[Música Maestro] Por varios motivos, la 67ma. edición de los Premios Grammy han sido la demostración de que la música popular, tal y como alguna vez la conocimos, está atravesando una crisis terminal. No es novedad, desde luego, puesto que el famoso gramófono dorado no es necesariamente y desde hace años, sinónimo de calidad. A veces aún se produce esa cada vez más extraña coincidencia, aunque también ocurre con cada vez menos frecuencia. Y cuando se da, oh casualidad, es en aquellas categorías que no despiertan el interés de prácticamente nadie, sepultadas por la popularidad de las megaestrellas del escándalo y las ventas millonarias. 

La muestra más clara y contundente de esa degradación es un hecho extra musical y bochornoso, del cual todos -a nivel planetario, no me refiero a la algarabía local por lo de la familia Succar, de lo que me ocuparé más adelante- hablaron al día siguiente, el lunes pasado (la ceremonia se desarrolló el domingo 2 de febrero, en el teatro Crypto.com de Los Angeles, California). Una mujer absolutamente desconocida se paseó por la alfombra roja sin ropa, provocando revuelo en redes sociales y convirtiendo los Grammy en la improvisada versión spin-off de una premiación pornográfica. Resulta que la susodicha es pareja de un mal hablado rapero, Kanye West, uno de los protagonistas desde hace tiempo de estos Grammy modernos, convertidos en predios del hip-hop y otras vertientes de «lo urbano”.

Los más distraídos y fanatizados defensores del Grammy actual podrán decir que, en otros tiempos, también hubo excentricidades en las pasarelas previas que suelen armarse antes de cada ceremonia y que son, desde que se consolidó el imperio amarillista y chismográfico de la prensa de espectáculos gringos creado por el canal de cable E! Entertainment, una tradición en todos estos eventos. De hecho, mucho público disfruta más de las alfombras rojas que de las premiaciones en sí mismas. Pienso, por ejemplo, en los trajes/lentes de Elton John en los setenta o en el vestido blanco con forma de cisne de Björk en los noventa. Al decir eso estoy asumiendo, como quizás se hayan dado cuenta, de que esos distraídos saben quiénes son Elton John o Björk. O, si acaso los reconocen después de googlear sus nombres, que están en capacidad de entender su música y su trascendencia en lo que antes pasaba como cultural popular y hoy es placer de minorías y conocedores. 

De cualquier manera, una cosa es la excentricidad que responde a una inquietud artística -una opinión, una reacción frente al establishment, una ocurrencia nacida de la mentalidad impredecible de una persona creativa- y otra, muy diferente, es la oda al exhibicionismo hueco de una comadre cuyo mayor talento es parecerse a Kim Kardashian, una de las parejas anteriores del tal Kanye West quien, junto con Kendrick Lamar, representan la continuidad de lo iniciado por ese criminal llamado Sean “Puff Daddy” Combs, aunque intenten darle a sus rimas callejeras un toque más político o de conciencia social para diferenciarse de su gurú, promotor de oscuras, clandestinas y exclusivas “fiestas” en las que había derroche de drogas y abusos sexuales. Tampoco es casualidad que Lamar y West sean conspicuos nominados y ganadores de todos estos premios en los últimos tiempos.

Como decíamos al principio, las señales de degradación del Grammy se notan más en las principales nominaciones. Cómo no concluir eso cuando vemos que, en la categoría Mejor Álbum de Rock, la estatuilla haya ido a parar a las manos de los octogenarios The Rolling Stones y su vigésima cuarta producción discográfica en estudio, Hackney diamonds; o que la Mejor Actuación de Rock sea la de The Beatles con Now and then, ciertamente un prodigio de la modernidad, una joya para nostálgicos y un homenaje a la buena música que hicieron entre 1963 y 1970. En esta columna celebré sin tapujos la aparición del single que hizo revivir a John Lennon y George Harrison para reunirlos a los aun vivos Ringo Starr y Paul McCartney, ambos también por encima de los ochenta años. 

O sea, los Beatles y los Rolling Stones forman parte del Olimpo rockero, dos de mis bandas favoritas de todos los tiempos. Pero estamos hablando, por un lado, de una grabación cargada de artilugios de estudio para disimular las comprensibles limitaciones vocales de Mick Jagger, ocasionadas por la edad. Y, por el otro, de un rompecabezas que une grabaciones de tres periodos distintos y restaura cintas analógicas con herramientas digitales e inteligencia artificial. ¿Dos titanes del pasado, casi de los albores del rock, superan a los cientos de bandas que en el mundo entero siguen cultivando el género, aun cuando ya no sea el más popular? ¿En serio? 

Las otras tres grandes categorías dedicadas al rock -Mejor Canción, Mejor Álbum Alternativo y Mejor Actuación Alternativa las ganó una sola persona, la guitarrista y compositora norteamericana Annie Clarke, más conocida por su nombre artístico, St. Vincent, por su séptimo álbum, All born screaming. Por muy interesante que sea la trayectoria de St. Vincent, dudo muchísimo que sea lo único que se produjo en el rock alternativo en el último año. Aun cuando siga sin ser cierto aquello de que “el rock ha muerto”, parece que definitivamente ha desaparecido de los radares de la Academia Nacional de Artes y Ciencias de la Grabación, NARAS por sus siglas en inglés, entidad de productores, críticos, músicos e ingenieros que organiza la premiación desde el año 1959.

En cuanto al hard-rock y heavy metal, es una verdadera burla que coloquen como Mejor Actuación de Metal la participación de Gojira en la inauguración de los Juegos Olímpicos de París 2024, ocasión única en que el quinteto francés liderado por los hermanos Duplantier interpretó un arreglo especial de la composición tradicional Mea culpa (Ah! Ça ira!), que se cantó mucho en tiempos de la Revolución Francesa, durante el siglo XVIII. El tema no pertenece a la discografía oficial de la banda que, dicho sea de paso, no se renueva oficialmente desde el año 2021. 

Como si entre septiembre del 2023 y agosto del 2024 -periodo que juzga “la academia”- no se hubiera producido ningún disco ni concierto memorable del género y sus derivados. Si eres conocedor del metal y crees que el momento más estrafalario de los Grammy para este estilo fue cuando la banda progresiva Jethro Tull le ganó a los dioses del thrash, Metallica, pues esta premiación a una canción tocada en un espectáculo deportivo ocasional lo supera largamente. 

Con relación al rubro Mejor Artista Nuevo, el trofeo se lo llevó una joven cantante pop de 26 años que responde al nombre de Chappell Roan. Escuchando su primer disco, titulado The rise and fall of a midwest princess, es difícil creer que está realmente aportando algo nuevo, más allá de presentar una imagen andrógina -algunos dicen que inspirada en la estética drag-queen- con un sonido plano y homogéneo, que podríamos confundir, salvo matices específicos, con cualquiera de las otras cantantes femeninas surgidas en los últimos diez años, desde Lana del Rey y Lady Gaga hasta Billie Eilish y Olivia Rodrigo. Dentro de poco, cada una de ellas va a tener que repetir su nombre cada dos estrofas, como hacen los cumbiamberos o los reggaetoneros de aquí y de allá, para saber a quién estamos escuchando. 

Pero si de despropósitos se trata, la elección de Cowboy Carter, octavo disco en solitario de la cantante Beyoncé, reina de las pasarelas y máxima representante del pop y R&B afroamericano más superficial y exitoso, se presta para más de una interpretación. 

Puede ser desde una cruzada personal de la diva de 43 años por redescubrir su pasado familiar en Texas, integrando en un solo producto todas esas cosas que la harían especial, diferente; hasta un soterrado intento por fastidiar al flamante presidente de los Estados Unidos -una mujer negra llevándose el máximo premio a la música tradicional del hombre blanco, el vaquero trumpista por naturaleza, debería ser base de las peores pesadillas de Mr. Trumpy y su clon sudafricano, Elon. 

De hecho, la primera teoría es el argumento que han esgrimido hasta ahora los que consideran una genialidad a este collage efectista: como la ex lideresa de Destiny’s Child nació en la capital de Houston e iba a rodeos desde niña, ahora le muestra al mundo que puede cantar country sin mayores problemas. Artistas destacados han elogiado Cowboy Carter de manera desproporcionada, calificándolo de “obra maestra” (Stevie Wonder), “revolucionario” (June Carter Cash, viuda de Johnny Cash), en lo que parecen excesos de cortesía. Y hasta personajes de la política norteamericana como Michelle Obama o Kamala Harris, quien llegó a decir, durante la campaña, que la música de Beyoncé “es inspiradora”. Marketing político, le llaman.

El concepto puede pasar, forzándolo, como un experimento sonoro desarrollado por una artista establecida del universo pop, pero eso no alcanza para otorgarle el título de mejor disco country, un género en el que se siguen produciendo álbumes de calidad como, por ejemplo, Higher, quinta placa del cantautor y guitarrista Chris Stapleton, natural de Kentucky, que se quedó como nominado. En todo caso, bastaba con regalarle al disco de Beyoncé, cuyo título usa el apellido real de su esposo, otro rapero mañoso perteneciente a la generación “Puffy”, Jay-Z, el Grammy a Mejor Álbum del Año, cosa que también ocurrió en este afán acaparador de la interprete esos himnos generacionales femeninos, tan profundos y reivindicadores, Crazy in love (Dangerously in love, 2003) o Single ladies (I am… Sasha Fierce, 2008). 

Bromas aparte, corresponde aclarar que no tengo nada particular en contra de Beyoncé Knowles pues, dentro de lo suyo, la superficialidad de contenidos y la predictibilidad de todo lo que hace, es extremadamente popular y eficiente frente a sus masivos públicos. Su objetivo es vender millones y ser tendencia todo el tiempo. Y lo logra. De hecho, a pesar de no acercarse a las alturas de Whitney Houston ni de la primera Mariah Carey, Beyoncé es en términos objetivos una muy buena cantante. El problema no es su voz, sino las tonterías que canta y la vocación exhibicionista que es gran parte de la base de su megaéxito. Cuando canta en serio, lo hace bien, como cuando se reunió con sus ex compañeras de Destiny’s Child para grabar una versión de Emotion, clasicazo de 1978 escrito por Robin y Barry Gibb para una one-hit wonder australiana, Samantha Sang, y que los Bee Gees grabaron recién en 1994.  

El disco Cowboy Carter contiene 27 tracks, de los cuales 4 son interludios de voces habladas, no canciones; 3 son covers -Blackbird de los Beatles, Jolene de Dolly Parton y Oh Louisiana de Chuck Berry- y 9 son canciones pop de las que podrías encontrar en cualquier otro de sus álbumes. Los 11 temas restantes -menos del 50% de un disco que dura casi 80 minutos- son composiciones que sí podríamos ligar al género, pero en su versión más aguada, varios escalones más abajo del country-pop que inauguraron en los noventa artistas como Shania Twain.

En general, esas canciones country-pop con elementos de rap, electrónica y un par de intentos por sonar “seria” -temas corales a lo Oh happy day, el dúo con su colega Miley Cyrus- más cercano a los bailes coreográficos de meseras exóticas que a los vuelos instrumentales y líricos de connotadas exponentes de lo que la crítica anglosajona encuadra en el membrete “Americana”, como Lucinda Williams, Alison Krauss y su grupo The Union Station o las Dixie Chicks, con quienes se juntó para una versión en vivo de Daddy lessons, canción de su sexto disco Lemonade (2016) que ubican como la génesis de las exploraciones que la llevaron a armar este Cowboy Carter. Las participaciones de leyendas como Dolly Parton y Willie Nelson, al mezclarse con las de Miley Cyrus, Post Malone y otros nombres menos ubicables de la nueva generación de country-pop solo consiguen confundir más.    

Sin embargo, con todos esos gazapos y patinadas, la 67ma. edición de los Premios Grammy tuvo una resonancia diferente en nuestro país, debido al éxito del álbum en vivo Alma, corazón y salsa, registro del concierto que ofreciera el timbalero y productor Tony Succar. El recital, realizado durante el 2024 en el Gran Teatro Nacional, sirvió para relanzar la carrera musical de su madre, Mimy Succar (64) y contó con la participación especial de artistas como Bartola y la cantante Nora Suzuki, recordada entre nosotros por ser la voz principal de la Orquesta de la Luz, un conjunto que desde el lejano Japón sorprendió por su dominio de la salsa y otros géneros afrocaribeños, de enorme éxito en Latinoamérica entre 1990 y 1995 con canciones como Salsa caliente del Japón, La salsa es mi energía, entre otras.

El triunfo de Tony Succar y su talentosa madre, quien muestra gran vitalidad, carisma y dominio de escena, lanzado al mercado en forma de documental –Mimy & Tony: La creación de un sueño (2024)- y todos los soportes imaginables de audio, desde archivos descargables hasta LP para coleccionistas, es el de una familia que tuvo que huir de este país para hacer realidad sus sueños. Al recibir el premio, el percusionista nacido en el Perú pero que vive desde los dos años en los Estados Unidos -actualmente tiene doble nacionalidad-, contó que su mamá tuvo que abandonar su propia carrera musical para apoyar a sus hijos, una historia de tenacidad y esfuerzo, de amor y desprendimiento. 

Y el gesto del joven músico, quien ya había mostrado de lo que era capaz en una producción llamada Unity: The Latin Tribute to Michael Jackson (2015), en que hace arreglos en clave salsera de varios clásicos del “Rey del Pop”, con algunos de los principales músicos de sesión y cantantes de Miami (Jon Secada, Tito Nieves, La India, Jennifer Peña), de retribuir aquel sacrificio devolviéndole a su mamá la oportunidad de brindar su potente voz al público, es también parte de esta épica familiar que, como tantas otras, encuentra afuera lo que el Perú no le puede ofrecer.

A pesar de eso, tuvimos que padecer a todos los canales de televisión y redes sociales que de inmediato se treparon al logro artístico y familiar de los Succar quienes, generosos, dedicaron al Perú los dos Grammy recibidos, a Mejor Álbum Latino Tropical y Mejor Actuación de Música Global -superando a pesos pesados de la música latina como Juan Luis Guerra, Sheila E. y Marc Anthony-, por la versión de Bemba colorá, composición original de uno de los trompetistas de La Sonora Matancera, José Claro Fumero (1906-1977) que fuera estrenada por la cubana Celia Cruz (1925-2003) hace seis décadas -otra muestra de la crisis- en uno de los primeros vinilos que grabó tras su salida de la famosa orquesta de Matanzas, Son con guaguancó (Tico Records, 1966). Emocionada, la familia Succar en pleno subió al proscenio californiano y recibieron el aplauso del público… en la versión no televisada de la ceremonia.

Como dijimos previamente, aquellos casos en que calidad y premio coinciden se dan, desde hace mucho tiempo, en las categorías que no le interesan a casi nadie. Además del caso de los Succar, ganaron un Grammy 2025 artistas de primer nivel como Peter Gabriel, por su última producción i/o (Mejor Ingeniería de Sonido para Álbum No Clásico); los directores de orquesta sinfónica Esa-Pekka Salonen (Finlandia) y Gustavo Dudamel (Venezuela) en Mejor Grabación de Ópera y Mejor Presentación Orquestal, respectivamente; el dúo conformado por Chick Corea y Béla Fleck ganaron a Mejor Álbum de Jazz Instrumental por el extraordinario disco Remembrance, grabado entre 2019 y 2020 durante la pandemia y lanzado recién en marzo del 2024, convirtiéndose en premio póstumo para el extraordinario pianista fallecido en el 2021. Y Samara Joy, por su parte, repitió el plato en la categoría Mejor Álbum de Jazz Vocal, por su disco navideño A joyful holiday. 

Pero ¿a quién le puede importar Samara Joy, quien fuera Mejor Artista Nuevo en el 2023 -uno de esos intentos aislados del Grammy por lavarse la cara- si la gente delira por ver en redes, una y mil veces, a la novia de Kanye West, a Beyoncé disfrazada de “la hija del granjero” o a Shakira -otra de las ganadoras de esta edición-, aplaudida por ese mamotreto titulado Las mujeres ya no lloran, planificado para enfermar mentalmente a las millones de niñas y adolescentes -y, muchas veces, a sus hermanas mayores, madres y maestras- con sus contenidos y ritmos idiotizantes?

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[Música Maestro] En medio de la pobre escena actual de la música global, con el reggaetón asesinando a diario a la rica historia de la música latina; y las insufribles superficialidades del hip-hop y el pop anglosajón modernos; el enorme y diverso listado de artistas y estilos de los setenta y ochenta se erige como una compacta muralla de rebelde buen gusto que no pierde calidad ni sustancia frente a la ligereza y homogeneización que son moneda corriente en estos tiempos.

Durante la historia de la música popular contemporánea siempre han existido dicotomías que enfrentan a dos polos teóricamente opuestos: lo comercial versus lo subterráneo, lo socialmente comprometido versus lo entretenido y ligero, lo accesible versus lo difícil, lo académico versus lo amateur, lo banal versus lo profundo. Estas confrontaciones conceptuales reducen, de forma ilusa, a una lucha entre dos opciones aquello que, en la realidad, tiene múltiplesvariaciones y matices.

Hay quienes piensan, por ejemplo, que preferir Silvio Rodríguez y Joan Manuel Serrat a Bad Bunny y Karol G es positivo -te gusta el buen uso del idioma, las manos humanas pulsando una guitarra de madera- o negativo -pretendes ser elitista, discriminas lo barrial, eres un resentido, no eres popular. Desde los que discuten entre sí cuando comparan la onda de la Fania con la salsa sensual de Hildemaro, hasta los que consideran que Spinetta es un genio frente a quienes creen que no hizo nada valioso, los que prefieren el punk de Sex Pistols al de Blink-182. Y eso pasa en todos los géneros y subgéneros que nos podamos imaginar.

Aunque, en líneas generales, me es imposible imaginar a un sicario de Lima musicalizando sus contenidos para redes sociales -su colección de pistolas, sus amenazas extorsivas- con los estudios para piano de Chopin o Erik Satie; ni tampoco parece muy probable encontrar a un congresista del hampa bailando en su AirBnb barranquino, rodeado de sus «asesoras legales», una canción de los Ramones, Return ToForever o Sepultura; lo cierto es que no podemos establecer de manera concluyente si una persona es buena o no analizando el tipo de música que escucha. En muchos casos te puede dar una idea bastante clara, pero ninguna generalización o sectarismo tienen cabida ante la multiforme psiquis humana, siempre capaz de producir excepciones a las reglas.

Toto, una de las bandas más famosas y respetadas de la historia del pop-rock mundial, despierta esa clase de encendidos debates. Están, por un lado, los que opinan que se trata de músicos extraordinarios que, tras casi cincuenta años en el ruedo, escapan a cualquier membrete y superan de lejos a muchísimos otros. Y, por el otro,quienes los ven como cosa del pasado, calculadores, anacrónicos y desfasados. En medio de eso, abundan las voces que consideran específicamente a Toto, por su preeminencia entre la enorme cantidad de alternativas que nos ofrecieron las décadas en las cuales se desarrollaron, como la bandasímbolo de una época desaparecida y valiosa solo para nostálgicos.

Recientemente, un tema levantó polvo entre los críticos musicales especializados: la aparición del término “yacht-rock” -literalmente “rock de/para yates”-, un neologismo creado para denominar a la música producida en Estados Unidos, en el periodo de quince años comprendido entre 1975 y 1990. Pero no a toda la música hecha en el país que hoy padece la vuelta al poder de Donald Trump y sus amigos lunáticos y multimillonarios, sino a aquellas discografías más accesibles al oído, de producción sofisticada e instrumentación compleja pero rítmica, que podríamos encuadrar dentro de las coordenadas de etiquetas preexistentes como “soft-rock”, “arena rock”, “AOR” o “blue-eyed soul, de extenso uso en la prensa musical.

El concepto “yacht-rock” pretende conectar a esos artistas con un segmento de público caracterizado por su alto poder económico, acceso a artículos/actividades de lujo y un estilo de vida generalmente superficial, hedonista, ajeno al espíritu rebelde, contestatario o esforzado asociado al rock. Un documental de HBO Max, titulado Yacht Rock: A Dockumentary (Garrett Price, 2024) pone a dos nombres por encima del resto como emblemas del nuevo nombrecito. Uno es Michael McDonald, compositor, cantante y tecladista de TheDoobie Brothers (1976-1981). El otro es… Toto.

Sin embargo, más allá de las reacciones a favor o en contra de esto del yacht-rock en esta columna escribí, hace algunos meses, sobre esas satisfactorias, inútiles y escapistas discusiones que solemos tener los melómanos sobre géneros, épocas y artistas-, lo que no puede aceptarse es el uso peyorativo de un rótulo para agrupar a artistas que han demostrado ser los mejores en sus campos, solo porque a alguien se le ocurre que suenan demasiado sofisticados, comerciales o “ligeros”. Y, en el caso concreto de Toto, con más razón todavía. Porque Toto es, básicamente, un supergrupo.

Como sabemos, la noción de supergrupo surgió en el ámbito del rock, más o menos, a finales de los sesenta. Después de quince años de la aparición de Elvis Presley y diez de la Beatlemanía, integrantes de conjuntos conocidos comenzaron a juntarse para armar bandas nuevas. Ejemplos de ello son, desde luego, Cream y Crosby Stills Nash & Young. Con el tiempo, la lista de supergrupos fue creciendo -algunos solo grabaron uno o dos LP y otros, como Emerson Lake & Palmer, duraron décadas- y, en el camino, se subdividieron en dos tipos, aquellos cuyos integrantes provenían de otras bandas famosas y aquellos formados por músicos de sesión, anónimos para el público pero muy respetados entre sus pares.

Toto pertenece a esta segunda tipología de supergrupo. Steve Lukather(voz, guitarra), David Paich (voz, piano, teclados), los hermanos Jeff y Steve Porcaro (batería y teclados, respectivamente), David Hungate(bajo), Lenny Castro (percusiones) y Bobby Kimball (voz) lanzaron el sorprendente primer LP de Toto en 1978 pero venían trabajando desde 1973 como sesionistas para astros del pop-rock de entonces como Seals & Crofts, Boz Scaggs, Aretha Franklin, entre muchos otros.

En el caso específico de Steve Lukather, es uno de los guitarristas con más grabaciones de la historia y, antes de cumplir 21 años, ya era considerado uno de los guitarristas de estudio más buscados en Los Angeles. Y Jeff Porcaro, además de sus diversos contratos en sesiones, fue integrante durante un par de años de Steely Dan -otro supergrupo- y su baterista principal en uno de sus mejores discos, Katy lied (1975), además de tocar en las canciones Parker’s band, Night by night(Pretzel logic, 1974) y Gaucho (ídem, 1980).

En cuanto a David Paich, a sus destrezas como arreglista, cantante y pianista debemos sumar las de compositor. A finales de los setenta, fuecoautor de éxitos de Boz Scaggs como Lido shuffle o Lowdown (Silkdegrees, 1976) y, entre otros, de Got to be real, del álbum debut de Cheryl Lynn (1978). De hecho, el característico riff con el que arranca este tema clásico de la era disco, que simula una sección de vientos, es tocado por David en sus sintetizadores. Esa intro fue utilizada por la agrupación dominicana de merengue y hip-hop Proyecto Uno para su exitazo noventero El Tiburón (In da house, 1993).

Entre 1978 y 1982, el sexteto original lanzó cuatro fantásticos álbumes en que se entremezclaban hard-rock de estadios, similar al de bandas como Journey o Foreigner, rock progresivo al estilo de otros conjuntos norteamericanos como Boston, Kansas o Styx y fuertes dosis de soul, R&B y jazz. Este muestrario de virtuosismo instrumental se desborda en los dos primeros LP, Toto (1978) e Hydra (1979), con canciones como Goodbye girl, St. George & the dragon, el vertiginoso instrumental Child’s anthem o los éxitos Hold the line, 99 (¿a quién se le ocurre terminar un single para las radios con un solo de bajo?) y Georgy Porgy (con Cheryl Lynn en los coros).

Si una persona que nunca ha escuchado a Toto en su vida pone en su reproductor canciones como Hydra, Takinit back y I’ll supply thelove, una después de la otra, no podría concluir a la primera que se trata del mismo grupo. Con tres cantantes diferentes y cubriendo un rango estilístico tan amplio, lo de Toto en esos dos álbumes lanzados para el sello Columbia Records es de alto octanaje en energía y fibra rockera pero también en sofisticación y cálculo milimétrico en cuanto a arreglos, cambios y solos.

Esto último fue lo que, en sus inicios, le reprocharon algunos críticos como en la revista Rolling Stone que, en una reseña de aquel disco debut denuesta ácidamente su sonido pulcro y el extremo dominio de sus instrumentos, considerándolos aburridos y fríos. Sin embargo, el público decidió lo contrario y la popularidad de Toto subió como la espuma. Su tercer esfuerzo en estudio, Turn back (1981), no alcanzó la misma notoriedad, a pesar de contener composiciones sorprendentes como Goodbye Eleonore, English eyes o Gift with a golden gun, con intercambios musicales de primer nivel.

La consagración definitiva llegó con el siguiente LP, Toto IV (1982), gracias a canciones como Rosanna y Africa que, una vez más, ofrecieron a la escena musical ochentera un coctel de estilos. La primera, compuesta íntegramente por David Paich y cantada por Lukather y Kimball, marcó historia por su complejidad musical. El patrón rítmico creado por Jeff Porcaro hasta ahora es estudiado por las nuevas generaciones de bateristas en el mundo entero. Por su parte,Lukather hace estallar su Gibson Les Paul en los solos del medio y del final, mientras Steve Porcaro y Paich lanzan impresionantes líneas en sus respectivos teclados. El tema también hizo historia por su videoclip, tan icónico de los ochenta como los de Dire Straits, Prince o Madonna.

En cuanto a la segunda, se trata de una idea musical escrita a cuatro manos por Jeff y David, que pasó de ser un tema casi de relleno a convertirse en una de las canciones más escuchadas de la década. La atmósfera tribal, la combinación de voces y el mensaje arcano la hicieron un clásico inmediato. La banda noventera Weezer incluyó una versión de Africa en su disco de covers Teal album (2018), reactualizando su éxito. Previamente, el cuarteto californiano había grabado también Rosanna.

Los años siguientes, el grupo navegó entre discos de ventas más reducidas, cambios de personal y una nutrida agenda de trabajo para otros, recargada por su nuevo estatus de superestrellas. El famoso productor Quincy Jones, recientemente fallecido, convocó a cuatro de sus integrantes para las sesiones de lo que sería el álbum más vendido de todos los tiempos, Thriller de Michael Jackson, en canciones como Beat it, The girl is mine (a dúo con Paul McCartney) e incluso una composición de Steve Porcaro, Human nature, que se convirtió en uno de los singles más aclamados de aquel disco del “Rey del Pop”, lanzado en 1983. Dos años después, David Paich y Steve Porcaro participaron en la grabación de la base instrumental del single benéfico We are the world, una de las canciones que definieron los ochenta.

Después del éxito de Toto IVaquí un concierto de esa época en Japón-, la banda sufrió sus dos primeras deserciones. Bobby Kimball, el cantante, fue reemplazado sucesivamente por Fergie Frederiksen(1984-1985), Joseph Williams (1986-1988, hijo del famoso compositor John Williams, ganador del Oscar por la banda sonora de Star Wars) y Jean-Michel Byron (1989-1990), mientras que David Hungate cedió su lugar a Mike Porcaro, hermano de Jeff y Steve -hijos de un legendario baterista de jazz, Joe Porcaro-, quien se quedó en el grupo hasta su lamentable muerte, a los 59 años, aquejado por la terrible esclerosis lateral amiotrófica.

En ese periodo, aunque sus discos no tuvieron la misma resonancia que los anteriores, Toto se mantuvo vigente con canciones como Stranger in town, Holyanna (Isolation, 1984), la balada I’ll be overyou (Fahrenheit, 1986, con Michael McDonald en coros) o Pamela(The seventh one, 1988). En 1984 la banda compuso una suite instrumental y futurista para un clásico moderno de ciencia ficción, Dune, escrita y dirigida por David Lynch, fallecido hace unas semanasa los 78 años, una noticia que estremeció a la comunidad mundial de cinéfilos.

El 5 de agosto de 1992, Jeff Porcaro falleció prematuramente a los 38 años, por complicaciones cardíacas. Unas semanas antes, había inhalado accidentalmente un insecticida mientras lo esparcía en el jardín de su casa y durante años se asoció este hecho a su muerte. Aunque el inesperado fallecimiento golpeó duramente a la banda, ese mismo año apareció Kingdom of desire, su octava producción discográfica, con pistas grabadas íntegramente por Jeff. Para la gira correspondiente, dedicada al hermano caído, su lugar fue ocupado por el británico Simon Phillips, una superestrella de la batería por derecho propio, que venía de tocar en estudios y conciertos con un amplio abanico de artistas como Steve Hackett y Mike Rutherford de Genesis, Jeff Beck, Santana, Judas Priest, Mike Oldfield, Joe Satriani y un larguísimo etcétera. Phillips permaneció en la banda hasta el año 2014, aproximadamente.

En paralelo a Toto y sus cientos de compromisos con otros colegas, Steve Lukather y Joseph Williams son quienes más actividad hantenido como solistas, con un total de nueve álbumes cada uno, entre 1982 y 2023. David Paich, por su parte, lanzó su primer y único disco en solitario, Forgotten toys, en el 2022. Mike y Steve Porcaro lanzaron también un solo disco cada uno, Brotherly love (2011) y Someday/Somehow (2016), respectivamente (búsquenlos, son excepcionales). David Hungate, el bajista original, suspendió brevemente su voluntario retiro de la música para reunirse con sus ex compañeros entre 2014-2015; mientras que Bobby Kimball tomó nuevamente los micrófonos de Toto durante toda una década, entre 1998 y 2008, para los álbumes Mindfields (1999), Through thelooking glass (2002, de covers de sus referentes, desde los Beatles hasta Steely Dan) y Falling in between (2006). Hace cinco años se supo que el extraordinario cantante padece de un extraño tipo de demencia. Lenny Castro, “el séptimo Toto”, tocó con ellos desde siempre, hasta la gira del año 2019.

Toto llegó al nuevo siglo como una institución del rock de los ochenta, con el soporte de su bien ganado prestigio. Aunque nunca abandonaron los estudios de grabación, sus lanzamientos comenzaron a hacerse más espaciados y, hasta en diez ocasiones, la banda cambió de alineación con ingresos y salidas intermitentes de sus miembros, con excepción del núcleo estable de Lukather, Paich y Williams, quien retornó para quedarse en el 2010. Steve Porcaro, uno de los fundadores, se había retirado parcialmente y volvió como “invitado” hasta ese mismo año, en que decidió reintegrarse de manera fija.

Paich, también debido a algunos problemas de salud, también anunció su alejamiento de los escenarios aunque conservó su silla como director musical. Fue reemplazado por otro gigante de las sesiones, Greg Phillinganes. Y, tras la muerte de Mike Porcaro, han sido bajistas de Toto músicos de sesión ampliamente reconocidos como LelandSklar (James Taylor, Phil Collins), Nathan East (Eric Clapton, Fourplay) y Shem von Schroeck. Por la batería, tras la salida Phillips, han pasado sesionistas de alto calibre como Keith Carlock, Shannon Forrest y Robert Searight, integrante del colectivo de jazz fusión Snarky Puppy, por lo que el membrete de supergrupo de Toto se mantuvo intacto.

Giras por Estados Unidos y Europa en los años 2003, 2013 y 2019 para celebrar sus aniversarios 25, 35 y 40 respectivamente, registradas en excelentes CD y DVD como este, dan cuenta del peso de Toto como entidad del rock mundial, a pesar de ese asunto del yacht-rock -que Lukather considera “una broma sin importancia” o el hecho incomprensible de que, aunque son elegibles desde el 2003, no hayan sido todavía inducidos al salón de la fama del rock and roll. Justo después de la última gira, titulada 40 tours around the sun, desarrollada entre enero y octubre de 2019, un problema de dinero destruyó la amistad entre Lukather, Paich y el único Porcaro aun vivo, Steve.

Resultó que, de un momento a otro, la viuda de Jeff Porcaro, Susan, acusó a Lukather y Paich de no haber pagado regalías a la familia del baterista durante años. El asunto, que se remontaba a las épocas en que la banda se fundó, era un enredo de papeles y consentimientos relacionados al uso del nombre Toto. En una batalla legal no exenta de ataques de ida y vuelta, Susan Porcaro-Goings salió vencedora, lo cual dejó a ambos con serias deudas y la incertidumbre de no saber si podrían o no seguir su carrera con el nombre que habían construido en casi cinco décadas.

Sin embargo, el misterio se resolvió durante la segunda mitad del año pasado, cuando se anunció una nueva gira de Toto para julio de este 2025, junto a otros dos pesos pesados ochenteros, Men At Work y Christopher Cross. Además de Steve Lukather, Joseph Williams y David Paich participarán de esta nueva versión de Toto, la décima quinta de su historia, Greg Phillinganes (teclados), Warren Ham(vientos), John Pierce (bajo), Dennis Atlas (teclados) y Shannon Forrest (batería).

 

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[Música Maestro] De todas las danzas peruanas, la marinera es quizás la que mayor admiración despierta en el mundo, por su vistoso vestuario, su romántica simbología y su sonido señorial. Los pañuelos en el aire lanzan, como acertadamente dice la letra de un antiguo vals criollo (Embrujo, 1956, de Luis Abelardo Núñez Takahashi), hechizos que hipnotizan y conquistan a quienes tienen la suerte de ver una marinera bien bailada. Sea norteña o limeña –las variantes más conocidas, aunque también hay en otras regiones- la marinera ha conservado, en líneas generales, su personalidad y constituye, junto con sus primas hermanas el tondero y la zamacueca, un motivo de orgullo para todos los peruanos.

Como el pisco, el cebiche y el suspiro a la limeña, la marinera también fue, en algún momento, motivo de controversia entre peruanos y chilenos. Y, como en estos tres casos contemporáneos, el veredicto de la historia inclinó la balanza a nuestro favor: el romántico y elegante baile de pañuelos blancos, vestidos de encaje y enérgicos zapateos es peruano por sus cuatro costados. 

La marinera como tal, se conoce con ese nombre desde 1879, año en que se inició la Guerra del Pacífico, y fue bautizada así por el cronista Abelardo Gamarra Rondó (1852-1924), más conocido en los círculos literarios y periodísticos de ese entonces como “El Tunante”. Gamarra recuperó para nuestro país este espectacular baile de pareja que había comenzado a ser llamado “chilena” por los vecinos del sur, poco antes del infausto conflicto bélico que tanto daño nos ocasionó.

De forma similar a tantas otras manifestaciones culturales del Perú, el origen de la marinera no está del todo establecido ni correctamente registrado, aunque queda claro que se trata de una más de las pruebas del intenso mestizaje que ha marcado nuestra vida como nación. Con todas las fallas que tenemos como país, parafraseando al entrañable humorista y escritor Nicolás Yerovi (1951-2025), fallecido hace unos días, uno se sorprende de que, a pesar de todas nuestras desdichas, con gestiones políticas desastrosas que desprecian la cultura y la decencia, aun haya personas que aprecien la intrínseca belleza de la marinera. 

Desde España, el fandango; los ritmos negros del África; y el folklore de raigambre andina fueron fusionándose y, en el caso de la marinera, refinándose con la práctica, hasta alcanzar el formato que hoy muchos conocen y admiran. Y, a pesar de no contar con registros fidedignos acerca de cómo se bailaba la marinera a finales del siglo XIX, no hace falta ser un experto en el tema para imaginar que no se vería como las coreografías grupales y disforzadas que vemos, desde hace algunos años, en las últimas ediciones del famoso Concurso Nacional de Marinera o en espectáculos diseñados para turistas que se presentan en locales como el restaurante y asociación cultural Brisas del Titicaca o su clon barranquino, La Candelaria.

La marinera está relacionada, por supuesto, al tondero piurano, un baile de campo, más rústico que la sofisticada danza que hoy nos ocupa. También hace uso de pañuelos y sombreros de paja, pero la vestimenta es mucho más sencilla, pueblerina, y tanto el hombre como la mujer bailan descalzos. Cecilia Barraza, una de las artistas de música criolla más conocidas, hizo suya la interpretación de tonderos clásicos como La apañadora (Alicia Maguiña), El forastero (Rafael Otero López), entre otros.

De lo que no cabe duda es que la marinera es una evolución de la zamacueca, baile de la costa de Lima que comenzó a practicarse en tiempos coloniales y que también es la base de otros géneros de música y danza sudamericanos como la cueca chilena y la zamba -así, con “z”, no como la samba brasileña, con “s”- argentina, con muchas similitudes en estructura rítmica entre ellas. 

El extraño nombre –zamacueca- es la unión de dos términos, “zamba” y “clueca” o “culeca”, porque en sus primeras formas, la bailarina simulaba los andares de las gallinas después de poner un huevo, sosteniendo la falda con ambas manos, movimiento que se mantiene en la marinera actual. La zamacueca se sigue bailando hoy, identificada con el acervo folklórico afroperuano, mientras que la marinera resultante se bifurcó en diversas vertientes, de las cuales dos se han mantenido como las más populares tanto nacional como internacionalmente: la limeña y la norteña. 

“Guitarra llama a cajón / cajón a la voz primera / escuchen con atención… / ¡Aquí está marinera!” proclamaba el folclorista afroperuano Nicomedes Santa Cruz (1925-1992) en la primera cuarteta de su décima de pie forzado Aquí está la marinera, escrita entre 1968 y 1970. En esta ingeniosa poesía, el recordado don Nico nos enseña la secuencia que debe seguir una pareja para bailar la marinera de manera correcta. Pero no se refiere a la norteña, la más conocida, sino a la “peruana… de Lima”, como aclara el prolífico compositor y musicólogo negro, a manera de introducción a la magistral interpretación de un tradicional canto de jarana, junto al guitarrista Vicente Vásquez, en la tercera edición de su famoso LP Cumanana (1974). 

Nicomedes Santa Cruz es, probablemente, el artista que dejó más grabaciones de marinera limeña respetando su tradición y estructura originales, como podemos apreciar en temas como Mándame quitar la vida, Soy la redondez del mundo o los estudios de marineras limeñas en notas mayores y menores que figuran en otro de sus álbumes emblemáticos, Socabón (1970).

La marinera limeña se caracteriza por su cadencia acompasada, su porte sobrio e instrumentación –guitarras, cajones y palmas- que remite a la forma en que se tocaba la zamacueca, con las guitarras, laúdes y palmas españolas del fandango. El coqueteo entre los bailarines es sutil y señorial, con el hombre generalmente vestido de frac negro y la mujer con elegantes vestidos blancos, azules, verdes o granates. Ambos usan zapatos y alzan sus pañuelos al aire en cada evolución, giro y contoneo. 

Hay muchas marineras limeñas, con coplas que se repiten indistintamente en canciones diferentes –estrofas, cantos de jarana y fórmulas o palabras claves, conocidas también como “llamadas”, que sirven para identificarlas. Un buen ejemplo de marinera limeña lo encontramos en la fuga de la clásica composición de Chabuca Granda, José Antonio, escrita en 1957 y dedicada a don José Antonio de Lavalle y García, un criador de caballos peruanos de paso que era amigo personal de la recordada cantautora. 

Alicia Maguiña fue la otra gran investigadora de este género nacional, con recopilaciones de cantos de jarana que le aprendió a artistas populares como el legendario cantor Manuel “Canario Negro” Quintana (1880-1959), a quien inclusive protegió hasta su muerte. Asimismo, era común verla en medio de los hermanos Elías y Augusto Ascuez (1895-1967 y 1892-1985, respectivamente), o bailando marineras limeñas, pañuelo blanco en alto, al lado de personalidades del criollismo más auténtico como Bartola Sancho Dávila (1883-1967) o Valentina Barrionuevo, “La Valentina de Oro” (1908-1984) en aquellas históricas jaranas “de padre y señor mío” realizadas en la cuadra 3 del Jr. Luna Pizarro, en La Victoria, el famoso “Callejón del Buque”.

A pesar de que la marinera llegó al norte desde Lima, es esta modalidad la que ha dado la vuelta al mundo por ser más visual y vertiginosa que la limeña. La marinera norteña destaca por su naturaleza más enérgica, aunque sin perder la elegancia y el garbo en su ejecución. Los bailarines pasan del cortejo sutil y elegante al zapateo frenético y ágil, siguiendo una estructura fija –que también rige para la limeña- de dos estrofas (“no hay primera sin segunda”) y la fuga o resbalosa, en la que el ritmo se aligera hasta llegar a un estado climático en que la pareja termina en perfecta sincronización con la música.

Las regiones de La Libertad, Lambayeque y Piura son el epicentro de la práctica de la marinera norteña, en especial las capitales de las dos primeras, Trujillo y Chiclayo, con un cancionero amplio de marineras dedicadas a estas ciudades del norte peruano, antes conocidas por su amabilidad y lamentablemente tomadas hoy por la corrupción política y la delincuencia. Así baila mi trujillana, del compositor trujillano Juan Benites Reyes, es probablemente la melodía más representativa, infaltable en todas las ediciones del Concurso Nacional de Marinera, un tradicional evento anual que se celebrará este año del 27 de enero al 2 de febrero, en su edición número 65. 

El bailarín de marinera se caracteriza por su traje de chalán –camisa y pantalón de lino blanco, sombrero de paja de ala ancha, cinturón grueso, zapatos negros- y su pareja, por sus hermosos vestidos de encaje en la parte alta y enormes faldas que ella levanta y despliega con elegancia y mucho arte. El pelo recogido con finas peinetas y tembleques, el maquillaje, los aretes de filigrana conocidos como “dormilonas” y otros accesorios -los escapularios y detentes, las flores-, completan un atuendo femenino que cautiva al público. Los rostros siempre sonrientes y las expresiones de fina coquetería abundan, así como los desplazamientos circulares y zapateos que simulan al caballo peruano de paso. Un detalle adicional: en la marinera norteña ella baila, a veces, sin zapatos. Como en el tondero.

La instrumentación tradicional de la marinera incluye voces, guitarras, cajones y palmas pero, desde hace ya varias décadas, se ha impuesto la interpretación de marineras norteñas con banda de música, ensambles a los que generalmente vemos tocando himnos y marchas de guerra. El repique de tarolas marca siempre el inicio de cada tema y la resonancia profunda de trombones, trompetas y tubas realza cada una de las canciones, definiendo la línea melódica y reemplazando a la voz humana. En las décadas de los setenta y ochenta se grabaron emblemáticos discos de marineras instrumentales. Los de la Banda de la Guardia Republicana, la Banda Santa Lucía de Moche y la Banda San Miguel de Piura son los más conocidos, grabados durante la década de los años setenta, en pleno auge nacionalista.

Una de las variantes más espectaculares de la marinera es aquella en la que el bailarín es reemplazado por un chalán quien, montado en un caballo peruano de paso, lo hace bailar con la mujer que gira y zapatea frente al hermoso animal, adornado con cintas y escarapelas con los colores de nuestra bandera. En la inauguración de los Juegos Panamericanos Lima 2019, que pasó de ser el evento más comentado como orgullo de la peruanidad frente al mundo a ser intencionalmente desaparecido de la memoria colectiva local por haberse realizado durante la gestión presidencial de Martín Vizcarra, se incluyó un segmento en que se lució esta forma de presentar la marinera. 

Otra versión, más moderna, es la que se baila en grupo, una modificación que los más puristas no aceptan del todo, ya que la marinera es esencialmente un baile de pareja. Se trata de unas coreografías planificadas con extremado cálculo y disfuerzo, ideales para restaurantes turísticos y para acercarlas a públicos de gustos homogéneos, que siguen la estética de los musicales de Broadway o las puestas en escena de música irlandesa, muy de moda en el mundo globalizado, pero que tiende a desnaturalizar las estampas auténticas de la romántica interacción individual que caracterizan a la marinera.

Todos los años, desde 1960, se realiza el Concurso Nacional de Marinera, en el que cientos de parejas de distintas edades compiten frente a jurados especializados. Aunque comenzó con mucho apoyo, en la actualidad el concurso tiene serios detractores que cuestionan la rigurosidad de los criterios de evaluación, algunos estilos de baile e incluso los resultados. Existen también denuncias de favoritismos, premios amañados y hasta boicots entre participantes. Por tercer año consecutivo, a raíz de diversos problemas de permisos no concedidos por un alcalde de Trujillo hoy vacado, el certamen se realizará en el Callao y no en la emblemática capital de La Libertad, hoy tomada por la delincuencia. No es que en el Callao o en Lima las cosas sean mejores o más seguras pero bueno, es lo que hay.

El concurso dura toda una semana, pero la atención se concentra en la gran final. Durante ocho horas, las parejas finalistas compiten para obtener los preciados primeros lugares, en una actividad que une a la comunidad de la marinera -familias, academias, personajes notables, profesores, campeones de ediciones pasadas- y también al público en general que interactúa con sus pancartas y matracas mientras disfrutan de conocidas melodías como La concheperla (Abelardo Gamarra/José Alvarado “Alvaradito”, 1892), El turrón (Juan Requena Castro), Así baila mi trujillana (Juan Benites Reyes, 1981), Que viva Chiclayo (Luis Abelardo Núñez, 1947), Sacachispas (Luis Abelardo Núñez, 1955), San Miguel de Piura (Artidoro Obando García, 1911), El sueño de Pochi (José Escajadillo), y muchas otras, no tan conocidas.

Las categorías regulares del Concurso Nacional de Marinera son: Preinfantes, Infantes, Infantiles, Noveles, Junior, Juveniles, Adultos, Master. Y las categorías especiales: De la Unidad, de Oro, Campeón de Campeones. Las parejas se preparan durante todo el año ensayando, mandando a hacer sus trajes y cuadrando sus coreografías para dar lo mejor de sí en cada etapa del concurso. Cada año, miles de personas se congregan para ver a los mejores. Algunos de ellos llegan de otras ciudades del mundo. 

La marinera ha llegado al siglo XXI como uno de los más importantes símbolos de identidad nacional. En toda la zona del norte peruano, la marinera sigue cultivándose entre niños y niñas, quienes la aprenden a bailar desde el colegio: “Yo bailo marinera desde los 9 años. Todos mis compañeros de clase bailan marinera. No todos han estado en clases de academia, pero el colegio incluía dos horas de baile en la semana”, nos cuenta una joven trujillana de la generación millenial, pero que ha desarrollado amor, identificación y respeto por esta linda danza nacional. “¡Bailar marinera me encanta!”, nos dice.

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[Música Maestro] Hace cuatro años, en esta misma columna, publiqué un texto titulado Lima en canciones: Entre jaranas y pogos. Al releerlo, me sorprende cómo esas líneas, en esencia pesimistas y ligeramente oscuras, se quedan cortas frente a lo que hoy vivimos a diario. Si en el 2021, año pandémico, la Lima de antaño, la de mis padres, yacía “entre bocinazos de combis, balbuceos reggaetoneros y gritos de cantantes de cumbia norteña”, actualmente estamos bajo el fuego cruzado de sicarios extorsionadores y, literalmente, toda persona que necesite salir a la calle -a trabajar, a hacer las compras de la semana, a visitar a amigos y/o familiares- está en riesgo potencial de ser asaltado a mano armada o de que le caiga una bala perdida, a cualquier hora y en cualquier distrito de Lima Metropolitana.

Nuestra capital afronta el aniversario 490 de su fundación española sobreviviendo, a rastras y en completo estado de indefensión, padeciendo el feroz ataque de criminales desalmados, nacionales y extranjeros, capaces de disparar por la espalda con una mano y sostener el celular con la otra, para grabar “el trabajo” y asegurarse la paga; y de políticos corruptos descarados que se burlan de la inteligencia de una población maniatada, enmudecida por la apatía y el miedo, una ciudadanía a la que se supone que deberían servir desde el Congreso, desde Palacio, desde el Poder Judicial. 

Así las cosas, ¿a quién le quedan ganas ahora, enero del 2025, de recordar las letras de “esas canciones del folklore costeño que hacen remembranza de aquel talante señorial, esa elegancia mestiza poscolonial que, con todo su anacronismo, aún sirve como afirmación de una identidad cada vez más desaparecida” de Lima? Me pregunto y repregunto eso mientras escribo, sintiéndome en conflicto personal por dedicar este humilde espacio al aniversario de Lima solo porque la fecha coincide con su publicación, a ver si eso genera algo más de tráfico y consigue acercar a más lectores. 

En lugar de sumergirme en la discografía de The Cult -pronto en Lima-, hablar de la música dodecafónica de Arnold Schoenberg, celebrar los ochenta años de Chico Buarque, reescuchar los discos de Anthrax a todo volumen o comparar las letras del último álbum de The Cure, Songs of a lost world (2024) con las de clásicos como Pornography (1982) o The top (1984), escritas por la misma persona, Robert Smith, a cuarenta años de distancia; me someto voluntariamente a pensar en canciones que hablen de Lima, pero no de esa Lima que hace décadas ya fue y que las nuevas generaciones, adictas a Netflix y a Magaly TV, no extrañan o lo que es peor, ni siquiera conocen, sino de la actual, la de sicarios que musicalizan sus Tik Toks con los mismos reggaetones que bailan nuestros hijos en sus actuaciones escolares.

¿Por qué hago esto? Porque a veces, la nostalgia por los tiempos idos puede ser más terapéutica que varias visitas al psiquiatra -y mucho más barata-, siempre y cuando aquel segmento del pasado al que te aferres haya tenido momentos que te ayuden a superar las cenagosas realidades que nos tocan hoy en suerte. Sin embargo para este caso, para el aniversario de Lima, esos escapismos nostálgicos parece que no son de mucha efectividad.

¿Cómo aguantar las arcadas que producen las paporretas negacionistas del ministro del Interior? ¿Cómo resistir la tentación de lanzar algún objeto pesado a la pantalla del televisor cada vez que sale a decir, después de algún horrendo asesinato en San Juan de Lurigancho o Ate, en Surco o San Miguel, en Carabayllo o Villa María del Triunfo, en el Callao o en Surquillo, que todo está bien y que los estados de emergencia van sobre ruedas? ¿Escuchando Lima de veras de Chabuca Granda? ¿Cantando “Lima está de fiesta, la canción criolla se viste de gala” como escribiera, en 1965, Manuel Raygada Ballesteros, para su valsecito Acuarela Criolla? No da para tanto.

Aun cuando yo también suelo utilizar ese formato en determinadas ocasiones, me resultan extremadamente odiosas esas publicaciones que proliferan en medios tradicionales o en sus respectivas páginas web, con listados bajo títulos como “10 canciones que representan mejor a Lima”, cada 18 de enero y, en especial, este año. Abrí varias en estos días y, a medida que iba avanzando, me decía a mí mismo lo absurdas que se ven, pues representan una absoluta negación de lo que nos está pasando como ciudad. Y, a estas alturas del partido, eso califica como complicidad frente al crimen. 

¿A quién le puede importar la historia de Romance en La Parada, la creativa y picaresca letra escrita por Augusto Polo Campos para un vals grabado por Los Troveros Criollos hace cinco o seis décadas, cuando en este mismo instante, mientras usted lee esto, en las inmediaciones de ese mercado popular, a alguien le están arrebatando su celular desde una moto o un local termina reventado a balazos por no pagar la cuota extorsiva de la semana? 

No es novedad que la Lima de ahora no es la misma que inspiró a Laureano Martínez, Lorenzo Humberto Sotomayor, Victoria Santa Cruz o Alicia Maguiña. De hecho, esa Lima a la que se pretende homenajear, recordando su pasado cada vez más antiguo y borroso, comenzó a desaparecer poco después de que esos y otros compositores le cantaran a sus zaguanes, sus jaranas, guapas limeñas y callejones de un solo caño, cuando el fenómeno de la migración -que describió José Matos Mar en aquel libro publicado por el IEP en 1984- dio sus primeros pasos en los albores del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, a finales de los años sesenta, para consolidarse en los ochenta como consecuencia de la barbarie terrorista que terminó de ahuyentar a las familias andinas de sus terruños. 

Esta Lima que hoy padecemos, más horrible de lo que jamás pudo imaginar don Sebastián Salazar Bondy ni en sus peores pesadillas, tampoco se parece a la que motivó a un quinteto de muchachos de Breña, fanáticos del rock progresivo británico de los setenta, para cantar sobre las noches de cacería de los jóvenes miraflorinos nietos y bisnietos de la república aristocrática, hijos de los hacendados expropiados por la Reforma Agraria. Av. Larco, con su historia cargada de metáforas sobre la acción nocturna y ese video cinematográficamente producido, describía una pequeñísima porción de una urbe semivacía, si la comparamos con el hacinamiento actual, que aun podía contemplarse y vivirse sin el temor de morir, de madrugada –“el fin de fiesta se acerca ya”- o a la hora del almuerzo. 

Es cierto que en el resto del Perú las cosas comenzaron a ponerse muy feas justo en esa época pero, para cuando Frágil lanzó su LP debut en 1981, un año después de la primera acción registrada de Sendero Luminoso en el distrito ayacuchano de Chuschi, en 1980, nuestra capital todavía era un remanso de paz (los apagones y atentados citadinos comenzaron algunos años después). Los problemas de racismo, desorden urbano, misoginia y clasismo que venía arrastrando, de los cuales no se comenzó a hablar con claridad hasta mediados de los años noventa, encontraron en esa canción -letra de Andrés Dulude, música de César Bustamante- un vehículo de expresión que, con cierto sarcasmo, anticipó casi sin quererlo las cosas que llegaron después. Lamentablemente, aquello del “viernes sangriento” es, desde que el descontrol criminal nos domina, más que un creativo juego de palabras, una descripción, casi un titular para El Trome o Reporte Semanal, solo que de lunes a domingo.

También podríamos detenernos en Nostalgia provinciana, incluida en el segundo larga duración de Los Mojarras, Ruidos en la ciudad (1994, que también contiene ese otro himno suburbano, Triciclo Perú). La canción, escrita por el cantante Hernán Condori Montero, más conocido en el ambiente artístico local como “Cachuca”, logró introducir en las programaciones radiales y televisivas de la época algunos de los temas que fueron bandera de las agrupaciones de chicha durante la década anterior como las migraciones, los pueblos jóvenes, los ambulantes, la informalidad, pero con una ambientación sonora que combinaba las guitarras eléctricas del pop-rock con el golpeteo percusivo del huayno. 

El orgullo limeño-provinciano que declama, a gritos, el líder de Los Mojarras y su propia historia personal -de padres puneños, nacido en Lima, criado en uno de los distritos enclave de la migración, El Agustino, en los extramuros de Lima Metropolitana antes del surgimiento de los “conos”- se convirtieron en símbolo de esa nueva Lima y su mestizaje caótico, por un brevísimo tiempo. Algo similar ocurrió con el grupo de rock fusión Del Pueblo… Del Barrio, cuyos orígenes datan de mediados de los ochenta, que encarnó el espíritu rebelde, contestatario, marginal y achorado de la nueva Lima, aunque recién plasmaron con claridad las preocupaciones de la nueva urbe que sepultó, entre cerros e invasiones, a las quintas y a los barrios altos, en su canción Esteras en el sol (a veces consignada como Esteras in the sun), de su ¿tercer? álbum Matute FM (2000).

La irregular banda de Piero Bustos y Ricardo Silva, célebre por temas como Escalera al infierno, Posesiva de mí (Del Pueblo… Del Barrio, 1985) o Polvos Azules (Antología 1983-1994) -que usa el nombre de las populares galerías pero trata de un asunto totalmente diferente- grabó el tema central de la película nacional Gregorio (Grupo Chaski, 1984), compuesta por el tecladista Arturo Ruiz del Pozo, recordado por sus experimentos de new age local en Marcahuasi y las pampas de Nasca. La historia del niño que baja del campo a la ciudad para padecer discriminación en la capital también podría calificar como un retrato sonoro de esa (ya no tan) nueva Lima, con su letra plañidera y ese ritmo afroandino que caracterizó siempre al combo victoriano. 

Es tan limitada la producción de canciones contemporáneas que hablen claramente de Lima, que no sean de aquella entrañable música criolla perteneciente a otra época que, en uno de los más recientes listados publicados, incluyeron el tema de créditos finales de Juliana (1989), la otra gran película ochentera del Grupo Chaski. En su escena final podemos ver un micro subiendo lenta y tranquilamente, atravesando la negra noche, por la accidentada autopista de un cerro -algo impensable en tiempos actuales-, lleno de niños que cantan y bailan, al ritmo de una acompasada pero pobremente producida salsa compuesta por José Bárcenas. Si bien es cierto el largometraje también usa como contexto y escenografía los problemas de la capital a fines de esa década, la canción en sí misma no tiene absolutamente nada que ver con el aniversario de “la ciudad de los reyes”.

Por supuesto que esos clásicos valses que hablan de la Lima “romántica y altiva, alegre y soñadora” (Lima de novia) o de la “fragancia evocadora que brota en cada esquina” (Lima de octubre) son parte de nuestro acervo musical más querido. No es posible negar la calidad de las interpretaciones que de ellas hicieran, en los años sesenta y setenta, artistas populares como Edith Barr, Lucha Reyes, Conjunto Fiesta Criolla o Los Embajadores Criollos. Pero son, en la actualidad, descripciones que no aplican a esta ciudad de humores rancios y rostros desencajados, que esquivan las motos y van rogando para llegar a salvo a sus casas, evitando cualquier contacto visual con potenciales criminales y sintiéndose ellos mismos vigilados, en un estado de permanente inseguridad y desconfianza. 

Si uno sale caminando del tugurizado y peligroso Centro Comercial Polvos Azules por alguna de las puertas de Paseo de La República y camina hacia el óvalo Grau encontrará, a la altura del grifo Repsol, una cuadra en diagonal que es como una cuña por donde autos y transeúntes cortan camino para salir directo a la avenida del mismo nombre. Es un pequeño callejón sin nombre, con la pista llena de huecos, las paredes descascaradas, a punto de caerse y un intenso olor fétido a basura acumulada en estado de descomposición, orines y quién sabe qué más. Solo Dios sabe qué otras barbaridades ocurren en ese lugar pasada la medianoche. Está así desde hace más de treinta años. Esta callecita representa mejor que ninguna otra el abandono que sufre nuestra ciudad. 

En ese sentido, el pop-rock subterráneo produjo temas que calzan más con la situación actual de este laberinto en estado perpetuo de putrefacción y asediado por delincuentes. Sin embargo, al tratarse de expresiones artísticas marginales y con serios problemas de producción y ejecución, no alcanzan para armar un setlist apropiado para esta Lima del siglo XXI. El portal La Mula intentó hacer un recuento, hace algunos años, pero solo refuerza mi punto de vista. De ese largo y rebuscado listado, vale la pena mencionar al recientemente fallecido César N que lanzó, con su banda Éxodo, un divertido rockabilly titulado Rock en Lima, la podrida ciudad (Rock and roll para los incrédulos, cassette, 1986) en el que los problemas de aquella Lima -represión policial, mendigos, charlatanes, ambulantes- suenan, frente a los pistoleros de ahora, a juego de niños, como su inquieta guitarra al estilo Chuck Berry o Brian Setzer (salvando, por supuesto, las distancias).

Definitivamente, aunque siempre son dignas de escucharse por ser parte importante de la historia de nuestro folklore, no hay manera de relacionar a la Lima actual, la de Rafael López Aliaga y Juan José Santivañez, con los versos floridos y la fina inspiración de Chabuca Granda o Mario Cavagnaro. Pero sí con un LP de punk-rock grabado hace exactamente 40 años por Leusemia, un cuarteto de veinteañeros de la Unidad Vecinal No. 3, tradicional complejo habitacional del Cercado construido a finales de los años cuarenta del siglo XX. Tres de las canciones de ese legendario disco de rock nacional, escritas por Leo Escoria y Raúl Montañez, integrantes originales del combo liderado por Daniel F, deberían gritarse hoy a la cara de nuestros políticos cada vez que salen a dar sus indignas declaraciones.   

Me refiero a Crisis en la gran ciudad –“¡todos mueren, nadie vive, caos, crisis y agonía, todos quieren, nadie puede, el sistema es una birria!”, Decapitados –“¡no quiero más gente oprimida, hay que acabar con los poderes, no quiero ideas derrumbadas, no quiero más!”- y Astalculo –“¡Lima angustiada, Lima violenta, Lima injusta, Lima mórbida, Lima hacinada, Lima sórdida, Lima revienta, Lima morirá!”. Dicho sea de paso, el título de esta última, según “Montaña” -nuestro Johnny Ramone- describe a la canción en sí misma, pero podríamos usarlo para resumir a nuestra clase política.

DATO CURIOSO: la banda francesa Indochine le dedicó una canción a Lima, titulada Bienvenue chez les nus (Bienvenidos a los desnudos), en su sexto álbum Un jour dans notre vie (1993), cinco años después de los multitudinarios conciertos que ofrecieron en el Coliseo Amauta en abril y mayo de 1988. En la letra, el vocalista Nicola Sirkis menciona los cercos policiales, las escolares que los saludaban y los autos muertos bajo el cielo azul de Lima.

[Música Maestro] David Bowie, una de las figuras más importantes de la cultura rockera a lo largo de sus seis décadas de existencia, falleció el 10 de enero del 2016, dos días después de cumplir 69 años y de haber lanzado su vigésimo quinto álbum en estudio, el sorprendente y agónico Blackstar, el penúltimo si consideramos Toy (2021), disco póstumo que contiene regrabaciones de singles y lados B del periodo 1964-1971, hechas en el año 2000 por Bowie y su última banda, integrada por Earl Slick, Mark Plati, Gerry Leonard (guitarras), Gail Ann Dorsey (bajo, coros), Mike Garson (teclados) y Sterling Campbell (batería). Este 2025 habría cumplido, el pasado jueves 8, 78.

Apenas se supo de su fallecimiento, se produjeron diversas manifestaciones públicas en Londres y otras ciudades del mundo, que demostraron el cariño que había inspirado el Duque Blanco entre sus fanáticos en vida, y el pesar que produjo su muerte. Algunas fueron espontáneas y sorprendentes, como aquella en la que miles de personas se juntaron en Piccadilly Circus, el corazón turístico de la capital de Inglaterra, para cantar uno de sus clásicos, Starman, single principal de su cuarto álbum, el brillante The rise and fall of Ziggy Stardust and The Spiders From Mars (1972).

Asimismo, durante las semanas posteriores al deceso del artista, cientos de bandas alrededor del planeta interpretaron en sus conciertos alguna de sus canciones, en señal de respeto y despedida a la influyente figura de uno de los animadores definitivos de la escena británica del rock clásico, iniciador de tendencias que abarcaban tanto aspectos musicales como de imagen y actitud hacia los medios, que quedaban sorprendidos por sus constantes innovaciones y propuestas estéticas. Uno de los clips que más circularon por Facebook en esa época fue el de The Flaming Lips tocando Space oddity –que ellos mismos había versionado-, a teatro lleno y con una fiesta globos, en EE.UU.

Pero ningún tributo había hecho completa justicia al legado musical y artístico del camaleónico e hiperactivo cantante, actor, productor y multi-instrumentista británico hasta el lanzamiento, en febrero del 2016, de la gira mundial Celebrating David Bowie (CdB), un proyecto musical que se encargó de continuar con aquello que el creador de joyas musicales como Hunky dory (1971), Station to station (1976), Low (1977), Let’s dance (1983) o Heathen (2002), disfrutaba más en la vida: hacer conciertos, electrizar al público con esa combinación genial de vaudeville, rock’n roll, circo, moda, glamour, rock progresivo, soul y pop electroacústico que desplegó durante su larga trayectoria.

Una banda de músicos de primera, organizada por el experimentado productor, guitarrista y cantante Angelo “Scrote” Bundini, viene dándole la vuelta al mundo desde entonces con un repertorio que cubre la etapa clásica de la discografía de Bowie (1970-1984), al que añaden una que otra de las canciones que produjo en décadas posteriores. Este concierto-homenaje, que llegó a Lima el 25 de octubre del 2018 para presentarse en el Teatro Municipal, es lo más cercano a lo que habría sido ver al fallecido cantante en vivo, gracias a la interpretación prolijamente excelente de este ensamble que reúne a artistas de diversas procedencias unidos por un tema común: su admiración o cercanía al homenajeado.

Por ejemplo, en aquella ocasión tuvimos entre nosotros a Angelo Moore, vocalista de Fishbone, ecléctica banda californiana de funk-rock de los ochenta y noventa, a quien Bowie alguna vez calificara como «el mejor cantante del mundo». O al talentoso e innovador guitarrista Adrian Belew, quien fuera director musical de la banda de Bowie en 1990, luego de haber trabajado para Frank Zappa y Talking Heads, además de ser en ese mismo año miembro estable y fundamental de los titanes progresivos King Crimson. Belew, uno de los guitarristas más inquietos y ocupados de los últimos 45 años, acaba de concluir una exitosa gira con otros tres virtuosos colegas, Steve Vai, Tony Levin y Danny Carey, interpretando precisamente el material que coescribió con Robert Fripp durante el periodo 1981-1983 del Rey Carmesí.

Pero además de estos tres pesos pesados, la banda que tocó en Lima incluyó a otros músicos extremadamente buenos como el australiano Paul Dempsey (voz, teclados, guitarra acústica), líder del grupo noventero Something For Kate; su compañero «House» (bajo); el versátil Ron Dziubla (saxo, teclados), de permanente presencia en discos y conciertos del guitarrista de blues Joe Bonamassa; y el californiano Michael Urbano (batería), conocido por ser integrante de los exitosos Smash Mouth y Sheryl Crow. Este virtuoso septeto hizo vibrar al público con inolvidables canciones del universo Bowie.

Las graderías, palcos y plateas semivacías de nuestro hermoso Teatro Municipal absorbieron las descargas brillantes de glam-rock y energía desplegadas por CdB durante más de dos horas, en uno de los mejores conciertos de esa temporada 2018. Un espectáculo como este, elogiado con enorme entusiasmo por las secciones culturales de medios prestigiosos de EE.UU. y Europa como The New York Times o The Guardian, y revistas especializadas como Uncut y Classic Rock Magazine, fue placer de minorías en esta ciudad entregada al mierdoso reggaetón, el simplón y tonero latin-pop o la idiotizante cumbia de chaveta y pico roto de botella. 

Presentaciones a casa llena en Chile, Uruguay, Brasil y Argentina nos dejaron mal parados ante artistas de alto nivel, una de las tantas demostraciones de que Lima no da la talla como plaza para acontecimientos culturales y espectáculos de primera, ni siquiera aquellos asociados a las estrellas de rock más importantes de todos los tiempos, como David Bowie. Un mes antes, ese mismo año, el extraordinario guitarrista alemán Uli Jon Roth, fundador de Scorpions, que hasta el 2024 ha llenado cuanto teatro y festival en el que participa, solo fue capaz de convocar a 150 personas en La Noche de Barranco. Una vergüenza.

Pero, en la tocada de Celebrating David Bowie de aquel octubre del 2018, en tiempos en que Keiko Fujimori era llevada presa y Martín Vizcarra gobernaba con mayoritario apoyo popular por enfrentarse a los grupos de poder político y económico, estuvimos quienes teníamos que estar: fans de Bowie de todas las edades que saltaron, cantaron y bailaron cada tema con emoción y entrega. Algo que Belew, Bundini, Moore, Dempsey, House, Dziubla y Urbano seguro supieron apreciar.

Solo dos detalles afearon aquella velada: el sonido no tuvo una buena noche, por momentos no se escuchaban las voces y algunos pasajes de saxo, guitarra y teclados pasaron desapercibidos. Y el otro: hay conciertos que no requieren de teloneros, y este fue uno de ellos. Sin desmerecer el esfuerzo de Toño Jáuregui de Libido, lo suyo no tuvo nada que ver con la tremenda oleada de musicalidad y virtuosismo que vimos y escuchamos después. Mucha distancia entre ambos. Abismal.

Angelo Moore resultó ser un personaje lleno de sorpresas, dispuesto a robarse los reflectores. Exultante y desinhibido, Moore comenzó el show antes de la hora pactada, saludando al público que iba ingresando al teatro, derramando carisma. Sobre escena, se ocupó de personificar, a su estilo recargado, casi como un drag-queen, algunos de los emblemáticos atuendos y peinados que usó Bowie en sus años de gloria, dándose volantines y mezclándose entre el público, a quienes les acercaba el micrófono para que colaboren en los coros. 

Al fondo, la base rítmica de House y Michael Urbano mostró solidez y precisión a lo largo del concierto, y alcanzó momentos realmente fantásticos, sobre todo en los temas más funky del catálogo bowiesco como Sound and vision (Low, 1977), Ashes to ashes (Scary Monsters, 1980) o Golden years (Station to station, 1976).

Mientras tanto el saxofonista Ron Dziubla se lució en cada una de sus intervenciones, especialmente con sus solos en los exitazos radiales Blue jean (Tonight, 1984) y Modern love (Let’s dance, 1984), que generaron locura en los pasillos del local. Por su parte, Paul Dempsey colocó sus acordes redondos y prístinos de guitarra acústica con suma elegancia en canciones como Life on Mars? (Hunky dory, 1971), Space oddity (David Bowie, 1969), Quicksand (Hunky dory, 1971) o Five years (The rise and fall of Ziggy Stardust and The Spiders From Mars, 1972), además de ejecutar una performance perfecta.

En cuanto a la pareja de guitarristas, Angelo “Scrote” Bundini y Adrian Belew, mientras el primero se mostró cumplidor y correcto con riffs y solos estrictamente bien colocados, el segundo exhibió su conocido talento para la experimentación con ese manejo tan particular que tiene de la guitarra eléctrica, arrancándole sonidos brutalmente impredecibles, que parecen sacados de otra galaxia, aunque bastante contenidos para nuestro gusto, ya que su rango de acción es muchísimo más amplio y durante la primera parte del concierto entraba y salía permanentemente de escena.

Belew, a pesar de ser el nombre más importante del cartel en la versión de Celebrating David Bowie que visitó nuestro país -y que ha contado, en sus fechas en los EE.UU. y Europa, con invitados notables como Todd Rundgren, Sting, Gail Ann Dorsey, entre otros-, cumplió con sus apariciones con suma sencillez, casi con perfil bajo. Pero sacudió el teatro cuando le tocó lanzar esas estrambóticas descargas de electricidad como en Stay (Station to station, 1976) o el mix DJ/Boys keep swinging (Lodger, 1979), en cuya grabación original participó, habilidades que conquistaron a Bowie cuando lo conoció allá por 1978, y prácticamente lo sacó a hurtadillas de la banda de Frank Zappa, donde cumplía contrato de un año.

Tanto Adrian Belew como Angelo “Scrote” Bundini, Paul Dempsey y Angelo Moore son excelentes cantantes y se repartieron funciones vocales según la canción interpretada. Mención aparte para la emocionante armonía que construyeron en Space oddity, que hizo recordar a la que hacía Belew con el mismo Bowie, durante el alucinante Sound+Vision Tour de hace 35 años, en la que fue guitarrista y director musical en más de 100 conciertos, con los que inclusive llegaron a Sudamérica. 

Para el cierre de aquella fantástica noche en el Municipal de Lima, los CdB tocaron dos temas que definen no solo la obra de David Bowie sino toda una época del rock, una que lamentablemente no volverá: All the young dudes (que Bowie regalara en 1972 a sus amigos Ian Hunter y Mott The Hoople, para que se hagan famosos) y “Heroes” (“Heroes”, 1977), que los peruanos de bien dedicaron, en esa misma semana, al fiscal José Domingo Pérez y al juez Richard Concepción Carhuancho, quienes pudieron convertirse en héroes, aunque sea solo por un día.

El setlist incluyó siete de las once canciones de The rise and fall of Ziggy Stardust and The Spiders from Mars, legendario cuarto disco de David Bowie, lanzado originalmente en 1972, hasta ahora considerado el punto culminante de su primera época: Five years, Soul love, Suffragette city (con Angelo Moore en estado de posesión demoniaca), Rock’n roll suicide, Moonage daydream, Starman y por supuesto, Ziggy Stardust, himno y carta de presentación del alter ego más famoso de la historia del rock, un ídolo de peinado rojo y «ese culo dotado por Dios» que conquistó la Tierra desde el espacio exterior con una guitarra y una banda, las Arañas de Marte, integrada por Mick Ronson (guitarras), Trevor Bolder (bajo) y Woody Woodmansey (batería).

Precisamente, el título de uno de esos clásicos fue usado para el más reciente documental dedicado a David Bowie, de revisión obligada para recordarlo en estos días. Moonage daydream (Brett Morgen, HBO Original, 2022) ofrece un viaje psicodélico por la carrera del músico, a través de imágenes nunca vistas en concierto, extractos de entrevistas y contextos de sus inicios, sus años en Berlín, sus permanentes reinvenciones y renacimientos. Desde Ziggy Stardust hasta Tin Machine, el espectador logra conectarse con este artista que tenía tanto de Marcel Marceau como de Oscar Wilde y dejó un legado rico en simbolismos usando el poder de rock como principal arma y vehículo expresivo. El film, estrenado en la edición 75 del Festival de Cannes, es considerado como uno de los mejores documentales sobre una estrella de rock.

Desde su primera aparición, un mes después de la muerte de David Bowie, CdB ha realizado diversas presentaciones en todo el mundo. La última de sus giras fue el año 2022 con invitados especiales como la vocalista Lisa Loeb, el baterista Ryan Brown (Zappa Plays Zappa) y músicos que han trabajado ampliamente con Bowie como el tecladista Mike Garson o el bajista Carmine Rojas. Para este 2025, CdB está anunciando nuevas fechas con la participación del cantante de la legendaria banda británica de goth-rock y post-punk Bauhaus, Peter Murphy. 

Aquella noche del 25 de octubre del 2018 fue inolvidable para los amantes del buen rock and roll, que llegó a Lima gracias al esfuerzo de la productora Lima Live Sessions, que se dedicó mientras pudo a traer actos de enorme calidad -Uli Jon Roth, Magma, The Flower Kings, los Stick Men de Tony Levin, fueron solo algunos-, aunque no hayan atraído a las masas de público que merecían sus talentos y trayectorias, para balancear la predecible agenda de visitas de artistas que podrán estar muy de moda pero jamás alcanzarán la trascendencia artística de David Bowie.

 

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[Música Maestro] (*) NOTA DEL AUTOR: El 2025 arrancó con la muerte, a los 82, del popular cantautor argentino Leopoldo Dante, Leo Dan. Sus seguidores, que se cuentan por millones en Latinoamérica, lamentan su pérdida. 

Cuando éramos niños o adolescentes, las grandes estrellas de la música a las que admirábamos eran personas adultas, fuertes. Y establecíamos con ellos una relación casi jerárquica, como la que teníamos con nuestros padres y profesores de colegio. Pertenecían -aunque de una manera más libre y relajada- al mundo “de los grandes”. Claro, hablamos de hombres y mujeres cuyas edades oscilaban entre los 25 y los 55 años mientras que nosotros, quinceañeros, podíamos ser sus hijos o sus nietos. Y, salvo las noticias de muertes prematuras -por enfermedades, por excesos, por accidentes- siempre frecuentes en el mundo del arte, en líneas generales todos estos personajes aparecían ante nuestros ojos como superhéroes invulnerables, semidioses inmortales.

Hace unos días pensaba en ello cuando, en medio de las sordideces de poca monta que han hecho irrespirable el aire de este país -el Congreso y su red de prostitución, el reggaetón que musicaliza a la vez los TikToks de sicarios y de niños en edad escolar, el estilo estúpidamente “magalizado” de los reporteros de la televisión, los balbuceos de nuestra “clase política” presidencial, congresal, ministerial-, se difundió la noticia del colapso que sufrió el baladista español Raphael, cuya juventud nos parecía, en los videos, eterna. Afortunadamente, el cantante se recuperó y sigue entre nosotros, a sus 81. Lo mismo le ocurrió a nuestra querida Susana Baca quien pasó momentos muy difíciles de salud durante toda la primera mitad del desastroso año que acabamos de dejar atrás. A pocos días de cumplir los 80, la cantante e investigadora afroperuana salió de la UCI y hoy se alista para supervisar la grabación de un documental sobre su intensa y fructífera vida artística.

Lastimosamente, no corrieron con la misma suerte muchas otras luminarias de distintos géneros musicales, países y épocas, en el transcurso de los últimos doce meses. Leyendas del jazz, populares personajes locales, ídolos del pop-rock que estremecieron a sus seguidores en las décadas doradas de la música de consumo masivo y artistas de culto que, al margen de los grandes públicos y las modas, se las arreglaron siempre para destacar en tiempos en que había que ser realmente bueno para sobresalir. 

Uno de los fallecimientos más comentados del 2024 fue el del norteamericano Quincy Jones (3 de noviembre, 91). Conocido por su trabajo junto a Michael Jackson en sus álbumes Off the wall (1979), Thriller (1983) y Bad (1987), Jones se hizo mundialmente famoso en 1985 como arreglista y productor del himno benéfico We are the world, ensamblando a USA for Africa, un conjunto de más de cincuenta megaestrellas del pop, soul y rock que se reunieron para llevar algo de alivio a la hambruna africana, siguiendo los pasos de la cruzada artística que, un año antes, había iniciado el irlandés Bob Geldof. Jones tenía, para ese momento, una larga trayectoria como trompetista y director de orquestas, trabajando con Ella Fitzgerald, Count Basie y Frank Sinatra, entre otros nombres grandes del jazz. 

Entre sus innumerables lanzamientos discográficos destaca una producción de 1981, The dude, que contiene tres superéxitos de aquella década, el disco-electrofunk Ai no corrida y las baladas Just once y One hundred ways, ambas interpretadas por el cantante de R&B James Ingram (1952-2019). En 1984 se reunió con Sinatra, con quien no grababa desde 1966, para lo que sería su último LP, L.A. is my lady que contiene, además de una colección de standards de los años treinta como Stormy weather o Mack the knife, el famoso tema-título que Jones coescribió con su esposa Patty Lipton y la pareja Alan y Marilyn Bergman, autores de The way we were, balada que grabó Barbra Streisand para la película del mismo nombre de 1973.

También en el mundo del jazz, este 2024 despidió a tres legendarias figuras de la era del bebop: el saxofonista Lou Donaldson (9 de noviembre, 98), el baterista Roy Haynes (12 de noviembre, 98) y el saxofonista Benny Golson (21 de septiembre, 95), uno de los dos últimos sobrevivientes de aquella histórica foto grupal tomada en una calle del barrio negro de Harlem, New York, en la que 57 músicos posaron para la revista Esquire -el otro es “el coloso del saxofón”, Sonny Rollins, actualmente de 94 años. Golson apareció en la película The Terminal (Steven Spielberg, 2004), protagonizada por Catherine Zeta-Jones y Tom Hanks. En el film, un ciudadano de un país ficticio soviético viaja hasta los Estados Unidos para buscar el autógrafo de Golson, una promesa que había hecho a su padre, amante del jazz.

Pero si estos casos parecen bastante comprensibles, debido a las avanzadas edades de los personajes, en la orilla opuesta tenemos, por ejemplo, el del extraordinario tecladista y compositor norteamericano Shaun Martin, integrante del colectivo de jazz-fusion Snarky Puppy -aquí podemos verlo, tocando Sleeper, tema del álbum We like it here (2014). Martin falleció apenas a los 45 años, el pasado 3 de agosto. Del mismo modo, el universo pop quedó estupefacto ante la trágica muerte de Liam Payne, uno de los integrantes de la exitosa banda británica One Direction, ocurrida el 16 de octubre, tras caer del tercer piso de un hotel en Buenos Aires, Argentina. Nell Smith (17), falleció también trágicamente en un accidente de tránsito. La joven cantante canadiense se había hecho conocida en el submundo del indie-rock, al grabar en el 2021 -con solo 14 años- un oscuro disco de covers de Nick Cave, titulado Where the viaduct looms, acompañada por el siempre sorprendente quinteto estadounidense The Flaming Lips.

La música popular latinoamericana también perdió a una de sus figuras históricas, el compositor colombiano Juan Madera Castro, autor de La pollera colorá, una de las cumbias más interpretadas de todos los tiempos. Madera escribió la canción originalmente en 1960 y desde entonces se convirtió en emblema del folklore tropical colombiano. Falleció a los 102 años, el día de nuestras fiestas patrias, 28 de julio. También en Colombia lloraron la partida del acordeonista Egidio Cuadrado (21 de octubre, 71), considerado una leyenda del vallenato, que integró la banda de Carlos Vives en sus discos Escalona: Un canto a la vida (1991), Escalona: Volumen 2 (1992) -dedicados a Rafael Escalona, antiguo compositor de este popular ritmo del país cafetero- y, especialmente, Clásicos de la provincia (1993), producción con la que Vives internacionalizó el vallenato, con canciones como La hamaca grande y La gota fría. Mientras tanto, nos enteramos de la muerte del nuevaolero argentino Heleno (16 de septiembre, 83), famoso entre nosotros por canciones como No son palabritas (1973) o La chica de la boutique (1971).

El ejército del pop-rock clásico ha perdido a algunos de sus más destacados soldados. Por ejemplo, el guitarrista Dickey Betts (18 de abril, 80), de The Allman Brothers Band; la legendaria estrella de la guitarra eléctrica instrumental Duane Eddy (30 de abril, 86); el cantante y guitarrista Greg Kihn (13 de agosto, 75), recordado por sus éxitos ochenteros Jeopardy (1983) y The break-up song (1981); Richard Tandy (1 de mayo, 1976), tecladista y miembro fundamental de Electric Light Orchestra. La banda MC5, pioneros del hard-rock y punk en Detroit, perdió a tres de sus integrantes: el cantante y guitarra líder, Wayne Kramer (2 de febrero, 75), el baterista Dennis Thompson (9 de mayo, 79), y su manager, el poeta y promotor de conciertos John Sinclair (2 de abril, 83). 

También volaron a otras latitudes el padre del blues británico, John Mayall (22 de julio, 90), quien lanzó a la fama a Eric Clapton, Peter Green, Mick Jones y muchos otros; Steve Albini (7 de mayo, 61), productor de importantes artistas del rock de los noventa como Nirvana, PJ Harvey o Pixies; el vocalista japonés Damo Suzuki (9 de febrero, 74), del cuarteto de alemán Can; el bajista y fundador de Grateful Dead, Phil Lesh (25 de octubre, 84); Tito Jackson (15 de septiembre, 70), uno de los hermanos mayores del “Rey del Pop”, Michael Jackson; o el vocalista y compositor Eric Carmen, famoso por la balada All by myself, de su álbum debut de 1975, grabada tanto en inglés como en español con el título Sola otra vez por la diva canadiense Celine Dion en 1996; y por Hungry eyes, uno de los temas centrales de la banda sonora de la recordada película ochentera Dirty dancing (1987).

Asimismo, los fanáticos de Jethro Tull, insigne banda inglesa de prog-rock, lamentaron la muerte de su baterista en el periodo 1981-1988, Gerry Conway (29 de marzo, 76). Chris Cross, bajista de Ultravox, una de las bandas más importantes y creativas de la new wave, falleció a los 71, el 25 de marzo. En los predios del hard-rock y heavy metal, recibimos la triste noticia del fallecimiento del energético bajista T. M. Stevens (10 de marzo, 72), quien acompañara a Steve Vai durante la gira del disco Sex & religion (1993), además de trabajar con un amplio rango de artistas de rock, funk y jazz. 

Otra leyenda del metal, el cantante original de Iron Maiden, Paul Di’Anno, sucumbió a los problemas de salud que lo aquejaban desde el año 2020, el 21 de octubre a los 66. Por su parte, cruzaron la línea el vocalista de los hard-rockers Great White, Jack Russell (7 de agosto, 63); Peter Collins, productor de bandas como Rush, Queensrÿche o Alice Cooper (28 de junio, 73); Jerry Abbott (2 de abril, 80), padre de los hermanos Vinnie Paul y Dimebag Darrell, batería y guitarra de Pantera. Asimismo, dos integrantes de la banda de culto Brujeria, icónicos representantes del death metal californiano que jugaban con letras y sobrenombres en jerga mexicana, también se mudaron al otro barrio: los vocalistas John “Juan Brujo” Lepe (18 de septiembre, 61) y Ciriaco “Pinche Peach” Quezada (17 de julio, 57).

In-a-gadda-da-vida era, hasta hace un par de décadas, uno de los temas que definían al “rock clásico”. Lanzado originalmente en 1968, es un viaje lisérgico de casi veinte minutos que ocupaba todo el Lado B del segundo LP del cuarteto californiano Iron Butterfly. Doug Ingle (78), vocalista, organista y compositor de este himno del rock ácido, falleció el 24 de mayo. Lo siguieron Jimmy Hastings (18 de marzo, 85), saxofonista de Caravan, una de las mejores exponentes de la escena de Canterbury; Brit Turner (3 de marzo, 57), baterista de Blackberry Smoke, vibrante grupo de blues-rock que visitó Lima teloneando a Slash en el 2019; J. D. Souther (17 de septiembre, 78), coautor de exitazos de Eagles como New kid in town o Heartache tonight; y el escocés Joe Egan (6 de julio, 77), quien alcanzó la fama en el grupo Stealers Wheel, con el tema Stuck in the middle with you (1973). Asimismo, dos miembros de las bandas de Frank Zappa, el bajista Tom Fowler (73) y el vibrafonista Ed Mann (70), fallecieron uno después del otro, los días 2 y 1 de junio, respectivamente.

Muchos creemos que el Perú es un lugar mejor tras la muerte de Alberto Fujimori (11 de septiembre, 86). El problema es que, por cada político corrupto mueren tres o cuatro estrellas de nuestra música popular, dejándonos la sensación de estar cada vez más a merced del mal gusto y la vulgaridad. Yola Polastri (7 de julio, 74), fue una conductora infantil que dedicó su vida a lanzar canciones entretenidas y blancas, las mismas que son recordadas por toda una generación que creció con ellas, con mensajes positivos y didácticos, a leguas de distancia de lo que hoy escuchan nuestros niños. 

Siguiendo con la escena local, el histórico Lucas Borja, segunda voz y guitarra de Los Romanceros Criollos (10 de mayo, 90); el (in)combustible rocanrolero César Alemán, más conocido en el ambiente subte como César N (18 de marzo, 55); el baterista original de Frágil, Arturo Creamer (28 de mayo, 69); el baladista nuevaolero Gustavo “Hit” Moreno (5 de marzo, 86); y Johnny Farfán (1 de abril, 81), estrella del bolero cantinero; enlutaron a sus seguidores. Finalmente, el lamentable deceso de Flor Quispe Sucapura (23), ocurrido el 3 de abril, una joven puneña que buscaba construirse una carrera en el huayno moderno bajo el nombre artístico de “Muñequita Milly”, es un hecho que combina varias de las taras sociales del Perú y del mundo moderno: la obsesión por las cirugías estéticas, la ausencia de escrúpulos de los charlatanes que las ejecutan y la eterna impunidad que no castiga a los responsables.

Las muertes del pianista y director de orquestas Sergio Méndes (5 de septiembre, 83) y del saxofonista David Sanborn (12 de mayo, 78) fueron cubiertas por medios especializados en jazz moderno. Mientras que, por un lado, el brasileño colocó al bossa nova y la samba en primera línea de las radios “easy listening”; el norteamericano se paseó tanto por el blues y el rock como por el jazz moderno y la fusión, con una discografía amplia y diversa, alternando con estrellas como David Bowie, Miles Davis, los hermanos Brecker, Al Jarreau o su cómplice, el virtuoso bajista Marcus Miller.

El latin-jazz también perdió al bajista Tony Banda (15 de diciembre, 68) quien, junto a su hermano, el timbalero Ramón Banda, formó parte de la poderosa sección rítmica del reconocido conguero Ildefonso “Poncho” Sánchez entre 1983 y 2013. Los barbudos hermanos Banda, de origen mexicano, lanzaron en el 2003 un sensacional disco llamado Acting up! El trompetista cubano Manuel “Guajiro” Mirabal, que el mundo conoció como integrante de Buenavista Social Club, falleció a los 91 años, el 28 de octubre. En el Perú, la comunidad salsera lamentó la prematura muerte, el 5 de diciembre, de Dante “Salsófilo” Corrales, animador de la popular orquesta chalaca Zaperoko, especialista en covers de salsa dura.

El director de orquesta, pianista y educador japonés Seiji Ozawa (6 de febrero, 88), fue la personalidad más importante de la música académica que nos dejó este 2024. Histórico conductor de la Orquesta Sinfónica de Boston, fue admirado tanto por la crítica especializada como por el público, por sus apasionadas y precisas interpretaciones. También en este campo, el legendario concertista italiano Maurizio Pollini (23 de marzo, 82), especialista en el periodo clásico del piano -Debussy, Beethoven, Chopin. Finalmente, el director de orquesta, pianista y educador húngaro Péter Eötvös, continuador del modernismo de Pierre Boulez y su compatriota Béla Bartók, que escribió óperas, sinfonías, soundtracks para directores de su país y música electrónica incidental, así como adaptaciones de obras literarias de Anton Chejov o Gabriel García Márquez, falleció un día después, el 24 de marzo, a los 80.

La música country, acostumbrada a despedir a sus estrellas más longevas, como el actor y compositor Kris Kristofferson (28 de septiembre, 88); pasó por un duro trance tras conocer que Toby Keith, uno de los principales exponentes del género desde los años noventa, había sido diagnosticado con cáncer estomacal. El intérprete y compositor de varios himnos nacionalistas que han sido usados indistintamente por gobiernos demócratas y republicanos falleció a los 62 años, el 5 de febrero. 

Por su parte, partieron también la cantautora folk Melanie Safka (23 de enero, 76), una de las estrellas protagonistas del Festival de Woodstock; el bajista de reggae Aston “Family Man” Barrett, de la formación original de Bob Marley & The Wailers (3 de febrero, 77); el británico Steve Harley, líder de The Cockney Rebel, banda seminal de glam-rock (17 de marzo, 73); la chanteuse francesa Francoise Hardy (11 de junio, 80); Slim Dunlap (18 de diciembre, 76), guitarrista de The Replacements; la cantante de gospel y soul Cissy Houston (7 de octubre, 91), madre de Whitney Houston; el histórico productor de The Kinks y The Who, Shel Talmy (13 de noviembre, 87); y el cineasta canadiense Norman Jewison (20 de enero, 97), director de clásicos como Fiddler on the roof (1971) y Jesuschrist Superstar (1973).

Finalmente, vale la pena mencionar a los siguientes caídos entre enero y diciembre del año que se fue: Chris Karrer (2 de enero, 76), multi-instrumentista, compositor y pionero del krautrock alemán con su banda Amon Düül II; el productor Frank Farian (23 de enero, 82), también alemán, que lanzó a la fama a actos como Boney M, No Mercy y Milli Vanilli; René Toledo (6 de febrero, 66), guitarrista cubano de enorme presencia en sesiones de grabación de artistas de latin-pop como Jennifer López, Marc Anthony, Ricky Martin, entre otros; Michael Ward (1 de abril, 57), guitarrista de The Wallflowers; Mike Pinder (24 de abril, 82), tecladista de The Moody Blues; los rockeros argentinos Javier Martínez (4 de mayo, 78), baterista de Manal, y Willy Quiroga (21 de noviembre, 84), bajista de Vox Dei; el tenor y ex congresista peruano Franceso Petrozzi (27 de mayo, 62); y Herbie Flowers (5 de septiembre, 86), destacado bajista de sesión que trabajó, entre otros, con David Bowie y Lou Reed, en clásicos como Space oddity y Walk on the wild side, entre otros. 

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[Música Maestro] El sábado pasado, 21 de diciembre, Frank Vincent Zappa, uno de mis artistas favoritos, habría cumplido 84 años. La misma edad que hoy tiene Ringo Starr, el Beatle a quien convocó para que actuara en su caleidoscópica película 200 Motels, de 1971. O la edad que habría cumplido John Lennon, el otro Beatle, con quien hizo una histórica jam session en el Fillmore East de New York, ese mismo 1971 -contaminada por los insufribles alaridos de Yoko-, que acabó en un lamentable robo de derechos de autor perpetrado por la pareja más famosa del rock clásico (ver historia completa aquí).

En mi vida de melómano he desarrollado fanatismos múltiples y diversos. Quienes me conocen desde mi más temprana infancia saben perfectamente que, desde la cuna, me agitaba con las canciones de los Bee Gees. En paralelo, me enganché con las guitarras acústicas de los boleros -cubanos, mexicanos- y los valses de la Guardia Vieja, el jazz de Frank Sinatra y Glenn Miller que escuchaba mi papá; y con las baladas, salsas y cumbias que emocionaban a mi mamá, cada vez que se encendía la radio de la casa.

Después llegó el rock y sus infinitos derivados, desde los Beatles en dibujos animados de Canal 5 hasta el progresivo, el punk y el heavy metal, géneros en los que sumergí hasta lo más hondo, en simultáneo a todo lo que se escuchaba en las radios convencionales, Doble 9 y en Disco Club, el programa televisivo que nos educó en cuestiones de pop-rock. Luego llegaron la trova, Les Luthiers, Silvio Rodríguez,Joan Manuel Serrat y el rock en español, en especial el argentino. En el camino, como seguramente recordarán mis compañeros deuniversidad, me hice fan acérrimo de Queen y de todos los bajistas extraordinarios, desde John Paul Jones (Led Zeppelin) hasta Steve Harris (Iron Maiden), que me erizaban la piel y hacían volar mi imaginación, lo mismo que sentía al escuchar las orquestas del Álbum Musical del Mundo (aquel microprograma de la NHK japonesa que pasaba Canal 7) con sus melodías de Mozart, Vivaldi, Bach o Beethoven, o a Luciano Pavarotti entonando canciones napolitanas.

Frank Zappa apareció en mi radar musical a través del error de uno de mis dealers de cassettes piratas. Sería 1990 o 1991, durante mi primer año en la San Martín. En el segundo piso de las Galerías Brasil, a seis cuadras de la Facultad de Ciencias de la Comunicación, había un local donde grababan, por unos cuantos soles, vinilos completos. Uno tenía la opción de llevar su propio cassette en blanco o, si no, la tienda te ponía también el soporte de plástico, incluyéndolo en el precio final.

Había mandado a copiar allí un LP de Genesis del periodo 1970-1973, una extraña recopilación alemana titulada Rock Theater. Como en esa oportunidad no tenía cassette a la mano, encargué el servicio completo. Cuando llegué a mi casa para escuchar lo grabado, después del épico final de Supper’s ready, el cuento musicalizado por Gabriel, Collins, Hackett, Banks y Rutherford, tras un instante de silencio, asaltó mis oídos una ráfaga de cuarenta o cincuenta segundos de un esquizofrénico intermedio instrumental que concluía con unagrandiosa fanfarria de influencia sinfónica que dio paso al inicio de un tema más pausado que, con las mismas, se cortó abruptamente.

“¿Qué era eso?”, me quedé pensando y, a mi siguiente visita, llevé el cassette para que el vendedor me ayudara a identificarlo. Después de escuchar el fragmento, el dealer pirata sacó de su caja de vinilos viejos uno de carátula rosada, con la foto de una persona saliendo de una piscina vacía, que solo dejaba ver sus amenazantes ojos y una alborotada melena. Se trataba, por supuesto, del LP Hot Rats (1969) y lo que había escuchado por accidente era el final de Son of Mr. Green Genes, seguido del inicio de Little umbrellas. El amigo de la tiendame dijo, palabras más palabras menos: “tráeme un cassette de 90 y te grabo dos discos de este pata”, en compensación por haber usado uno viejo para lo de Genesis. Por supuesto, acepté.

En el Lado A del cassette estaba el Hot Rats completo que tiene, además de los dos mencionados, otros cuatro temas, entre ellos elbluesero Willie the pimp, cantado por Captain Beefheart y Peaches en regalia, quizás la más “conocida” para los adictos al rock clásico. Y, en el Lado B, un disco cargado de efectos, voces entrecortadas y canciones breves pero sustanciosas en cambios y mensajes, algunos explícitos y otros cifrados. Me refiero a una de sus primeras obras maestras, el brillante We’re only in it for the money (1968). Todavía estaba lejos de ser un conocedor de la música de Frank Zappa, pero escuché tantas veces ese cassette que acabé aprendiéndome de memoria ambos álbumes.

Mi nuevo fanatismo fue difícil de alimentar en los años noventa, solo logré escuchar algunas cosas más. No fue sino hasta la era de internet y la piratería de discos compactos que logré profundizar acerca de las diversas dimensiones de este músico que sobrevivió a la decadencia del hippismo, las hordas del punk y la diversificación de los gustos musicales de las masas, apoyado en su comunidad de seguidores y su particular creatividad, su adicción al trabajo y meticuloso perfeccionismo, su estatus como “héroe de la guitarra” -al nivel de Jimi Hendrix, Eric Clapton o Allan Holdsworth– y su genuina extravagancia.

Zappa era una atípica estrella del rock. No se drogaba ni tomaba alcohol, lo cual le permitía mantener la lucidez en cada entrevista que le hacían en conocidos espacios de la televisión de su país -David Letterman, Saturday Night Live- o en los países europeos que frecuentemente visitaba con sus bandas. Cuando no estaba de gira, dormía todo el día y grababa/editaba de noche, escribiendo y dirigiendo hasta el último detalle. En vivo, jamás repetía un setlist ni los solos que tocaba, en conciertos que superaban las dos horas y media. En sus canciones se burlaba de todos, desde Peter Framptonhasta Culture Club, desde Richard Nixon hasta Jimmy Swaggart. Les ponía nombres extraños a sus hijos -Moon Unit, Dweezil, Ahmet, Diva- y sus letras eran, en muchos casos, alocadas, repletas de aparentes sinsentidos y hasta procaces, pero nunca aburridas ni mal escritas, y siempre capaces de convertirse en agudas crónicas personales sobre temas más serios como las inquietudes de los jóvenes, la represión sexual, el consumismo, la crisis e hipocresías del music business, la discriminación, la corrupción política, el pésimo sistema educativo y el engaño de la religión institucionalizada.

Su discografía es amplísima -más de 60 lanzamientos oficiales en vida y una cantidad similar de lanzamientos póstumos y tiene de todo: jazz-rock, pop-rock, country, soul, música concreta, blues, progresivo, proto heavy metal, música sinfónica, vaudeville, doo-wop y muchas otras variaciones de estilos, desde la parodia hasta alucinados coversde un enorme rango de fuentes, desde el Hava Nagila judío hasta la banda sonora de Star Wars, desde fragmentos de composiciones de Igor Stravinsky y Béla Bartók hasta versiones propias de clásicos de Johnny Cash, Led Zeppelin y los Beatles.

Frank Zappa murió prematuramente, a los 53 años, de cáncer de próstata. Tenía todavía mucha música que hacer y, sobre todo, muchas cosas qué decir. En sus últimos conciertos de 1988 por los Estados Unidos, multitudinarios a pesar de no haber tenido nunca difusión en radios ni en la naciente MTV, instalaba mesas para que los asistentes se registren para votar y decía, sin pelos en la lengua y en plena campaña electoral, que Ronald Reagan era un tremendo imbécil, en Dickie’s such an assholededicada originalmente al presidente Richard Nixon, el mismo año de su renuncia al cargo tras el escándalo de Watergatey que los fanáticos religiosos gana(ba)n plata haciéndole creer a los ciudadanos que eran todos unos tarados (Jesusthink you’re a jerk).

A pesar de su prolífico trabajo discográfico y presencia constante en medios, además de tener una protagónica participación, junto a la estrella country John Denver y el vocalista de los Twisted Sister, Dee Snider, en la polémica desatada en 1985 por la PMRC (Parents Music Resource Center), una asociación liderada por Tipper Gore, esposa del entonces senador y futuro vicepresidente Al Gore, que promovió un acto de censura a diversos artistas pop-rock -la colocación de la famosa etiqueta de “contenidos explícitos vigente hasta hoyque generó encendidos debates en el mismísimo Parlamento norteamericano y en sintonizados programas de televisión (como este episodio de Crossfire en CNN, de 1986), el legado ideológico y político de Frank Zappa se apagó con su muerte, al punto de que su nombre fue totalmente desaparecido de cualquier retrospectiva que se haya hecho acerca de las mentes más influyentes del país del Tío Sam, durante las décadas siguientes.

Si Zappa no hubiera sucumbido al cáncer -quiero decir, si nunca lo hubiera padecido- estaría actualmente al nivel de comentaristas políticos y sociales como Noam Chomsky, Michael Moore o BernieSanders. De hecho, para la campaña presidencial de 1992-1993, en la que ganó Bill Clinton, se deslizó la posibilidad de que el músico, en trance de retiro por la enfermedad que comenzaba a aquejarlo, se presentara como una tercera vía, ni demócrata ni republicana. Habría sido muy interesante escuchar hoy su opinión acerca del dúo de oligofrénicos Donald Trump/Elon Musk, la masacre en Palestina, las maratones de Netflix, la adicción al exhibicionismo de las redes sociales y la inteligencia artificial, el mamarrachento reggaetón, el asesinato del CEO de United Healthcare, o el lunático presidente de Argentina, Javier Milei.

Otro de sus aportes a la música norteamericana contemporánea es su papel como promotor de talentos nuevos. Frank descubrió a músicos que, posteriormente, construyeron su propio prestigio como, por ejemplo, Steve Vai, uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos; Adrian Belew, cantante y guitarrista quien fuera, entre otras cosas, parte del renacimiento de King Crimson desde 1981 y que ha trabajado, entre otros, con David Bowie y Talking Heads; Warren Cuccurullo, fundador de los ochenteros Missing Persons y luego miembro de otros legendarios de esa década, Duran Duran; Chester Thompson, famoso baterista de Genesis y Phil Collins; VinnieColaiuta, uno de los más grandes del jazz moderno; o Terry Bozzio, otro monstruo de las baquetas, también de Missing Persons e integrante de cientos de proyectos y sesiones de grabación de rock, jazz y heavy metal.

Asimismo, los primeros trabajos importantes de íconos del jazz-rock como George Duke (teclados), el francés Jean-Luc Ponty y el indio L. Shankar (violín eléctrico, ambos) fueron con Frank. Y, desde luego, toda la galería de excelentes músicos que trabajaron con él en sus diversos periodos como, por ejemplo, Ian Underwood (teclados, saxos), Don Preston (teclados), Ruth Underwood (vibráfono), Tommy Mars (teclados), Chad Wackerman (batería), Robert Martin (voz, teclados, saxos), Mike Keneally (guitarra, teclados) y Scott Thunes(bajo), muchos de los cuales han mantenido vivo el legado de Zappaen bandas-tributo como Banned From Utopia, Project/Object, TheGrandemothers o The Zappa Band. Esta última fue telonera oficial en la más reciente gira de King Crimson, realizada en 2022-2023.

La discografía de Frank Zappa se puede dividir en los siguientes periodos:

1966-1970: con The Mothers Of Invention, banda que fue una piedra en el zapato para la subcultura hippie y el pop-rock oficial, con sus espectáculos irreverentes y su aspecto grotesco.
1970-1972: de graciosas rutinas, que concluyó con el incendio en Montreaux narrado en el clásico Smoke on the water de Deep Purple y un atentado en el que casi muere, en Londres.
1972-1976: jazz-rock puro y duro, combinando la vocación por el rock-comedia, la sátira política y la complejidad instrumental, de big bands a ensambles sorprendentemente virtuosos.
1977-1980: etapa de transición que se concentró mayormente en lanzamientos en vivo con una banda joven y alocada. En este periodo tuvo además un enorme lío legal con la Warner Brothers.
1981-1993: periodo de intensa actividad en los estudios -un disco por año de 1981 a 1986- y, en paralelo, varios lanzamientos en vivo, y extensas giras mundiales de 1980, 1982, 1984 y 1988.
1994-2024: en los treinta años posteriores a su muerte, han aparecido más de setenta discos con materiales inéditos, sesiones completas de álbumes emblemáticos, conciertos y mucho más.

Además, se han publicado varios libros y estrenado dos documentales sobre su figura artística y política: Eat That Question: Frank Zappa in His Own Words (Thorsten Schütte, 2016) y Zappa (Alex Winter, 2020), resaltando todo lo que el establishment pretende ocultar.Paralelamente, este artista multidimensional produjo varias películasUncle Meat (1969, estrenada recién en 1987), la mencionada 200 Motels (1971), Baby snakes (1979) o The Dub Room Special (1982), lanzó varios sellos discográficos y dio empuje a las carreras de artistas como Alice Cooper o Captain Beefheart, su amigo de la infancia.

Asimismo, protegió por todos los medios posibles su libertad para hacer, decir y grabar lo que quisiera, en aquel laboratorio ubicado en Laurel Canyon, California, llamado UMRK (Utility Muffin ResearchKitchen) que construyó en 1979, centro de sus operaciones hasta el año de su muerte y que en el 2016 fue comprado por Lady Gaga. Tras esa publicitada venta, la fundación que manejó su viuda Gail -hasta su fallecimiento en 2015- y sus hijos Diva y Ahmet trasladó todo el material de audio y video de lo que se conoció como “los sótanos” a un lugar no identificado. Desde ahí, el equipo liderado por el baterista Joe Travers sigue restaurando joyas musicales que, cada año, ponen en alerta a la gran comunidad de seguidores que tiene Frank Zappa a nivel mundial. La última de ellas es un boxset de 5 CD por el 50 aniversario de Apostrophe (‘), con las sesiones completas de grabación del icónico álbum de 1974.

Son muchas cosas que se han quedado en el tintero, como su relación con músicos clásicos contemporáneos como el norteamericano Edgard Varèse (1883-1965), su inspiración, y el francés Pierre Boulez (1925-2016), con quien trabajó en 1984; su rescate de tres miembros de la banda sesentera The Turtles; el apoyo que le dio a una leyenda del blues, Johnny Guitar” Watson (1935-1996), a mitad de los setenta; su apoyo al dramaturgo Václav Havel cuando fue elegido primer presidente de la República Checa; la adoración que por él han manifestado personajes como el actor Billy Bob Thornton o Matt Groening, creador de los Simpsons; o la infinidad de bandas de jóvenes y talentosos músicos que se dedican a tocar sus canciones.Los amantes del cine contemporáneo tuvieron un ligero contacto con el extenso catálogo de Frank Zappa en la película Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001), en cuyos créditos finales suena el instrumental Watermelon in Easter Hay (Joe’s Garage, 1980).

En su última entrevista televisada, ante la pregunta “cómo quisieras ser recordado” él, ya visiblemente desmejorado, contestó. “No me interesa ser recordado, en absoluto”. Sus seguidores no le hacemos caso, por supuesto.  

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José Luis Madueño, Navidad, Ronda de Pascua, Toribianitos, villancicos

[Música Maestro] En mis tiempos de niñez y adolescencia, las celebraciones de Navidad y Año Nuevo tenían que ver con la ilusión de ver a la familia, de pasarla bien en casa, de jugar en la calle hasta tarde, de reunirse con los amigos. No recuerdo haber sentido, entre los 8 y los 18 años, temor de salir al parque que estaba frente a mi casa en San Miguel, a cualquiera de sus esquinas -sin rejas, no como están actualmente– a cualquier hora. Las calles se alegraban, no como ahora que el desánimo se siente apenas sale a caminar.

Tampoco había enjambres de motos que amenazaran nuestra seguridad. Ni siquiera los fuegos artificiales o actividades potencialmente peligrosas como, por ejemplo, quemar un muñeco de plásticos y trapos en medio de la pista y lanzarles una sarta de cohetecillos en medio de aquellas improvisadas piras, para que revienten todos a la vez, representaban un verdadero riesgo para nadie.

Sin embargo, en la Navidad actual, quienes fueron parte de mi generación y hoy son padres o madres de niñas, niños y adolescentes en este país deben estar, aun cuando no quieran reconocerlo -quejarse de la situación actual quita estatus-, con el alma en un hilo pensando qué harán si una rata blanca de mala calidad les explota antes de tiempo, si se desata una balacera en medio del centro comercial en el que estén paseando con sus amigos, si regresarán a casa llorando porque un Rappi falso les arrebató su iPhone. O si regresarán a casa. Así, a secas.

Porque a diferencia de nuestros tiempos, ya no hace falta vivir en las zonas más picantes de los “distritos populosos” (La Victoria, Barrios Altos), en los Barracones del Callao o en las provincias asoladas por Sendero, para tener la certeza de que tus hijos están en peligro dequedar heridos o muertos. En este maldito diciembre de 2024 que vamos acabando a rastras, ir al antes inofensivo distrito mesocrático de Lince a buscar cómics puede terminar de un momento a otro en un hecho de sangre, relacionado a mafias extorsionadoras y prostitución callejera o congresal, sin que ningún estado de emergencia te garantice seguridad.

Una de las pocas cosas que aún nos dan la opción de intentar vivir estas fechas con el recuerdo de aquella niñez y aislarnos, aunque sea un instante, de los sicarios, las llamadas extorsivas de números falsos y los congresistas aliados de las organizaciones criminales, de los cirujanos plásticos que son también asesores políticos, los ministros impresentables, los proxenetas del Congreso y la fría e invasivaavalancha publicitaria de ofertas, compras y regalos, es la música.

En esta temporada festiva, la música es un componente fundamental, un surtido rubro que no ha pasado desapercibido para varios artistas nacionales que, a lo largo de las décadas, han grabado sus propias versiones de clásicos villancicos y melodías que musicalizan estas fechas con sus mensajes de paz, unión familiar y alegría antes de la Nochebuena, en diversos géneros de nuestro folklore e inclusive fusiones más modernas, que recogen lo mejor del repertorio navideño para darle ese sabor peruano que tanto nos identifica.

Por ejemplo, vienen a mi cabeza versos como este: «Belén, campanas de Belén, que los ángeles tocan ¿qué nueva han de traer?», uno de los estribillos más populares en centros comerciales, hacinados mercados populares, calles y plazas de nuestro país, entonado por las voces de un coro de niños formado hace más de cincuenta años y que ha sido parte de la vida de varias generaciones como sinónimo de estas fechas del calendario religioso católico.

Al Perú, los villancicos -ver historia del término en esta nota llegaron directamente desde España, en la forma de simpáticas tonadas a través de las cuales fijamos, en nuestras memorias, elementos básicos de la historia de la Natividad. No hay niño peruano de zonas urbanas, en la capital y las principales ciudades del interior, que no se sepa las famosas líneas de aquella canción que lo lleva al camino de Belén -o Bethlehem, su nombre en arameo, que significa «la tierra del pan»-, un pueblecito pastoril ubicado a casi 13 mil kilómetros de Lima, en medio de la golpeadísima Palestina, donde Jesús nació, según el relato bíblico, en un humilde pesebre hace 2,024 años.

Las adaptaciones de los villancicos al lenguaje de nuestra música popular -folklore andino, música negra, cumbia, fusión, etc.- constituyen una manifestación cultural moderna que combina el fervor religioso que heredamos del dominio español con la calidez del ambiente familiar que rodea estas celebraciones y su vigencia, aún en estos tiempos de superficial hipercomercialización de la Navidad, conectándonos con el llamado «espíritu navideño», esa abstracción que, de vez en cuando, logra sacar lo mejor de nosotros al escuchar unos cuantos acordes y estrofas que disparan recuerdos de tiempos pasados.

En 1965, hace exactamente 54 años, nació un coro infantil que se convertiría no solo en parte inseparable de la Navidad en nuestro país, sino que en su momento fue un éxito artístico y comercial de enormes proporciones. Fue en la norteña ciudad de Chiclayo, capital de la región Lambayeque, en la humilde sala de profesores del Colegio Manuel Pardo, en que un sacerdote español que allí trabajaba como profesor de música, formó “la coral”, un proyecto en el que reunió a niños de Primaria –entre 8 y 10 años- para prepararlos en la interpretación de melodías navideñas.

Desde las primeras semanas de aquel año escolar, José María Junquerainició el proceso de selección y audiciones, convocando a los niños y probando sus voces con el Himno Nacional. Los ensayos eran muy exigentes, como recuerdan varios de los integrantes del elenco, que tuvo un rotundo éxito con sus primeras actuaciones en auditorios de instituciones educativas de diversas provincias de Lambayeque (Pimentel, Tumán, Chongoyape, Chepén y otras) para luego llegar a Lima con esta propuesta de “voces blancas” como las llamaba Junquera, que entonaban cálidas y armoniosas melodías navideñas que poco a poco se metieron en el imaginario colectivo del Perú.

Ese mismo año el coro llegó a Lima y llamó la atención de los sellos discográficos Decibel e Iempsa. Gracias a los contactos de Junquera, a su tenacidad y fe en el proyecto, el coro de quince niños chiclayanos ensayó sus villancicos acompañados por la Orquesta Sinfónica Nacional y apoyados, en la dirección musical y arreglos, por el famoso pianista argentino Horacio Icasto (1940-2013), conocido por haber acompañado a artistas internacionales de la talla de Martha Argerich, Paquito de Rivera, Joan Manuel Serrat, Miguel Ríos y muchos más.

Su primera grabación, bajo la dirección de Junquera y arreglos del pianista Luis Rolero, se tituló Ronda de Navidad (Decibel, 1965), y contiene temas como Canta, ríe, bebe, Una pandereta suena, Alegría, alegría, alegría y, en especial, el tema que da título al LP, con su famosa línea inicial “Somos los niños cantores que vamos a pregonar la Natividad, señores, del Rey de la Humanidad…” que hasta ahora resuena cada diciembre como símbolo de nuestras fiestas navideñas.

A pesar de la popularidad de los niños cantores de Chiclayo y su permanente presencia en los hogares peruanos en estas fechas, nadie supo nada de sus integrantes hasta el año 2013, en que la revista Somos del diario El Comercio se contactó con varios de ellos, y les hizo un reportaje basado en testimonios que habían publicado en el blog Coro Infantil CMP. En aquella nota se resaltó el trabajo del coro y de su fundador José María Junquera.

A partir de entonces, se han generado reuniones y homenajes a los integrantes originales, cuyas edades oscilan entre los 66 y 70 años-, y las canciones siguen tan vigentes como cuando aparecieron por primera vez. “La coral de Chiclayo fue formada como jugando. Nadie creía que iba a tener el éxito que tuvo”, dijo Junquera, quien actualmente tiene 88 años y vive en su natal España. En total, el Coro Infantil del Colegio Manuel Pardo de Chiclayo grabó cuatro LP –Ronda de Navidad (1965), Ronda Infantil, Ronda Peruana (ambos en 1966) y Super Ronda de Navidad (1967).

Por su parte, en el Colegio Santo Toribio del Rímac nació otroconjunto infantil, de la mano del sacerdote y maestro de música Óscar Aquino Pérez, quien en 1971 decidió formar un coro con sus alumnos para hacerlo participar en un concurso local. La recordada maestra y presentadora de televisión Mirtha Patiño (1951-2019) quedó encantada con su presentación y los llevó a diversas actuaciones.

Ataviados con uniformes rojiblancos –aunque originalmente eran guindas, pero se fueron despintando como recuerda uno de sus integrantes- Los Toribianitos se convirtieron en el principal grupo navideño del Perú por su carisma y contagiosos ritmos, en los que combinaban los villancicos de origen español con géneros peruanos populares, desde huaynos hasta cumbias, acompañando cada tema con enérgicos, aunque algo descoordinados, pasos de baile.

A diferencia del coro del padre Junquera de Chiclayo, Los Toribianitos se volvieron una institución en sí misma, renovando sus elencos cada cierto tiempo, cuando los miembros rebasaban el rango de edad inicial (entre 8 y 15 años). En total, en sus más de 50 años de historia oficial, Los Toribianitos grabaron cinco discos, todos con el sello Iempsa, y por sus filas pasaron más de 1,500 niños cantores.

Su éxito a nivel nacional fue de tal magnitud que, aun cuando el colegio Santo Toribio cerró sus puertas hace ya catorce años, el padre Aquino continúa formando nuevas generaciones de Los Toribianitos, con presentaciones benéficas y apariciones esporádicas en la televisión, siempre con sus clásicos uniformes y actualizando sus canciones a las preferencias del público moderno. Aun cuando ya no poseen el éxito masivo que tuvieron en otras décadas, hay ciertos sectores del público que todavía los recuerda y consume sus grabaciones, casi como una postal de una Navidad que ya no existe más.

En el año 1991, una agrupación llamada Takillakkta publicó el cassette Navidad en mi tierra, una selección de canciones alusivas a las fiestas decembrinas en ritmos nacionales que logró cierta distribución en las cadenas de tiendas musicales de esa época(Discocentro, Music Box). Para fines de la década, Navidad en mi tierra apareció en formato de CD, uniéndose a la amplia variedad de opciones a la venta en temporada navideña, con relativo éxito a pesar de su sonido predecible, simple y calculado. Lamentablemente, ser elgrupo musical “evangelizador” del Sodalicio de Vida Cristiana extiende sobre ellos una densa nube negra que resulta difícil de disipar, porque no resulta difícil suponer que algunos de sus jóvenes integrantes (¿o debería decir todos?) hayan estado entre las tantasvíctimas de los execrables líderes de esta institución, que nada tienenque ver con el espíritu navideño ni mucho menos con la alegría infantil.

Ya en el siglo XXI, José Luis Madueño, pianista y compositor de jazz de amplia trayectoria, proveniente de familia musical su padre, el respetado compositor y profesor de música Jorge Madueño, falleció en agosto del año pasado; y su hermano mayor Jorge es un conocido rockero, integrante de bandas como Narcosis, Miki González y La Liga del Sueño- se juntó con Ricardo Silva, multi-instrumentista de cuerdas y vientos, uno de los fundadores de la influyente banda Del Pueblo del Barrio, buque insignia de la fusión entre música andina y rock en el Perú, para hacer música navideña con sonidos peruanos.

Ambos produjeron, el año 2003, el disco Navidad Afroandina, en el que combinan sus talentos para tener un acercamiento diferente al tradicional estilo de villancico peruano cantado por niños, lo cual le dio un aire innovador y fresco, aunque dirigido a un público menos masivo. En aquel CD participaron destacados músicos nacionales como Juan Luis Pereyra (charango, mandolina, fundador de El Polen), Luciano “Chano Díaz Límaco (charango, mandolina), María Elena Pacheco (violín), Edgar Espinoza, Hugo Ossco (quenas, zampoñas), Marco Oliveros, Óscar “Pitín Sánchez, Mariano Liy (percusiones), Enderson Herencia (bajo), Ruth Huamaní, Quito Linares (guitarras), entre otros, que han paseado sus habilidades por las escenas locales de pop-rock, música criolla, folklore andino y jazz.

Otro hito importante en la producción contemporánea de música navideña con sabor nacional se dio en el 2010 cuando nuestra querida Susana Baca presentó, en una parroquia de Chorrillos, las canciones de su disco Cantos de adoración (Editora Pregón/Play Music), una selección de composiciones y versos populares de motivación religiosa, recopilados por la maestra a lo largo de años de investigación de los acervos musicales de las poblaciones afrodescendientes de nuestro país.

Desde los coros infantiles en regiones como Huaraz, Arequipa o Cusco, que publicaron discos de vinilo en los años ochenta, buscando replicar el éxito del Colegio Manuel Pardo de Chiclayo que fueran recopilados a finales de los noventa en un CD titulado Navidad Andina- y Los Toribianitos de Lima hasta grabaciones menos significativas, orientadas al nuevo mercado de consumo indiscriminado de todo lo que asegure algo de fama y posicionamiento masivo, como las de Eva Ayllón, Los Hermanos Yaipén o Maricarmen Marín, la música navideña resiste el paso del tiempo y se erige como un reducto de emoción, aun en estos tiempos de indolencia criminal y caos generalizado.

PD: Hoy, sábado 21 de diciembre, habría cumplido 84 años uno de mis artistas favoritos, el compositor, cantante y guitarrista Frank Zappa, invisibilizado por el establishment norteamericano por manejar uno de los discursos más lúcidos y directos contra la política, la cultura popular, la educación y la religión en “el país de las libertades”. Para leer más sobre FZ, click aquí.

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[Música Maestro] A pesar de la importancia que tiene la batería, como instrumento, en cualquier estilo derivado del pop-rock y del jazz, son muy raras las ocasiones en que sus ejecutantes ocupan el centro de la noticia. Esto ocurre tanto en el cerrado microcosmos de medios especializados en música popular como en el universo amplio de la información cotidiana, en que esa invisibilidad es aun mayor, una regla que solo se quiebra cuando, lamentablemente, algún músico importante fallece. 

Por ejemplo, hace apenas tres años, Charlie Watts (1941-2021) fue titular en las secciones culturales y de espectáculos de casi todos los periódicos y noticieros del mundo. Pero claro, se trataba del integrante de una banda de rock conocida hasta por el más impresentable de los reggaetoneros. Y, aun así, no podríamos decir que fuera masivamente cubierto como hecho noticioso, si lo comparamos, por ejemplo, con las barrabasadas de Shakira, Christian Cueva o Puff Daddy. Quizás cuando, triste e inevitablemente, el ex Beatle Ringo Starr (84) fallezca pase, a nivel de medios de comunicación, algo similar a lo que vimos tras la muerte del sobrio y elegante baterista de los Rolling Stones.

Sin embargo, la semana pasada sucedió algo atípico. La comunidad metalera recibió una noticia que la mantendrá hablando del tema durante meses, aun cuando no tenga que ver -en buena hora- con el fallecimiento de uno de sus soldados. Nicko McBrain, baterista de Iron Maiden, emblemática banda que lideró a comienzos de los ochenta la New Wave Of British Heavy Metal y que es, además, uno de los grupos más queridos y exitosos entre oyentes de todos los géneros del rock por su consistencia, influencia y carisma, anunció su retiro después de pasar 42 años de su vida detrás de esos tambores con los que estremeció a multitudes que lo vieron a nivel mundial. Y lo hizo por todo lo alto, tocando ante más de cuarenta mil fanáticos de la Doncella de Hierro en Sao Paulo, Brasil, el 7 de diciembre pasado.

Los expertos en Iron Maiden lo saben. McBrain, el segundo de los dos bateristas oficiales que ha tenido la banda en su larga historia y el tercer integrante con más tiempo dentro, después de Steve Harris (68) y Dave Murray (67)- se convirtió en el alma del grupo. Si Harris es el cerebro y comandante en jefe, Bruce Dickinson (66), el piloto de la nave -literalmente hablando- y Dave Murray, Adrian Smith (67) y Janick Gers (67), los incansables guerreros de primera línea, McBrain puso la sensibilidad y la contundencia desde el fondo, la base sobre la cual todo comenzaba a levantarse hasta alturas insospechadas de energía pura en cada interpretación, desde el brillante periodo comprendido entre Peace of mind (1983) y Fear of the dark (1992); la difícil transición de 1995-1999, con Dickinson fuera del cuadro; y el renacimiento de la banda, ya como sexteto, que se dio a partir del décimo segundo álbum, el sorprendente Brave new world (2000) hasta el denso y algo repetitivo Senjutsu (2021). 

Y en concierto, ni qué decir. Desde que se sentó, a fines de 1982, en la batería de Iron Maiden, que ya tenía tres poderosos álbumes en el mercado en ese entonces y una fanaticada que crecía por el mundo entero sin publicidad alguna, para reemplazar a Clive Burr (1957-2013), McBrain convenció a los hinchas del quinteto con su soltura y extravagancia, esa mirada de zorro viejo y su capacidad para darle combustible, en presentaciones cada vez más largas, al grupo desde su enorme batería de un solo bombo y decenas de tambores. Tocando siempre con la boca abierta y, desde los dos miles, descalzo, McBrain era una fuerza de la naturaleza y parecía imparable.

Parecía imparable hasta inicios del año 2023, en que sufrió un derrame cerebral que dejó paralizado el lado derecho de su cuerpo, desde el hombro hacia abajo. Como cuenta en este video, el dinámico baterista ingresó por sus propios pies a una clínica y, tras las pruebas de rigor, comenzó un exigente proceso de rehabilitación física que duró aproximadamente tres meses. Gracias a su convicción y al apoyo del personal médico, logró no solo recuperar la movilidad de brazo y mano derecha, sino que se puso a tono para salir con sus compañeros, en lo que se llamó The Future Past World Tour, ochenta shows entre mayo de 2023 y diciembre de 2024. Precisamente, el último concierto de esta larga gira mundial fue aprovechado por la banda para anunciar el retiro de Nicko McBrain, que se despidió vitoreado y celebrado por una multitud agradecida por tantas décadas de buena música y harta bulla.

A lo largo de la historia del rock, ha habido varios casos de bateristas que, debido a la exigencia física de su trabajo, han tenido que dejar de tocar por motivos de salud. El más conocido probablemente sea el de Phil Collins (73), uno de los músicos más famosos de los años setenta y ochenta, tanto con Genesis como en solitario y, a la sazón, uno de los mejores percusionistas de todos los tiempos. Sus múltiples problemas, desde auditivos hasta neurológicos, lo alejaron por completo de su adorado instrumento, un hecho que comunicó oficialmente en el año 2014 y que lo sumió en una profunda depresión que terminó reactivando otra de sus enfermedades, el alcoholismo. 

Según un informe de www.drumeo.com, página web especializada en todo lo relacionado al mundo de la batería, “los problemas de salud son especialmente frecuentes entre los músicos que trabajan a tiempo completo. Un reciente estudio alemán demostró que más de dos tercios de los músicos profesionales viven con dolores crónicos, lo que significa que incluso después de meses o años de lesión, muchas personas siguen tocando a pesar del dolor, lo que podría provocar daños permanentes y el fin prematuro de su carrera”. El mismo artículo señala que “muchos de los problemas de salud que separan a los bateristas de su actividad surgen con la edad. Se vuelve más difícil curarse de lesiones físicas a medida que pasa el tiempo. Y para algunas personas, tocar durante largos periodos de tiempo puede resultar mentalmente agotador”.

Esto último parece ser el caso de Tim “Herb” Alexander (59), un baterista norteamericano muy respetado que surgió en la década de los años noventa como integrante original del trío de funk-rock Primus. Aunque no tiene una edad muy avanzada, Alexander viene tocando ininterrumpidamente desde 1985 y, de manera profesional, en prácticamente toda la discografía de la intensa entente, desde el vertiginoso Frizzle fry (1990) hasta su última producción oficial, The desaturating seven (2017), además de interminables giras y apariciones en festivales. En el año 2014 fue sometido a una operación a corazón abierto, luego de sufrir un infarto. Posteriormente, siguió tocando con Primus hasta hace pocos meses en que, abruptamente, anunció su retiro de la actividad musical.

La noticia del alejamiento del gran “Herb” no fue tan llamativa como la de McBrain, pero ciertamente causó gran revuelo en la comunidad mundial de seguidores de Primus, una banda de estilo virtuoso y frenético que registró clásicos noventeros como Jerry was a race car driver, Tommy The Cat (Sailing the seas of cheese, 1992) o My name is Mud (Pork soda, 1999). En su comunicado oficial, Alexander se despide de sus fans y declara necesitar tiempo para cuidar su salud y estar más cerca de su familia. “Tocar durante tantos años me ha generado serios problemas físicos y de estrés” dice el batero. Su público, comprensivo y agradecido, no le reprochó nada, por supuesto. 

Además de permitirnos entrar en contacto con esta dimensión humana de los bateristas, poco explorada por el público convencional que es, generalmente, indiferente a las situaciones que atraviesan quienes ejecutan las melodías con las que llenan sus reproductores digitales -también envejecen, se enferman, se estresan-, los casos de Nicko McBrain y Tim Alexander nos muestran cómo funciona la lealtad y admiración que generan sus respectivas bandas. En un mundo de espectáculos vacíos y masas que pierden el control por personajes de pacotilla, ver a una multitud coreando el nombre de Nicko McBrain y sosteniendo carteles dándole las gracias, resulta conmovedor. Cómo olvidar la estrecha relación de Iron Maiden con el público brasileño, desde aquella legendaria primera edición de Rock In Rio en 1985, donde el grupo se lució como protagonista, hasta sus posteriores participaciones en los años 2001, 2019 y 2021.

En el caso de “Herb”, las redes sociales de Primus se llenaron de mensajes de apoyo, preocupación por su bienestar y deseos de buena suerte. Sus compañeros de siempre, Les Claypool y Lary Lalonde, también mostraron comprensión y ofrecieron palabras muy sentidas elogiando el legado de Tim, su extremado talento, amistad y ética de trabajo. Luego, lanzaron una convocatoria abierta para encontrar a quien lo reemplace, colocando “términos de referencia” que evidencian la dificultad que tendrán para hallar alguien nuevo con tantas cualidades y destrezas. Un viejo amigo de la banda, considerado el mejor de su generación, Danny Carey (Tool, Beat), ocupará el lugar de su colega durante las próximas fechas de Primus, correspondientes a la gira 2025 que ya tenían pactada y en medio de la cual llegó la drástica pero necesaria decisión de Tim Alexander, quien también fuera baterista temporal de A Perfect Circle y del colectivo de percusionistas The Blue Man Group.

Cuando se trata de bateristas que se ven forzados a abandonar sus actividades por temas médicos, un caso que estremeció a la escena rockera fue, definitivamente, el de Bill Berry (66), fundador y pieza fundamental en el armazón creativo y sonoro de los norteamericanos R.E.M., importante banda de rock alternativo que fuera protagonista de la escena musical anglosajona durante buena parte de los ochenta y todos los noventa, con álbumes como Document (1987), Green (1988), Out of time (1991) o New adventures in Hi-Fi (1996), aclamados tanto por la crítica especializada como por las radios convencionales y el público en general. Berry sufrió, durante un concierto en Suiza en 1995, un colapso sobre el escenario a causa de un aneurisma. 

Berry, que se encargaba de varios instrumentos en las grabaciones de R.E.M. -bajo, piano, guitarras- se recuperó de aquel evento pero, dos años después, anunció su retiro pues no se sentía bien, aunque se le ha visto participar esporádicamente en reuniones de su banda, incluyendo una presentación especial en New York, en junio de este año, tocando el exitazo de 1991, Losing my religion. Para los trabajos en estudio y las giras posteriores a 1997, Bill Berry fue reemplazado por varios músicos, entre ellos Bill Rieflin (1960-2020), conocido por haber sido miembro de diversos grupos de géneros menos comerciales como Ministry (metal industrial), Swans (noise rock) y King Crimson (prog-rock). Rieflin también tuvo problemas de salud, mientras andaba de gira con el Rey Carmesí y, lamentablemente, falleció de cáncer poco antes de cumplir 60 años.

En Aerosmith, el baterista Joey Kramer (74) tuvo también que alejarse por asuntos de este tipo. El año 2020 anunció que dejaba el grupo tras ser operado del corazón, una situación que le generó, además, problemas legales porque cuando quiso regresar, denunció que le impidieron hacerlo, a pesar de sentirse “recuperado al 150%”. Después de algunos tires y aflojes, el quinteto anunció en sus redes sociales en el año 2023 que Kramer, uno de los fundadores del grupo, no formaría parte de una gira de despedida llamada Peace out: The Farewell Tour que iba a extenderse, supuestamente, hasta inicios del 2025 pero que fue cancelada de manera definitiva, debido a una serie de problemas vocales de Steven Tyler, vocalista y frontman de esta banda de blues-rock, conocida por los permanentes ingresos a clínicas de rehabilitación de varios de sus miembros, a causa de sus excesivos estilos de vida.

No podemos dejar pasar el dramático caso de Joey Jordison (1975-2021), baterista de Slipknot, una de las preferidas entre las nuevas generaciones de metaleros. Casi como una paradoja, quien asomaba como el músico más talentoso de este colectivo que no se caracteriza necesariamente por su trascendencia musical, sino por andar más preocupados en los aspectos teatrales de su actuación -pogos sobre el escenario, hábitos físicamente agresivos, disfraces y máscaras horripilantes-, tuvo que retirarse a causa de una mielitis que terminó quitándole movilidad en las piernas, lo cual obviamente le impidió seguir tocando. Lamentablemente, Jordison falleció muy joven, a los 46 años, a causa de esta terrible enfermedad neurológica.

La decisión de Nicko McBrain es un acto de responsabilidad hacia su propia vida, por supuesto. Pero también hacia su banda y sus fieles seguidores, consciente de no poder seguir cumpliendo el exigente rol dentro de uno de los ensambles de heavy metal más potentes, con canciones rápidas y extensas, además de trabajar “junto al bajista más rudo del mundo” como él describe a Steve Harris, con quien conformó una de las secciones rítmicas capitales para entender el género del cuero negro y las guitarras afiladas. La retumbante batería de McBrain en todos los clásicos de Iron Maiden que grabó durante más de cuarenta años (como este, de 1983), es el fondo perfecto para los frenéticos riffs y solos de Dave Murray, Janick Gers o Adrian Smith, un catálogo de canciones que producen emoción y vértigo.

En marzo de este año, casi un año después del derrame cerebral, Nicko McBrain se sentó al frente de la orquesta y coros de la Marina Británica para presentar The Maiden Legacy, una recopilación de clásicos de su banda montada para la edición 52 del Mountbatten Festival of Music, arreglados para dicha ocasión. En el concierto, realizado en el Royal Albert Hall, vemos al buen McBrain totalmente recuperado, tocando la batería que usó en The Future Past World Tour con Iron Maiden, que muestra aquí en un video en el canal de YouTube oficial de Iron Maiden. 

Curiosamente Clive Burr, a quien McBrain reemplazó, también abandonó la música por graves problemas neurológicos. A fines de los noventa, casi 15 años después de su salida, fue diagnosticado con la temible esclerosis múltiple, por lo que quedó sumamente endeudado y, a medida que el mal fue avanzando, postrado en silla de ruedas. La banda organizó varios conciertos para ayudarlo económicamente y estuvieron a su lado hasta su fallecimiento, en el año 2013, a los 59 años. 

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