[MÚSICA MAESTRO] Hace unas semanas comentábamos acerca del nuevo ingreso de los Beatles a las primeras planas a través de Now and then, canción construida meticulosamente con retazos de grabaciones hechas en tres años distintos y muy alejados entre sí -1977, 1995 y 2023- y a nuestros oídos regresaron también las creaciones del Fab Four, que tenían en John Lennon -cantante, compositor y multi-instrumentista altamente eficiente en guitarras, pianos y armónicas- una de las dos grandes columnas que sostuvieron aquella máquina de éxitos musicales y logros artísticos.

Como sabemos, los Beatles fueron, básicamente, una entidad en las que cada individuo valía en función a lo que aportaba a la suma de las partes. Pero dentro de ese innegable trabajo de equipo, John y Paul tuvieron siempre un peso mayor al de George y Ringo, sin ser más importantes unos que otros. Y, en un tercer nivel de análisis de las estructuras beatlescas, se suele pensar que si McCartney simbolizaba, en lo musical, el lado más amable -por decirlo de alguna manera- mientras que en lo administrativo se mostraba calculador y orientado al negocio; Lennon poseía un perfil musicalmente más confrontacional y una visión despreocupada en cuanto a los aspectos comerciales de pertenecer a una banda de rock, más cercano al pragmatismo de Ringo y a la espiritualidad de George, aunque de una forma menos etérea que la del entrañable autor de joyas como Something, While my guitar gently weeps o Here comes the sun.

Esta definición de personalidades al interior del grupo, que ya se intuía en las composiciones de The Beatles, el romanticismo de Paul en Yesterday, Blackbird o Michelle frente a la oscuridad de John en Dear Prudence o Help!, el pop barroco de Macca en Penny Lane o Eleanor Rigby frente al rock ácido de Johnny en Happiness is a warm gun o Tomorrow never knows -aunque todas venían siempre firmadas por ambos como muestra de ese trabajo conjunto al que hacíamos referencia- se hizo aún más evidente en lo que hizo John Lennon como solista entre 1969 y 1980, año en que se produjo su lamentable asesinato en New York, un día como ayer, 8 de octubre, a las 10 de la noche.

La llegada de Yoko Ono (Japón, 1933) marcó un antes y un después en su vida personal y artística. Desde los cambios físicos -los pelos y barbas largas, los lentes redondos, los trajes blancos- hasta sus intentos por hacer música vanguardista con aquella triada de álbumes publicados entre 1968 y 1969 -incluso se atrevió a emular al compositor experimental norteamericano John Cage (1912-1992) con dos minutos de silencio en el LP Unfinished music No. 2: Life with the lions-, publicados en medio del desmoronamiento de la química de su banda, todo lo relacionado a su intensa relación con esta eterna aspirante a diva del avant-garde, que inició mientras aun estaba casado con Cynthia, la madre de su primer hijo Julian -a quien Paul McCartney compusiera Hey Jude- impregnó sus actividades y decisiones, elevando a la potencia aquel perfil que iba de lo libertario a lo díscolo, con serias preocupaciones sociales manifestadas desde la cínica ironía y ocasionales arranques de extravagancia y agresividad.

Así, Lennon pasó de declarar que los Beatles eran más populares que Jesucristo en 1966 -un hecho que trajo reacciones extremadamente violentas como la incineración pública de discos del grupo- a aparecer, dos años después, junto a Yoko completamente desnudos en la carátula del LP Unfinished music No. 1: Two virgins, el primero de esos lanzamientos experimentales, repletos de los insufribles alaridos de Yoko que harían palidecer a la mismísima Chilindrina en frenesí llorón (lo único rescatable es la viñeta Remember love, con arpegios al estilo de Julia), para luego hacer titulares en el mundo entero con su protesta pacifista en la cama, primero en un hotel de Holanda y luego en Canadá, en junio de 1969, desde donde grabó, guitarra acústica en mano y a grito pelado, ese himno antibélico llamado Give peace a chance -lanzado apenas dos meses después de The ballad of John and Yoko, grabada con los Beatles-, su primer single en formato convencional.

En los once años de su carrera en solitario, Lennon se paseó entre la polémica, el brillo musical y el activismo político a través de sus canciones y apariciones públicas. En diciembre de 1968, aun en actividad con los Beatles y en medio de sus jugueteos con la música concreta, la manipulación de cintas y los gritos de su flamante novia-como en esos insoportables veinte minutos titulados John & Yoko, del Wedding album-, una invitación de su amigo Mick Jagger para participar en el especial de televisión de los Rolling Stones, Rock and Roll Circus, terminó con la formación de un supergrupo, The Dirty Mac. Sus integrantes eran, todos, parte de la realeza del rock de esa época: Keith Richards (bajo), Eric Clapton (guitarra) y Mitch Mitchell (baterista de The Jimi Hendrix Experience) se unieron al Beatle para interpretar una desgarrada versión de Yer blues, clasicazo de The White Album, una rareza que se mantuvo oculta al público hasta 1996, en que se lanzó de forma oficial.

Luego de Give peace a chance, siguieron un par de singles más, Cold turkey e Instant karma! (We all shine on), grabados en los estudios Apple con Phil Spector como productor asociado. En 1970 aparecería el primer larga duración de John Lennon de pop-rock, titulado simplemente John Lennon/Plastic Ono Band, en referencia al grupo de músicos que solía acompañarlo, entre quienes estuvieron ocasionalmente George Harrison, Ringo Starr, Eric Clapton, Billy Preston, el bajista Klaus Voorman, el baterista Alan White -antes de unirse al quinteto de rock progresivo Yes- y, por supuesto, Yoko. Con ellos también grabó Imagine (1971).

En estos dos discos Lennon se mueve entre la introspección autobiográfica –Jealous guy, Isolation, Mother-, referencias a su ex banda –Hold on, con la melodía que usó para Sun King, del Abbey Road; o How do you sleep? en que lanza venenosos dardos a Paul McCartney- y baladas de tono reflexivo/confesional como Working class hero, Love, God y la archiconocida Imagine, himno utópico a la búsqueda de un mundo más solidario y humanista, algo cada vez más imposible de conseguir en estos tiempos. Ese mismo año lanzó dos singles más, el alegato democrático Power to the people y Happy Xmas (War is over). Ambas, junto con Gimme some truth -también del LP Imagine- y la mencionada Give peace a chance, conforman el canon básico del discurso pacifista y político de John Lennon, temas que fueron desapareciendo poco a poco de sus composiciones, pero no de sus actividades fuera de los escenarios.

La vida pública de John Lennon y su inseparable esposa Yoko Ono estuvo marcada por un poderoso compromiso por diversas causas sociales e incluso se le llegó a relacionar con movimientos políticos de izquierda. Sus manifestaciones contra la guerra de Vietnam, su constante apoyo en marchas -megáfono en mano- y conciertos en defensa de los derechos civiles y canciones abiertamente politizadas como John Sinclair (dedicada a un conocido escritor y activista de izquierda), Angela (para la célebre comunista afroamericana Angela Davis) o The luck of the Irish (sobre los sucesos que convulsionaban Irlanda en ese entonces) lo pusieron en la mira del FBI -el cantante vivía en New York desde 1971- y del gobierno de Richard Nixon, que trató de deportarlo en varias ocasiones, a pesar de considerarlo “poco peligroso por su permanente uso de narcóticos”.

Las canciones mencionadas aparecen en el álbum Some time in New York City, el mismo que contiene la legendaria colaboración de John y Yoko con The Mothers Of Invention, que terminó en polémica por la violación a los derechos de autor perpetrada por Lennon (ver aquí). En aquel disco figura también uno de los títulos más controvertidos de Lennon, Woman is the nigger of the world. El uso del término despectivo “nigger” generó, en su momento, gran confusión respecto de esta canción que es, en realidad, una ácida crítica contra la cosificación de la imagen femenina en la televisión. En este doble, mitad en estudio y mitad en vivo, la profusa participación vocal de Yoko Ono termina contaminando su escucha, algo que también ocurrió lastimosamente años más tarde, en 1980.

Entre 1973 y 1975, John Lennon publicó tres álbumes más: el atmosférico Mind games (1973), que contiene el soñador tema-título, un retorno a las formas musicales introspectivas de sus primeros discos, y una nueva referencia a su pasado Beatle en la canción Out the blue, usando los mismos acordes del clásico Sexy Sadie (The White Album). En 1974 apareció Walls and bridges, de sonido mucho más ecléctico, donde encontramos la famosa colaboración con Elton John, Whatever gets you thru the night (aquí la versión en vivo, con la banda del hombre del piano, en el Madison Square Garden), el bolero Bless you y hasta un instrumental en clave de funky, Beef jerky. Durante este tiempo, John estuvo separado de Yoko e inició una relación sentimental con su asistente personal y creativa May Pang, en lo que se conoció como “el fin de semana perdido”.

Cierra este ciclo el disco Rock and roll, publicado a inicios de 1975, en el que rinde homenaje a su adolescencia, desde la carátula con una foto suya tomada en la puerta de una casa en Hamburgo (Alemania), con versiones de clásicos del rock, soul, R&B y blues, entre los que destacan Be bop-a-lula (Gene Vincent, 1956), Sweet little sixteen (Chuck Berry, 1958) y Stand by me (Ben E. King, 1961). En octubre de ese mismo año, debido al nacimiento de Sean, su único hijo con Yoko Ono, Lennon decide retirarse de la actividad musical para cumplir su rol de padre, un largo paréntesis que duraría cinco años, en que reapareció con nuevos bríos y un álbum, titulado Double fantasy, grabado en New York tras un liberador viaje de vacaciones en la isla caribeña de Bermuda.

La crítica especializada vio, al principio, este retorno como demasiado “cursi” pues todas las canciones -siete de John y siete de Yoko- se centraban en su vida familiar. La animadversión por este edulcorado giro en las nuevas canciones de Lennon hizo que se pasaran por alto sus extraordinarias melodías, letras positivas, sofisticada producción e instrumentación. Desde la carátula, que mostraba a la pareja dándose un tierno beso, Double fantasy era testimonio del recuperado optimismo del ex Beatle. El disco, lanzado por el sello Geffen Records, se publicó en a comienzos de noviembre de 1980. Nadie sabía lo que iba a ocurrir tres semanas después, el 8 de diciembre.

El execrable crimen de Mark David Chapman, quien aun cumple condena en la Institución Correccional Green Haven de Beekman, New York -la tercera desde su encarcelamiento en 1981-, conmocionó al mundo de la música y de la cultura en general. Muchos fanáticos de los Beatles que vivieron aquel momento lo recuerdan como el más triste de sus vidas. Apenas tenía 40 años cuando las balas de ese enloquecido y obsesionado seguidor lo fulminaron en la puerta del edificio Dakota, ubicado a pocos metros del Central Park, en el corazón de Manhattan. Tras el lamentable hecho, Double fantasy se convirtió en un éxito de ventas y canciones como (Just like) Starting over, I’m losing you, Beautiful boy, Watching the wheels y, especialmente, Woman, se convirtieron en clásicos de inmediato.

Con la colaboración de un elenco variado de músicos, Lennon dejó material grabado que bastó para lanzar un álbum póstumo, Milk and honey (1984) del cual se extrajo el single Nobody told me, que compuso originalmente para cedérsela a su viejo amigo Ringo Starr. Dos años después, aparecería un disco con tomas alternas de varias canciones del periodo 1973-1975, llamada Menlove Ave. En años posteriores, decenas de recopilaciones y remasterizaciones de la obra musical de John Lennon han mantenido vigente su genio y figura, convirtiéndolo en un ícono del siglo XX. Del mismo modo, numerosos libros han ofrecido análisis profundos de su vida. En cuanto a producciones audiovisuales dedicadas al ex Beatle, destacan Imagine (Andrew Solt, 1988), The U.S. vs. John Lennon (David Leaf, 2006) y John & Yoko: Above Us Only Sky (2018).

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[MÚSICA MAESTRO] Lionel Richie y Earth Wind & Fire, astros de la época dorada de la música pop norteamericana de los años setenta y ochenta, desarrollaron una gira en conjunto llamada Sing a song All night long -título que une los nombres de dos superhits de ambos- por varias ciudades de Estados Unidos y Canadá con tremendo éxito de convocatoria, demostrando una vez más que, a pesar de las tendencias masivas de la música popular y comercial actual, que se ubican en el extremo más oscuro y enmierdado de la simplonería, el mal gusto y la poca trascendencia, estos pesos pesados aún tienen mucho para dar. Ambos artistas, naturales de Chicago, Illinois, coincidieron por primera vez sobre los escenarios tras más de cinco décadas de trayectoria y, como quedó claro después de verlos, tienen cuerda para rato.

Earth Wind & Fire dio inicio al cartel, aunque resulta difícil considerarlos teloneros. Más bien se trata, como cuando se juntaron con Chicago en el 2015, sus otros célebres paisanos, de un espectáculo compartido, dos conciertazos de primer nivel en un solo día. Los “Tierra, Vienta y Fuego” -como los presentaban nuestras radios y canales de televisión de los años ochenta- han cambiado mucho con los años, especialmente desde la muerte de su fundador y líder espiritual, el cantante, compositor, productor y percusionista Maurice White (1941-2016). El personal actual de la banda es una combinación de tres integrantes originales con músicos más jóvenes y su fantástica iconografía inspirada en los elementos naturales y el misticismo egipcio también se han ido. Lo que se mantiene inalterable es su capacidad para sacudir al público con ese intenso ritmo que tiene de soul, funk, jazz, R&B y pop y esas canciones que, a cinco décadas de distancia, siguen emocionando y conmoviendo como cuando fueron escuchadas por primera vez.

Ante más de veinte mil personas reunidas en la impecable Amalie Arena de Tampa (Florida, Estados Unidos) -un coliseo de hockey sobre hielo y basketball de alto nivel que también es plaza fija para las giras de grandes artistas- Earth Wind & Fire nos regalaron un setlist de lujo, que convocó al pasado pero en medio de un ambiente rodeado de pantallas gigantes, proyecciones en alta resolución y un sonido estupendo. Ralph Johnson (72), Philip Bailey (72) y Verdine White (72), los únicos miembros originales de la alineación que registró los mejores éxitos del colectivo entre 1970 y 1985, dirigen a esta (ya no tan) nueva versión de EWF y mueven a la gente con cada una de sus intervenciones.

Ralph Johnson, antes baterista y cantante, hoy sale al frente de la línea de coristas mientras su labor tras los tambores es realizada a la perfección por John Paris, en la banda desde el 2001. Philip Bailey cubre sin problemas el tono barítono del caído Maurice -a quien, literalmente, le debe la vida musicalmente hablando- y sigue siendo capaz de lanzar esas características e imposibles notas agudas -aunque ya no todo el tiempo, por cierto- y es apoyado, cuando necesita un respiro, por David Whitworth y su hijo Philip Doron. Los cuatro, además, tocan todas las percusiones que pueden, contribuyendo a la polirritmia habitual sin atropellarse unos a otros. Y Verdine, aunque ya no le alcanza para correr y saltar sin parar por todo el escenario y más allá, hoy no se contorsiona tanto pero sigue bailando con todo el ímpetu que le permiten sus años, mientras coloca esas notas de bajo que le dan peso a las creaciones de Maurice y compañía, uno de los cuerpos de trabajo musical más importantes para la identidad afroamericana contemporánea.

Desde las alegres y archiconocidas September (The best of Earth Wind & Fire, Vol. 1, 1978), Boogie wonderland (I am, 1979) y Let’s groove (Raise!, 1981) hasta las románticas Reasons (That’s the way of the world, 1975), After the love is gone (I am, 1979) o Fantasy (All ’n all, 1977), la máquina musical de Earth Wind & Fire estremeció a la multitud y aseguró el sano disfrute que todos buscamos cuando vamos a un show en que la calidad y la trayectoria son credenciales básicas.

El homenaje a Maurice White llegó, como es habitual, cuando tocaron That’s the way of the world, ese himno en clave de soul que habla de ser buenos seres humanos, solidarios y cariñosos, que le da título al sexto álbum de esta entrañable banda. El icónico solo de guitarra, grabado en 1975 por Johnny Graham, es ahora responsabilidad del músico ruso Serg Dimitrijevic, integrante estable de Earth Wind & Fire desde hace una década. En las gigantescas pantallas LED, imágenes de la banda en sus años dorados, abrazándose antes de salir a escena, grabando, bailando y sonriendo. Toda una celebración del mensaje que Maurice quiso entregar mientras estuvo en este mundo, hoy convertido en un lugar insufrible de chabacanería, corrupción, criminalidad y guerras.

La dirección musical actual, a cargo del tecladista Myron McKinley y el guitarrista Morris O’Connor, que intercambia solos con Dimitrijevic y posee un estilo más pegado al funky clásico de sus predecesores Al McKay y Graham, asegura un respeto profundo por los brillantes arreglos originales, pero también se permiten ofrecer sus propios aportes, siempre en la línea de sofisticación que hacen de estas composiciones, obras capaces de superar el paso de las décadas. La transformación que hicieron, allá por 1978, de Got to get you into my life de The Beatles, para una película en la que interactuaron con Peter Frampton, los Bee Gees y Aerosmith, es uno de los temas más celebrados por los fans profundos del grupo.

La sección de vientos, integrada por Gary Bias (saxo), Reggie Young (trombón) y Bobby Burns Jr. (trompeta) se luce durante la hora y media que dura el concierto. Desde que la banda comenzó sus andanzas a inicios de los setenta, los metales fueron una de las marcas registradas del grupo -como también lo fueron en bandas contemporáneas como Kool & The Gang, Chicago o Blood Sweat & Tears- pero con una identidad propia, marcando con acentos rotundos las canciones más bailables y adornando con elegancia los temas lentos. En esta oportunidad, Earth Wind & Fire cerró su participación con In the stone (I am, 1979), que inicia precisamente con una épica salva de vientos, en su momento registrada por la legendaria retaguardia de The Phenix Horns. Así se despidieron, dejando al público con una enorme sonrisa en los labios, preparados para lo que seguía…

«Hello… is it me you’re looking for?» se escuchó pero el escenario estaba vacío, iluminado por la enorme pantalla LED. En una fracción de segundo, el público de las zonas delanteras volteó y descubrió a Lionel Richie, que emergía lentamente, de pie sobre una plataforma que lo traía desde abajo. La clásica instrumentación de esta sentimental balada del año 1983 -suaves acordes de piano y una melodía de sintetizadores asemejando una caricia- sonaba exactamente como la escuchábamos de niños, en aquel videoclip que contaba la historia de una conexión romántica entre un maestro ceramista y su joven alumna invidente. La voz de Lionel (74) suena tan clara como siempre, sin cambiarle de escala tonal a la canción, algo que suelen hacer los artistas de su generación. Y lo que siguió fue un show luminoso de emociones, recuerdos y mucho ritmo.

Pero si lo de Earth Wind & Fire gira en torno al trabajo en equipo y a una manifiesta vocación por lo social o comunitario, lo de Lionel Richie apunta más a lo personal, lo íntimo. Y no solo por sus baladas 100% dedicadas al amor profundo de pareja -independientemente de si es sugerente de contacto físico o no-, un tema que no forma parte de las agendas actuales ni de artistas ni de públicos; o a sus canciones para arrancarse a bailar con coreografía y todo, sino porque además él es, por encima de todo, el centro del show. Sin ir en desmedro de sus probadas e innegables dotes como compositor, cantante y pianista, hay en Lionel Richie mucho de divo, de glamoroso popstar, siempre bien vestido y arreglado. Cuando terminó de entonar Hello -de su segundo disco como solista, Can’t slow down (1983)- el estadio parecía levantarse del suelo a causa del rugido de miles de enfervorizadas voces femeninas, de la generación de Madonna, Cyndi Lauper y Michael Jackson.

Y es que el cantautor sabe a la perfección que esas canciones remueven la nostalgia por aquellos tiempos en que el romanticismo no era impopular y que la música servía como prólogo para aquello que después pudiera suceder entre cuatro paredes, en privado, una tradición que la música afroamericana conoce desde los tiempos de Marvin Gaye y Smokey Robinson. Canciones como, Stuck on you (Can’t slow down, 1983), My love o Truly -ambas de su primer LP, titulado simplemente Lionel Richie (1982)- hacen vibrar los corazones de su público.

A lo largo del concierto, el ex integrante de los Commodores -banda de soul, R&B y funk en la que además de cantar, tocó piano y saxo entre 1969 y 1981-, se paseó por los mejores momentos de su corta pero sustanciosa discografía como solista, intercalando estas canciones románticas con aquellas que fueran infaltables en fiestas de barrio durante los ochenta como Running with the night (1983), Dancing on a ceiling (1986) o You are (1983). Entre canción y canción, el artista se da tiempo para conversar con el público, hacer bromas y contar anécdotas. En la noche de Tampa, tuvo además entre los asistentes a uno de sus ex compañeros en aquella banda, Thomas McClary, a quien rindió homenaje por ser “su gran compañero en la música”.

Precisamente, una de las canciones más aplaudidas de la velada fue Easy, del quinto álbum de los Commodores, de 1977, en la que destaca el solo de guitarra de McClary. Greg Suran le hace honores al icónico sonido distorsionado de la versión original que fuera grabada en 1992 por la banda de metal-funk Faith No More, para su cuarto disco compacto Angel dust. Pero hubo otras canciones de la larga historia de Richie junto a los Commodores. Desde las tiernas Three times a lady (Natural high, 1978), Sail on y Still (Midnight magic, 1979) hasta las discotequeras Lady (You bring me up) (In the pocket, 1981), Fancy dancer (Hot on the tracks, 1976) y Brick house (Commodores, 1977), el amplio catálogo de esta primera etapa de su trayectoria fue cubierto satisfactoriamente.

Hubo dos momentos especialmente notables del concierto. El primero, ya pasadas los dos primeros tercios, fue cuando Lionel Richie, en una rutina que viene haciendo desde hace ya algunos años, cantó Endless love -la fenomenal balada de 1981 que grabó a dúo con Diana Ross, para una olvidada película del mismo nombre- a dúo con el público. En su alocución, Richie invitó a “las miles de Diana Ross que están aquí esta noche” a cantar con él las líneas que correspondían a la legendaria vocalista de The Supremes. Una excelente forma de estimular la participación del público en sus conciertos. El segundo fue la emotiva interpretación que ofreció de We are the world, recordada canción que compuso junto con Michael Jackson y que recaudara, en 1985, millones de dólares para ayudar a las hambrunas en el África. Luego de eso, el fin de fiesta llegó con la esperada All night long, que con sus ritmos africanos y caribeños hizo saltar a todo el mundo en 1984 y que, hace pocos meses, hizo lo propio en la fiesta por la coronación del Rey Carlos de Inglaterra.

Un párrafo aparte para la banda que acompaña a Lionel Richie, desde hace ya algunos años. Además del mencionado Greg Suran (guitarra), tiene como base rítmica a Ethan Farmer (bajo) y Oscar Seaton Jr. (batería) mientras que en teclados, saxos, armónica y coros, brilla el ítalo-norteamericano Dino Soldo. Además de ser extremadamente eficientes, colaboran todo el tiempo con Richie haciendo coreografías, comunicándose visualmente con el público en todo momento e imprimiendo un sello propio a estas canciones inolvidables. Lionel Richie y Earth Wind & Fire nos recordaron que, alguna vez, la música fue, además de un cúmulo de destrezas interpretativas, un acto de magia capaz de convertir, por tan solo un par de horas, al mundo en un lugar mejor.

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[MÚSICA MAESTRO] Desde las primeras semanas tras su amarga separación en 1970, las noticias de una posible reconciliación de The Beatles comenzaron a rondar, entre medias verdades y abiertos inventos, las redacciones de los medios especializados en música popular más importantes de Inglaterra y Estados Unidos.

Rumores de conversaciones telefónicas entre Paul y John, colaboraciones de Ringo y Paul en los primeros discos solistas de George, cualquier movimiento o comunicación entre los cuatro camaradas, todo era buen motivo para que las páginas de New Musical Express y Melody Maker crearan ilusiones entre los seguidores del grupo.

Se llegó a especular, casi a finales de los setenta, que los cuatro de Liverpool se habían juntado a escondidas bajo un extraño nombre, Klaatu, para hacer de las suyas (ver nota aquí). Por cierto, todas estas ilusiones tenían pleno sentido pues los músicos seguían productivos, publicando discos individuales -entre 1970 y 1979 Ringo lanzó siete álbumes, George ocho, mientras que John y Paul, diez cada uno- y cruzando, de vez en cuando, sus caminos personales y artísticos.

El asesinato de John Lennon (40) en 1980 en New York anuló para siempre la posibilidad de que los Beatles se reunieran de nuevo en el mundo de los vivos. Y dos décadas después del lamentable crimen de Mark David Chapman, en el 2001, el sensible fallecimiento de George Harrison (58), fue un nuevo latigazo de aquella inexorable realidad.

A pesar de ello, los Beatles y su impresionante legado artístico jamás abandonaron el imaginario colectivo de las siguientes generaciones. A través de los años, la vigencia de sus canciones ha perdurado venciendo tendencias, colocándose varios niveles por encima de las categorías que ellos mismos ayudaron a crear -rock clásico, pop barroco, psicodelia, avant-garde- y convirtiéndose en figuras legendarias ajenas a la paulatina y creciente decadencia de los gustos de las masas modernas, negándose a desaparecer. Gracias a su auténtica calidad y trascendencia, las grabaciones que John, Paul, George y Ringo realizaron entre 1962 y 1970 son obras maestras del arte mundial, reverenciadas como las pinturas de Leonardo da Vinci, las películas de Charles Chaplin, los personajes de Walt Disney o los libros de Miguel de Cervantes Saavedra.

Pese a las ausencias físicas de Lennon y Harrison, los amantes de la música de los Beatles pudieron siempre mantenerlos unidos, a través de dos misteriosos mecanismos naturales: los recuerdos y los sueños. Las miles de personas que los vieron por televisión en 1964 en el show de Ed Sullivan, los enfervorizados fanáticos que ni siquiera los dejaron cantar en el Shea Stadium de New York un año después o los atónitos transeúntes que se ganaron con su concierto en el techo de Savile Row, Londres, el 30 de enero de 1969, deben haberlos recordado y soñado infinidad de veces durante sus vidas, iluminadas por la fortuna de haberlos vistos juntos haciendo lo suyo, en pleno uso de sus facultades.

Hace unas semanas la tecnología, esa creación artificial que el ingenio humano ha puesto al servicio de las civilizaciones para toda clase de fines, se une esta vez a los naturales recuerdos y sueños para devolvernos al grupo y traernos una nueva canción, trabajada en 2023 por Paul McCartney (81) y Ringo Starr (83), los dos Beatles que aún están entre nosotros, usando para ello grabaciones recuperadas de John Lennon y George Harrison, fechadas en 1977 y 1995, respectivamente.

La canción se llama Now and then (De vez en cuando) y representa, más allá de las razones que se puedan esgrimir para no considerarla un nuevo clásico beatlesco, comparable a gemas de la música pop como I want to hold your hand, Strawberry fields forever, Penny Lane, Something o Let it be, un homenaje y un trabajo de amor a una herencia artística entrañable e imperecedera. Como anotó hace unos días un crítico musical en una publicación británica, su sola existencia es más importante que los detalles de su sonido. Por otro lado, no es la primera vez que los Beatles regresan en formato tecnológico.

Now and then pertenece a un grupo de canciones que John Lennon compuso y grabó de manera artesanal en su departamento del edificio Dakota, a pocos metros del Central Park en el corazón de New York, allá por 1977. Yoko Ono, viuda de Lennon, le alcanzó esas cintas a Paul McCartney en los años noventa, proponiéndole que la banda se encargara de terminarlas. Así, la mujer históricamente sindicada como responsable de la ruptura de la mágica amistad que unía a los Beatles desde sus años escolares, se encargó de reunirlos en un acto de (in)voluntaria justicia.

De ese mismo paquete de temas inconclusos salieron los singles Free as a bird y Real love, que McCartney, Starr y Harrison construyeron en 1994, junto al productor Jeff Lynne, líder de Electric Light Orchestra y colaborador de Harrison, tanto en su álbum Cloud nine de 1987 como en el supergrupo Traveling Wilburys (junto a Bob Dylan, Tom Petty y Roy Orbison) y que fueron incluidos en el megaproyecto The Beatles Anthology -tres álbumes dobles y una colección de videos con materiales nunca antes vistos y oídos del Fab Four-, que vio la luz en 1995 y fue éxito de ventas millonarias a nivel mundial.

De hecho, Now and then fue también revisada para formar parte de esas antologías pero no logró superar las dificultades técnicas que planteaba la baja calidad de la cinta original. Como se viene contando con amplio detalle en notas de diversas webs especializadas en todo lo relacionado a los Beatles, George Harrison rechazó, en su momento, la canción Now and then por estos problemas y Jeff Lynne consideró muy difícil recuperar la voz de Lennon pues no contaban con la tecnología suficiente para alcanzar un resultado óptimo que hiciera justicia al esfuerzo. Casi treinta años después, los nuevos softwares de edición de sonido han hecho posible el procesamiento de aquella demo casera para, a partir de allí, redondear lo que se lanzó a principios de noviembre de este año como «la última canción de los Beatles».

Como ocurrió con Real love y Free as a bird, Paul y Ringo grabaron pistas nuevas de bajo, batería y voces, mientras que la guitarra acústica y el solo de slide de George provienen de las sesiones de 1995, todo unido al piano y voz de Lennon, extraídos de la grabación original de finales de los setenta. Un trabajo de edición sonora que no es para nada una novedad en el mundo del pop-rock pues se practica desde mediados de los años sesenta, con la salvedad de que aquí se usaron fuentes de audio registradas con veinte y treinta años de distancia entre ellas.

Gracias a la sofisticación de la tecnología actual, el resultado final elimina toda imperfección que pudiera esperarse del copy-paste de registros tan diferentes/desiguales. McCartney además agrega pianos, órganos y colabora con Giles Martin -hijo de Sir George Martin, «el quinto Beatle» fallecido en 2016- para los arreglos de una sección de cuerdas que le da a Now and then un acabado sinfónico elegante y profundo, una característica del sonido clásico del grupo, especialmente si pensamos en su etapa intermedia a la que pertenecen temas como Eleanor Rigby, A day in the life o Here, there and everywhere.

Now and then debutó como #1 en Inglaterra y Estados Unidos, como era de esperarse. El videoclip combina imágenes de las diversas etapas de la banda -la Beatlemania de monocromáticos uniformes y peinados idénticos, la psicodelia de Sgt. Pepper/Yellow Submarine/Magical mystery tour, las grabaciones de Let it be y el álbum blanco, los videos finales de Abbey Road- con las sesiones de 1995 para The Anthology y las más recientes de Ringo y Paul, en un collage audiovisual que despierta emociones en todos nosotros, fans incondicionales y agradecidos por tantas imágenes y sonidos que aportan luminosidad en momentos grises como los que hoy padecemos a nivel nacional e internacional. El video acumuló más de 30 millones de reproducciones en YouTube a poco más de un mes de haberse publicado. Paralelamente, un video de doce minutos titulado Now and then: The last Beatles song, presenta la historia del tema contada por sus protagonistas.

El tema ha sido incluído en una nueva edición de la clásica recopilación 1967-1970 -el recordado álbum doble de la carátula azul- y, como single, viene acompañado de una nueva mezcla de Love me do, en la versión definitiva con Ringo Starr en batería -grabada originalmente el 4 de septiembre de 1962, toda una simbología que une la primera y la última -hasta ahora- grabación de la formación definitiva de los Beatles en un solo disco, oro en polvo para coleccionistas. La prensa cultural de Inglaterra no hace más que hablar del tema, lo cual nos ofrece una oportunidad para liberarnos por un rato de las babosadas a las que nos somete la actualidad musical en lo que respecta a las modas reinantes en nuestro medio.

En el universo del pop-rock clásico, hay artistas que han hecho de los lanzamientos póstumos un camino discográfico aparte, incluso más copioso que el que dejaron grabado en vida. Casos especiales son, por ejemplo, los de Jerry García (Grateful Dead) y Frank Zappa, quienes solían grabar todos sus conciertos y sesiones con la intención de convertirlos, posteriormente, en colecciones de LPs y CDs. Cada uno de ellos tiene hasta hoy, más de cien discos publicados después de sus fallecimientos en 1993 y 1995, respectivamente, y siguen sumando títulos.

En el caso de los Beatles, por el contrario, los lanzamientos póstumos han sido muy pocos y espaciados. No las recopilaciones, conciertos y remasterizaciones, que son numerosas, desde los dobles 1962-1966 y 1967-1970, editados originalmente en 1973; las dos colecciones de singles Past Masters (1988); hasta el CD 1 (2000) o el documental de tres episodios Get back (Peter Jackson, 2021) que causó gran revuelo desde su estreno en la plataforma Disney +; sino a aquellos lanzamientos que (re)descubren grabaciones inéditas, tesoros escondidos. Después de la mencionada The Beatles Anthology (1995-1996) y Let it be… naked (2003), en el que se escucharon por primera vez las canciones de aquel accidentado álbum sin los arreglos orquestales de Phil Spector, Now and then se inscribe en esta tradición de ediciones póstumas que causan emoción y expectativa por sus contenidos.

El impacto mediático, artístico y comercial de Now and then demuestra que siguen siendo los mejores de todos los tiempos. Los Beatles lo hicieron de nuevo.

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[MÚSICA MAESTRO] Durante años se rumoreó su llegada a nuestra capital, sin concretarse. Miles de fans de The Cure organizaban grupos en Facebook, lanzaban cartas abiertas a los promotores de conciertos pero nada. Problemas de agenda, problemas en la banda, problemas. En plena época de megaconciertos, la visita de The Cure seguía siendo una deuda pendiente para el público limeño. Sin embargo, la espera por la cura a tanta ansiedad llegó la noche del miércoles 17 de abril de hace una década, y con sabor a sobredosis.

Fueron más de tres horas de concierto, quizás el más largo que se haya producido -de un solo grupo- en Lima, suficientes para que The Cure demostrara, luego de 34 años de trayectoria hasta aquel 2013, por qué siempre fue considerado el buque insignia de ese volátil combo de subgéneros que incluye new wave, post-punk, shoegazing, dark rock, gothic rock, dream pop, dance pop, del cual muchísimos grupos no resistieron la prueba del tiempo. Y ¿cuál es el secreto? Ninguno, solo el talento de su líder, factótum y único miembro original Robert Smith. Su virtuosismo, originalidad y carisma han permitido que The Cure perpetúe su estatus de grupo leyenda del rock, no solo de los ochenta sino de todos los tiempos.

En la nota de contracarátula que Perú21 publicó la mañana siguiente mencionaron que, entre los temas que interpretó The Cure, destacó “To me”. Me pareció un ejemplo contundente para graficar el desdén y la ignorancia con los que la prensa convencional trata estos importantes eventos musicales. En televisión el resumen de noticias no podía ser más aburrido: los pleitos verbales entre Ollanta Humala y Nicolás Maduro, el funeral del líder aprista Armando Villanueva, la melindrosa Nadine Heredia y sus poses amplificadas en Canal 7, “el Canal del Estado y no del Gobierno” como suelen repetir a manera de cantaleta todos, cuando saben perfectamente que es del Gobierno y no del Estado, desde siempre. Pero del concierto ni una letra, ni una imagen, ni una mención en el cintillo de titulares. Las notas «más extensas» de los demás diarios -incluyendo la portada de la sección Luces de El Comercio- abundaron en lugares comunes y adolecieron de reseñas aburridas. Incluso hubo uno que tuvo la osadía de poner una foto de Carlos Alcántara viendo el concierto. ¿Ni siquiera la nombradía de esta banda merece que se olviden de las pachotadas de la farándula local? La respuesta es, por supuesto, no.

Dicho eso, hablemos de aquel show. Hubo dos teloneros, a quienes no vi (Kinder y Resplandor) y supongo que, más allá de lo mal o peor que hayan sonado, tuvieron la noche de sus vidas. Bien por ellos. Cuando llegué a mi ubicación en tribuna norte, como a las 9pm., el Estadio Nacional ya lucía casi lleno. Para la polémica quedará decidir si las casi 40 mil personas estaban realmente seguras del grupo que habían ido a ver o, como yo creo, un gran porcentaje habrá salido de allí con rostros somnolientos preguntándose “¿por qué habrán tocado tanto si solo tienen cuatro conocidas?”

En todo caso, Robert Smith (voz, guitarra y una ocasional zampoña), Simon Gallup (bajo), Roger O’Donnell (teclados), Jason Cooper (batería) y Reeves Gabrels (guitarra) prepararon para aquella primera visita al Perú un kilométrico setlist con el que se propusieron complacer a toda su gama de seguidores: desde los más fieles conocedores de su vasta discografía hasta los advenedizos que únicamente han escuchado las mismas tres o cuatro canciones que rotan en las radios desde hace 25 años, desde que se hicieran populares a partir del LP Standing on a beach: The singles (1986) -línea inicial de Killing an arab-, la primera recopilación oficial del grupo; y los videoclips que programaba Gerardo Manuel en Disco Club.

Casi media hora después de la hora anunciada, la música ochentera -en clave new wave del más duro- que se escuchaba de fondo se apagó y comenzó a sonar una inesperada e incomprensible ranchera. Un atisbo de papelón rondó mi mente por un momento: “¿Y si la banda creía que estaba en México?” En fin, nada grave pasó y cuando saltaron al escenario el estadio simplemente estalló. Y The Cure lanzó la primera parte de su concierto, de dos horas de duración, de corrido y sin respirar, intercalando los temas con escuetos «gracias» que a veces sonaban a estornudo. Por allí pasaron temas luminosos como Just like heaven, High, In between days, Friday I’m in love, viñetas mágicas como Open (que abrió la noche), Push, Lullaby, Pictures of you, Lovesong, Fascination street y bombazos oscuros como The end of the world, Play for today, Trust, A forest y One hundred years. Distintas épocas, distintos matices de una banda que llegó a nuestro país sonando mejor que nunca.

La prensa convencional, idiotizada por las cotidianas coberturas a programas y personajes intrascendentes, se fijó principalmente en el sobrepeso de Robert Smith y sus patillas canosas. Sin embargo, nadie apuntó que el cantante, compositor y guitarrista, a cinco días de cumplir 53 años -hoy tiene ya 64 cumplidos- conservaba su voz intacta, tal y como la escuchamos en míticos álbumes como Pornography (1982), The head on the door (1985), Kiss me kiss me kiss me (1987), Disintegration (1989) o Wish (1992), algunos de los discos que más contribuyeron al repertorio que estuvieron paseando, con algunas modificaciones, en esa gira del 2013 que marcó su retorno, después de 25 años, a Latinoamérica.

Simon Gallup, convertido en su lugarteniente desde la primera deserción de Lawrence Tolhurst en 1987, lanzó sus líneas de bajo profundas y muy bien tocadas, desde la distorsión hasta los quiebres jazzeros de The lovecats y la onda disco de Let’s go to bed. Roger O’Donnell, que reemplazó a Tolhurst y es ya parte de la historia de la banda, dominó todo desde sus teclados y aportó mucha emoción durante los temas más oscuros. El baterista Jason Cooper exhibió un pulso más duro que el de su antecesor Boris Williams y Reeves Gabrels, ex guitarrista de aquella banda Tin Machine que David Bowie formara a finales de los ocenta, hizo olvidar completamente a Porl Thompson, con una técnica y filo rockero que acrecentaba la tensión en los momentos más sombríos que ofreció The Cure durante el show, complementando el trabajo guitarrístico de Smith, pletórico en tonalidades graves y punteos aparentemente simples pero capaces de generar esa carga emocional tan característica del grupo.

Luego de esa monumental primera descarga de 25 canciones, el quinteto abandonó el escenario del Estadio Nacional por primera vez. Las noticias en internet ya habían puesto en sobreaviso al público (me refiero al público seguidor de la banda): “The Cure sigue con su costumbre de realizar shows extensos, que pueden llegar a las tres horas de duración”. De manera que era obvio que iban a salir otra vez. Los demás, un tanto aturdidos por tantas canciones «desconocidas», alistaban sus celulares y cámaras digitales para captar el momento en que la banda saliera a tocar Boys don’t cry.

Pero The Cure no hizo concesiones así, tan fácilmente. Como si el concierto comenzara de nuevo, la banda hizo seis canciones más, extraídas del más tenebroso baúl de sus posibilidades sónicas: The kiss, If only tonight we could sleep y Fight del disco Kiss me kiss me kiss me (1987); y Plainsong, Prayers for rain y Disintegration del álbum del mismo nombre pusieron a volar a los conocedores, a sorprender a los nuevos con sentido de la apreciación y a dormir a los poseros, con muros de sonido -cortesía de densas guitarras y teclados – y alaridos vocales que pusieron a prueba a aquel público que esperaba más hits radiales.

Segunda desaparición del grupo. Y aun faltaban canciones. El cierre vino con una colección de temas clásicos, todos en clave más optimista: The lovecats, The caterpillar, la esperadísima Close to me (la “To me” de Perú 21 ¿se acuerdan?) y las festivas Hot hot hot y Why can’t I be you? calentaron lo suficiente a la multitud antes de lanzarle a la cara lo que tanto estaba esperando: Boys don’t cry, ese gran éxito de 1980 que da título al primer-segundo álbum del grupo -en realidad fue un single que después se convirtió en disco-, tocada a un tiempo más acompasado, que hizo saltar a todo el estadio. Para finalizar, dos clásicos más: 10:15 Saturday night y Killing an arab -basada en la novela El extranjero de Albert Camus-, interpretados con furia desatada, algo alucinante si tomamos en cuenta que ya eran más de las doce de la noche y la banda llevaba tocando tres horas y veinte minutos. Una proeza de resistencia y entrega al público.

El sonido y las luces fueron de primera, además de los impresionantes equipos de filmación que la banda trajo, pues piensa elaborar un documental de esta gira. Detrás de los músicos, una inmensa pantalla LED proyectaba imágenes que iban desde referencias a las carátulas de sus álbumes hasta dantescas escenas en blanco y negro, de una resolución sorprendente. Todo un acontecimiento musical y artístico que, a pesar de no recibir el tratamiento debido por parte de la prensa, pudo ser disfrutado por los miles de personas devotas que esperaron tanto la llegada de esta icónica banda británica. Y por los miles de infiltrados que fueron a tomarse fotos para sus Facebook.

Este 22 de noviembre, The Cure nos caerá nuevamente con la misma formación que remeció el Estadio Nacional hace diez años: Robert Smith (voz, guitarra), Reeves Gabrels (guitarra), Simon Gallup (bajo), Roger O’ Donnell (teclados), Jason Cooper (batería) y un integrante más, Perry Bamonte (guitarra, teclados), músico asociado a la historia del grupo, primero como asistente de guitarras en los ochenta y, en la década siguiente, reemplazando por un breve lapso a O’Donnell. La gira, que recorrerá varios países de Latinoamérica, se titula Shows of a lost world, una variación del nombre del que vendría a ser su décimo cuarto álbum con material original, Songs of a lost world, cuyo lanzamiento se viene anunciando desde el año 2022 pero aun no se produce formalmente, a pesar de que vienen circulando canciones en diversas plataformas digitales. A esperar.

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Conciertos en Lima, Robert Smith, The Cure

[MÚSICA MAESTRO] «Déjenme vivir mi vidaaa, yo no soy malo con nadie…» dicen las primeras líneas de Vagabundo soy, uno de los himnos cantineros que hicieron de Iván Cruz una de las personalidades musicales más populares en el Perú, una defensa de la libertad que, supuestamente, todos tenemos de hacer lo que nos dé la regalada gana siempre y cuando ello no afecte a los demás.

Por supuesto que el tema da para el debate y la contradicción -después de todo, la familia y círculos más íntimos siempre padecen las consecuencias del desenfreno individual, por más autodestructivo y solitario que este sea- pero, en todo caso, es parte del imaginario creativo de varios artistas en distintos géneros. Como So what del cuarteto británico Anti-Nowhere League (1981, que fuera reactualizada por Metallica en su álbum doble Garage Inc. de 1998) o A quién le importa de Alaska y Dinarama (1986), el bolero escrito por el chiclayano Julio Carhuajulca en 1975 se inscribe en esa tradición de quien se enfrenta al establishment, se toma unos tragos y se olvida de las opiniones ajenas, desprendiéndose (o escondiéndose, quién sabe…) del paralizante qué dirán.

Esta actitud cercana a la filosofía punk del cantante chalaco, cuyo nombre real fue Víctor Francisco de la Cruz Dávila, lo acompañó toda su vida artística, incluso después de anunciar su sobriedad y entrega al Señor, en búsqueda de paz mental y física. «En su casa -escribió el periodista Ángel Páez en una crónica sobre él publicada en el diario La República, el año 2015- ya no se escucha «¡Salud!» sino «¡Gloria a Dios!»

Las letras de sus canciones más conocidas, muchas de ellas escritas por él mismo, recreaban la atmósfera ideal del submundo oscuro de bares y tugurios que, en cualquier parte del país, fueron siempre refugio para desarraigados, freaks, rebeldes y despechados. Iván -nombre artístico que nació en casa, por asociación con el zar ruso Iván El Terrible (1530-1584) debido a su carácter indomable y conquistador- se convirtió en la voz definitiva de nuestra fauna local de outcasts, término anglosajón que sirve para denominar a los que no encajan en el modelo de la corrección social.

Como mencioné hace un par de años en un artículo acerca del fallecimiento de Guiller (ver nota aquí), otra superestrella de nuestro bolero de cantina, Iván Cruz, con su personalidad lenguaraz, su voz varonil y trémula y esos extravertidos hábitos en el escenario -una especie de Sandro local- lideró a la segunda y última generación de grandes intérpretes de este rubro de la música popular, anclada en ese estilo achorado y melodramático, con una cadena de grabaciones para el sello Infopesa que, de inmediato, se convirtieron en las favoritas del público urbano-marginal que nunca le negó reconocimiento y cariño.

Entre 1977 y 1982, títulos como Mozo, déme otra copa, Me dices que te vas, Dime la verdad (composiciones propias), Ajena (de Manuel Canela Martínez), Sé que me engañaste un día (del español Danny Daniel) y la mencionada Vagabundo soy -inolvidable no solo por su letra sino por esa inconfundible introducción de sección de metales que resume el espíritu de nuestro bolero-, le valieron a Iván Cruz no solo una permanente presencia en las radios sino ventas extraordinarias, un éxito que lo empujó aún más en las adicciones y la vida nocturna acelerada, lo cual le trajo más de un problema familiar.

Su esposa Julia Flores -madre de sus cinco hijos- se mantuvo (casi) siempre a su lado, aunque en cierto momento la estabilidad de aquel matrimonio iniciado en 1966 estuvo seriamente amenazada. A causa de las peligrosas adicciones de Cruz, la pareja se divorció a finales de los noventa, poniendo distancia a una situación que ya estaba fuera de control. En el año 2010 sin embargo, según testimonio de doña Julia, se casaron por segunda vez, una década después de que el cantante decidiera poner fin a sus excesos para iniciar una etapa artística con mensajes evangélicos en sus conciertos. Alejado del consumo de alcohol y drogas, «el bolerista de las canciones pecaminosas» (como él mismo se definía) se reencontró ligeramente con el éxito y la popularidad mediática aunque de una forma menos estridente que en sus años mozos.

Iván Cruz, como Lucho Barrios en Chile o Pedrito Otiniano en Ecuador, tuvo mucho éxito en Venezuela, a tal punto que algunas personas creían, por su forma de cantar, que era venezolano. En ese país, Cruz publicó, para el conocido sello discográfico Top Hits, tres de las diez producciones discográficas oficiales que dejó, según se viene repitiendo en las diversas notas periodísticas aparecidas esta semana tras conocerse su fallecimiento. Como siempre ocurre con nuestros artistas, no existe un registro confiable ni definitivo sobre cuántas grabaciones realizó ni se dispone con facilidad de detalles relacionados a los músicos que trabajaron con él, una lástima para sus nuevos seguidores que deben conformarse con la magra información que circula en internet y redes sociales, siempre incompleta y deficiente.

El bolero cantinero, como subgénero de música popular del Perú, tuvo una fuerte presencia en barrios populares y provincias pero, a diferencia de la salsa, la cumbia e incluso estilos folklóricos nativos como la música criolla, andina y negra, jamás logró dar el salto hacia los gustos de las clases «altas», aunque sus principales tópicos -el despecho, los hábitos noctámbulos y todo lo asociado al engaño/rechazo, transversales a todo estrato- hayan sido utilizados, muy de vez en cuando y de forma extremadamente superficial, como insumos para la diversión de grupos sociales con orígenes y posiciones socioeconómicas opuestas a aquellos en los que se movieron siempre los públicos que abarrotaban los conciertos de Iván Cruz y sus colegas en sus épocas de apogeo artístico.

Otro aspecto sobre el que siempre es necesario insistir, cada vez que un conocido ídolo popular fallece, es el de la contradicción que se establece entre las reacciones alrededor de la noticia. En vida, Iván Cruz fue, durante sus últimos años, una especie de recuerdo pintoresco, invitado de programas de farándula para exponer detalles de su alocadas correrías pero nunca desde un punto de vista orientado al homenaje o la protección de su obra musical.

En ese sentido, el velorio de sus restos, organizado por el Ministerio de Cultura, con post de redes sociales y todo, es solo una manifestación más de esa superficialidad oficial que no tiene nada que ver con las demostraciones de afecto del público que lo escuchó y admiró desde siempre. Al entremezclarse ambas, las falencias del Estado y el fracaso de la educación nacional en todo lo relacionado a cultura popular no quedan claros sino que consiguen pasar inadvertidos en una espiral que se repite una y otra vez.

Olvidados en vida, los ídolos populares de nuestros padres y abuelos van desapareciendo sin ver que se corrija este error de décadas de gobiernos que no invierten en recuperar grabaciones y registros del pasado -ni hablar de políticas de protección estatal para temas más concretos como salud y pensiones por retiro. Iván Cruz, el rey vagabundo del bolero cantinero, murió en el Hospital Naval del Callao, a los 77 años, por complicaciones multiorgánicas ocasionadas por toda una vida de desarreglos que, poco a poco, fueron menoscabando su resistencia física, un destino común en esta clase de intérpretes que siempre están jugando en pared con sus demonios internos, esos que, paradójicamente, son también los motores que propulsan el atractivo tanático que los hace famosos e idolatrados por las masas.

 

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[MÚSICA MAESTRO]  ¿Qué banda del periodo dorado del rock norteamericano -rotulado, de manera indistinta en la prensa especializada, como «arena rock» o «rock de estadios»- ha sido capaz de llevar al formato de canciones algunas de las fantasías más recurrentes en el público masculino? La respuesta inmediata es el quinteto bostoniano Aerosmith que viene, desde 1972, soltando un desprejuiciado y hasta anacrónico blues rock con ligeros tintes de hard rock y heavy metal, cargado de imágenes que son tan machistas que ya hasta risa dan. Y, a un tiempo, son también tremendamente improbables.

Steven Tyler (voz, armónica, piano, 75), Joe Perry (guitarra, coros, 73), Brad Whitford (guitarra, 71), Tom Hamilton (bajo, 71) y Joey Kramer (batería, 73) han estado juntos el 90% de esas cinco décadas, constituyéndose en una de las alineaciones más estables y reconocibles en la evolución de este subgénero rockero que ha logrado ubicarse a mitad de camino entre Led Zeppelin, The Rolling Stones y ZZ Top, para ser inspiración en su camino de agrupaciones posteriores como Guns ‘N Roses, Motley Crue y Lenny Kravitz, solo por citar tres ejemplos.

Curiosamente, a pesar de haber iniciado su trayectoria el mismo año que otros grupos de rock clásico como Queen, Kiss o Styx, solo los muy enterados logran identificar a Aerosmith como una banda setentera, a pesar de que en esa década publicó algunos de sus mejores discos. Ni siquiera su revolucionaria colaboración, en 1986, con los raperos Run DMC para reactualizar uno de sus emblemas, Walk this way, una década después del lanzamiento original de este funk-rock callejero incluído en el LP Rocks (1976), los hizo entrar al panteón del «rock de los ochenta». Fue durante los siguientes diez años que el maleteado quinteto cosechó sus mayores triunfos comerciales, merced a la creación de ciertas escenas que poblaron (y pueblan) la imaginación de adolescentes y adultos de todas las edades, niveles económicos y procedencias.

Seamos sinceros, ¿a cuántos hombres comunes y corrientes les ha ocurrido, en sus vidas cotidianas, que la mujer de sus sueños -que, en muchos casos, no es nadie más ni nadie menos que sus parejas oficiales- los arrincone, con arrebatado entusiasmo, en la cabina de un ascensor? Eso, que solo le ha pasado a un puñado extremadamente minoritario de iluminados el mundo (y a miles en las películas), fue insumo para Love in an elevator, una de las canciones que puso a Aerosmith a competir, codo a codo y durante años, con los barones del grunge y el nu metal, con su estilo anclado en el hard rock que los vio nacer y crecer. El tema de marras está incluido en su décimo álbum Pump (1989) y, como Joaquín Sabina en su canción Aves de paso (Yo, mi, me… contigo, 1996), que estampa la misma escena con una de sus frases de zorro viejo -«la peligrosa rubia de luto que sudó conmigo un minuto tres pisos…»- recreó el lance, muy al estilo gringo, solo con una pregunta de dos palabras, aunque ciertamente con un sentido más procaz: «Going down?»

Steven Tyler, que bien podría pasar como el hermano norteamericano de Mick Jagger por su parecido físico -la delgadez, la boca, los movimientos- es el rostro y vocero principal de Aerosmith y, a pesar de que el grupo sea una reconocida unidad de funcionamiento en conjunto, nadie sería capaz de imaginar a la banda con otro vocalista al frente. Hasta Joe Perry, el extraordinario guitarrista que antecedió una década a Slash en aquello de cubrirse la cara con los pelos y tocar la Gibson Les Paul con pasión bluesera como si la existencia del planeta dependiera de ello, estuvo fuera un tiempo -fue reemplazado brevemente por Jimmy Crespo en 1982- y el grupo siguió adelante. Pero, por supuesto, como ocurre con Jagger y Richards en los Stones, no hay imagen más icónica del Aerosmith clásico -el que más respetan los rockeros de corazón- que ver a Tyler y Perry -los «gemelos tóxicos» o «Toxic Twins» como se les conocía, otra referencia a los Stones, que eran los Glimmer Twins («gemelos brillantes») juntar las cabezas frente a un solo micrófono.

Aerosmith es, después de The Rolling Stones y Led Zeppelin, la banda que mejor encarna al paradigma rockero. La rebeldía impenitente, la imagen desafiante, aparentemente desaliñada y totalmente libre de ataduras de sus miembros. En suma, la encarnación de la conocida tríada «sexo, drogas y rock and roll» con la que los detractores de siempre han pretendido desprestigiar a los talentosos músicos que han desplegado su arte desde mediados de los años 50s.

Esa forma de ser ha terminado, de manera prematura y a veces hasta trágica, con las vidas de muchos artistas y no es para nada recomendable. Los excesos han estado siempre asociados a la vida on the road (de gira) y los músicos de Aerosmith la han asumido casi como si se tratara de algo normal. Definitivamente no son ejemplos a seguir pero, habida cuenta de todos los problemas que pueden llegar a tener, tampoco es algo que pueda hacer cualquiera y sobrevivir para contarlo.

Además, dejaron en el camino un legado discográfico notable, de casi 40 años de trayectoria y definieron lo que es la verdadera fiesta del rock and roll, con todos los matices que estas poseen. Aerosmith desarrolló un estilo rockero por antonomasia, con imágenes de arrolladora influencia en el imaginario colectivo: Steven Tyler es el vocalista decididamente extravagante, capaz de ejecutar exigentes gimnasias vocales y acrobacias físicas, vestido con jirones de telas coloridas que vuelan al viento. Joe Perry y Brad Whitford son dos excelentes guitarristas opuestos en estilo (mientras el primero es afilado, intuitivo y bluesero, a mitad de camino entre Jimmy Page y Slash, el segundo es preciso y cerebral, casi una máquina de riffs y estremecedores solos). Tom Hamilton y Joey Kramer (bajo y batería) son una base rítmica invencible, incansable e intencional, que mide cada uno de sus movimientos dentro del desmadre que arman en cada concierto-fiesta.

Y esa es otra de las características únicas de este quinteto bostoniano en el terreno del hard rock clásico. Desde que Bill Wyman abandonó a los Stones para casarse con una modelo que podría ser su hija, Aerosmith se convirtió en la única banda que llegó al siglo 21 con su formación original inalterable. Es verdad que Whitford y Perry abandonaron al grupo en 1979 pero volvieron en 1985 y desde entonces nunca más se separaron, salvo por los momentos en que Hamilton y Tyler tuvieron que dejar la ruta por serios problemas médicos. Así, unidos y vigentes, Aerosmith realza también otro paradigma rockero: la idea de la banda como círculo familiar, de fuertes lazos emocionales, que atraviesan toda una vida (los cinco tocan juntos desde 1972) y superan toda clase de inconvenientes para llevar adelante su proyecto de carrera musical, que hasta ahora no da señales de desgaste. Hoy en día, los grupos editan dos o tres álbumes, ganan millones de dólares y después se separan para hacer discos en solitario sin la mayor resonancia.

Paradójicamente, estas características que le dan personalidad a Aerosmith son también las que le generan mayores rechazos y críticas, en especial en estos tiempos en que existen corrientes de pensamiento muy fuertes e influyentes que condenan todo lo que suene a rock tradicional, por un lado -no es poco común encontrar cada cierto tiempo que sectores afines al post-rock o a las ondas «indie» despotriquen contra grupos como estos- y, por el otro, porque no resulta socialmente correcto andar apoyando a rockeros abiertamente sexistas, acólitos de la cultura falocéntrica que cosifica a las mujeres y perpetúa todas las malacrianzas de generaciones supuestamente ya superadas.

El problema es que Aerosmith pasó de ser una creíble banda de aguerrido blues-rock a una fábrica de éxitos radiales, predecibles y repetitivos, sobre la base de todos los clichés que uno pueda imaginarse combinados con el estilo peligroso y relajado que se le conoció siempre. Eso, por supuesto, no va en desmedro de su calidad como músicos, que resulta difícil de negar, pero sí levanta sombras entre quienes los ven como anticuados, efectistas o disforzados. El punto es que si te gusta mucho el rock’n roll, muy probablemente no prestarás oídos a esas críticas y subirás el volumen cada vez que en la radio suene cualquiera de las tres o cuatro canciones que forman parte de las programaciones estándar de las radios “rock and pop”.

Durante los años setenta se desarrolló la era más auténtica de Aerosmith, con álbumes como el epónimo debut (1973), Draw the line (1977) o Rocks (1976) que contienen algunas de las canciones fundamentales para entender su esencia. Desde los alaridos de Back in the saddle (1976) hasta la power ballad Dream on (1973), antecesora de sus posteriores baladas construidas casi con calzador para asegurarse el éxito inmediato, pasando por las clásicas Walk this way o Sweet emotion, del tercer LP Toys in the attic (1975), ambas regrabadas en 1986 junto a Run-DMC -para el tercer disco de los raperos neoyorquinos, Raising hell- tenemos claro que Aerosmith se inscribía, con las fogosas guitarras de Whitford y Perry, las habilidades vocales de Tyler y el estupendo trabajo de la sección rítmica de Hamilton en bajo y Kramer en batería -con su infaltable campana o cowbell, como se le llama en inglés a este bloque de madera que le da sonido tan característico a ciertas canciones de esa época- en el canon rockero sin pedirle prestado nada a nadie.

Temas de esas épocas como Big ten inch record (Toys in the attic, 1975) o Same old song and dance (Get your wings, 1974) muestran además el genuino apego de Aerosmith por el blues, el boogie y el R&B de raíces afronorteamericanas, más en la onda de los ZZ Top o los Blues Brothers que de las bandas del metal glamoroso con los que se vieron asociados en la década posterior. En varios discos de ese periodo inicial, Tyler y compañía contaron con el apoyo de secciones de vientos en los estudios, con músicos como Lou Marini (saxos) o los hermanos Randy y Michael Brecker, ampliamente conocidos en el mundo del jazz.

Por supuesto, las actitudes dentro y fuera del escenario de los Aerosmith los emparentó de inmediato, por un lado, con sus contemporáneos Kiss y, por el otro, fueron fuente de inspiración para la generación de Bon Jovi, Poison y Guns ‘N Roses, en estos de los hábitos desenfrenados, la vida salvaje del rockero depredador-de-groupies y el consumo masivo de toda clase de alcoholes y drogas. De hecho, el grupo de Axl Rose y Slash inició su discografía con un cover de Mama kin, uno de los temas del álbum debut de Aerosmith y, hasta ahora, es inamovible de sus repertorios en concierto. Para 1978, la banda fue invitada a participar en la primera edición de un concierto múltiple llamado Texxas World Music Festival, en que Aerosmith compartió escenario con, entre otros, figuras del rock estadounidense como Eddie Money, Ted Nugent, Van Halen y Journey. Y aunque su performance fue notable -como quedó registrado en el VHS Live Texxas Jam que salió al mercado en 1989, los efectos de las adicciones de Tyler y los demás les pasaron una factura que les costó algo de tiempo saldar.

En ese periodo Steven Tyler, hasta la coronilla de drogas, se involucró con Bobbi Buell, una modelo que era, en ese entonces, pareja del reconocido productor, guitarrista, cantante y compositor Todd Rundgren. De aquel enredo nació una niña. Pero su madre, viendo el estado patético de Tyler, prefirió decirle a Rundgren que él era el padre, por lo que fue bautizada como Liv Rundgren. Cuando llegó a la adolescencia, el parecido físico de la muchacha con el vocalista de Aerosmith era demasiado evidente y la historia salió a la luz en 1991, cuando ella tenía 14 años. Rundgren -que por entonces era muy respetado tanto por sus trabajos en solitario como con su grupo de prog-rock Utopia-, en un acto de nobleza poco común para el mundo alborotado del rock, siguió encargándose de la educación de Liv e incluso permitió que la niña se contactara con su padre. Con los años, esa relación se hizo muy sólida tanto en lo personal como en lo laboral. Liv Rundgren Tyler -tal es el nombre de ella actualmente- apareció en uno de los videos noventeros más conocidos de Aerosmith y después floreció como actriz de cine, en películas como Empire Records (1995), Armageddon (1998) o en la trilogía de El señor de los anillos (2001-2003).

Luego de dos discos fallidos -Rock in a hard place (1982) y Done with mirrors (1985), el quinteto volvió con su formación original con el álbum Permanent vacation (1987), su novena producción en estudio, con excelentes canciones como Rag doll, Dude (Looks like a lady) o la balada Angel, insertándose en la onda del glam metal. Allí comienza el renacimiento de Aerosmith como grupo activo y, desde entonces, no pararía hasta convertirse en lo que mencionábamos al principio, que tantas críticas recibe. Premunidos de su bien ganado prestigio, se dedicaron a hacer sucesivos discos y canciones extremadamente predecibles -algunas de ellas de gran factura como What it takes (Pump, 1989), Crazy, Amazing o Cryin’ (Get a grip, 1993)- metiéndose al bolsillo a una nueva fanaticada. Aunque su sonido seguía siendo el mismo, daba la sensación de que ya trabajaban bajo un modelo para asegurar ventas y no con la intuición de antaño, como ocurrió con la premiada balada I don’t want to miss a thing, composición de Diane Warren que fuera parte de la banda sonora del fil Armageddon (1998).

A pesar de las críticas, la banda se mantuvo a flote llenando estadios, compartiendo giras con sus colegas de Kiss o Cheap Trick, pasando residencias en Las Vegas y superando graves problemas de salud, como cuando Tom Hamilton, bajista, fue diagnosticado con cáncer a la garganta y lengua en el 2006. Steven Tyler, reconciliado con la vida, se convirtió en un habitué de programas de concurso -fue jurado en The Voice- y hasta prestó sus cuerdas vocales para una serie de programas científicos para descubrir su sorprendente habilidad para las notas agudas y rasposas. Sus discos posteriores -Nine lives (1997), Just push play (2001), una selección de clásicos del blues Honkin’ on Bobo (2004) y Music from another dimension! (2012)- produjeron, en todos los casos, grandes éxitos como Jaded, Pink o Hole in my soul que fueron incluidas en extensas recopilaciones, boxsets y álbumes en vivo, haciendo de Aerosmith una de las bandas más vendedoras de la historia del rock gringo.

Actualmente, la banda está en stand-by después de cancelar su gira de despedida Peace Out: The Farewell Tour por motivos de salud en varios de sus integrantes. Pero su popularidad se mantiene tan al tope que hasta es parte del universo Disney. Desde 1999, se abrió en el parque temático Hollywood Studios (Orlando, Florida) la montaña rusa cerrada Rock ‘n’ Roller Coaster Starring Aerosmith, una de las atracciones más concurridas. Al ingresar, el público ve al grupo en video invitándolos a disfrutar de la emoción de su música, mientras simulan estar afinando detalles para irse a un concierto. Amados y odiados, los Aerosmith poseen una trayectoria que resulta sorprendente por las dificultades y peligros que han atravesado. Y, más allá de que su perfil en los noventa se haya comercializado in extremis, tienen credenciales suficientes para ser catalogados como parte de la realeza del rock mundial, por una vida dedicada a las guitarras y la vida exagerada del rock and roll.

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[MÚSICA MAESTRO] Antes de la década de los años cincuenta, la música de la costa peruana, lo que generalmente conocemos como “música criolla”, era interpretada por una diversa gama de ensambles –dúos, tríos, conjuntos-, cantantes solistas o incluso colectivos familiares, quienes se hacían conocidos de barrio en barrio en los distritos más populares de la Lima antigua, con jaranas de puerta abierta y solar que podían durar fines enteros de semana. La música grabada era aun una industria en formación por lo que quedan muy pocos –y malos- registros de aquellas épocas aurorales de una de las expresiones populares de mayor arraigo entre nosotros.

Con la llegada de la tecnología fonográfica comenzaron a surgir, en nuestro país, individualidades con mayores pretensiones artísticas, que tenían el propósito de crear una escena musical más sólida, algo que también ocurría en países vecinos como Argentina, Chile o México. Precisamente en este país se forjó la popularidad del formato de trío para la interpretación de boleros, el mismo que alcanzó altos niveles de popularidad a lo largo de toda Latinoamérica e incluso los Estados Unidos. Aun cuando en las grabaciones podían acompañarse de otros instrumentos como percusiones menores (congas, bongós) y hasta orquestas completas, los protagonistas eran siempre tres: una guitarra solista y dos de acompañamiento. Un cantante principal y dos en los coros. Tríos como Los Panchos, Los Tres Diamantes, Los Tres Ases, Los Tres Calaveras, entre otros, se hicieron famosos con sus finas armonías para voces y guitarras.

En el Perú, los tríos musicales también fueron tendencia. Durante los años cincuenta y sesenta, aparecieron una serie de conjuntos triangulares que dejaron una huella imborrable en el panorama de la música criolla. Basados en el éxito de Los Panchos, el trío más importante de la música latinoamericana, diversas ententes lanzaron al mercado sus producciones discográficas -en sellos como Sono Radio, MAG, Iempsa, Odeón del Perú- y consiguieron una masiva aceptación entre el público local. Sus canciones, muchas de las cuales han sido grabadas y regrabadas infinidad de veces en décadas posteriores, siguen presentes en el recuerdo de los amantes de la música peruana, quienes tienen cada vez menos espacios para disfrutar de sus clásicos exponentes en los medios convencionales de comunicación.

Los tríos peruanos poseían características comunes entre sí: generalmente eran dos guitarras (primera y segunda) y un cantante principal, dejando en segundo plano el tema de las armonías vocales, que usaban pero no con el nivel de prolijidad de sus pares mexicanos. Aunque sus repertorios estaban formados mayoritariamente por aquellas composiciones “de la Guardia Vieja” hubo algunos casos en que fueron intérpretes de composiciones nuevas que, con el tiempo, se volverían clásicos de nuestro acervo musical por derecho propio. Sus nombres eran también sumamente locales, apuntando a la consolidación de su identidad criolla o procedencia.

De sonido señorial y elegante, el trío Los Morochucos se formó en 1947 y durante cinco años fue el primer y más importante conjunto de valses románticos. La voz atenorada de Alejandro Cortés se complementaba con el tono contralto de Augusto Ego-Aguirre en armonías acariciantes y sentimentales, un estilo poco común entre los criollos de antaño que solían tener voces más agudas como las del canto de jarana, caracterizado por sus altos volúmenes y poca sofisticación vocal. En la primera guitarra brillaba Óscar Avilés, en el que sería su primer trabajo musical de trascendencia, el inicio de una de las carreras más admiradas e influyentes del criollismo, mientras que Ego-Aguirre lo acompañaba con bordones desde la segunda guitarra. Los Morochucos fueron muy populares entre 1962 y 1972 con canciones de compositores como Felipe Pinglo, Pablo Casas, Pedro Espinel, Chabuca Granda, entre otros. Incluso fueron conocidos en México, gracias a su participación en la película Un gallo con espolones (1964), coproducción peruana mexicana dirigida por Zacarías Gómez.

El nombre “morochuco” proviene de los jinetes ayacuchanos que, vestidos de poncho y sombrero de ala ancha, apoyaron en la lucha por la independencia, liderados por el jefe morochuco Basilio Auqui (1750-1822). El término es combinación de las palabras quechua “moro” (color) y “chuco” (chullo), una prenda con la que se cubrían las cabezas por debajo del sombrero. Avilés, Cortés y Ego-Aguirre se presentaban vestidos a la usanza de estos históricos guerreros. Canciones emblemáticas: El plebeyo, Anita (1967), Hermelinda (1964), El huerto de mi amada (1970).

También tuvieron éxito en esa época Los Troveros Criollos. Aunque son más recordados por su primera etapa (1952-1956) como dúo de voces y guitarras integrado por Lucho Garland y Jorge “El Carreta” Pérez, con esos ritmos picaditos y letras replaneras escritas por el compositor arequipeño Mario Cavagnaro, Los Troveros Criollos pasaron la mayor parte de su trayectoria como trío. Su formación definitiva fue: Lucho Garland (primera guitarra, segunda voz), Humberto Pejovés (primera voz) y José “Pepe” Ladd (segunda guitarra, tercera voz), la misma que se mantuvo unida hasta 1962. Sin embargo, esta versión de Los Troveros Criollos no dejó grabaciones en LP, solo discos de 45 RPM, debido a rivalidades internas del sello Sono Radio, que daba preferencias al Conjunto Fiesta Criolla, liderado por Óscar Avilés. Por ese motivo sus canciones como trío no son tan conocidas como las de sus primeros años.

Su creativa combinación de picardía criolla y destreza musical convirtió a Los Troveros Criollos en toda una escuela de cómo debía tocarse la música criolla de jarana, respetuosa de las enseñanzas de la Guardia Vieja. El investigador, cantante y compositor Manuel Acosta Ojeda dijo lo siguiente, el año 2012, respecto a Los Troveros Criollos: “en cuanto a armonías de voces y guitarras, Garland, Pejovés y Ladd fueron, a mi modesto parecer, el mejor trío criollo de todos los tiempos». Canciones emblemáticas: Carretas aquí es el tono, Yo la quería patita, Parlamanías (1954), Romance en La Parada (1959), Noche de amargura (1962).

Si Los Morochucos destacaron por su elegancia y sentimentalismo, Los Embajadores Criollos –que se formaron artísticamente entre 1947 y 1949 en las cabinas de las recordadas radios Atalaya y Victoria- impusieron un estilo más crudo y apasionado, especialmente por la inconfundible voz de Rómulo Varillas, cantante y segunda guitarra. Los trinos de la primera guitarra de Alejandro Rodríguez y la segunda voz de Carlos Correa complementaban ese sonido lastimero que les valió el sobrenombre de “Ídolos del Pueblo”.

Las canciones de Los Embajadores Criollos no faltaban en almuerzos, reuniones, programas de radio y televisión. Sus producciones se hicieron conocidas en todo el Perú y hasta fuera de nuestras fronteras, en países como Ecuador y México. El talento de Varillas contrastaba con su personalidad difícil, la misma que generaba disputas con sus compañeros de grupo, sus grandes amigos Correa y Rodríguez. Cuentan los conocedores que, cada vez que Alejandro Rodríguez discutía con Varillas, este llamaba a otras primeras guitarras, como Pepe Torres y Adolfo Zelada, quienes terminaban grabando en los discos del grupo.

Rómulo Varillas desintegró Los Embajadores Criollos a mediados de los sesenta y se unió al guitarrista Fernando Loli, formando Los Dos Compadres, dúo que tuvo éxito con un vals de la Guardia Vieja, El pirata. En 1973 se reunió con Rodríguez y Correa para una segunda etapa del trío, que se inició con el LP Volvieron Los Embajadores Criollos, que fue todo un acontecimiento en el ambiente musical peruano de entonces. Este periodo se extendió hasta 1976, año en que el sello Iempsa lanzó el álbum doble Tesoro criollo, con algunos de sus más grandes éxitos. Canciones emblemáticas: Alma, corazón y vida (1958), Ódiame, Lejano amor (1965), El tísico (1966), El rosario de mi madre, Víbora (1976).

Los hermanos Rolando y Washington Gómez, cantantes y guitarristas, nacieron en la provincia de Lamas, región San Martín, en el corazón de la ceja de selva peruana. Desde jóvenes desarrollaron un gran talento musical, y llegaron a Lima con sus padres cuando aun estaban en edad escolar. Juntos decidieron formar un grupo criollo y adoptaron como nombre el vocablo amazónico “chama”, que significa “indígena”. Su primer vocalista, Carlos Cox, fue reemplazado brevemente por Humberto Pejovés, en 1954. Ese mismo año, Pejovés pasó a formar parte de Los Troveros Criollos. Pero eso no detuvo a los hermanos Gómez, quienes siguieron actuando con una sucesión de vocalistas entre los que destacaron Carlos García Godos y Óscar “Pajarito” Bromley, quien sería a la postre el más estable, cantando con ellos durante una década y media. Bromley y los Gómez, el definitivo trío Los Chamas, pasearon su música por todo el territorio nacional, Ecuador, Bolivia y México, estrenando composiciones de Manuel Acosta Ojeda, Luis Abelardo Núñez, entre otros.

En 1954 Los Chamas lanzaron la canción que los haría famosos dentro y fuera del país. Nos referimos a La flor de la canela. El éxito de su versión fue tan grande que muchos creen que fueron ellos quienes la estrenaron pero, en realidad, ya había sido registrada por Los Morochucos un año antes. Pero en esa época el trío de Óscar Avilés estaba cumpliendo su primer ciclo mientras que Los Chamas iban en ascenso, de tal modo que lograron mayor impacto con su grabación del emblemático tema compuesto por Chabuca Granda. Canciones emblemáticas: Sí, don Luis (1953), La flor de la canela, Como te gustan los militares (1954), Limeña (1964).

Otro trío destacado fue Los Romanceros Criollos. Julio Álvarez (primera voz), Lucas Borja (segunda voz, segunda guitarra) y Guillermo Chipana (tercera voz, primera guitarra) se conocieron en las jaranas del Rímac, allá por 1953. La voz potente y aguda de Álvarez es única entre los tríos de esa época, capaz de alcanzar una intensidad para las notas altas que hacía de cada vals y polka una revolución de emociones. A ello se sumaba la particular guitarra de Chipana, quien tocaba con uña de plástico (una técnica poco común entre los criollos, incluso actualmente). En cuanto a Lucas Borja, director musical de Los Romanceros Criollos, se trata de uno de los personajes más importantes del periodo dorado de la música criolla de la costa del Perú. Su capacidad para los arreglos para voces y guitarras fue vital para formar el sonido del trío. Además, compuso uno de los valses más conocidos del repertorio clásico, Amorcito, que se hizo popular en la voz de Eva Ayllón cuando era vocalista del grupo Los Kipus.

Como todos los tríos de su tiempo, Los Romanceros Criollos dejaron de producir discos en la década de los setenta, pero seguían presentándose en peñas y programas. La carrera de Lucas Borja resurgió hace tres décadas con el Dúo Patria, con su esposa Luisa Ramos, con el que presenta valses y marineras con temas patrióticos (homenajes a Grau, Bolognesi, Cáceres). Canciones emblemáticas: China hereje, Engañada (1958), Todo se paga (1959), El guardián (1973).

En 1959, los cantantes y guitarristas Paco Maceda y Genaro Ganoza llegaron desde Piura con una idea novedosa: formar un trío en el que la voz principal fuera de una mujer. Si bien es cierto la música criolla siempre ha tenido fuerte presencia de voces femeninas, esta era la primera vez en que la vocalista hacía armonías con sus pares varones. Los Kipus –nombre que proviene del sofisticado sistema de escritura y registro contable a través de cuerdas y nudos que desarrollaron los Incas- fueron extremadamente populares durante las décadas de los sesenta y setenta. La primera cantante de Los Kipus fue Carmen Montoro. Entre 1973 y 1975 su lugar fue ocupado por una joven y aun desconocida Eva Ayllón. Charito Alonso y Zoraida Villanueva también compartieron escenario con Maceda y Ganoza, en los años siguientes. Posteriormente a la muerte de ambos, Los Kipus siguieron su camino musical gracias al trabajo de Paco Maceda Jr., como guitarrista y director musical, con jóvenes cantantes femeninas, siguiendo la tradición iniciada por su padre. Canciones emblemáticas: Ansias (1960), Amorcito (1961), Mi cariñito, Nada soy, Huye de mí (1973), Mal paso (1977).

A inicios del siglo XXI, las tendencias orientadas al crecimiento de las industrias del entretenimiento para jóvenes locales y turistas extranjeros hicieron que lo criollo, lo andino, lo afroperuano y sus derivados resurgieran, poco a poco. Para ello, los nuevos artistas se concentraron en dominar los aspectos más pícaros del criollismo para caricaturizarlos y así atraer de manera efectiva a los públicos cautivos de peñas y programas de televisión populares. En ese contexto aparecieron dos tríos modernos: Los Ardiles y Los Juanelos.

El primero fue un trío de hermanos –Kiko, Jaime y Carlos Ardiles- que interpretan, con disforzado carisma, el repertorio clásico de valses, marineras y festejos, desde hace más de 20 años. En sus espectáculos combinan lo criollo con boleros, salsas y hasta canciones en inglés y géneros de moda (reggaetón, por ejemplo). Su composición Nadie como tú, es una bonita y señorial marinera limeña. Con cuatro discos en el mercado, Los Ardiles se presentaban como un grupo criollo formal, pero terminaban realizando rutinas que más parecían sketches cómicos, lo cual desdibuja bastante su propuesta de rescate del criollismo de antaño.

El caso de Los Juanelos es, en ese sentido, más auténtico. Ellos se dedican a caricaturizar de manera muy relajada, creativa y abierta las características básicas del criollo tradicional, tanto en su aspecto y vestimenta como en sus hábitos y gestos. Bajo el lema “Los Juanelos lo acriollan todo”, el trío viene sorprendiendo al público, desde el año 2015, con divertidas letras sobre eventos noticiosos, usando la picardía local y respetando los ritmos peruanos. Christian Ysla, conocido actor y claun, parodia al cantante criollo, dicharachero y burlón, siempre bien vestido (a la antigua) y con bigotito estilo Oscar Avilés. La parte musical la cubren José Roberto Terry (guitarra, hijo del reconocido guitarrista criollo Willy Terry) y Alejandro Villa Gómez (cajón). Tienen un canal de YouTube muy visitado y hace unos años lanzaron su primer disco, 20 éxitos criollazos.

 

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[MÚSICA MAESTRO] Cada vez que las ondas radiales me recuerdan lo podrido que está el concepto «música latina» en la posmodernidad, me aferro a aquellos artistas que me convencieron, cuando yo era tan solo un niño, de que la picardía, «el ritmo, el sabor y la sandunga» (Luis Delgado Aparicio, dixit) no tienen por qué perder elegancia para ser populares.

Y de esa galería de notables compositores, instrumentistas e intérpretes de las diversas vertientes de la música para bailar -uno de los aspectos que siempre ha llamado más la atención hacia lo latino entre públicos ajenos a nuestras idiosincrasias-, El Gran Combo de Puerto Rico se yergue como una de las columnas vertebrales de esa añoranza que es atacada a diario por los reggaetoneros de intensa pezuña blanqueada por los dólares y la fama fácil que ahora ve «elegancia» en el español mal hablado/mal pronunciado, el bling bling clonado (¿robado?) del hip hop y su asociación directa con temas de baja estofa como el narcotráfico y sus negocios anexos (prostitución de alto vuelo, tráfico de armas, sicariato, extorsión y cupos).

El Gran Combo de Puerto Rico es, sin exagerar, una de las orquestas creadoras/constructoras del concepto «salsa». De hecho, comenzaron a tocarla desde antes de que el término fuera acuñado oficialmente por el DJ venezolano Fidias Escalona en 1968, un asunto que hasta hoy genera intensos y, hoy más que nunca, infértiles debates habida cuenta de todas las aguas que han pasado bajo los puentes de la música afrolatina-caribeña-americana.

Pocas personas lo tienen presente pero El Gran Combo de Puerto Rico -ese es el nombre completo de la agrupación, aunque para todos nosotros será siempre El Gran Combo, a secas- surgió de la escisión de una de las orquestas de guaracha, bomba y plena -tres de los géneros caribeños ingredientes básicos de la salsa-, más importantes de la segunda mitad de los años cincuenta, Cortijo y su Combo. Rafael Cortijo, un arreglista y experto timbalero, tenía una efervescente orquesta de niches boricuas con ganas de comerse el mundo no sin antes hacerlo bailar hasta cansarse. Entre 1956 y 1961, Cortijo y su Combo remeció salones de baile y rudimentarios estudios de televisión con grabaciones como El negro bembón (1958), Perfume de rosas (1961) y, especialmente, Quítate de la vía Perico (1959), su más grande contribución al canon presalsero.

El prestigio y la estabilidad de Cortijo y su Combo se vieron mellados por un incidente que terminó con el encarcelamiento de su cantante principal, Ismael Rivera -por posesión de drogas- quien, posteriormente y por derecho propio escribió uno de los capítulos más importantes de la salsa clásica, convertido en el reverenciado «Maelo», con temas inolvidables como El Nazareno (LP Traigo de todo, 1974), No soy para ti (LP Soy feliz, 1975) y Las caras lindas (LP Esto sí es lo mío, 1978), del gran Tite Curet Alonso (1926-2003). Estos discos los grabó Miranda, también conocido posteriormente como “El Sonero Mayor”, con su orquesta Los Cachimbos, que tuvo en los coros a Héctor Lavoe y Rubén Blades.

Al año siguiente, siete miembros del combo de Rafael Cortijo -Roberto Roena (bongos), Rogelio Vélez (trompeta), Héctor Santos, Eddie Pérez (saxos), Martín Quiñones (congas), Miguel Cruz (bajo) y Rafael Ithier (piano)- decidieron abrirse y, en casa de Roena, escogieron como director a Ithier y adoptaron como nombre El Gran Combo ya que su primera opción -Rafael y su Combo- aludía demasiado a la banda anterior. De hecho, cuando apareció su álbum debut, Menéame los mangos (1962), con el merenguero dominicano Joseíto Mateo como único vocalista, muchos los tildaron de traidores ya que Cortijo, aunque golpeado por la obligada deserción de Miranda, decidió seguir adelante. Pero el rechazo duró poco y los éxitos comenzaron a llover para la nueva orquesta.

La década siguiente -entre 1962 y 1972- El Gran Combo lanzó un total de 22 álbumes con el sello Producciones Gema, con muy ligeros cambios de alineación y un dúo de vocalistas nuevos, Pedro «Pellín» Rodríguez y Andy Montañez, que establecieron un estilo quimboso y divertido, apoyados por los serios arreglos de Ithier y la voz chillona del saxofonista Eddie «La Bala» Pérez (un rasgo también característico del sonido de Cortijo y su Combo). A esa época pertenecen las primeras versiones de La muerte (El Gran Combo de siempre, 1963), Acángana (Acángana, 1963), Ojos chinos (Ojos chinos jala jala, 1964), Achilipú (De punta a punta, 1971), -que serían regrabadas en los ochenta- y otras descargas como El caballo pelotero (El caballo pelotero, 1965), Esos ojitos negros, Falsaria (Esos ojitos negros, 1968) o Ponme el alcoholado Juana (Este sí que es El Gran Combo, 1969).

En ese tiempo, El Gran Combo no se limitaba a sus ritmos habituales -guaguancó, merengue, bomba, plena, salsa- sino que le puso arreglos latinos a temas de origen anglosajón, sumándose a la fusión de moda, el boogaloo, con álbumes como ¿Tú querías boogaloo? ¡Toma boogaloo! (1967) o Latin power (1968) que incluye covers de canciones muy conocidas como Build me up buttercup, original de The Foundations o Aquarius/Let the sunshine in, otro clásico psicodélico de The Fifth Dimension. Hasta un éxito de la música «fácil de escuchar», Love is blue, popularizado mundialmente por la orquesta del francés Paul Mauriat (1925-2006), fue grabada por los portorriqueños para su LP Pata pata jala jala y boogaloo (1967).

Para inicios de los setenta, la base de la orquesta seguía siendo la misma, pero hubo dos modificaciones importantes. Roberto Roena, uno de los fundadores, salió para buscar su propio camino con The Apollo Sound y la Fania All Stars; y Pellín Rodríguez, hasta entonces cantante principal, comenzó su carrera como solista, dejando el micrófono a cargo de Andy Montañez. En 1973, con el ingreso de Charlie Aponte, se inicia lo que muchos ubican, erróneamente, como la primera época de El Gran Combo, ignorando que ya venían haciendo música desde hacía diez años. Esta segunda etapa de El Gran Combo se inauguró con un hecho poco comentado, su aparición como teloneros de las estrellas de la Fania en el legendario concierto en el Yankee Stadium de New York.

El siguiente lustro produjo exitazos como Julia (Por el libro, 1972), El barbero loco (En acción, 1973), Un verano en Nueva York, Vagabundo (7, 1975), Brujería (Aquí no se sienta nadie, 1979), La salsa de hoy (Disfrútelo hasta el cabo, 1974) y el «aguinaldo» -término con el que se conoce en Puerto Rico a las canciones de Navidad- Si no me dan de beber, lloro (5, 1973), estas tres últimas cantadas por Aponte, consolidando a El Gran Combo como una orquesta fundamental para entender la salsa. Los poderosos arreglos para la sección de vientos integrada por Luis Alfredo “Taty” Maldonado, Nelson Feliciano (trompetas), Eddie Pérez, Víctor “El Cano” Rodríguez (saxos), Freddie Miranda (flauta) y Epifanio “Fanni” Ceballos (trombón), con fuertes influencias del jazz, el piano orbital de Ithier y el contraste vocal entre Montañez y Aponte -de lejos, mejor cantante que Rodríguez- definieron un sonido que mantuvo su personalidad durante los próximos veinticinco años.

El Gran Combo siempre se distinguió por su divertido sentido del humor, reflejado en las letras de sus canciones y las coreografías de su línea de cantantes, siempre impecablemente uniformados. Al principio fue Roberto Roena, reconocido bailarín, quien organizaba los pasos de baile. Luego fue Mike Ramos, su reemplazo y, posteriormente, Charlie Aponte asumió esa tarea cuando quedó al frente como cantante principal, tras la salida, en 1978, de Andy Montañez quien inició una exitosa carrera en solitario luego de un breve paso por la orquesta venezolana La Dimensión Latina, para reemplazar a Óscar D’León.

Los dirigidos por Rafael Ithier -quien, para ese entonces, ya se diferenciaba del resto vistiendo otro color de uniforme, en señal de su jerarquía- también mantuvieron su independencia frente al conglomerado de la Fania que, en su momento, llegó a absorber a Ismael «Maelo» Rivera, Roberto Roena y hasta a Papo Lucca, director de La Sonora Ponceña. Aunque no era exactamente una rivalidad, Ithier y sus muchachos comprendieron desde el principio que lo suyo era un trabajo que no podía depender de decisiones ajenas, al punto de crear su propio sello discográfico, EGC Records (luego Combo Records) bajo el cual publicaron todos sus álbumes desde 1970 hasta la actualidad.

En 1978, el mismo año de la salida de Montañez, Ithier reclutó a Jerry Rivas, poseedor de un registro vocal similar, fuerte y acajonado, que encajó a la perfección con la alta y potente voz de Aponte. Como complemento, Luis «Papo» Rosario entró en 1980 para suplir a Mike Ramos, estableciéndose así la delantera del tercer y más conocido periodo del grupo. La química entre los tres, tanto para las armonías vocales como para los pasos de baile, hizo olvidar rápidamente los temores de que, sin Andy Montañez, El Gran Combo no podría durar mucho tiempo.

La primera mitad de los ochenta encontró a El Gran Combo convertido en «La Universidad de la Salsa», mote tomado del título de su disco oficial #34, en cuya carátula aparecen todos en togas y birretes, en el pórtico de una casa de estudios superiores. Una sucesión de éxitos radiales y giras multitudinarias por toda Latinoamérica y Estados Unidos hacían justicia a tantos años de esforzado trabajo musical. Canciones como Compañera mía (Unity, 1980), El menú, Timbalero (Happy days, 1981), El teléfono, Se me fue, Trampolín (Nuestro aniversario, 1982), Mujer celosa, Y no hago más na’ (La universidad de la salsa, 1983), Carbonerito, Azuquita pa’l café (In Alaska: Breaking the ice, 1984), La fiesta de Pilito, No hay cama pa’ tanta gente (Nuestra música, 1985, una prolongación del tema Eliminación de feos, de 1973, en que mencionan a varios colegas de la salsa) -solo por mencionar unas cuantas- fueron fijas en fiestas de Año Nuevo junto con el repertorio clásico, formando un cuerpo de trabajo de marcas sonoras registradas y un prestigio a prueba de balas. Mientras que la Fania se iba desarticulando por problemas de egos, El Gran Combo lideraba la salsa boricua ganando respeto del público, la prensa especializada y sus pares.

Para la segunda mitad de esa década, El Gran Combo supo adaptarse al sonido «romántico» de la salsa, sin perder identidad. Con el apoyo del arreglista Ernesto Sánchez, que había trabajado con Lalo Rodríguez, Ithier y su combo lanzaron dos discos que ratificaron su liderazgo en la evolución salsera, Romántico y sabroso (1988) y Ámame (1989), con canciones como Cupido, Ámame y Aguacero. En esa década, El Gran Combo tocó muchas veces en Lima, como parte del cartel internacional del Gran Estelar de la recordada Feria del Hogar. Su relación musical con el Perú quedó plasmada en la versión salsa del vals Bandida, compuesto por el marino chalaco Francisco “Panchito” Quirós Tafur, que incluyeran en el LP Unity de 1981.

Si La Sonora Ponceña hacía sus «jubileos» -celebraciones de sus aniversarios con conciertos y lanzamientos especiales- El Gran Combo hizo lo mismo desde 1972, sacando un disco recopilatorio para conmemorar sus 10, 15, 20 años y así, sucesivamente, hasta el más reciente, aparecido en el 2022, por sus bodas de oro. En 1992 apareció Los Mulatos del Sabor: 30 años bailando con el mundo, que fue lanzado como LP triple y CD doble por Combo Records. El clásico disco de la carátula naranja y una conga en el centro es una selección comprimida y precisa de las mejores canciones de El Gran Combo de Puerto Rico, para escucharla con deleite y bailarla hasta el cansancio. Las versiones nuevas de La muerte, Ojos chinos, Ponme el alcoholado Juana, Achilipú y Acángana -que hasta ahora escuchamos en radios salseras, grabadas con las voces de Rivas, Aponte y Rosario entre 1982 y 1985- forman parte de este compendio.

Pero si en los noventa la orquesta siguió presente en el gusto del público, la cercanía del Siglo XXI y los cambios radicales y degradantes de la música latina les pasaron factura, por lo menos en lo relacionado a nuevos lanzamientos. Si bien es cierto su jerarquía entre los salseros está intacta y canciones como Que me lo den en vida (Pasaporte musical, 1998) o Me liberé (Nuevo milenio, el mismo sabor, 2001) han gozado de mucho éxito y popularidad, ya no son tiempos para que canciones elegantes, graciosas y bien tocadas sean las preferidas de unas masas encanalladas por Shakira y Bad Bunny.

Varios personajes de la saga de El Gran Combo ya han fallecido, como Pedro «Pellín» Rodríguez (1984), Rafael Cortijo (1982) o Roberto Roena (2021). El trombonista Epifanio «Fanni» Ceballos, quien desde el fondo lanzaba aquel característico «¡Ahíiiiii…!» al final de cada tema en concierto, falleció en 1991. Y Eddie “La Bala” Pérez, el saxofonista de la voz chillona, otro de los fundadores, partió en 2013, el mismo año en que lanzó su autobiografía titulada Una bala, dos combos y una vida (2015), en la que recorre cincuenta años junto a El Gran Combo. Por su parte, Andy Montañez sigue cantando, a los 80, y subió al escenario con sus excompañeros en el disco en vivo 40 aniversario (2002).

Actualmente, Rafael Ithier, el almirante de este imbatible buque salsero, tiene 97 años y se mantiene en la dirección aunque ya no remece sutilmente las teclas de su piano, aquejado por algunos males físicos. Willie Sotelo, que fuera director de la orquesta de Frankie Ruiz, asumió esa tarea hasta su reciente fallecimiento, en el 2022. Con Charlie Aponte (72) y Luis «Papo» Rosario (76) retirados, desde 2014 y 2019 respectivamente, Jerry Rivas (68) está acompañado de otros tres cantantes, mucho más jóvenes. Aquí se les puede ver en la actualidad, en un show especial para el programa de YouTube Sesiones desde La Loma.

De los integrantes originales, salvo Ithier, ya no queda nadie, pero entre los integrantes actuales hay todavía sobrevivientes de los años setenta y ochenta como el trompetista “Taty” Maldonado, el saxofonista Freddie Miranda y el percusionista Miguel Torres, acompañados por una nueva generación de músicos que mantienen vivo el legado del grupo. Con esa formación editaron dos discos durante la pandemia, En cuarentena y De Trulla con El Combo, dejando en claro que la universidad de la salsa sigue dando clases maestras de música latina. Hasta que el cuerpo aguante.

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[MÚSICA MAESTRO] En un reciente podcast disponible en YouTube, el crítico de cine, comunicador y docente universitario Ricardo Bedoya, recordado por el programa El placer de los ojos que dirigió y condujo durante dos décadas en TV Perú (Canal 7), comenta en tono de reproche la eterna ausencia de una industria cinematográfica en el Perú, algo que ni fenómenos como el de ¡Asu Mare!, que son esencialmente ridículos, dudosamente trascendentes y comercialmente exitosos -todo a la vez- han logrado corregir. Los comentarios de Bedoya, vertidos en respuesta a una interrogante sobre la ausencia de registros formales de la producción cinematográfica nacional de los últimos ochenta años, describen una realidad innegable que también podemos aplicar a la música hecha en Perú, una situación de la cual me ocupé con amplitud en este artículo, publicado hace un año en este medio.

Ante ese abandono que es, por partes casi iguales, tanto responsabilidad del Estado como de los sectores privados y del público mismo, en lugar de una memoria artística oficial -musical, literaria, fílmica, pictórica, escultórica- lo que tenemos es un rico pero desorganizado anecdotario nutrido por los recuerdos de los mismos protagonistas de cada escena o las investigaciones de estudiosos interesados en cómo se entendían y vivían las manifestaciones artísticas en un país que, debido a las eternas pugnas políticas y la metástasis de la corrupción, siempre ha visto todo lo relacionado a la educación, la cultura y la identidad popular como algo secundario, inservible salvo cuando puede formar parte de alguna campaña necesitada de iconos que muevan la emoción de los votantes.

Así, el cine de Armando Robles Godoy, los estudios musicológicos de la familia Santa Cruz o las esculturas de Miguel Baca Rossi solo serán útiles si dan la oportunidad -las obras o los nombres de sus autores- para que un partido político, una empresa o un medio de comunicación, finjan tener/sentir apego por la cultura cuando es lo último que les importa frente a sus reales y únicas ambiciones (poder, ganancias o rating, respectivamente). Por eso vemos, de vez en cuando, que se mencionan a diversas personalidades en cualquiera de estas artes pero nunca hay atisbos de intención por corregir esta omisión histórica y movilizar equipos de trabajo, presupuestos y archivos periodísticos para, por fin, rescatar del indigno olvido a tantas expresiones del saber popular que hoy están condenadas a desaparecer.

De eso se trata la tercera publicación de un colectivo de autores que, bajo el paraguas de la siempre activa Editorial Contracultura, nos entrega esta vez un compendio de pequeños pero sustanciosos ensayos para narrar, desde diferentes ópticas, hechos relacionados a la vivencia musical en el Perú, dentro de un rango de seis décadas. El hilo conductor de la obra, titulada Diez historias caletas de la música juvenil peruana, mantiene una identidad basada en desmarcarse de la visión idealizada que suele tratar de vender “un pasado musical glorioso” para concentrarse en contar las cosas lo más objetivamente posible. Aun así, hay diferencias demasiado marcadas entre los tonos y redacciones de los textos que conforman el tomo. Si bien es cierto esto suele suceder en las obras multiautorales, en este caso se hace urgente reclamar un trabajo más fino de edición para evitar altibajos. No porque dificulten la lectura ni la hagan menos atractiva, sino porque un tema tan trascendente como este, merece un tratamiento más especializado para alcanzar productos finales prolijos y dignos del esfuerzo desplegado.

Por ejemplo, el interesante y denso análisis que realiza el historiador Raúl Álvarez Espinoza en su pieza titulada La chicha o cumbia andina entre la violencia senderista y el giro neoliberal, con hartas referencias al complejo contexto sociopolítico vivido durante los ochenta; colisiona bruscamente con la transcripción descuidada que Ignacio Ramos Rodillo hace de Una entrevista a Alberto “Chino” Chávez, guitarrista, productor y compositor que fue uno de los protagonistas de la movida escénica y musical del Perú desde las épocas del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, por lo que a uno le queda la sensación de haber sido extraídos de publicaciones diferentes y no preparados de manera especial para el compendio que, a decir de sus propios compiladores, entra a cerrar una trilogía iniciada por los igualmente buenos Días Felices (2012) y continuada por Cielo Rock (2021). Sería óptimo, en caso hubiera segunda edición, corregir esta clase de observaciones, por muy odiosas y formales que parezcan.

La investigadora Fabiola Bazo, reconocida por sus estudios sobre el rock subterráneo, abre el libro con ¿Y dónde están las mujeres? Una lectura a contrapelo de la historia del rock peruano, texto en el que realiza un repaso de la participación de artistas mujeres en la escena musical local, desde los tiempos de la nueva ola con la cantante Kela Gates o Rebeca Llave, manager de Los Saicos; hasta la insurgencia de figuras determinantes para romper el machismo en el pop-rock nativo, como la vocalista de Ni Voz Ni Voto, Claudia Maúrtua -banda activa desde los noventa-, o el grupo de heavy metal Área 7, liderado por las hermanas Fátima y Diana Foronda.

En sus pertinentes argumentos, Bazo lanza varios reproches a la historiografía musical reciente por no haber dedicado suficientes páginas a las representantes femeninas de la música juvenil nacional, desde las más ubicuas como Patricia Roncal Zúñiga (María T-Ta) hasta Rebeca Llave, manager de Los Saicos, aunque su posición pareciera algo sesgada pues estamos hablando, por un lado, de épocas en que esta marginación era aceptada como “normal” por gruesos sectores de la sociedad- Y, por otro lado, la poca mención de mujeres en retrospectivas no necesariamente responde a un pensamiento subconscientemente discriminador sino a la magra exposición que ha habido tradicionalmente de sus aportes a través de los años, una situación que ha venido corrigiéndose felizmente en tiempos modernos. En ese sentido, la contribución de María de la Luz Núñez, La presencia de músicas en los inicios del metal peruano (1985-1995), se percibe menos panfletaria pero igual de reivindicadora, ofreciendo un acercamiento inédito a aquellas jóvenes que, contra todo prejuicio, alternaron con mucho entusiasmo y determinación en un subgénero de música extrema mayoritariamente consumido y producido por hombres.

Todos los capítulos de Diez historias caletas de la música juvenil peruana tienen valor en sí mismos, por la información que ofrecen a una comunidad de lectores ávidos por profundizar más en los orígenes de los diversos géneros musicales que se han practicado en nuestro país desde la década de los sesenta. Por ejemplo, Una breve historia sobre los inicios del reggae en Lima, contada a cuatro manos por los sociólogos Ernesto Bernilla y Mauricio Flores, rescata los orígenes de la enorme afición que hubo en diversos barrios de Lima Metropolitana por la música jamaiquina, brindando detalles poco explorados de la trayectoria de Alejandro “Pochi” Marambio, su mayor promotor y cultor, sus coqueteos iniciales con la música latina junto al sonero José “Chaqueta” Piaggio -el legendario grupo Guarango- y cómo el reggae se posicionó, casi sin quererlo, entre juventudes mesocráticas de distritos como Barranco y Miraflores, alterando -aunque no dramáticamente- sus verdaderas vinculaciones a poblaciones más bien desfavorecidas y marginales.

La publicación de los testimonios de formación de bandas como Tierra Sur, Hojas Ckas, Mundo Raro, Jericó y Los Nuevos Predicadores, así como de sus inicios en el reducido circuito de conciertos que frecuentaron es, después de todo, un acto de justicia. Sin embargo, como ocurre en otras publicaciones similares, los editores no dedicaron espacio para dar información detallada de años de actividad, formaciones, discografías, etc., que sean a la vez catálogos y fuentes cronológicas, material de consulta para futuros estudios.

Del mismo modo, los capítulos firmados por Hugo Lévano –La música juvenil peruana (1960-1965)– y Fernando Pinzás –Breve historia del pop, rock y otras culturas juveniles en Trujillo (1963-2000)– consiguen generar vasos comunicantes entre dos localidades diferentes, Lima y Trujillo, durante los comienzos de la industria de música en vivo orientada a públicos adolescentes, un aspecto que es complementado por la historia de las matinales -tocadas que organizaban populares locutores de radio en las salas de cine más conocidas de Lima- que nos ofrece Sergio Pisfil. Su ensayo, titulado Las matinales en Lima: Apuntes para una historia cultural, cubre con datos concretos una de las épocas más activas de la escena musical peruana, tras el estallido de la fiebre por el rock and roll que tuvo su momento climático con las visitas de Bill Haley y Chubby Checker, dos estrellas internacionales de alto nivel en su momento, dando origen tanto a la generación nuevaolera, con tendencia la canción romántica, como a los sonidos más rebeldes inspirados en la Invasión Británica, los Beatles y la psicodelia hippie.

La prensa también es abordada en estas historias caletas, un término que, como tantos otros de nuestra jerga local, pasó del hampa al habla cotidiana de personas comunes y corrientes (*). Carlos Torres Rotondo, que viene publicando sobre estos temas desde hace ya buen tiempo, hace un recuento a pasos largos titulado 50 años de escritura en rock, trazando una línea común entre revistas, fanzines y blogs, en tanto son herramientas comunicacionales que poseen un común denominador, el uso de la palabra escrita y el diseño gráfico -especializado en revistas, rústico en fanzines y mixto en todo lo tocante a medios digitales- que podría servir como contexto o inicio de marco teórico para una futura historia de los medios de comunicación en el Perú que comience donde terminó la suya el catedrático y periodista arequipeño Juan Gargurevich Regal en su clásico libro de 1982, Introducción a la historia de los medios de comunicación en el Perú. Aunque interesante, el uso exagerado de citas hace que el texto de Torres se enfríe demasiado.

En ese sentido, Fidel Gutiérrez aporta mayor sensibilidad con Historias de Rock del Sur, al rescatar la figura señera de Estanislao Ruiz Floriano (19??-2015), diseñador gráfico -creador de portadas para varios grupos locales famosos de los sesenta y setenta-, periodista y editor de las primeras revistas dedicadas al ritmo anglosajón más popular del mundo, Rock -que solo tuvo un número, en 1972- y su derivada Rock del Sur -solo duró dos años, entre 1978 y 1980. Aunque fueron muy breves, las motivaciones y experiencias de Ruiz Floriano como promotor de vehículos que sirvan para difundir una escena que, después de todo, nunca logró despegar, son inspiración de todo lo que vino después en cuanto al periodismo musical en el Perú, lo cual las provee de un valor hondo y duradero, cuyos ecos son, precisamente, publicaciones como Diez historias caletas de la música juvenil peruana, que viene siendo presentada con éxito en diversos foros culturales del Perú.

(*) CALETA: Este peruanismo de uso extremadamente extendido en tiempos modernos, surgió en el narcotráfico. Los escondites que armaban los fabricantes de pasta básica en las montañas eran llamados “caletas”, camuflados con tupida vegetación para evitar ser detectados desde lo alto por helicópteros, haciendo referencia a las caletas de pesca, lugares resguardados donde vivían pobladores costeros dedicados a la pesca artesanal. Con el tiempo, “caleta” se volvió sinónimo genérico popular de todo lo “escondido”, lo “oculto” o “disimulado”. Por asociación, cuando se trata de manifestaciones artísticas, lo “caleta” ya no solo alude lo poco conocido, sino también a algo “único”, “exclusivo”. Formas verbales como “encaletar” -equivalente a “esconder”- o “caletear” -pasar de manera disimulada, “pasar “caleta”- son también usadas para realizar actividades de manera disimulada, sin que nadie se dé cuenta.

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