[Música Maestro] En las últimas semanas, programas periodísticos y faranduleros de señal abierta, caracterizados por su superficialidad y su vocación por representar las tendencias informativas y de entretenimiento más vacías, planas y complacientes con el establishment en todas sus aristas -política, cultural, social- se subieron a la ola de una noticia que, con todo lo buena que es para sus protagonistas, una legendaria banda de cumbia amazónica peruana, termina reseñada de una forma falsa y oportunista que, a pesar de ser extremadamente grotesca y evidente, no logra ser detectada por amplios sectores del público.

Desde Reporte Semanal hasta Magaly TV, desde Estás En Todas hasta Arriba Mi Gente, y sus conductores que gozan con las paparruchadas de HH y le siguen paso a paso la vida a Christian Cueva, todos a una gritaron en sus espacios su repentina admiración por… ¡Los Mirlos! Una “Mirlomanía” disforzada y poco creíble. Solo falta que Morgan Quero los condecore y declare al popular grupo como “Embajadores de la Marca Perú” para completar el típico cuadro de apropiación de éxitos ajenos que describe con tanta precisión Rubén Blades en su canción de 1984, El Padre Antonio y su monaguillo Andrés (“… se creen que Dios conectando a uno, conecta a diez…”).   

Muchos dirán, “eso es positivo porque la noticia llegará así a enormes masas que, ahora, por fin, los conocerán”. Sin embargo, el caso específico de Los Mirlos y su “descubrimiento” por parte de los grandes públicos limeños tampoco es algo tan nuevo, pues se remonta a las regrabaciones que hiciera la formación original de Bareto (2006-2009) de sus éxitos cumbiamberos de los setenta y el auge, entre los asistentes a conciertos locales, de festivales como Selvámonos (desde el 2009) o Vivo x el rock (desde el 2013) que suelen combinar en sus carteles a exponentes de varios géneros, donde Los Mirlos son desde hace años uno de los principales “headliners” o “cabezas de serie”, como podríamos traducir este término perteneciente a la subcultura de festivales musicales que duran varios días. 

Sin embargo, lo que vemos es cómo estos medios oportunistas resaltan el tema únicamente porque “está de moda”. Los mismos medios -en algunos casos podríamos decir incluso las mismas personas- que hoy hablan de Los Mirlos hasta por los codos, hace veinte, treinta o cuarenta años ignoraban su existencia o, lo que es peor, no mostraban interés alguno por esa existencia, sin fijarse nunca en su trabajo ni su presencia en el panorama de la música popular hecha en el Perú, a pesar del impacto que siempre tuvieron en su región de origen e influencia. 

Quiero precisar que hago referencia a los medios convencionales de consumo masivo, porque en todas las épocas previas a internet ha habido programas que, de vez en cuando, los presentaba en la radio, televisión o prensa de entonces. Y ni hablar de los públicos anónimos que, sin saber muy bien quiénes eran, se entregaban abiertamente al placer rítmico de sus pegajosas canciones en fiestas familiares o en salones donde se escuchaba, a la vez, boogaloo, mambo, nueva ola y cumbias de todo tipo.

Y hoy, en estos tiempos de redes sociales, es más fácil encontrar melómanos, periodistas, críticos, escritores y comunidades en grupos de Facebook, páginas web o editoriales que apuestan por la publicación de libros dedicados al revisionismo, académico o empírico, de las distintas expresiones musicales nativas, personas que sí tienen un auténtico conocimiento y colocan a Los Mirlos y sus contemporáneos en la justa perspectiva que les da su trayectoria y su ascenso de ser un grupo marginal a ser parte del fenómeno global de la “world music” en su rama más bailable y tropical, asociada a un subproducto que combina el natural exotismo de nuestra Amazonía con otras cosas, casi todas extramusicales. 

Desde la selva, invisible para la Lima discriminadora de siempre, el grupo forjó su camino a contramano de ese desinterés oficial y, gracias a la confluencia de diversos factores, acaba de ser invitado a participar en la edición 2025 de uno de los festivales de mayor éxito, convocatoria y alcance a nivel planetario, aunque el tan mentado evento masivo ya no sea lo que fue. 

La inclusión de Los Mirlos en el cartel multigénero e internacional del Coachella Valley Music and Arts Festival, que se realiza desde hace dos décadas y media en un enorme campo de polo ubicado en Indio, una ciudad desértica ubicada al sur de California, es un logro artístico indiscutible para el conjunto dirigido por Jorge Rodríguez Grández. Es un orgullo para él, sus colaboradores y los auténticos seguidores de su banda. Los demás solo buscan subirse al carro. 

Decíamos que la llegada de Los Mirlos a Coachella no es casualidad, sino resultado de la confluencia de varios factores. El principal es ese talento orgánico, simple, en estos tiempos de música predeterminada por frías cajas de ritmo y exhibicionismo barato. Un talento natural que mostraron desde sus inicios pero que en el Perú de los años setenta -su primer single La danza de Los Mirlos, apareció en 1972- solo fue bien recibido por sus paisanos en Moyobamba (San Martín), las zonas aledañas -han sido fijos en la Fiesta de San Juan desde mucho antes que se volviera motivo de juerga para limeños y turistas de vacaciones- y por las masas de migrantes en Lima, casi una década y media después, que dieron forma al fenómeno sociocultural de la chicha o “música tropicalandina”, sobrenombre que le pusieron en ese tiempo, sin distinguir unos de otros. 

Tuvo que llegar un músico extranjero, el francés Oliver Conan, quien se obsesionó con la música de Los Mirlos apenas la escuchó, a mediados de la primera década del siglo XXI y, sin hacer mayores cálculos, comenzó a estudiar esos sonidos que lo invitaban a bailar. A través de su sello independiente Barbès Records, Conan lanzó en el año 2007 un CD recopilando 17 canciones de distintas bandas peruanas del periodo 1972-1975. Bajo el título The roots of chicha (Psychedelic cumbias from Peru), el disco presentó al mundo globalizado las grabaciones originales de, entre otros, Juaneco y su Combo, Los Destellos, Los Diablos Rojos y Los Mirlos, que contribuyen cuatro canciones a dicho compendio. 

Aunque su impacto fue, en líneas generales, bastante discreto, The roots of chicha sembró la semilla de lo que hoy les ocurre a Los Mirlos y el trabajo de Oliver Conan se inscribe en la línea de lo que hicieran el líder de Talking Heads, David Byrne con su sello Luaka Bop, que internacionalizó a Susana Baca, o el guitarrista de blues y country-rock Ry Cooder con la investigación musicológica que nos regaló a los Buenavista Social Club.

Sin quererlo, Conan abrió una caja de Pandora que benefició, como debe ser, a estos músicos olvidados en su propio país durante décadas. Como sucedió con Los Shapis de Abancay a mediados de los ochenta o con Los Wembler’s de Iquitos -también con más de cincuenta años en el ruedo-, Los Mirlos fueron vistos por los públicos anglosajones como exóticos, pioneros de un sonido que integró la cumbia colombiana, el folklore regional peruano y elementos del rock de su tiempo y, de repente, las bandas de cumbia amazónica empezaron a ser identificadas como portadoras de un mensaje étnico que jamás habría sido reconocido por las élites limeñas, que solo cambian de actitud cuando alguien de fuera les marca la pauta de qué merece atención y qué no.

En ese sentido, Los Mirlos fueron, con su simbología amazónica, acogidos con rebosante entusiasmo por las masas europeas y norteamericanas ávidas de ritmos calientes y desconocidos para ellas. En el caso de Juaneco y su Combo, que también poseía ese potencial y compartía algunas características con los moyobambinos, quedaron rezagados por su falta de continuidad, ocasionada por las tragedias dentro de la banda.

Jorge Rodríguez Grández y sus hermanos Carlos y Segundo, venían haciendo música desde Moyobamba bajo el nombre Los Saetas, pero fundaron Los Mirlos en Lima junto al guitarrista Gilberto Reátegui, natural de Loreto. Fue Reátegui -fallecido en el año 2010 y separado del grupo desde los años ochenta- quien compuso, entre otras, la canción emblemática del conjunto, el tema instrumental La danza de Los Mirlos -que una compañía de teléfonos de altas ganancias y pésimo servicio utiliza hoy en sus comerciales-, su primer single publicado en 1972 y que, curiosamente, no apareció en ninguno de los diez LP originales que grabaron, entre 1973 y 1982, con el sello discográfico nacional Infopesa del productor Alberto Maraví (1931-2021), la persona que más los apoyó en su momento, en medio del ninguneo generalizado que padecían en la capital los artistas provincianos. 

De la formación inicial de Los Mirlos solo quedan, además de Rodríguez Grández (voz, pandereta), el guitarrista Danny Johnston, uno de los responsables de ese sonido característico cargado de ecos y pedaleras psicodélicas. Jorge Luis Rodríguez, hijo de don Jorge, reemplaza en guitarra desde hace más de veinte años a los originales Carlos Rodríguez Grández y Gilberto Reátegui, además de encargarse de los teclados y la dirección musical. El resto de integrantes actuales -Dennis Sandoval (bajo), Yván Loyola (voz, güiro, percusión), Carlos Rengifo (percusión) y Genderson Pinedo (batería), son más jóvenes y comparten la misma pasión por la cumbia que la banda cultiva desde los setenta, de espaldas al gran público limeño, como también lo hicieran Los Destellos de Enrique Delgado, su principal influencia.

Otro de los factores que han contribuido al reconocimiento del que hoy gozan Los Mirlos tiene que ver con las expectativas del oyente convencional de música popular y los cambios en la industria. En plena efervescencia de lo étnico y lo diferente, acercar el exótico mundo de la Amazonía a países ajenos a ella, así sea ligeramente a través de silbidos, imitación de sonidos animales, palos de lluvia y vestimentas alusivas al eterno verdor de esa región, posee un magnetismo que va más allá de la música misma, es una experiencia sensorial que, dependiendo del receptor, puede ir de lo simplemente divertido, la fiesta permanente; a lo místico y profundo. 

Si en las décadas de los cincuenta y sesenta los poetas Beatniks tuvieron que hacer todo el recorrido hasta la selva peruana para hacer sus viajes de Ayahuasca, hoy las hordas relajadas musicalizarán sus propios vuelos alucinógenos sin moverse de California, escuchando esas guitarras ondulantes en medio de percusiones tropicales. 

Ese nuevo panorama favoreció la internacionalización de Los Mirlos, que se había iniciado en los ochenta con su llegada a países más cercanos como Argentina, Ecuador y Bolivia, donde siempre fueron más populares que en el Perú. En años más recientes, la banda llegó a Estados Unidos, México y varios países de Europa, donde los consideran leyendas del rock fusión latino. Hace apenas dos años se estrenó el documental La danza de Los Mirlos (Álvaro Luque, 2022) que ha sido visto en varios festivales importantes de cine y, el año pasado, tocaron en una de las sesiones de KEPX, en México, una de las vitrinas más prestigiosas para diversas propuestas musicales alternativas, que se graban en un fantástico estudio al aire libre en el Parque Nacional El Desierto de Los Leones (verla aquí). 

La participación en Coachella corona este exitoso proceso que es tomado por don Jorge, maestro de profesión, con humildad y nobleza. «Cuando tocamos en Lima, representamos a Moyobamba. Pero cuando lo hacemos en el extranjero, representamos la riqueza del Perú». Aunque no sean lo mismo, en términos de trascendencia musical y momento artístico, el impacto que ocasionará la cumbia amazónica de Los Mirlos entre los hipsters que llegarán a Coachella 2025 se asemejará al que provocó Carlos Santana en la muchedumbre hippie que vio y sintió hasta los huesos a la banda del guitarrista mexicano en aquella histórica presentación en Woodstock 1969.

Para finalizar, un breve contexto sobre el Coachella. La idea de tocar en un estadio de polo tan alejado del circuito habitual de conciertos se gestó en 1993 como una medida contracultural de protesta, para combatir el monopolio que tenía Ticketmaster sobre la venta de entradas y locales para conciertos masivos, inspirada por Pearl Jam, una de las bandas de rock más importantes de esa década. Aquella presentación del quinteto norteamericano liderado por Eddie Vedder en Indio fue un rotundo éxito y sus organizadores, una pequeña compañía promotora de conciertos de punk llamada Goldenvoice, comenzó a darle vueltas a la posibilidad de armar un festival allá. 

La primera edición del mega concierto fue en 1999 pero, al principio, no les fue muy bien. Después de algunos años con los números en rojo, se transformó en un evento que convoca, en cada edición, a miles de personas que vienen de todas partes del mundo, como puede verse en el documental Coachella: 20 years in the desert (Chris Perkel, 2020), disponible en YouTube, que cuenta de manera bastante complaciente y parcializada la historia de un festival que, en palabras de la crítica especializada, abandonó hace tiempo el espíritu musical e independiente que lo inspiró para convertirse en un evento enfocado en cuestiones más superficiales como la presencia de celebrities, el hedonismo vacío e individualista y las fotos para redes sociales como Instagram y TikTok.

El cartel artístico del festival ha venido mutando a través de los años, pasando del rock clásico, alternativo e independiente -han tocado allí desde Paul McCartney, The Cure y Prince hasta Pixies, Björk y Jane’s Addiction-, a la movida rave y EDM a inicios de los dos miles para luego transformarse totalmente en un espacio que le da preferencia a lo que esté más de moda, desde hip-hop, R&B moderno, DJs, música de pasarelas y hasta el mamarrachento reggaetón, con espacios para lo que ellos llaman “música nueva” -artistas de países no anglosajones, de géneros con diversas raíces étnicas, categoría en la que entran Los Mirlos, y uno que otro headliner de la vieja guardia para aparentar. Por ejemplo, en las letras chiquitas del afiche del Coachella 2025, encontramos a uno que otro peso pesado como Kraftwerk, The Go-Go’s, Green Day, Misfits o Beth Gibbons. Pero son los que menos importan para su público objetivo.

Desde el 2012, Coachella se ha desarrollado de manera ininterrumpida durante dos fines de semana, cada mes de abril, con excepción de los años 2020 y 2021, los de la pandemia. Los conciertos se dan en cinco escenarios en simultáneo, uno principal y cuatro carpas. En lo organizativo, es un evento impecable desde hace años, con índices mínimos de accidentes, entradas a precios prohibitivos y diversas actividades que poco o nada tienen que ver con la música.

Pero todo eso no basta para desdibujar la llegada de Los Mirlos, que seguramente harán saltar al público de Coachella, multitudes atraídas por los artistas mainstream que encabezan el cartel este año -Lady Gaga, Post Malone, Charlie XCX, Missy Elliott- con esas canciones grabadas hace más de 45 años y que nunca llamaron la atención, durante los ochenta o noventa, a muchos de los que hoy lloran de emoción porque van a tocar “en el mismo escenario que Lady Gaga”, torpe frase que usan para levantar la noticia. Una muestra más de la miopía de esta nueva generación de «mirlomaniáticos».  

  

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[Música Maestro] A mediados de noviembre de este año, el cantante y pianista Fito Páez (61) inició una gira denominada 4030, para celebrar los aniversarios de sus álbumes Del 63 (1984) y Circo Beat (1994), el primero y octavo de su discografía personal, respectivamente, tocándolos de principio a fin en varias ciudades de Argentina y algunos países cercanos como Chile y Uruguay.

Con motivo de ello, reescuché ambos discos después de varios años, en especial el segundo, considerado por los conocedores de su extenso catálogo como uno de sus mayores logros artísticos como compositor, instrumentista y líder de banda, combinando su larga experiencia en la escena gaucha –Baglietto, Charly, siete álbumes previos- con su dominio de diversos géneros -pop-rock, jazz, electrónica, folklore, tango-, rodeándose para dar forma a sus ideas de un conjunto de músicos y colaboradores de primera.

En once de las trece canciones del Circo Beat -dos de ellas, Dejarlas partir y Nada del mundo real, son grabadas con orquesta- brilla con luz propia el bajista Guillermo Vadalá (56), lugarteniente de Páez en aquel disco y en la gira que se desprendió del mismo -que lo trajo al Perú en 1996, para un alucinante concierto en la recordada Feria del Hogar-, al frente de una grupo integrado por algunos de los mejores nombres de la movida argentina de ese momento: Gabriel “El BambinoCarámbula, Augusto “Gringui” Herrera (guitarras), Fabiana Cantilo, Claudia Puyó (voces), Laura Vásquez, Fabián “Tweety” González, conocido como “el cuarto Soda” por su asociación posterior con Soda Stereo (teclados), Héctor “Pomo” Lorenzo (batería, histórico integrante de Invisible y Spinetta Jade), entre otros.

Fito Páez es un artista que despierta intensas diferencias, desde quienes lo consideran un genio hasta quienes lo detestan y se encrespan de solo oír/leer su nombre. Y en ambas orillas existen argumentos sólidos. Pero, desde el punto de vista de la interpretación del bajo, la versatilidad de “Guille”, como le dicen sus amigos, no admite discusiones pues se revela en estado de gracia durante casi una hora de musicalidad pura.

Después de los pianos y teclados de Páez, el bajo es el instrumento que más resalta en el colorido collage de arreglos que escribió el rosarino junto al orquestador Carlos Villavicencio y el mismo Vadalá, que funcionaba como una especie de director musical en la sombra, cubriendo a Fito cuando andaba demasiado distraído o pasado de vueltas. Desde las beatlescas Normal 1 o El jardín donde vuelan los mares hasta ese ejercicio sin descanso que colocó en el exitazo Mariposa tecknicolor o la menos difundida Lo que el viento nunca se llevó, el bajista se luce con fraseos y recorridos veloces.

Con varios modelos de Fender, Rickenbacker, fretless y hasta contrabajos -en el trágico tango Nadie detiene el amor en un lugar, en la balada jazzy Las tardes del sol, las noches del agua-, su rango de acción va del acompañamiento seco, básico –la funky Circo Beat, la romántica She’s mine-, a la cíclica sucesión de inesperados quiebressin trastes -Si Disney despertase, Tema de Piluso, homenaje de Páez a su paisano, el cómico Alberto “El Negro” Olmedo (1933-1988), al rock directo -Soy un hippie-, razones por las cuales el arsenal de Guillermo Vadalá en aquel álbum ofrece un placer auditivo para todos los amantes del instrumento de las cuatro (o cinco) cuerdas.

Si Charly García tuvo a Pedro Aznar y Luis Alberto Spinetta, a Javier Malosetti o a Marcelo Torres, Fito Páez tuvo el equivalente a estos extraordinarios bajistas en Guillermo Vadalá, a quien conoció durante las sesiones del legendario álbum La la la (1986), que Fito grabó a dúo con el padre fundador del rock albiceleste, líder de combos históricos como Almendra o Pescado Rabioso. En 1988, el pianista -entonces flaco y desgarbado, sumergido en profundas depresiones y vicios tras el asesinato múltiple a sus familiares en Rosario- invitó a Vadalá a integrarse a su banda estable, donde permaneció hasta el año 2006.

El experto bajo de Guillermo Vadalá se luce en todas las canciones del periodo más luminoso de Fito Páez, el de la tríada Tercer mundo (1990), El amor después del amor (1992) y Circo Beat (1994), sus primeros álbumes para el sello WEA International, división latinoamericana de Warner Brothers Records. Esos tres discos definieron el perfil de Páez como artista con proyecciones globales, un giro que, paulatinamente, lo fue alejando del estilo localista y ligeramente orientado a la experimentación electrónica y la fusión, para dar paso a una onda más sofisticada y voluptuosa, aunque no tan popular.

Aun así, canciones como Es una cuestión de actitud o Dos en la ciudad (Abre, 1999), de alta rotación en las radios, contienen el serio trabajo del bajista. Y para quienes prefieren escarbar entre lo menos conocido, les puedo recomendar la línea del fretless en Lázaro(Enemigos íntimos, 1998) o los cuarenta segundos finales de Urgente amar, uno de los temas del disco Naturaleza sangre (2004). Oro puro.

El primer disco de Páez en el que participó Guillermo Vadalá fue Ey! (EMI, 1988), el último de la etapa “desconocida” de Páez. En temas como Por siete vidas (Cacería), Dame un talismán o Polaroid de locura ordinaria ya se pueden oír los primeros trazos de ese bajo portentoso que aparecería después en canciones clásicas del rock en español como El amor después del amor (ídem, 1992), Yo te amé en Nicaragua (Tercer mundo, 1990), Llueve sobre mojado (Enemigos íntimos, 1998, a dúo con el español Joaquín Sabina) o Cadáver exquisito (Euforia, 1996). En paralelo, fue labrándose su propio camino como músico de sesión, primero con sus pares argentinos –Spinetta, Baglietto, el guitarrista de jazz latino Luis Salinas, entre otros- y luego para estrellas internacionales del pop, en Miami, ciudad donde reside hace ya algunos años.

Su trayectoria se había iniciado en 1985, a los 17 años, cuando ingresó a la segunda y última formación de Madre Atómica, ocupando el lugar de uno de sus héroes, Pedro Aznar. Esa banda de jazz y fusión, liderada por el guitarrista Lito Epumer y el tecladista Juan Carlos «Mono» Fontana, editó en 1986 su único LP epónimo, con Vadalá en el bajo. En esa época, el casi adolescente del barrio de Villa Luganotenía ya su estilo bastante redondo y buscaba hacerse un lugar en la competitiva escena bonaerense. Cuando Fito lo escuchó, en medio de sus sesiones con Spinetta, replicando nota por nota las canciones de su disco Ciudad de pobres corazones (1986), se convenció de que lo necesitaba para ampliar la paleta de sonidos que había construido hasta ese momento, con un toque más orgánico y sustancioso.

Vadalá, a medida que fue creciendo como bajista, fue también contribuyendo más en los arreglos que escribía Fito, quien incluso le pidió grabar todo con el bajo sin trastes, aunque al final solo se usó para determinadas canciones, desde Tercer mundo (1990) hasta El mundo cabe en una canción (2006), el último disco que grabó con Páez. Pero si en los estudios su aporte era importante, en los conciertos es donde alcanza Vadalá su máximo potencial. La libertad para improvisar y llenar espacios con creativos fraseos y vertiginosos solos le dan solidez a la banda en cada presentación en vivo.

Revisar, por ejemplo, el concierto de presentación del Circo Beat en el Teatro Ópera en 1994, es una muestra clara de su importancia para el sonido de la banda. O aquella presentación en Viña del Mar, en el 2004, en que Vadalá se lanza un solo en clave de jazz, al estilo de Jaco Pastorius (1951-1987), el idolatrado bajista de Weather Report, mientras Páez combina Circo Beat con el rap de Tercer mundo. En esos años, Fito y su banda fueron invitados al prestigioso Festival de Montreaux, la meca del jazz en Suiza, poniéndose al nivel de los mejores a una escala global.

En el 2009, Guillermo Vadalá fue convocado por Luis Alberto Spinetta (1950-2012) para tocar bajo y guitarra en el mega concierto Spinetta y Las Bandas Eternas, organizado para ofrecer una retrospectiva de toda la obra musical del «Flaco» con sus grupos originales reunidos para tal ocasión. Vadalá fue, además, director musical del espectáculo, realizado en el estadio de Vélez Sarsfield, en Buenos Aires, el 4 de diciembre, antes más de 40 mil personas. El bajista tuvo que aprenderse más de 200 canciones para el show y se desempeñó como una ayuda memoria portátil para Spinetta, recordándole tonalidades, cambios, letras y demás. Esa noche, Vadalácumplió uno de sus sueños, tocar con la formación original de Pescado Rabioso el tema Post-Crucifixion (1972), una joya del rock argentino clásico.

Ese mismo año, lanzó su primer disco, Bajopiel (Epsa, 2004), al frente de su propio grupo, tocando jazz fusión de alto calibre y contó con la colaboración de sus amigos Fito Páez, Lito Epumer, Juan Carlos «Mono» Fontana, entre otros. Siete años después, llegaría Alumbramiento (Sony Music, 2011), su segunda producción individual, en el mismo estilo. En paralelo, Vadalá decidió concentrarse en su trabajo como músico de sesiones, productor discográfico y educador.

Esta faceta la desarrolla a través de Let It Beat, una escuela de música que fundó junto a su esposa, Nerina Nicotra, que es también bajista –los conocedores de Spinetta la ubican pues tocó con él en su última etapa, entre 2005 y 2010. La academia, ubicada en Miami, ofrece cursos tanto para jóvenes aspirantes como para estrellas del pop que quieran nutrirse de su vasta experiencia acompañando a lo mejor de lo mejor del rock en español. Por sus aulas han pasado artistas muy conocidos como Juanes, Diego Torres o Carlos Vives, admiradores del rock argentino y sus principales exponentes.

Desde mayo del año pasado, Guillermo Vadalá decidió abrir las puertas de sus proyectos musicales y educativos al ciberespacio, lanzando una plataforma completa de canales en las redes sociales YouTube, Instagram y Facebook, y es ya toda una celebridad entre los consumidores de este tipo de contenidos, la comunidad internacional de músicos y, especialmente, de bajistas en búsqueda de información, tutoriales y ejemplos para desarrollar su técnica y mejorar como intérpretes.

«Mi intención es -dice Vadalá en una entrevista reciente- entregar al mundo lo que he aprendido porque entiendo que hay una necesidad por aprender, por saber más. Y lo que me diferencia de otros youtubersen este rubro es que, aunque pueden ser muy buenos, muy rápidos, uno revisa y no han tocado con nadie. Yo he tenido la suerte de haber tocado más de treinta años con algunos de los mejores artistas de la Argentina, en estudios y en estadios. Y cuando vos escuchás, te das cuenta de que están al nivel de los mejores del mundo».

En su canal de YouTube, que tiene ya más de 35 mil suscriptores, «Guille» enseña escalas, técnicas de slapping y digitación para tocar funk, jazz, rock, entre otros géneros musicales. También ofrece consejos sobre cómo mejorar el sonido en un estudio y ganar confianza al tocar en contextos laborales tensos.

Pero, sin duda, son sus videos tocando icónicas líneas de canciones que grabó con Fito Páez los que más visitas acumulan. Así, podemos ver al maestro replicando el bajo de Mariposa tecknicolor, Tráfico por Katmandú, El amor después del amor, A rodar mi vida, Y dale alegría a mi corazón, entre muchas otras. «Antes -dice el bajista- no teníamos estas herramientas. Uno se hacía músico sobre la marcha. Y, en el caso de los bajistas, alguien nos ponía a laburar sin saber tocar mucho el instrumento, porque no había bajistas en el barrio ¿viste? Si sabías tocar la guitarra, pasabas al bajo y conseguías trabajo. Después aprendías».

Guillermo Vadalá pertenece a una larga tradición de extraordinarios músicos que nadie conoce, por estar detrás de una estrella rutilante, que generalmente se lleva toda la atención del público y de los medios. Estar al lado de Fito Páez le significó una gran oportunidad,aunque siempre desde la oscuridad del perfil bajo, lo cual le permitió aprender y mantener esa humildad que, con el tiempo, se ve recompensada con el agradecimiento del público por tantas grabaciones notables.

Mientras que en nuestra pobre y siempre huachafa escena padecemos la antipática pedantería de limitados aspirantes a rockeros que se creen lo máximo por haber llenado un estadio local -los Libido jalándose de los pelos por dos o tres cancioncitas- y la ignorancia atrevida de sus seguidores, en Argentina vemos a verdaderas leyendas, de trayectoria brillante que, después de haberse codeado con la crema y nata del mundo musical, tanto del espectro comercial pop como de géneros no masivos, ofrecen su talento y su corazón, con una actitud sencilla, cercana al público.

Recientemente, Guillermo Vadalá ha regresado a la dinámica de las giras y conciertos, uniéndose a su colega y amigo Felipe Staiti, en una nueva versión de Enanitos Verdes tras dos años del fallecimiento de surecordado bajista/cantante, Horacio «Marciano» Cantero. Stati, guitarrista original y actual vocalista de la emblemática banda argentina de los ochenta y noventa, completa esta renovada alineación con el mexicano Bosco Aguilar (teclados) y José «Jota» Morelli (batería, en la banda desde el 2009).

Morelli y Vadalá se conocen desde los tiempos de Madre Atómica por lo que la química está asegurada para esta nueva etapa de la banda que registrara clásicos del rock en nuestro idioma como La muralla verde(1986) o Por el resto (1987). Además, es una nueva oportunidad para ver en acción a uno de los mejores bajistas de Latinoamérica. Un«grosso», como dicen coloquialmente los argentinos.

[Música Maestro] A la memoria de Lucho Andrade Luján, gran amigo, respetado melómano y vecino barranquino, amante del buen rock clásico. Y del karaoke. Q.E.P.D.

La semana pasada falleció, a los 80, Peter Sinfield, poeta británico que, en 1969, escribió esto: “Alambres de púas para derramar sangre / piras funerarias de los políticos / inocentes violadas con fuego de napalm / hombre esquizoide del siglo XXI”. Es la primera estrofa de 21st century schizoid man, tema inicial del álbum debut de King Crimson, In the court of the Crimson King. Sinfield tenía solo 26 años cuando puso letra al primer aquelarre sonoro del Rey Carmesí. Da vergüenza ajena comparar las prioridades que tenían los jóvenes veinteañeros de hace 55 años para escribir canciones con las de actuales ídolos populares de la misma edad como Post Malone, Dua Lipa o alias Bizarrap.

La canción, reconocida como una de las columnas vertebrales de lo que después se llamaría comúnmente “rock progresivo” -un rótulo que Robert Fripp, líder del grupo, siempre despreció-, es un manifiesto que combina, con agresividad sonora y lírica, la desesperación generada por eventos de su tiempo -la guerra de Vietnam- con una visión apocalíptica del futuro. En la tercera y última estrofa, Sinfield escribe: “La semilla de la muerte ciega la codicia del hombre / los hijos hambrientos de los poetas sangran / nada de lo que tiene necesita realmente / el hombre esquizoide del siglo XXI”. Proféticas y precisas, las palabras de Sinfield describen descarnadamente el mundo actual. 

Como (casi todos) sabemos, King Crimson es una institución dentro de la música popular contemporánea por la complejidad de su sonido, con esas atmósferas cambiantes que van de la desolación al frenesí y esa propuesta marginal y a la vez desafiante que imprimió Fripp desde el minuto uno, rodeándose siempre de instrumentistas extremadamente talentosos y versátiles, capaces de plasmar sus estrambóticas ideas y de seguirle el paso a su incansable guitarra, creando una personalidad única que ha influido a todos, desde Nirvana hasta Primus, desde Tool hasta Porcupine Tree, desde Dream Theater hasta The Flaming Lips. 

Pero si bien es cierto lo de Crimson es más acerca de la música, en un comienzo las letras también jugaron un importante rol en la conformación de esa personalidad, de esa presencia escénica que los despegó de todas las tendencias vigentes en aquel entonces, como la psicodelia o el jazz-rock, que por supuesto nutrieron el desarrollo compositivo de Fripp y compañía. 

Entre 1969 y 1972, la banda lanzó cuatro álbumes y, en todos ellos, junto con los densos riffs de guitarra y las melancólicas capas de mellotrones tocadas por Fripp e Ian McDonald (que se fue después del primer disco), los versos de Peter Sinfield -a quien sus amigos llamaban simplemente Pete, nombre con el que aparece en algunos de los créditos de los LP originales- permitieron que esas canciones cargadas de simbolismos auditivos, impactantes en sí mismas, adquirieran una dimensión más conmovedora y cautivante, por sus mensajes crípticos y profundos.

In the court of the Crimson King, el álbum de la famosa carátula con la ilustración de un rostro retorcido por el dolor, que fácilmente funciona como expresión de lo que sentimos en este 2024 -el horror cuando uno ve las fotografías de lo que ocurre ahora mismo en Gaza, el asco que produce el cinismo de los políticos peruanos y sus allegados, la indignación ante los mundos paralelos creados por autoridades sin sangre en la cara y medios lobotomizados, que por un lado muestran una brillante APEC en San Borja y por otro, una cadena de impunes sicariatos y descuartizamientos macabros en Comas, la desesperanza por los resultados de la selección de fútbol, las declaraciones del ministro de Educación, las canciones de moda- será siempre recordado por 21st century schizoid man, esa distópica obra de arte que, en siete minutos y medio de intenso jazz-rock, no deja respirar con sus ritmos endemoniados, cambios vertiginosos y ese final en el que los cuatro músicos involucrados -Greg Lake (voz, bajo), Ian McDonald (saxos), Michael Giles (batería) y Robert Fripp (guitarras)- se unen en una cacofonía larga y agónica, contraparte musical para las frases lapidarias de la letra.

Sin embargo, lo que sigue en ese LP es un remanso tenso que genera emociones diferentes, entre celestes y grises, con letras que Sinfield escribió para la banda, a la cual llegó por su amistad con el saxofonista y tecladista Ian McDonald (1946-2022). Temas como In the court of the Crimson King, compuesto precisamente por McDonald, futuro integrante fundador de Foreigner, que posee una narrativa entre lo cortesano y medieval, combinando palabras suaves para crear escenas de adulación y esclavitud, de reinados hegemónicos y comparsas serviles. 

Otra composición de McDonald, I talk to the wind -en la que brillan sus flautas y la suave voz y bajo de Greg Lake (1947-2016), nos habla de la soledad y el desamparo –“el viento no escucha / el viento no puede escuchar”, mientras que Epitaph, de brillante tristeza, refleja la misma rebeldía de 21st century schizoid man, concluyendo que “el conocimiento es un amigo moribundo / cuando nadie pone reglas / me temo que el destino de la humanidad / está en manos de tontos”, aplicable perfectamente a nuestros tiempos. Esa premisa fue, años más tarde, usada por los también británicos The Alan Parsons Project para su exitazo de 1982, Eye in the sky, aunque de manera mucho más amigable, desde luego.

Sinfield, además, fue co-productor, manager, asistente de iluminación, diseñador y hasta relacionista público de la banda en esos años fundacionales. De hecho, fue él quien le puso el nombre, a pedido de su buen amigo Robert Fripp, con quien venía trabajando desde aquel alucinante e injustamente olvidado LP de la era pre-Crimson, The cheerful insanity of Giles, Giles and Fripp (Deram Records, 1968). Como alguna vez recordó, en una entrevista que le hicieron para la revista Prog Magazine: “Me convertí en su mascota y su principal “groupie” y hasta les decía a qué tiendas ir para comprar las prendas que los hicieran ver como estrellas de rock”. Pero lo más importante fueron siempre sus versos.

En canciones como la bluesera Cat food (In the wake of Poseidon, 1970), Sinfield arremete contra la industria de productos alimenticios, siempre con su estilo arcano y afilado, mientras que Pictures of a city, del mismo disco, parece casi una segunda parte de 21st century schizoid man, con sonido entrecortado y pesado, frases cortas y duras. En ese segundo disco, Crimson vuelve a ofrecer una excelente muestra de su bifrontismo emocional -la calma sensible de la trilogía Peace (A beginning, el instrumental A theme y la coda An end) frente a las tormentas mellotrónicas de The devil’s triangle, con su referencia al Bolero de Maurice Ravel (1875-1937), la mencionada Pictures of a city e In the wake of Poseidon, con letras de desconexión personal y angustia por el futuro.

Pero es en los dos siguientes discos que la poesía de Sinfield adquiere una tonalidad más colorida, con historias y personajes que se mueven en escenografías góticas y mitológicas, probablemente influenciado por lo que venía haciendo Peter Gabriel con Genesis. Curiosamente, esos dos discos -Lizard (1970) y Islands (1971)-, en los que King Crimson comienza a separarse del estilo oscuro de sus discos anteriores para ingresar a terrenos más cercanos al jazz, la improvisación y la música clásica, aunque siempre dentro del plan sonoro de Fripp, son de los menos mencionados incluso entre los seguidores del grupo, a pesar de su innegable calidad musical y lírica.

Ladies of the road (Islands, 1971) es un blues asincopado en que Sinfield homenajea, a su estilo, a las groupies, un ejercicio que ya había desarrollado en la balada acústica Cadence and Cascade del álbum previo. La voz/bajo de Boz Burrell y los saxos descontrolados de Mel Collins convirtieron este tema en un clásico del primer periodo crimsoniano. En Lizard, el vocalista de Yes, Jon Anderson, pone voz a los versos de Sinfield en el tema-título, una suite de 23 minutos y medio dividida en cuatro partes, que extiende las estampas dieciochescas de In the court of the Crimson King con un cuento musicalizado de castillos, príncipes, ágapes y reverencias, de interpretaciones múltiples. Para 1972, Peter Sinfield se apartó del grupo, aunque sus caminos siguieron cercanos de una u otra manera.

Al año siguiente, Sinfield lanzó su único disco en solitario, titulado Still (Manticore Records, 1973). Con un sonido que va del primer King Crimson a Nick Drake, Sinfield intentó abrirse espacio en el competitivo microcosmos del prog-rock, contando para ello con algunas notables colaboraciones del universo crimsoniano como Ian McDonald, Mel Collins (saxos, flautas), Ian Wallace (batería), Boz Burrell (bajo) y Keith Tippett (piano). Greg Lake, también de esa primera época, grabó las guitarras y voces en la canción Still, que bien podría hacer sido parte de la discografía del Rey Carmesí. 

Por momentos, la voz de Sinfield hace recordar a Barry Gibb (Will it be you) y, en otras, al glam rock de David Bowie y T-Rex, como en Wholefood boogie, The night people y A house of hopes and dreams, con fuerte presencia de la sección de metales y bases rítmicas cercanas al soul. El tema central, sin embargo, es la enigmática The song of the sea goat, que utiliza como base la melodía de un concierto para laúd del italiano Antonio Vivaldi (1678-1741). En YouTube puede encontrarse la actuación de Sinfield y su banda en el icónico programa de la BBC The Old Grey Whistle Test, en 1973, interpretando A house of hopes and dreams y The song of the sea goat, donde podemos ver a Mel Collins en el saxo y un jovencísimo John Wetton (1947-2017), poco antes de unirse a King Crimson, tocando el bajo.

En esos años, Sinfield se había hecho muy amigo de Greg Lake, quien luego se unió al tecladista Keith Emerson (1944-2016) y el baterista Carl Palmer (74) para armar una de las principales bandas del prog-rock de los setenta, Emerson, Lake & Palmer. Sinfield comenzó sus colaboraciones con ELP con las letras de dos temas de su cuarto álbum, Brain salad surgery (1973), la saltarina Benny the bouncer y el tercer movimiento de la suite Karn evil 9: 3rd impression, de sonoridades galácticas y triunfales. Luego, para el álbum doble Works Volume 1 (1977), en que cada músico recibió un lado para grabar sus propias composiciones, Lake coescribió con Sinfield las cinco baladas electroacústicas del capítulo que le corresponde -en la versión original en vinilo, vendría a ser el Lado B del primer disco-, entre las que destacan, por supuesto, Lend your love to me tonight y la mágica C’est la vie. Mientras que, en el cuarto lado, que contiene la famosísima adaptación que hiciera Keith Emerson de Fanfare for the common man, composición de 1942 del norteamericano Aaron Copland (1900-1990), Sinfield escribió la letra de Pirates, una composición grupal de corte sinfónico que supera los trece minutos.

Durante una gira por Europa con ELP, Greg Lake escuchó en Italia a Premiata Forneria Marconi, un sexteto de rock progresivo y jazz-rock. Lake quedó tan impresionado por su destreza que los contrató para el sello Manticore Records, que acababa de fundar con Emerson y Palmer. Para promover internacionalmente a la banda -que ya para ese momento había lanzado dos discos en su país- Lake conectó a los PFM con Peter Sinfield para que adaptara las letras. Como resultado, los milaneses publicaron dos álbumes, Photos of ghosts (1973) y The world became the world (1974), con varios temas de sus álbumes Storia di un minuto, Per un amico (1972) y L’isola di niente (1974), convirtiéndose en la primera banda italiana de éxito masivo fuera de su país en ámbitos rockeros globales, dominados por grupos norteamericanos y británicos. Las versiones en inglés de clásicos de los liderados por los cantantes y multi-instrumentistas Franco Mussida y Franz Di Cioccio, como L’isola di niente (The mountain), Dolcissima Maria (Just look away), Per un amico (Photos of ghosts), Via Lumiere (Have your cake and beat it) o É festa (Celebration), llegaron así a los oídos del público anglosajón y abrieron el camino de otras bandas italianas del mismo estilo como Goblin o Banco del Mutuo Soccorso.

Ambos siguieron escribiendo juntos hasta fines de los años setenta, con el punto más alto de estas colaboraciones en una canción titulada I believe in father Christmas, presentada inicialmente en 1975 como un single solista de Greg Lake. Esta primera versión -considerada hoy un clásico de la temporada navideña en Gran Bretaña- fue un éxito de ventas y no llegó al #1 de las listas porque fue desplazada nada menos que por Bohemian rhapsody de Queen. I believe in father Christmas, definida por Sinfield como “una bonita tarjeta de Navidad con bordes ligeramente sarcásticos” fue regrabada por Emerson, Lake & Palmer para su sexta producción en estudio, Works Volume 2 (1977), que además contiene otras composiciones de Lake/Sinfield como la balada Watching over you y la rockera Tiger in a spotlight. Un año después, ELP viajaron a las Bahamas para grabar Love beach, su último disco antes de separarse, con letras escritas por Sinfield en medio de una situación extremadamente tensa entre los integrantes del grupo. Aunque el álbum tiene algunos momentos estimables es, por consenso, el punto más bajo de la discografía del trío autor de clásicos setenteros como From the beginning y Lucky man.

Durante las décadas siguientes, Peter Sinfield buscó reconectarse con su principal pasión, la poesía y trabajó esporádicamente con una diversa gama de artistas. Produjo, en 1972, el álbum debut de Roxy Music y, posteriormente, desapareció de los radares de la música popular, exilio que rompía de vez en cuando, escribiendo letras para canciones de estrellas pop como Leo Sayer, Cher, Celine Dion, entre otras. En los ochenta se asoció, como productor y escritor, a una banda de pop juvenil absolutamente desconocida en nuestro medio, Bucks Fizz, surgida de las canteras del prestigioso concurso de talentos Eurovision, de donde surgieron nombres como Abba (Suecia), Olivia Newton-John (Inglaterra), Nana Mouskouri (Grecia) o Françoise Hardy (Francia).

Peter Sinfield, el poeta del prog-rock, un completo desconocido para las masas que gozan con las abyectas canciones de moda de hoy, deja detrás de sí un catálogo de letras creativas, irónicas, oscuras y sensibles que es ampliamente reconocido y admirado por los amantes del rock progresivo, una de las vertientes de la era dorada del rock que aun mantiene una leal comunidad de seguidores en el mundo entero. 

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King Crimson, Peter Sinfield, Prog-Rock, rock clásico

[Música Maestro] Esta semana de vacías cumbres multilaterales, necesarias protestas ciudadanas y delincuencias desbordadas, es el turno de la salsa, el género que junto con el bolero son solo dos de los mejores ejemplos de la excelencia musical latina, en épocas del balbuceante reggaetón y ese híbrido multiforme que, bajo el rótulo engañoso de latin-pop, deja pasar todas las pequeñeces y vulgaridades de Shakira, Bad Bunny y afines. Para bailar en cualquier época del año, y para recordar lo bien que sonaba la música latina en otros tiempos, estos cuatro ejemplos son solo la punta del iceberg de todo lo que estamos perdiendo.

WILLIE COLÓN – TIEMPO PA’ MATAR (Fania Records, 1984)

Este álbum vendría a ser el número treinta de la extensísima discografía del director de orquesta, compositor, trombonista, productor y cantante nuyoricano Willie Colón (74), y el séptimo como solista. Además, es el último disco que produjo para la escudería FaniaRecords, que tanto impulso recibió gracias a su talento y capacidad para ir abriendo el camino de la salsa con grandes intérpretes y autores como Héctor Lavoe (1943-1993) y Rubén Blades (76).

Colón compensa su poco privilegiada voz -tuvo que asumir el rol de cantante en su orquesta tras la acre separación de Blades- con una impresionante creatividad como compositor y arreglista, desarrollando una carrera marcada por la innovación en un género que estaba condenado a un desarrollo más repetitivo, con pocas posibilidades de evolución, tras la asonada salsera nacida en los discos producidos por Jerry Masucci (1934-1997) y Johnny Pacheco (1935-2021) durante la década de los setenta, en los que Colón fue protagonista. Para mediados de la década siguiente, la salsa ya estaba dando muestras de esa crisis, con tendencias más ligeras como la salsa sensual, mientras que el latin-jazz, por su parte, cerraba su círculo a unas élites de músicos, oyentes y asistentes a conciertos dispuestos a sofisticar todavía más el sonido de lo caribeño.

Este álbum presenta tres covers. El más famoso de ellos fue Gitana, una canción escrita en 1979 por el cantaor español José Manuel Ortega Heredia «Manzanita» (1956-2004), para su primer disco, Poco ruido y mucho duende (1978). Willie Colón pone al servicio de esta cautivadora melodía todos sus poderes como arreglista y se aseguró la inmortalidad con una canción ajena que hizo suya, quizás la más popular de su catálogo solista, que hasta ahora tiene alta rotación en radios salseras. Además de los cambios de ritmo y giros, destaca el bajo de Salvador Cuevas (1955-2017), uno de sus más cercanos colaboradores y músico principal de Fania.

Los otros dos covers son Noche de los enmascarados, una de las primeras composiciones escritas en 1967 por el astro brasileño Chico Buarque; y Voló, una jocosa crónica de inmigrantes escrita por el poeta y músico portorriqueño Rafael Hernández Marín (1891-1965). Con este álbum, Willie Colón confirmó su vocación por las fusiones, incorporando elementos de rock, jazz, música flamenca y bossa nova a sus composiciones salseras, con profundas descargas, bombas y sones, todo enmarcado en su contundente ensamble de percusiones múltiples, trombones, flautas y coros femeninos, además del uso de una sección de cuerdas de treinta músicos que le da aires sumamente elegantes a las canciones que conforman el disco.

Colón compuso cinco de las ocho canciones de Tiempo pa’ matar, entre las que destacan la balada/bossa nova Serenata y el tema-título, que aparece como un resumen de su vida artística, caracterizada por esa asociación entre los músicos de salsa y las mafias, imagen que él ayudó a consolidar en sus primeras producciones con Lavoe al frente del micrófono. En la salsa Falta de consideración -que también muestra toques brasileños en el segundo puente- la letra parece referirse al pleito con Blades, quien le habría respondido con su éxito Camaleón de 1987.

Para El diablo, Colón hace uso de su ingenioso sentido del humor, con una canción en ritmo de bomba. Callejón sin salida, la última de las canciones firmadas por el trombonista, es un cha-cha-chá combinado con reggae e intermedio salsero. Grabaron este disco los siguientes músicos: Willie Colón (voz, trombón, percusión, dirección musical y arreglos), Jorge Dalto (piano), Salvador Cuevas (bajo), Marc Quiñones, Martín Martínez, Édgar Reyes, José Mangual Jr., Milton Cardona (bongós, congas), Nicky Marrero (timbales), Johnny Almendra (batería), Mauricio Smith (flauta, saxo tenor), John Purcell (saxo soprano), Leopoldo Pineda, Luis López, Dan Reagan, QuilvioCabrera (trombones), Lewis Kahn (violín), Graciela Carriquí, Sylvia Villegas, Victoria Villegas (coros).

ORQUESTA INMENSIDAD – ALEGRÍA (Bárbaro Records, 1983)

Dicen los entendidos que este disco contiene la primera salsa sensual», un subgénero que es resultado de la conversión de baladas enarreglos salseros y que se apoderó de las preferencias del público latinoamericano, con la inclusión de canciones de letras melosas, sugerentes y sus giros sonoros livianos, sosos. El tema en cuestión esLo siento mi amor, una balada de 1978 compuesta por el español Manuel Alejandro y entonada por su compatriota Rocío Jurado, con su vozarrón y su boca pintada, para escándalo de las señoras de la época.

Sin embargo, aunque el tema cumple con esas características, no fue la razón del éxito que tuvo esta segunda producción de la Orquesta Inmensidad, creada en Miami y producida por Johnny Pacheco para el sello Bárbaro Records, subsidiario de Fania, en momentos en que la otrora máquina de compleja música latina dirigida por Jerry Masuccise encontraba, como decimos los peruanos, de capa caída.

Alegría, título de este LP de 1983, presenta a un joven cantante de poca experiencia pero harto pedigrí salsero: el hermano menor de Rubén Blades, Roberto, quien se metió al bolsillo a las muchachas con una versión ligera del estilo vocal de su célebre hermano, pero sin un atisbo del brillo del compositor de clásicos como Plástico o Pedro Navaja. La orquesta tiene un sonido bastante convincente, con dinámicos arreglos para metales y fuerte presencia del trombón, herencia de las legendarias producciones de Willie Colón y sus pares, pero un ataque menos complejo para alejar a la salsa de la actitud barrial, representante de los sectores populares menos favorecidos, para hacerla más atractiva a la nueva juventud pop que estaba cada vez más metida en el «American way of life«.

A pesar de eso, temas como Renacer o Traigo alegría buscan crear conexión con el clásico orgullo latino, pero terminan ahogadas por el resto de canciones que hablan de cosas más ligeras como Es amor, En cada cosa o el bolero Mírame, todos en clave romántica y liviana. El disco produjo un superéxito que hasta hoy es el más solicitado en las presentaciones de Roberto Blades, que a trancas y barrancas se hizo finalmente de un nombre propio en el universo salsero, aunque siempre bajo la sombra de su hermano, talentoso y comprometido socialmente con los problemas de América Latina y del mundo.

Me estoy refiriendo a Lágrimas, una canción diferente, con arreglos creativos y muy diversos escritos por Douglas Keith, uno de los trompetistas de la orquesta, de letra y estribillo pegajosos y una sensacional cadencia que combina profundas percusiones y brillantes trompetas y trombones, que dejan la sensación de ser hasta tres canciones en una, por los vertiginosos giros que da en sus casi siete minutos de duración. Al ser Lágrimas la primera canción del álbum, crea en los oyentes un nivel alto de expectativas que se cae de inmediato con las otras siete pistas, que no poseen la misma calidad.

Dicho eso, Alegría es un disco que se deja escuchar y que contiene algunos momentos simpáticos, a la distancia, y todavía superiores a lo que vendría después en la salsa, años de oscuridad dominados por la infame salsa erótica de finales de los ochenta en adelante. El disco termina con otro cover, el tema Señora, compuesto por el mexicano Víctor Yturbe y que fuera muy popular en 1981 en la versión que grabaran los españoles Rumba Tres, para su disco Quisiera ser bandolero.

Integraron la Orquesta Inmensidad: Roberto Blades (voz), Raúl Gallimore (voz, piano, arreglos en todos los temas, excepto Lágrimas), Manuel Patiño (bajo), Alex León (timbal), Alvaro León (bongós), Rigoberto Herrera (congas), Douglas Keith (trompeta, arreglos en Lágrimas), Juan Carlos Cabrera y Rick Hoffman (trompetas), Humberto La Voy y James Warren (trombones).

MANNY OQUENDO Y SU CONJUNTO LIBRE – CON SALSA… CON SABOR (Salsoul Records, 1976)

La salsa clásica fue monopolizada por Fania Records, el sello del norteamericano Jerry Masucci y el dominicano Johnny Pacheco que lanzó al estrellato mundial a los grandes nombres del estilo como Willie Colón, Ismael Miranda, Ray Barretto, Rubén Blades, Héctor Lavoe, etcétera. Pero eso no significa que solo de allí salieran salseros notables. A ese grupo de no afiliados a la Fania pertenece el timbalero y bongocero neoyorquino José Manuel Oquendo (1931-2009), Manny para los amigos, que en 1976 lanzó su primer disco como solista con su recientemente formado Conjunto Libre.

Manny Oquendo, de padres portorriqueños, fue un músico intuitivo que creció escuchando el inmenso bagaje musical de sus padres y se inició en las percusiones apadrinado por dos gigantes del latin-jazz y la salsa de todos los tiempos: Tito Puente (1923-2000), el Rey del Timbal; y Eddie Palmieri (87), pianista y director de Orquesta La Perfecta, con quienes trabajó en las décadas de los cincuenta y sesenta.

Oquendo conforma el Conjunto Libre junto a los hermanos Jerry y Andy González (percusionista y bajista respectivamente) y, apoyado por el sello Salsoul de los hermanos Cayre, lanzó este disco titulado Con salsa… con sabor, en 1976. El álbum posee una enorme personalidad marcada por el erudito trabajo como arreglista de Manny, quien ordena elementos del jazz, la rumba y la salsa -de vida relativamente corta en ese tiempo- para generar un producto 100% bailable que era, a la vez, una prueba de fuego para quien se sometía a su escucha.

Así, el inicio con el clásico boricua Lamento borincano -una de las canciones populares más cantadas de la historia- es rotundo, con la voz de Héctor Alomar invocando a los espíritus de toda una generación de vocalistas caribeños y un fabuloso solo de cuatro de Nelson González. Las descargas son realmente duras, si uno escucha temas como Saoco o No critiques, ejemplos de lo que era el sonido de esa salsa que iba por un camino sinuoso, en medio de la elegancia y el sabor callejero inherente a sus orígenes.

Oquendo y su Conjunto Libre que, en los ochenta y noventa sería conocido simplemente como Libre, ensaya también una incursión en el bolero, en el cover de Risque, una composición del brasileño AryBarroso (1903-1964), con ciertos aires de jazz que también se aprecian en Donna Lee/A gozar y bailar. Donna Lee es, por supuesto, el standard del saxofonista Charlie Parker (1920-1955), que aquí sirve de introducción para una canción de mucho ritmo y potencia al momento de la coda, perfecta para cualquier fiesta que se respete.

Además este tema cuenta con la participación especial del flautista Dave Valentín, en una de sus primeras grabaciones profesionales. El piano está a cargo de otro famoso portorriqueño, Oscar Hernández, que se convertiría en uno de los principales productores y músicos de sesión de salsa y latin-jazz, además de ser integrante de Seis del Solar -el grupo ochentero que acompañó a Rubén Blades- y, años después, fundador de la hoy prestigiosa The Spanish Harlem Orchestra. Andy González, bajista y productor de gran prestigio en los Estados Unidos, aseguró además la participación de grandes sesionistas como Ronnie Cuber (saxo), Milton Cardona (congas), Mike Lawrence (trompeta) y Barry Rogers (trombón). Conjunto Libre hace salsa que es solo para conocedores.

OSCAR D’LEÓN – CON DULZURA (Top Hits Records, 1983)

El décimo primer álbum del salsero venezolano Óscar D’León (81, nombre verdadero Óscar Emilio León Simoza) como solista, al frente de su propia orquesta, se inscribe en el terreno de la salsa clásica con fuertes raíces en el son, el guaguancó, el cha-cha-chá y otros ritmos afrocubanos que dieron forma a la salsa como género masivamente popular.

El uso profuso de secciones de cuerdas hace recordar a algunas producciones de Fania Records y Willie Colón, mientras que la habilidad para el soneo y la improvisación del llamado “Faraón de la Salsa” está aquí en su mejor momento, con una serie de llamadas creativas y salidas rápidas a momentos específicos de las intrincadas secciones instrumentales arregladas por él mismo.

Autodidacta en la interpretación del contrabajo, Óscar D’León se caracterizó siempre por su carisma sobre el escenario, su potente y aguda voz, que podía también alcanzar registros muy graves y solfeos de complejidad intuitiva, y una permanente disposición a la picardía y el sentido del humor, con canciones que pasaron a ser consideradas clásicas de la salsa en la década de los ochenta, justo antes de que el estilo se vulgarizara con referencias a encuentros sexuales de todo tipo, romances ligeros y baladas transformadas en salsa que reemplazaron en gran medida a las composiciones originales con sabor a Cuba.

Los grandes éxitos de este LP titulado Con dulzura, en cuya carátula vemos al cantante atravesando a machetazos lo que parece ser un campo de caña de azúcar, son, por supuesto, Calculadora y Desde que te fuiste. La primera es un cha-cha-chá extremadamente pegajoso y humorístico, en el que un hombre reprocha a su mujer el ser una calculadora humana. Los coros, intencionalmente nasales, repiten el estribillo infantil “dos-y-dos-son-cuatro-cuatro-y-dos-son-seis” de manera compulsiva, bromista y maniática. Por su parte, la segunda es una fina salsa en la que el cantante intercala dos líneas melódicas diferentes a manera de canon –estilo de la música clásica en el que se superponen unas letras a otras- un recurso que también usó, por ejemplo, Willie Colón en su éxito noventero Idilio.

En ambas, el trabajo de las cuerdas es excelente, pues provee a estas dos composiciones –de Richard Egües y Don Felo, respectivamente- de un sonido elegante, perfecto para bailes de salón. El resto del álbum es bastante regular, con temas como Mi novia (escrito por el mismo Óscar D’León) y Melao de caña, un tema fundamental de la música afrocubana, compuesto originalmente en 1952 por la educadora y poeta Mercedes Pedroso.

En la contracarátula de la edición en vinilo se puede leer una dedicatoria “a la memoria de los maestros Ñico Saquito, Rafael Cortijo y Rafael Lay, director de la Orquesta Aragón”, artistas de la edad de oro de la música rítmica producida en Cuba, a quienes el cantante considera guías permanentes de su trabajo. Lamentablemente, el sonido elegante y tributario a los pioneros de la música latina que impuso Óscar D’León en estos primeros esfuerzos solistas, tras su salida de las orquestas Dimensión Latina y La Crítica, que lideró en los setenta, se fue diluyendo y el repertorio del llamado «sonero del mundo» terminó cayendo presa en las tendencias modernas, menos respetuosas de este acervo. Con dulzura es uno de los mejores trabajos de León en esta época.

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[Música Maestro] Nota: a pesar de su historial intervencionista, su cultura consumista y de tener una población capaz de elegir a Donald Trump por segunda vez, los Estados Unidos han ofrecido algunas cosas buenas a la cultura popular. El jazz es una de ellas. 

Dicen que la música es el lenguaje universal. Y, aunque esto es en esencia absolutamente cierto, hay géneros que no todo el mundo puede llegar a comprender de manera integral. Por eso el jazz, que empezó su historia como expresión sonora de las escalas sociales más bajas de los Estados Unidos, fue convirtiéndose -en la medida que se iban haciendo más complejas sus ramificaciones, combinaciones y personajes- en una suerte de placer para élites dentro de las élites, casi como la música clásica.

En paralelo, el encanallamiento de los gustos populares -hip hop en los EE.UU., reggaetón/bachata/latin pop en Latinoamérica- fue también haciendo del jazz algo fino, que dejó de tocarse en sitios lóbregos y ambientes sórdidos como los clubes de jazz de la calle 52 de Manhattan para ser usado como música ambiental en lujosas estancias de hoteles, restaurantes y salones, una transformación que hoy está más vigente que nunca. Aun así, el jazz sigue siendo un estilo asociado a la libertad, la integración -a pesar de la segregación racial que sufrieron sus mejores intérpretes en sus años dorados- y la fusión. Es difícil decir qué estilo de jazz es el más fiel a ese espíritu pues todas sus manifestaciones tienen lo suyo en ese terreno. Otra vez, comentar solo cuatro LP en un universo como el del jazz es como colocar un grano de pimienta negra en medio de kilómetros de una playa de arena blanca, inmensa y vacía. 

BILL EVANS – CONVERSATIONS WITH MYSELF (Verve Records, 1963)

Este álbum, el vigésimo de la prolífica carrera de este célebre pianista de jazz, es considerado una de las joyas del género por su naturaleza innovadora y valiente, particularmente viniendo de un personaje como Evans (1929-1980), conocido por su reticencia a usar toda clase de tecnologías de grabación en sus producciones. 

A diferencia de otros pianistas de jazz, en quienes Evans ejerció una potente influencia, como Keith Jarrett (79), Chick Corea (1941-2021) o Herbie Hancock (84), que incorporaron a su lenguaje las posibilidades ilimitadas de los teclados electrónicos, el pianista blanco de los gruesos lentes jamás consideró abandonar el piano acústico y, si alguna vez utilizó alguno de los nuevos instrumentos llegados en las décadas de los sesenta y setenta, solo fue para complementar ciertas ideas musicales pero nunca para reemplazar o poner en segundo plano al gran piano clásico, que dominaba como pocos. 

Sin embargo, decidió grabar este disco utilizando la técnica de la sobre grabación (los famosos overdubs) de tres pistas de piano tocadas por él mismo, haciendo las partes melódicas y armónicas con total libertad y fluidez, casi como si un piano conversara con los otros dos, en un diálogo interno que revela tres lados diferentes de su estilo y musicalidad. El resultado es un prodigio del jazz para piano, con muchas cosas ocurriendo al mismo tiempo, lo cual convierte a este disco en un desafío para el oyente meticuloso, que requiere de suma atención para distinguir los acentos e intenciones de cada pista. 

Al mismo tiempo, es un álbum que puede uno sentarse a escuchar sin hacer mayores esfuerzos ni complicarse la vida, simplemente por el gusto de sentir buena música, independientemente de quién esté tocándola. Esta idea de multiplicarse a sí mismo nace también, por lo menos eso se siente al escuchar el disco, de una necesidad por demostrar autosuficiencia en un mundo de tantas dependencias como lo era el del jazz clásico, en que los miembros de un trío o cuarteto deben esperar a que su líder les haga una señal para soltar sus amarras y entregarse al goce de la inspiración y la improvisación. 

Aquí Evans se gobierna a sí mismo y utiliza el estudio de grabación y sus posibilidades de grabarse y volverse a grabar para articular estas interpretaciones de principio a fin sin depender de nadie. El repertorio escogido por Evans en este Conversations with myself contiene temas clásicos del jazz de los años cuarenta como ‘Round midnight (de su colega Thelonious Monk), Stella by starlight, How about you; algunos de los cincuenta como A sleepin’ bee, una canción de 1954 cuya letra había sido escrita nada menos que por el escritor y periodista Truman Capote (1924-1984), Hey there y Blue Monk (otra de Thelonious) y hasta una composición propia, NYC’s no lark. 

La versatilidad de Evans le permite cumplir funciones de bajo caminante (Blue Monk), de vibrafonista (Stella by starlight) y hasta se da espacio para lanzar referencias del francés Erik Satie (1866-1925), uno de sus pianistas clásicos preferidos, al final de Spartacus love theme, uno de los puntos más altos de este disco. El tema fue compuesto por el músico norteamericano Alex North para la banda sonora de la recordada película de 1960 dirigida por Stanley Kubrick y protagonizada por Kirk Douglas. 

Bill Evans grabó este disco como un acto de rebeldía frente al apogeo del rock y las tendencias de varios jazzistas por adecuarse a las modas imperantes. Y aunque posteriormente regresó a sus formatos habituales (de tríos y cuartetos), repitió los overdubs en dos discos más, uno de 1967 y el otro de 1978, titulados Further conversations with myself y New conversations, respectivamente, conformando una tríada ideal para entender a uno de los pianistas fundamentales de la historia del jazz. 

CHARLES MINGUS – PITHECANTHROPUS ERECTUS (Atlantic Records, 1956)

Este disco es la declaración de principios oficial de Charles Mingus (1922-1979), el gigantesco contrabajista, compositor y director de orquesta conocido como «El Malhumorado del Jazz» por sus frecuentes arrebatos de violencia, que más de una vez lo llevaron a delegaciones policiales. 

Grabado en la ciudad New York cuando apenas tenía 34 años, Pithecanthropus erectus constituye una ventana de acceso al concepto de jazz moderno, gracias a sus desarrollos de plena improvisación grupal, un estilo que Mingus ayudó a construir. El sonido, por momentos oscuro, de sus composiciones va más allá del be-bop de John Coltrane (1926-1967) o Miles Davis (1926-1991), y se ubica en esa extraña categoría que algún experto denominó La Tercera Ola (a mitad de camino entre el jazz y la música clásica). 

Los arreglos, creados íntegramente por Mingus, fueron dictados por él a sus músicos de oído, una práctica por la que se haría conocido en décadas siguientes. De los cuatro temas que contiene este tour-de-force, solo uno -A foggy day- no lleva la firma del célebre artista fallecido en 1979, derrotado por la esclerosis múltiple. Este tema, original de George e Ira Gershwin, formó parte de la banda sonora de una película de Fred Astaire titulada A damsel in distress (Una damisela en desgracia) pero ni siquiera en este estándar de existencia previa Mingus da respiro a sus músicos: el piano de Mal Waldron es exigido al máximo de su creatividad mientras que Jackie McLean y J. R. Monterose -dos ídolos subterráneos del jazz sesentero- hacen gala de sus talentos cruzados en finas armonías y contrapuntos. 

Profile of Jackie es una breve composición en la que Mingus busca reconocer el prestigio de McLean, uno de los saxofonistas más prolíficos y a la vez desconocidos de ese período, que ha trabajado en gran cantidad de álbumes junto a personajes famosos del género como Sonny Rollins, Art Blakey, entre otros. Love chant es un rítmico tema que podría definirse como be-bop, aunque los especialistas disienten cada vez que se intenta encasillar a Mingus en cualquiera de las etapas o subetapas de este siempre cambiante modo de hacer música. 

Como Duke Ellington (1899-1974), Charles Mingus es reverenciado tanto por su desempeño como músico instrumentista como por sus profundas y variadas maneras de influir en las generaciones de músicos que se expusieron a sus creaciones: desde su atemorizante y fiero aspecto físico hasta su irritable carácter al momento de dirigir, todo en Mingus es parte de una prueba permanente a la tolerancia y la capacidad apreciativa. El punto culminante de este disco es el tema-título, una épica composición que supera los diez minutos de duración, en que el artista realiza un viaje «desde las raíces homínidas del ser humano hasta su fracaso por no aceptar que aquellos a quienes busca esclavizar merecen ser libres». 

Esta solemnidad, que para muchos puede parecer sobreactuada, es la base de la energía creativa de Charles Mingus, esa necesidad de no sucumbir ante los demonios internos -la depresión, las adicciones, los arranques de agresividad, la salud- y defenderse de ellos asumiendo la lucha incesante por un ideal que es superior a cualquier ligereza del ser humano, incluidas las suyas. Pithecanthropus erectus tiene algo de eso, pero más allá del sentido que (no todos) puedan encontrar entre líneas, es una excepcional construcción sonora. 

THELONIOUS MONK – THELONIOUS HIMSELF (Riverside Records, 1957)

Qué difícil debe ser sentarse frente a un instrumento tan complejo como el piano y hacer música perfecta, afiatada, sin fallas. Y aunque los universos de la música clásica, el jazz, el rock y la salsa (y todos sus derivados) están plagados de ejemplos de excelencia en la ejecución pianística, siempre inspiran mayor respeto aquellos músicos que, sin el amparo de secciones rítmicas ni apoyo de ningún otro solista que le permita relajarse, estirar los dedos y corregir sus tropiezos sin que nadie se dé cuenta, acometen las partituras con la seguridad de generar un ambiente sonoro único, independiente. 

El piano, como la guitarra acústica o cualquier otro instrumento sin amplificación artificial, exige del músico la mayor concentración y, al mismo tiempo, la mayor sensibilidad para no sonar tosco, torpe, desagradable. Y en todo ello el señor Thelonious Monk (1917-1982) siempre fue magistral, como puede uno percatarse escuchando este álbum titulado Thelonious himself (1957), el primero en que el artista de los lentes y sombreros extraños, se somete a esta dictadura del piano como único sonido en siete de los ocho temas que lo componen. 

Monk ya era una leyenda del jazz para cuando grabó este disco, el cuarto de su estadía en el sello Riverside, después de haber pasado por las prestigiosas casas discográficas Blue Note y Prestige. Las improvisaciones y disonancias están a la orden en este LP y los arrestos de blues de temas como Functional o I’m getting sentimental over you se cruzan con los complejos desarrollos de bebop de I should care y Monk’s mood, tema en el que cuenta con la colaboración de un amigo y cómplice en diversas trasnochadas de jazz copetinero y bohemio: el saxofonista John Coltrane. 

Pese a ser el compositor de jazz más regrabado de la historia después de Duke Ellington (un dato que magnifica su significado cuando comparamos la cantidad de composiciones de Duke, que pasan de mil, frente a las casi 70 del catálogo de Monk), don Thelonious no figura actualmente en el panteón de los genios del jazz y es difícil escuchar su nombre junto a los de los mentadísimos Coltrane, Ellington, Charlie Parker o Miles Davis, con quien trabajó y sostuvo múltiples discusiones musicales en la primera mitad de los años cincuenta.

Precisamente, el genial trompetista hizo suyas dos composiciones capitales de Monk, Straight, no chaser y ‘Round midnight, que en este álbum figura en una versión poco reconocible, desprovista de los sensacionales arreglos que la convertirían en uno de los standards de jazz más famosos de la historia. 

Este disco también muestra el lado más amable y romántico de Monk, en piezas como (I don’t stand) A ghost of a chance (with you), All alone y April in Paris (adaptación de un tema perteneciente a un musical de Broadway de la década de 1930), que habían sido muy exitosas en las versiones cantadas por el crooner Bing Crosby (1903-1977) pero que en las manos de Monk adquieren otra dimensión. 

Escuchar a Thelonious Monk en el contexto de un ensamble completo es una deliciosa experiencia musical pero acercarse a él así, a solas, permite entender mucho mejor la diferencia entre un buen pianista de jazz y uno extraordinario. 

GEORGE BENSON & AL JARREAU – GIVIN’ IT UP (Concorde Records, 2006)

Hace dieciocho años apareció este disco de extraordinaria y sofisticada calidad, cortesía de dos de los artistas fundamentales de smooth jazz norteamericano con raíces en los años setenta. El vocalista Al Jarreau (1940-2017) y el guitarrista George Benson (81) habían cruzado en múltiples ocasiones sus caminos musicales pero nunca habían grabado juntos. En el 2006 los astros se alinearon para permitir que estos eximios talentos se unieran para registrar una selección de trece canciones que cubren desde clásicos de la edad dorada del jazz en los años cincuenta hasta los temas más emblemáticos de cada uno, además de hacer versiones de temas de pop y soul de los setenta, ochenta y más allá. 

Además del fino catálogo de canciones escogidas para este disco, acompañan a ambas estrellas un elenco de rutilantes nombres de la escena jazzística y cantantes muy conocidos. El CD comienza con los temas más representativos de cada artista: Breezin’, el fresco instrumental que Benson compusiera allá por 1976 y Mornin’, exitazo de pop-soul que hizo masivamente conocido a Al Jarreau en 1983, casi una década después de su irrupción como vocalista de enormes recursos para la técnica del scat -que consiste en repetir, nota por nota, lo que toca un instrumento musical- y de la percusión vocal. En cada una intercalan las interpretaciones de tal manera que Breezin’ se convierte en un tema cantado y Mornin’, un instrumental. 

Este inicio, por demás auspicioso, permite que el oyente se relaje con la confianza de que la calidad está garantizada en cada uno de los once temas restantes. Por ejemplo, las versiones de inolvidables clásicos del pop radial como Summer breeze (Seals & Crofts, 1972) o Everytime you go away (Paul Young, 1985) son encantadoras, así como de temas más antiguos como Four (Miles Davis, 1959), God bless the child (Billie Holiday, 1941) o Bring it on home (Sam Cooke, 1962). En la primera, este clásico del jazz es interpretado de manera emocionante por la cantante de R&B Jill Scott. En la segunda, el ex Beatle Paul McCartney coloca su recorrida voz en uno de los himnos del soul de los años sesenta. 

Patti Austin, la reconocida cantante de R&B, participa en la canción Let it rain. En ‘Long come Tutu se lucen el bajo de Marcus Miller, uno de los músicos invitados a estas sesiones; y el piano de Herbie Hancock. Las voces de Benson y Jarreau se combinan a la perfección en canciones como All I am o la contemporánea Ordinary people, composición de John Legend, que en ese entonces se despuntaba como una prometedora luminaria del soul y el R&B con toques de sofisticación y elegancia. Además de Miller, participan otros dos monstruos del bajo jazzero: Stanley Clarke (en Don’t start no schtuff y Four) y el mexicano Abraham Laboriel (en Breezin’ y All I am). 

La química entre estos prestigiosos artistas del jazz, que ya superaban la barrera de los 60 años, es superlativa, y su experiencia en el desarrollo de sonidos suaves y a la vez de compleja ejecución es la marca de su genialidad. Benson y su famoso toque en octavas ha quedado ligeramente eclipsado con los años, debido a la degradación en los niveles de apreciación del público, una problemática que también ha alcanzado al jazz, pero escucharlo es un verdadero placer, sobre todo en canciones como Ordinary people, Mornin’ o Givin’ it up for love. Otras luminarias del trabajo en sesiones que colaboran con este disco son Dean Parks (guitarra), Vinnie Colaiuta (batería), Paulinho Da Costa (percusión), Chris Botti (trompeta), Abraham Laboriel (bajo) y Larry Williams (piano y teclados). 

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[Música Maestro] De jueves a viernes, esta semana, bares, oficinas y callejones seguramente fingieron querer al Perú, en el Día de la Canción Criolla (31 de octubre), cantando a grito borracho esa composición que el gobierno militar de los setenta le encargó a Augusto Polo Campos -me refiero, por supuesto, al vals Contigo Perú- y que cuatro décadas después se convirtió en superficial himno de banderazos para celebrar fracasos futbolísticos y coartadas de políticos de estercolero que buscan capitalizar la vacía e infértil emoción de quienes se ponen camiseta rojiblanca cuando juega la selección pero que, en paralelo, terruquean a quienes marchan o apoyan a las marchas, manifestaciones de un hartazgo que, siendo mayoritario, aun no es suficiente para sacarnos del agujero oscuro en el que nos encontramos como país.

Para mí, escuchar música criolla es otra cosa. No tiene que ver con engaños patrioteros de poca monta. Tiene que ver con el amor que me hizo sentir mi familia paterna por los sonidos propios, por la sana picardía y el calor de casa, el preludio nacional que me preparó para disfrutar hoy de todo lo que por naturaleza me es ajeno: un jazz o un death metal norteamericano, una rumba cubana o una tonada mediterránea en Estambul, una polka balcánica. Escuchar música criolla es, para mí, sinónimo de mi niñez y mi universidad, de mis anhelos socialdemocrátas y mis iras frente a la bazofia que carcome hoy nuestra sociedad y nuestra política. Es la base de mi liberalismo sonoro y mi humanismo radical. Es todo lo que los poderes Ejecutivo y Legislativo hoy pisotean con su ignorancia, su cinismo y su corrupción. Ellos no merecen escuchar estas canciones. No merecen ser considerados peruanos, como ellas. 

RAFAEL MATALLANA, VÍCTOR REYES Y ALBERTO URQUIZO – EL PRIMER RECITAL DE LA CANCIÓN CRIOLLA (Decibel Discos, 1968)

Apenas cinco meses antes de que el general Juan Velasco Alvarado tomara el poder a través de un golpe militar, derrocando al primer gobierno del arquitecto Fernando Belaúnde Terry, el 1 de mayo de 1968, se grabó este LP en la Sala Alzedo (así, con “z”) del Teatro Segura de Lima, en el que se reproduce este recital de música criolla, organizado por la Corporación Nacional de Turismo. 

El concierto no es una simple sucesión de valses conocidos, sino que incluye elegantes textos escritos por nuestro recordado poeta y compositor Juan Gonzalo Rose y leídos por Estenio Vargas, conocido periodista de la época, quien además fue el productor de este espectáculo en el que se cuenta la historia del vals peruano. Varias de las composiciones que forman parte del programa pertenecen a la llamada Guardia Vieja –como La palizada (“a la muchachada del Karamanduka”), La andarita o El plebeyo (de Felipe Pinglo)- pero también hay canciones de la segunda hornada de autores criollos que surgió a mediados de los años cincuenta, y algunos temas que para esa época eran relativamente nuevos. 

Muchos de estos, con los años, se convirtieron en títulos fundamentales del cancionero limeño, reproducidos hasta la saciedad e interpretados de mil maneras: desde La flor de la canela, de Chabuca Granda (grabada por primera vez en 1953); Madre, de Manuel Acosta Ojeda (escrita en 1951 y popularizada por el Trío Los Chamas); hasta Cuando llora mi guitarra (Augusto Polo Campos) o Yo la quería patita (Mario Cavagnaro); todas en versiones cortas, resumidas, para facilitar las descripciones con las que empezaba cada surco del LP. 

Las guitarras, tocadas con fineza y trinar criollo, son de Víctor Reyes y Alberto Urquizo, dos de los guitarristas más solicitados en los estudios de grabación y las radios de entonces, ambos miembros activos del Centro Musical Unión y provenientes de la escuela de Breña, expertos en bordones y solos agudos que caracterizan el toque criollo antiguo, genuino. Ambos de gran talento, eran conocidos por haber acompañado a diversas estrellas como Nicomedes Santa Cruz, Pedrito Otiniano, entre otros. 

Doce de los catorce temas incluidos en esta histórica grabación son cantados por el recordado Caballero de la Canción Criolla, don Rafael Matallana, en aquel entonces una de las voces más respetadas del criollismo, ese que para muchos ya murió y está sepultado bajo las peñas-discoteca en las que prima el estilo chacotero de Los Ardiles y el vals-balada al que nos han malacostumbrado cantantes como Bartola o Eva Ayllón (sobre todo en sus grabaciones más recientes, orientadas a un público más “internacional”). Los dos temas restantes, Remembranzas e Idolatría, son tocados solo por los guitarristas Reyes y Urquizo y constituyen una clase maestra de cómo debe tocarse el vals criollo. 

Este álbum, inexistente en formato digital, contiene además algunos títulos que se interpretan muy poco en la actualidad como Jesús (Pedro Bocanegra), Ídolo (Manuel Quintana/Braulio Sancho), Anita (Pablo Casas) y Mi primera elegía (Eduardo Márquez Talledo/Serafina Quinteras). Si quieres escuchar verdadera música criolla, en este disco descubrirás que no todo es Regresa, Mal paso o Mi propiedad privada. Esta es música criolla de la fina, de esa que cada vez se practica menos.

ARTURO «ZAMBO» CAVERO & ÓSCAR AVILÉS – LES TRAEMOS… EL CHACOMBO (Iempsa, 1979)

Nuestra música criolla costeña tiene una larga historia, cuyo comienzo formal data en las décadas finales del siglo XIX y primeras del XX. En esos casi 100 años de evolución, hay diversos momentos emblemáticos de desarrollo musical, con figuras que ayudaron a definir el sonido de nuestra patria. En 1979, dos titanes del vals criollo se juntaron para producir este álbum titulado Les traemos… el chacombo. 

«Chacombo» es el nombre de un instrumento de percusión proveniente del norte peruano -específicamente en Zaña, Lambayeque- usado por las poblaciones afroperuanas para tocar festejos y landós. En 1958, Manuel Quintana y José Durand, gestores culturales de la época, recuperaron letra y melodía de una canción dedicada a este peculiar instrumento, con ritmo frenético similar al popular festejo, y se la entregaron a Óscar Avilés y Arturo «Zambo» Cavero, quienes la arreglaron junto a don Augusto Ascuez, un legendario cantante criollo de callejón y solar. 

Avilés -para muchos, la primera guitarra del Perú- había paseado su talento en diversos conjuntos como Fiesta Criolla, Los Morochucos, entre otros. Y ya era conocido su estatus de leyenda por su revolucionaria forma de atacar los bordones y trinos típicos de nuestros valses «guardiaviejeros». Por su parte, «Zambo» Cavero se había hecho muy conocido como cantante y cajonero en interminables jaranas criollas de esa Lima que ya fue, que no existe más, y que jamás volverá. Esa Lima de los años cincuenta y sesenta, que algunos consideraban horrible en su tiempo, hoy es recordada con nostalgia por sus sobrevivientes. 

Avilés y Cavero se unieron por primera vez para este disco y dieron inicio a una colaboración musical que se convertiría en el emblema mayor de la música de la costa peruana durante décadas. Sobre la base de El chacombo -el tema que mencionamos al inicio- la dupla armó un listado con diez canciones ideales para musicalizar cualquier almuerzo familiar: valses de despecho (Mala mujer, Mi amiga la tristeza, Sigue mintiendo), de amor profundo (Sincera confesión, Rebeca, Nuestro secreto, La noche de tu ausencia), un cadencioso y jaranero festejo (Pancha Remolino) y hasta una polka que, a estas alturas, ya viene a ser un género oscuro, antediluviano, por lo poco cultivado que es en la actualidad (El picaflor). 

Los temas vienen firmados por dos compositores de fuste de nuestro cancionero criollo: Félix Pasache y Mario Cavagnaro, con tres y dos títulos cada uno, mientras que Eduardo Márquez Talledo, otro nombre principal entre los autores de valses contribuye, aunque ahora a través del festejo Pancha Remolino que cierra el LP. 

La guitarra de Avilés es brillante, con ese manejo único de silencios y profundos bordones característicos, que cruza con repentinos e inspirados solos y trinos colocados de manera inesperada, entre compás y compás; mientras guapea y llama y hace armonías vocales en su distintivo grito contra-alto. Por su parte, la voz de Cavero suena limpia y sin esos antipáticos gorjeos que incorporó a su desempeño vocal en sus últimos años, para ayudarse seguramente, debido a las dificultades que le ocasionaba el sobrepeso que padeció. Ahora que ambos ya no están entre nosotros, este disco reafirma su condición de clásico por el sonido fresco y, a la vez, tradicional, que ofrece, una propuesta que se echa de menos en la música criolla moderna, dada a las oportunistas, disforzadas y poco talentosas fusiones con la balada, el lounge y el jazz que suelen practicarse actualmente.

LOS TROVEROS CRIOLLOS – VUELVEN LOS TROVEROS CRIOLLOS (Sono Radio, 1954)

En los años cincuenta hubo diversos conjuntos que conformaron la segunda generación de artistas que cultivaban la música criolla -entendida como la expresión musical de la costa peruana- con un repertorio que combinaba valses y polkas de la Guardia Vieja (estas son canciones compuestas durante las tres primeras décadas de siglo XX, aunque algunos extienden el rango de este tipo de valses a los siguientes 20 años). 

Uno de los más populares es el dúo conformado por Lucho Garland (segunda voz, primera guitarra) y Jorge «El Carreta» Pérez (primera voz, segunda guitarra), Los Troveros Criollos. Su estilo festivo y tradicionalista los convirtió en favoritos en Lima, aquella Lima criolla y jaranista que ya no existe más, ni en los valses convertidos en balada de Bartola o Eva Ayllón ni en la chacota con sabor a farándula de Los Ardiles. La voz aguda, con tonalidades similares a las de un payaso -dicho esto sin ningún afán despectivo, por cierto- del «Carreta» se combina con el tono de barítono de Garland, que recuerda a Los Morochucos, creando una atmósfera cercana al público, simpática y de mucha chispa, particularmente porque Los Troveros Criollos impusieron los valses compuestos por Mario Cavagnaro, con letras que incluían múltiples giros idiomáticos y dichos que se usaban en los barrios de antaño, la replana, esta jerga de origen delincuencial hizo su paso al habla coloquial de las personas decentes y familias gracias al uso masivo en canciones como Yo la quería patita, Carretas aquí es el tono o Desembólate chontril, las tres firmadas por el genial arequipeño, uno de los mejores compositores de la era dorada de la música criolla. 

Las tres están incluidas en este segundo LP de Los Troveros Criollos, junto con otros clásicos de las jaranas limeñas como Ay Raquel (de Augusto Polo Campos), El parisién y La Reyna de España, que hasta hoy suelen escucharse en círculos que aun cultivan el buen y verdadero criollismo. 

La guitarra de Garland es inspirada y plagada de trinos, mientras que Pérez replica con un acompañamiento experto en secuencias de acordes, bordones precisos y golpes cerrados que bastan y sobran haciendo innecesaria la presencia del cajón. Este famoso instrumento de percusión, que hoy padece de sobre exposición mediática como símbolo de peruanidad y uso exagerado de propios y ajenos, recién pasó a ser estable en ensambles criollos a finales de la década de los cincuenta. 

El disco contiene además Parlamanías, un tema compuesto por Serafina Quinteras con la ayuda de Jorge Pérez en el que se hace creativa mofa de las promesas eternamente incumplidas de los congresistas. Este valsecito, escrito hace más de 80 años, es 100% aplicable a cualquier campaña electoral de nuestro país, sea esta local, regional, municipal o presidencial. Parlamanías debería ser tan conocida como La flor de la canela, Mal paso, Propiedad privada o Contigo Perú -solo por mencionar a algunos de los temas criollos que hoy cantan a voz en cuello los jóvenes cuando se las quieren dar de «criollazos» insertos, como están, en esa falsa tendencia patriotera que sale a relucir cada vez que juega la selección de fútbol o cada 31 de octubre.

Sin embargo, es evidente la sombra de oscuridad que se cierne sobre este ingenioso vals, que refleja la indignación y el sarcasmo ante las distintas generaciones de mentirosos y sinvergüenzas que nos vienen gobernando desde hace décadas, un fenómeno que hoy padecemos en su más alto grado de putrefacción y descaro. Si quiere escuchar un bonito disco de valses criollos antiguos, consígase este o cualquier otro título de Los Troveros Criollos. No hay pierde.

LUCHA REYES – UNA CARTA AL CIELO (FTA Producciones, 1971)

Cuando apareció este disco de Lucha Reyes, ella ya era una superestrella de la música criolla pues se había hecho conocida viajando por todo el Perú como parte del elenco de la Peña Ferrando, grupo itinerante de artistas organizado por el productor y conductor de radio y televisión, Augusto Ferrando. 

Una carta al cielo es el segundo LP oficial de Lucha Reyes, lanzado a través del sello Fabricantes Técnicos Asociados, subsidiario de RCA Victor. La «Morena de Oro del Perú» poseía un fuerte y claro timbre vocal, agudo y expresivo, y llamaba la atención por sus presentaciones en vivo en las que ponía profunda emoción en cada una de sus interpretaciones. 

Con el marco musical del conjunto liderado por los guitarristas trujillanos Rafael Amaranto y Álvaro Pérez (ambos del grupo Los Caciques), y la colaboración en algunos temas del saxofonista y director de orquesta argentino Freddy Roland, Reyes grabó estas doce canciones -diez valses y dos marineras/tonderos), que pertenecen al cancionero popular peruano y que han sido interpretados por una enorme cantidad de artistas. 

Sin embargo -y, en parte, por el estatus de leyenda que adquirió Lucha Reyes por su azarosa salud y su posterior muerte, dos años después- estas versiones son de las mejores de cada uno de estos temas, cargadas de una emotividad muy particular. A pesar de que en los últimos años solo se escuchan Regresa y Propiedad privada, la última de las cuales está contenida en este álbum, producido por Viñico Tafur, Lucha Reyes nos ofrece una bonita selección de valses románticos, firmados por algunos de los más connotados compositores de la segunda generación de autores criollos. 

Por ejemplo escuchamos Remembranzas (de Pedro Espinel), Jamás impedirás (de José Escajadillo) y Ya ves (de Augusto Polo Campos), tres de los valses más escuchados durante los años setenta y ochenta, en las voces de famosas intérpretes como Eva Ayllón, Cecilia Bracamonte, Cecilia Barraza, entre otras. 

El tema-título, Una carta al cielo, es una tierna historia en la que un niño huérfano es llevado a una estación de policía por haber robado cintas de una tienda. El chico, cuando el oficial le pregunta si ha robado, le dice que sí pero para ponerle las cintas a una cometa en la que ha amarrado una carta para su madre que está en el cielo. La canción fue compuesta por el trujillano Salvador Oda (autor de la también popular canción El árbol de mi casa, popularizada por Carmencita Lara). Una carta al cielo fue grabada por primera vez en 1945 por Los Trovadores del Perú y luego por Maritza Rodríguez, pero fue esta versión la que quedó como la mejor, por el talento interpretativo de Reyes, que la convirtió en un clásico del Día de la Madre, para todos aquellos que ya no la tenemos a nuestro lado. 

Propiedad privada es, de hecho, el tema que más se escucha de este LP, y fue escrito por el poeta y músico hispano-mexicano Modesto López; y, a partir de la fama que alcanzó en la voz de Lucha Reyes, fue grabada también en bolero, salsa y hasta en rock, además de ser un tema inevitable en cualquier recopilación de clásicos del criollismo, fiestas, peñas y karaokes. El verdadero nombre de Lucha Reyes fue Lucila Justina Sarcines Reyes.

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Lucha Reyes, Música criolla, Óscar Avilés, Perú

[Música Maestro] Como lo he expresado en este espacio más de una vez, la música en español -o música latina, como ustedes prefieran- está seriamente degradada. Para algunos podrá sonar a cucufatería, pero en realidad se trata de una apreciación nacida de la indignación que surge al ver cómo el mal gusto se ha impuesto como norma de vida y expresión artística. Si los Hablando Huevadas constituyen el triunfo de la vulgaridad -llenaron el Madison Square Garden, qué maravilla- como forma de hacer comedia; el reggaetón romántico y la bachata calentona son la derrota del idioma y la elegancia como código para expresar emociones y hasta propuestas de índoles más concretas, sensoriales. 

Por eso, inicio hoy una entrega de dos partes de algunos de mis discos de baladas en español favoritas que, como corresponde a una época dorada en cuanto a creatividad y talento, no solo contienen esas canciones que repite hasta el cansancio La Hora del Lonchecito, sino que tienen muchas otras cosas, cruces de géneros y arreglos que colocaban a la música romántica en un nivel de alto calibre. Quienes fueron jóvenes para cuando estos discos salieron al mercado, tienen mucho qué agradecer a toda aquella generación de autores, intérpretes e instrumentistas que tanto hicieron por el entretenimiento sonoro en nuestro idioma.

NINO BRAVO – MI TIERRA (Fonogram Records, 1972)

Cuando el extraordinario cantante valenciano Nino Bravo, cuyo verdadero nombre fue Luis Manuel Ferri Llopis, grabó su cuarto disco de larga duración, titulado Mi tierra, en 1972, nadie podía presagiar que, pocos meses después, ocurriría el terrible accidente automovilístico que acabaría con su vida, apenas a los 29 años de edad, truncando una exitosa carrera y, a la vez, creando uno de los mitos más venerados de la balada pop en español. 

La potencia de su voz y su calidad interpretativa superaba largamente a la de sus pares, ya que a diferencia de Raphael o Camilo Sesto -los otros dos españoles que se disputaban, con él, las preferencias del público- Nino cantaba con sobriedad, ajeno a los disfuerzos y amaneramientos de los mencionados, y poseía una imagen sencilla y cercana al ciudadano común y corriente, característica que lo alejaba también de divos como Julio Iglesias, incapaz de competir con Bravo en términos vocales. 

Este disco posee unas instrumentaciones monumentales, con arreglos mayormente escritos por Juan Carlos Calderón (1936-2012) quien, en la década de los ochenta, gozó de enorme prestigio como compositor, productor y arreglista. A Calderón pertenecen Vete y Por qué, dos de los temas de este álbum que contribuyeron a cimentar la fama de Nino Bravo como vocalista de excelencia. El tema-título, dedicado a su pueblo natal en Valencia, pertenece a la pluma de Augusto Algueró (1934-2011), y estuvo a punto de triunfar en el Festival de la Canción de Río de Janeiro de ese año. 

Sin embargo, fue el dúo de compositores José Luis Armenteros y Pablo Herreros el que escribió la canción más famosa de este LP y, por supuesto, una de las grabaciones inolvidables de Nino Bravo, tanto por la belleza de su melodía e instrumentación -en la que destaca el uso de la mandolina, nostálgica y mediterránea- como por la profundidad de su letra. Libre, basada en la triste tragedia del joven alemán Peter Fechter (1944-1962), la primera persona que murió, a los 18 años, por intentar fugarse de la Alemania Oriental atravesando el Muro de Berlín, se convirtió en himno absoluto de la búsqueda de libertad e incluso recibió cuestionamientos del gobierno franquista. Aunque ni los compositores ni el intérprete tuvieron intenciones de referirse a la política interna de su país con este tema, la controversia solo contribuyó a que se hiciera más popular y querida por la gente. 

Las otras canciones de Mi tierra son parejas, y nos muestran a un cantante maduro, con enormes proyecciones hacia el futuro: Gracias a ti, El amor, Volver a empezar, son profundas baladas que fácilmente podrían haber sido otros grandes éxitos de Nino Bravo; mientras que en Hoy te quiero ofrecer los arreglos van por el camino del jazz, al estilo crooner, que Bravo interpretaba con facilidad y soltura, como también podemos notar en la versión en español del clásico de Jerome Kern y Oscar Hammerstein II, All the things you are, que aparece aquí con el título Eres todo cuanto quiero. Este tema es un standard del jazz, perteneciente a un musical de Broadway de 1939, y ha sido grabado por todo el mundo desde Frank Sinatra y Mario Lanza hasta Miles Davis o Pat Metheny. 

En Carolina, Bravo hace gala de su capacidad para alcanzar notas altas sin perder la calidad vocal mientras que en Te acuerdas, María pasa de los tonos graves a agudos al mejor estilo de otro de sus inolvidables temas, Noelia, incluido en su álbum anterior, Un beso y una flor (1973). Actualmente, Nino Bravo tendría 71 años.

MOCEDADES – MOCEDADES 5 (Zafiro Records/BMG Records, 1974)

El mercado musical hispanoamericano siempre estuvo más orientado a los singles que a los álbumes, motivo por el cual muchas notables discografías de artistas famosos han pasado al completo olvido. Tal es el caso del grupo vocal y familiar Mocedades, poseedor de una historia musical muy interesante, como queda demostrado al escuchar este quinto disco, titulado simplemente Mocedades 5, de 1974. 

Luego del éxito comercial de su canción Eres tú, también compuesta por Juan Carlos Calderón, lanzada el año anterior y que llegó al segundo lugar en el prestigioso festival Eurovisión, y de cuatro discos grabados mayormente en inglés, el grupo decidió, de la mano de Calderón quien era su productor y  compositor de cabecera, alejarse de los covers de standards de jazz y gospel y probar sus afiatadas voces en el campo de la balada romántica, en el que impusieron su estilo elegante y grandioso, influenciado tanto por los conjuntos negros de soul y doo-wop de los años cincuenta como por las floridas presentaciones y vestuarios hippies de The Mamas & The Papas de los sesenta. 

Los hermanos Amaya, Izaskun y Roberto Uranga Amézaga, junto a Javier Garay, José Manuel Ipiña y Carlos Zubiaga, formación de Mocedades conocida como «los seis históricos», presentan en este disco inolvidables canciones como El vendedor, Quisiera algún día o Tómame o déjame, todas escritas por Calderón, quien era considerado en esa época como “el séptimo Mocedades”, se convirtieron en favoritas inmediatamente, asegurando la permanencia del conjunto en todas las radios y programas de televisión, tanto de su país como de Latinoamérica. 

Este es el segundo disco de Mocedades en que la voz de Amaya (77), comienza a despuntar como solista en la mayor parte de temas, una estrategia tomada por el grupo para encajar más en el gusto del nuevo público al que comenzaron a dirigirse. Pero en realidad ella y su hermana Izaskun (74), así como los cuatro varones, poseen registros vocales excelentes, capaces de liderar de manera indistinta según las necesidades del tema que se esté interpretando. 

Para mantener conexión con la esencia de sus inicios, en este álbum encontramos dos temas en inglés: Red river valley, tema tradicional del country que tiene su origen a mediados del Siglo XIX; y Nobody knows the troubles I’ve seen, clásico del góspel que ha sido grabado también por estrellas de la música norteamericana como Gene Autry (1907-1998) o Sam Cooke (1931-1964), el reverenciado icono del soul que fuera asesinado de un balazo en un motel de Los Angeles, cuando solo tenía 33 años, en un extraño y violento incidente. 

Asimismo, Eu só quero um xodó, es un acompasado tema en portugués, originalmente compuesto por un dúo paulista integrado por Dominguinhos (voz, acordeón) y Anastacia (voz), artistas brasileños de los años setenta. Mocedades siempre tuvo un acercamiento a la música desde un punto de vista global, abarcando géneros de países y épocas diferentes, como se escucha en Mulowa, una canción de cuna africana, que el sexteto entona en su lengua original; mientras que en Soledades nos remiten al Siglo de Oro Español, musicalizando este clásico poema de 1632, escrito por el vate Lope de Vega (1562-1635). Como vemos, en Mocedades 5 uno descubre tesoros escondidos detrás de la alta rotación de sus canciones más conocidas, esa clase de tesoros que convertían el simple acto de escuchar baladas en un ejercicio de enriquecedores aprendizajes múltiples.

JOSÉ LUIS RODRÍGUEZ – POR SI VOLVIERAS (TH Records, 1979)

Las nuevas generaciones, que tan poco saben de música debido a la pobreza de opciones que les ofrecen la radio y televisión locales, entraron en contacto con «El Puma» a través de su participación, como jurado, hace ya algunos años, en varias temporadas de la versión nacional de la franquicia televisiva La Voz. Y lo que vieron fue un señor mayor, setentón -actualmente tiene 81- pero bien conservado a pesar de haber atravesado una compleja operación de doble trasplante pulmonar, carismático y medio dicharachero, pues se la pasaba enamorando a todas las señoras del set con chistecitos de doble sentido.  

Sin embargo, es necesario decirlo con todas sus letras: el cantante y actor venezolano José Luis Rodríguez lanzó algunos de los discos de baladas románticas en español mejor producidos e interpretados de las décadas de los setenta y ochenta. Por si volvieras (1979) es su segunda producción discográfica orientada al mercado internacional de Hispanoamérica, pero el décimo de su carrera como solista, que había iniciado a finales de los sesenta con sellos venezolanos como Velvet y Top Hits. 

Cuando los ejecutivos de la filial española de la importante casa discográfica RCA escucharon la calidad vocal de Rodríguez, lo ficharon de inmediato y pusieron a su servicio toda una maquinaria de primera, que incluía arreglistas y orquestaciones de lujo, músicos de sesión talentosos y una potente campaña publicitaria que lo posicionó como la opción sudamericana frente a los pesos pesados de la interpretación romántica en nuestro idioma, que venían básicamente de México y España. Y así fue que sus dos primeros álbumes fueron producidos y escritos por el español Manuel Álvarez-Beigbeder Pérez, más conocido como Manuel Alejandro (92), uno de los compositores más importantes de este género durante años, quien también lanzó al estrellato a personajes como José José, Nino Bravo, Emmanuel, Raphael y un largo etcétera. 

En este disco hay canciones que son fascinantes desde el punto de vista musical, de una calidad lírica y melódica que las ha hecho atravesar las pruebas del tiempo y los cambios de gustos del público, instalándose en el repertorio de clásicos de la música popular en español, como por ejemplo Este amor es un sueño de locos, verdadero título de este tema que, a menudo, es presentado como “No, no puede ser”, por la frase que se repite en el coro. Otro ejemplo es Tendría que llorar por ti, en la que el cantante luce su limpio y poderoso ataque vocal de barítono y que hoy ha sido convertida, tristemente, en uno de esos mal cantados temas cumbiamberos para el consumo masivo. 

Particularmente buenas son Amante eterna, amante mía, un tema lleno de interesantes cambios de ritmo y teclados de complejas estructuras, con una letra muy interesante que narra las dificultades del artista para estar junto a su familia en fechas importantes, debido a su recargada agenda de contratos y cosas por el estilo. Y Dulcemente amargo, escrita en tiempo de vals pero tocada de tal forma que se asemeja a los ritmos tradicionales de su país. 

Por su parte, Y surgió el amor es una canción que hace referencias a la espiritualidad y a Dios, una constante en las interpretaciones de Rodríguez, desde que era vocalista en bandas muy conocidas en Venezuela como Los Zeppys o The Billo’s Caracas Boys, a las que perteneció en la primera mitad de los sesenta. Los puntos más bajos de este disco son los temas Una golondrina no hace verano y Te imaginas… María, planteada como esas canciones «sensuales» al estilo de algunos éxitos de Camilo Sesto o Manolo Otero. 

Por si volvieras, con su sonido ligeramente parecido al del catalán Joan Manuel Serrat, es un tema que alcanzó mediana difusión en su época, aunque posteriormente dejó de tener presencia en nuestras radios para dar paso a sus siguientes éxitos, que lo mantuvieron en la cresta de la ola hasta entrados los noventa para luego ir dejando de lado el universo baladístico, por las cambiantes tendencias del mercado, para dedicarse a grabar temas más bailables y, posteriormente, ya dentro de los años dos mil, boleros. En todas estas producciones, José Luis Rodríguez mantuvo esa solvencia interpretativa que lo convirtió una de las mejores voces de este lado del mundo.

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Baladas en español, El Puma, Mocedades, Nino Bravo

[Música Maestro] Al momento de escuchar música, la diversidad no tiene límites. Dependiendo del estado de ánimo y de las cosas que uno puede estar pensando o atravesando -a veces muchas a la vez y diferentes entre sí-, la necesidad de descargar energía a través de géneros extremos es tan urgente que no queda más que entregarse, lanzarse de cabeza a un imaginario stage diving y perderse en las sensibilidades agresivas de artistas capaces de expresar esas emociones con autenticidad, sin temores. Después de ver cómo sicarios asesinan en mi país a profesores y a transportistas, y las Dinas y los Santivañez siguen impunes, ahí bien tranquilos, fantasear con lanzarlos en medio de un pogo salvaje, sin zapatos y con los ojos cubiertos, aparece en mis sueños como un acto de justicia divina.

Como dijo Flea, bajista de los Red Hot Chili Peppers, la noche que presentó la inducción de Metallica al Salón de la Fama del Rock and Roll, en el año 2009: “La música agresiva e intensa hace volar nuestras mentes y usar toda esa energía para algo positivo”. Digamos que no todos lo ven de esa manera pero es una buena forma de encaminar nuestros pasos para evitar prejuicios y, sobre todo, para reconocer la destreza de este tipo de músicos.

Las opciones para acceder a géneros extremos se cuentan, en la actualidad, por miles, literalmente hablando. Desde los clásicos, los pioneros, hasta las tendencias más recientes, todas tienen un subgénero, un rótulo. Y como ocurre con las baladas o con la salsa, más allá de preferencias u obsesiones 100% personales, hay tantas alternativas que cualquier recuento va a quedarse corto. Los tres discos aquí escogidos son solo un pequeñísimo botón de muestra de aquellas cosas que jamás tendrán el favor de los grandes públicos, pero que congregan en sus propios espacios a cientos de miles de personas que piensan y sienten lo mismo, en los cinco continentes. Y que emocionan más que las calculadas propuestas del degradado pop moderno. 

CARCASS – HEARTWORK (Earache Records/Columbia Records, 1993)

Los tres primeros álbumes de Carcass son sumamente repulsivos, en cuanto a sonido y letras, y dejaron en claro que no se iban con rodeos al momento de incomodar. Reek of putrefaction (1988), Symphonies of sickness (1989) y Necroticism–Descanting the insalubrious (1991) son los discos creadores del «goregrind», sub-sub-género que une elementos del death metal con el grindcore, ambos especializados en voces monstruosas, ritmos agresivos y letras escatológicas y viscerales. Ideales cánticos para darles los buenos días a los congresistas y ministros que legislan a favor de delincuentes y sicarios.

Pero, para su cuarta producción discográfica, este cuarteto británico dio un pequeño paso hacia un death metal más melódico, pero conservando la brutalidad musical y el ataque directo a las yugulares de sus seguidores, quienes no renegaron mucho por el cambio, casi imperceptible, como casi todas las diferencias entre los múltiples derivados de esta vertiente del rock duro, solo reconocibles para los más conocedores y amantes de las subdivisiones y taxonomías en un estilo que, para los no iniciados, no es más que nada una sola cosa, ruido.

Jeff Walker (voz, bajo), Billy Steer (guitarra), Michael Amott (guitarra) y Ken Owen (batería) exhiben una poderosa destreza en sus instrumentos, la cual es resaltada en este trabajo titulado Heartwork, gracias a una producción mucho más pulida que en sus anteriores lanzamientos. Al incluir solos elaborados y menos cacofónicos, con intermedios de medio tiempo cercanos al thrash y otras variantes anteriormente ajenas a su propuesta, Carcass logró meterse en el gusto de los públicos noventeros seguidores del ahora llamado «groove metal», que iniciaron clásicos como Sepultura y Pantera y siguieron, en una segunda etapa, Meshuggah y Machine Head, sobre todo en temas como This mortal coil (aquí en vivo en combo con Reek of putrefaction, clásico del debut epónimo) o la inicial Buried dreams; pero sigue siendo un reto incluso para quienes disfrutan del escándalo a niveles exasperantes. 

La batería de Ken Owen (55) es aplastante y, por momentos parece una ametralladora, sólida y profunda, dejando a los Cannibal Corpse barriendo el piso con su capacidad de devastación. Por su parte, las guitarras de Steer y Amott intercambian riffs y solos que van de lo pesado a lo decididamente death, combinando sus estilos y referencias de manera asombrosa. Billy Steer (54) es uno de los guitarristas más talentosos dentro del universo del metal extremo, no por nada ha sido miembro de Napalm Death y fundador de Carcass, dos de las bandas más importantes de este tipo de música, no apta para almas delicadas y oídos sensibles. 

Heartwork, el tema título, inicia con una tormenta provocada por bajo y batería para luego tornarse melódica y espacial, casi como un intermedio de Iron Maiden, y posteriormente disparar nuevamente ráfagas de un furibundo y demoledor death metal. La voz de Jeff Walker (55) se escucha aquí mejor que nunca, sin tonos graves guturales que permiten decodificar mejor las diatribas que lanza, ahora contra la sociedad y la política, la religión y las relaciones personales, aunque sin dejar de lado el uso de esa terminología típica en la banda, que incluye mención permanente de fluidos humanos, tecnicismos médicos relacionados a autopsias, disecciones y demás imaginería lírica que es gritada con furia y sin concesiones, aunque definitivamente están más moderados que en sus primeros álbumes. 

La combinación de death metal melódico con letras chocantes hacen de este disco un punto de inflexión en la corta pero notable discografía de Carcass. Los solos y riffs de Steer y Michael Amott (54, de nacionalidad sueca) en temas como Embodiment, Blind bleeding the blind, Carnal forge o No love lost, son excelentes invitaciones a la catarsis, terroríficas descargas eléctricas de una banda que no debes escuchar antes de irte a dormir. La carátula incluye una escultura del reconocido artista suizo H. R. Giger (1940-2014), el mismo que diseñó la portada del clásico álbum de rock progresivo Brain salad surgery (1972) de los también ingleses Emerson, Lake & Palmer. 

SODOM – PERSECUTION MANIA (Steamhammer Records, 1987)

Cuando se trata de excelencia en thrash metal, nada mejor que remontarse al período 1983-1989 para disfrutar del vértigo puro de riffs veloces, bombos dobles galopantes y versos de contenidos extremos, de enfrentamiento directo con lo establecido, las institucionales tutelares y descripciones de esa maldad inherente al ser humano que genera guerras, corrupción política y genocidios, al margen del escapismo positivo que estimulan quienes desean que todos sigamos pensando que todo va bien o las periodistas “lideresas de opinión” que cuestionan a dirigentes que requieren apoyo para sus acciones motivadas por la defensa de sus vidas, mientras las peores cosas e injusticias les siguen pasando en todos los distritos y regiones del país.

Y detrás de la línea de ataque norteamericana formada por los Big Four -Metallica, Megadeth, Slayer y Anthrax- seguía una segunda vanguardia que llegaba desde Alemania, conformada por un tridente de terror: Kreator, Destruction y Sodom. A estos últimos pertenece esta obra maestra del metal extremo, su segunda producción discográfica de larga duración, Persecution mania. 

Con letras que hablan de los horrores de la guerra, la violencia extrema, la injusticia social, la corrupción humana y la desolación frente a una religión dominada por el miedo y la represión, la formación clásica de este trío proveniente de la ciudad meridional de Gelsenkirchen , Tom «Angelripper» Such (61, voz, bajo), Frank «Blackfire» Gosdzik (58, guitarra) y Chris «Witchhunter» Dudek (1965-2008, batería) atropella a los oyentes con una potencia instrumental basada en el talento de Blackfire, que llegó para remozar el estilo de Sodom, más orientado al black metal en su primer disco Obssessed by cruelty (1984). 

La agresividad de la voz de Angelripper, oculta bajo los efectos de eco y cierta distorsión, no llega a ser 100% gutural, colocándose en un punto intermedio entre lo gritante de Tom Araya (Slayer) y lo discursivo, casi a media voz, entre dientes, de Dave Mustaine (Megadeth). De hecho, sorprende que las letras sean tan articuladas y densas, al no ser el inglés su lengua natural. 

La explosión de temas como Nuclear winter y Electrocution, que abren el disco, no dejan lugar a dudas: estamos frente a uno de los mejores álbumes de thrash en sus años dorados. El cover de Iron fist, clásico tema del quinto álbum de Motörhead (1982), es directo y contundente, un verdadero puñetazo de acero. En la sección intermedia instrumental de Electrocution hay una referencia directa a Seek and destroy de Metallica (Kill’em all, 1983), muy breve pero reconocible de inmediato. 

La carátula refleja con exactitud los dos temas centrales del disco: la guerra y la religión: además de las mencionadas, tenemos el tema-título, una canción extremadamente rápida y violenta, de mensajes paranoicos y ráfagas de riffs guitarreros y tarolazos que desafían el aguante de cualquier baterista. Por su parte, Bombenhagel finaliza el disco con una versión en guitarras del himno nacional teutón, ideal para darle carisma bélico a este poderoso bombazo. 

Sodom reta a los creyentes católicos con canciones como Enchanted land, Conjuration y Christ passion, expresando un desprecio hacia la religión que se basa en la naturaleza inicua de muchos de sus principales representantes, que han dejado clara su realidad en casos deplorables de abusos de toda índole. Esta última, cuya letra contiene el título de su recordado álbum doble en vivo Mortal way of life (Steamhammer Records, 1988), un clásico del thrash de todos los tiempos, viene precedida de un alucinante instrumental de dos minutos y medio, Procession to Golgatha, pesado y ominoso, que estremece por su sonido influenciado por Black Sabbath. 

En las versiones digitalizadas de Persecution mania se incluyen cuatro bonus tracks: una nueva versión de Outbreak of evil (incluido originalmente en el EP de 1984 In the sign of evil) y las tres canciones de otro EP, lanzado unos meses antes que este disco, titulado Expurse of sodomy: Sodomy & lust, The conqueror y My atonement, que inicia la pesadilla con suaves arpegios de guitarra y gongs al fondo. Para no escuchar con las luces apagadas. 

VENOM – BLACK METAL (Neat Records, 1982)

La carátula muestra una ilustración de trazo amateur, en blanco sobre fondo absolutamente negro, del macho cabrío, con pequeños ojos que infunden temor y una estrella de cinco puntas en medio de la frente –una de las tantas representaciones clásicas del demonio- y en la parte inferior, letras góticas, también blancas, con el título del álbum mientras que en la cabecera (sobre los cuernos del diabólico chivo) el logo clásico de la banda corona el segundo álbum de este trío británico, formado en Newcastle, que sentó las bases del thrash metal con su sonido agresivo, desprolijo y amenazante. 

Esta estética de fanzine, con tipografía y calidad de impresión casi facsimilar, domina también el crudo sonido del disco, que fue considerado casi desde su lanzamiento en 1982 como una de las obras fundacionales del género que, un par de años más tarde, sería dominado por bandas norteamericanas. Venom quizás es, junto a Mötorhead, una de las bandas que estableció la rudeza del heavy metal en una de sus vertientes extremas, y se declaró abiertamente satánica, en una época en que se suponía que los rockeros escondían sus mensajes oscuros detrás de sofisticadas técnicas de grabación que les permitían lanzar frases de subliminal contenido que solo se entendían escuchando el disco al revés. 

Acá no hay trucos. Canciones como To hell and back, Leave me in hell o Buried alive no necesitan esconder sus intenciones, mientras que otros temas como Black metal –la primera vez que se hace esta combinación de palabras, que dieron posteriormente el nombre a todo un subgénero de la música metálica, caracterizada por las voces guturales y las letras demoníacas y/o escatológicas; o Don’t burn the witch, prefieren temáticas ocultistas y misteriosas, siempre con una base musical más orientada al thrash en formación, otra de las características en las que coinciden con el grupo liderado por Lemmy (1945-2015). 

Esta es la formación clásica de Venom, con Conrad “Cronos” Lant (61, bajo, voz), Jeff “Mantas” Dunn (63, guitarra) y Anthony “Abbadon” Brain (67, batería). Cronos posee una de las presencias escénicas más atemorizantes de la historia del metal, con sus collares de cuero ceñidos al cuello, rodeados de púas, su bajo modelo Bulldozer, negro como su vestuario y esa voz potente, que por momentos parece estar reproduciendo los ladridos de un perro rabioso. 

Aun cuando el título del álbum remite al género subterráneo que surgió pocos años del después, la música de este disco está más asociada al thrash de Mötorhead, Diamond Head y los primeros álbumes de Metallica, con riffs veloces de guitarra, baterías con doble bombo y un nivel de producción de regular para abajo. Las letras abiertamente infernales y violentas generaron en torno a Venom mucha controversia, con su respectiva cuota de publicidad gratuita, aunque poco después esa influencia quedó rezagada por el surgimiento de toda una generación de nuevos músicos que, inspirados en ellos, hicieron cosas aun más fuertes. 

Sin embargo este disco, además de sus méritos intrínsecos en el universo metalero, posee un par de sorpresas: At war with Satan (preview), un adelanto de sus coqueteos con la composición más elaborada de su siguiente disco, titulado precisamente A war with Satan (1984); y la sección intermedia de Teacher’s pet, en que Mantas, Abbadon y Cronos se meten de cabeza en un alucinante e inesperado jam bluesero que contrasta con la furia desatada del resto de canciones.

Discos como estos pueden servir como vía de escape de una realidad atosigante como la que vivimos actualmente. Pero no solo eso. También ofrecen una oportunidad para colocar en palabras de otros todo aquello que no podemos gritarles a la cara a los políticos que se ríen a diario en nuestras caras de los dolores y temores de la ciudadanía. Ministros y periodistas, congresistas y autoridades a quienes (casi) nadie aprueba, son la representación de esa farandulería barata y ese reggaetón horroroso que tanto gusta a extorsionadores y ladrones. Venom, Carcass, Sodom y muchos otros son lo que viene a mi mente cuando pienso en ellos, en sus declaraciones absurdas, en sus pretextos, en sus cinismos.

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Black metal, Carcass, Death metal, Sodom, Thrash Metal, Venom

[Música Maestro] Hace años, cuando las únicas redes sociales eran Facebook, Twitter y YouTube -en tiempos sin Instagram, WhatsApp o IA- y que nadie escuchaba podcasts ni veía Netflix, creo que fue en el 2008 o 2009, apareció un comercial de radio -seguro algunos de ustedes lo recuerdan- en el que una chica «cantaba» en español algunas líneas de una cancioncita muy conocida y tontona, My humps, incluida en el CD Monkey business (2005), cuarta producción discográfica de ese insufrible pero megamillonario vendedor grupo mixto de pop y hip hop llamado Black Eyed Peas.

El tema central del comercial -aunque no logro recordar qué marca o producto anunciaba- era hacer notar, en tono de chacota, lo extraña que puede llegar a escucharse la letra en inglés de una canción muy conocida traducida a nuestro idioma. En el caso de My humps, mostraba lo ridícula que era, tan ridícula como las letras cantadas originalmente en español por personajes del reggaetón como Daddy Yankee, Karol G, Bad Bunny y ese larguísimo etcétera de clones que padecemos a diario. Paradójicamente, las mismas radios que propalaban el comercial repitieron y repitieron ese tema de Fergie, wii.i.am y compañía hasta convertirlo en superéxito, influidas desde luego por las coordenadas lanzadas desde los EE.UU. con esos artistasque venden montañas de discos cantando tonterías.

En esa línea, seguro también han jugado más de una vez a probar cómo suenan algunos nombres de bandas traducidas al español, como cuando Gerardo Manuel anunciaba a “la pequeña banda del río” (Little River Band, Australia), “la orquesta de la luz eléctrica” (Electric Light Orchestra, Inglaterra) o “tierra, viento y fuego” (Earth, Wind & Fire, Estados Unidos). O las clásicas malas traducciones, como ocurrió con la canción del recientemente la banda del fallecido Greg Kihn (1949-2024), The breakup song, incluida en su sexto LP, Rockihnroll (1981) que literalmente significa “La canción de la separación”) pero que era presentada por todos los disc-jockeys de la época como “la canción incompleta”.

Bueno, hago esta larga y tal vez innecesaria introducción porque, a pesar de haber escuchado el disco al cual me voy a referir cientos de veces y saber inconscientemente desde hace tiempo qué significa su título, no puedo ocultar que me sorprendió ponerme a pensar en su traducción literal: Madre de corazón atómico. Atom heart mother es el cuarto álbum del cuarteto británico Pink Floyd, lanzado en 1970 (inmediatamente después de ese experimento psicodélico titulado Ummagumma, de 1969, uno de los empaques más creativos de su tiempo y que supo adaptarse muy bien al formato CD) y el segundo de la banda sin el influjo lunático de Syd Barrett (1946-2006).

El título surgió a raíz de un artículo que la banda leyó en un periódico londinense acerca de una mujer embarazada a quien le habían colocado un marcapasos. Nada que ver… ¿no? La idea en sí misma no significa absolutamente nada, y no tiene ninguna relación ni con las canciones del disco ni con su carátula enigmáticamente sencilla: la foto de una vaca en medio de una pradera, en un día super claro. Ninguno de estos elementos tiene que ver entre sí ni con la banda en especial. Es más, como aseguró Storm Thorgerson (1944-2013), el diseñador oficial de las carátulas floydianas, esta desconexión es deliberada, hecha a propósito. Pero en la época calzó a la perfección con la onda psicodélica, esa onda de la cual Pink Floyd fue siempre uno de los más grandes representantes.

Este álbum, lanzado originalmente bajo el sello Harvest Records, divide a la fanaticada de Floyd entre los que lo consideran una de sus obras maestras y quienes piensan que es demasiado pomposo. El tema inicial, que tiene el mismo título, se denominó en un principio The amazing pudding (El postre sorprendente). O sea, nada que ver tampoco. Contiene algunas de las piezas fundamentales del sonido del grupo en esa época: If, Fat old sun, Summer 68 y Alan’s psychedelic breakfast -mini suite de trece minutos en tres partes- son canciones que uno espera escuchar de una banda como Pink Floyd en ese momento de su carrera, ni más ni menos.

Pero el tema central, que ocupa todo el Lado A de la versión original en vinilo y tiene una duración exacta de 23 minutos con 45 segundos, es simple y llanamente una de esas composiciones musicales que trascienden los límites de los territorios de rock and roll en los que fueron concebidas para convertirse en una entidad con vida propia, una cinemática obra musical con distintos niveles de emotividad, significado e interpretaciones múltiples capaz de colocar al oyente, tanto al iniciado como al experto, frente a un lienzo de distintas capas que merece más de una pasada para terminar de asimilarlo.

Años luz antes de que el término «fusión» se hiciera parte del vocabulario cotidiano de los cultores de ese nuevo rótulo llamado «Sonidos del Mundo» y que se pusieran de moda los acústicos-sinfónicos promocionados por la MTV hubo, en los años setenta del siglo pasado, gran cantidad de músicos aventureros y preocupados por llevar las cosas hacia adelante en cuanto a rock se refiere, gente como Deep Purple, The Mothers Of Invention, Procol Harum, los Beatles, entre otros, que comenzaron a incorporar en sus producciones discográficas el sonido de orquestas tradicionalmente asociadas a la música clásica para enriquecer sus composiciones básicamente rockeras, y así ampliar el panorama sonoro de un género que, posteriormente, demostró no tener fronteras al momento de la creación.

Pink Floyd, una de las bandas más arriesgadas y vanguardistas de su época, no se quedó atrás y lanzó, en esa línea, este Atom heart mother. Aunque sin muchas ideas conceptuales de por medio, las intenciones de Waters, Gilmour, Wright y Mason estaban dirigidas a conseguir un sonido épico y grandioso, sin alejarse del aura de misterio y psicodelia que ya habían exhibido en sus tres anteriores entregas. Sin embargo, posteriores análisis y apreciaciones acerca del álbum han deslizado conexiones con la mitología, vinculando a la «madre de corazón atómico» y la vaca de la carátula con la Vía Láctea, en su representación egipcia como un gran contenedor de leche nutricia como fuente de vida.

Conscientes de sus escasas posibilidades como orquestadores, convocaron a Ron Geesin, un pianista, arreglista y compositor que tenía una relación de amistad con Waters, a quien ayudó en la armazón del extraño collage de ruidos y efectos de sonido llamado Several species of small furry animals gathered together in a cave and grooving with a pict del LP anterior, y posteriormente trabajaría con él sampleando sonidos del cuerpo humano en la banda sonora de documental Music from the body, también de 1970. Esta colaboración entre Pink Floyd y Geesin fue perfecta para lograr los objetivos sonoros de la banda. Lo épico y grandioso, lo dramático y misterioso, lo psicodélico y espacial, todo confluye a lo largo de la suite, que en vivo fue pocas veces interpretada, algunas sobrepasando la media hora de duración.

De hecho, uno de los pocos registros en audio y video que existen de Atom heart mother en concierto están incluidos en un boxset de tres DVD titulado Pink Floyd: Video anthology 1966-1983, que no figura en la relación oficial de videos de la banda. En el disco 2 de esa colección, puede verse una presentación completa del tema en el Hakone Open Air Festival realizado en Japón, los días 6 y 7 de agosto de 1971. En esos quince minutos de metraje podemos ver también al grupo durante su llegada a la Tierra del Sol Naciente, en ela aeropuerto o recorriendo tiendas en la calle, como anónimos turistas.

El tema se grabó en los famosos estudios Abbey Road de Londres entre marzo y agosto de 1970 y para las partes orquestadas la banda contó con la Abbey Road Session Pops Orchestra, el Philip Jones Brass Ensemble y el Coro de John Aldiss. Además, a lo largo de la canción hay una serie de sonidos pregrabados, voces y diálogos que le dan esos matices de sonido que el grupo estableció como propio en aquella etapa auroral de su carrera.

Y aunque hoy en día los mismos miembros de la banda se dividen cuando opinan sobre qué significó este álbum para ellos -mientras Gilmour asegura que ni siquiera lo escucha y que le parece malísimo, Mason dice que sentó las bases para muchas de las cosas que hicieron después- no cabe duda que Atom heart mother es uno de los temas fundamentales para el desarrollo del rock progresivo, del rock sinfónico, del art-rock, de la fusión o de cualquier otro nombrecillo que se les ocurra. En suma, es una página importante dentro de la rica historia de la música contemporánea, una interesante y bien lograda combinación entre lo popular y lo académico. Pomposo para algunos, iconoclasta para otros, la verdad es que al escuchar Atom heart mother con audífonos y suma concentración, vuelo.

Las sensaciones producidas por los metales al principio de la suite, en la sección denominada Father’s shout (El grito del padre, para continuar con lo de la traducción de títulos) parecen sacadas de la Sinfonía fantástica (1830) del francés Hector Berlioz (1803-1869) y cuando el tema central, que hace recordar otros temas de ese periodo como Careful with that axe, Eugene o A saucerful of secrets, donde escuchamos la voz de Gilmour cumpliendo el mismo del que aquí cumple el coro polifónico, rompe con la presencia de la banda en pleno uno experimenta la fusión de estilos sin sentir que se estén forzando situaciones o calculando efectos. Es música hecha con el único propósito de estimular a los sentidos.

El teclado de Richard Wright (1943-2008) suena armoniosamente acompañado por unos cellos celestiales que van acercándose, junto a Mason y sus metronómicos tambores, a una brisa suave lanzada desde los amplificadores por un inspiradísimo Gilmour, mientras que Waters hace fondo con arpegios agudos y notas colocadas para marcar el ritmo del tema. Mientras tanto los sonidos se sobreponen unos a otros: pianos, violines, metales, baterías, bajos, todos creando el fondo ideal para que el maestro guitarrista se explaye.

Tras el solo se inicia la segunda parte: Breast milky (algo así como Senos lácteos) donde se empieza a oír al monumental coro por detrás de la artillería de teclados. Poco a poco, las voces se van sobreponiendo hasta alcanzar brillo propio y darle renovada energía a la melodía, que discurre entre calmada y tensa, creando una sensación de expectativa ante cada acorde. Ese remanso coral nos conecta con la parte bluesera del tema: Mother four/Funky dung (Madre cuatro/Basura funky… más títulos raros…) en donde la banda hace un jam en medio de algunos cánticos alocados del coro. Al final de esta sección, Gilmour cambia su amplificada guitarra eléctrica por sutiles toques acústicos.

La guitarra y el teclado son los grandes protagonistas de esta sección, siempre con ese apoyo alucinante de los metales y la orquesta en pleno, que entra con todo para retornar a la línea melódica principal y luego dar paso a una serie de sonidos raros y cacofonías orquestales, propias del estilo compositivo de músicos concretos, seriales, exponentes de la música instrumental contemporánea/moderna -que algunos insisten en denominar “música clásica contemporánea”, como Arnold Schoenberg (1874-1951), Édouard Lalo (1823-1892), entre otros. Uno tras otro, los elementos surgen y no atiborran al oído -al oído entrenado, quiero decir- y nos convencen de que es una buena mezcla, hecha por músicos que saben lo que están haciendo.

Finalmente, las dos últimas partes de la suite -Mind your throats please/Remergence (Mentalicen sus gargantas por favor/Resurgimiento)- cierran el tema con un violín que repite el primer solo de Gilmour, acompañado otra vez por los teclados de Wright y luego un nuevo ataque, esta vez con slide, del guitarrista en una serie de overdubs alucinantemente floydianos. Muchos opinan que este es el segmento que hace de Atom heart mother un clásico del grupo.

Para mí toda la composición merece estar considerada como una de las piedras angulares del catálogo Pink Floyd. Cada vez que escucho este disco siento inevitablemente que otras obras maestras de la banda como The dark side of the moon (1973), Wish you were here (1975) o The wall (1979) han opacado injustamente el valor de este disco, y en especial del tema, que resume en poco menos de media hora lo que significa una buena combinación de estilos musicales. Al final todo lo épico-dramático se condensa en la última nota del coro y la orquesta en unísono, como cuando el cielo se abre para dar paso a un nuevo día, luminoso, lleno de esperanza a pesar de las tensionesprevias, un abrazo de la vida ante la adversidad.

 

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Atom heart mother, Pink Floyd, Prog-Rock, rock clásico, Rock sinfónico
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