Entre 1960 y 1964, Joan Baez lanzó melancólicos discos acompañada únicamente de una guitarra acústica, a la que arrancaba arpegios sutiles para musicalizar aquellas historias de campos, montañas, familias, héroes de guerra y luchadores sociales. Bajo el sello Vanguard Records y la producción del musicólogo Maynard Solomon, Baez plasmó en una decena de vinilos su capacidad interpretativa, la misma que la llevó a compartir tarimas con la generación rockera y psicodélica de Woodstock. En el documental que registra los tres días del famoso festival, Baez ilumina la oscura madrugada de aquel sábado 16 de agosto de 1969 con un set de 15 canciones, de las cuales la película original solo rescata dos: el clásico spiritual Swing low, sweet chariot (1865); y Joe Hill, acerca de un sindicalista de fines del siglo 19, encarcelado y fusilado por un crimen que no cometió. Esa misma noche, su esposo David Harris estaba también encarcelado por negarse a ir a la guerra de Vietnam. La canción, compuesta originalmente en 1936, fue grabada por Baez en su LP One day at a time (1970).

En el Festival Folk de Newport de 1963, ella invitó al escenario a un joven desgarbado y desconocido que comenzaba a destacar por las canciones que escribía, demasiado profundas para su corta edad. Era Bob Dylan. Desde entonces, para bien y para mal, sus nombres y vidas quedaron entrelazados en una relación romántica y artística que, en su momento, ilusionó a muchas personas. Sin embargo, la naturaleza indómita del futuro Nobel terminó por desgastar aquel intenso romance que jamás se formalizó. 

Dylan se hizo gigante, a pesar de los altibajos de su discografía y de su prolífico camino entre el folk y el rock, entre el compromiso soñador y la indiferencia rebelde. Joan, fiel a su perfil bajo, coronó su carrera con muchos logros musicales como “nueva reina del folk”. Pero, sobre todo, se mantuvo firme y en la sombra, defendiendo aquello en lo que creía. Casi como una Diana de Gales, pero sin el glamour de la realeza ni los paparazzis, Joan se fajó por causas nobles, marchó del brazo con Martin Luther King y lideró, a los 22 años, las masivas protestas civiles cantando el himno gospel We shall overcome ante más de 300,000 personas en Washington, actuó en Woodstock, estuvo presa, soportó bombardeos en Hanoi y en Sarajevo, se unió a Amnistía Internacional. A su propia manera, también se hizo gigante.

Su historia con Bob Dylan ha sido motivo de diversas especulaciones, cruces de miradas y aclares extemporáneos. En una época de relaciones abiertas y compartidas, Joan y Bob vivieron el sueño del amor libre, aparentemente sin mayores compromisos. Sin embargo, cuando ambos decidieron casarse con otras personas (Dylan, en esa época, se emparejó con Sara Lownds, madre de cuatro de sus seis hijos), algo se quebró. Pasaron de compartir el mismo micrófono a lanzarse pullas a través de canciones. Mientras que Dylan habría escrito, siempre con su estilo disperso y metafórico, temas como Visions of Johanna, Lily Rosemary and the Jack of hearts, She belongs to me, entre otros, pensando en ella; Baez fue más directa en títulos como To Bobby, Winds of the old days, la furibunda Oh brother (en respuesta a Oh sister de Dylan) y, especialmente, Diamonds & rust, su canción más emblemática, en la que rememora sus días juntos. Este tema, que da título a su vigésimo disco editado en 1975, fue versionado por la banda británica de heavy metal Judas Priest, en su tercer álbum Sin after sin (1977), un hecho que la cantante describió como “asombroso”. El LP contiene temas de Jackson Browne, Stevie Wonder y los Allman Brothers Band, además de Simple twist of fate, otra composición de Dylan en la que incluso se anima a imitarlo, y Dida, un divertimento vocal en la que participa su amiga, Joni Mitchell.

En 1975-1976 la chispa se encendió de nuevo en la colorida y caótica gira Rolling Thunder Venue, pero sin replicar la magia de sus pueriles escarceos de antaño. En aquel tour – en el que también participaron Roger McGuinn de los Byrds y el icono de la generación beat Allen Ginsberg-, ambos cantan y se divierten juntos. Años después, en 1984, lo intentaron nuevamente en una serie de conciertos junto a Santana, pero la cosa acabó tan mal que Baez abandonó la gira antes de concluirla. Todas estas idas y vueltas han quedado registradas en las dos autobiografías que ha publicado la cantante -Daybreak (1966) y And a voice to sing with (1987), además de los documentales sobre Bob Dylan, Don’t look back (D. A. Pennebaker, 1968), No direction home (Martin Scorsese, 2005), Rolling Thunder Revue, también de Scorsese  (disponible en Netflix) y How sweet the sound (2009), de la serie American Masters de PBS, dedicado a Baez. Recientemente, la cantante presentó en su cuenta de Instagram unos retratos de Dylan, con reflexiones acerca de este importante capítulo de su vida.

From every stage (A& M Records, 1976) es un álbum en vivo en el que puede apreciarse la calidad vocal de Joan Baez que, en canciones como la abridora (Ain’t gonna let nobody) Turn me around, hace pensar en vocalistas modernas como Adele o Björk. Acompañada por músicos de primera como Larry Carlton (guitarra), James Jamerson (bajo), Dave Briggs (teclados) y Jim Gordon (batería), Baez ofrece versiones excelentes de Suzanne de Leonard Cohen; Stewball, una tradicional melodía británica del siglo 19 que le sirvió de base a John Lennon para su single navideño Happy Xmas (War is over) de 1971; dos clásicos de The Band –I shall be released y The night they drove Old Dixie down– el cántico gospel Amazing grace y un puñado de clásicos de Dylan, además de sus propias composiciones. Otro punto importante en su discografía fue Gracias a la vida (1974), su única producción en español, que contiene clásicos latinoamericanos como Cucurrucucú paloma, Guantanamera, De colores, Te recuerdo Amanda y el tema-título, de la chilena Violeta Parra. En su quinto LP, Joan Baez/5 (1964) incluyó una versión de O’ cangaceiro, base de lo que todos nosotros conocemos aquí como Mujer hilandera, popularizada por Juaneco y su Combo en los setenta. Y no olvidemos su trabajo con Ennio Morricone en el film Sacco & Vanzetti (Giuliano Montaldo, 1971), acerca de dos inmigrantes italianos sentenciados a muerte injustamente en los Estados Unidos durante los años veinte.

En las décadas siguientes, Joan Baez estuvo muy activa, tanto en lo personal como en lo artístico. A inicios de los ochenta mantuvo una breve relación sentimental con Steve Jobs, el genio de Apple, a pesar de la diferencia de edad (ella tenía 41 y él, 27) e incluso cantó en los funerales del icono tecnológico en el 2011. En 1985 participó en Live Aid y luego viajó a Checoslovaquia, donde colaboró con Václav Havel, primer presidente democrático de ese país. Compartió su vida musical con su activismo político, participando en cuanto tema social le fue posible. Se involucró con Amnistía Internacional, hizo campañas a favor de la desactivación de minas antipersonales, medioambientalistas y en defensa de la comunidad LGTBI. En el 2008 apoyó activamente la candidatura presidencial de Barack Obama y fue, después, dura crítica de Donald Trump. 

Entre sus álbumes más destacados de los últimos tiempos podemos mencionar Play me backwards (1992), Dark chords on a big guitar (2003) y Whistle down the wind (2018), su última producción oficial en las que, además de sus propias canciones, Baez interpreta a compositores como Tom Waits, Mark Knopfler, Mary Chapin Carpenter, Natalie Merchant y Steve Earle. El año previo a la pandemia, 2019, realizó su gira de despedida con varios shows en Estados Unidos y Europa. Un año después, Baez fue reconocida con el Kennedy Center Honors 2020, por sus contribuciones a la música norteamericana, un merecido homenaje para la voz de los sesenta.

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