Cuando yo era niño, uno de los nombres que más repetía mi papá -que habría cumplido 93 años el pasado 29 de abril- cada vez que hablaba de los más bravos de la música criolla era Lucas Borja, líder y fundador de Los Romanceros Criollos, una de las ententes jaraneras más importantes de la edad dorada de nuestra música costeña. En ese entonces, mediados de la década de los ochenta, era común que, en casa de la abuela, mi viejo y sus hermanos terminaran cantando valsecitos de la Guardia Vieja, esos de letras con sobreesdrújulas y nombres atípicos de mujer -Hermelinda, Zenobia, Anita, Alejandrina-, con las gargantas inspiradas por los vapores de peruanísimos y poco sofisticados piscos, aquellos tiempos en que el plateado brebaje no era orgullo turístico nacional como lo es ahora.

En mi distracción infantil, creía que Lucas Borja era el vocalista principal -todavía no entendía que no siempre el que canta es el cabeza de serie- de ese trío forjado entre los Barrios Altos y el Rímac que ha dejado un par de canciones que aun hoy son infaltables en cualquier setlist de música criolla que se respete. Los Romanceros Criollos eran una máquina criolla que funcionaba como un todo muy bien calibrado: si Guillermo Chipana era el guitarrista afilado, de los pocos en usar uñas de plástico; y Julio Álvarez era el inconfundible cantor de estentórea y aguda voz; era Lucas Borja quien llevaba la batuta, movía los contratos y hacía los arreglos musicales. Como Malcolm Young en Ac/Dc, don Lucas era el motor que hacía andar esos engranajes desde un saludable y estratégico perfil bajo. Y Los Romanceros Criollos eran su banda.

Vi la noticia de su muerte en redes sociales, anunciada por instituciones como Apdayc (Asociación Peruana de Autores y Compositores del Perú) o la Soniem (Sociedad Nacional de Intérpretes y Ejecutantes de Música). Y replicada por grupos de Facebook como Perú Criollo en el Mundo -una de las fuentes informales más interesantes de material fotográfico y reseñas de artistas de nuestra música- o personas pertenecientes a sus familias, tanto la sanguínea como la criolla: su viuda Luisa Ramos, Celeste Acosta Román, hija de don Manuel Acosta Ojeda (1930-2015); Alfredo Kato, legendario periodista cultural que, hacía pocos meses, le había organizado un sentido homenaje en el Centro Cultural Peruano Japonés de Jesús María que pasó, por supuesto, desapercibido para la gran prensa. Con pena, sus amigos, colegas, alumnos y seguidores lamentaban un deceso que, mirado objetivamente, era más bien un merecido descanso. Lucas Borja falleció el 10 de marzo a los 90 años, por complicaciones asociadas al Alzheimer que lo aquejaba desde hacía ya buen tiempo.

¿Cómo es que un hecho como este es olímpicamente ignorado -en los dos sentidos, tanto el de desconocer/no saber como en el de no dar importancia/despreciar- por los medios masivos? O sea, más allá de las notitas que más parecen pie de página y el post de condolencias del Ministerio de Cultura, no hubo ninguna cobertura acerca de la muerte de un artista criollo importante. ¿Qué nos pasa? ¿Por qué somos tan mezquinos con nuestros artistas? La semana pasada, en TV Perú-Canal 7, emitió un episodio de la nueva etapa de su programa Sucedió en el Perú, en el que abordaron, con extremada ligereza, el siempre interesante tema del ochentero rock subterráneo. Ningún rigor, ninguna dedicación para recuperar la memoria de nuestros sonidos. No importa que sea el sonido del pasado más antiguo -Lucas Borja lideró jaranas desde mediados de los años cincuenta- o que sea parte de la historia reciente, con implicancias políticas y todo. 

Esa misma mezquindad fue la que provocó comentarios irracionales e idiotas cuando circuló la noticia de que Susana Baca, la gran diva internacional del canto negro, admirada en todas partes, estaba en la Unidad de Cuidados Intensivos. Hace poco dejó el cuadro de gravedad y cumplió 80 años en su casa, recuperándose. Las redes y algunos medios celebraron este hecho, pero tampoco fue parte de ninguna portada. Si los grandes públicos de nuestro país no tienen idea de quiénes son sus artistas es por ese abandono intencional de los medios que abdicaron, desde hace muchos años, a su función de ser vitrina para las voces y sonidos que, a pulso, dieron forma a esa idiosincrasia musical que tanto utilizan cuando se trata de vender algo -una campaña publicitaria, una propaganda política.

La producción musical de Los Romanceros Criollos se remonta al año 1959 en que apareció su primer LP, bajo el sello MAG, del productor Manuel A. Guerrero (1917-1991). En aquel disco, Borja, Álvarez y Chipana dejan clara su vocación por el vals picadito y alegre, heredero de la Guardia Vieja y, a pesar de que la calidad de audio no es necesariamente la mejor, se siente el kilometraje que ya traía el terceto. Después de todo, venían tocando juntos hacía seis años, cuando Borja ensambló al grupo en 1953.

Antes de eso, Lucas Borja ya venía dando vueltas por la escena criolla, prácticamente desde su adolescencia. Primero, junto a Carlos Zambrano y Enrique Delgado formó Los Embajadorcitos, la versión joven de los Embajadores Criollos de Rómulo Varillas (1922-1998), a quienes acompañaban en sus encerronas de rompe y raja. Después de un breve paso por Los Troveros Criollos formó Los Rimenses, junto a Alberto Luque y Héctor García. Y, ya en medio de sus correrías con Los Romanceros Criollos, lideró a Los Palomillas, con García y Delgado. En este último grupo también participó, reemplazando al futuro líder de Los Destellos, otro gran guitarrista de nuestro folklore, José “Pepe” Torres Ventocilla. 

La aterciopelada segunda voz de Lucas Borja complementaba al potente y claro tono de Julio Álvarez, mientras hacía bordones y tundetes precisos para hacerle la camita rítmica -ante la ausencia de cajón y castañuelas- que necesitaba Guillermo “el chino” Chipana para sus trinos. En este disco destacan la polka Oh dinero, el valsecito Chinita linda (de Ángel Aníbal Rosado, el mismo que compuso la popular cumbia Cariñito), de interesantes arreglos vocales que recuerda a las canciones del “Carreta” Jorge Pérez (1922-2018) o Ambiciosa, divertido vals dedicado a aquellas mujeres que solo piensan en cosas materiales. 

Pero lo que más llama la atención de este debut son las primeras versiones, con arreglos ligeramente distintos, de las dos canciones más conocidas de Los Romanceros Criollos. Por un lado, el vals Engañada, escrito por Luis Abelardo Takahashi Núñez (1926-2005) -compositor nisei lambayecano que dejó al cancionero criollo algunas de sus joyas más recordadas como los valses Con locura, Embrujo o las marineras Sacachispas y Que viva Chiclayo, entre otras- que ha sido interpretado por infinidad de artistas, incluyendo al cantante argentino Juan Carlos Baglietto, quien la grabara en 1999 con su compatriota Lito Vitale (piano) y el peruano Lucho González (guitarra) para un álbum titulado Honrar la vida (1999). Aquí una alucinante versión en vivo que hizo este trío de polendas.

Y, por el otro, el conocidísimo China hereje, originalmente un tango escrito por el uruguayo Juan Pedro López y que había sido cantado, previamente, nada menos que por Carlos Gardel (1890-1935). La versión vals, con arreglos de don Lucas, fue tan popular en nuestro país que muchos estaban convencidos de que la había compuesto él. En el año 1999, la banda de hard-rock y fusión La Sarita incluyó en su álbum debut Más poder, un tema llamado China hereje, con letra que alude frontalmente a Keiko Fujimori y la satrapía que padecimos toda esa década. En medio, la banda introduce una versión alcoholizada del vals de Los Romanceros Criollos, en la que Julio Pérez simula el canto de cantina con efectos de distorsión para diferenciarla de la potente catarsis rockera del tema central.

De frac, de chalanes o con ropa casera, Los Romanceros Criollos aparecen elegantes y serios en las portadas de sus clásicos discos de larga duración, pero detrás de esos rostros adustos se escondía siempre la limeñísima chispa criolla y esos guapeos tan característicos de los valses de antaño. A menudo se le puede escuchar a Julio Álvarez -cuyo apellido paterno era realmente Serna- animar a su gallada gritando “¡Arriba Romanceros!”. Para cuando apareció el segundo LP, titulado ¡Vuelven! (1971), su sonido dejó de lado la influencia de Los Troveros Criollos para hacerse más señorial, sin dejar el sabor a callejón y jarana.

Ese LP, también lanzado bajo el sello de Guerrero, comienza con un interesante juego vocal en el vals Crepúsculo (del trujillano Alberto Condemarín, autor también de Hermelinda, éxito de Los Morochucos), donde escuchamos sus características armonías a tres voces. Así, quedó definido el estilo de Los Romanceros Criollos, que incluyó además polkas, marineras y hasta huaynos -su versión de Valicha (Mi serenata, 1981) es excelente. Para grabaciones posteriores, incorporarían al legendario cajonero Gerardo Fernández Lazón, más conocido en la escena criolla como “Pomadita”.

Entre 1973 y 1981 Los Romanceros Criollos lanzaron seis álbumes más, siempre con la misma formación, un hecho que los convertiría, años más tarde, en el único conjunto criollo que llegó al siglo XXI con sus integrantes originales. Cada una de sus grabaciones contiene éxitos como Todo se paga (China hereje, 1973), Ventanita (Los Romanceros Criollos, 1976), la polka Mi conejito (25 peruanísimos años, 1978), Rosa rosita (Vol. 3, 1975) -de interesantes armonías vocales- y varias de las composiciones del maestro Lucas como, por ejemplo, Cantar llorando (Bodas de plata, 1979), Consejo (25 peruanísimos años, 1978) o ¡Púchica! (Mi serenata, 1981). 

Las versiones de Engañada y China hereje que hasta ahora escuchamos -y que están incluidas en los CDs recopilatorios que produjera la recordada casa discográfica Distribuidora y Ventas S.A. (Disvensa)- se grabaron en 1973, para el LP China hereje (Discos El Virrey). En estos discos no faltaron, por supuesto, temas de la Guardia Vieja como El guardián, Blanca Luz, Hortencia, La pescadora o el alegre canto de jarana Marinera y resbalosa. Una de las más importantes contribuciones de Lucas Borja como compositor es Amorcito, popularizado por el trío mixto Los Kipus (LP Los Kipus en la TV, 1961). Los Romanceros Criollos grabaron su propia versión, algunos años después, aunque definitivamente no se hizo tan conocida como la cantada por Carmen Montoro. 

Lucas Borja fue, además de músico criollo, contador y abogado -trabajó mucho tiempo como funcionario público en el Ministerio de Transportes y Comunicaciones-. También fue torero pero bueno, nadie es perfecto. Además de todo eso fue un apasionado de la historia de nuestro país, especialmente las etapas de la Independencia (1821) y la Guerra del Pacífico (1879-1884). Su obsesión por temas patrióticos hizo que su amigo, Manuel Acosta Ojeda, lo apodara “Loco por el Perú”. Ya en las últimas producciones discográficas de Los Romanceros Criollos -Bodas de plata (1979) y Mi serenata (1981)- había comenzado a introducir valses de corte peruanista, como el tondero Ayacucho 1824 o los valses El Huáscar y A Miguel Grau. También en ese tiempo, Lucas Borja y Los Romanceros Criollos participaron de un EP de cuatro canciones, con el acompañamiento de la cantante chimbotana María Obregón y la orquesta Caballero de los Mares -dirigida por su esposo, Jorge Caballero-, con canciones escritas y cantadas por él como Guerra con Chile y Caballero de los Mares.

Esta última parte de la trayectoria de Lucas Borja, menos conocida, es acaso más interesante y quizás sea la razón por la cual el consuetudinario desprecio que por la cultura demuestran los medios convencionales desde hace más de cuarenta años se ensañó de manera particular con él. Durante las décadas de los ochenta y noventa, mientras personajes como Augusto Polo Campos (1932-2018), Los Hermanos Zañartu o Arturo “Zambo” Cavero (1940-2009) se codeaban permanentemente con el poder político, don Lucas se la pasó investigando, recopilando y difundiendo canciones peruanas con temas abiertamente nacionalistas, que no tenían ningún resquemor en demostrar, por ejemplo, su antichilenismo o su apoyo a la causa boliviana de tener salida al mar (sería, para muchos desubicados de hoy, un “progre rojete”). Los tres, Borja, Obregón y Caballero formaron el Trío Patria, en el año 1988, que se disolvería poco tiempo después.

Junto a la cantante Luisa Ramos retomó este proyecto de canciones patrióticas, bajo el nombre Dúo Patria, presentando homenajes a figuras de la historia como Andrés Avelino Cáceres, Miguel Grau, Francisco Bolognesi y rescatando del olvido los poemas que el ecuatoriano Numa Pompilio Llona (1832-1907) había escrito a fines del siglo XIX acerca de la noble gesta de Miguel Grau Seminario. A veces a dúo y, desde 1996, acompañados por el hijo de Borja, Lucas Jr., actuaban en peñas y colegios, auditorios como el de Derrama Magisterial y programas televisivos como Mediodía Criollo (TV Perú), cuando era conducido por la cantante alemana Ellen Burhum y con Pepe Torres como director musical. 

El Dúo Patria lanzó cuatro producciones: Gloria a las cautivas Tacna, Arica y Tarapacá (1991), Defendamos nuestra música peruana (1995), Gloria a Grau (2005) y Gloria a los héroes (2011), con sumo esfuerzo a través de grabaciones y financiamientos propios. ¿Alguna vez escuchó usted sus canciones de forma repetitiva en la radio o en la televisión, como se escuchan éxitos ligeros como Mal paso o Regresa? Yo tampoco. Por suerte, tenemos YouTube para solucionar ese problema.

Criollismo y nacionalismo definieron la carrera larga y prolífica de este “buen cantor, guitarrista y chupa caña” que hoy ya está junto a sus compañeros Guillermo Chipana y Julio Álvarez, fallecidos los años 2002 y 2014, respectivamente, jaraneando en otro plano. Vaya al diablo el perrito y la calandria… 

Aun cuando pertenece al mundo exclusivo y multiforme del jazz, el nombre de David Sanborn, fallecido el pasado domingo 12 de mayo a los 78 años, es bastante conocido entre los fanáticos de todo lo que tenga que ver con una de las personalidades más importantes del rock, su tocayo, David Bowie (1947-2016). A mediados de los años setenta, el brillante saxofonista norteamericano trabajó para el “Duque Blanco” tanto en giras como en estudios de grabación. Para mejores señas, es Sanborn quien coloca esos potentes fraseos de saxofón alto en Young americans (1975), tema-título del noveno álbum de Bowie, en que decidió incursionar en el R&B y el soul tras varios años de ser ícono absoluto del glam-rock (también se luce en los temas Right, Somebody up there likes me y Fascination).

Su asociación con Bowie se había iniciado un año antes, cuando el saxofonista integró la banda que sacó de gira el álbum Diamond dogs, documentada en el doble en vivo David Live (1974) -Sanborn brilla en temas como Big Brother y la versión modificada de All the young dudes– y se prolongó hasta toda la promoción del Young americans, que incluyó intensas agendas de conciertos -en lo que se conoció como The Soul Tour, más de 50 fechas en Estados Unidos, entre septiembre y noviembre de ese año- y hasta una aparición en el famoso programa The Dick Cavett Show tocando, entre otras, la canción mencionada al inicio, una crítica aguda del “American way of life” desde el lacónico punto de vista de un artista inglés. 

Como reseñó estos días la revista Rolling Stone, Sanborn tuvo un papel muy importante en el sonido de Bowie en esos años: “Como no había primeras guitarras, yo cubrí ese rol con mi saxo. Y en la gira, Bowie nos dejaba tocar solos durante veinte minutos antes de salir a escena”. Para ese momento, David Sanborn ya era bastante conocido en la escena musical de su país. Después de haberse fogueado, siendo aun adolescente, en las bandas blueseras de los guitarristas Albert King (1923-1992) y Little Milton (1934-2005), obtuvo su primer trabajo de alto perfil a los 22 años, cuando ingresó al grupo de Paul Butterfield (1942-1987), cantante y compositor que además tocaba magistralmente la armónica.

Como integrante de The Paul Butterfield Band, con quienes grabó cuatro álbumes -The resurrection of Pigboy Crabshaw (1967), In my own dream (1968), Keep on moving (1969) y Sometimes I just feel like smilin’ (1971)-, David Sanborn participó nada menos que en Woodstock, la mañana del lunes 18 de agosto de 1969, último del festival, tres horas antes del legendario cierre que hiciera Jimi Hendrix (1942-1970). Aunque la participación del combo bluesero no fue incluida en la película, una de sus canciones –Love march– sí encontró espacio en el clásico álbum triple. Cincuenta años después, en el 2020, apareció un LP doble de colección, con la completa presentación de la banda, titulado Live at Woodstock.

Pero, como decíamos al principio, el verdadero mundo de David Sanborn fue siempre el jazz. Aquejado desde niño por la terrible poliomielitis, los doctores les recomendaron a sus padres que practicara el saxofón para superar las secuelas que la enfermedad había dejado en su brazo derecho y a nivel pulmonar. En la música y la libertad del instrumento que hicieron brillar personajes como Charlie Parker (1920-1955) y John Coltrane (1926-1967), el joven David encontró una razón para vivir y superar el estigma de la discapacidad. Su larga y fructífera trayectoria son testimonio de todo lo que puede lograrse con disciplina, talento y ética de trabajo. Con los años, David Sanborn se convertiría en uno de los saxofonistas más importantes y solicitados en la competitiva escena del jazz mundial.

Después de su experiencia con Butterfield, Sanborn trabajó junto al extravagante pianista y director de orquestas canadiense Gil Evans (1912-1988), en el disco en vivo Svengali (1973) -notable Blues in orbit– y un alucinante álbum grabado para el sello RCA Victor en el que Evans y su big band de dieciocho músicos reinterpretan composiciones de Jimi Hendrix -la versión de Angel les da una idea de por dónde va este disco, una joya del jazz setentero-, lanzado oficialmente en 1974. Poco después, Sanborn iniciaría un copioso trabajo como solista, que no le impidió seguir colaborando con toda una verdadera constelación de astros de la música. Desde James Taylor, en el single How sweet it is (To be loved by you) (LP Gorilla, 1975) hasta Al Jarreau, como integrante de su banda en vivo a mediados de los noventa, los altos vuelos del saxofón de David Sanborn se hicieron sentir.

Si entre las décadas de los cincuenta y los sesenta, subgéneros del jazz como bebop, cool y la fusión tuvieron entre sus filas a grandes saxofonistas afroamericanos -los mencionados Coltrane, Parker, Julian “Cannonball” Adderley (1928-1975), Sonny Rollins, entre muchos otros-, para mediados de los setenta comenzaron a surgir instrumentistas blancos que, inspirados por los sonidos integradores de Stan Getz (1927-1991) -que combinaba la sutileza del bossa nova con una terrible y agresiva misoginia- y Phil Woods (1931-2015)-, dominaron la escena incorporando al jazz elementos de R&B, funk, pop-rock y soul, en lo que poco a poco dio forma a una de las principales vertientes del jazz moderno: el smooth jazz. 

A raíz de los cambios sucesivos en la industria discográfica, con la explosión de figuras creativas y exitosas en todos los géneros existentes, se consolidó, desde inicios de los años setenta, la figura de los “músicos de sesión” ya no como entidades corporativas -Muscle Shoals, The Brill Building- sino como freelancers que intercalaban sus producciones como integrantes de grupos o solistas con contratos específicos para grabar con quienes requirieran de sus servicios. Entre los saxofonistas/clarinetistas más destacados de esa era podemos mencionar a Tom Scott, Eric Marienthal, Lenny Pickett, Richie Cannatta, Mark Rivera o Michael Brecker. En las épocas doradas del pop-rock norteamericano -entre 1975 y 1995- era muy común ver sus nombres asociados a artistas como Joni Mitchell, Eagles, Billy Joel, Elton John, Steely Dan y un larguísimo etcétera. David Sanborn fue uno de los más activos en ese terreno.

En paralelo a sus cinco primeros álbumes como solista, editados entre 1975 y 1979, entre los cuales por lo menos dos -Taking off (1975) y Hideaway (1979)- son considerados en la actualidad auténticos clásicos del smooth jazz, David Sanborn se unió a la banda de los hermanos Randy y Michael Brecker, con quienes lanzó dos exquisitos discos de jazz-funk, con temas destacados como Rocks (The Brecker Brothers, 1975) o Keep it steady (Back to back, 1976). El saxo alto de Sanborn se escucha en canciones de Bruce Springsteen, George Benson, Stevie Wonder, Gil Evans, Jaco Pastorius, Linda Ronstadt, Chaka Khan y podríamos seguir. Canciones suyas como Funky banana, Butterfat (Taking off, 1975, compuestas por el pianista David Matthews), o The seduction (Love theme) (Hideaway, 1979), escrita por el productor italiano Giorgio Moroder para la película American gigolo, protagonizada por Richard Gere, figuran entre sus grabaciones más difundidas en Estados Unidos y Europa.

Luego de pasar una temporada (1979-1980) como integrante de la banda del programa humorístico Saturday Night Live -uno de los más sintonizados de los Estados Unidos, cantera inagotable de estrellas del cine y la televisión-, el saxofonista inició una sociedad de trabajo con un joven bajista de 19 años, a quien conoció en ese grupo, Marcus Miller, hoy reverenciado como uno de los más grandes exponentes de dicho instrumento. En todos los álbumes que Sanborn publicó entre 1980 y 1999, Marcus Miller aparece como compositor, arreglista y productor, además de tocar bajo, teclados y sintetizadores. Aquí podemos verlos en acción, durante la edición 1997 del festival de Montreaux (Suiza).

La complicidad entre ambos se trasladó a la televisión, cuando Sanborn trabajó en el programa Night songs/Night music, producido por el mismo canal de Saturday Night Live, NBC Studios, durante la temporada 1988-1990. El show estaba dedicado a presentar grandes artistas de la música, desde Paul Simon hasta Miles Davis y, mientras Miller hacía de director musical de la banda residente, Sanborn asumió la conducción junto con el reconocido pianista inglés Jools Holland, poco antes de que iniciara su conocida serie Later with… Durante la primera mitad de los ochenta, Sanborn se integró a otro grupo de televisión, para acompañar las emisiones nocturnas del conocidísimo conductor y entrevistador David Letterman. En este video lo vemos como invitado del famoso talk show nocturno.

En 1986 aparecería uno de los álbumes fundamentales para entender la estética sonora del smooth jazz, a dúo con el pianista/tecladista y compositor Bob James, uno de los músicos más respetados del subgénero. El disco, titulado Double vision, cuenta con la participación de un verdadero equipo soñado de “sesionistas”: Marcus Miller (bajo), Steve Gadd (batería), Eric Gale (guitarra), el brasileño Paulinho Da Costa (percusión) y el vocalista Al Jarreau. Las canciones Since I fell -cantada por Jarreau- y el instrumental Maputo -usado en infinidad de comerciales- le dieron estatus de culto a este disco, que fue galardonado con el Premio Grammy a Mejor Performance Vocal o Instrumental de Jazz Fusión, uno de los seis que recibió entre 1981 y 1999. Muchos años después, en el año 2013, Sanborn y James volvieron a juntarse para un disco extremadamente fino, Quartette humaine, que generó temas que son un verdadero placer para el oído como Montezuma o Deep in the weeds.

Para inicios de los noventa, David Sanborn dio un giro en su sonido, un poco cansado del encasillamiento en esa versión atildada y, hasta cierto punto, predecible del “jazz suave” al que se dedicó durante la década anterior. Para sacudirse el membrete, publicó Another hand (1991), un retorno a formas más aventureras del jazz, siempre acompañado de su hermano musical Marcus Miller en la producción. El disco, de atmósferas volátiles y jazzeras/blueseras, tiene otra vez un elenco de lujo que acompaña a Sanborn -Bill Frisell, Marc Ribot (guitarras), Charlie Haden, Greg Cohen (bajos), Steve Jordan, Jack DeJohnette (baterías)- en temas como Hobbies, Jesus o la espectacular Duke & counts. Al año siguiente, repitió el plato con Upfront (1992), esta vez en el camino del jazz fusión para continuar su desmarque de lo “smooth”. Composiciones de Miller como Snakes o Full house -con un invitado especial en guitarra, Eric Clapton- se juntan a clásicos del latin jazz como Bang bang (The Joe Cuba Sextet, 1966) o del free jazz como Ramblin’ (Ornette Coleman, LP Change of the century, 1959).

Los tiempos fueron cambiando y la industria discográfica modificó sus estándares de valoración de calidad y apreciación de las producciones musicales. Como ha ocurrido también con el pop-rock de calidad y su diversidad de ramificaciones, el jazz y sus derivados, poseedores de historias evolutivas muy ricas e íconos forjados durante décadas de talento, creatividad y éxito, fueron retrocediendo hasta convertirse en placer de minorías, guetos aislados de las grandes cajas de resonancia de los medios de comunicación, más concentrados en las simplonerías del hip-hop y el R&B de pasarelas en Estados Unidos, las ondas bizarras para discotecas europeas y la vulgaridad del latin pop y el reggaetón en Hispanoamérica, por lo que nombres consagrados como el de David Sanborn pasaron, en un abrir y cerrar de ojos, a ser virtualmente anónimos para los nuevos públicos consumidores de música popular. 

Entre el 2001 y el 2018, David Sanborn publicó un total de siete álbumes, siempre al lado de músicos de primera. En la temporada de festivales jazzeros 2011-2012, Sanborn formó el supergrupo DMS, junto a Marcus Miller (bajo), George Duke (teclados), Federico Gonzáles Peña (teclados) y Louis Cato (batería). Indiferente a las etiquetas que suele imponer la prensa especializada, declaró alguna vez a la revista Down Beat que “no tengo tiempo para andar pensando si algo es o no es jazz” -ante un cuestionamiento del por qué grababa de todo- y que, como músico, no le interesaban las peleas organizadas por los críticos. “¿Qué tanto protegen estos guardianes de castillos imaginarios? El jazz siempre ha absorbido y transformado todo aquello que encontró alrededor suyo”. Aquí podemos ver a DMS en el Festival de Jazz de Tokio-2011, interpretando Run for cover, tema del sexto álbum de Sanborn, el galardonado Voyeur (1981).

Su vigésimo primer álbum oficial, Here and gone (2008), editado para el prestigioso e histórico sello Verve Records, es un homenaje a Hank Crawford (1934-2009), una de sus primeras inspiraciones cuando aprendía a tocar, arreglista y saxofonista de la banda de Ray Charles (1930-2004), quien es, como todos sabemos, una figura emblemática de la música y la discapacidad, al haber crecido invidente desde los seis años, probablemente a causa del glaucoma. “La primera vez que escuché a Ray Charles y su sección de vientos, pensé -le dijo en entrevista televisiva a David Letterman, allá por 1987- me dije a mí mismo que el mejor trabajo en el mundo debía ser tocar el saxo”. El disco contiene colaboraciones especiales de estrellas de diferentes generaciones como Eric Clapton (I’m gonna move to the outskirts of town), la cantante de soul Joss Stone (I believe to my soul) y el guitarrista Derek Trucks (Brother Ray).

Casi diez días después de su fallecimiento, Marcus Miller, su amigo del alma, recién se sintió capaz de escribir al respecto en sus redes sociales: “Estoy lleno de una gratitud inagotable por haber tenido la oportunidad de conocer a David, reír y hacer música con él. Trabajando juntos evolucioné hasta convertirme en productor, compositor, arreglista, empresario y artista. Todo gracias a la increíble confianza que David tuvo en mí al conocerme siendo yo tan joven. Descansa en paz, hermano mío”. 

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Si miramos el panorama de la música latina desde la superficie, en lo relacionado a artistas femeninas, la única conclusión a la que llegamos es que se trata de una escena contaminada por el sexismo, tanto el ejercido por productores hombres como por la rentable y voluntaria autocosificación -a la que me referí hace algunas semanas en esta columna-, los clichés y la degradación de un patrón estereotipado desde EE.UU. y Europa que nace, por supuesto, de una realidad innegable: el atractivo de nuestras razas hispanoamericanas y las distintas fascinaciones que ha generado a través de las décadas, tanto en públicos americanos como anglosajones y actualmente, con la globalización e internet, en cada rincón de los cinco continentes a los que haya llegado la cultura pop importada de Occidente.

Esto hace que, al escuchar las palabras “mujer latina”, el sector masculino de las actuales masas globales consumidoras de música y cine popular activen sus sensores para detectar únicamente todo aquello que los remita a lo “sensual”. Desde la nuyoricana J. Lo, las colombianas Shakira/Karol G y sus cientos de clones, que abusan de ello hasta el cansancio y lo grotesco; hasta propuestas ajenas a los géneros que ellas cultivan (latin-pop, reggaetón) como, por ejemplo, la chilena Mon Laferte o la mexicana Natalia Lafourcade quienes, a pesar de haber dejado claro que sus intenciones están enfocadas en recuperar la dignidad de la mujer latina y reivindicar sonidos regionales y fusionarlos con un pop que aleje de sí el barato exhibicionismo, terminan de una forma u otra entremezcladas con las primeras, valoradas y tabuladas por cómo se ven, cómo se visten, cuánto muestran o dejan de mostrar.

Esto indica que existe un nivel más subterráneo, en el que, oculta de la atención pública masiva, opera la verdadera vanguardia de la música hecha por mujeres latinas (y que no necesariamente utilizan ritmos latinos, ojo). Como se imaginarán, hay varias artistas que hacen cosas diferentes a lo que esperan/compran las masas, que no buscan generar millones de likes por minuto ni se preocupan por llamar la atención de productores aceitosos a la caza de la multitud de aspirantes a divas pachangueras, dispuestas a todo por ser, aunque sea solo por algunas semanas, la mujer latina más deseada del mundo. 

Desde plataformas sonoras tan disímiles como música electrónica, death metal, jazz, indie pop/rock o música instrumental contemporánea, talentosas músicas se independizan a diario y en el más absoluto anonimato de esta dictadura de la imagen, sorprendiendo a públicos minoritarios y selectos, desconectadas de la fama, los conciertos multitudinarios y las super ventas, mostrando que poseen una belleza artística adicional, más duradera, la que emana de sus instrumentos y sus voces.

A ese grupo pertenece Mabe Fratti (32), una joven nacida en Guatemala en 1991. “Mi música es como cuando te ves a ti misma en un buen espejo y te das cuenta de todos los poros de tu piel, me encanta eso…” dice, cuando le toca describir sus grabaciones. Fratti es cantautora y cellista, aunque no se considera una virtuosa –“mis limitaciones técnicas me permiten soltar un sonido crudo, me gusta esa suciedad, esa falta de elegancia”-, y viene lanzando interesante música desde el año 2019, en que debutó con un disco titulado Pies sobre la tierra (Earth Smoke Records/Aurora Central Records), producción que le permitió insertarse en la escena avant-garde de México, país en el que reside desde el año 2015, tocando en librerías, recitales de poesía, universidades y ferias editoriales. 

En el país de las rancheras, Fratti se incorporó a la comunidad de intérpretes de música experimental, ajena al circuito comercial del pop-rock, donde era común cruzarse con instrumentistas de todo tipo. En su caso particular, se obsesionó desde niña con el cello después de escuchar algunos discos del compositor y docente húngaro György Ligeti (1923-2006) -seguramente entre ellos anduvo alguna interpretación del Concierto para Cello (1966) y la suite Atmosphères (1961), célebre por el uso que le diera Stanley Kubrick en el clásico film de ciencia ficción 2001: A space odyssey (1968), que formaban parte de la colección de su padre. Entre esas primeras escuchas también estuvo, por supuesto, la recordada Jacqueline du Pré (1945-1987), una de sus principales inspiraciones. 

Además, en su decisión de tocar el cello -instrumento clásico asimilado desde hace muchos años por el lenguaje del pop-rock, desde Electric Light Orchestra hasta Belle and Sebastian- influyó haber visto a su hermana mayor tocando el violín. “También quería tocar el saxofón, pero siempre tuve problemas respiratorios y andaba con mucha flema”, recuerda Fratti en una entrevista publicada en Uncut (edición #319, diciembre del 2023). Como corresponde, Fratti combinó sus gustos por lo antiguo con las escuchas recurrentes de una joven de su tiempo: Nirvana, Radiohead, Lenny Kravitz. De hecho, una de sus composiciones más recientes lleva como título el apellido del afamado rockero. “Tuve un par de semanas en las que me obsesioné con Lenny Kravitz, lo escuchaba una y otra vez, así que algo de Kravitz ha quedado en ese tema, aunque bastante alejado de lo que él haría, desde luego”.

En cuatro años, entre el 2019 y el 2022, Mabe Fratti ha lanzado tres álbumes. Al mencionado Pies sobre la tierra le siguieron Será que ahora podremos entendernos (2021) y Se ve desde aquí (2022), ambos con el sello independiente Unheard Of Hope (UOH Records), que tiene sus cuarteles generales entre Inglaterra y Holanda. Esto le ha asegurado a Fratti una regular exposición como invitada en eventos europeos de música de alto perfil, como el Festival de Jazz Alto Adige en el sur del Tirol (Italia), Festival de la Noche Estrellada de Žilina (Eslovaquia), entre otros. También es muy común verla en los carteles de recitales organizados por prestigiosas instituciones mexicanas como el Centro Nacional de las Artes o la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

Las fuentes que originan el sonido de Mabe Fratti son diversas. Sus referencias pueden ir de lo más arcano y especializado, como el mencionado Ligeti, en canciones como El sol sigue ahí (El sol brilló, no tenía alternativa), que arranca con ciertos aires andinos; o Nadie sabe, con estructuras sugeridas en medio de la turbulencia que proyecta desde su cello. En paralelo, puede hacer una canción como Un día cualquiera (Será que ahora podremos entendernos, 2021), ocho minutos de improvisaciones que incluyen digitación natural sin arco y melodías dispersas, entre las que parece haberse colado el violín rasgado a la mala por Robert Smith en aquel clásico single de The Cure, The caterpillar (The Top, 1984).

Aun cuando las canciones de Pies sobre la tierra y Será que ahora podremos entendernos están construidas sobre una misma base de elementos comunes como las atmósferas drónicas, combinación de técnicas, retazos de electrónica por aquí y por allá, letras poéticas o las imágenes oníricas/surrealistas reflejadas en sus videoclips, se nota cierta evolución entre un disco y el otro. 

Mientras que en el primero las melodías son mucho más oscuras y nostálgicas, con el cello como único protagonista y Mabe Fratti haciendo gala de sus atemporales influencias -Tangerine Dream en Ignora, Radiohead en Creo que puedo hacer algo-, en el segundo larga duración se percibe una intención ligeramente orientada a melodías más accesibles, aunque siempre con la mirada fija en la experimentación y en géneros de glorioso pasado como la psicodelia (Cuerpo de agua), el prog-rock (Hacia el vacío) y el shoegazing (Inicio vínculo final), referencias expresadas en la inclusión de teclados y sintetizadores. Esta aparente amabilidad se quiebra, sin embargo, cuando el oyente queda expuesto a la cacofónica y desgarradora descarga de Aire o al caótico collage de la mencionada Un día cualquiera.

Se ve desde aquí (2022), su tercer disco, es un paso más allá en la evolución sonora de Mabe Fratti. El cello sigue siendo el principal vehículo de expresión, por supuesto, pero la artista guatemalteca incorpora esta vez baterías, guitarras acústicas y progresiones armónicas más estructuradas y, si se quiere, ordenadas. La confianza ganada por la buena recepción obtenida por sus dos álbumes anteriores pareciera ser el combustible para este avance, ofreciendo un producto que hasta podría llegar a asomarse en el radar de ciertos públicos de corte hipster, acostumbrados a romper de vez en cuando la monotonía de sus preferencias con cuestiones que luzcan un poco más “arty”. 

No es una tendencia que pueble todo el disco, solo en algunos temas como Algo grandioso o Cada músculo, con guiños al indie pop noventero lánguido y catatónico, aunque lo suficientemente inaccesibles como para no ser programados por radios convencionales. Una pasada a las dos canciones que acaba de publicar en su canal de YouTube –Pantalla azul y Kravitz– basta para advertir que Fratti sigue su camino hacia adelante sin encasillarse a sí misma y, a un tiempo, conservando su autenticidad como representante de esa vanguardia joven que pelea en espacios digitales por no desaparecer.

Como artista que inició su camino discográfico durante la pandemia, Mabe Fratti está muy acostumbrada a grabar/tocar en entornos caseros, espacios pequeños y al aire libre, solo necesita una buena conexión eléctrica, micrófonos de amplio alcance y el mobiliario básico -sillas cómodas, alfombras- para ofrecer su arte. Descalza, con ropa sencilla, sin una gota de maquillaje y el pelo al natural, unas veces suelto y otras distraídamente recogido con una liga o collet, Fratti entra en trance cada vez que sujeta su cello y al tocarlo, inicia un viaje metafísico que suspende su mundo hasta convertirlo en un universo paralelo de notas profundas, emotivas, insondables.

Aunque declara no ser técnicamente muy prolija, posee un amplio rango de recursos que le permiten hacer fraseos consistentes con una formación musical académica, la cual interrumpe repentinamente con agresivas digitaciones -usando el cello como un bajo fretless-, palmazos a la caja del instrumento o notas largas a doble cuerda, siguiendo los pasos de otro de sus grandes referentes, el cellista norteamericano Arthur Russell (1951-1992), que estuviera a un paso de convertirse en miembro de Talking Heads en la época en que el combo de David Byrne estaba cocinando su álbum debut (1976-1977) y que lanzó, en 1983, un álbum revolucionario en lo referido al uso del cello en contextos modernos, Tower of meaning. “La primera vez que escuché a Arthur Russell”, dice Fratti, “enloquecí, lo amé inmediatamente”. 

Durante el 2023, tres discos en los que ella ha participado de manera muy cercana han aparecido, a través de la plataforma digital BandCamp. El primero, titulado Vidrio, se lanzó en octubre de ese año, en conjunto con su socio, el mexicano Héctor “I. La Católica” Tosta. Es un álbum de pop barroco en que la voz de Fratti entona las letras poéticas escritas por el joven guitarrista. En ese disco destaca la composición Círculo perfecto, un homenaje al sonido de la islandesa Björk. Aquí, el disco completo, que la pareja grabó bajo el nombre Titanic.

El siguiente, publicado el 3 de noviembre, es el desenfadado art-rock de A time to love, a time to die de Amor Muere, colectivo que Fratti formó durante sus primeros años en México, junto a sus compañeras la violinista Gibrana Cervantes y las artistas sonoras Concepción Huerta y Camille Mandoki, expertas en manipular secuenciadores, teclados y demás artefactos. Finalmente, una semana después, fue el turno del disco Shimmer de Phét Phét Phét, otra banda derivada de las fusiones del jazz y la música experimental de esta nueva generación de instrumentistas, liderado por el saxofonista norteamericano Jarrett Gilgore. El extraño nombre de la banda repite tres veces el monosílabo tibetano “phét” que significa “cortar con todo lo convencional”. 

Aunque se presentan por separado, ambos discos funcionan como un díptico. Cada uno tiene cinco canciones que van de la breve ensoñación –Can we provoke reciprocal reaction (de Amor Muere), Shimmer (de Phét Phét Phét)- a extensos jams electroacústicos que le deben tanto a Cluster y The Velvet Underground como a Sigur Rós o Tortoise, como en You are the eyes of the world (de Phét Phét Phét) o Violeta y Malva (de Amor Muere), cada una cercana a los veinte minutos de duración. Se trata de una fábrica de melodías e instrumentos entre acústicos, eléctricos y digitales que hacen confluir la música de cámara con visiones más contemporáneas de tonos inesperados y sensaciones que conectan al oyente con una introspección auténtica, sin cálculos premeditados. 

Un vistazo de esta interesante propuesta musical nacida en el corazón de Centroamérica (Guatemala/México) es la fresca y tormentosa sesión que realizó Mabe Fratti, acompañada por la base instrumental de Phét Phét Phét -Héctor Tostas (guitarra), Jarrett Gilgore (saxo) y Gibrán Andrade (batería)- para el programa del canal de YouTube Live on KEXP, grabada en marzo del año pasado en un bucólico estudio campestre ubicado en el Parque Nacional El Desierto de Los Leones, en México, en que el cuarteto hace gala de esa irreverente y disonante combinación de estilos que une, de forma extraña y natural, a Julieta Venegas con los Kronos Quartet y King Crimson. 

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Art-Rock, cello, Mabe Fratti, Música nueva

[MÚSICA MAESTRO] Si mañana, Día de la Madre, en lugar de obsequiarle el ansiado “e-qui-pa-zo” como nos machaca la publicidad de una conocida marca de celulares, le ofreces de regalo a tu mamá una canción, lo más probable es que te mire de arriba abajo como si fueras, en lugar de su hijo, un insensible bicho raro. Sin embargo, el catálogo de composiciones de grandes artistas pop-rock que usan a la madre como tema central para homenajearla -o como pretexto para creativas metáforas y cuestionamientos a su rol y concepto tradicional- es tan amplio que resulta inevitable armar una lista de reproducción que no suplantará al carísimo aparato, pero por lo menos asegura una hora y media de buena música. Para melodías más convencionales, hacer click aquí.  

THE BEATLES – JULIA (The Beatles, 1968): Cuando John Lennon perdió a su madre, atropellada por un auto en Liverpool en 1958, él tenía 18 años y ella, 44. Este tierno homenaje acústico a su recuerdo nos muestra ese lado intimista que luego explotaría mucho más. Precisamente, una de sus primeras canciones como solista también estuvo dedicada a su mamá, aunque con un tono más oscuro, de reclamo. “La perdí dos veces”, dijo alguna vez. “Primero cuando me mudé con mi tía. Después, cuando murió”. Los Fab Four tuvieron también, en Your mother should know (Magical mystery tour, 1967) y Let it be (Let it be, 1970), otras dos maneras de homenajear a mamá (ver/escuchar).

THIN LIZZY – PHILOMENA (Nightlife, 1974): Phil Lynott tuvo en su madre a una verdadera guerrera, que enfrentó la discriminación en su natal Irlanda por ser madre soltera de un pequeño niño negro. A la larga, se convirtió en casi manager del grupo –“en las giras, era la mamá de todos” recordaba el guitarrista Brian Robertson- y, tras la muerte del cantante/bajista, en 1986, cuidó su legado y hasta escribió un libro, My boy, donde cuenta la estrecha relación con su famoso hijo. El riff y solo central es de Gary Moore (ver/escuchar).

LOW – MOTHER (The invisible way, 2013): En su décima producción oficial, la prolífica banda norteamericana de dream-pop incluyó este tema en que el vocalista Alan Sparhawk reflexiona, apoyado por sutiles acordes de piano, orgánicos golpes de tambor y las melancólicas armonías vocales de su partner-in-crime, Mimi Parker, sobre el profundo lazo emocional que une a un hijo con su madre, desde el nacimiento hasta la muerte (ver/escuchar). 

ALICIA KEYS – SPEECHLESS (Monster Mondays Vol. 1, 2011): La talentosa neoyorquina compuso este tema pensando en el nacimiento de su primer hijo, Egypt Daoud, para dejar constancia del asombro que le dejó la experiencia. La canción, en típica clave de moderno R&B de pasarela, es una muestra de esa innegable sensibilidad musical que, inexplicablemente, suele contaminar como aquí, con el gutural e innecesario rapeo de una tal Eve. El tema no figura en ninguno de sus álbumes oficiales, sino en una recopilación armada por su pareja, un productor que se hace llamar “Swizz Beatz”, padre del pequeño (ver/escuchar).

U2 – MOTHERS OF THE DISAPPEARED (The Joshua tree, 1987): La letra de esta canción, escrita por Bono, recoge el impacto que le ocasionó conocer la historia de las Madres de Plaza de Mayo y sus hijos desaparecidos durante las dictadoras en Argentina y Chile, la vez que asistió a diversas actividades en El Salvador y Nicaragua. De tono intenso y oscuro, sirvió para cerrar uno de los álbumes más exitosos del cuarteto irlandés (ver/escuchar).

MADONNA – INSIDE OF ME (Bedtime stories, 1994): En su sexto álbum, la “Reina del Pop” incluyó esta pieza, inspirada en el fallecimiento de su madre y cómo la recuerda, un atisbo de sensibilidad en medio de la noción farragosa que tiene sobre el ejercicio de su propia maternidad, como demostró en su publicitadísimo último concierto en Rio de Janeiro, en que no tuvo ningún empacho en exponer a sus menores hijas adoptadas a cuestiones aptas para adultos. El sonido atmosférico es cortesía de la producción a cargo del británico Nellee Hooper, conocido colaborador de Björk, Massive Attack y Sinéad O’Connor, entre otros (ver/escuchar). 

MADNESS – OUR HOUSE (The rise & fall, 1982): Una de las canciones más conocidas de la década ochentera, describe la vida caótica en familia, resaltando la abnegación y fortaleza de la madre de clase trabajadora, columna vertebral de las casas hasta en las situaciones más alocadas. El tema pertenece al cuarto álbum de esta banda, idolatrada en Inglaterra y apenas difundida en nuestro país, a pesar de tener una combinación interesante de géneros, que van del ska y la new wave hasta el jazz, el vaudeville y la world music (ver/escuchar).

JOAN BAEZ – GABRIEL AND ME (Blessed are…, 1971): En las primeras horas del sábado 16 de agosto de 1969, la cantautora actuó en el Festival de Woodstock, visiblemente embarazada de su primer hijo, Gabriel, quien nacería en diciembre de ese mismo año. A él le dedica este poema acústico con esa inolvidable voz acariciante y tierna, que recorre el mundo entre sueños de montañas imaginarias y caballos alados. La relación de Baez con su hijo se mantuvo siempre firme, tanto que actualmente él, de 55 años, toca batería en su banda (ver/escuchar).

SLEATER-KINNEY – LIONS AND TIGERS (One beat, 2002): Este trío de rock alternativo femenino, con sus disonancias y militancias que algunos podrían llamar “progresistas”, fue uno de los más importantes exponentes de lo que los expertos denominaron movimiento “riot grrrl” con una agenda de temas muy específicos. Desde esa óptica, la inclusión de esta canción dedicada a la maternidad -un Lado B de su sexta producción discográfica- es, a la vez, inesperada e interesante (ver/escuchar). 

JONI MITCHELL – LITTLE GREEN (Blue, 1971): La desesperación de una madre joven y sin dinero la lleva a dejar a su primera hija en adopción. La madre, de tan solo 23 años, toma la decisión y después, como parte de su terapia individual para superar la tristeza, le escribe una tierna canción a aquella pequeña de quien ni siquiera sabía el nombre y la incluye en un álbum confesional que se convertiría en un clásico. Casi veinte años después, madre e hija se vieron por primera vez. La historia es real. Joni Mitchell y su hija Kilauren se reencontraron en el año 1997 (ver/escuchar). 

EARTH WIND & FIRE – MOM (Last days and times, 1972): El tema que cierra el cuarto LP de “Tierra, Viento y Fuego”, compuesto por los hermanos Maurice y Verdine White, es una suave balada con tintes de bossa nova. A la madre le deben todo, las penas y alegrías, las enseñanzas sobre el bien y el mal. Los coros y la instrumentación -arreglos de cuerdas y metales- muestran esa sofisticación que los haría conocidos pocos años después alrededor del mundo (ver/escuchar).

METALLICA – MAMA SAID (Load, 1996): La madre de James Hetfield murió de cáncer, cuando el cantante y guitarrista tenía apenas 16 años. Aunque esta balada country no tiene nada que ver con lo primero en lo que uno piensa cuando escucha la palabra “Metallica”, es un testimonio personal valioso. Sobre todo si recordamos que Am I evil?, cover de Diamond Head que el cuarteto grabara en sus primeros años, comienza diciendo que su madre era una bruja que había sido quemada viva (ver/escuchar).

PHIL COLLINS – YOU CAN’T HURRY LOVE (Hello, I must be going!, 1982): Para su segundo LP como solista, el cantante y baterista de Genesis grabó este clásico del soul en que una madre le dice a su hijo que no se apure, que tenga calma en eso de enamorarse -un tópico impensable en tiempos de Shakira y Karol G, baronesas de la promiscuidad-. El mensaje de esta composición de Lamont Dozier y los hermanos Brian y Eddie Holland cobra aún más sentido en su versión original (1966), cantada por The Supremes (ver/escuchar).

LENNY KRAVITZ – ALWAYS ON THE RUN (Mama said, 1991): La onda retro de Lenny Kravitz, anclada en el funk-rock, muestra aquí una de sus mejores facetas, con ese bajo profundo, sólida batería y guitarra cortante con la que le rinde homenaje a una madre que siempre le dice que “es bueno ser natural, que el amor es lo único que importa y mejor es no subirse a caballos salvajes”. El afilado solo es cortesía de un viejo conocido, Slash (ver/escuchar).

LYNYRD SKYNYRD – SIMPLE MAN ((Pronounced ‘Lĕh-‘nérd ‘Skin-‘nérd), 1973): ¿Cuán en cuenta tomamos, a lo largo de la vida, los consejos de una buena madre? Las palabras que escribieron Ronnie Van Zant (voz) y Gary Rossington (guitarra) reflejan la búsqueda de normalidad en medio del desenfreno, la necesidad de un cable a tierra. Esta canción es un clásico de la banda y de toda una era, poseedora de esa electrizante emoción del rock en estado puro que siente añoranza por la familia mientras recorre el mundo haciendo música (ver/escuchar).

OZZY OSBOURNE – MAMA I’M COMING HOME (No more tears, 1991): Esta power ballad, con finos arpegios de Zakk Wylde en su segunda aparición junto al “Príncipe de las Tinieblas”, llegó un poco tarde, cuando el grunge ya había desterrado este estilo. El tema ha envejecido bien, considerando que se trata de un pedido de disculpas hacia una madre que debe haber padecido mucho la destrampada juventud de Ozzy Osbourne. La letra se la escribió otro angelito, su buen amigo Lemmy (Motörhead) (ver/escuchar).

JOURNEY – MOTHER, FATHER (Escape, 1981): Más conocido por las canciones Don’t stop believin’ y Open arms, una de las mejores baladas de esa década, el séptimo álbum en estudio del quinteto norteamericano Journey esconde, entre otras joyas de rock para llenar estadios, este poderoso tema de catárticas guitarras e impresionante interpretación vocal, cuya letra combina la tragedia familiar con algo de fantasía, una narrativa algo etérea que a la vez genera identificación por sus tintes legendarios (ver/escuchar). 

PAUL SIMON – LOVES ME LIKE A ROCK (There goes rhymin’ Simon, 1973): En su segundo álbum en solitario, el compositor de The sound of silence (1966) rinde homenaje a su madre y al doo-wop y los conjuntos vocales de los años cincuenta con esta rítmica melodía. Un año antes, en su debut de 1971, publicó un cadencioso reggae, Mother and child reunion, que usa la tierna figura del reencuentro entre madre e hijo como consuelo tras el fallecimiento de su mascota (ver/escuchar).

BOB DYLAN – IT’S ALRIGHT MA, I’M ONLY BLEEDING (Bringing it all back home,1965): Como bien saben los conocedores de la obra dylanesca, esta canción no es acerca de una madre. Su mención en el título -la coloquial contracción “ma”- es la goma que une toda esta lista de amargos comentarios acerca de los eternos problemas de la sociedad norteamericana -¿o debería decir mundial?- como el consumismo, la injusticia, la discriminación, la política hipócrita, etc. Un canto de protesta airada pero también de resignación. Un poco como lo que estamos viviendo en el Perú hoy, en el 2024 (ver/escuchar).

ST. VINCENT – I PREFER YOUR LOVE (St. Vincent, 2014): En su cuarto álbum, la cantautora y guitarrista Anne Clark, más conocida como St. Vincent, hace una reinvención de las atmósferas melancólicas de Nothing compares 2 U de Sinéad O’Connor para rendir tributo a su madre que, por entonces, andaba un poco mal de salud. La guitarrista y compositora, ex integrante de The Polyphonic Spree y de los colectivos vanguardistas de Glenn Branca y Sufjan Stevens, redondea un fino regalo sonoro con esta breve y sencilla melodía (ver/escuchar).

THE ROLLING STONES – MOTHER’S LITTLE HELPER (Aftermath, 1966): Hoy que se habla de padres y madres que administran pastillas a sus pequeños para mantenerlos calmados, esta canción de Mick Jagger y Keith Richards parece la clara demostración de que el tiempo es circular. La idea de que una madre necesite tomar pastillas para “atravesar sus ocupados días” no parece tan alejada de algo que puede estar sucediendo hoy mismo en diversos estratos socioeconómicos. Y no solo son pastillas sino que puede ser cualquier otro consumo adictivo. Cafeína, alcohol, azúcar, grasas saturadas. Usted elija (ver/escuchar).

QUEEN – TIE YOUR MOTHER DOWN (A day at the races, 1976): Si la tradicional mención a la mamá en Queen se ubica en su canción más conocida, Bohemian rhapsody, donde el protagonista suplica perdón por haber cometido un asesinato, es aquí donde el tema se encuadra más en la filosofía rockera y terrenal de la banda. Escrita por Brian May, es un intenso hard-rock con frenética guitarra slide en la que Mercury exige a su novia que “amarre a su vieja” para poder divertirse un poco (ver/escuchar).

QUIET RIOT – MAMA WEER ALL CRAZEE NOW (Condition critical, 1984): Someter a los padres a la locura del rock y la fiesta interminable de guitarras, chicas y sustancias prohibidas fue, sin duda alguna, uno de los inevitables efectos de la vida de rockstar a ambos lados del Atlántico, en las turbulentas décadas de los setenta y ochenta. El cuarteto británico Slade lo anunció de manera literal en este clásico de 1972 que reactualizaran los norteamericanos Quiet Riot. El parecido vocal entre Noddy Holder y Kevin DuBrow es alucinante (ver/escuchar).

FRANK ZAPPA – YO’ MAMA (Sheik Yerbouti, 1979): Zappa usó desde siempre el tema de las madres, desde el nombre de su grupo entre 1966 y 1976 -The Mothers Of Invention-, hasta canciones como Motherly love (Freak out!, 1966), Mom and dad (We’re only in it for the money, 1967) o My guitar wants to kill your mama (Weasels ripped my flesh, 1970). Pero en este tema va un poco más allá, que mezcla grabaciones en estudio y en concierto, la dedicatoria va para los hijos engreídos, incapaces de hacer las cosas por sí mismos, “los hijitos de mamá” (ver/escuchar).

PINK FLOYD – MOTHER (The wall, 1979): Una madre castrante, sobreprotectora, abusiva emocionalmente. Un hijo que, en la adultez, le reclama todo ese mal que, probablemente sin querer, su progenitora le ocasionó por esa forma de ser represiva y dominante. Casos como estos, más comunes de lo que muchos quisieran creer, deberían abordarse más como intentos de educación socioemocional. Cuántas personalidades quebradas e insensibles, tóxicas, producto de esas situaciones, que logran acumular poder -son jefes, autoridades, alcaldes, congresistas- nos ahorraríamos (ver/escuchar).

BONUS TRACK: La siempre sorprendente Björk dedicó su décimo álbum oficial, Fossora (2022), a su mamá Hildur Rúna Hauksdóttir, que había fallecido en el 2018 en una clínica homeopática. Específicamente, las canciones Sorrowful soil y Ancestress son acerca de ella, aunque todo el disco fue concebido como una terapia para procesar su dolor. El álbum sigue la línea musical que combina lo electrónico -secuencias, efectos de estudio- con ecos orgánicos de la música de su país y el uso masivo de coros y clarinetes que le dan un tono muy particular a sus creaciones. Anteriormente, la artista islandesa de 58 años había tratado el tema de la maternidad en canciones como Mouth’s cradle (Medúlla, 2004) o Hollow (Biophilia, 2011). 

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Día de la madre, música en inglés, pop-rock

Acaba de fallecer, el 1 de mayo -feriado por el Día Internacional del Trabajador y de marchas ciudadanas en el Centro de Lima ninguneadas por la gran prensa- uno de los músicos británicos más importantes y anónimos de lo que solemos identificar como “rock clásico”, categoría genérica y algo arbitraria que abarca todo lo que se grabó entre 1960 y 1989, aproximadamente. Me refiero a Richard Tandy, tecladista y lugarteniente de la formación original de Electric Light Orchestra, una de las bandas de pop-rock más interesantes y exitosas de su tiempo, liderada por el compositor, guitarrista, cantante y productor Jeff Lynne. Tandy, cuyos problemas de salud lo tenían alejado de la música desde hace algunos años, falleció a los 77, en Gales, país donde residía desde el año 2010.

Para nadie es un secreto que la marca registrada de E.L.O. fue siempre su sección de cuerdas -un violín y dos cellos-, recurso que en su momento fue totalmente innovador y único que utilizaron desde su álbum debut, allá por 1971. Pero detrás de ese sonido sinfónico que heredaron y perfeccionaron a partir de los arrestos beatlescos en Eleanor Rigby (Revolver, 1966) o A day in the life (Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, 1967), estaba la destreza y el arsenal de instrumentos de Tandy, conformado por pianos acústicos, teclados Minimoog, Clavinet, mellotrones, órganos y pianos eléctricos Wurlitzer, sintetizadores Oberheim, Moog, Yamaha y ARP y otros artilugios tecnológicos, en diversos modelos. 

Además de ser experto un guitarrista y bajista, el nivel de Richard Tandy como tecladista le permitió ubicarse en el mismo escalafón de otros superdotados como Keith Emerson (Emerson Lake & Palmer), Tony Banks (Genesis), Richard Wright (Pink Floyd) o Rick Wakeman (Yes), pero en contextos más relacionados al pop-rock melódico que al progresivo propiamente dicho, menos convencional y de texturas instrumentales más anquilosadas y difíciles de asimilar para el oyente promedio. Además, era la mano derecha de Jeff Lynne a la hora de escribir armonías vocales, arreglos para cuerdas y organizar la producción de sonido, mezclas y efectos de estudio. 

Richard Tandy se unió al grupo en 1972, después del lanzamiento de su primer LP, aunque ya había trabajado junto al baterista Bev Bevan, en los años previos a la transformación de The Move en la formación primigenia de “la orquesta de la luz eléctrica”. Entre 1972 y 1986 la banda produjo once exitosos álbumes -uno de ellos para la banda sonora de Xanadu (1980), compartiendo canciones con la australiana Olivia Newton-John (1948-2022)- que vendieron, en conjunto, más de 50 millones de copias alrededor del mundo. En todo ese tiempo, Tandy, Lynne y Bevan se mantuvieron como integrantes estables del grupo. 

El rock y la música clásica comenzaron a cruzar sus caminos pocos años después que las primeras estrellas de aquel ritmo que enloqueció a los jóvenes y escandalizó a sus padres -Bill Haley, Little Richard, Jerry Lee Lewis, Elvis Presley- se impusiera como la principal expresión de rebeldía adolescente a finales de los años cincuenta. Si artistas como The Beatles, The Rolling Stones, Frank Zappa, The Moody Blues o Deep Purple, entre otros, ya habían experimentado ocasionalmente con ensambles sinfónicos en sus grabaciones, con resultados diversos, nadie había logrado integrar guitarras, baterías, violines y cellos con solidez y coherencia. Hasta que apareció Electric Light Orchestra, que se atrevió a incorporar un trío de cuerdas como parte de su formación estable en lugar de usarlo como un simple acompañamiento o colaboración esporádica.

No se puede contar la historia de esta banda sin hablar de The Move, conjunto de blues-rock psicodélico formado en 1965 en la ciudad británica de Birmingham. De la mano de su líder, un extravagante vocalista, compositor y multi instrumentista llamado Roy Wood, The Move llegó a participar en la primera edición del legendario Isle of Wight Festival (1968) y colocó algunos temas en las radios de entonces. En 1970 ingresa al grupo el guitarrista y compositor Jeff Lynne, amigo cercano de Wood. Ambos compartían mutuos deseos por combinar rock y música clásica, para recoger las cosas del lugar en que los Beatles las había dejado, cosa que comenzarían a hacer cuando dejaron atrás su primer proyecto. El single Down on the bay, de 1971, es un ejemplo del sonido de The Move, más rugoso y cercano al hard-rock. En el video podemos ver a Richard Tandy en una de sus pocas apariciones como miembro de The Move, tocando guitarra.

Lynne y Wood armaron Electric Light Orchesta, o simplemente E.L.O., a partir de las cenizas aun calientes de The Move, ayudados por el productor Don Arden, famoso por sus métodos de negociación nada convencionales. Tras dos álbumes lanzados entre 1971 y 1973 con temas cercanos a lo progresivo como 10538 Overture, Kuiama, Manhattan rumble (49th Street Massacre) o The battle of Marston Moor, Wood renunció al grupo, por supuestas “diferencias creativas” con Lynne y fundó otro, Wizzard. Arden, manager de ambas agrupaciones, fue el verdadero instigador de la separación, para obtener ganancias por partida doble. Sin embargo, mientras Wizzard tuvo un impacto breve y moderado, Electric Light Orchestra se convirtió en una de las bandas de mayor éxito e influencia de todos los tiempos. 

En sus quince años de esplendor, E.L.O. consolidó un estilo único que tenía de todo: pop-rock barroco inspirado en los Beatles, armonías vocales recogidas de la generación hippie, sofisticados arreglos sinfónicos, adaptaciones de piezas clásicas al rock and roll y complejas instrumentaciones progresivas. El periodo 1975-1979 fue el de su alineación definitiva: Jeff Lynne (voz, guitarra), Richard Tandy (teclados), Bev Bevan (batería, coros), Mik Kaminski (violín), Melvyn Gale, Hugh McDowell (cellos) y Kelly Groucutt (bajo, coros) quien llegó ese año en reemplazo del bajista original Mike de Albuquerque.

El estilo compositivo de Jeff Lynne, más orientado al pop-rock, acercó a E.L.O. a un público más amplio sin perder su esencia. El vocalista y guitarrista de la melena rizada y los lentes oscuros se convirtió, además, en un prestigioso productor discográfico, dueño de un sonido propio y absolutamente reconocible, presente en muchas de las grabaciones de artistas connotados como Olivia Newton-John o el ex Beatle George Harrison (1943-2001), cuya carrera ayudó a reflotar a finales de los ochenta, en especial cuando asumió el rol de productor para su décimo primer álbum Cloud nine (1987), con éxitos como Got my mind set on you, Devil’s radio o This is love. A partir de aquel trabajo conjunto, Lynne y Harrison armaron el recordado proyecto de los Traveling Wilburys junto con Tom Petty (1950-2017), Roy Orbison (1936-1988) y Bob Dylan. Lynne produjo los dos álbumes que lanzó el supergrupo, los años 1988 y 1990.

Mientras canciones como Showdown (On the third day, 1973), Telephone line (A new world record, 1976), Last train to London, Shine a little love (Discovery, 1979) o Rock ’n’ roll is king (Secret messages, 1983) son permanentes en las programaciones radiales del recuerdo, otras como los instrumentales Daybreaker (Eldorado, 1974), Fire on high (Face the music, 1975), Boy blue (Eldorado, 1974), que comienza con la suite dieciochesca Prince of Denmark’s March del compositor barroco inglés Jeremiah Clarke (1674-1707) o su versión de Roll over Beethoven (E.L.O. 2, 1972), clásica composición de Chuck Berry de 1956 -también grabada por los Beatles en los sesenta-, que incluye el primer movimiento de la conocida quinta sinfonía del genio alemán, son solo una muestra de la diversidad de E.L.O. y la ecléctica visión musical de Jeff Lynne.

En muchas de estas y otras canciones, además de los brillantes pasajes de violines y cellos que las convertían en elegantes bandas sonoras en miniatura, los teclados de Richard Tandy tenían una fuerte presencia, aportando al sonido de Electric Light Orchestra una particular aura futurista. Además de eso, Tandy usaba frecuentemente el vocoder, un aparato inventado a finales de los años treinta por un equipo de ingenieros de sonido norteamericanos, que permite distorsionar la voz humana, dándole un sonido robótico. Canciones como Sweet talkin’ woman, Mr. Blue Sky (Out of the blue, 1977), la famosa Telephone line o Confusion (Discovery, 1979) poseen este sonido característico que también contribuía al concepto de E.L.O., una banda capaz de hacer confluir lo tecnológico con lo orgánico de manera natural. 

En Evil woman (Face the music, 1975), una de las canciones más conocidas del grupo, podemos sentir claramente el clavinet de Tandy, durante el coro, con un riff de raíces funk que podría ser parte de alguna canción de Stevie Wonder o Bernie Worrell. Esa capacidad para combinar estilos -pop-rock, música clásica, funk, gospel- hizo de esta etapa del grupo “un festival de texturas múltiples” como escribió el crítico musical Donald Guarisco para la web AllMusic.com. Un par de años atrás, Tandy y Lynne mostraron que su conexión con la música clásica iba más allá de un uso superficial o efectista, transcribiendo una composición clásica del noruego Edvard Grieg (1843-1907), fechada originalmente en 1875, la suite In the hall of the mountain king, arreglo que usaron para cerrar el tercer disco de Electric Light Orchestra, On the third day (1973).

La carrera musical de Richard Tandy estuvo básicamente ligada a Electric Light Orchestra y a otros proyectos de Jeff Lynne como sus álbumes solistas Armchair theater (1990) y Long wave (2012), en el que interpreta clásicos de Charles Aznavour, Etta James, entre otros. Tandy intentó también desarrollar su propia música. Por ejemplo, a mediados de los años noventa, compuso varias canciones con una cantautora de nacionalidad rusa llamada Nadina Stravonina, que jamás vieron la luz. En 1985 apareció un álbum titulado Earthrise, de sonido extremadamente similar al pop-rock electrónico de la etapa final de E.L.O., compuesto y producido por Tandy a dúo con el vocalista y tecladista David Morgan. Aun cuando no tuvo resonancia comercial, la naturaleza conceptual del disco –acerca de un explorador espacial que protege y ama a la Tierra- hizo que estuviera entre las composiciones interpretadas por la orquesta del Conservatorio Real de Birmingham, su ciudad natal, durante las celebraciones del 50 aniversario de la llegada del hombre a la luna, en el año 2019. 

Tras la separación oficial de Electric Light Orchestra, en 1986, Tandy fue el único de los integrantes originales que se mantuvo junto a Lynne, en las dos producciones de E.L.O. posteriores a la separación oficial de la banda: Zoom (2001) o Alone in the universe (2015). El resto de integrantes originales -Bev Bevan, Mik Kaminski y Kelly Groucutt- se dedicó a armar bandas paralelas con nombres como E.L.O. Part II o The Orchestra -que estuvieron de visita por Lima en 1996 y 2023, respectivamente- para interpretar los temas más conocidos de la discografía clásica del grupo. En el año 2012, Lynne y Tandy se juntaron para interpretar algunas canciones en formato desenchufado, a solas con guitarra y piano. En esta producción exclusiva para la televisión –disponible en YouTube– que grabaron en los estudios de Lynne en Los Angeles, llamados The Bungalow Palace, se ve a los dos amigos interactuando musicalmente de forma natural e íntima.

El DVD Jeff Lynne’s ELO: Live in Hyde Park (2015) muestra una de las últimas apariciones de Richard Tandy junto a la banda cuyo sonido ayudó a cimentar como uno de los más populares y originales de los setenta y ochenta. Siempre al lado de Jeff Lynne, Tandy se integró fácilmente a esta nueva configuración de Electric Light Orchestra, con nuevos y talentosos instrumentistas como Lee Pomeroy (bajo, que también toca a la perfección la música de Yes junto a tres de sus ex integrantes, Jon Anderson, Rock Wakeman y Trevor Rabin), Milton McDonald (guitarra), Mike Stevens (guitarra, saxo, director musical de Take That), Marcus Byrne (batería), entre otros, ejecutando a la perfección el brillante catálogo de su banda. Con la misma alineación, el legendario grupo participó del Festival de Glastonbury, nuevamente con Lynne y Tandy al frente. Aquí la versión de Mr. Blue Sky en el renombrado festival.

Jeff Lynne (76) ofreció en sus redes sociales un conciso pero emotivo mensaje de despedida: “Con una enorme tristeza comparto con ustedes la noticia del fallecimiento de mi colaborador y amigo de toda la vida Richard Tandy. Él fue un músico notable y un gran amigo. Apreciaré por siempre toda una vida de recuerdos que compartimos”. Que en paz descanse, Mr. Tandy.

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El pasado jueves 18 de abril, en su casa de Florida, falleció el guitarrista, compositor y cantante Forrest Richard Betts, conocido entre los amantes del rock clásico como Dickey Betts, integrante original de uno de los grupos más influyentes de lo que terminó llamándose “southern rock”, pero no solo de su sonido sino también de su imagen y actitud. Sus inspirados y electrizantes solos pasaban del country al blues, del blues al jazz y del jazz a la improvisación libre en un abrir de cerrar y ojos, construyendo impredecibles fraseos de puro sentimiento y filo, enmarcados en estructuras musicales fijas que evolucionaban hasta convertirse en extensos “jams” (*). Aunque su nombre no es conocido para nadie -salvo para expertos-, su inflamada Gibson Les Paul -a la que llamaba Goldie- y sus composiciones aseguraron la supervivencia del grupo, tras los trágicos decesos, en poco más de un año, de dos de sus miembros fundadores. Betts había cumplido 80 en diciembre del 2023.

(*) En terminología musical, “jam” o “jam session” es lo que pasa cuando músicos -a veces de un mismo grupo, a veces de varios- se juntan para tocar sin previo ensayo o preparación y van elaborando pasajes instrumentales por inspiración espontánea. Aunque proviene del jazz clásico, se comenzó a aplicar también, en los setenta, en contextos rockeros. En el universo de la salsa/latin jazz el equivalente es “la descarga”. Y en Argentina se acuñó el término “zapada”, para referirse a lo mismo. 

En la larga tradición del rock norteamericano, The Allman Brothers Band es una de las columnas vertebrales, un crisol de influencias y virtuosismos que, en su momento, dejó boquiabiertos a quienes tuvieron la fortuna de verlos en vivo y en directo. El nombre del grupo alude a una pareja de hermanos nacidos en Nashville (Tennessee) pero criados en Florida, que venían tocando en diversos ensambles de rock y blues desde comienzos de los sesenta hasta que el mayor, Duane, consiguió trabajo como guitarrista de sesiones al otro lado del país, en los históricos Estudios FAME (Muscle Shoals, Alabama), donde grabó con astros del R&B y el soul como Aretha Fanklin, Wilson Pickett, entre otros; mientras que el vocalista/tecladista Gregg, un año menor, se mudó a Los Angeles, California. Allí, los “brothers” se reunieron nuevamente en 1969 con intención de armar un grupo para hacer música propia.

En solo dos años y medio, entre diciembre de 1969 y marzo de 1972, la banda de los hermanos Allman cambió el panorama del blues-rock que se tocaba hasta entonces. Sus álbumes The Allman Brothers Band (1969) e Idlewild south (1970) mostraron a dos guitarristas extremadamente virtuosos que, aun bajo las restricciones de los estudios de grabación, sorprenden por su ilimitada capacidad para combinar estilos y cruzar funciones. Por un lado, Duane Allman, intuitivo y sinuoso gracias a su dominio de la slide; y Dickey Betts, contundente y creativo, de inagotable precisión, con canciones que pasaron de inmediato al canon del rock clásico como Dreams, It’s not my cross to bear, Trouble no more -original de 1955 del bluesero Muddy Waters (1913-1983), Midnight rider o el instrumental Don’t want you no more, del británico Spencer Davis. 

Pero si uno quiere realmente introducirse en el universo sonoro del sexteto original -que completaban el bajista Berry Oakley y los bateristas/percusionistas Jai Johany “Jaimoe” Johanson y Butch Trucks-, lo mejor es escuchar el disco doble en directo At Fillmore East, que resume dos noches de marzo de 1971 en la legendaria sala de conciertos neoyorquina, regentada por el productor Bill Graham (1931-1991). Desde el poderoso inicio con Statesboro blues -adaptación de un tema escrito en 1928 por Blind Willie McTell (1898-1959) hasta los más de veinte minutos de Whippin’ post, compuesta por Gregg Allman para el LP debut y que se convertiría en uno de sus imperecederos emblemas, este álbum es un viaje, en todos los sentidos posibles, que recoge la intensa dinámica de The Allman Brothers Band en vivo.

Aunque los reflectores solían concentrarse en los Allman, esto no dañó para nada el funcionamiento colectivo del grupo, que se entendía a sí mismo como una familia, más allá de los apellidos. Betts y Oakley venían de tocar juntos en una banda llamada The Second Coming y fueron siempre muy unidos, mientras que Trucks y Jaimoe conocían a Duane desde sus sesiones en Muscle Shoals. La unidad de este combo imbatible de blues-rock pudo haberse quebrado para siempre tras las muertes de Duane Allman y Berry Oakley, ocurridas en octubre de 1971 y noviembre de 1972, respectivamente. Ambos murieron a la misma edad, 24 años. Y por el mismo motivo, accidentes en sus motocicletas. Sin embargo, el grupo siguió adelante y, casi sin descansar, decidieron homenajear de manera permanente a sus hermanos caídos con interminables giras y una cadena de álbumes hasta su primera separación en 1976.

“Yo soy el guitarrista famoso, pero Dickey es el mejor” solía decir Duane, cuando le preguntaban por su cómplice en esto de las guitarras dobles, una práctica en la que fueron pioneros. El joven guitarrista había adquirido estatus de leyenda de las seis cuerdas e incluso gozaba de la admiración de connotados colegas como Eric Clapton, con quien trabajó en el disco Layla and other assorted love songs (1970), uno de los mejores álbumes de esa época. Tras su mortal accidente, Betts asumió las funciones de líder, apoyando a Gregg durante la profunda depresión en la que cayó por la muerte de su hermano. Pero, además de esa valentía y voluntad de hierro, Betts contribuyó con composiciones originales que, con el paso de los años, fueron conformando el catálogo básico para cualquier lista de reproducción o recopilación de éxitos de la banda. Por ejemplo, tenemos Revival (Idlewild south, 1970), Southbound (Brothers and sisters, 1973) o Blue sky (Eat a peach, 1972). Y están, por supuesto, los instrumentales.

In memory of Elizabeth Reed -nombre que Betts sacó de una de las lápidas del cementerio Rose Hill de Georgia para ocultar la verdadera identidad de la mujer que lo inspiró para componerla- condensa, en los casi siete minutos de la versión original, incluida en el segundo álbum del grupo (Idlewild south, 1970), la quintaesencia del sonido de The Allman Brothers Band: el intercambio entre solos y riffs de las dos guitarras, el crecimiento paulatino de acordes suaves a la frenética parte final, la base rítmica del bajo y las dos baterías, el profundo y casi litúrgico Hammond B-3. Se trata de uno de los momentos cumbre del rock de los setenta, en una época de enorme creatividad esparcida por todos lados y la aparición permanente de bandas dispuestas a destronarse mutuamente. Aquí podemos escuchar la versión acústica que grabaran en vivo, en 1994.

Brothers and sisters (1973), el primer disco que lanzaron tras la doble tragedia motera, demostró que había The Allman Brothers Band para rato. Exhibiendo una sorprendente capacidad de recuperación y a pesar del consumo indiscriminado de distintas sustancias, los cuatro restantes, apoyados por el pianista Chuck Leavell y el bajista Lamar Williams, ratificaron su ascendencia entre los rockeros más duros con una selección de canciones interpretadas con pasión y pulcritud. Wasted words, escrita por Gregg, contiene finos fraseos de guitarra slide de Betts, quien además firma cuatro de las siete canciones del disco, entre ellas el brillante instrumental Jessica -dedicado a su hija- y un tema que, a la larga, sería su único single Top 10, de letra simple que le habla al oído y por igual al camionero, al obrero de construcción, al oficinista o al músico trashumante que va de carretera en carretera-, y que se escucha hasta ahora en las estaciones radiales norteamericanas especializadas en rock clásico, Ramblin’ man.

Los años siguientes, Dickey Betts combinó su trabajo en The Allman Brothers Band con una serie de intermitentes lanzamientos solistas. Altamente recomendable es, por ejemplo, el LP Highway call (1974), su primer lanzamiento como líder, en la misma línea del country-rock que hiciera populares a agrupaciones como Eagles, Nitty Gritty Dirt Band o The Flying Burrito Brothers, ligeramente al margen de las largas exploraciones instrumentales de su banda matriz, con la excepción del tema Hand picked, que casi alcanza los quince minutos de duración. También en esos años publicó los álbumes Dickey Betts & Great Southern (1977, donde destaca Bougainvillea) y Atlanta’s burning down (1978), con su propio grupo llamado The Great Southern, a veces presentado como The Dickey Betts Band y que, en años posteriores, cruzó caminos y surtió de nuevos integrantes a The Allman Brothers Band, como los guitarristas Dan Toler (1979-1982) y Warren Haynes (de 1990 en adelante).

A pesar de su importancia dentro del engranaje musical y artístico de The Allman Brothers Band, el perfil público de Dickey Betts se mantuvo siempre bajo. Si bien es cierto los seguidores del grupo tenían claro su papel, lo general es que se le identificara como un integrante “secundario”. Conocido por su gesto adusto, característico bigote delgado y carismática imagen de rudo vaquero/motociclista -que inspiró a uno de los personajes de Cameron Crowe, el divo guitarrista de la banda Stillwater de su recordada película Almost famous (2000)-, Betts fue desarrollando, quizás por ese motivo, una personalidad renegada, casi ausente. Un episodio, narrado hace pocos días en la revista especializada Rolling Stone, nos da un vistazo del carácter irascible del fallecido músico: 

“En 1993, Dickey Betts fue invitado a tocar en el evento de inauguración y toma de mando de Bill Clinton, junto a Bob Dylan, The Band, Stephen Stills, entre otros… Tras bambalinas, según cuenta él mismo, Betts se cruzó con “uno de esos idiotas de saco y corbata” que le dijo: “tienes que cortar algo de leña antes de tocar con los famosos”. Betts enfureció y golpeó al tipo, que cayó noqueado encima de Dylan, mientras este descansaba sobre un sofá. Betts tuvo miedo de haberle pegado a un congresista, pero resulta que era un compadre que trabajaba con uno de los artistas invitados. “Sentí alivio…”, dijo Betts. “Estaba seguro de que vendrían a arrestarme”.

Esa clase de reacciones le trajo más de un problema, entre arrestos y denuncias por agresión, como aquella vez en que terminó preso por golpear a dos efectivos policiales en 1976. Además de ello, su indomable comportamiento comenzó a provocar tensiones al interior de la banda, dañando la relación con sus compañeros y, en especial, con Gregg Allman. El año 2000, justo cuando el grupo inició sus históricas apariciones anuales en el Beacon Theater de New York, que se extendieron hasta el año 2014, Gregg terminó sacándolo -a través de una carta firmada por el resto del grupo- de The Allman Brothers Band, debido a sus excesos alcohólicos. Betts respondió a aquel despido con dos discos de gran factura, Let’s get together (2001) y The collectors #1 (2002). Luego de ello, Dickey Betts y Gregg Allman se enfrascaron en agrios problemas legales y dejaron de dirigirse la palabra durante años. Sin embargo, el díscolo guitarrista logró limar sus asperezas con su amigo de toda la vida, poco antes de su fallecimiento.

Al escuchar Hittin’ the note (2003), la última producción oficial en estudio de The Allman Brothers Band -la única sin Dickey Betts-, se puede percibir en el aire que algo falta, aun cuando el trabajo de las dos nuevas guitarras en la banda es extraordinario (escuchen, por ejemplo, Instrumental illness o Desdemona). Eso de “nuevas guitarras” es, por cierto, un decir, puesto que Warren Haynes (64) y Derek Trucks (44) ya no eran, para ese momento, novatos. El primero, eximio ejecutante de la guitarra slide y excelente vocalista, llegó a la banda de la mano de Betts y el segundo, sobrino del baterista Butch Trucks, fue considerado un niño prodigio -comenzó a tocar en conciertos a los 9 años. Ambos, además, hicieron su camino propio con dos grupos derivados: Gov’t Mule, fundado por Haynes junto al bajista Allen Woody (1955-2000), miembro de The Allman Brothers entre 1990 y 1997; y, por el lado de Derek, The Tedeschi Trucks Band, junto a su esposa Susan.

Con la muerte de Dickey Betts, solo un integrante del sexteto original queda vivo, el baterista Jai Johany “Jaimoe” Johanson, que el próximo julio cumplirá también 80 años. En el 2017, cuatro décadas y media después de los fatales accidentes sufridos por Duane Allman y Berry Oakley, fallecieron los dos restantes, Butch Trucks y Gregg Allman. El primero se suicidó a los 69, debido a múltiples problemas económicos. Y en cuanto al menor de los Allman, sucumbió al cáncer de hígado, a la misma edad, tras años de batallar con dicha enfermedad. Betts, retirado del ambiente musical desde el 2014, reconoció en una de sus últimas entrevistas haber cometido muchos errores en su vida pero también se mostró orgulloso de su reconciliación con Gregg: “He tenido una buena vida y no me quejo. Hice bien mi trabajo y nada de lo que haga ahora podrá superar aquello por lo que me hice conocido. Tengo el mayor de los respetos por Gregg. Toda esa historia de que nos odiábamos es pura mierda, ¡yo amaba a ese viejo maldito!”. Genio y figura, hasta la sepultura.

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Entre el 6 y el 17 de abril -es decir, en el breve lapso de once días-, cuatro artistas de géneros musicales diferentes ofrecieron en Lima un total de siete conciertos, de concurrencia masiva. Me refiero a la banda norteamericana de thrash metal Megadeth, la orquesta chiclayana de cumbia Grupo 5, la reggaetonera colombiana Karol G y el cuarteto mexicano de pop-rock Maná. Este tema, en apariencia poco importante si lo ponemos frente a la coyuntura local -corrupción política, recesión económica-, nos dice algunas cosas interesantes sobre perfiles, gustos, hábitos de consumo y prioridades de una muestra considerable de profesionales con ingresos fijos y diversos niveles socioeconómicos que son, además, votantes que anteponen sus ansias de entretenerse a la construcción de ciudadanía.

Más de ciento cincuenta mil personas movilizadas, algunas de las cuales llegaron desde el interior y hasta de otros países, para asistir a los espacios acondicionados especialmente para estos eventos -estadios de fútbol, universidades, coliseos cerrados- y corear sus canciones favoritas. Si añadimos las dos fechas que realizó el cantante portorriqueño-mexicano Luis Miguel, baladista/bolerista y astro del pop en español, en febrero, estamos hablando de prácticamente un cuarto de millón de individuos que dejan sus rutinas, se endeudan y trasnochan solo por ver/escuchar a sus ídolos durante una o dos horas.

Lo más notorio es, desde el punto de vista estrictamente musical, la diversidad de gustos y preferencias que encuentran sus propios públicos masivos en nuestra capital, caracterizada a su vez por una variopinta mezcla de procedencias, poderes adquisitivos, formaciones académicas de distintos niveles -privadas, públicas, escolares, superiores, técnicas- en muchos casos deficientes o inconclusas y una fuerte predisposición a consumir únicamente lo que les ofrecen los medios de comunicación masiva. 

Sin adentrarnos del todo en los ámbitos de la sociología, es necesario advertir que aludo a “las masas” desde un punto de vista híbrido. Por un lado, como aglomeración desordenada, caótica, que responde de forma pasiva, irreflexiva y homogénea a estímulos determinados -para distraerse, para diferenciarse- y, por el otro, como concentración de individuos con fines e intereses comunes que posee la potencial capacidad, si así lo deseara, de producir cambios y transformaciones sociales, por encima de lo que imponen las autoridades, los medios y el establishment.

Megadeth es un grupo de culto, subterráneo. Ninguna persona que esté actualmente bordeando los 50 años podría decir que escuchó, en su adolescencia, a Megadeth en las radios o canales de televisión, durante sus épocas doradas (1985-1995). En esos años, lo más “duro” que podía uno encontrarse en emisoras como Panamericana, 1160 o Studio 92 era Guns ‘N Roses, Twisted Sister, Poison o Bon Jovi. En cuanto a la generación grunge de la primera mitad de los 90 -Nirvana, Alice In Chains, Soundgarden y afines-, estuvo a nuestro alcance gracias a Radio Doble Nueve, la cadena MTV -la casa matriz norteamericana y su filial latina- y el circuito pirata de mercados populares, las Galerías Brasil en Jesús María y los alrededores del Centro de Lima (Av. Colmena, Jr. Quilca, etc). Las hordas de desaliñados metaleros vestidos de negro, entre hombres y mujeres -más de 12 mil según estimaciones conservadoras- que se dieron cita en el Arena I Costa Verde de San Miguel, el pasado 6 de abril, para disfrutar de la fuerza y vigencia del cuarteto liderado por Dave Mustaine, son resultado de décadas de incubación a oscuras y, muchas veces, a solas, en contra de lo convencional, resistiendo críticas y miradas de soslayo de familiares y amigos. Y eso que Megadeth, siendo exponente de una variante poco accesible del rock duro, no califica como una banda de metal extremo.

El caso de Luis Miguel nos ubica en la esquina contraria. Inmensamente popular desde niño en toda Hispanoamérica, sus baladas y canciones de limpio y socialmente correcto pop comercial son reducto de nostalgia para un público mayoritariamente femenino y urbano, que soñaba con el príncipe azul adolescente y las novelas de Televisa. Sus esfuerzos por convertirse en crooner de terno y corbatín, cantando boleros, le aseguraron vigencia en la radio, la televisión y las antiguas tiendas de discos compactos, además de ampliar su público por interpretar clásicos del cancionero romántico del pasado. Su posterior decadencia, expresada principalmente en una forma de ser desagradable y un aspecto físico destruido, opuesto a su paradigma de “galán”, no fue suficiente para desaparecerlo del recuerdo de sus fans. Una serie de Netflix, centrada en sus paradójicos inicios como cantante infantil, entre el éxito público y la tragedia privada, ocasionada por la sobreexposición mediática y la explotación laboral, sumada a varias terapias de reencauchado estético apuntalaron el retorno del cantante, que llevó aproximadamente 90 mil almas al Estadio Nacional en dos noches seguidas, el 24 y 25 de febrero.

El caso del Grupo 5, representante local en este breve recuento de conciertos certificados como “sold out” a pesar de la crisis económica y el descalabro político, nos permite aterrizar aun más en la idiosincrasia del público peruano moderno. Después de casi tres décadas de presencia en coliseos del norte, la orquesta originaria de Monsefú (Chiclayo, Lambayeque) llegó a Lima a fines de los noventa y encabezó la ola de masiva popularidad que alcanzó la cumbia tras la dictadura fujimorista, con todas las características escapistas, aspiracionales y reivindicativas de un género que, en la década anterior, se había concentrado en su vertiente andina, con los migrantes y el movimiento de la chicha. Con un repertorio que combinó composiciones del piurano Estanis Mogollón con canciones de conjuntos mexicanos -los famosos “gruperos”-, el Grupo 5 se convirtió en un fenómeno de multitudes que ni las peleas internas de la familia Yaipén, origen de otros combos de sonido homogéneo, calcado (Los Hermanos Yaipén, Orquesta Candela); ni la competencia con otras agrupaciones con las que compartían raíces norteñas y largas trayectorias -Armonía 10, Agua Marina, Caribeños de Guadalupe- han logrado abatir. Una celebración atípica -¿51 años?- fue pretexto para organizar tres conciertos, también en el “coloso de José Díaz”, los días 5, 6 y 7 de abril, con altísimos niveles de derroche técnico e invitados especiales. Los tres fueron llenos totales, entre 36 y 40 mil personas por noche y millones de soles recaudados en comida, merchandising y, por supuesto, cervezas.

La reggaetonera Karol G colmó la capacidad del estadio de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos con dos conciertos llevados a cabo los días 12 y 13 de abril, ocasionando hasta problemas de tráfico en distintos puntos de la ciudad. A diferencia de Megadeth, Grupo 5 y Luis Miguel, aquí estamos frente a un personaje de la música comercial de consumo masivo de absoluta actualidad. Procaz y sobreestimada, disforzada y vacía, la actual y transitoria reina de lo que los medios distraídos y paporreteros del mundo latino y su sucursal de Miami insisten en llamar “música urbana” atrajo a decenas de miles de espectadores, desde niñas que se disfrazan como ella y cantan a voz en cuello sus majaderías hasta personajes de la farándula y congresistas, dejando claras cuáles son sus prioridades.

Maná, la banda mexicana más vendedora de los noventa, ofreció un concierto el pasado miércoles 17 de abril. Siempre anclados en el estribo más comercial del pop-rock latino, la propuesta del cuarteto conformado por Fher Olvera (voz, guitarra), Sergio Vallín (guitarra), Juan Calleros (bajo) y Álex González (batería, voz), comenzó a hacerse aburrida y repetitiva y, para finales de esa década, era una presencia intragable para los conocedores, aunque su popularidad se mantuvo intacta entre los consumidores de radios convencionales. Para su regreso al Perú después de siete años, otra vez el escenario fue el estadio de San Marcos. Y, otra vez, fue un concierto multitudinario.

Esto de los espectáculos abarrotados en Lima es una dinámica sorprendente y desprovista de respuestas únicas, pero rica en interpretaciones y subtextos. Pensemos, por ejemplo, en los altos presupuestos que se destinan a estas actividades recreativas, en la capital de un país como el Perú, con gravísimos índices de pobreza extrema, casos preocupantes de anemia infantil, fracasos educativos de toda clase y servicios públicos pésimos a causa de la corrupción, el amiguismo y la incompetencia. Mientras que las entradas más caras para Karol G, Maná y Luis Miguel costaron entre 750 y 850 soles; los tickets de mayor precio para cada noche del Grupo 5 y Megadeth no superaron los 360 soles. Y, si hablamos de reventas, en el caso de la colombiana que tanto emociona a niñas y adolescentes con sus malcriadeces, hubo padres capaces de desembolsar hasta más de 1,500 soles para que sus retoñas no se traumen ni sean víctimas de bullying por no haber podido asistir al “concierto del año”. 

Por supuesto que cada quien tiene la potestad de gastar su dinero en lo que le dé la gana, pero no deja de causar pena e indignación que eventos como el de Karol G -por lo menos en los otros casos algo de música puede apreciarse, en distintos niveles-, que no aportan nada a la vida de los más jóvenes y solo sirven para consolidar modelos de conducta encanallados que promueven las interrelaciones ligeras y agresivas, la ambición por lujos y el materialismo hueco, sean costeados por padres y madres para complacer a sus hijos. Por supuesto que esas mismas personas no darían ni veinte soles si se tratara de alguna convocatoria para apoyar un proyecto educativo ciudadano, una mejora vecinal común o la conformación de un movimiento político ajeno a los tóxicos círculos de poder.

Otro aspecto interesante tiene que ver con un fenómeno mundial: la transformación de lo que conocemos como sociedad de masas, debido a la sobrepoblación y la nueva escala de valores compartida por individuos de espectros socioeconómicos que, teóricamente, podrían considerarse diametralmente opuestos. 

Si en el pasado Gustav Le Bon (Francia, 1841-1931), José Ortega y Gasset (España, 1883-1955) o Ayn Rand (Rusia, 1905-1982) estudiaron a las masas casi como si se tratara de una única muchedumbre, un monstruo que las élites debían combatir, hoy tenemos que prácticamente todas las actividades humanas -políticas, comerciales, deportivas, artísticas, socioeconómicas, culturales- pueden generar sus propias masas, las mismas que conviven y se entrelazan de manera permanente. A un tiempo, estas masas pueden, por acción de medios de comunicación, publicidades e intereses individuales repartidos entre miembros de un mismo colectivo familiar, compartir a sus integrantes, piezas anónimas que van estructurando multitudes. En otras palabras, hay público para todo y, aunque son bastante diferentes unos de otros, por momentos confluyen y se cruzan sin perder su propia individualidad.

Ensayemos un ejercicio de especulación, como ejemplo de todo esto: el padre, un hombre de 50 años que vive en Lima, metalero desde el colegio, compra su entrada para ver a Megadeth y desempolva el polo negro con la carátula del LP Rust in peace (o decide comprarse, en el evento mismo, un T-Shirt oficial de la gira 2024) para ir con su hijo mayor, que acaba de cumplir 20 y tiene los mismos gustos del papá. Al mismo tiempo, su esposa, un poco menor que él, muere por Maná y no puede perderse su presentación, en primerísima primera fila de la zona VIP -además, tampoco se perdió el de Luis Miguel, dos meses atrás, también con entradas caras-. Y, por supuesto, estuvieron juntos, uniendo sus cabezas durante La incondicional y bailando Suave. 

Por cierto, la pareja tiene dos hijas menores, una de 16 y la otra de 12, que ya se compraron, desde hace meses, sus pelucas azules, sombreros y trajecitos de plástico rosado, porque no hay forma de que se pierdan a Karol G, su reggaetonera favorita. Para colmo, como la familia entera es de Chiclayo, no pueden dejar de ver a sus paisanos del Grupo 5 para bailar Motor y motivo y ver, en pantalla gigante de alta resolución, las lágrimas de Christian Yaipén mientras escucha la voz desafinada de su hijo, “el heredero” del imperio monsefuano, un día después de haber saltado y pogueado con Wake up dead y Holy wars. No es tan improbable como parece, ¿verdad?

POST-DATA: Al cierre de este texto me enteré de fallecimiento, a los 80 años, de Dickey Betts, uno de los guitarristas de country-rock y blues más importantes de la década de los años setenta, integrante original de The Allman Brothers Band. De fondo, suena la brillante Jessica (LP Brothers and sisters, 1973).

Hace algunas semanas, diversas páginas web musicales lanzaron, a través de sus redes sociales, una noticia que ha generado gran expectativa entre los amantes del rock clásico en general -y del progresivo en particular-, que se viene viralizando y actualizando constantemente. Se trata de la conformación de un supergrupo integrado por cuatro extraordinarios instrumentistas para traer al siglo XXI unos discos que, entre 1981 y 1984, representaron la vuelta al ruedo de una de las bandas más respetadas e influyentes de los setenta, después de siete años de ausencia.  

Adrian Belew (74), Tony Levin (77), Danny Carey (62) y Steve Vai (63) son músicos consagrados, de largas trayectorias impulsadas por la creatividad y la innovación, de innegable vocación vanguardista pero sin alejarse de manera radical del mainstream y de uno que otro coqueteo con los gustos populares. Cruzando géneros y expandiendo las posibilidades de sus respectivos instrumentos, esos cuatro nombres se consolidaron como garantía de autenticidad, talento y mucho virtuosismo, ubicándose por encima del espectro común y corriente de lo que consideramos pop-rock para, desde allí, contribuir individualmente a su evolución y permanencia en el espectro sonoro, ajenos a las tendencias y modas masivas. A estas alturas, sin nada qué demostrarle a nadie, estos señores pueden hacer lo que quieran.

Y lo que han decidido hacer es rendirle tributo al periodo 1981-1984 de King Crimson, reinterpretando las canciones de la trilogía Discipline (1981), Beat (1982) y Three of a perfect pair (1984), un retorno que consiguió unir las brillantes sonoridades del pop ochentero más arriesgado y experimental con las características que los hicieron mundialmente famosos durante la década anterior, sin perder prestigio ni generar división entre sus seguidores más fieles, algo que sí ocurrió con varios de sus contemporáneos como por ejemplo Yes, Genesis o Pink Floyd y sus intentos por adaptarse a las tendencias sonoras de esa década, dominadas por la new wave y el pop-rock de estadios. 

La idea de ver al incontenible Steve Vai, considerado uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos, replicando los crispados, arácnidos y complejos solos de Robert Fripp y a Danny Carey, dinámico y explosivo baterista de Tool, traducir la polirritmia electroacústica de Bill Bruford, pone a los fans del Rey Carmesí al borde del delirio, de solo imaginar cómo sonará eso. Por otro lado, será ocasión de ver en concierto, otra vez juntos, a Adrian Belew y Tony Levin, quienes junto a otro integrante de King Crimson, el baterista Pat Mastelotto, crearon en 2013 el campamento musical Three Of A Perfect Pair, un evento anual de cuatro días en el que interactúan con sus fans de una manera más cercana y personal. Pero verlos sobre el escenario, tocando de nuevo el material que construyeron junto a Fripp y Bruford hace cuatro décadas, simplemente no tendrá pierde. 

La noticia está tan fresca que, como es común en esta era del tráfico de información en tiempo real, a diario aparecen nuevos datos sobre cómo y desde cuándo surgió la idea, qué expectativas tiene el público, los músicos y demás detalles. De hecho, se acaba de confirmar hace poco que el cuarteto hará una gira de 44 fechas por Estados Unidos y Canadá, que arrancará el 12 de septiembre en San José, California y terminará el 8 de noviembre, en Las Vegas, Nevada. La semana pasada, los cuatro se reunieron con el reconocido YouTuber, productor musical y guitarrista Rick Beato, en Los Angeles, para una conversa exclusiva de una hora que ya superó las 350 mil reproducciones. 

Fripp, conocido por su férrea manera de proteger todo lo relacionado a la emblemática banda que fundó en 1969, aprobó el proyecto -fue Belew quien se lo planteó, hace algunos años, antes de pandemia- e incluso ha declarado que Vai es el único guitarrista capaz de tocar sus partes. El líder absoluto de King Crimson hasta le puso nombre a la nueva creatura. El supergrupo se llama Beat, como el segundo volumen de aquel alucinante tríptico de símbolos arcanos y carátulas monocromáticas. 

Entre 1969 y 1974, King Crimson produjo siete álbumes en estudio y dos en vivo, con Robert Fripp como único miembro estable y un total de dieciséis músicos que entraron y salieron, en ese quinquenio, de acuerdo con las decisiones estrictas del capitán de aquel buque sonoro experto en mellotrónicas atmósferas oscuras, entre lo sublime y lo tétrico, cargadas de patrones armónicos difíciles de digerir a la primera, en los que coincidían jazz, rock, fusiones étnicas, música concreta y proto heavy metal. 

Ese último año, 1974, el guitarrista británico de gesto imperturbable y gustos eclécticos -lo inspiran por igual Jimi Hendrix (1942-1970) y Béla Bartók (1881-1945)- decidió dar fin a esta primera etapa de la banda para tomarse un año sabático. En 1976 retomó sus actividades musicales y se involucró con varios artistas destacados, entre ellos Peter Gabriel, con quien trabajó como músico y productor en sus primeros álbumes en solitario tras separarse de Genesis.

Para cuando estaba por llegar la década de los ochenta, Fripp ya se había reinsertado plenamente en su mundo: en 1977 grabó, a instancias de su buen amigo Brian Eno, el icónico riff de “Heroes”, tema central del décimo segundo álbum de David Bowie del mismo nombre; en 1979 lanzó su debut como solista, Exposure, resultado de diversas exploraciones previas; y, en 1980, armó The League Of Gentlemen, un breve e interesante intento de orientarse hacia la estética sonora de la new wave, un aprendizaje que sería fundamental para su siguiente paso.

En ese momento se embarcó en la formación de un nuevo conjunto que sirviera de vehículo para algunas de sus nuevas composiciones. Para ello llamó a su compatriota Bill Bruford, baterista que estuvo en la última encarnación de King Crimson (1973-1974) y a dos músicos norteamericanos: el guitarrista y cantante Adrian Belew -que venía de trabajar con Frank Zappa, David Bowie y Talking Heads- y el bajista Tony Levin, a quien conoció durante las sesiones de los dos primeros álbumes de Peter Gabriel. 

King Crimson ingresó así, con todo el peso de su bien ganado estatus, a la década de los ochenta. Era la primera vez que Fripp interactuaba con otro guitarrista y, para aprovechar al máximo el toque afilado, poco convencional y lleno de extraños efectos de Belew, lo entrenó durante seis semanas para implementar un estilo fluido de arpegios, en tiempos extraños como 5/4 o 17/8 que se repiten de manera cíclica, se entrelazan y contraponen, creando un sonido continuo de resultados hipnóticos, basado en la música tradicional de Indonesia que, por entonces, interesaba profundamente a Fripp para desarrollar su arquetípico estilo en la guitarra eléctrica. 

Levin, bajista de enorme versatilidad y recursos técnicos, trajo consigo el Chapman Stick, instrumento de diez cuerdas que es bajo/guitarra a la vez y se toca con ambas manos aplicando la técnica del tapping, inventado por el músico norteamericano Emmett Chapman (1936-2021) en la década de los setenta. Con ese instrumento se integró, casi como un tercer guitarrista en la sombra mientras que, a la vez, mantenía las notas graves de su bajo para cimentar, en combinación con Bruford, una sección rítmica impredecible y asincopada, ideal para las cascadas de notas, efectos sonoros y riffs cargados de distorsión que disparaban Fripp y Belew. 

De fondo, los Frippertronics, ráfagas de ruido electrónico que Robert Fripp estrenó en el disco que hizo en 1973 con Brian Eno, el pionero (No pussyfooting), en combinación con los experimentos que él y Belew hicieron con un nuevo sintetizador para guitarras eléctricas, el Roland GR-300; reemplazaron al omnipresente mellotron de lanzamientos clásicos como In the court of the Crimson King (1969), In the wake of Poseidon (1970) o Red (1974). Todos estos elementos, más el arsenal de percusiones electrónicas Simmons de Bruford y la pureza vocal de Belew, fueron la base de esta nueva etapa.

La trilogía se inicia con Discipline (1981), el disco de la portada roja. Del caos controlado de Indiscipline -que alguna vez fuera usado por Canal N como cortina para uno de sus noticieros- al plácido arrullo cósmico de Matte kudasai -«espérame, por favor» en japonés-; del funk enfermizo de Thela Hun Ginjeet -anagrama de Heat in the jungle, en referencia a las peligrosas calles de New York- a la enigmática calma del instrumental The sheltering sky; el debut del nuevo cuarteto fue reluciente y, a la vez, recogió el sonido de King Crimson del lugar en que había quedado encapsulado desde 1974. Discipline -otro instrumental- y Frame by frame son buenos ejemplos de las secuencias circulares de arpegios que Fripp y Belew llevaron a un nivel magistral, sobre todo en vivo. Y Elephant talk, con ese inicio de Levin en el Chapman Stick y la guitarra de Belew simulando el barritar de un elefante, es un modelo de cómo ser sarcástico sin decir nada concreto.

Beat (1982) es un homenaje a la literatura norteamericana de los cincuenta y sesenta, base ideológica e intelectual del hippismo. Belew, quien escribe todas las letras en los tres discos, ha contado que durante esos primeros años en King Crimson, sus escritores de cabecera fueron Jack Kerouac, Neal Cassady y Allen Ginsberg. Precisamente, el tema que abre el disco azul se llama Neal and Jack and me, en clara referencia a Cassady y Keroauc. El instrumental Sartori in Tangier, por ejemplo, toma parte del título de una obra de Ginsberg -Satori in Paris (1966)- y menciona a la ciudad marroquí donde la Generación Beat solía reunirse. Neurotica -uno de los temas más robustos del álbum- toma el nombre de una revista asociada al movimiento Beat. Y Heartbeat, brillante tema pop que tuvo incluso un videoclip que muchos recordarán haber visto en Disco Club, está inspirado en el libro del mismo nombre escrito por la esposa de Neal Cassady. Por otro lado, el misterio de The howler y la suavidad de Two hands son prueba de la versatilidad del cuarteto. Musicalmente, Beat incorpora ritmos africanos a todo el aquelarre crimsoniano, que le permiten brillar a Bill Bruford -las muestras más claras de ello son Waiting man y Sartori in Tangier-, que aportan frescura a los arrebatos disonantes de Robert Fripp y los conecta con otros artistas interesados en estas fusiones, como Peter Gabriel y Talking Heads.

Cierra el tríptico Three of a perfect pair (1984), el de portada amarilla, con canciones como el tema-título, Man with an open heart y Model man, piezas de creativo pop-rock progresivo que suenan accesibles si las comparamos con temas más desafiantes, guiados por la improvisación, como las instrumentales Industry, Nuages (That which passes, passes like clouds) o Larks tongues in aspic III, vínculo conceptual con el King Crimson clásico -las dos primeras partes están en el quinto disco de 1973, del mismo título- que son, junto a los convulsos requiebros de Requiem, del álbum anterior, los extremos de una banda que no conoce límites cuando se trata de innovar y sorprender al oyente. En Sleepless, Levin ataca su bajo de cuatro cuerdas con solvencia, algunos años antes de que hiciera lo mismo, para públicos más grandes, en el recordado éxito de Peter Gabriel, Sledgehammer (álbum So, 1986). Mención aparte para Dig me, canción que en solo tres minutos combina la oscura experimentación con un intermedio rockero luminoso.

Después de una gira que los llevó hasta Japón, la banda se separó, de acuerdo con los planes originales de Fripp -tres años, tres giras, tres discos-, cerrando un ciclo brillante en la trayectoria del grupo. En 1998 apareció el doble en vivo Absent lovers: Live in Montreal, que recoge un concierto de 1984 y, años más tarde, en el 2016, Fripp lanzó al mercado una gigantesca joya para coleccionistas, en edición limitada. Se trata de On (and off) The Road (1981–1984), una caja que contiene 11 CDs, 2 DVDs y 5 discos Blue-Ray de audio y video, con prácticamente todo lo que hizo el cuarteto, desde versiones remasterizadas de los álbumes originales hasta conciertos, tomas alternas y un largo etcétera de grabaciones inéditas (aquí un video del “unboxing” del masivo compendio). 

Este legado adquirió vida propia en la trayectoria artística de King Crimson, a pesar de la densa sombra que le hacia su propio pasado. De hecho, Discipline iba a ser el nombre original para el cuarteto y, luego, en los noventa, Fripp usó nuevamente el término para bautizar su primer sello discográfico, Discipline Global Mobile Records, desde donde se han realizado todas las producciones de King Crimson desde el inicio de su tercera etapa, en 1995.

Esas 24 canciones y, probablemente algunas otras sorpresas del catálogo anterior y posterior de King Crimson, formarán parte del repertorio de Beat, como viene deslizándose en redes sociales. Las conjeturas van desde las más serias -¿estarán registrando en video los ensayos? ¿insertarán fragmentos de 21st Century schizoid man en medio de Indiscipline, Dinosaur a la mitad de Elephant talk?- hasta las bromas que alucinan a Steve Vai tocando sentado, como Fripp, o a Danny Carey negándose a tocar de espaldas al público los paneles hexagonales de la batería electrónica de Bruford. Pero una cosa sí es segura: Beat será el acontecimiento musical del año. Faltan solo unos cuantos meses para comprobarlo. 

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«¡Tengo el bolsillo agujereado! Pero al menos tengo un Rolex… lo he logrado…» cantaba Gustavo Cerati (1959-2014), hace cuarenta años, en el tema ¿Por qué no puedo ser del jet-set?, un festivo ska que abre el epónimo álbum debut de Soda Stereo, lanzado en 1984. La letra de este clásico del pop-rock en español narra, en tono irónico reforzado por los saltarines elementos de su instrumentación -saxofones, coros, gritos chacoteros de fondo- los sueños arribistas de un muchacho joven, pobretón, que se alucina disfrutando de todo tipo de lujos -autos, mujeres, clubes privados, «caviar, Champagne y un solo de saxo sensual»- hasta que su mamá le ordena «cambiar de canal».

El fragmento lo compartió entre sus fieles seguidores en redes sociales y en medio de la crisis de los Rolex de Dina Boluarte, el politólogo y periodista Carlos León Moya, columnista del semanario Hildebrandt en sus Trece y conductor de Voto Irresponsable, programa unipersonal en YouTube en el que analiza de forma descarnada la situación del país y se burla sin filtros de sus protagonistas, insultándolos, poniéndoles apodos precisos y despotricando públicamente, exteriorizando el sentir privado de muchos. Para ello, utiliza las propias deficiencias/cinismos del elenco político y las pésimas/amañadas coberturas de la prensa grande, salpicando todo eso con diversas referencias a la cultura popular (literatura, comic, cine, periodismo, televisión, historia y, como en este caso, música). 

Y escogió, apropiadamente, la versión en vivo que el trío bonaerense hiciera en su legendaria participación en el Festival de Viña del Mar, el 12 de febrero de 1987, en que el cantante y guitarrista cambia el «… lo he logrado» por un provocador «… lo he robado», haciendo que calce aún mejor en la coyuntura local que todos venimos siguiendo con indignación y vergüenza ajena. Por cierto, esa variación también se escucha en el primer LP en vivo de los argentinos, titulado Ruido blanco, como parte del recordado Vita-Set (unión de ¿Por qué no puedo ser del jet-set? con Te hacen falta vitaminas), extraída de uno de los conciertos que hicieron, en junio del mismo año, en el Coliseo Amauta de Lima.

Las reacciones de los muchachos y muchachas, universitarios o estudiantes de institutos/academias, que conforman el grueso del público objetivo de Voto Irresponsable, estuvieron marcadas por la sorpresa ante la ocurrente broma -«cosas que no encontrarás en el Twitter» escribió uno, celebrando el ingenio de León Moya. Muchos de mi generación, en cambio, ya habíamos recordado el tema de Soda Stereo en conversaciones y grupos privados.

También entre las publicaciones realizadas por periodistas y cibernautas para, en clave de humor, referirse al tema político del momento, saltó en las actualizaciones del Twitter -ahora X- un post de Daniel Yovera (ex Cuarto Poder, ahora Epicentro.TV) con la letra del clásico bolero El reloj, escrito en 1957 por el cantautor mexicano Roberto Cantoral (1935-2010), cuando era integrante de Los Tres Caballeros. Las primeras líneas de esta inolvidable canción romántica, que ha sido interpretada por infinidad de artistas famosos, desde los chimbotanos Los Pasteles Verdes (en su primer LP Recuerdos de una noche, 1974) y el chileno Lucho Gatica (1928-2018) hasta el divo Luis Miguel (en el CD Romances, 1997, el penúltimo de su tetralogía bolerística), adquirieron otro sentido cuando fueron asociadas a la imagen de Dina Boluarte viendo la llegada de su inevitable caída: «Reloj, no marques las horas porque voy a enloquecer…» 

Soy un convencido de que, a estas alturas del partido, esta clase de sarcasmos, a pesar de ser ingeniosos, no sirven de mucho frente al cinismo de quienes se burlan de la opinión pública, más allá de arrancarnos una que otra sonrisa escapista. Sin embargo, hay que reconocer que el hoy llamado “RolexGate” se presta para referencias musicales tan precisas como las de León Moya o Yovera.

Desde tiempos ancestrales, el concepto de la medición y conteo del tiempo ha fascinado a la humanidad. Mucho antes de la aparición de los primeros relojes de bolsillo y de pulsera, hechos que podemos ubicar en los siglos XVI y XIX, respectivamente, existieron los relojes solares -como el Intihuatana de la civilización inca-, los relojes de arena, muy populares en la Edad Media, en Europa; o los también arcaicos relojes de torre, que se construían en ciudades como Atenas (Grecia) o Londres (Inglaterra). El sistema mecánico que permitía el funcionamiento de relojes urbanos fue el que inspiró su versión en miniatura, un trabajo de compleja artesanía que se convirtió, casi desde su primera generación, en un artículo costoso por el alto nivel de especialización de los maestros relojeros.

En ese contexto, el surgimiento de la fábrica de relojes Rolex, a comienzos del siglo XX, que después de la Primera Guerra Mundial trasladó sus cuarteles generales a Londres a Ginebra (Suiza), fue todo un acontecimiento para la naciente industria de artículos de uso personal. Y estuvo siempre asociada a hechos importantes de la historia contemporánea, como el modelo que diseñaron para los pilotos de la Royal Air Force durante la Segunda Guerra Mundial o las hazañas de nadadores que cruzaban mares enteros para demostrar la resistencia al agua de sus productos. 

Poco a poco, la marca Rolex fue convirtiéndose en sinónimo de prestigio, distinción y pertenencia a la alta sociedad. Y sus líneas de relojes, que combinaban el tradicional oficio mecánico de la relojería con el diseño exquisito usando piedras preciosas, materiales exclusivos y disposiciones de elementos y detalles minúsculos, se consideraron pequeñas obras de arte de alto costo. 

Debido a la relativización de los métodos para hacer fortuna, que van desde los patrimonios construidos sobre la base del trabajo profesional y honesto, la recepción de herencias o tesoros familiares, hasta actividades modernas de altos presupuestos y obscenas ganancias como la farándula, el cine, la música popular, el modelaje, el deporte o incluso cuestiones mucho menos respetables como la corrupción política, los lobbies empresariales, el narcotráfico, la pornografía, etc. – da absolutamente lo mismo si los usuarios de estos relojes Rolex son descendientes de familias millonarias y decentes, miembros de rancias realezas, políticos/dignatarios/empresarios o personajes de la “industria del entretenimiento” como futbolistas, músicos o influencers. 

Pero ¿qué pasa con los gobernantes que, sin pertenecer a estados monárquicos o sin ser herederos de fortunas antiguas, exhiben de la noche a la mañana estos signos exteriores de extrema riqueza? Aquí hablamos de una distorsión de larga data del concepto de “autoridad política”. Según esa distorsión – resultado de manejos inescrupulosos del poder y la preeminencia de intereses materialistas y particulares puestos por delante/por encima del bien común-, sería algo “normal” que estas autoridades tengan los mismos estilos de vida que artistas, socialités o megaestrellas del deporte, la farándula, etc., debido a su “alta investidura”.

Esta confusión ha establecido como una práctica común que representantes políticos elegidos por los pueblos -desde el Primer hasta el Tercer Mundo- terminen acumulando objetos de suntuoso valor, joyas y excentricidades de todo tipo, a pesar de no tener los medios para hacerlo, pues ejercen un encargo público que si bien tiene, por su naturaleza, una buena remuneración, esta jamás debería llegar a ser lo suficientemente alta como para hacerse ricos durante sus mandatos. Cuando eso pasa, estas autoridades les dan la espalda a sus votantes -consciente o inconscientemente- y se involucran en lo que todos conocemos como “enriquecimiento ilícito”. Es el caso de nuestros gobernadores regionales -Oscorima, Acuña, Salcedo- y, por supuesto, de Dina Boluarte, como viene desenredándose desde el destape del medio digital La Encerrona.

Pero volvamos a la relación entre los Rolex y la música. Hay, en este punto, un cuadro de bifrontismo, parafraseando esa vieja canción de Mecano dedicada al amor y la separación (Me cuesta tanto olvidarte, LP Entre el cielo y el suelo, 1986), una moneda de dos caras tiene que ver con la relativización mencionada, acerca de cómo las personas pueden llegar a amasar fortunas en el mundo actual. Esto, que también ocurre con otros hábitos y consumos de lujo, nos pone frente a una situación en la que dos extremos totalmente opuestos terminan relacionándose, sin afectar el posicionamiento de la marca que está en medio. En otras palabras, no importa que un artista de prestigio y uno mediocre compartan el gusto por los relojes caros, nada contamina la prestancia de Rolex. 

Hace casi medio siglo, en 1976, Rolex decidió extender sus acciones de auspicio, hasta entonces orientadas a exploradores y deportes de élite (tenis, golf, alpinismo, hípica, automovilismo), a otras actividades en las cuales la búsqueda de la excelencia es también permanente e indispensable, las artes clásicas. Y, entre ellas, la música recibió especial atención. Ese año comenzó a asociarse a las temporadas de ópera y música orquestal, a través de embajadores. La famosa soprano y educadora neozelandesa Kiri Te Kanawa, que cumplió 80 años hace un mes, fue la primera de esas personalidades de la música académica asociadas a la marca, agrupadas bajo el rótulo Testimonial Rolex. 

Actualmente, en el exclusivo listado de embajadores Rolex encontramos, entre otros, al barítono galés Bryn Terfel, el director venezolano Gustavo Dudamel, la mezzosoprano italiana Cecilia Bartoli, el tenor mexicano Rolando Villazón y nuestro compatriota, Juan Diego Flórez, ídolo del bel canto, quien fue convocado el 2015. Asimismo, Rolex creó, hace cuatro años, un programa llamado Mentores y Discípulos, para permitir que jóvenes artistas interactúen con exponentes consagrados de las siguientes disciplinas: arquitectura, literatura, cine, teatro, artes visuales, danza y música. En este último rubro, han participado, como mentores, nombres destacados como Gilberto Gil (Brasil), Youssou N’Dour (Senegal) o Brian Eno (Inglaterra). De hecho, este 2024 Rolex celebra su sociedad con la Orquesta Filarmónica de Viena y sus conciertos de verano en el Palacio de Schönbrunn, que auspicia desde el 2009, lanzando una edición especial de su reloj Oyster Perpetual Day-Date 36, con un diseño dedicado al mundo de la música. 

En paralelo, cuando leemos prensa farandulera o webs especializadas en música popular de consumo masivo, nos enteramos de que esperpentos como los reggaetoneros Maluma u Ozuna también usan y hasta coleccionan relojes Rolex. O que raperos norteamericanos como Drake, Jay-Z o Kanye West tienen como tema común en sus rimas malevas a los Rolex como uno de los tantos artículos de lujo a los que tienen acceso. Y así como van las cosas, con las confusiones que generan quienes creen que toda jerarquización es discriminatoria, vamos a ver, un día de estos, a mamarrachos como Bad Bunny o Karol G -que ya han salido en Forbes o en los conciertos TinyDesk de la NPR de Washington- convertidos en nuevos representantes de Rolex para sus campañas globales de responsabilidad social.

Pero es muy curioso y contradictorio que la misma marca esté ligada a una comunidad superficial y ostentosa como la del hip-hop/reggaetón, caracterizada por la glorificación que hace de conductas cercanas a la criminalidad y, al mismo tiempo, dedique elevados presupuestos a, como dice su página web: “establecer alianzas con prestigiosas instituciones para mantener la música viva por todo el mundo mediante su apoyo a cantantes, directores de orquesta y músicos virtuosos”. Visto en perspectiva, podemos concluir que la plata negra que hacen los ostentosos y vacíos reggaetoneros, al ser gastada en Rolex, ayuda a que la compañía financie a esforzadas cantantes o jóvenes violinistas del Tercer Mundo.

Pensando en las menciones que Carlos León Moya y Daniel Yovera usaron para graficar la frivolidad de Dina Boluarte -esa costumbre tan peruana de reír para no llorar o reventar de la rabia-, pertenecientes a los ámbitos del rock en español y los boleros, me puse a buscar qué otras canciones hablan del tiempo y los relojes. Y noté que no hay muchas, salvo que nos entreguemos a las vulgaridades de Shakira o Bad Bunny, capaces de usar la contraposición Rolex/Casio para establecer humillantes comparaciones entre seres humanos. 

Pero sí recordé dos temas hermosos del cubano Pablo Milanés (1943-2022), Años (No me pidas, 1978) y El tiempo, el implacable, el que pasó (Pablo Milanés, 1976). O esas dos piezas fantásticas de rock progresivo inglés, ambas tituladas Time, una de The Alan Parsons Project (The turn of a friendly card, 1981) y la otra de Pink Floyd (The dark side of the moon, 1973). O aquella aguda parodia de Les Luthiers, incluida como última parte de su rutina La Tanda (Hacen muchas gracias de nada, 1979), en que se burlan de los relojes de lujo, con la marca ficticia Chaque heure pour la minorie (Cada hora para las minorías). Maravillas musicales para ponerle buena cara a estos tiempos oscuros.

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