Rubén Blades (Panamá, 1948) es un icono de la contracultura latina. Cuando apareció, a los 29 años, se puso al margen de los salseros de barrio y filosofó, como ninguno, acerca de la familia, el orgullo latinoamericano, el pueblo, la esclavitud y la sociedad de consumo. Cuando la salsa se volvió «sensual» en los ochenta, Blades escribió sobre Óscar Arnulfo Romero y Gabriel García Márquez. A finales de los noventa, ya con el reggaetón empantanando nuestras músicas e idiosincrasias, el maestro puso clarinetes y violines a sus extraordinarias descargas salseras, con letras cada vez más interesantes, sin perder ese sabor de esquina, esa voz arrabalera. Y en el siglo 21, confirmó su estatus de leyenda con discos que sirven para entender cómo no debe sonar la música latina si lo que quiere es estar de moda y vender millones de discos.

Ahora lo ha vuelto a hacer, con su más reciente producción en estudio, Salswing! (Blades Productions, 2021) En medio de la crisis de valores artísticos, infecciosa y multidrogorresistente, que concede premios a esperpentos malaspectosos y mononeuronales como Bad Bunny, Maluma, J Balvin, Daddy Yankee y Camilo, don Rubén lanza un homenaje recalcitrante al pasado más antiguo, con un álbum en el que amalgama salsa, latin jazz, bolero y big band. Un disco como este ya habría sonado a antigüedad hace cuatro décadas y, sin embargo, Blades se lanza al ruedo sin pensar en los efectos comerciales. A sus 73, el compositor de Pedro Navaja, Buscando América y Sicarios vuelve a poner su Colt calibre 45 sobre la mesa y le dice al mundo globalizado y equivocadamente convencido de que “canciones” como Despacito son las que mejor representan a nuestra comunidad, que la verdadera música latina aun existe, tiene riqueza, historia, profundidad e íntimos nexos con la elegancia de los ensambles grandes de Glenn Miller. Una música con la que se puede bailar, enamorar, emocionarse y pensar, todo a la vez.

Salswing! sigue la línea argumental de los trabajos de Blades durante los últimos siete años, que incluyen una selección de tangos, un disco con big band y un concierto en el lujoso Lincoln Center de Nueva York, acompañado por el conjunto de jazz del trompetista Wynton Marsalis. Con la colaboración extremadamente eficaz de su compatriota Roberto Delgado, bajista, arreglista y director de una orquesta de gran formato -13 músicos en total-, Blades ofrece 11 canciones que ingresan, de manera directa, a su catálogo de música urbana emparentándola con algunos de los sonidos que él y la gloriosa generación de inmigrantes caribeños y nuyoricans que inventaron la salsa en los setenta, seguramente escuchaban en aquellos barrios del Bronx, Queens y Brooklyn por los que daban vueltas con sus ritmos incendiarios. En esas épocas, Times Square era un lugar peligroso y todo en Nueva York era expresión de un mundo diferente al de las cuestiones plásticas y carentes de contenido que el cantautor denunció desde sus primeros éxitos. Y que siguió denunciando -a veces en serio, a veces en clave humorística- en discos posteriores a sus brillantes etapas junto a Willie Colón (1975-1982, Fania Records) y Seis/Son del Solar (1984-1992, Elektra Records) como Tiempos (2000) y Mundo (2002) bajo la multinacional Sony; o su retorno tras casi una década de silencio, Cantares del subdesarrollo (2009), estrenando sello discográfico propio.

Roberto Delgado y su Orquesta hacen un trabajo de interpretación impecable, pasando de la descarga sonera al registro de big band con soltura y propiedad. Son el fondo musical perfecto para esta nueva aventura de Rubén que se divide en dos partes. La primera está dedicada a la salsa, donde rescata dos joyas poco difundidas de su abultado catálogo con Fania Records: la auroral Canto abacuá, que grabara en 1970 con la orquesta del percusionista Ray Barretto, aquí rebautizado como Canto niche (su título original, en realidad); y Paula C, esa declaración de amor con aires de bossa nova y sofisticados arreglos para cuerdas, escritos por el vibrafonista y productor Louie Ramírez y tocados por un ensamble de cámara venezolano, que apareciera por primera vez en 1978, en un LP llamado Louie Ramírez y sus amigos, y luego fuera incluida en la recopilación Bohemio y poeta (1979), que hace una selección de temas compuestos por Blades en diferentes momentos de su carrera. En la versión de Salswing!, Delgado y su combo respetan el alma y corazón de esta dolorida melodía mientras Blades refrasea los soneos finales para darle actualidad.

En la segunda mitad, dedicada al swing, Rubén Blades se transforma en crooner, mezcla de Desi Arnaz y Tony Bennett, para entregarnos alucinantes relecturas de dos standards: The way you look tonight y Pennies from heaven, ambas compuestas en 1936. La primera es una romántica balada que ha sido grabada por cantantes de todas las épocas, desde Frank Sinatra y Bing Crosby hasta Rod Stewart y Michael Buble; mientras que la segunda fue éxito en la voz de Sinatra, quien la grabó en dos ocasiones, en 1956 y 1962, con las orquestas de Nelson Riddle y Count Basie. Asimismo, el bolero Ya no me duele -compuesto por Rubén y el joven cantante y flautista portorriqueño Jeremy Bosch, integrante de la Spanish Harlem Orchestra, -que trabajó con Blades a inicios del siglo 21- suena al Tropicana, aquel legendario nightclub habanero de los años cincuenta. 

Do I hear four y Mambo Gil, dos instrumentales, permiten el lucimiento de la orquesta. Otros temas destacables son  Cobarde (versión salsa de un tema original de Ray Heredia, integrante de los españoles Ketama), Tambó y Contrabando (escritas por Blades); y Watch what happens, cantada en inglés. Esta canción, registrada por artistas como el pianista canadiense Oscar Peterson (1975) o el cantante norteamericano Tony Bennett (1965), es la versión en inglés de parte de la banda sonora que escribió Michel Legrand para Les parapluies de Cherbourg (Los paraguas de Cherbourg), un film francés de los años sesenta, protagonizado por Catherine Denueve.

Salsero atípico, siempre dejó evidencia de su amplitud estilística sin dejar de hacer lo suyo con absoluta maestría, incorporando elementos de pop, rock, jazz, bossa nova y hasta creando mundos paralelos, como en la historia de Maestra vida (1980), una «ópera-salsa» al estilo de Hommy (1973) de Larry Harlow, su colega y amigo, pianista y arreglista de la Fania, conocido como “El Judío Maravilloso”, fallecido en agosto de este año; o su más reciente invención, Medoro Madera (2018), en la que Rubén se transforma en un ficticio sonero cubano, octogenario y de voz ronca -mezcla de Compay Segundo y Cheo Feliciano, con sombrerito de ala corta y todo. En la carátula de ese álbum, que nunca sonó en las mezquinas radios limeñas, una combinación digital funde los rostros de Rubén y su padre. Cualquier persona podría decir que, a estas alturas de su carrera, un artista como Rubén Blades ya no necesita reinventarse. Sin embargo, con Salswing! el sonero panameño demuestra que tiene cuerda para rato, como también se vio en el documental Yo no me llamo Rubén Blades, del 2018, estrenado para celebrar su cumpleaños número 70.

Solo Rubén Blades, el salsero inteligente, podía atreverse a colocar en una portada un collage con 32 fotos de leyendas de la música norteamericana y latina, entre ellos Tito Puente, Count Basie, Mongo Santamaría, Benny Goodman, Damaso Pérez Prado, Glenn Miller y Benny Moré, en estos tiempos de reggaetoneros que utilizan solo los aspectos más vulgares y primitivos de ambos universos y que ni siquiera son capaces de expresarse apropiadamente en ninguno de los dos idiomas sino que balbucean un dialecto gutural y animalesco de difícil comprensión, aniquilando la riqueza del español y la simplicidad del inglés con total impunidad. Como decía al principio, este homenaje al pasado -que acaba de generarle a Blades su décimo octavo Grammy- va totalmente en contra de lo que hoy se entiende como música latina. Más que un homenaje, es un grito de rebeldía ante toda esa basura estereotipada que nos presenta a latinos, hombres y mujeres, como narcos misóginos y bataclanas materialistas, sin nada más interesante que ofrecerle al resto del mundo. 

Blades saca la cara por nuestra música y como dijo René Pérez «Residente» quien, a su estilo, vendría a ser “el Blades del reggaetón”, con quien colaboró en el tema La Perla, del álbum Los de atrás vienen conmigo (2009) de Calle 13, en la última ceremonia de los Grammy Latino, seguramente pensando en clásicos incombustibles de la música latinoamericana como Pablo Pueblo, Pedro Navaja, El padre Antonio y su monaguillo Andrés, El cantante, Juan Pachanga, Ligia Elena o Camaleón: «Tus historias son de gente que existe, gente real, sin superpoderes, gente que se desangra si le disparan. Me enseñaste que el arte va por encima de todas las cosas, aunque la historia de Superman venda más que la de Ramiro”. Amén.

 

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Rubén Blades

Si observan la foto con la que se presenta esta columna, tengo el pelo muy corto, lentes y un polo plomo claro, bastante ordenado y formal. Y, aunque el metal (por favor, leer con acento en la é) es probablemente uno de mis tres estilos musicales favoritos, nadie podría adivinarlo así, a la primera. Desde el día que iniciamos estas entregas melómanas no me he concentrado en un solo género, sino que trato de dejar en claro que mis horizontes son mucho más amplios. Sin embargo, algunas personas que me conocen de cerca suelen referirse a mí como un «metalero viejo», por lo que de repente me asaltó la pregunta. ¿Lo soy? ¿Qué es ser un «metalero viejo»?

No es común disfrutar, con los mismos niveles de emoción y adrenalina, un musical de Broadway, una selección de La Sonora Matancera, un álbum de Genesis, un ejercicio de Satie, una salsa de Rubén Blades, un vals de Fiesta Criolla y un concierto de Iron Maiden. Todas esas opciones -y muchísimas otras- poseen la capacidad de activar ciertos mecanismos neuronales que traen a la mente estados de ánimo, recuerdos, emociones y, sin intenciones de caer en esnobismos baratos, cada sonido tiene su espacio-tiempo en el enredado laberinto de mis gustos musicales. Salvo dos o tres excepciones muy puntuales, siempre me defino como una persona que «escucha de todo». Y como recientemente le confesé a una persona muy querida, quizás eso -y esto de escribir cada semana sobre música- sea mi forma de compensar la frustración de no haberme convertido, yo mismo, en un músico.

Pero volviendo al tema y despegándonos de este inusual y enojoso enfoque autobiográfico. ¿Qué es ser un metalero? ¿Y qué es ser, además, un metalero viejo? Para los entendidos, el heavy metal comenzó con Helter skelter, aquella horrísona canción compuesta por Paul McCartney para el “álbum blanco” de los Beatles, en 1968, que inspiró los sangrientos asesinatos de Charles Manson y su portátil de enajenados en vuelo de LSD. Para otros, aún más exquisitos, en las oscuras canciones de una banda psicodélica de Illinois llamada Coven, con sus historias sobre misas negras, ritos satánicos y demás (malas) hierbas, allá por 1969. En cuanto al término, se suele mencionar al himno carretero de Steppenwolf, Born to be wild, de 1968, como la primera canción en que estos dos vocablos son colocados juntos para describir algo (una moto, en este caso).

Aunque el heavy metal es un subproducto del rock que nació para vestir musicalmente actitudes y temas relacionados al oscurantismo y la agresividad como elementos que configuran la maldad humana (apologías y descripciones de lo fantasmagórico, lo satánico, diversas clases de trastornos mentales, vicios y comportamientos antisociales) para luego bifurcarse hacia temas anexos (velocidad, desenfreno, protesta visual contra los convencionalismos, las apariencias, la corrupción, etc.), lo cierto es que esta música discordante tiene fuertes lazos con la literatura y la cinematografía de terror.

Por ejemplo, es muy conocida aquella anécdota sobre la formación de Black Sabbath en la que Tony Iommi, guitarrista, les comenta a sus compañeros, tras ver las inmensas colas que se formaban cada vez que Boris Karloff estrenaba una película: «Si la gente paga tanto para asustarse en el cine ¿por qué no componemos música para asustar a la gente?» Y, con eso en mente, dejaron de tocar blues y cambiaron su nombre, de Earth a Black Sabbath -que, además, era nombre de una película italiana de 1963 que tenía a Karloff como presentador de historias terroríficas. Todo aquel que haya escuchado el álbum debut de esta banda de Birmingham, sabe que el verdadero origen del metal está allí, en aquel LP de 1970.

Una de las principales formas de identificar a un metalero viejo podría ser, por supuesto, la edad. Sin embargo, eso no es tan obvio como parece. Los fans más antiguos de Black Sabbath pueden tener actualmente entre 70 y 75 años -como los miembros del grupo- pero eso no asegura que escuchen, por ejemplo, a bandas más modernas como Opeth, Meshuggah o Ghost que no son, ni por asomo, nuevos en el panorama metálico. Los gustos de este sector etario probablemente estén más orientados al rock clásico y al hard-rock tradicional -Led Zeppelin, Deep Purple, Thin Lizzy- e incluso a las bandas de la llamada New Wave Of British Heavy Metal, cuyas puntas de lanza fueron Iron Maiden, Saxon, Judas Priest, y, en menor medida, Def Leppard. Motörhead y Venom, también de esa generación, forman la base sobre la cual aparecieron, a inicios de los ochenta, estilos más extremos como thrash (no “trash” como mal escriben en algunos medios locales), death y black metal.

A la inversa sí es posible este rango de múltiples preferencias. Por ejemplo, un joven de 20 años que escuche a combos surgidos entre finales del siglo 20 e inicios del 21 como Slipknot, Machine Head o Animals As Leaders puede, fácilmente, hacerse seguidor de Metallica, Anthrax, Slayer, Megadeth e incluso de grupos más antiguos como los mencionados u otros como Rainbow, Whitesnake o Rising Force (influenciados por la música clásica y barroca). Lo contrario ocurre en las orillas del metal extremo. Bandas de death o black metal como Mayhem, Death, Celtic Frost o Entombed, poseen legiones de seguidores a nivel mundial y no necesariamente se integran con opciones menos disonantes.

Otra forma de reconocer a un metalero viejo podría ser su «look». Personas que pasan los cincuenta, pero que, los fines de semana, usan polos estampados de sus artistas favoritos. Aunque tampoco es garantía de infalibilidad al 100%, es casi seguro que, si te cruzas por la calle con un sesentón (o sesentona) usando una camiseta con diseños de Van Halen, Aerosmith o Twisted Sister, sea uno de esos melómanos que, aunque el sistema los haya absorbido, tengan trabajos formales e hijos, sigan escuchando rock pesado/fuerte a espaldas de sus amigos y parientes. Nótese que he mencionado bandas entre lo accesible y lo extremo, que comenzaron a fines de los setenta y crecieron las dos décadas siguientes hasta convertirse en clásicos, incorporándose a gustos más convencionales. No ocurre lo mismo con alternativas más recalcitrantes. Puedes usar una polera de Ac/Dc en reuniones familiares. No pasará lo mismo si te sientas a la mesa con alguna carátula de Cannibal Corpse, Carcass o Napalm Death.

Lo que prima en el hard-rock/heavy metal es la diversidad. Y con más de cinco décadas de desarrollo, se hace difícil establecer límites o definiciones. La escena del glam o hair metal (1981-1991) fue, probablemente, la que más controversia desató. Si te acercas a los cincuenta y escuchas a Mötley Crüe, Warrant, Poison, Guns ‘N Roses, Ratt o Quiet Riot, ¿eres un metalero viejo? Quizás puede ser discutible. Pero si escuchas a Kreator, Voivod, Death o Sepultura y estás por subir al quinto piso, pues no habrá ninguna duda. Nunca faltarán los distraídos que, sin saber qué es, se compren un T-Shirt de Pantera, Manowar o Alice Cooper solo porque el diseño le pareció muy bueno. Pero, en líneas generales, el metalero de corazón se reconoce a leguas con solo verlo.

En mi caso -otra vez el tufillo personal- la cosa es al revés. La procesión va por dentro, como dicen. Como mencionaba, no parezco metalero ni de lejos ni de cerca. Y, a diferencia de lo que suele pensarse, no asocio, necesariamente, la intensa descarga emocional del metal con mis problemas cotidianos (familiares, laborales, existenciales) sino con el orgullo de entender este tipo de manifestación artística. Esa es otra de las formas de reconocer al metalero viejo: su capacidad para darse cuenta de que, además de catarsis, velocidad, escapismo y altos volúmenes, en esas bandas -no en todas, desde luego- hay mucha destreza, talento, creatividad y disciplina.

Los ejes temáticos de las bandas metaleras, en cualquier país del mundo, son siempre los mismos. Y existe tal cantidad de opciones que es imposible abarcar a todas en un solo artículo. Pienso, por ejemplo, en los argentinos V8, pioneros del metal en español. O en los americanos Anthrax, retratando a la sociedad, sus vicios y apariencias en Among the living (1986). O en la onda oscurantista de los países nórdicos, tan activa desde hace más de 30 años. Los cruces, por ejemplo, con otros estilos como jazz, funk, punk, rock alternativo o prog-rock (que tiene su propio universo de instrumentistas virtuosos y suites interminables), han producido listados incontables de artistas. Lo cierto es que, aunque no han dejado de aparecer grupos de hard-rock y heavy metal, en todas sus variaciones, los años dorados del género ya pasaron. Pero, anacrónicos o no, todos estos guerreros del metal continúan emocionando a una gruesa cantidad de hombres y mujeres, tanto los nombres consagrados como las nacientes figuras que, con gran esfuerzo, buscan abrirse paso en una industria que tiene estándares y valores absolutamente opuesto a sus propuestas.

Flea, bajista de los Red Hot Chili Peppers, hizo este comentario durante un discurso para presentar el ingreso de Metallica al Salón de la Fama del Rock and Roll, el año 2009: «Siempre me ha parecido absurda la forma en que las personas hablan de la música pesada, como si fuera negativa, dañina para los niños y qué sé yo. En primer lugar, tocar música ferozmente es la forma más saludable de liberar angustia para quien lo hace. Es alquimia y metamorfosis. Es convertir algo potencialmente destructivo, una fuente de miseria, en algo hermoso, intenso, motivador para la banda y para el público».

Me temo que sí soy un metalero viejo. Porque pienso exactamente lo mismo.

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heavy metal, metalero

Shawn, Kat y Neil son jóvenes y talentosos. Al verlos tocar el piano con tan sorprendente facilidad, uno se los puede imaginar como solistas, músicos de sesión o integrantes de cualquier banda famosa. Sin embargo, son tres muchachos desconocidos que pasan sus noches divirtiendo al público en uno de los locales de la cadena de restaurantes Howl At The Moon (“Aullidos a la luna” en español), fundada hace 30 años, en 1990, en Cincinatti (Ohio) y que hoy tiene presencia en otras veinte ciudades grandes de los Estados Unidos, además de ofrecer su servicio de entretenimiento musical en fiestas particulares, instituciones, hoteles y hasta cruceros de la compañía Norwegian Cruise Line, que tiene entre sus destinos varias islas del Caribe y del Atlántico norte.

Shawn, Kat y Neil son, además, extremadamente versátiles. No solo tocan el piano a un nivel inexistente en estas tierras -hablando de artistas populares masivamente conocidos–. Pueden pasar de la obertura de la 5ta. Sinfonía de Ludwig van Beethoven (1804) a una versión casi imposible de Crazy train de Ozzy Osbourne, sin que se les escape una sola nota del riff o incluso de aquel alucinante solo que grabara el recordado Randy Rhoads, allá por 1980. Los tres cantan muy bien, son ingeniosos comediantes e intercambian instrumentos de manera constante, en una dinámica que, si te gusta el pop-rock clásico o el jazz (cubren una amplia gama de éxitos y estilos, desde los sesenta hasta los 2000s), te mantiene con ojos y oídos abiertos todo el tiempo. Kat, la única mujer del trío, es deslenguada y frontal, pero no al estilo chabacano al que nos han acostumbrado nuestras destalentadas “clauns” sino con estilo propio, adulta pero no vulgar. Neil, por su parte, con sus lentes de marco grueso y apariencia nerd, cambia todo el tiempo las letras de canciones populares mientras que Shawn, el más extravertido, pasa del piano al bajo, del bajo a la batería y de la batería al violín, sin disfuerzo alguno. Un espectáculo de primera a cargo de tres personas con apariencia absolutamente común y corriente, sin esas poses de divos y divas (nótese mi lenguaje inclusivo) que suelen adquirir, en nuestra insuficiente escena, personajes incapaces de hacer una sola cosa bien, ni siquiera aquella por la que son más conocidos o promocionados.

La premisa del show que ofrece Howl At The Moon es, en términos generales, sencilla: tres músicos, desde un escenario casi al nivel del público, toca canciones a pedido. Desde las mesas vuelan los papeles con las solicitudes y los pianistas/cantantes acometen la tarea con frescura y eficiencia. En medio, bromas de todo tipo, comentarios y rutinas para hacer que la gente participe y se divierta. Así, combinando elementos de karaoke, nightclub, stand-up comedy y restaurante con banda en vivo, Howl At The Moon asegura un momento de original entretenimiento con interpretaciones que, en algunos casos, alcanzan niveles de concierto profesional. Y aquí es donde la propuesta se hace sofisticada y de difícil réplica en medios como el nuestro, tan habituado a la improvisación, la argolla y la charlatanería cuando se trata de espectáculos artísticos. Todo el talento exhibido en Howl At The Moon no existe por arte de magia. Es producto de la preparación, la disciplina de verdaderos artistas, la seriedad para estudiar y ensayar antes de soltar una broma o hasta una grosería. Acá, basta con que se junten tres amigos chacoteros, sin ningún talento, con harta publicidad y contactos –sus amigos cronistas los presentan como actores, comunicadores, productores, comediantes, cineastas, cantantes, a veces todo eso junto y más- y arman un show de teatro, un programa de televisión, hasta películas de largo metraje y le dan cualquier cosa a su público, una masa que, lamentablemente, ha perdido toda capacidad de apreciación, regala palmas y, sin interponer un mínimo de dificultad, abdicando al importante rol del público como filtro para evitar estafas y shows de baja o nula calidad, acepta todo lo que sea puesto de moda por periódicos y redes sociales.

Hay un detalle adicional para el éxito de una opción como la de Howl At The Moon. Es un producto perfecto para la cultura pop norteamericana, que conecta con la idiosincrasia de un público cuyo rango de edad está entre 25 y 65 años, desde profesionales jóvenes hasta retirados que han escuchado estas canciones toda su vida y que reconocen, en las estrellas de rock o jazz de antaño, a sus vecinos, sus paisanos. Shawn, por ejemplo, toca -nota por nota- complicadas canciones de Billy Joel como Scenes from an Italian restaurant (The stranger, 1977) o Prelude/The angry young man (Turnstiles, 1976) o lanza, al violín eléctrico, temas country de Blake Shelton o Willie Nelson. O Neil, que hace versiones de Sweet Caroline (Neil Diamond, 1969), Don’t stop me now (Queen, 1978) o Even flow (Pearl Jam, 1991), con precisión y seguridad.

Esta clase de locales goza de gran popularidad en los Estados Unidos. Desde que el rock and roll y sus vertientes fueron perdiendo la categoría de movimiento cultural de masas, rebeldía ante el establishment y vehículo de expresión para los sueños, frustraciones y posturas de la juventud frente a lo que pasaba a su alrededor, se convirtieron en un amplio conglomerado de canciones y trayectorias artísticas del pasado, un capítulo de historia universal, fuente de recuerdos, crónicas y visiones nostálgicas de un mundo que ya no existe. En ese sentido, la subcultura moderna del karaoke y el varieté incorporó a su oferta comercial el pop-rock de otras décadas como elemento empacado y, hasta cierto punto, carente de cargas sociopolíticas importantes. Por ejemplo, una canción como Born to run, clásico de 1975 de Bruce Springsteen, que habla de superar las adversidades y durezas de una vida dedicada al trabajo, soñando con ser libres y cambiar el mundo al final de cada jornada, ahora solo es pretexto para un vacío desahogo catártico al momento del coro, para gritarlo después de revisar tus redes sociales desde un teléfono celular.

Y es que hubo un tiempo –casi cinco décadas, entre la segunda mitad de los cincuenta y finales de los noventa- en que el rock movió opiniones y conciencias, fue música de fondo para movimientos sociales, generó tendencias de moda y hasta económicas. Más allá de los cambios que experimentó el género con el paso del tiempo, un programa especial de Elvis Presley moviendo las caderas en Las Vegas contenía, en esencia, la misma potencia simbólica que un concierto grunge de Pearl Jam con Neil Young, en un estadio, frente a miles de personas. Las caravanas de buses, camiones y autos particulares que seguían a los Grateful Dead, dinamizaban el comercio –restaurantes, hoteles, gasolineras- y hacían colapsar el tráfico en las carreteras interestatales. En los últimos veinte años, a pesar de la existencia tenaz de festivales de amplio formato en espacios abiertos –que tuvieron un fuerte retroceso debido a la pandemia, por supuesto- como Lollapalooza, Bonnaroo o Glastonbury, los conciertos masivos dejaron de tener ese encanto orgánico y comunitario para volverse eventos corporativos, publicitarios y de estratificación, en los que importa más cómo ir vestido que la experiencia misma de unirse a una muchedumbre para entonar aquellos himnos guitarreros capaces de inflamar corazones y hacerlos saltar a cada estrofa.

Los elencos de Howl At The Moon, como también lo hacen las llamadas “bandas-tributo” o “bandas-cover”, que realizan giras interpretando canciones del pasado (las primeras de un artista específico y las segundas, de diversos artistas y épocas) apelan, precisamente, a la nostalgia de su público como principal disparador de emociones pero adaptada al esquema moderno de entretenimiento estandarizado que ofrece varias cosas al mismo tiempo: local cómodo y seguro, infraestructura –luces, mobiliario, parafernalia, merchandising-, una carta atractiva -tragos, piqueos- y, sobre todo, la sensación de estatus asociada al hecho mismo de sentarse allí y presenciar el show. Sin embargo, por encima de todo esto, lo que importa en este caso específico es la calidad y anchura del repertorio.

Como hemos mencionado, es el público quien determina lo que Shawn, Kat y Neil van a tocar. Y, como también dijimos, existe una reserva de casi seis décadas de canciones pop, country, jazz y rock disponible, según los gustos y preferencias del auditorio en cada ocasión. Y los muchachos parecen sabérselas todas. Por ejemplo, si alguien quiere escuchar Enter sandman de Metallica (1991), recibirá una versión alucinante, con solo y rezo nocturno incluido –para lo cual Shawn, encargado de los temas más pesados, solicitará la participación de alguna mesa-. Pero, de repente, alguien puede pedir una canción totalmente diferente como I’m so excited, éxito de 1982 de The Pointer Sisters, momento en que la risueña Kat lucirá su voz y fraseos pianísticos. Las posibilidades son ilimitadas: Elton John, Billy Joel, Ben Folds Five, Paul Simon, Aerosmith, Tom Petty, Madonna, Bob Seger, Lynyrd Skynyrd, Rolling Stones, Guns ‘N Roses. Un cancionero inagotable para este trío que incluso se da tiempo de jugar con divertidas melodías como Ocean man, de la banda noventera Ween, popular como banda sonora de la versión cinematográfica del dibujo animado Bob Esponja; Lime in the coconut (Harry Nilsson, 1971) o Hooked on a feeling (B.J. Thomas, 1968), más conocida como “The Ooga Chaka Song”, por la versión que hiciera la banda sueca Blue Swede en 1974. Las nuevas generaciones conocen ambos temas por su uso en los soundtracks de Reservoir dogs, ópera prima de Quentin Tarantino (1992) y de la primera entrega de Guardianes de la Galaxia, taquillero film de superhéroes del 2014.  

 

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Examinar a profundidad los siete discos que conforman el boxset The Roxy Performances (2018) revela los altos niveles de meticulosidad y adicción al trabajo que podía alcanzar Frank Zappa (1940-1993) cuando se trataba de manipular cintas analógicas y construir, como un complicado rompecabezas, una pieza sonora diferente, única, a partir de múltiples fuentes.

Todos los que hemos escuchado el álbum Roxy & Elsewhere compulsivamente, hasta aprendérnoslo de memoria, sabemos que no es un disco en vivo, propiamente dicho. Se trata, más bien, de un fino trabajo de edición para combinar cinco conciertos diferentes, realizados en tres días, entre el 8 y el 10 de diciembre de 1973, en un legendario nightclub del Sunset Strip, en Los Ángeles, California, el Roxy.

Pero no solo es que se intercalan canciones completas de un show con las de otros. Eso sería tan simple como cuando uno hacía una de esas mixtapes (selección de canciones de diferentes artistas) para regalar a alguien especial en los años del cassette y el disco compacto. En el trabajo de laboratorio sonoro que hizo FZ para Roxy & Elsewhere –una práctica común en su discografía desde 1967-, hay tracks en los que la presentación hablada corresponde al concierto 1, la primera sección al concierto 4, el solo de guitarra comienza a la mitad de lo que realmente tocó en el concierto 2, la siguiente sección instrumental regresa a la del concierto 3 (… o 1, o 4…), y así, con tal nivel de precisión que el oyente promedio es incapaz de detectar los cortes. 

Roxy & Elsewhere, el disco, apareció en su versión original de LP doble el 10 de septiembre de 1974, bajo el sello discográfico DiscReet Records, creado por el mismo Frank como una extensión de sus dos anteriores emprendimientos empresariales, Bizarre y Straight Records. Esto significa que Zappa pasó nueve meses completos, entre enero y septiembre, escuchando, escogiendo, editando, mezclando, encerrado en un estudio junto a su ingeniero de sonido Kerry McNabb. Un trabajo titánico en esos años, que hoy se resuelve en segundos con el copy-paste que las nuevas generaciones usan para unir y desunir fragmentos en mp3.

Sobre todo si consideramos que, en ese período de tiempo, no solo se dedicó a la confección del disco, sino que siguió de gira -de hecho, en Roxy & Elsewhere hay un par de temas de conciertos en dos lugares más, en Pennsylvania y Chicago (de allí el “Elsewhere” del título)- e inició los registros, en dos estudios distintos, de los álbumes Apostrophe (‘) y One size fits all (en marzo y agosto de ese mismo año). Si pensamos en el nivel de detalle de arreglos, overdubs, ensayos, traslados y etcétera de actividades en cada etapa del proceso de composición y grabaciones, sin mencionar los temas de índole administrativa -trato con managers, periodistas, administradores, sonidistas, cuestiones familiares- uno se pregunta ¿a qué hora dormían estas personas?

The Roxy Performances nos da, por primera vez, la oportunidad de escuchar cómo fue realmente cada una de esas noches. La expectativa de los minutos previos, la interacción entre Frank y sus músicos, o los diálogos con el público, poseen un nivel de calidez que, si bien es cierto también se siente en la edición de 1974, se diluyen un poco en medio de los intencionales cortes y la secuencia artificial del vinilo original. Fueron, en total, cinco shows: uno el sábado 8 y dos por noche, los días restantes (9 y 10 de diciembre). Otra vez, la capacidad de trabajo de Zappa y su grupo –la cuarta y final encarnación de The Mothers Of Invention- parece sobrenatural y totalmente diferente a la forma de operar que desarrollaron otros famosos músicos de aquel período glorioso que hoy todos llamamos “rock clásico”.

Pero lo más importante y valioso de esta colección son los conciertos en sí mismos, con una banda extremadamente capaz y entrenada, en su mejor momento, que echaba humo por donde iba. George Duke (teclados, voz), Ruth Underwood (vibráfono, percusiones), los hermanos Bruce y Tom Fowler (trombón y bajo), Napoleon Murphy Brock (voz, saxo, flauta) y los bateristas Ralph Humphrey y Chester Thompson realizan proezas instrumentales de alto calibre técnico con una actitud dinámica, relajada y divertida, a casa llena (el Roxy tenía, en ese época, un aforo máximo de aproximadamente 500 personas).

Esa breve residencia de Zappa y The Mothers en el Roxy -que aquel diciembre de 1973 apenas tenía dos meses abierto- debe haber sido uno de los eventos musicales más importantes de la década. El local, que aun sigue activo como bar y sala de conciertos, es parte de la historia del West Hollywood. El productor David Geffen, fundador de importantes sellos discográficos como Asylum Records, Geffen Records y la compañía cinematográfica DreamWorks, fue uno de los dueños del conocido teatro. Hoy Geffen, de 78 años de edad, es uno de los magnates más importantes de la industria musical, con una fortuna que supera los 10 billones de dólares.

Además de los diez temas que conforman el álbum Roxy & Elsewhere (ocho en realidad, pues Son of Orange County y More trouble every day provienen de los conciertos adicionales mencionados, que se realizaron en mayo de 1974), que aquí aparecen tal y como se tocaron, sin intervención alguna, hay una serie de alucinantes sorpresas para el fan de FZ. Por cierto, algunas ya habían sido vistas y oídas en Roxy: The Movie, un lanzamiento del 2015 en DVD y CD, editado por Joe Travers y la familia de Zappa, para conmemorar los 30 años de su lanzamiento. La calidad del material interpretado esas noches es oro en polvo para quienes conocen y admiran esta etapa de la extensa discografía del genio de Baltimore.

Por ejemplo, la presentación en sociedad de Cosmik debris, antes de grabar la versión definitiva del disco Apostrophe (‘), con cínica dedicatoria a L. Ron Hubbard, líder y fundador de la Cientología (en dos extraordinarias versiones); la punzante Dickie’s such an asshole, sobre Richard Nixon y el entonces reciente escándalo de Watergate, con la que cerró tres de los cinco conciertos; o las contundentes rendiciones de Montana y I’m the slime, temas del que era su más reciente disco en estudio en ese momento, Over-nite sensation (lanzado en septiembre de 1973), son algunos de los puntos estables en cada setlist.

Una conexión inesperada con el Perú: en la introducción de Inca roads, también de estreno y a una velocidad totalmente diferente a la que quedó registrada, dos años después, en One size fits all (1975), Frank habla de los Caminos del Inca y las Líneas de Nasca como fuentes de inspiración para esta alocada historia sobre naves extraterrestres que aterrizan en los Andes.

Roxy & Elsewhere comprime, en 68 minutos, todos los elementos que hicieron especial a Zappa: humor negro, crítica al establishment, jazz, blues y rock de alta calidad, participación del público y harta complejidad instrumental. En las casi ocho horas de música de The Roxy Performances (que también incluye un disco de ensayos y rarezas) estos elementos aumentan en progresiones geométricas.

Si el segmento Echidna’s arf (of you)/Don’t you ever wash that thing? te sorprendió cuando lo escuchaste por primera vez en el vinilo de 1974, espera a oír Dupree’s Paradise -muy común en los setlists de Zappa de esa época, en YouTube puede verse una versión en vivo de 1973 con Ian Underwood y Jean-Luc Ponty aún en la banda-, RDNZL o T’Mershi Duween, inéditas hasta ahora. Todas estas composiciones, que Zappa estrenó en esta época, diez o doce años antes de lanzarlas oficialmente al mercado, tienen aquí una frescura especial y muestran los aspectos más afilados de su versátil y preparada banda.

Por otro lado, The Mothers se dieron tiempo para tocar algunos clásicos de su repertorio como The idiot bastard son (We’re only in it for the money, 1967), The dog breath variations/Uncle meat (Uncle meat, 1969), Big swifty (Waka jawaka, 1972) y un medley de tres temas del periodo 1969-1970: King Kong, Chunga’s revenge y Son of Mr. Greene Genes. Aunque la gente le pide temas como Peaches en regalia -se escucha a un hombre gritar «play Regala!» a lo que FZ responde «it’s not regala, is regalia!»- y hasta The Mud Shark, aquella rutina con la que hizo bailar al Fillmore East en 1971, Frank no accede y presenta, en cambio, el Be-bop tango, de estructura similar que incluye la participación del público. En una de las dos versiones del boxset, Zappa se burla del ícono del jazz Miles Davis y su conocida costumbre de tocar dándole la espalda al público.

En una entrevista publicada hace unos meses en la revista Rolling Stone, el baterista Chester Thompson (72) recuerda que, durante su tiempo con Zappa, casi no dormía transcribiendo y ensayando sus partes. También cuenta que fue un trabajo sumamente satisfactorio y, sobre todo, divertido, pues Frank estaba «en una fase muy feliz de su vida». Según Chester, quien después alcanzaría fama mundial junto a Genesis y Phil Collins –quien se decidió a llamarlo tras escuchar el dúo de batería que hace con Ralph Humphrey para cerrar Don’t you ever wash that thing?-, el guitarrista, conocido por su carácter elusivo y hasta antisocial, pasaba mucho tiempo con el grupo, entre ensayos, grabaciones y conciertos, bromeando y pasándola bien. Esa buena onda se nota en estos fabulosos conciertos del Roxy, que puedes escuchar aquí.

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Frank Zappa, Música, The Roxy Performances

La cultura popular, su evolución y múltiples manifestaciones, sirve para entender la idiosincrasia de una nación. A través de los recuerdos medianamente recientes, es posible reconstruir nuestra forma de ser, nuestros usos y costumbres, niveles de educación, sociabilidad y calidad de la convivencia entre ciudadanos. La industria de la nostalgia -como diría el periodista y ensayista británico Simon Reynolds- es una de las más rentables del siglo 21, tanto en términos comerciales -venta de memorabilia, objetos vintage, artistas antiguos- como en cuestiones más subjetivas como el placer de revivir épocas perdidas en los oscuros vericuetos de la memoria, un producto que tiene slogan propio desde hace años: “todo tiempo pasado fue mejor”.

Curiosamente, nuestro país se suele vanagloriar de su pasado histórico, sus tradiciones ancestrales, sus leyendas con siglos de antigüedad, en aras de promover el turismo, como una de las aristas de este juego nostálgico y de reafirmación identitaria. Sin embargo, ha demostrado su absoluta incapacidad para brindar al mundo moderno información de calidad sobre las escenas musicales que se desarrollaron en los últimos cien años dentro de sus fronteras. Tomando la línea argumental de unos interesantes artículos publicados recientemente por el periodista y crítico musical Fidel Gutiérrez en el Diario El Peruano, me permito algunos apuntes adicionales asociadas a sus reflexiones, sobre un tema que pocos se atreven a explorar en la cada vez más pobre prensa cultural local.

Se dice, con razón, que en el Perú existe un sólido y poderoso desprecio a la cultura, pero no solo en lo que se refiere a la gestión pública de su conocimiento y difusión sino a los consumidores de productos culturales. La política, la farándula, aquello que las minorías privilegiadas elevan a la categoría de “elegante”, “sofisticado” o “exitoso” es de tan grosera vulgaridad y mal gusto que resultan increíbles cuán bajo han caído los niveles de apreciación, la ausencia de control de calidad, tanto del público en general -en todos los pisos del espectro socioeconómico- como de los medios de comunicación, y son claros ejemplos de ello. Una de las cosas que mejor sirve para comprobar la desidia y el desprecio que siempre han tenido los medios de comunicación hacia los productos culturales locales es la pobreza de registros históricos recientes, en cualquiera de los soportes disponibles en internet (webs, videos, imágenes).

Como sabemos, internet es una base de datos ilimitada, un contenedor en permanente actualización capaz de poner a la mano de cualquier cibernauta en el mundo entero, todos los detalles respecto de lo que sea, en cuestión de segundos. Hablando de géneros musicales, artistas, estilos y demás, nada mejor que la red de redes para enterarnos de qué pasaba en décadas anteriores. Por ejemplo, buscar información sobre el jazz o el blues en los Estados Unidos durante los años veinte, los boleros y rancheras en México entre 1940 y 1960, las orquestas sinfónicas europeas en los años de post-guerra, son tareas de lo más satisfactorias para cualquier melómano o investigador ocasional, merced del trabajo de periodistas, artistas e incluso instituciones estatales -Ministerios de Cultura, de Educación, entidades protectoras del saber popular- dedicados a recopilar, restaurar y almacenar textos, fotos y videos en bibliotecas virtuales. O difundirlos a través de redes en canales públicos de acceso masivo y gratuito.

En el Perú no ocurre eso. Como menciona Gutiérrez en sus columnas, estilos musicales de enorme presencia local hace cuarenta o cincuenta años como la cumbia (andina, selvática, alimeñada), la nueva ola, el pop-rock (inclusive en variantes muy específicas como la psicodelia, el progresivo o el hard-rock), el boogaloo, música para orquestas, salsa o boleros cantineros y sus exponentes son prácticamente desconocidos para las nuevas generaciones, salvo para aquellos segmentos del público que pudieron redescubrirlos a través del interés que, sobre ellos, nació en sellos discográficos y productores extranjeros, lo cual les dio una nueva (y muy corta) vida, convirtiéndolos en placer de minorías. Incluso la música criolla y el folklore andino, con raíces 100% nacionales -no como los otros géneros mencionados que provienen de otros países- y públicos cautivos más amplios, son casi invisibles en entornos digitales, más allá de la información genérica que puede hallarse en artículos, semblanzas o recuentos, muchas veces incompletos o insuficientes, si los comparamos a la cantidad de datos e imágenes foráneas de fácil ubicación en internet.

Por ejemplo, buscar la discografía detallada de músicos peruanos, de cualquier género y año entre 1940 y 1999, es casi imposible. La tarea, que arranca con mucha expectativa, puede terminar siendo extremadamente frustrante ya sea porque se encontró muy poco o porque aquello que se haya encontrado, al cruzarse con otros hallazgos, termine despertando más dudas que certezas respecto de su veracidad. Raúl García Zárate, Chabuca Granda o Manuel Acosta Ojeda, por citar solo tres casos, son artistas fundamentales para entender nuestra música tradicional. Sin embargo, no existe ni una sola página web que consigne, de forma detallada y confiable, sus biografías, discografías, líneas de tiempo. ¿Fotografías o videos? Siempre los mismos y, generalmente, de mala calidad. Qué diferencia si escribimos, en el buscador de Google, digamos, Frank Sinatra (EE.UU.), José Alfredo Jiménez (México) o Charly García (Argentina), a quien el gobierno de su país acaba de hacerle un homenaje en vida que aquí sería impensable para alguna vieja gloria de nuestro folklore o música popular en cualquiera de sus formas. 

El programa Sucedió en el Perú, producido por TV Perú-Canal 7, es un oasis que busca corregir esta vergonzosa carencia, con investigaciones que recuperan tanto trayectorias de artistas individuales como épocas completas del pasado, ofreciendo un vistazo panorámico y recogiendo testimonios de muchos de sus protagonistas y cultores. Pero no es suficiente. Esfuerzos como los desplegados por websites como Arkiv Perú o grupos de Facebook como Lima Antigua también son loables -y entrañables en muchos casos- pero su difusión no alcanza las dimensiones que merecen y necesitan estos temas para instalarse en el imaginario colectivo, quedando siempre como casos aislados y anecdóticos. Inclusive el portal Discogs, existente desde el año 2000, es una base de datos mundial que ayuda mucho para ubicar años, sellos discográficos, carátulas, listas de canciones por álbum, entre otras cosas, aunque en el rubro «Perú» dependa también de la información que se produzca en el país de origen, por lo que muchos de sus contenidos son también, inevitablemente deficientes.

En muchos casos, se trata de una absoluta indiferencia por generar contenidos valiosos aun cuando sea posible acceder a ellos. La ignorancia, madre de todos estos vicios culturales, y la insaciable avaricia de quienes solo quieren vender en volumen, reina en las gerencias de programación y archivos de los principales medios televisivos, por lo que gran parte del material audiovisual de décadas pretéritas duerme y se apolilla, en silencio, en mohosos anaqueles, mientras se aprueban millonarios presupuestos para series insulsas como Llauca -en las que además les dan trabajo a integrantes de La Resistencia, investigados por la Fiscalía por sus acciones violentas- y producciones de poca monta como las de esa fábrica de bodrios llamada Del Barrio. Por supuesto, muy de vez en cuando, los canales más antiguos (América o Panamericana Televisión), sacan algún reportaje para aprovechar momentáneamente la popularidad de la nostalgia pero siempre desde un punto de vista superficial, sin emprender la tarea, eternamente pendiente, de organizar y sistematizar la memoria musical que poseen y esconden en sus sótanos.

Marco Aurelio Denegri, quien entre sus múltiples talentos tenía el de ser audiófilo y amante de la música criolla en vinilo, mencionó en una de sus recordadas misceláneas que, en el Perú, no existían instituciones serias que garantizaran la conservación de extensas colecciones de Long Plays y discos de 45 rpm -entre ellas, la suya- si acaso sus dueños decidieran donarlas en vida o como herencia al fallecer. Y se refirió específicamente al legado discográfico de Chabuca Granda, abandonado en cajones sin memoria de una conocida institución privada de educación superior, según le confió Teresa Fuller, hija de la compositora de La flor de la canela. La ignorancia, la desidia y el desprecio por la cultura hace que estas donaciones acaben arrumadas en cajas de cartón sin que nadie les dé el más mínimo mantenimiento. Como resultado de ello, la pérdida de una parte importante de nuestra idiosincrasia artística, un hecho dramático que no tiene ninguna importancia para las masas, cada vez más indiferentes a esas cosas.

Recientemente, dos sellos discográficos peruanos, uno legendario y otro muy nuevo, están rescatando el legado artístico de un abanico variopinto de artistas del pasado, especialmente en géneros como la cumbia y el pop-rock, uniéndose a los primeros esfuerzos que relanzaron la movida tropical y rockera, impulsados por compañías extranjeras. Nos referimos, por un lado, a Infopesa, de enorme trabajo en los años setenta y ochenta y, por el otro, a CAL Comunicaciones. Sin embargo, sus encomiables esfuerzos no tienen aun la fuerza restauradora que hace falta para corregir tantas décadas de esa endémica indiferencia que, tanto el Estado como los medios de comunicación masiva, demuestran ante la situación. Gracias a estas dos empresas nacionales, junto al anónimo y disperso trabajo de investigadores independientes, grupos de redes sociales y una que otra columna de opinión en medios formales -sin mencionar a los artistas de la época que aun están activos-, esa memoria musical aun respira, pero en estado crítico perenne, sin posibilidades de mejora a la vista.

 

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“La mediocridad para algunos es normal, la locura es poder ver más allá” es una de las frases más potentes que ha escrito Carlos Alberto García Moreno, más conocido como Charly García, compositor, pianista, guitarrista, cantante y enloquecido músico de oído absoluto, nacido en el barrio de Caballito, en Buenos Aires, un día como hoy hace 70 años. Podríamos citar muchas otras frases, desde luego, pero esta declaración, letra del tema El tuerto y los ciegos, incluido en el tercer LP de Sui Generis, titulado Pequeñas anécdotas de las instituciones (1974), es un guantazo a la cara de muchos representantes de la “cultura” moderna, tan dispuesta a premiar con aplausos, adjetivos superlativos y ventas millonarias a expresiones de la más pura vulgaridad y mal gusto. Su vigencia es demoledora y sorprendente, en especial si pensamos que, cuando la escribió, Charly no cruzaba aun la barrera de los 25 años, la misma edad a la que un tal Benito Martínez, alias Bad Bunny, rompió rankings y cajas registradoras con un esperpéntico y barriobajero reggaetón llamado Callaíta, en el 2019.

El Ministerio de Cultura de Argentina celebrará al artista del bigote bicolor con un megaconcierto llamado ¡Charly Cumple!, que arranca a las 2 de la tarde de hoy, en el Auditorio Nacional del Centro Cultural Kirchner (sigue aquí la transmisión en vivo del evento). La jornada tendrá cuatro bloques con la participación de orquesta de cámara, conjunto de jazz y banda de rock para interpretar su amplio catálogo, con invitados especiales como Raúl Porchetto, Fabián Von Quintiero, Celeste Carballo, María Rosa Yorio, entre muchos otros destacados músicos argentinos. Paralelamente, habrá conversatorios académicos y exhibiciones sobre su trayectoria. Asimismo, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires organizó, desde inicios del mes, una nutrida agenda de actividades y homenajes, bajo el hashtag #CharlyBA y hasta una web especial https://charlyba.buenosaires.gob.ar/ en la que sus fans pueden dejar textos, canciones y fotos para celebrar a su ídolo. 

Es innegable la enorme importancia de Charly García en el ecosistema musical argentino. Sin embargo, no coincido con quienes lo llaman genio porque, lamentablemente, una combinación nociva de vicios y enfermedades melló, desde hace un par de décadas, su capacidad para escribir canciones relevantes, que fueran consecuentes con aquella etapa juvenil en la que, por muchos motivos, logró acercarse a esa genialidad que se le suele atribuir, rozándola con estremecedora facilidad. Y no porque todas sus composiciones tuvieran que contener, necesariamente, versos inteligentes y reflexiones filosóficas –No se va a llamar mi amor (Piano Bar, 1984), es un rock directo y muscular, gritado a todo pulmón, sin alturas líricas pero con impacto y musicalidad. Pero, pasar de himnos generacionales como Canción para mi muerte (Sui Generis, Vida, 1972), Rasguña las piedras (Sui Generis, Confesiones de invierno, 1973), o Inconsciente colectivo (Yendo de la cama al living, 1982) a los ejercicios de vacía autoindulgencia de discos como La hija de la lágrima (1994), Say No More (1996) o El aguante (1998), es un bajón tan radical que no puede ser pasado por alto desde un punto de vista objetivo, alejado del fanatismo que exhiben los argentinos cuando se trata de sus íconos culturales. Y Charly García es eso, un ícono cultural. Como Quino, Spinetta, Les Luthiers o Cortázar. Pero también es un generador de idolatrías sobredimensionadas, como Maradona o Messi. 

Su conexión elemental es, por supuesto, con el rock, género ajeno a la sensibilidad latinoamericana al que hizo avanzar “siempre en off-side, o sea un paso adelante que el resto”. Abrazó la estética y el sonido bucólico del folk con Sui Generis, durante sus primeros dos años (1972-1973) y luego se sumergió en el rock progresivo y el jazz-rock, en la segunda etapa de Sui que culminó con los conciertos de despedida en el Luna Park, los días 5 y 6 de septiembre de 1975-, La Máquina de Hacer Pájaros –que produjo dos extraordinarios y poco valorados discos, fuertemente influenciados por el prog-rock británico, como apreciamos en temas como Boletos, pases y abonos u Obertura 7.7.7., Porsuigieco (1976-1977) –supergrupo semi-acústico junto a Nito Mestre, León Gieco, Raúl Porchetto y María Rosa Yorio, madre de su único hijo, Miguel- y Serú Girán (1978-1981), en su momento considerados «los Beatles“ argentinos”-; para luego construir su propio lenguaje pop-rock, reuniendo en torno suyo a una nueva generación de instrumentistas que se convirtieron en sus acólitos –Fito Páez, Fabiana Cantilo, Pablo Guyot, Willy Iturri, Alfredo Toth –luego conocidos como GIT- y desatando una fiesta de pianos, sintetizadores y guitarras entre 1982 y 1990, produciendo clásicos del rock en nuestro idioma con discos como Clics modernos (1983), el mencionado Piano Bar (1984), Tango (1986, con Pedro Aznar) o Parte de la religión (1987). 

Pero también apostó por el sonido localista del rock gaucho, que se manifestó a lo largo de su trayectoria, desde la auroral Cuando ya me empiece a quedar solo (Sui Generis, Confesiones de invierno, 1973), hasta No soy un extraño (Clics modernos, 1983), Raros peinados nuevos (Piano Bar, 1984) o incluso en su última etapa con Tango, del disco Rock and roll YO (2003); las baladas dramáticas y surrealistas, en las que realiza críticas pesadas acerca de los horrores de la dictadura que maltrató a Argentina entre 1976 y 1983, con melodías como Los dinosaurios (Clic modernos, 1983), Canción de Alicia en el país, Desarma y sangra o Cinema verité, grabadas con Serú Girán, en los discos Bicicleta (1980) y Peperina (1981). En cualquiera de sus épocas, Charly fue siempre una caja de sorpresas. Pero cuando las sinapsis comenzaron a interrumpirse, surgió el lado oscuro, la agresividad sin sentido, la filosofía barata y los zapatos de goma, la pintura plateada sobre el cuerpo y ese extraño mensaje en inglés que solo tiene sentido cuando lo pronuncia él mismo: “Say No More”.

Para cuando hizo el concierto desenchufado para MTV, en 1995, era un hecho que su estrella se estaba apagando. Aun cuando ya tenía un largo historial de situaciones conflictivas, los tropiezos y gestos despectivos de esa velada hacían entrever que Charly venía de bajada, a pesar de que aun le sacaba finos fraseos al piano y su banda respondía bien al desafío. Luego vinieron muchos más conciertos, marcados por la irregularidad y la controversia. Pero la cosa empezó a ponerse peor. El recordado episodio del clavado desde el noveno piso de un hotel en Mendoza –en marzo del año 2000- fue visto por muchos como un acto de simple y llana locura, desprovisto de contenidos simbólicos. 

Para entonces ya todos sabíamos que Charly era, por decirlo amablemente, algo más que extravagante. Sus hábitos dentro y fuera del escenario –intolerante e irascible, de reacciones exhibicionistas, declaraciones violentas y arrogantes- formaban parte de su leyenda desde hacía mucho, una muestra de su carácter indomable frente a la autoridad y los convencionalismos sociales. Canciones como Confesiones de invierno, Yo no quiero volverme tan loco o El fantasma de Canterville, Estoy verde (No me dejan salir), Demoliendo hoteles o De mí, tocan, en tonos autobiográficos, el tema de la locura. Esa tendencia al comportamiento tanático lo emparenta con otras peligrosas figuras del rock mundial como Jim Morrison, Iggy Pop u Ozzy Osbourne y el temor de que pudiera pasarle algo acechaba todo el tiempo a quienes más lo conocían, como David Lebón o Pedro Aznar, sus amigos y compañeros en Serú Girán.

Discos como Influencia (2002) –que tiene como uno de sus principales singles un cover de 1982 del norteamericano Todd Rundgren, hecho insólito para un músico que construyó su reputación creando sus propias melodías- o Rock and roll YO (2003) intentaron dar un nuevo respiro a su carrera, pero son solo una colección de buenas ideas, interpretadas a retazos por la sombra de Charly, que abusa en estos álbumes de sonidos repetitivos pregrabados y tecnologías digitales para disimular sus altibajos. Sus dos últimas producciones en estudio, Kill Gil (2010) y Random (2017) poseen bastante de aquel brillo instrumental que exhibió en épocas pasadas y salpicados atisbos de la lucidez y rebeldía que lo caracterizaron siempre, aunque sus problemas de salud física y mental se evidenciaban cada vez más.

El verdadero colapso ocurrió en 2008 con varios internamientos en centros de rehabilitación y riesgos de muerte, que cesaron gracias a la intervención de su amigo y colega, Ramón “Palito” Ortega quien lo llevó a una tranquila quinta bonaerense, donde García consiguió recuperarse después de varios años de descanso y terapias. En el 2018 protagonizó el primer capítulo de la serie de NatGeo, Bios: Vidas que cambiaron la tuya, donde se le puede apreciar recuperado de peso –su extremada delgadez era también legendaria- pero con dificultades para hablar y moverse. Un año después participó, con Lebón y Aznar, del lanzamiento de una versión en vinilo, con sonido restaurado, de La grasa de los capitales, en el 40 aniversario de este histórico disco, el segundo de Serú Girán, que contiene clásicos como Viernes 3 AM, San Francisco y el lobo y Perro andaluz

Charly García llega, sorprendentemente para muchos, a los 70 años, tras superar prácticamente todo -incluso el COVID-19, que se le diagnosticó en mayo del 2020- y, a pesar de su naturaleza confrontacional y desadaptada, recibe de sus seguidores oleadas de cariño y agradecimiento, por haber escrito la banda sonora de dos generaciones de rockeros latinoamericanos, lo cual lo convierte en uno de los artistas argentinos más influyentes de la historia de la música popular contemporánea. 

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Charly García

El rock ha producido, a lo largo de seis décadas, muchos personajes legendarios y, a la sombra de ellos, siempre han estado los segundos, los lugartenientes, las fuerzas invisibles que apuntalaban al principal, al líder mediático, a la estrella llamativa dispuesta siempre a ser el centro de la atención. Y, como ocurre con los actores secundarios en el cine, en ocasiones cargan una parte importante del peso y las responsabilidades de mantener el sonido, prestigio y continuidad de una banda, convirtiéndose –muchas veces, sin quererlo- en la columna vertebral y motor del colectivo al cual pertenecen.

Normalmente, los historiadores del rock se han fijado, por ejemplo, en la figura del bajista como elemento de perfil bajo (valga la redundancia) y actitud contemplativa que, a diferencia del vocalista/líder o el guitarrista principal –“frontman” y “guitar hero”, respectivamente- prefiere no estar en los spotlights aun cuando en su trabajo y precisión descansa el alma rítmica de cualquier grupo de rock clásico que merezca respeto.

Algo similar ocurre con los encargados de la segunda guitarra. Cuartetos, quintetos y formatos más amplios, en todas las vertientes del rock and roll, han tenido segundos guitarristas que, ya sea por su personalidad, voz principal, aportes creativos o capacidad para intercambiar roles con la guitarra líder –o cualquier combinación de estos factores- eran imprescindibles para su lenguaje sonoro e incluso su imagen. ¿Puede pensarse, por ejemplo, en Ac/Dc sin la locomotora andante de Malcolm Young? ¿O en Kiss sin los sorprendentes riffs y solos de Paul Stanley? ¿Los temas más veloces de Metallica habrían sonado igual sin el pulso imparable de James Hetfield? De estos segundos guitarristas, de gran influencia en sus respectivos grupos, uno de los más importantes –y, probablemente, menos visibles- es Robert Hall Weir –Bob o Bobby para amigos y seguidores-, que hoy cumple 74 años de edad.

A pesar de su trascendental presencia y papel en Grateful Dead, institución señera de la psicodelia y el country-rock norteamericano, creadora de toda una subcultura que continúa vigente de diversas maneras al margen del music business, un cuarto de siglo después de su disolución oficial, Bob Weir nunca tuvo los reflectores sobre él, aun cuando su voz, guitarra y composiciones fueron tan dominantes como las de Jerry García, su amigo del alma, hermano musical, maestro y partner-in-crime entre 1963 y 1995, año de la muerte del inolvidable Captain Trips. 

Para quienes están medianamente familiarizados con la discografía de Grateful Dead, canciones como Truckin’, Sugar Magnolia, One more Saturday night o Playing in the band (estas dos últimas lanzadas originalmente en el disco como solista que Weir grabara en 1972), son solo la punta del iceberg de aquel universo sonoro que excede los límites convencionales del rock de los sesenta/setenta. Todos estos clásicos –y muchos otros de los Dead- fueron cantados y coescritos por Weir. El menor de los integrantes del combo de San Francisco, inició su carrera como alumno de García, quien le enseñó a tocar guitarra y banjo en la parte de atrás de una vieja tienda de discos, cercana al barrio californiano de Haight-Ashbury. Weir estuvo al frente de la banda desde el principio y consolidó, con los años, un estilo único como segundo guitarrista que, en los jams más insólitos, podía realizar secuencias de acordes y riffs tan raras que parecían salirse de las coordenadas armónicas de cada canción.

En el 2014 se estrenó, en el prestigioso festival internacional de cine independiente de Tribeca, el film The other one: The long and strange trip of Bob Weir –disponible en Netflix-, en el cual el documentalista Mike Fleiss, un Deadhead (*) convicto y confeso, hace justica a Bob, “el otro”, echando luces por primera vez acerca de su “largo y extraño viaje” (sí, ese tipo de viaje) y tomando, para el título, letras de dos temas emblemáticos de la banda, escritas por Weir: That’s it for the other one, nombre de la suite de ocho minutos de duración incluida en su segundo LP Anthem of the sun (1968) y “what a long strange trip has been”, verso final del coro de Truckin’, carretero y lisérgico himno del cuarto álbum American beauty (1970), una de sus producciones más celebradas. (*) En la terminología de los Grateful Dead se conoce como “Deadheads” a la multitudinaria comunidad de fanáticos que seguían a la banda, en coloridas caravanas pasadas de vueltas, estado tras estado, cada vez que salía de gira. Personalidades como Bill Clinton, Nancy Pelosi, Al Gore, Matt Groening y Steve Jobs han declarado haber sido Deadheads en su juventud.

La historia de Bob Weir es el sueño logrado de la era del hippismo y la cultura de la droga: salir de casa a los 16, tras años de sentirse solo y desarraigado, en el seno de una familia adoptiva y cariñosa pero sobreprotectora, sin capacidades formales para la escuela (disléxico, rebelde, siempre metido en problemas de conducta), para unirse al colectivo de hippies más alocado y colorido de entonces –los Merry Pranksters de Ken Kesey y Neal Cassady, creadores de Furthur, el bus parrandero cargado de LSD que sirviera de inspiración a Tom Wolfe (1930-2018), el cronista de la contracultura- y alcanzar la gloria musical con el grupo más importante de la Costa Oeste, venerada casi como una religión en los Estados Unidos y respetada en el mundo entero como uno de los principales actos rockeros de su tiempo, animador de los festivales de Monterey, Altamont y Woodstock.

Consciente de que sus limitaciones no le permitían satisfacer las expectativas de una vida normal, Weir hizo de la música su tabla de salvación y de los Grateful Dead su familia, con quienes hizo de todo y sin medida, parafraseando a José José. Recordando su psicotrópico pasado, Weir apenas puede creer todo lo que ha visto y experimentado, en una vorágine que, incluso, lo convirtió en una especie de desenfrenado galán hippie –no solo era el más joven del grupo sino que, a decir de sus mismos compañeros, el que más groupies congregaba en sus interminables giras- y declara, aun hoy, alejado de las drogas y practicando meditación para mantenerse en equilibrio, que su gran amigo Jerry se le aparece en sueños y guía su camino mientras toca. 

El retrato de Bob Weir que ofrece este interesante documental es emocionante y, por momentos, increíble, contado en un tono personal y cálido. Desde sus inimaginables juergas hasta el reencuentro con su padre biológico, su relación familiar con la banda y, en especial, su conexión con Jerry y sus deudos, hasta su actual vida como abuelo con aspecto de coronel de la Guerra Civil que sigue de gira –ha hecho más de 3,000 conciertos desde la muerte de García, cantidad que ya había superado con los Dead en tres décadas de carrera-, todo hace que Bob Weir se convierta en un sobreviviente admirable, con quien daría gusto sentarse a conversar en medio de su brillante colección de guitarras, sus mascotas y su amplio rancho en California, donde vive con Natascha, su esposa desde 1999. 

Durante los años dorados del grupo, Weir publicó dos álbumes como solista, Ace (1972) y Heaven help the fool (1978), el primero con sus compañeros de Grateful Dead como apoyo y el segundo con un elenco de músicos de sesión, entre los que destacaban varios integrantes de Toto, Chicago y la banda de Elton John. Paralelamente, formó dos proyectos musicales: entre 1976 y 1978 fue Kingfish, junto a unos amigos de San Francisco y, luego, entre 1981 y 1984, Bobby & The Midnites, en el que reunió a titanes del jazz-fusión como Alphonso Johnson (bajo) y Billy Cobham (batería) con el tecladista Brent Mydland, por entonces también miembro de los Dead. 

Y tras la muerte de García, en 1995 a los 53 años, Weir, entonces de 48, jamás renunció a la música. Además de formar RatDog –grupo con el que aun toca de vez en cuando– se juntó en varias ocasiones con sus ex compañeros, hasta llegar a cinco apoteósicos megaconciertos del año 2015 -dos en California y tres en Chicago- para celebrar los 50 años de Grateful Dead, denominados Fare Thee Well Concerts, a los que asistieron, en total, más de 350,000 personas. Para esas tocadas, Weir y los otros miembros originales –el bajista Phil Lesh, los bateristas Billy Kreutzmann y Mickey Hart- estuvieron acompañados por Bruce Hornsby (piano, voz), Jeff Chimenti (teclados) y Trey Anastasio (guitarra, voz). En el 2016 lanzó su tercer disco en solitario, Blue mountain

Y, en medio, múltiples reuniones con sus compinches de siempre, la última de ellas llamada Dead & Company, con el consagrado guitarrista John Mayer. En 2018, en simultáneo, armó The Wolf Brothers junto a Don Was (bajo), Jeff Chimenti (teclados) y Jay Lane (batería). Con ambas bandas mantuvo una intensa agenda de presentaciones hasta la llegada del COVID-19. Este 2021, tras año y medio de para obligatoria, Weir está de nuevo en la ruta con estos dos ensambles, como anuncia su web https://bobweir.net, cargada de información e iconografía clásica de su psicodélico pasado musical. Aquí, podemos verlo en acción, con The Wolf Brothers y Dead & Company, en recientes conciertos realizados en EE.UU., ante miles de personas, Deadheads enfundados en coloridos y caleidoscópicos polos “tie-dye”, bailando y celebrando la vida y talento de este legendario rockero.

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Hay carreras artísticas que terminan justo antes de empezar, a veces por caprichos del destino y otras, por decisiones personales que motivan un cambio absoluto de ritmo vital. Esto último fue lo que ocurrió con la cantante y artista plástica Mary Susan Anway (1951-2021), quien tomó la determinación, en 1992, de abandonar a una prometedora pero, hasta el momento de su renuncia, poco conocida banda, formada entre Boston y New York y que ella integró desde el día 1, gracias a la invitación que le hiciera su líder, compositor, multi-instrumentista y director Stephin Merritt (1965).

«La audición -cuenta Anway en una entrevista reciente concedida a Gail O’Hara, una de las productoras del documental Strange powers: Stephin Merritt and The Magnetic Fields (2010), sobre la saga del grupo, en el cual ella, sorprendentemente, no aparece-, fue en el departamento de Stephin en Boston. En la habitación no había nada excepto por un solo micrófono, unos teclados, una computadora MAC, alfombras y un libro de H. P. Lovecraft en el suelo. Yo pensé que odiaría mi forma de cantar sus composiciones pues sonaba como un clon de Judy Collins. Pero, después de las primeras líneas de Crowd of drifters –tema que no llegó a grabar y apareció recién en el tercer álbum, The charm of the highway strip (1994), cantado por Merritt-, me detuvo y comenzamos a construir juntos la canción. Como si lo hubiéramos hecho por años».

The Magnetic Fields se convirtió, poco después de que Susan liara bártulos y se llevara sus cosas, su familia y su talento a Arizona, en uno de los grupos de culto más respetados, merced de la creatividad y agudeza de Stephin Merritt, quien hizo suyo el lenguaje oscuro y, a un tiempo, infantil del indie pop, además de revelarse como un vocalista especial, con tonos de ultratumba al estilo de Leonard Cohen, Nick Cave o Ian Curtis y una idiosincrática forma de escribir, entre la amargura antisocial y el idealismo nerd, acerca de cuestiones fundamentales como la vida y la muerte, el amor y la amistad, el sexo y el romanticismo, la angustia y las relaciones interpersonales. Un crítico musical, evidentemente fanatizado, escribió alguna vez que «junto a Merritt, Lou Reed parecía Anita La Huerfanita». Haciendo a un lado la exageración, la frase sirve para entender la onda de Merritt y sus campos magnéticos.

La discografía de The Magnetic Fields, absolutamente desconocida para las grandes masas, es casi una joya para segmentos minoritarios en los extramuros del público consumidor de música no convencional. Por un lado, los superficiales hipsters, capaces de banalizar todo lo que tocan y, por el otro, la crítica especializada, se rinden por igual al perfil culturoso, atribulado y anti-establishment de Merritt -homosexual militante, vegano, hipocondríaco- que envuelve sus ácidas letras de (des)amor en ukeleles, marimbas, pianos de juguete y capas electroacústicas que van de lo sutil a lo denso, como las letras de sus canciones.

Personalmente, encuentro álbumes como Holiday (1994) y Get lost (1995), bastante aburridos y repetitivos en lo musical -con guiños, por momentos, a la angustia catatónica de Joy Division y uso exagerado de sonidos infantiloides, como cuando Jimmy Fallon se junta con The Roots-, aunque no dejan de soltar algunas brisas agradables como en The flowers she sent and the flowers she said she sent o With whom to dance?, en los que la combinación de estos elementos con guitarras distorsionadas y la yuxtaposición del tono gutural de Merritt con las voces susurrantes de Claudia Gonson y Shirley Simms (añadida al grupo en 1999) generan armonías de buena factura, que calzan a la perfección con la estética indie que se desarrolló al margen del grunge, el «rock alternativo» y el britpop noventeros.

Susan Anway, fallecida hace un mes a los 70 años, participó en los dos primeros álbumes del grupo, Distant plastic tres (1991) y The wayward bus (1992) grabados en el estudio personal de Merritt y publicados por el sello independiente PoPuP Records. En esa época, la escena musical pop-rock era dominada por Nirvana, Pearl Jam, Collective Soul (EE.UU.), Oasis, Blur y Garbage (Inglaterra), en el espectro guitarrero, tributario de todo lo ocurrido las dos décadas anteriores (Beatlemanía, blues-rock, punk, heavy metal) y por el techno y la música dance, ecos de la onda electro-pop británica (Human League, Depeche Mode, New Order). El sonido lánguido, melancólico de The Magnetic Fields se ubica en las afueras de estas modas. Y la voz de Anway, como las de Hope Sandoval (Mazzy Star) o el tándem escocés Isobel Campbell y Sarah Martin (Belle And Sebastian), entre otras, fue creando su propio público entre jóvenes universitarios y cafés literarios, con ciertos componentes extraídos del folk sesentero pero mirando al futuro.

En su momento, esos discos no tuvieron mayor resonancia, aunque pasó poco tiempo antes de que la banda se pusiera a la vanguardia del nuevo pop independiente, intimista y minimal. Conceptos como depresión, letargo, crisis emocional, comportamientos bipolares y desfachatez romántica fueron los insumos centrales de Merritt, canalizados a través de voces femeninas, una de ellas la de Anway, en temas como 100,000 fairflies o Tokyo à go-go, hoy considerados himnos del indie pop. Merritt escribió al anunciar su muerte que «era una persona adorable y será extrañada por todos nosotros», a pesar de que no hablaron más desde que Susan se mudó, alejándose del radar musical.

La consagración real de The Magnetic Fields llegó con una extensa producción, un álbum triple titulado 69 love songs (Merge Records, 1999) que, como su nombre indica, contiene 69 piezas musicales en las que Merritt, ya afianzado como vocalista principal, vuelve a desnudar su alma para tocar ciertas sensibilidades, hablando abiertamente de relaciones disfuncionales, desde múltiples opciones sexuales, crímenes pasionales y otros tópicos relacionados al amor pero desde puntos de vista absolutamente alejados de todo lo percibido como “normal”. Aun cuando es una prolongación sonora de lo que venían haciendo, la gruesa cantidad de información del disco consolidó el perfil de Merritt y su banda, algo así como lo que le pasó a Wayne Coyne y The Flaming Lips tras el lanzamiento de Zaireeka (Warner Bros. Records, 1997) -cuatro discos que deben ser escuchados en simultáneo-, no porque sean similares sino porque se trata de otro álbum conceptual, clásico del indie pero absolutamente inexistente para el gran público. No había marcha atrás para Merritt y su estatus de poeta maldito del nuevo pop ajeno a las radios y las ventas millonarias.

Entre 2004 y 2010, The Magnetic Fields dio un ligero vuelco a su propuesta electroacústica con otra producción triple, está vez por separado, conocida como «la trilogía sin sintetizadores». En los discos que la conforman, i (2004), Distortion (2008) y Realism (2010), Merritt y sus colaboradores prescinden de todo artilugio electrónico y construyen una selección de canciones suaves, pausadas y, al mismo tiempo, divertidas por todos los detalles que se esconden tras cada compás, usando bloques de madera, guitarras acústicas, pianos, cellos, flautas, glockenspiels, tamboras, tablas, acordeones, etc., en una paleta sónica desenchufada y honesta, alejada de marcianadas ruidistas o distorsiones artificiales, coartadas que utilizan algunos actos indie para disimular su carencia de destreza instrumental o los revisionismos que rozan al plagio. Esta etapa del grupo se cierra, precisamente, con el documental Strange Powers…, en el que incluso reciben elogios de Peter Gabriel, con quien Merritt intercambió canciones en el proyecto doble de covers Scratch my back/And I’ll scratch yours, del famoso ex vocalista de Genesis. Aunque siempre se refiere que Merritt «es» The Magnetic Fields, se trata de una banda estable desde 1999, completada por Claudia Gonson (piano, percusión, voz), Sam Devol (cello), John Woo (guitarras, banjo) y Shirley Simms (violín, voz), además de tener un elenco diverso de colaboradores. Luego vendrían otros álbumes como 50 song memoir (2016) -un ejercicio autobiográfico en que Merritt escribe una canción sobre sucesos de cada año de su vida- y, ya en pandemia, Quickies (Nonesuch Records, 2020), un comprimido set de 27 temas que van de los 17 segundos a los 2 minutos y medio.

Pero detrás de toda esta sofisticación de corte «arty» han aparecido, desde hace tiempo, señales de desgaste y auto repetición, cosas que por supuesto no pasaron en aquellos dos iniciáticos discos en los que asomó por vez primera el sonido de The Magnetic Fields, con la voz aterciopelada, cansina, de media tarde austera y sin mayores pretensiones de Susan Anway. La cantante, que nunca actuó en vivo con la banda, solía imitar a divas como Shirley Bassey o Aretha Franklin cuando ensayaba. Se retiró a las montañas a pintar y hacer música electrónica, de mucha menor resonancia incluso para los estándares de lo indie, con su propio grupo Diskarnate. Su fallecimiento fue anunciado el 9 de septiembre de este año, por complicaciones del mal de Parkinson. Una buena razón, aunque no muy agradable, de redescubrir la magia de Distant plastic tres y The wayward bus, que fueran reeditados como un solo álbum en 1994.

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Susan Anway

En la semana del Día del Periodista, que desde 1953 se celebra en el Perú cada 1 de octubre, conmemorando la aparición del Diario de Lima, periódico fundado ese día en 1790 por Jaime Bausate y Meza (nombre real: Francisco Antonio de Cabello y Meza), un escritor, abogado y militar español que vivió en nuestro país durante el virreinato de Francisco Gil de Taboada (1790-1796), dedico esta columna a los quijotescos escribas que insisten, desde diversos espacios, en colocar noticias asociadas al mundo de la música en las mentes de un público cada vez más anestesiado por la farándula, la política y el fútbol.

Lester Bangs (1948-1982), el irreverente cronista y entrevistador de los años setenta, prefería iniciar sus diálogos con estrellas de rock con la pregunta más malcriada posible, pues no creía en endiosar a personas comunes y corrientes. Inició su carrera destruyendo el debut de MC5 (que incluye el clásico proto-punk Kick out the jams) y escribió, sobre el primer disco de Black Sabbath, que “sus jams parecen una carrera de locos drogados corriendo a toda velocidad y que jamás llegan a sincronizarse. Como Cream. Pero peor». Bangs –quien falleció prematuramente a los 33 años-, paseó su implacable pluma por otras publicaciones importantes como Creem, New Musical Express y The Village Voice. Su estilo ácido puede haber sido la causa de que Frank Zappa soltara esta frase, lapidaria contra nosotros, allá por 1977: «La mayoría de periodistas de rock son personas que no pueden escribir, entrevistando a personas que no pueden hablar para personas que no pueden leer».

En contraste, David Fricke (1952), demostró respeto absoluto por todos los músicos a quienes conoció en sus cuatro décadas escribiendo sobre rock. Como editor general de los mejores años de la revista Rolling Stone, ha entrevistado a todos, desde Joe Strummer y Lou Reed hasta Kurt Cobain y Jack White. Su erudición es oceánica y genuina -no como las posturas sectarias del idolatrado británico Simon Reynolds (1963), uno de los escritores de planta del histórico semanario Melody Maker en los ochenta, hoy convertido en celebridad cultural por sus amplios, profundos y muy documentados ensayos acerca de la cultura retro y la escena moderna- y sus descripciones, lo más parecido a escuchar un disco, conocer a un personaje o asistir a un festival. Desde su oficina en Manhattan, Fricke deja las cosas claras, a sus 69: «Cuando voy a un concierto es mi obligación experimentarlo todo. Si lo grabas desde un Smartphone, eres un idiota».

La crítica musical apareció en el siglo 19 en Europa. Prominentes compositores como el francés Hector Berlioz (1803-1869) y el alemán Robert Schumann (1810-1856) la ejercieron, cien años antes de la subcultura pop-rock. En el ámbito de la literatura -antaño tan ligada al ejercicio periodístico-, personajes como el cubano Alejo Carpentier (1904-1980), el norteamericano Norman Mailer (1923-2007) o el irlandés George Bernard Shaw (1856-1950) también nos regalaron exquisitas páginas sobre música, con niveles de altura pocas veces replicados en tiempos modernos, salvo las crónicas y perfiles que, de vez en cuando, se publican en The New Yorker (EE.UU.), El Clarín (Argentina) o The Guardian (Inglaterra). Aunque revistas como Melody Maker (pop-rock) y Down Beat (jazz) aparecieron en 1926 y 1934, respectivamente, a partir de los cincuenta/sesenta surgió, en EE.UU. e Inglaterra principalmente, una generación de periodistas que se entregaron, en cuerpo y alma, a la cobertura de las nuevas escenas populares. Publicaciones como New Musical Express (1956), Creem (1969), Rolling Stone (1967) presentaban extensas piezas periodísticas –crónicas, entrevistas, reportajes- sobre artistas marginales, creando un mundo paralelo de códigos propios, cuando el pop-rock era todavía un fenómeno subterráneo y profundamente disruptivo, al margen de industrias más convencionales como el cine y la literatura, permeando poco a poco sus contenidos, acontecimientos y personajes. Un caso aparte fue Billboard, revista que apareció en 1894 hablando de teatro, circo y otras artes escénicas, para luego dedicarse exclusivamente  a la música.

En los ochenta, la evolución del rock y sus derivados se reflejó en Kerrang! (1981) y Metal Hammer (1983); The Wire (1982), Spin (1985) y Q (1986), que competían por una legión de lectores ávidos de información fresca y especializada. En Francia, Les Inrockuptibles (1986) y en España Rockdelux (1984), marcaban la pauta del periodismo musical no anglosajón, combinando sus escenas locales con lo que pasaba afuera. Asimismo, revistas de música clásica, electrónica o sobre instrumentos –Guitar Player (1967), Bass Player (1988), Modern Drummer (1977), entre otras- complementaban sus ediciones con partituras, cassettes y, más adelante, CD recopilatorios (práctica que aquí fue replicada por Caleta, con varios discos que hoy son artículos de colección).

La década siguiente salieron Mojo (1993), Vibe (1993) y Uncut (1997) con una gama cada vez mayor de propuestas musicales. Classic Rock Magazine combina, desde 1998, hondos artículos revisionistas con información sobre artistas nuevos. El equipo editorial TeamRock/Louder Sound, responsable de su edición, lanzó una familia de revistas asociadas: Prog Magazine, Vintage Rock, AOR y Blues Magazine, todas con textos, fotos y diagramaciones de excelente calidad y rigor periodístico. En el 2015 apareció la colección The History Of Rock, que recopila las páginas de Melody Maker y NME, en lujosas ediciones mensuales de 150 páginas, año por año, desde 1965. Cada fascículo permite un acercamiento directo a aquella época en que los artistas abrían sus puertas a la prensa para mostrarse en estado puro, como reflejó la película Almost famous (2000), dirigida por Cameron Crowe. Todas tienen, actualmente, su versión online, uniéndose a websites como Pitchfork, All Music o MetaCritic, solo por mencionar los más visitados. Pero eso no significa que solo existan páginas de pop-rock en inglés. Una simple búsqueda en Google basta para descubrir una infinidad de opciones con información sobre toda clase de artistas, países y géneros.

En Sudamérica, un caso emblemático fue la revista Pelo de Argentina, fundada por el periodista y promotor de conciertos Daniel Ripoll, que impulsó desde 1970 a su rica escena local. Sus vibrantes páginas se publicaron hasta el año 2001 y hoy están alojadas en la web. En nuestro país, en cambio, el periodismo musical es un bicho raro, espacio para la terquedad de quienes tratamos de sostener ese género que tiene de crónica, recuperación y organización de datos, referencias culturales pero también de amor al arte -en todos los sentidos-, hobby que apenas sirve para cubrir algunas cuentas (del alma) y que pugna por encontrar espacios en medio de noticias de farándulas ramplonas y espectáculos masivos.

Aunque no era estrictamente un periodista, Gerardo Manuel Rojas (1946-2020) se convirtió en el principal difusor del rock en radio y televisión nacional. Gerardo Manuel había sido vocalista de pioneras bandas nuevaoleras y psicodélicas como Los Doltons, Los Shain’s, The (St. Thomas) Pepper Smelter y Gerardo Manuel y El Humo, aunque su talento al micrófono era bastante limitado, a decir verdad. Profundo conocedor de los vericuetos del pop-rock, condujo el programa Disco Club, entre 1978 y 1985 de manera ininterrumpida a través del canal del Estado y luego, esporádicamente, en televisión por cable hasta los primeros 2000 aproximadamente, marcando a fuego la cultura musical de toda una generación de jóvenes peruanos. Siguiendo sus pasos, personalidades como Javier Lishner, Sonia Freundt, Diana García de Palacios, Miguel Milla, Cucho Peñaloza, entre otros, crearon espacios de muy breve duración y fuerte impacto entre públicos rockeros, pero siempre como casos aislados, casi místicos. También vale la pena recordar a divulgadores de otros géneros musicales como Jorge Henderson (baladas), Luis Delgado Aparicio «Saravá» y Roy Rivasplata (salsa y latin jazz), Juan Ramírez Lazo (boleros), Roy Morris y Salvador “Speedy” Gonzales (jazz y música «adulto-contemporánea”), Nicomedes Santa Cruz y Manuel Acosta Ojeda (música criolla y folklórica).

Volviendo al rock, la única revista musical especializada en el Perú fue, por supuesto, Caleta (1995-2002) -sin olvidar a sus antecedentes directos, Esquina (1986 y que siguió, con altibajos, hasta hace poco) y Ave Roq (1983-1986)- que logró reunir, bajo el liderazgo de Percy Pezúa y Julián Rodríguez, a los mejores periodistas musicales del medio, muchos de los cuales aun publican de manera dispersa en diarios, redes sociales y blogs, como John Pereyra (alias Hakim de Merv), en su interesante blog Apostillas desde la disidencia. Hubo otras –mayormente derivadas de Caleta- como SUB, Britania, Interzona, 69 y Freak Out!, de corta duración y siempre bajo el espíritu/formato de fanzine –que merecería una nota aparte, por cierto- por obvias razones presupuestales pero también por rebeldía frente el establishment periodístico limeño. Sucede lo mismo con el fanzine Cuero Negro, dedicado al heavy metal y sus vertientes más extremas. En la prensa convencional, las expertas plumas de Raúl Cachay (Cosas), Ricardo Hinojosa (El Comercio), Fidel Gutiérrez (Diario El Peruano), Rafo Valdizán, entre otros, persisten en este empeño, placentero e ingrato, de escribir para minorías.

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