Desde que entré en contacto con estas revistas británicas, hace casi una década, me hice adicto a ellas. La oportunidad de tenerlas entre manos me la dio una persona muy especial, conocedora de mis más queridas (y sanas) obsesiones, quien aprovechó un viaje a Londres para ponerlas al alcance de este empedernido melómano limeño.

 

Algunas de estas publicaciones son la continuación de una larguísima tradición editorial y periodística que nació junto con la Invasión Británica y la explosión del blues británico que convirtió al Soho en el barrio musicalmente más vibrante de Europa, mientras que en San Francisco y New York se desarrollaban, hirviendo en LSD, la psicodelia y el hippismo.

 

Otras, de aparición más reciente, conservan a pesar de ello el espíritu original de aquellas revistas pioneras dedicadas íntegramente a la música. La vigencia, en Europa y, especialmente, en el Reino Unido, de medios escritos con más de 60 años de existencia al lado de sus herederas, hermanas y primas lejanas constituye una clara señal de la receptividad que tiene este tema, ya que cuentan con un público interesado, tanto en aspectos históricos como en la actualidad de la escena de música popular contemporánea –rock, pop, jazz y derivados.

Si nadie las comprara, si a nadie le interesara lo que ocurre en el vasto universo musical que se mueve al margen de lo convencional, las revistas más antiguas habrían desaparecido hace tiempo y ningún colectivo de editores, periodistas y conocedores se arriesgaría a invertir en una nueva, pues probablemente no pasaría del segundo número. Su cobertura se mantiene separada de la avalancha de superficialidades, más comerciales y menos trascendentes –por ejemplo, la retahíla de bodrios que actuaron en la última ceremonia de los Premios Grammy la semana pasada, con la honrosa excepción de Black Pumas, una banda a la que más de uno debería prestar atención.

Estas publicaciones son, realmente, de alto nivel. Están prolijamente editadas, muy bien escritas y claramente definidas con respecto a los temas que abordan, lo cual les garantiza una lectoría comprometida y siempre cautiva, esperando más.

 

El caso más notable, entre las revistas (ya no tan) nuevas es el de Classic Rock Magazine. Se edita desde 1998 con muchísimo éxito, tiene un website alucinante para cualquier amante del rock clásico en todas sus formas y colores, acompaña cada número con un CD de colección y además, se da el lujo de lanzar subproductos como Prog, dedicada exclusivamente al rock progresivo que, hace poco celebró su #100 con una edición de lujo, hoy inubicable. O Metal Hammer, legendaria publicación sobre metal y hard-rock que ya pasa las tres décadas de vida, y que actualmente forma parte del mismo grupo editorial de Prog y Classic Rock. La frecuencia de las tres es mensual y, para quienes no pueden conseguir las ansiadas versiones impresas –que se agotan rápidamente- pueden suscribirse a sus excelentes páginas web.

 

¿Se imaginan? Finas revistas de 60 páginas que, semanal o mensualmente se ocupan de todo lo que ocurre en el género de tu preferencia, desde lo más reciente hasta lo más antiguo, con el mismo nivel de detalle y respeto por la información en ambos casos. Reportajes de colección sobre discos lanzados hace 40 o 45 años, amplias entrevistas a los personajes más importantes de cada época (músicos, cantantes, productores, compositores), comentarios y notas del circuito local de conciertos, reseñas de libros, documentales y DVD, etc.

Otro ejemplo. Vintage Rock es un lujo para cualquier interesado en saber todo acerca de los albores del rock and roll. La edición #48 se centra en Little Richard, fallecido recientemente, y contiene una serie de noticias, análisis, entrevistas, recuerdos y fotos de una riqueza documental difícil de superar. Curiosamente, esta publicación, que solo cubre la escena musical comprendida entre 1950 y 1960 y sus ramificaciones hasta el día de hoy (festivales de rockabilly y surf-rock de garaje en el siglo XXI, nuevas bandas que conservan el espíritu de esos años), es la de más reciente aparición (el #1 apareció entre el 2012 y 2013).

Y no son las únicas, desde luego. Entre las más conocidas podemos mencionar las de jazz y fusión (The Wire), música clásica (Classical Music Magazine), heavy metal (Kerrang! que se edita desde 1981), de punk, alternativo e indie (Q, Sounds). Están las emblemáticas Melody Maker, BBC Music, NME, etcétera, etcétera, etcétera, para todos los gustos y fanatismos extremos. Y, por supuesto, Uncut, un material de lujo para cualquier investigador interesado en la evolución del rock.

 

Periodistas que conocen cada género al detalle, fotógrafos que inmortalizan cada escena, sea en un bar de baja calaña o en el Royal Albert Hall. Editores, correctores, diseñadores gráficos y webmasters que viven a diario el mundo de la música, dándole la relevancia que tiene y no considerándola un simple accesorio de iPad, un asunto de modas, negocios paralelos y ventas millonarias. Hoy, que vivimos sin conciertos ni festivales a causa de la pandemia, sus páginas no dejan de llenarse pues existe mucha información y, por lo menos en esas latitudes, mucho público dispuesto a seguir disfrutando de tan gratificante esfuerzo periodístico y amor por la música como expresión artística y referente social.

 

Naturalmente, esta riqueza de publicaciones temáticas (que también se da en otras disciplinas y profesiones) necesita, para subsistir, un público consumidor fiel que justifique su existencia. La certeza de que eso no es posible en nuestro país es tan aplastante que me termina deprimiendo.

 

He visto cómo pundonorosas publicaciones, que trataron de darle dignidad a la cultura musical (local y extranjera), languidecieron y se perdieron en el más oscuro olvido, condenadas siempre a esa apariencia marginal, con ediciones de contenidos valiosos pero mal impresos y peor diagramados. Pienso en Esquina, Caleta, Freak Out!, 69, Interzona y demás esfuerzos que no pasaban de ser fanzines, no tanto por la intención de ir contra lo establecido sino por no tener presupuesto para hacerlo mejor y que tiraron la toalla debido a que no hubo suficientes lectores ni anunciantes que las mantengan vivas. Pelo, en Argentina; y Rock de Lux, en España, sacaron la cara por Hispanoamérica (solo por mencionar dos casos). Pero hoy ya no existen.

Aquí, la cosa se limita a dos páginas en El Comercio, una que otra crónica ocasional, notas de relleno, fotos sacadas de internet y comentarios inflados de discos sin valor, como los que se llevan los Grammy últimamente. O uno que otro grupo en Facebook que preserva el respeto por la historia y lo mejor de las escenas actuales, pero siempre de manera limitada y, hasta cierto punto, marginal.

 

Pensé en todo esto mientras revisaba una edición de Classic Rock del año 2018, 80 páginas dedicadas exclusivamente al 30 aniversario del álbum Appetite for destruction de Guns N’ Roses. Mientras, veía en la televisión cómo una pandilla de malaspectosos reggaetoneros y raperas, o de insulsos personajes como Billy Eilish y Harry Styles, se celebraban a sí mismos en los Premios Grammys sin saber que nadie los recordará en la misma cantidad de tiempo. Cuando vi la ceremonia, tan encanallada y mezquina que solo dedicó 15 segundos de sus 3 horas de duración para “homenajear” a Eddie Van Halen, sentí que, literalmente, ese segmento para recordar a los grandes músicos muertos el 2020 representa, más que una remembranza, el certificado de fallecimiento de la buena música.

 

«Las carreteras correrán solas, buques y aviones en pelotón y las corvinas, sobre las olas, nadarán fritas con su limón». Siempre, en cada proceso electoral peruano -sea para elegir Presidente/Congresistas o Alcaldes/Gobernadores Regionales- resuenan en mi cabeza estos versos que, con socarrona chispa criolla, grabó el recordado «Carreta» Jorge Pérez, en su etapa como cantante del dúo Los Troveros Criollos, allá por 1954.

Ese valsecito picado, compuesto por la poeta y periodista limeña Serafina Quinteras (1902-2004) -madre de Blanca Varela, nada menos- hace casi setenta años, lleva por título Parlamanías y es, por supuesto, una aguda y graciosa burla de todas las ridículas promesas que suelen hacer los candidatos para llegar al poder. «Haremos casas de ochenta pisos, ómnibus nuevos ¡más de cien mil!» secunda entusiasta Luis Garland, el otro trovero, para complementar al «Carreta» que en la primera estrofa anuncia que, con sus «mil planes de todo tamaño, de todo calibre, de toda extensión y gracias al rey mago, vueltas de campana dará la Nación».

Pero esta vez es diferente. Lamentablemente, las múltiples indigencias -intelectuales, ideológicas, lingüísticas y, las peores de todas, las espirituales- que exhiben (casi) todos los aspirantes a la Presidencia del Perú en estas elecciones del Bicentenario hacen que uno deje de sonreír, incluso recordando la mencionada cancioncita que, por cierto, nadie propala en radios criollas en estos días a pesar de su aplastante vigencia, merced de una ingeniosa y palomilla letra que podría funcionar como antídoto de buen humor ante tanto descaro.

Y es que una revisión ligera de este elenco de extras, algunos con un poco más de experiencia que otros sobre las tablas del teatro de máscaras que es la politiquería local, produce tanta rabia, frustración y vergüenza que ya no basta el escapismo que nos ofrece nuestra tradición musical, tan pródiga en salidas jocosas para todo tipo de situaciones. Pero si nos fijamos, hay una enorme cantidad de canciones, de todo género y época, que podemos dedicarles a nuestros abnegados aspirantes al sillón presidencial que, en esta campaña tan corta, vienen alcanzando picos nunca antes vistos de ridiculeces y bajezas.

A veces me pregunto, ¿acaso soy el único peruano que siente deseos de callar a Acuña, a Urresti, a Forsyth o a De Soto con The five year plan, clásico de 1987 de D.R.I., el políticamente incorrecto cuarteto tejano de thrash y hardcore? ¿Soy el único que quiere subirle el volumen al máximo a God hates us all (Slayer, 2001) para que los gritos blasfemos de Tom Araya silencien las peroratas fanáticas de López Aliaga, de Arana, de Beingolea, de Keiko? ¿No dan ganas de vestir cada entrevista, reportaje o comercial de Guzmán, Salaverry, Lescano, Mendoza o Humala con las divertidas notas de Mentira (álbum Clandestino, 1998) del gitano trashumante Manu Chao? ¿Nadie más que yo se pone a tararear el tema central de Los Pitufos (Hoyt Curtain, 1981) cuando escucha, de casualidad, apellidos como Santos, Vega Antonio, Cillóniz, Gálvez, Alcántara, Castillo, asociados a noticias electorales?

A riesgo de «oler a espíritu adolescente» como el título de aquel himno grunge que vociferaba Kurt Cobain en 1991, declaro mi absoluto desprecio por el presente proceso electoral. Y cuando imagino alguna banda sonora para acompañar los rostros contrahechos y los discursos retorcidos, las palabras y promesas vacías de los candidatos, los “debates” en los que brillan más las chavetas que las ideas, las preguntas insulsas de periodistas jóvenes que no tienen lo que hace falta para exponer a los embusteros y los análisis y entrevistas grandilocuentes de los programas dominicales, expertos en no llamar a las cosas por su nombre; pienso más en las diatribas lisurientas de los vascos de La Polla Records que en esos jingles de América TV, Canal N o Frecuencia Latina que pretenden hacer que esta campaña caricaturesca suene a rally norteamericano entre demócratas y republicanos y no al circo de horrores que es.

 

Pero si de rock en nuestro idioma se trata, podemos acudir a La marcha de la bronca, aquel himno de protesta compuesto en 1970 por Miguel Cantilo, pionero del rock gaucho, para el primer LP del dúo Pedro y Pablo –que completaba Jorge Dieritz. O a Los Prisioneros. Jorge Gonzáles, líder indiscutible del trío chileno, escribió canciones como Nunca quedas mal con nadie (1984), ¿Por qué los ricos?, Quieren dinero (1986) o Usted y su ambición (1987), que podríamos dedicar a cualquiera de los candidatos, en especial los de corte empresarial y ultraderechista.

«El problema, señor, será siempre sembrar amor», cantaba el cubano Silvio Rodriguez (álbum Rodríguez, 1998) después de reflexionar, en el marco de una desolada melodía arrancada a su preciosista guitarra acústica, sobre las cosas que aquejan al mundo, como la política rapaz, la religión, la incomunicación, las revoluciones fallidas. Y si a alguien le da urticaria la mención al cantautor del castrismo, entonces le propongo A quien corresponda del catalán Joan Manuel Serrat (álbum En tránsito, 1982), una carta abierta al Dios de su preferencia en la que le reclama, entre otras cosas, «que el mar está agonizando, que no hay quien confíe en su hermano, que la tierra cayó en manos
de unos locos con carnet».

Y así, entre trovadores, metaleros extremos y dibujos animados, la campaña con sus encuestas, los mohínes disforzados de sus personajes de ocasión -que van desde impostadas sonrisitas hasta fingidas indignaciones y abiertos cinismos-, se va oscureciendo hasta acercarse a su verdadera dimensión: un agujero negro de naderías y lugares comunes con la coral Ave Satani, compuesta por Jerry Goldsmith para el clásico film de terror La Profecía (Richard Donner, 1976) de fondo, la misma que, dicho sea de pasada, identificaba en ciertos programas cómicos al Alan Damián que padecimos en dos ocasiones (1985-1990 y 2001-2006).

Pero si se trata de describir con precisión de cirujano la pobreza de la política local y mundial, ninguna canción supera a Cambalache, un tango compuesto por Enrique Santos Discépolo (1901-1951) y popularizado por el uruguayo Julio Sosa (1926-1964) en los años cincuenta, la misma década en que Los Troveros Criollos lanzaron las Parlamanías. Mi generación conoció el genial libelo argentino gracias a Juan Ramírez Lazo, legendario hombre de radio que lo ponía todos los días al iniciar su programa de noticias en las recordadas estaciones de AM y FM Radio Victoria y Radio Cora.

Es difícil, casi imposible, encontrar expresiones musicales nativas que describan la desazón política actual sin necesidad de caer en el insulto subte, con excepciones como el primer álbum de La Sarita de 1999 (Más poder, ¿Qué pasa?) o el cantautor Jorge Millones quien, en discos como Crítica de la miseria pura (Kskabel Producciones, 2014) lo hace con cierta imaginación y moderado lenguaje, aún cuando su relación conyugal con una de las candidatas en carrera sea, para muchos, más que suficiente para cuestionar su imparcialidad.

Quinteras escribió Parlamanías quizás pensando en el Apra y la Unión Nacional Odriísta. O en el Parlamento del gobierno inconcluso de Bustamante y Rivero. Pero sus estrofas le van como anillo al dedo a nuestra actualidad: «Vamos al Congreso a hacer firuletes, una vida nueva vamos a empezar. Vamos a rajarnos hasta los juanetes, no defraudaremos la fe popular». ¿Le suena familiar?

BONUS TRACK: En su espectáculo de 1999 Unen canto con humor, el extraordinario conjunto humorístico y musical de instrumentos informales Les Luthiers hacen un retrato fidedigno de cualquier candidato a la Presidencia, en su rutina Vote a Ortega. Dicen en la presentación: «… el doctor Alberto Ortega siempre supo poner por encima de los mezquinos intereses partidistas, los supremos intereses personales; porque cada vez que lo creyó necesario, no vaciló en dividir a su propio partido, hasta convertirlo en el más partido de todos; porque es un prohombre respetado por propios y ajenos, insobornable custodio de lo propio, inflexible amigo de lo ajeno, y por último, porque es incapaz de una traición, es incapaz de una falsa promesa, es básicamente incapaz». Cambie usted “Dr. Abelardo Ortega” por el candidato de su preferencia y listo.

 

La historia de la música popular está repleta de personajes femeninos notables, en cualquier época o género. Desde las más amables y convencionales hasta las más revulsivas y extremas, las mujeres han ganado, a pulso, el respeto e importancia que merecen en el music business.

 

A veces con mucho talento y creatividad y otras, imponiéndose a través de la cosificación voluntaria y la comercialización de su imagen, conscientes de que “el mundo de los hombres” recompensará con admiración masiva (likes) y dinero (ventas), esa vocación por el exhibicionismo que va en desmedro de décadas de luchas feministas en búsqueda de reconocimiento como seres humanos, para que sean vistas como ciudadanas y no meros objetos de reproducción o placer masculino pero que, a un tiempo y de manera paradójicamente retorcida, les da la confianza e independencia económica que reclamaban sus predecesoras.

 

Antes de que Cyndi Lauper, colorida y arrebatada, le gritara a la generación MTV que las chicas solo querían divertirse (Girls just wanna have fun) o Pat Benatar, comandando una coreografía de aguerridas muchachas, declarara al amor como un campo de batalla (Love is a battlefield), el mundo ya había escuchado suficientes voces femeninas como para creer que esos manifiestos libertarios eran una novedad. Sin embargo, su impacto fue definitivo para configurar el nuevo perfil de la mujer dentro de los parámetros del pop-rock ochentero. Lauper y Benatar, ambas de 30 años en aquel lejanísimo 1983, condensaron el sentir de un sector de mujeres que no entendían muy bien la postura ambigua de Madonna, agresiva en su rol de mujer libre pero a la vez jugando con clichés clásicos del mundo machista (la novia virgen, la femme fatale, Marilyn Monroe). Paralelamente, músicas como Tracey Chapman, Annie Lennox o Kate Bush daban muestras de una sensibilidad artística más profunda y diferente.

 

Pero el protagonismo femenino en la música popular contemporánea es mucho más antiguo y está marcado por el dolor, la enfermedad, la adicción y el activismo. Pensar en las historias de extraordinarias cantantes de jazz como Ella Fitzgerald, Billie Holiday, Nina Simone o Dinah Washington quienes, a pesar del éxito que tuvieron en su momento, lidiaron todo el tiempo con una doble discriminación –eran mujeres y eran negras- y desarrollaron sus luminosos talentos en lúgubres nightclubs, expuestas a toda clase de riesgos, nos da una leve idea de esta situación. Nadie podía negar su gran calidad artística pero, al mismo tiempo, nunca gozaron de la popularidad de hombres blancos como Frank Sinatra, Dean Martin o Tony Bennett. Aretha Franklin, otra gran mujer afroamericana, dio un paso más allá y acercó las exigencias de respeto a públicos masivos través del gospel y del soul, géneros en los que reinó con absoluta maestría.

 

En la década de los años treinta, una cantante francesa de corta estatura y poderosa capacidad vocal personificó el dolor femenino musicalizado. Nos referimos, por supuesto, a Édith Piaf, “la pequeña gorrión”, redescubierta hace algunos años en una excelente biopic protagonizada por Marion Cotillard y que lleva por título el nombre de su canción-emblema La vie en rose (1947). Junto a Marlene Dietrich (Alemania) y Josephine Baker (EE.UU.), Piaf representa ese estilo que va de lo sofisticado y elegante a lo sufrido y profundo, desde sus respectivas idiosincrasias e historias personales. Lo cierto es que, aun en épocas en que la mujer batallaba por convencer al mundo masculino de que también tenía derechos, muchas de ellas encontraron en la música –más que en la literatura o en la actuación- el mejor vehículo para soltar todo lo que llevaban dentro.

 

Nuestra música también ha sido bastión de muchas talentosas mujeres, y no es cosa reciente. Pensemos, por ejemplo, en intérpretes como Jesús Vásquez, las hermanas Graciela y Noemí Polo (Las Limeñitas), Esther Granados y compositoras como Chabuca Granda o Alicia Maguiña. Una segunda generación de criollas incluye a Lucha Reyes, Edith Barr, Lucila Campos, Tania Libertad, Cecilia Barraza, Cecilia Bracamonte, Lucía de la Cruz. O las exitosísimas Eva Ayllón y Susana Baca, surgidas hace más de treinta años y aun vigentes y activas. En el terreno del folklore también tenemos influyentes voces femeninas: Yma Súmac, Pastorita Huaracina, Princesita de Yungay, todas portadoras, de manera directa o indirecta, de un potente mensaje de empoderamiento femenino, tanto desde las que hacían catarsis por problemas y desamores, cuando no maltratos, hasta las que cantaban sobre cualquier otra cosa. El solo hecho de saltar a la palestra en una escena dominada por hombres era ya bastante significativo. Y lo sigue siendo.

 

Astrud Gilberto, Elis Regina, Gal Costa y María Bethania fueron, en Brasil, las madres fundadoras de un canto orgánico, entre lo tribal y lo romántico, que tuvo repercusión en décadas siguientes con artistas como María Rita, Bebel Gilberto, Ivete Sangalo y Marisa Monte. Las boleristas Toña La Negra, La Lupe y Olga Guillot pusieron en su sitio a más de un abusivo. En Argentina, Leda Valladares y María Elena Walsh acunaron a Mercedes Sosa. En Chile, Violeta Parra impuso su sencilla y a la vez profunda poesía y canto social. En España y el resto de Latinoamérica, baladistas de todo calibre hicieron sentir sus voces en un género que parecía exclusivo de hombres: Valeria Lynch, Ángela Carrasco, Massiel, Rocío Jurado, Amanda Miguel. Y desde Italia, Rafaella Carrá combinó música y vedettismo con inusitada desfachatez, a finales de los setenta.

 

En esa misma época, las divas del disco, capitaneadas por Donna Summer, abrieron el camino con una equilibrada combinación de talento, sensualidad y sofisticación. A diferencia del grotesco exhibicionismo de hoy -representado por Shakira, Jennifer López, Beyoncé, las hijas y alumnas de Britney Spears y todas las reggaetoneras- estas intérpretes conectaron la larga tradición del gospel y el soul con el funk e incluso los musicales, con Barbra Streisand a la cabeza. Whitney Houston, Mariah Carey (en su primera época) y Celine Dion continuaron con esa tradición de mujeres de inagotables recursos vocales.

 

En el mundo de la música  clásica también abundan las mujeres notables: la pianista argentina Martha Argerich, las sopranos Montserrat Caballe (España), Maria Callas (Grecia), o la cellista británica Jacqueline du Pre, cuya conmovedora  historia, marcada por la enfermedad de Gehrig, que le arrebató la vida prematuramente, a los 42 años, acaba de ser llevada exitosamente al ballet por la compañía del Royal Opera House de Londres; son solo algunos nombres que vienen a mi memoria. Hay más, por supuesto.

 

Volviendo al universo del pop-rock y sus diversas vertientes, como género de alcances e influencias globales, la lista de mujeres destacadas es extremadamente larga y diversa. Desde las pioneras Bessie Smith, Wanda Jackson o Sister Rosetta Tharpe hasta Beth Hart, Susan Tedeschi o Amy Winehouse, la presencia de la mujer ha sido siempre vital y arrolladora.

 

Pensar, por ejemplo, en personalidades tan fuertes y talentos tan fascinantes como Janis Joplin, Grace Slick, Joan Baez, Tina Turner, Joni Mitchell o Diana Ross es remitirse a las épocas del flower-power y las luchas sociales. En los setenta surgieron Karen Carpenter, Olivia Newton-John, las hermanas Ann y Nancy Wilson, Heart, cuyo influjo llegó hasta la década siguiente; como también ocurrió con el tándem Stevie Nicks/Christine McVie, compositoras y cantantes de alto vuelo en Fleetwood Mac.

 

De Inglaterra surgieron algunas de las figuras femeninas más bizarras de todos los tiempos: Desde Genesis P-Orridge, del colectivo electro-industrial Throbbing Gristle; Siouxsie Sioux, la madre de la onda gótica, líder de The Banshees; hasta el reggae punkie de The Slits o el desgarro rockero de PJ Harvey. En Norteamérica no todo es Demi Lovato y Lady Gaga, por cierto. Si no escuchemos a Patti Smith, Debbie Harry o The Runaways, una aplanadora de hard-rock de la cual salieron dos megaestrellas del rock femenino: Joan Jett y Lita Ford. O las Bangles, cuya bajista Michael Steele fue una Runaway también, que cosechó éxito en los ochenta con su sonido influenciado por The Byrds. Y si de posturas más extremas se trata, busquen en YouTube Crypta, un cuarteto de thrash femenino liderado por la bajista y gritante Fernanda Lira (ex integrante de Nervosa) quien, en sus ratos libres, canta temas de Astrud Gilberto e Etta James.

 

En cuanto a las instrumentistas, desde Carol Kaye, legendaria bajista de sesiones que ha trabajado con los Beach Boys, Nancy Sinatra, Frank Zappa, entre otros; hasta las australianas Orianthi Panagaris, Tal Wilkenfeld, virtuosas de la guitarra y el bajo, respectivamente –la primera conocida por su trabajo con Michael Jackson y la segunda, con Jeff Beck-, la lista también es interminable. Puede ser el soul de Alicia Keys, la nueva era de Loreena McKennitt o el jazz de Diana Krall, el poder femenino en la música es innegable y de gran riqueza y variedad.

 

No podemos cerrar este homenaje a la mujer música sin mencionar a Björk, la innovadora alienígena que llegó desde Islandia, a mediados de los noventa, pletórica de creatividad, actitud irreverente e ilimitada capacidad expresiva para construir un universo paralelo cuya femineidad no admite discusión y se opone diametralmente al barato exhibicionismo de Katy Perry, Cardi B y afines.

POST-DATA: La organización internacional CARE, que desde 1945 trabaja realizando campañas para aliviar la pobreza y combatir toda clase de abuso y discriminación, ha unido a dos extraordinarias cantantes de generaciones diferentes, Chaka Khan -una de las artistas más destacadas de soul, R&B y jazz, activa desde los años setenta- e Idina Menzel -estrella de los musicales de Broadway, protagonista de la laureada Wicked y voz de Frozen- para grabar el clásico I’m every woman, que Khan convirtiera en éxito mundial en 1978. El video muestra a mujeres de todo el mundo celebrando el Día Internacional de la Mujer. La campaña, bajo el hashtag #ImEveryWoman, enfatiza la importancia de proteger a aquellas mujeres, niñas y adultas, que sufren, con una canción que celebra su valor y resalta la autoestima femenina. Pueden ver el video aquí:

 

 

Parece mentira, pero encontrar música no convencional, que sea estimulante, diferente, en estos tiempos de YouTube, Spotify y Netflix es tan difícil como lo era hace 35 años, cuando las únicas fuentes de información que teníamos eran los medios alternativos, los piratas de la Av. Colmena y los canales 27 y 33 UHF.

Y la razón es la misma: el monopolio del mal gusto y la baratura que se ejerce desde los canales formales de difusión masiva que, para mantener la lógica de lo que sea comercialmente rentable a la primera y en el mayor volumen posible, privilegian los sonidos repetitivos, homogéneos del reggaetón, la cumbia y el latin-pop; promueven el consumo exclusivo de las cantaletas de moda para la fiesta, la juerga interminable y el “glamour” farandulero de lujos materiales y satisfacción de pulsiones primarias.

Los medios masivos, tanto los tradicionales como sus versiones online, se fijan a diario hasta en la última morisqueta de J. Lo o la nueva visera de Nicky Jam pero desprecian, desconocen e invisibilizan la existencia de otros universos sonoros, menos epidérmicos y superficiales, que exploran emociones y exigen un mínimo de inteligencia para ser entendidos. Eso no vende pues, eso no le gusta a la gente.

Solo a través de las revistas especializadas que se siguen editando en Inglaterra y Estados Unidos -y a algunos grupos de redes sociales nacionales e internacionales- uno puede enterarse de qué está pasando en la vanguardia mundial, más allá de los límites del pop-rock gringo que imponen las emisoras dedicadas a la categoría «anglo» (con la excepción honrosa de Doble 9, por supuesto), para las cuales solistas como Lady Gaga o Lana del Rey son lo más arriesgado que ha surgido en los últimos veinte años y grupos como Maroon 5, Muse o Coldplay son tan clásicos como Toto, Led Zeppelin o The Police.

A través de una de esas publicaciones de alta calidad gráfica y periodística (ojo, no son fanzines de bajo presupuesto, marginales) conocí a iamthemorning -así, todo junto y en minúsculas-, un dúo ruso que ya lleva más de una década produciendo música etérea y fantasmal, mezcla de la oscura sensibilidad de Tori Amos y la musicalidad virtuosa de Rick Wakeman.

Marjana Semkina (voz, guitarras acústicas y eléctricas) y Gleb Kolyadin (pianos, teclados) comenzaron su camino artístico en San Petersburgo, en el año 2010 y, desde entonces, han acumulado elogios y seguidores entre el público adulto-contemporáneo amante del rock progresivo pero también entre las comunidades universitarias que disfrutan del llamado «pop barroco», rótulo que suele aplicarse a un amplio y diverso rango de artistas, desde los escoceses Belle & Sebastian (bastión de los hipsters limeños) hasta la canadiense Loreena McKennitt.

El sonido de iamthemorning no puede, sensu stricto, ser considerado algo nuevo. De hecho, tiene más conexiones con la música de cámara, de salón decimonónico, que con las nuevas tendencias del prog-rock, género en el que se les suele ubicar. Gleb Kolyadin (31) es un pianista de formación académica que, en sus ratos libres, compone piezas sinfónicas para teatro y, hasta antes de la pandemia, se ha presentado como concertista de frac y corbata michi. Y Marjana Semkina (30) escribe historias lúgubres y decadentes, con referencias a la literatura victoriana y exploraciones psicológicas sobre la depresión, la tristeza y la muerte. Pero como ocurre en otras artes, la recuperación y uso de elementos del pasado, cuando se hace con creatividad, adquieren un perfil novedoso ante la falta de contenido de lo más moderno.

Para entender el rollo musical de iamthemorning, hay que despojarse de los prejuicios que forman el concepto masivo de lo que es pop y buscar la conexión con esas emociones dormidas, no todas positivas o luminosas, de las que normalmente queremos escapar. A primera escucha estas canciones pueden sonar lentas y aburridas pero esconden, en los entresijos de sus compases, extrañas melodías y progresiones inspiradas tanto en la música clásica como en compositores minimalistas de la vanguardia contemporánea (Philip Glass, Steve Reich). Música pop para mentalidades que buscan trascender lo cotidiano.

Luego de lanzar de manera independiente su primer disco en el año 2012, titulado ~, el dúo recibió el apoyo del multi-instrumentista, productor y líder de Porcupine Tree, Steven Wilson, una de las personalidades más influyentes del rock progresivo actual, quien los contrató para su sello discográfico Kscope Records, con quienes grabaron tres álbumes, Belighted (2014), Lighthouse (2016) y The bell (2019). En diciembre del 2020, la banda lanzó un EP titulado Counting the ghosts, cuatro canciones navideñas “para celebrar el fin de un año terrible”.

En el camino, el pianista Gleb Kolyadin lanzó su primera producción como solista con una banda integrada por legendarios músicos como Gavin Harrison (batería, Porcupine Tree/King Crimson), Steve Hogarth (guitarra, Marillion), Theo Travis (vientos, Gong/The Steven Wilson Band), Jordan Rudess (teclados, Dream Theater) y Nick Beggs (bajo, también de la banda de Wilson y ex integrante del grupo ochentero Kajagoogoo, que en 1983 triunfó mundialmente con la canción Too shy).

La mejor manera de escucharlos es a solas y con audífonos. En su perfil de BancCamp iamthemorning (bandcamp.com) están disponibles todos sus discos, sin interrupciones. Y, si quieren hacerlo gratuitamente, en YouTube, aunque tengan que aguantar los odiosos avisos de Claro, Telefónica o TikTok. Una buena puerta de entrada es Ocean sounds (2018), DVD en vivo desde un estudio en Giske, un pequeño y solitario pueblo de Noruega, con grandes ventanales que permiten ver el paisaje nórdico en toda su espectacular belleza. Semkina y Kolyadin son acompañados en esta tocada intimista por los músicos Karl James Pestka (violín), Guillaume Lagravière (cello), Joshua Ryan Franklin (bajo) e Evan Carson (batería, percusión). Canciones como Inside, 5/4 o To human misery valen la pena hacer la prueba.

Que no nos engañe su aspecto lánguido e infantil. Estos jóvenes llegan desde la fría y monumental Leningrado, la misma ciudad que vio nacer a Dostoievsky, Pushkin y Rimsky-Korzakov, para espiar nuestra interioridad, hurgar entre sus pliegues anestesiados por los ruidos urbanos y las noticias de baja calaña de la política local; para ver si todavía queda algo por conmover allí dentro, y así romper con esa distracción que nos aleja de nuestras propias emociones, muchas de las cuales no son tan divertidas como aseguran la publicidad y los artistas de moda.

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La comunidad melómana aún no termina de asimilar la muerte del legendario pianista de jazz Armando «Chick» Corea, acaecida el 9 pero anunciada el 11 de febrero, y debe resistir otro duro golpe, casi una semana después. El flautista, productor y pionero de la salsa Johnny Pacheco, el martes 16, también «se mudó al otro barrio», como suele escribir en sus redes sociales Rubén Blades cada vez que un colega suyo abandona este mundo.

 

Johnny Pacheco nació en 1935 en República Dominicana pero vivió en New York desde los 11 años. Estudió para ser percusionista en la prestigiosa escuela de Julliard, la misma que Chick Corea (Massachussets, 1941) abandonó a los seis meses de estudiar piano clásico. Sus carreras, marcadas por el éxito desde el principio, jamás se cruzaron pero se desenvolvieron en los fondos bohemios de la misma ciudad, la que nunca dormía. Ambos se convirtieron en iconos, respetados por sus pares y venerados por las nuevas generaciones de intérpretes y amantes del jazz y la salsa verdaderas, no los remedos de lo comercial ni las actuales preferencias de las plateas embrutecidas por el reggaetón, la bachata y el latin-pop.

 

Corea era un maestro del piano, instrumento que dominaba en todos sus registros. Podía tocar Mozart o Bartók con extremada precisión académica, convocar a los espíritus jazzeros de Thelonious Monk o Bill Evans con espectacular creatividad y swing, o lanzar ráfagas de teclados y sintetizadores, atrayendo a los amantes del rock progresivo británico, quienes lo colocaban al lado de Rick Wakeman y Keith Emerson, como uno de los mejores de todos los tiempos. Desde un acústico Steinway o un Fender Rhodes con oscilador, Corea era capaz de todo.

 

A finales de los sesenta, Corea reemplazó a su colega y amigo Herbie Hancock en la banda de Miles Davis y compartió con Joe Zawinul y Keith Jarrett –en estudio y en vivo, respectivamente- el rol de tecladista-médium a cargo de dar sonido a las estrafalarias ideas de jazz-rock eléctrico del trompetista para LPs fundamentales como In a silent way (1969), Bitches brew (1970) o los conciertos en los Fillmore East y West, en New York y San Francisco. Por esos mismos años, Pacheco, al frente de la Fania All-Stars, llenaba nightclubs y teatros neoyorquinos como el Red Garter, el Cheetah y hasta el Yankee Stadium, donde la legendaria selección de estrellas de la salsa (término que él acuñó) actuó e hizo bailar a más de 40,000 personas. Fue en agosto de 1973. Tres años antes, Corea, con un look que lo acercaba a Carlos Santana, actuó ante más de 500,000 personas en el festival rockero de la Isla de Wight, como integrante del combo psicodélico de Miles.

 

Entre 1971 y 1977, Corea lideró Return To Forever, una banda que llevó al jazz-fusion y el jazz-rock a otro nivel. En ese tiempo escribió Spain, tema que sería grabado por él mismo y por otros, infinidad de veces, y que es hoy un “standard”, término que se usa en el jazz para denominar aquellas canciones que definen al género. Mientras, Pacheco lanzaba colaboraciones diversas: con su compadre Pete «El Conde» Rodríguez, Celia Cruz, Justo Betancourt, Rolando La Serie, Daniel Santos. En el rubro colaboraciones, la actividad de Corea también fue muy intensa: con Herbie Hancock lanzó extraordinarias exploraciones a dos pianos (tres décadas antes de que se les ocurriera lo mismo a Billy Joel y Elton John), con el baterista Steve Gadd, con el vibrafonista Gary Burton, con el cantante Bobby McFerrin.

 

La onda de Johnny Pacheco estaba pegada al suelo, al callejón, al barrio. Sus composiciones más famosas -Mi gente (1975) y El rey de la puntualidad (1984)- se hicieron inmortales en la voz de Héctor Lavoe. Su ascendente sobre aquella generación irrepetible de salseros de arrabal se siente y respira en el documental Our latin thing (Leon Gast, 1972). Por su parte, Chick Corea era de vuelos supraterrenales, como exhibe en esas historias musicalizadas en clave de sci-fi que dedicó a L. Ron Hubbard, fundador de la Cientología, secta «filosófica» y medio lunática a la que el compositor perteneció (nadie es perfecto, pues), a quien le dedicó varios de sus discos, desde el extraordinario Romantic warrior de Return To Forever (1976) hasta el díptico To the stars (2004) y The ultimate adventure (2006).

 

En los ochenta y noventa, mientras Corea reinventaba el jazz clásico y de fusión con su grupo The Elektric Band/The Akoustic Band, para sacarlo de los centros comerciales y devolverlo al circuito de escenarios y festivales más sofisticados del género; Pacheco era convocado, en su calidad de padre fundador de la salsa tradicional, por David Byrne para su álbum Rei Momo (1989) o para los arreglos musicales del soundtrack de The Mambo Kings (Arne Glimcher, 1992), película de crossover latino/franco-norteamericano protagonizada por Antonio Banderas y Armand Assante, donde se incluyó su composición La dicha mía, de 1984, preparada especialmente para Celia Cruz.

 

Pacheco tocaba la flauta. Y de qué manera. Será siempre recordado como cofundador y director musical del sello Fania Records, sin duda su más grande contribución a la música latina. Sus arrebatados bailes, en vivo en Zaire con la Fania All-Stars en octubre de 1974, en aquel concierto que sirvió de antesala para la llamada «pelea del siglo» entre Mohammad Ali y George Foreman -compartiendo cartel con James Brown, Miriam Makeeba y otros-, donde brilló una hipnótica y tribal versión de Quimbara, tema que grabó ese mismo año con la inolvidable Celia Cruz para su primer LP juntos, titulado simplemente Celia & Johnny, es la imagen más representativa del dominicano.

 

Pero también es fundamental escuchar al Pacheco pre-Fania, en discos como His flute and latin jam (1965, uno de los primeros del sello que armó con el neoyorquino Jerry Masucci) o esas dos joyas de 1961, Pacheco y su Charanga Vol. 1 y 2, para Alegre Records, al lado del percusionista Manny Oquendo, en la que figura su primera versión de El agua del clavelito, tema que fuera muy popular en Perú en una grabación de 1979 incluida en el LP Los amigos, junto al cantante cubano Héctor Casanova. Estos discos son un puente entre la música cubana -cha cha cha, guaracha, descarga-, el latin jazz y la futura salsa, término popularizado por «El Maestro».

 

Chick Corea también era un maestro. Y lo demostró con creces en tiempos de pandemia. Desde el 20 de marzo del 2020, tras cancelar una intensa agenda de conciertos, festivales y grabaciones a causa del coronavirus, el pianista inició una serie diaria de clases maestras por Facebook Live, conectándose con alumnos de todas partes del mundo para compartir sus conocimientos, técnicas y anécdotas de toda una vida dedicada a la música. La última de sus transmisiones fue en enero de este año, a pocas semanas de su inesperado fallecimiento, a los 79, a causa de «un extraño tipo de cáncer que se le había detectado recientemente», como dijo su familia en un comunicado. La muerte de Pacheco fue, en cambio, menos sorpresiva. Estaba retirado ya hacía varios años, a causa del Parkinson y fue homenajeado, como leyenda viva, en varias ocasiones por los artistas que ayudó a promover. Falleció de neumonía a los 85.

 

Dos maestros talentosos, dos estilos diferentes de humildad y destreza, dos pérdidas irreparables para la música que nos siguen dejando, huérfanos, en las manos de padrastros promiscuos, frívolos y vanidosos como Maluma y J. Lo. Que en paz descansen y que sus obras sigan levantándonos el ánimo en estos tiempos difíciles de enfermedad, corrupción política e incertidumbre ante un proceso electoral en el que predominan la grisura y la mediocridad en sus peores versiones.

 

OTROSÍ: También falleció en estos días, el 11 de febrero, el cantante Antonis Kalogiannis, de estilo muy similar al de Charles Aznavour, muy conocido en Grecia por poner su voz a las canciones de protesta escritas por Mikis Theodorakis, célebre en el mundo entero por la música que compuso para el film Zorba el Griego, de 1964, convertida en símbolo y cliché de la cultura musical de este país mediterráneo. Tenía 80 años.

Ayer, domingo 14 de febrero, fue el primer Día de San Valentín en pandemia. Y, a pesar de todos los esfuerzos del establishment comercial por hacer de esta fecha algo todavía vigente, a través de la venta superficial de peluches, bombones y demás objetos -online, por supuesto, para protegerse de “la” COVID-, los reportajes chacoteros de Frecuencia Latina y las vulgaridades porno-soft de los programas faranduleros, las contradicciones entre lo que originalmente significaba la celebración y lo que hace esta sociedad -adicta al TikTok y otros exhibicionismos en redes- con temas como el amor y la amistad son tan grandes como las mentiras de los candidatos a la Presidencia de nuestro país.

 

Pero quizás sea en la música que actualmente escuchan los jóvenes en que esta incoherencia se hace más evidente y patética. Vivimos un tiempo en que los asuntos relacionados “al corazón” son vistos como una cosa desfasada, anacrónica, una debilidad inaceptable en hombres y mujeres. Los grandes romances son hoy piezas de museo, que ya ni siquiera entre los más pequeños pueden imaginarse con mucha claridad y las historias de amores intensos se reducen a disfuerzos entre personajes de la telebasura que (inter)cambian de parejas con la misma facilidad con la que se cambian de ropa. Una ligera revisión a las letras de canciones románticas de hace tres décadas –no es mucho tiempo, después de todo- basta para entender esta situación:

 

Te amo desde el primer momento en que te vi, hace tiempo te buscaba y ya te imaginaba así. Te amo. Esta frase pertenece a una de las baladas más conocidas del cantautor venezolano Franco de Vita (Te amo, 1988), y encarna el espíritu de la canción romántica esencial, creíble: letra que describe sentimientos profundos y pueriles, melodía cadenciosa y suave, voz desgarrada y conmovedora. Freddie Mercury, rockero británico, extravagante y excesivo líder de Queen, cantaba a estadio lleno, ante 50 mil almas: Love of my life can’t you see? Bring it back, don’t take it away from me because you don’t know what it means to me (Love of my life, 1975). Los mismos elementos -emoción, profundidad, melodrama- se conjugan en perfección romántica.

Escuchando las babosadas sexistas y mononeuronales que hoy aplauden los adolescentes, en “canciones” como las de Maluma, Romeo Santos, Shakira o cualquiera de sus afines, uno se pregunta: ¿Cuándo pasó de moda el amor en términos musicales? Quizás las sociedades de antes, cautivadas por los tormentosos romances de la historia, la literatura clásica, la ópera, el cine y las telenovelas, y sin la contaminación del consumismo salvaje que domina todas las actividades humanas, se dejaban llevar por sus emociones sin avergonzarse.

O será que la modernidad materialista se encargó de arrancarle a la humanidad esa careta falsa de romanticismo para que pueda entregarse, con absoluta libertad y cinismo, a la ansiedad práctica e inmediatista de los emparejamientos pasajeros concentrados en una sexualidad epidérmica y comercializada por los medios de comunicación, los contratos matrimoniales donde se discuten más patrimonios que sentimientos y las relaciones “serias” en las que la estabilidad depende de un cuidadoso -y a veces psicópatico- juego de roles, intereses y conveniencias.

No lo sabemos. Lo cierto es que hoy Franco de Vita, Freddie Mercury o cualquier otro de los tantísimos creadores e intérpretes de música popular romántica occidental del pasado difícilmente tendría éxito masivo hoy con esta clase de canciones. Los más culturosos los acusarían de “cursis”, mientras que la oceánica masa de jóvenes que deliran por reggaetoneros, latin-poperos o bachateros con pinta y labia de sicarios y bataclanas simplemente pasaría de largo al escuchar estas declaraciones de amor musicalizadas para vivir un rato felices los cuatro buscando hombres mayores que les abran las puertas y les traigan flores. O cosas peores.

La extinción de la canción romántica no es total gracias a que aún hay quienes disfrutan de su auténtica belleza. Cómo no emocionarse, por ejemplo, escuchando aquellos boleros de Los Panchos, los lamentos de Lucho Gatica o Daniel Santos, las sutiles canciones de Carpenters o las grandiosas baladas de la era dorada del pop hispanoamericano, en que surgieron grandes intérpretes como José José, Nino Bravo, Camilo Sesto, Rocío Durcal, Isabel Pantoja, José Luis Rodríguez, José Luis Perales y tantos otros.

La devaluación del sentimentalismo musical tiene que ver con los excesos y fórmulas en los que cayeron varios artistas durante los ochenta, en inglés y en español, lo cual fue tomado como pretexto para descalificar todo un género que ha unido, con sus letras intensas -desde las infantiles hasta las sugerentes- y sublimes instrumentaciones, a millones de parejas genuinamente enamoradas. Pero si bien esos disfuerzos existieron, no justifican el encanallamiento que padecemos actualmente, comprobable con solo darle una vuelta a las emisoras de moda.

Hace treinta o cuarenta años, en la era del cassette, uno de los regalos más comunes entre las (no tan) inocentes parejas universitarias e incluso escolares era una cinta con canciones especialmente seleccionadas que se intercambiaban como demostración de afecto. No podían faltar Air Supply, Chicago, Journey, Billy Joel, Elton John, Bee Gees. También entraban Nino Bravo, Raphael, Dyango y Mocedades. Hasta finales de la década de los noventa llegaban buenas canciones celebrando al amor: las viñetas poéticas de Juan Luis Guerra, uno que otro tema de artistas juveniles como Luis Miguel, Sin Bandera o Cristian Castro. O las emotivas baladas de Celine Dion y Laura Pausini, solo por mencionar algunos nombres, que continuaban esa larga tradición de música popular romántica.

Incluso géneros como la salsa, el heavy metal y la trova insertaban el romanticismo en medio de sus temas habituales. Así tenemos las poesías musicalizadas de Pablo Milanés, Joan Manuel Serrat o Luis Eduardo Aute; las power ballads de Bon Jovi, Poison o Warrant; las rítmicas confesiones de Rubén Blades, Willie Colón o Willy Chirino. Más allá de preferencias específicas, es innegable que todas estaban en las antípodas del abyecto mal gusto que hoy difunden las radios populares.

 

Ayer fue el Día de San Valentín, uno muy diferente a causa de la pandemia. Y, en ese sentido, el amor y la amistad son sentimientos que, por más desprestigiados que estén, aun persisten en aquellas parejas que son capaces de expresarse lo que sienten a través de una canción sin acomplejarse. Aunque estén en extinción, las canciones de amor abren pecho a la muerte y despeñan su suerte por un tiempo mejor (Por quien merece amor, Silvio Rodríguez, 1982).

 

Entre 1914 y 1920, la Tierra vio desgarrados sus cimientos por la desolación y el terror debido a dos acontecimientos: Por un lado, la Primera Guerra Mundial, que asoló prácticamente todo el continente europeo y a países de ultramar como Japón y los EE.UU. Y, por otro, la pandemia conocida hoy como “la gripe española” que acabó, entre 1918 y 1920, con la vida de casi 100 millones de personas en los cinco continentes.

 

En esos años, un compositor inglés -una rara avis dentro del vasto universo de la música clásica dominado por alemanes, italianos, rusos, franceses y países de Europa Oriental- se abstrajo de todo y se fue al espacio exterior, materializando en épicas orquestales una realidad totalmente ajena a lo que ocurría en el planeta, casi como un intento de escapar de estos desastres que, ya sea por la eterna ambición humana por acumular poder o por la aparición de un virus letal (como lo que nos está ocurriendo hoy con el COVID-19), amenazaban con exterminar a nuestra especie.

Gustav Theodore von Holst (posteriormente se haría llamar simplemente Gustav Holst, 1874-1934), un compositor y profesor de música que tuvo que abandonar el piano y cambiarlo por el trombón debido a una condición médica que afectaba la movilidad de su mano derecha, escribió entre 1914 y 1916 la Suite The Planets Op. 32, a los cuarenta años de edad, animado por el interés que había desarrollado en la astrología de la mano de uno de sus mejores amigos, el escritor y dramaturgo Clifford Bax.

Inicialmente pensado como un dueto para piano, pasó poco tiempo antes de que el ambicioso proyecto se convirtiera en sinfónico. Actualmente, Los Planetas de Holst es una de las suites orquestales más famosas e interpretadas de la música instrumental contemporánea, aunque alguna vez su autor manifestó que la popularidad que alcanzó opacaba otros de sus trabajos, que él consideraba de mayor calidad.

The Planets tiene siete movimientos, cada uno de ellos nombrado a partir de los planetas del sistema solar. Como el concepto de esta obra es astrológico -y no astronómico- la Tierra no estuvo incluida, pues la intención de Holst era dar vida y personalidad musical a las relaciones e influencias que ejerce cada astro sobre la psiquis del ser humano. En ese sentido, el Sol y la Luna podrían también haber formado parte de la suite, pero eso habría afectado el título de la misma.

En el caso de Plutón, su ausencia se debe a que fue descubierto en 1930, doce años después del estreno de la suite y, posteriormente a eso, Holst no manifestó interés alguno en componer un movimiento más sobre el planeta nuevo. Como todos sabemos, en el año 2006 la Asociación Internacional de Astronomía «degradó» a Plutón, que dejó de ser el noveno planeta para convertirse en un planeta enano, lo cual deja intacta la intención original del autor.

Cada uno de los planetas de Holst tiene un subtítulo, que describe tanto su significado astrológico como su carácter divino, según la tradición de la antigua Roma. Así, el orden de los movimientos es como sigue:

1.- Mars: The bringer of war (Marte: El portador de la guerra)
2.- Venus: The bringer of peace (Venus: El portador de la paz)
3.- Mercury: The winged messenger (Mercurio: El mensajero alado)
4.- Jupiter: The bringer of jollity (Júpiter: El portador de la alegría)
5.- Saturn: The bringer of old age (Saturno: El portador de la vejez)
6.- Uranus: The magician (Urano: El mago)
7.- Neptune: The mystic (Neptuno: El místico)

La instrumentación de la suite está fuertemente dominada por metales, vientos y percusiones, además de las volátiles atmósferas creadas por los ensambles de cuerdas de una sinfónica elemental. Las melodías reflejan de manera muy clara la naturaleza de cada cuerpo celeste, en lo que podríamos llamar una cartografía astrológica en partituras. Mientras Marte, Júpiter y Saturno son impresionantes, enérgicas y fuertes; Mercurio, Urano y Neptuno son enigmáticas, misteriosas y oscuras. La más apacible, Venus, reposa sobre los clarinetes y violines en envolventes formas.

Holst, amante de la poesía norteamericana y de las óperas de Wagner, fue el primer compositor sinfónico en dirigir el escapismo musical hacia el espacio exterior, décadas antes de que aparecieran las películas que recreaban galaxias lejanas, contactos extraterrestres y naves espaciales, en una inteligente y sobrecogedora combinación de astrología, música y mitología.

La suite The Planets de Gustav Holst, quien falleció en 1934, a los 59 años, de un ataque al corazón, es la primera composición musical de ciencia ficción, subgénero que actualmente no puede ser desligado de la cinematografía fantástica.

De hecho, John Williams escribió The Imperial March, una de las piezas más conocidas del soundtrack de la trilogía original de Star Wars (la música que identifica al oscuro y malévolo Darth Vader en The Empire strikes back, de 1980) basándose en el primer movimiento de la obra maestra de Holst, dedicado al planeta rojo, Marte. En el canal de YouTube del guitarrista y productor Rick Beato hay un video en el que explica, con detalle, las similitudes entre ambas composiciones, muy útil para entender el uso de fuertes melodías e intervalos para crear efectos sonoros grandilocuentes con la sección de metales sinfónicos (trompetas, trombones, tubas).

 

Este pasaje inicial de The Planets también fue usado por una de las bandas pioneras del rock progresivo, King Crimson. En su segunda placa discográfica, titulada In the wake of Poseidon (1970), figura un tema llamado The devil’s triangle –en sí mismo una minisuite de tres secciones-, de sonido cargado y caótico, cuya inspiración proviene de Mars: The bringer of war. Como saben muy bien los fanáticos acérrimos del Rey Carmesí, la primera encarnación de este grupo británico solía tocar un arreglo especial de Mars, en sus conciertos de 1969, como dejaron constancia en la recopilación de cuatro CDs Epitaph, lanzada al mercado en 1997. Tiempos en que las referencias de los músicos de rock iban más allá de lo que se podría esperar de una expresión artística popular y rebelde.

A más de 100 años de su estreno, The Planets posee una vigencia y fortaleza estremecedoras.

Por lo mismo de siempre. Por informales, inmediatistas e incapaces de reconocer nuestras propias limitaciones. Porque casi desde sus inicios, nuestra escena pop-rockera, escuálida y siempre en modo amateur, se ha computado -especialmente en Lima- el centro del universo. Esa falta de humildad es la principal razón de que no tengamos una escena capaz de merecer reconocimientos internacionales suficientes para ser considerada en esta serie documental que, sin ser la gran cosa, se fija precisamente en algunas de las manifestaciones más exitosas y trascendentes del rock en español.

A esa vocación por el autobombo debemos sumar la ausencia de políticas públicas y privadas masivas de educación musical desde la infancia. En este punto no pienso, por supuesto, en los jóvenes privilegiados que, en los cincuenta o ahora, tuvieron posibilidades de acceder a clases particulares de algún instrumento, nutrirse de la melomanía de sus padres o hermanos mayores o de, simplemente, aprender solos por interés casi natural, instintivo, sino en la nula importancia que se le ha dado en colegios, universidades y medios de comunicación a la formación y apreciación musical, dejando (casi) todo en manos de Dios y los casos aislados.

Con la excepción de Pedro Solano y Ricardo Brenneisen, integrantes de dos de las bandas peruanas más activas y respetadas de los años noventa -Cementerio Club y Dolores Delirio-, solo hemos escuchado quejas, en distintos registros, de parte de diversos personajes de la comunidad rockera local, respecto de la ausencia peruana en esta producción de Netflix, deficiente e incompleta si la examinamos con ojos de experto, pero efectiva en aspectos nostálgicos para el oyente promedio de música popular en nuestro idioma. Los lamentos tienen, en consonancia con la autoindulgencia de la que hablo, ese insoportable tonito engreído que hace recordar al eterno «al cabo que ni quería» que soltaban los entrañables personajes de El Chavo del Ocho, cada vez que no se cumplían sus caprichos.

Salvo muy contadas excepciones, la escena pop-rock del Perú, desde sus albores en las matinales nuevaoleras de los sesenta y setenta hasta las más recientes y aburridisímas bandas tipo We The Lion o Alejandro & María Laura, prácticamente todas adolecen de esa antipática tendencia a sentirse geniales a la primera, la misma tara que sufren nuestra televisión, teatro y cine comerciales. Miren sino los realities de la señal abierta, la programación de Plus TV (Resiste Teatro, Jamás perfectas) o las películas de Tondero. Todos son lo máximo haciendo el mínimo esfuerzo –y, a veces, ni eso- pues tienen asegurada la adulación de una prensa no especializada y una masa, a ambos extremos del espectro socioeconómico, que regala sus admiraciones a cualquiera que se haya hecho famoso por sobreexposición, contactos o argollas. O todo junto.

quiero decir con esto que, a contrapelo del predicamento del recordado Gerardo Manuel (1946-2020), no todos los peruanos son buenos. Estamos hablando de más de seis décadas de producciones musicales que han tenido, en paralelo al desarrollo del rock en otras latitudes, muchos momentos rescatables y otros, los menos, realmente buenos. Pero, sin entrar a recuentos tediosos y arbitrarios, ni siquiera esos puntos altos alcanzan la calidad necesaria para hacerse notar en contextos más amplios y globales. Alguien me podrá mencionar, seguramente, el prestigio que han logrado, en países europeos, grupos peruanos como Silvania (shoegaze/ambient), Flor de Loto (prog-rock) o Mortem (death metal). Pero esos casos son, precisamente, excepciones a la regla.

Un aspecto interesante es que este fenómeno no se produce por igual en las escenas de folklore local (música criolla, negra, andina), donde sí podemos encontrar excelencia interpretativa y autenticidad; mientras que en otros géneros como la música latina (salsa, bolero), el jazz y la música clásica, se replica la problemática del pop-rock, con los mismos matices y casos excepcionales, tema que merece un desarrollo aparte.

Por otro lado, debido el serio problema de amiguismo que sufrimos desde hace años, son las propuestas más interesantes las que terminan relegadas para dar espacio a aquellas con buenas relaciones en los medios y canales de distribución masiva. Ni hablar de exponentes de música experimental o géneros extremos (como los mencionados Silvania y Mortem) que, simple y llanamente, no existen para los medios convencionales, salvo que se trate de una mención superficial para dar la impresión de ser «inclusivos» a la hora de hablar de pop-rock y sus innumerables vertientes Made-In-Perú.

Si bien es cierto el nuevo entramado digital permite que cada músico invente su propio espacio y llegue a sus atomizados públicos (pienso en plataformas como BandCamp o MediaFire, por ejemplo); eso, lejos de promover la creatividad y la excelencia interpretativa, promueve más la improvisación y el relajo, dentro de una lógica según la cual todos podemos hacer un disco y lanzarlo al ciberespacio. En ese aquelarre de opciones, los que trabajan diligentemente se entremezclan con los destalentados, haciendo más difícil rescatar valores y separar pajas de trigos. A la precariedad y amateurismo transversales a todo el espectro pop-rock local, llegan las argollas para empeorar todo, generando injusticias que hacen célebres a quienes no ofrecen nada valioso e invisibilizan a otros, de mejor perfil.

A todo esto. En Rompan todo sí se habla del Perú. Aparecen, en este orden: José Luis Pereira (Los Shain’s, El Polen), César «Papi» Castrillón (Los Saicos) y Octavio «Tavo» Castillo (Frágil, Actitud Modulada). Brevemente, como contextualizando, nada más, aquella época auroral en la que todo comenzaba al mismo tiempo. De hecho, es una metáfora de la realidad: en una carrera de 100 metros, los ocho velocistas parten al mismo tiempo, pero solo tres llegan al podio. Si seguimos la lógica de ese ejemplo, y según los parámetros impuestos por Rompan todo, nuestro país quedó entre los últimos. Es así de sencillo. Y de cierto.

El gran documental sobre rock en español aún está por hacerse (claramente, Rompan todo no lo es). Y para incluir lo que pasó en Perú, ese utópico gran documental tendría que abarcar tanto lo bueno como lo malo del rock latino, tanto lo que evolucionó y mejoró como lo que se quedó en el partidor y jamás levantó cabeza. Pero no se equivoquen: la ausencia peruana en Rompan todo no es un error de los productores ni es culpa de Gustavo Santaolalla. No es un sectarismo «de pibes y de chavos» como mal planteó, hace algunas semanas, un periodista de El Comercio. Corresponde plenamente con la intención de la serie documental, que se presenta engañosamente como «la historia del rock en América Latina» (ver más aquí), cuando solo habla de aquellos a quienes les fue mejor, ya sea por sus merecimientos artísticos, por su impacto en ventas o por ambas cosas, cuando ambas cosas iban unidas una a la otra. Más allá de las deficiencias del documental de Netflix, nos toca reconocer, con hidalguía, que no estamos en esas ligas.

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Durante los cuatro años que los Estados Unidos padecieron a Donald Trump como su presidente (vergüenza de la cual se liberaron la semana pasada), varios fanáticos de Frank Zappa alrededor del mundo se preguntaron qué habría dicho/hecho el sarcástico compositor y guitarrista, para hacer notar su desagrado por la llegada de este lunático e ignorante empresario al trono del país más poderoso del mundo.

Y la respuesta para este ejercicio de ucronía –Zappa falleció hace casi 30 años- es una canción demoledoramente ácida titulada Dickie’s such an asshole (Dickie es un tremendo idiota) que el músico dedicó nada menos que al presidente Richard Nixon -el “Dickie” del título-, durante su gira 1973-1974, en medio de la tormenta desatada por el escándalo de Watergate, que terminó con la renuncia del republicano, a la mitad de su segundo período gubernamental.

Zappa, cuyas agudas críticas al sistema norteamericano -político, educativo, social y cultural- no dejaban, literalmente, títere con cabeza, dirigió este blues sofisticado y arrabalero al malogrado mandatario, en el momento en que más quemaban las papas. Casi como una crónica periodística mordaz y malcriada, FZ le dice sus verdades a Nixon y sus más cercanos colaboradores, entre ellos Charles “Bebe” Rebozo. Para que se hagan una idea, Rebozo fue a Nixon lo que Luis Nava a Alan García: su amigo, su asesor, su testaferro.

A pesar de haber sido uno de los temas permanentes de esa gira de The Mothers Of Invention, Dickie’s such anasshole no fue incluida en el extraordinario LP que resumió aquellos conciertos, Roxy & elsewhere (1974), uno de los títulos fundamentales de su amplísimo catálogo, cargado de referencias a la situación política norteamericana.

En Son of Orange County, otra de las canciones del álbum grabado en el Roxie, uno de los teatros emblemáticos del Sunset Strip californiano, Zappa usa la famosa frase “I am not a crook” que Nixon soltó durante una conferencia de prensa televisada, tras las históricas revelaciones de Bob Woodward y Carl Bernstein, los periodistas de The Washington Post que sacaron a la luz el escándalo de espionaje y traiciones que remeció al país del Tío Sam en los años setenta. Las versiones originales de Dickie’s… se lanzaron en los álbumes póstumos You can’t do that onstage anymore Vol. 3 (1994), The Roxy Movie (2014) y The Roxy Performances (2018), un boxset de 7 CD con los cuatro conciertos completos que Zappa y su extraordinaria banda ofrecieron los días 9 y 10 de diciembre de 1973.

Pero Dickie’s such an asshole recién vio la luz, quince años después, en otro disco en vivo, Broadway the hardway (1988), esta vez dirigida al presidente de turno, Ronald Reagan. En esta versión combina la letra original, acerca de Nixon y Watergate, con irónicas menciones a la inhumana medida implantada por la administración Reagan para subalimentar a presos peligrosos con raciones de pésima calidad -incluso en su momento se llegó a decir que contenían pequeñas cantidades de “tranquilizantes”- conocidas como “confinement loaf” (comida de encierro). No es difícil imaginar una versión actualizada de Dickie’s such an asshole con Donald Trump (¿Donnie?) como protagonista de esta canción cuya última estrofa es: “The man in the White House… oooh! He’s got a conscience black as sin! There’s just one thing I wanna know: How’d that asshole ever manage to get in?” (El tipo en la Casa Blanca… uhhh, ese tiene la conciencia negra como el pecado. Solo quiero saber una cosa: ¿Cómo se las arregló este idiota para entrar?)

Frank Zappa (1940-1993) siempre dio en el blanco cuando se trataba de decir incómodas verdades al establishment. Desde sus duras críticas a la cultura hippie de fines de los sesenta hasta su participación en las sesiones del Congreso, en 1985, oponiéndose a la censura que la PMRC, grupo liderado por la esposa de Al Gore, Tipper Gore, impuso a las letras de diversos músicos de pop-rock y heavy metal; sus lúcidas y afiladas argumentaciones molestaban tanto a demócratas como a republicanos.

Por ello y, a pesar de su importancia artística, Zappa fue borrado del imaginario colectivo tras su muerte, un hecho que viene siendo corregido por recientes documentales como Eat that question (Thorsten Schütte, 2016) y Zappa (Alex Winter, 2020), que permiten, tanto a los conocedores de su trayectoria como a quienes desean enterarse de quién fue y qué hizo para ser tan temido por los medios y los gobiernos de EE.UU., conocer a fondo a este irreverente músico y pensador norteamericano.

Pero, en lugar de imaginar qué habría dicho Zappa sobre Donald Trump, revisemos qué opinaba acerca de este odioso personaje. En una entrevista de 1989 concedida a la revista High Times, el periodista y crítico de rock Elin Wilder le comenta al compositor una encuesta según la cual el mayor anhelo de los jóvenes norteamericanos al salir del High School (es decir, la Secundaria) era “hacer dinero” y que veían a Donald Trump como “su héroe”. A esto, Zappa comentó: “… ese dato es una muestra de lo que es la vida en Norteamérica. Es un buen indicador del fracaso de la educación estadounidense. Si Donald Trump es el ídolo de los adolescentes americanos y esos adolescentes no pueden leer, escribir, ni siquiera sumar ni restar ¿Qué podemos esperar de eso?” La respuesta la vivió y sufrió Estados Unidos entre 2017 y 2021.

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