[Música Maestro] Cuando yo era niño, a mediados de los años ochenta, la Semana Santa era todavía una de recogimiento y reflexión, rezago de épocas más restrictivas vividas por mis padres y abuelos. Aun recuerdo que, mientras nos repartíamos, mis hermanos y yo, las ollas con frejoles remojados y les quitábamos las cáscaras para el delicioso dulce de frejol colado, una receta tradicional que los distritos de población afroperuana de Lima antigua (La Victoria, Rímac, Barrios Altos) adoptaron de sus antecesores de Cañete; que ella había aprendido muy bien, a pesar de haber nacido en otro país, papá nos contaba que “en sus tiempos” no podía escucharse música los Viernes Santo. 

De hecho, mi generación también conoció algo de aquellas formas un tanto exageradas de vivir esta efeméride cristiana. Aunque las prohibiciones ya no eran tan drásticas, uno sabía que los días centrales era muy mal visto ponerse a escuchar salsa o reventar cohetes. Menos después del Sermón de las Siete Palabras, que todos escuchábamos así no entendiéramos o nos aburriéramos intensamente. 

Mi generación también vio nacer rituales nuevos. Algunos nada santos, como los repetitivos reportajes que mostraban las borracheras en campamentos de los feriados -las vergonzosas “Semanas Trancas”. Y otros, más edificantes, como ver documentales sobre grandes hallazgos relacionados a las historias bíblicas o sentarse a ver, cada año, películas épicas-religiosas producidas en la era dorada del cine hollywoodense. 

Aunque ambas costumbres de la Semana Santa posmoderna siguen vigentes, hay una que es ya una institución -solo falta que la incluyan en el Catecismo versión peruana- mientras que la otra, paulatinamente, se va convirtiendo en un asunto anacrónico, de viejos. 

Los fines de semana largo son pretexto perfecto para masivos reventones donde creyentes y no creyentes olvidan -o, peor aun, no saben- que la Semana Santa rememora un martirio, más allá de que haya sido real o alegórico. 

La subcultura del espectáculo y la relativización de los sistemas de creencias se imponen a toda norma básica de respeto y permite que los bacanales sigan a todo volumen reggaetonero en medio de lo que un sector todavía grande de la población vive como el velorio de un familiar cercano. En esta aldea global llena de sicarios menores de edad y líderes políticos que solo rinden culto al dinero y a las cirugías plásticas, la fiesta permanente no puede parar.

Con respecto a ver películas del pasado, cada vez somos menos las personas que disfrutamos del consumo reiterativo de esas producciones grandilocuentes que convirtieron a Charlton Heston en superestrella. De niños, nos admirábamos con los efectos especiales y la posibilidad de ver en imágenes los relatos bíblicos del Genesis, el Éxodo o el Nuevo Testamento, reforzando sin darnos cuenta pasajes de la historia universal que, tarde o temprano, nos contarían en el colegio. 

De adultos, estas películas nos aseguran buen entretenimiento bajo la premisa de estar frente a desarrollos audiovisuales clásicos, actuaciones memorables, frases y secuencias inolvidables. Al margen de los conocimientos adquiridos posteriormente y las inevitables desafiliaciones –“soy creyente pero no practicante”, “soy agnóstico, soy ateo”-, esperamos el Jueves y Viernes Santo -y los dos días siguientes- para toparnos con alguna de estas largas recreaciones históricas, sin fijarnos en sus inconsistencias, solo por el mero gusto de repetir ese ritual.

Los Diez Mandamientos (Cecil B. DeMille, 1956) y Jesús de Nazareth (Franco Zeffirelli, 1977) son dos de mis favoritas, por encima del sanguinolento hiperrealismo de La Pasión de Cristo (Mel Gibson, 2004) o el remake en clave videojuego de Ben-Hur (Timur Bekmambetov, 2016). No importa que fenómenos como el del río Sarandí en la localidad bonaerense de Avellaneda, reportado en febrero de este año, puedan explicar aquella plaga de las aguas ensangrentadas. No importa que la reconstrucción facial que hiciera el experto forense británico Richard Neave en el año 2001 nos demostrara que Jesús habría tenido los rasgos toscos de un rústico ciudadano palestino y no las finas facciones de aquel clásico cuadro decimonónico del Sagrado Corazón que inspiró la caracterización de esa miniserie con reparto de lujo. Ambas tienen, además, bandas sonoras extraordinarias. Recordémoslas juntos.

JESUS OF NAZARETH – ORIGINAL SOUNDTRACK COMPOSED AND CONDUCTED BY MAURICE JARRE (Pye Records, 1977)

Cuando el italiano Franco Zeffirelli (1923-2019) convocó a Maurice Jarre (1924-2009, padre de Jean-Michel) para que compusiera la banda sonora de la miniserie Jesús de Nazareth que estaba dirigiendo, lo hizo a sabiendas de que el célebre músico rechazaba, a priori, cualquier oferta de trabajo que le llegara desde la televisión pues su formato le parecía banal e insuficiente. 

Sin embargo, las características de esta superproducción ítalo-británica se acercaban más a las épicas películas históricas que había musicalizado previamente -Lawrence de Arabia (1962), Dr. Zhivago (1965), ambas dirigidas por el británico David Lean- y decidió acometer el reto, animado además por las proyecciones presupuestales que se le anunciaron. 

El resultado es una conmovedora partitura llena de momentos sublimes, que sirvió de marco musical perfecto para esta producción de casi seis horas de duración que se mantiene, hasta ahora, como una de las representaciones más admiradas de las que han intentado retratar cinematográficamente la vida, pasión y muerte de Jesucristo, uno de los personajes más enigmáticos e inspiradores en términos artísticos. 

Como sabemos, desde el Renacimiento la iconografía religiosa católica impuso un modelo de cómo se habría visto Jesús y sus coetáneos, una fisonomía inverosímil que marcó a fuego a las artes plásticas. Esa estética fue recogida por los realizadores. En cuanto a Jarre, el destacado compositor francés puso al servicio de las imponentes imágenes de locaciones ubicadas en Túnez y Marruecos y de esa europeizada imagen del Mesías, lánguido y blanco, de ojos azules y cabello lacio, casi castaño, imaginativos desarrollos orquestales que combinan la grandiosidad de las cuerdas sinfónicas con elaboradas secciones en que flautas y clarinetes traen a la mente las exóticas danzas del Medio Oriente y las comunidades judías del Año 1. 

El leit motif que representa musicalmente a Jesús es una profunda escala de violines y cellos que se repite de manera aleatoria en varias de las once partes que conforman la banda sonora, grabada originalmente en 1977 para el sello británico Pye Records, famoso por lanzar las primeras discografías de bandas rockeras como The Kinks o Status Quo. El inicio, sin embargo, es aterrador, con una llamada de percusiones y violines que, a manera de latigazos, nos anticipa el crítico momento de la tortura física -Crucifixion- antes de soltar por primera vez, el referido motivo en el tema-título, Jesus of Nazareth, un remanso de paz y luminosidad que se instala en la memoria para siempre. 

Hay temas especialmente llamativos en este soundtrack televisivo, como por ejemplo Three kings, Salome -que incluye una frenética pieza en la que brillan lascivos flautines y percusiones menores-, Miracle of the fish, que enriquecen las estampas dirigidas por Zeffirelli, basadas en los Evangelios pero que también contienen diversas licencias de autor para su construcción fílmica. The beatitudes incluye la voz de Robert Powell (80), el actor que interpretó a Jesús, leyendo las ocho bienaventuranzas en italiano, mientras de fondo suena el tema básico en variaciones de violines y vientos suaves. 

Jerusalem es triunfal mientras que Baptism/Jairu’s daughter reflejan la fuerza de la personalidad de Jesús. El camino al Gólgota inicia en Crucifixion con una primera parte basada nuevamente en el terrorífico tema central para luego tornarse triste y oscura, y finalmente resurgir con enormidad en Resurrection, en el éxtasis de la gloria divina. Más allá de que seamos creyentes o no, la expresividad de estas composiciones de Jarre padre no hacen más que confirmar por qué está considerado como uno de los mejores compositores de música sinfónica contemporánea del siglo XX.

Jesus of Nazareth es un buen ejemplo de la importancia que tiene la música en la emotividad que puede alcanzar una película, en especial si estamos hablando de un tema como este, que viene animando toda clase de pasiones, fanatismos y controversias desde hace años, pero que no deja de ser importante para muchas personas en el mundo: las bases del Cristianismo.

ORIGINAL MOTION PICTURE SOUNDTRACK – THE TEN COMMANDMENTS (MCA Records, 1956)

Como ocurre con Ben-Hur (William Wyler, 1959), El manto sagrado (Henry Koster, 1953), Quo Vadis? (Mervyn LeRoy, 1951) y otras películas del género bíblico de la década de los años cincuenta, The Ten Commandments (en español, Los Diez Mandamientos) posee una banda sonora sinfónica y monumental, con marchas triunfales en las que resuenan trompetas, timbales y violines de naturaleza grandiosa, descomunal. 

Para esta larguísima e inolvidable película -un clásico de la Semana Santa- el director norteamericano Cecil B. DeMille (1881-1959) contrató los servicios de Elmer Bernstein (1922-2004), un compositor neoyorquino que había sido alumno de su compatriota Aaron Copland (1900-1990), célebre creador de piezas como Hoedown o Fanfare for the common man, adaptadas al rock por el trío inglés Emerson, Lake & Palmer. 

Bernstein -quien no tiene parentesco con Leonard, otro gran compositor y director sinfónico norteamericano, aunque sí eran muy amigos- aplicó todos sus conocimientos académicos a esta suite y, como se imaginarán, escribió una partitura de enorme duración, lanzada en LP por MCA Records en 1956 en versión reducida. En 1989 apareció por primera vez en CD, también con un setlist resumido que rescata las melodías más representativas del largometraje, de forma que pudiera adaptarse al entonces nuevo formato digital. Años después, apareció en el 2006 una versión en 2 discos compactos, con las más de dos horas de grabaciones que se realizaron originalmente en los estudios Paramount. Y para celebrar su aniversario 50, apareció un boxset de seis CD con todas las tomas alternas, muchas de ellas inéditas. Un artículo de colección para los amantes del compositor y, en particular, de esta obra.

Pero Bernstein no solo se limitó al uso de una orquesta sinfónica, sino que además realizó experimentaciones interesantes con el uso del theremín, por ejemplo, en The plagues, sombría composición que puede oírse en la secuencia de la última plaga, el paso del ángel de la muerte; o con instrumentos ancestrales como el shofar, una especie de corneta hecha de huesos de oveja, que se utiliza en ceremonias judías como el Rosh Hashanah o el Yom Kippur, presente en The exodus, otra de las piezas de la parte inicial de la banda sonora. 

Asimismo, el creador de otras grandes bandas sonoras del cine clásico como El hombre del brazo de oro (1955), Los siete magníficos (1960) o El dulce sabor del éxito (1957), recrea la música egipcia y árabe en las respectivas Egyptian dance y Bedouin dance, dos de las que más se alejan del tradicional sonido orquestal, rimbombante y épico que se convirtió, con el paso de las décadas, en uno de los tantos atractivos que posee este largometraje protagonizado por Charlton Heston (1923-2008) en el papel de Moisés, “el rescatado de las aguas” que pasó de ser príncipe egipcio a esclavo hebreo y, finalmente, producto de la intervención divina, en libertador y portavoz de las enseñanzas de Yahvé. 

A diferencia de otras musicalizaciones de filmes similares, que concentran sus desarrollos instrumentales en momentos determinados de las historias a las que apoyan, Elmer Bernstein buscó generar piezas para identificar a cada personaje, al estilo de autores de óperas del siglo XIX como el italiano Giacomo Puccini (1858-1924) o el alemán Richard Wagner (1813-1883), una sugerencia que habría recibido del mismo director. 

Reconocida como una de las películas religiosas más fieles a la historia que se cuenta en el Antiguo Testamento, The Ten Commandments tiene, en su soundtrack, una fortaleza adicional, un complemento de enorme vitalidad que nace de la visión operática de su autor, aun cuando no utiliza coros humanos y prefiere construir el efecto impresionante de sus composiciones en las secciones de vientos y violines, que adquieren una personalidad propia en cada compás. 

Un dato particularmente curioso para nosotros, en Latinoamérica: una de las partes más recordadas de la película es, sin duda, la escena en que Moisés, ayudado por Dios –“¡contemplen su poderosa mano!” exclama el patriarca en el momento culminante de esta clásica secuencia-, ordena que las aguas del Mar Rojo se abran para que el pueblo judío cruce y se libere finalmente de la opresión egipcia. Cuando Ramsés (Yul Brynner) ordena a su ejército ir tras ellos, el mismo Dios deja caer las aguas ahogando a cientos de personas, un acto de furia que define al espíritu castigador del Antiguo Testamento, ese mismo que hoy invocan los criminales de guerra de Israel. Este portentoso momento es acompañado por una melodía igual de colosal, titulada The red sea. 

Pero para nosotros siempre será sinónimo del héroe latinoamericano por antonomasia, El Chapulín Colorado, ya que su primera sección -esa portentosa sección de vientos- fue utilizada por su creador, Chespirito, para identificar la aparición del personaje cada vez que se le invocaba con el clásico «oh… y ahora ¿quién podrá defenderme?» Si este fin de semana se sientan a ver, otra vez, las cuatro horas y media de Los Diez Mandamientos, presten atención a esa secuencia.

[Música Maestro] De los ochenta años que va a cumplir este miércoles 9 de abril, Steve Gadd ha dedicado setenta a la batería. Eso significa que ha pasado casi el 90% de su vida entre tambores, bombos, baquetas y platillos. A pesar de que su nombre no signifique nada para los oyentes promedio, es un hecho que han escuchado más de una vez sus intensos redobles, sutiles plumillas o rítmicos ataques en grabaciones de Paul Simon, James Taylor o Eric Clapton -quien también cumplió 80 esta semana-, tres de los grandes nombres que lo han llamado para trabajar en estudios y giras alrededor del mundo.

Como él mismo cuenta en su página web oficial https://drstevegadd.com/, un tío le regaló su primera batería a los 11 años y de inmediato se obsesionó con la percusión. Pasó por el club de Mickey Mouse, la banda de su escuela secundaria y no paró hasta colarse, siendo todavía un adolescente, en las tocadas nocturnas de astros del jazz como Dizzy Gillespie, Art Blakey u Oscar Peterson en un conocido club de Rochester, ciudad del norte de New York. Años después, cuando fue destacado al ejército, hizo gran parte de su servicio en la banda militar. Su padre, amante de la música, “lo llevaba a todos los conciertos de los artistas que más le gustaban”. Hoy los llevan a los estadios, pintarrajeados y transformándolos en agresivos fanáticos. Eran tiempos mejores.

En el pop-rock, la batería siempre es el último instrumento en mencionarse, a pesar de su importancia que, en muchos casos, puede llegar a equiparar o incluso superar la del tótem indiscutible del género, la guitarra eléctrica. En un concierto, sea de quien sea, cuando llega el momento de presentar a los músicos, escucharás el nombre del batero al final. Y en toda reseña periodística o listado de créditos impreso, la sección de percusión cierra el párrafo, con la batería en último lugar. No importa si es Ringo Starr, Phil Collins o el baterista de Taylor Swift- esta costumbre con más de sesenta años de antigüedad se mantiene inalterable, salvo excepciones.

En el jazz, en cambio, los bateristas líderes son más comunes de lo que uno podría imaginar. Desde Gene Krupa y Buddy Rich hasta Art Blakey, Max Roach y Elvin Jones, la tradición de virtuosos ejecutantes de batería que se ubican al frente es amplia. Estos icónicos bateristas han sido inspiración para varios rockeros que, entre las sombras, brillaban en canciones como, por ejemplo, Moby Dick (Led Zeppelin, LP II, 1969) o Tom Sawyer (Rush, LP Moving pictures, 1981). En esos temas, John Bonham y Neil Peart respectivamente, son absolutos protagonistas. Pero desde el fondo.

Esto es comprensible desde el punto de vista del espacio físico. Con los años, las baterías del pop-rock fueron incrementando su tamaño, añadiendo tambores de distintas dimensiones para ampliar su rango de notas. Desde los años setenta es común ver a instrumentistas que usan, además de la batería convencional, todo un arsenal de percusiones menores -campanas, bloques de madera, xilófonos-, sinfónicas -timbales, gongs-, electrónicas -equipos Simmons-, y pedaleras -doble bombo, hi-hats. 

Desde esa lógica, es más práctico para los bateristas estar detrás. Así disparan el ritmo desde una ubicación fija mientras los demás se desplazan a su antojo. También es lógico desde la construcción del ensamble sonoro, pues son los bateristas quienes, generalmente, marcan el inicio de cada canción con sus baquetas. Al provenir desde atrás, esa indicación alcanza a todos por igual. En géneros asociados al pop-rock como heavy metal o rock progresivo las baterías suelen ocupar muchísimo espacio. En otros, como el punk o el indie rock, son más comprimidas. Desde las gigantescas baterías de Terry Bozzio, con más de cien piezas hasta el simple kit de tres piezas de Stray Cats, las opciones son ilimitadas.Todas van atrás o, en los casos más minimalistas, al centro, salvo.contadas excepciones. En el jazz, esto es más variable.

Steve Gadd unió ambas influencias desde el principio de su carrera, integrándolas para desenvolverse con naturalidad en contextos de soul, jazz, fusión, blues, pop y rock. Gadd comparte esa versatilidad con otros bateristas de su generación como Jeff Porcaro, Simon Phillips, Steve Smith o Vinnie Colaiuta, capaces de tocar baterías básicas y complejas. Ningún baterista que se precie de ser profesional puede no conocer a Steve Gadd, salvo que se trate de un aprendiz, un músico bastante desinformado o un farsante.

Un par de ejemplos de canciones que, en su momento, fueron extremadamente populares, aunque actualmente ninguna radio local dedicada al rubro “retro” las programe, sirven para dejar en claro las habilidades por las cuales Steve Gadd es considerado uno de los mejores de todos los tiempos. En el disco Tug of war (1982), del ex Beatle Paul McCartney, el segundo sin los Wings, destacó el tema Take it away con Gadd haciendo de las suyas, a contramano de la melodía principal. Y en el tema Late in the evening, que abre el quinto LP en solitario de Paul Simon, One-trick pony (1980), el baterista hace gala de su dominio polirrítmico, armando una fiesta que tiene tanto de Cuba como de Mozambique.

Pero si hay una canción que genera consensos respecto de lo bueno que es Steve Gadd es Aja, tema-título del sexto disco de Steely Dan (1977). En la canción, descrita por sus compositores, Donald Fagen y Walter Brecker como “un viaje en el tiempo y el espacio”, el baterista realiza tres solos en perfecta clave de jazz fusión, que acompañan al saxo de Wayne Shorter (Miles Davis, Weather Report), en una colaboración catalogada como histórica por todos los expertos, uno de los hitos más importantes del cruce entre jazz y pop-rock en los setenta. Los redobles y resoluciones del final de esta suite de ocho minutos son épicos, una clase maestra en sí mismos, vertiginosos y emocionantes.

Los inicios formales de Steve Gadd, tras graduarse con honores de la prestigiosa Escuela de Música Eastman de su ciudad natal, se dieron junto a los hermanos Gap y Chuck Mangione (piano y trompeta, respectivamente), otros dos hijos predilectos de la escena musical de Rochester. De hecho, su primera grabación profesional fue en el cuarto álbum del pianista, titulado Diana in the autumn wind (1968), en el que destaca un medley de temas de Simon & Garfunkel incluidos en la banda sonora del clásico film The graduate, que protagonizaran ese mismo año Dustin Hoffman y Anne Bancroft. En aquella banda coincidió con su compañero de escuela, el bajista Tony Levin (Peter Gabriel, King Crimson), una amistad que se mantuvo a lo largo de sus exitosas carreras. Aquí podemos ver un video de ambos, muy jóvenes, tocando con Chuck Mangione, en el festival suizo de Montreaux, en 1972.

Paralelamente, Gadd fue forjando la potencia y control de su estilo en dos grupos de jazz, funk y fusión que hizo delirar al circuito de clubes en New York durante los setenta. El primero se llamó L’Image, junto a Tony Levin (bajo), David Spinozza (guitarra) y Warren Bernhardt (teclados). Para la segunda mitad de esa década, ya convertido en uno de los sesionistas más solicitados, se unió a Stuff, junto a Eric Gale y Cornell Dupree (guitarras), Richard Tee (teclados) y Gordon Edwards (bajo), director del combo. Stuff grabó cinco álbumes entre 1975 y 1980, hoy considerados de colección, así como sus residencias semanales en el legendario club de jazz Mikell’s, en la calle 97 del Uptown en Manhattan -cerrado desde 1991-, donde Gadd dejó su marca indeleble.

Entre 1973 y 1980, el neoyorquino tocó en cientos de sesiones –“cuando uno está joven, acepta todas las llamadas” le comentó en reciente entrevista al YouTuber Rick Beato-, adquiriendo experiencia y ganando respeto entre sus pares. Por el lado del jazz, fue uno de los bateristas principales del sello CTI Records, especializado fusión y smooth. Y por el lado del pop, canciones de alta rotación en radios norteamericanas como You make me feel like dancing (Leo Sayer, 1976), 50 ways to leave your lover (Paul Simon, 1975), Just the two of us (Grover Washington Jr., 1980) tienen su impredecible sonido. Gadd y sus compañeros de Stuff formaron la base instrumental de un himno de la música disco, The hustle, del pianista y productor Van McCoy (LP Disco boy, 1975).

Si algo le sobraba a Steve Gadd en esa época, era trabajo. El tecladista Chick Corea lo invitó en 1973 a unirse a su supergrupo Return To Forever, que se alistaba para lanzar su tercera placa discográfica, Hymn of the seventh galaxy. Gadd declinó de la oferta “para estar más cerca de su familia”. En años posteriores, se juntaron para grabar fantásticas composiciones en álbumes clásicos del prolífico pianista, como Night sprite (The Leprechaun, 1976), Humpty Dumpty (Mad Hatter, 1978), Samba song (Friends, 1978) o Love castle (My Spanish heart, 1976). 

Esta amistad musical se prolongó durante las siguientes décadas en producciones como el alucinante Three quartets (1981) o Chinese butterfly (2017), ya como The Chick Corea + Steve Gadd Band, que incluía a Carlitos del Puerto (bajo), Lionel Loueke (guitarras), Steven Wilson (saxos) y Luis Quintero (percusión). Con esta formación, ambos tocaron en Lima, en el auditorio del Pentagonito, el 27 de octubre del 2017. Gadd admiraba a Corea por su ética de trabajo y su pasión por componer siempre cosas nuevas para la batería. Por su parte, el pianista fallecido en el 2021 consideraba a Gadd como “el mejor baterista con quien le había tocado trabajar”. Aquí podemos verlos en acción, en el legendario Blue Note Jazz Club de New York.

Al Di Meola, otro de los integrantes de Return To Forever, también tuvo a Steve Gadd entre sus principales colaboradores cuando decidió iniciar su discografía como solista. En las canciones The wizard (Land of the midnight sun, 1976), Elegant gypsy suite, Flight over Rio (Elegant gypsy, 1977) y en los álbumes Casino (1978), Splendido Hotel (1980) y Electric rendezvous (1982), la batería de Gadd brilla y retumba, adaptándose al electrizante estilo del guitarrista. 

El 19 de septiembre de 1981, Steve Gadd entró de manera definitiva en la historia contemporánea de la música norteamericana, al formar parte de la banda que tocó con Simon & Garfunkel en el multitudinario concierto en el Central Park. Aquel reencuentro del famoso dúo de folk-rock, organizado para recaudar fondos que permitieran recuperar a esta enorme y emblemática zona de la ciudad que nunca duerme, reunió a casi medio millón de personas y fue, además, transmitido por la cadena televisiva HBO, convirtiéndose en uno de los eventos en vivo con mayor público. 

Durante los ochenta, además de continuar su intensa agenda de sesiones para grandes estrellas del pop y el jazz, Gadd fundó The Manhattan Jazz Quintet, banda de jazz fusión con la que produjo una decena de discos en estudio y en vivo. Asimismo, se mantuvo activo en el circuito rockero, saliendo de gira de manera constante con Paul Simon y Eric Clapton. Idolatrado por la comunidad mundial de bateristas, Steve Gadd encontró tiempo para comenzar a producir su propio material, armando proyectos como The Gadd Gang, con compañeros a quienes había conocido en su largo camino como el bajista Eddie Gómez, el saxofonista barítono Ronnie Cuber y el pianista Richard Tee.

Una de las particularidades del estilo desarrollado por Steve Gadd es su capacidad para hacer variaciones usando patrones básicos con las baquetas, una práctica que incluso lo ha llevado a escribir libros y grabar videos instructivos. Este conjunto de secretos y consejos para sonar más diverso y polirrítmico es conocido, entre los bateristas, como los “Gaddiments” -unión de su apellido “Gadd” con el término “rudiments” que significa, literalmente, “rudimentos”, aludiendo a la naturaleza elemental de esos redobles, que remiten a las bandas militares. La combinación de repiques con golpes de bombo en distintos lugares de cada compás genera la sensación de estar escuchando ritmos diferentes.

Los últimos veinticinco años han sido de enorme actividad musical para Steve Gadd, al margen de las modas y a salvo de incómodos protagonismos. Su experta batería fue utilizada por el guitarrista Eric Clapton para diversos lanzamientos blueseros como Riding with the king (2000) junto al legendario B. B. King o el tributo a Robert Johnson (2001). También fue parte de su banda en varias ediciones del Crossroads Guitar Festival, entre 2013 y 2019. Algunos años antes, en 1997, Steve Gadd y Eric Clapton integraron un supergrupo que completaban Joe Sample (telados), David Sanborn (saxo) y Marcus Miller (bajo). Una maravilla para el oído. En el 2015, Clapton incluyó a Gadd en la banda con la que celebró sus 70 años en el Royal Albert Hall de Londres.

En cuanto al jazz, Steve Gadd produce y lidera interesantes proyectos, siguiendo la tradición iniciada en los años dorados del bebop de sus admirados Art Blakey, Elvin Jones y Tony Williams. Por ejemplo, tenemos a The Gaddabouts, cuarteto de pop-jazz relajado, al estilo de Norah Jones, integrado por él en batería, Pino Palladino y Andy Fairweather-Low, dos experimentados músicos de sesión, en bajo y guitarra; y la vocalista Edie Brickell, recordada por el exitazo radial What I am, del primer LP de su grupo The New Bohemians, Shooting rubberbands at the stars (1988). Sus dos álbumes, The Gaddabouts (2011) y Look out now (2012) recibieron muy buenos comentarios de la crítica especializada.

El 2009 vio la reunión, después de casi cuatro décadas, con sus compañeros de L’Image -Tony Levin, Mike Mainieri, Warren Bernhardt y Dave Spinozza, para conciertos en Estados Unidos, Europa y Japón. Al año siguiente, apareció el disco en vivo Steve Gadd & Friends Live at The Voce, una exhibición de elegante jazz de salón con toques de funk y fusión, en el que destaca su gran amigo Ronnie Cuber, tristemente fallecido en el 2022, en el saxo barítono. Y, en paralelo, tenemos a The Steve Gadd Band, con álbumes como Gadditude (2013), 70 strong (2015), Way back home (2016) o Steve Gadd Band (2018), que recibió el Grammy a Mejor Álbum de Jazz Contemporáneo.

No conforme con todo ello, Steve Gadd disfruta compartir todos sus conocimientos a través de clínicas musicales. Bajo el nombre de Mission From Gadd -jugando con el parecido fonético entre “Gadd” y “God”-, el baterista retornó a la escena del masterclass con una breve gira por doce ciudades de Estados Unidos. Sin querer queriendo, estas sesiones ante alumnos y fanáticos de la batería se extendieron hasta el 2010, con fechas en Canadá e incluso Europa. En el 2005 recibió un doctorado honorífico del prestigioso Berklee College of Music de Boston.

Steve Gadd sigue trabajando, ya sea con su nuevo trío -junto a Michael Blicher (saxo) y Dan Hemmer (piano, teclados)-, presentando su biografía A life in time, escrita por el educador y baterista Joe Bergamini (Hudson Music, 2023) o ensayando con su gran amigo Paul Simon, para la gira A quiet celebration tour. A pocos días de cumplir 80 años, es toda una leyenda en permanente actividad.

 

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[Música Maestro] Carlos Santana (77), el genial guitarrista mexicano, está instalado en la memoria de los oyentes de radios populares y convencionales a través de dos imágenes muy claras. La primera es la del desgarbado muchacho de 21 años que, aferrado a una Gibson SG y al frente de su intoxicante banda original -The Santana Blues Band-, alborotó a la muchedumbre hippie en el segundo día de Woodstock, el 16 de agosto de 1969, con incontenibles solos de guitarra, psicodélicas líneas de Hammond B-3 y percusionistas poseídos por el mismísimo demonio. 

Y la segunda apareció treinta años después, en 1999, cuando el ya respetado músico, recién atravesada la barrera de los 50, se convirtió en ídolo de los nuevos públicos con canciones de atildada producción y sonido aséptico, grabadas con varias estrellas del pop para su CD Supernatural, que se publicitó como una especie de renacimiento, como si todo ese tiempo en medio hubiera estado cruzado de brazos. Nada más falso.

Luego de su frustrada visita al Perú, en diciembre de 1971, siguieron dos décadas de intensa actividad, que podemos subdividir en dos periodos: de 1972 a 1980, nueve años marcados por la experimentación con el jazz-rock y la fusión, por entonces extremadamente en boga gracias al trabajo de músicos como Miles Davis, Sun Ra o John Coltrane. Y, posteriormente, entre 1981 y 1992, oncenio en el que se incorporó a los nuevos lenguajes sónicos del pop-rock sin perder su filiación latina y construyó, poco a poco, las bases que desembocarían en ese renacer comercial a puertas del siglo XXI.

Mientras que Santana, la banda, sigue vigente en programas radiales de música retro, con canciones propias como Samba pa’ ti, Guajira o No one to depend on o aquellos covers que terminaron haciendo suyos como Oye cómo va, del “Rey del Timbal” Tito Puente; Jingo, salvaje jam compuesto por el baterista nigeriano Babatunde Olatunji; Evil ways, composición de 1967 del nuyoricano percusionista de latin-jazz, Willie Bobo; o Black magic woman/Gypsy queen, en que unió en un solo tema las composiciones de dos admirados guitarristas de los años sesenta, el inglés Peter Green, líder de Fleetwood Mac, y el húngaro-americano Gábor Szabó; casi nada de su alucinante discografía posterior a 1971 logró colarse entre las preferencias masivas, salvo dos o tres excepciones. 

En esas dos décadas al margen de las tendencias y gustos populares –“nuestras canciones están en el Top 40 del Universo” dijo alguna vez-, Santana alcanzó logros relevantes que cimentaron su amplio prestigio como personaje fundamental de la realeza rockera, aunque las masas noventeras que aplaudieron éxitos radiales como Smooth o Corazón espinado no supieran exactamente de dónde venía ese extravagante señor con bigote, lentes oscuros y gorritos étnicos que salía tocando, con la boca abierta, al costado de sus adorados Rob Thomas, Wyclef Jean o Maná.

El guitarrista había llegado, a los 15 años, con sus padres y seis hermanos a San Francisco, proveniente de Tijuana, México y, aunque al principio rechazó el cambio -su padre José, mariachi y violinista, contó en 1972 que tuvieron que convencerlo entre lágrimas para salir de México pues el adolescente Carlitos se había encerrado en su casa para no viajar-, se conectó rápidamente con la subcultura musical afroamericana. Instalado en el epicentro artístico de la Costa Oeste, en 1967, se sumergió en la comunidad hippie, con todo lo que ello implica, y cortó durante dos años toda comunicación con su familia, con la cual retomó contacto poco antes del lanzamiento de su álbum debut, para comprarles con el dinero que le había adelantado CBS Records una enorme casa en el barrio chicano de Diamond Heights, San Francisco.

El sonido esotérico de Carlos Santana se inició, oficialmente, con su cuarta producción, Caravanserai (1972), palabra que nos remite a los alojamientos usados por las caravanas de comerciantes del Medio Oriente, esparcidas por toda la ruta de la seda durante las épocas de las grandes civilizaciones del mundo antiguo. La carátula -el anaranjado sol del atardecer sobre cielo celeste y las siluetas difuminadas de camellos avanzando por el desierto- expresa con claridad el espíritu del disco. Previamente, ese mismo año, Santana había lanzado un álbum en vivo junto al baterista y cantante Buddy Miles -ex integrante de la Band Of Gypsys de Jimi Hendrix- que recoge extensos y fumadazos jams en Hawaii.

Canciones del Caravanserai como Stone flower (cover de A. C. Jobim), All the love of the universe, Waves within y Eternal caravan of reincarnation conservan el sonido clásico del grupo y, a un tiempo, ofrecen atmósferas más volátiles y misteriosas. De la mancha de Woodstock -la que fue deportada por el general Velasco en 1971- quedaban Gregg Rolie (teclados, voz), el nicaragüense José “Chepito” Areas (percusión) y Michael Shrieve (batería). También Neal Schon, el guitarrista prodigio que había ingresado para el tercer disco. Doug Rauch, instrumentista virtuoso, reemplazó en el bajo al encarcelado David Brown mientras que el percusionista James Mingo Lewis cubrió a Michael Carabello en las congas. 

En ese tiempo, el mexicano había ingresado a una etapa personal de introspección espiritual, lo que trajo tensiones dentro del grupo pues hubo quienes lo acusaron de hipócrita y contradictorio. Carabello, uno de los fundadores de Santana fue el primero en irse, molesto porque el guitarrista decidió llamar a Joseph “Coke” Escovedo para cubrir a “Chepito” Areas quien había sido hospitalizado. Luego lo siguieron Brown, Rolie y Schon. Los dos últimos armaron, en 1973, la primera versión de Journey.

Ese esoterismo se tradujo en su adopción de las enseñanzas filosóficas del gurú indio Sri Chinmoy (1931-2007), a cuyo círculo llegó a través de dos colegas, el norteamericano Larry Coryell y el británico John McLaughlin, extraordinario músico de jazz-rock que, tras dos años con el combo de Miles Davis -en los álbumes In a silent way (1969), Bitches brew (1970) y Jack Johnson (1971)- formó su propia banda The Mahavishnu Orchestra. Santana, fascinado con el álbum debut de ese grupo, The inner mounting flame (1971), se hizo amigo cercano de McLaughlin y aceptó su invitación para grabar juntos.

El resultado de esa reunión fue el disco Love devotion and surrender, lanzado en junio de 1973. Allí Santana añadió a su nombre el apelativo “Devandip” palabra en sánscrito que significa “Luz y Ojo de Dios”. En el álbum, Santana y McLaughlin intercambian afiladas guitarras en un ambiente influenciado por la música medio oriental y el rock progresivo, para interpretar un par de composiciones de John Coltrane y otros vuelos cósmicos. El título pertenece a una de las canciones de Welcome, quinto disco de Santana, publicado tres meses antes, donde destacan Samba de Sausalito, When I look into your eyes y Flame-sky, escrita a dúo con McLaughlin.

1974 fue un año especialmente activo. Como parte de la gira promocional del LP Caravanserai, Santana y su nuevo grupo -Leon Thomas (voz, percusión), Tom Coster, Richard Kermode (teclados), Doug Rauch (bajo) y una potente sección de percusiones integrada por los sobrevivientes Shrieve, Areas y una leyenda del latin-jazz, el conguero cubano Armando Peraza, que venía de tocar con todos, desde Pérez Prado hasta Dave Brubeck- lanzaron un impresionante disco triple titulado Lotus, resumen de dos fechas en Osaka, Japón. Para la segunda porción de ese año, aparecieron dos álbumes más.

El primero de ellos se llamó Illuminations, plácida y semi sinfónica selección de composiciones en clave de free-jazz, a dúo con la fenomenal arpista/pianista Alice Coltrane, viuda de John. Con su aura fantasmal, este hermoso álbum representó un paso más hacia la profundización del mensaje musical de Santana. Illuminations fue la primera entrega de una trilogía de dedicada a la filosofía de Sri Chinmoy quien, por cierto, también era músico y componía volátiles melodías para estimular al subconsciente. 

Las otras dos fueron Oneness: Silver dreams-Golden reality (1979) y The swing of delight (1980), en los que Santana retoma la combinación de efervescentes ritmos latinos con ambientaciones reflexivas, alternando con estrellas de jazz de alto calibre como Herbie Hancock (piano), Wayne Shorter (saxo), Ron Carter (bajo) o Jack DeJohnette (batería). El guitarrista recuerda esas sesiones como las más desafiantes y satisfactorias de su carrera, al estar rodeado de “los mejores músicos del planeta”. Los resultados fueron de alta calidad, por supuesto. 

Borboletta, lanzado en octubre de 1974, es un disco mayoritariamente instrumental con un notable trabajo del saxofonista Jules Broussard, que no tuvo mayor repercusión a nivel comercial a pesar de contar con la colaboración de luminarias como el bajista Stanley Clarke o la pareja Flora Purim/Airto Moreira, integrantes en ese entonces de Return To Forever, banda de jazz-rock liderada por el tecladista Chick Corea. En este álbum de hipnotizante carátula -un mandala celeste con una mariposa al centro-, destaca una versión de Promise of a fisherman, clásico brasileño escrito por el trovador Dorival Caymmi, aunque desprovisto del hálito misterioso y tribal que le habían dado Sérgio Mendes y su orquesta Brasil ’77, en el LP Primal roots (1972).

Santana comenzó a retornar a las radios entre 1976 y 1979, con canciones como Carnaval (Festival, 1977), Dance sister dance (Amigos, 1976), All I ever wanted, Aqua marine (Marathon, 1979) o los covers de Classic IV y The Zombies, Stormy (Inner secrets, 1978) y She’s not there respectivamente, del doble Moonflower (1977), uno de los mejores de su catálogo que combinó temas antiguos en vivo con nuevas grabaciones en estudio como I’ll be waiting o la romántica Flor de luna. En medio de la locura por la música disco, el guitarrista insistió en promover ritmos latinoamericanos. 

Mención especial en este periodo merece la canción Europa (Earth’s cry heaven’s smile), del LP Amigos (1976), coescrita con Tom Coster, su tecladista en ese entonces, en medio de una gira por ese continente. El tema, un cadencioso bolero en que Carlos Santana da rienda suelta a todo su lirismo instrumental, se convirtió en uno de los favoritos del público y fue, desde entonces, grabada por distintos artistas como por ejemplo el saxofonista argentino Leandro “El Gato” Barbieri (LP Caliente! de 1976) o el baladista español Dyango, quien lanzó en 1991 su propia versión, con letra adaptada y la participación especial de Paco de Lucía. 

La espiritualidad de Carlos Santana definió también su imagen pública desde sus inicios, con las palabras de Jesucristo, Mahatma Gandhi, Paramahansa Yogananda y Martin Luther King Jr., entre otros, siempre presentes en cada entrevista que concedió entre 1971 y 1973. Pero una vez que se involucró en las enseñanzas de su nuevo gurú, se transformó en un personaje aun más etéreo. Sin embargo, ciertas exigencias de Chinmoy terminaron alejándolo de aquel círculo de meditaciones trascendentales. Aunque no renegó de lo aprendido, sí llegó a comentar que el maestro hindú reaccionó tan mal a su decisión que comenzó a llamar a todos sus amigos para prohibirles que hablaran con él por abandonarlo.

Los álbumes Zebop! (1981) y Shangó (1982) fueron dos intentos de Santana por reengancharse con públicos masivos, a través de canciones cercanas a la estética de esa década. Con una banda más definida, integrada por Alex Ligertwood (voz), David Margen (bajo), Graham Lear (batería), Richard Baker (teclados), Armando Peraza, Raul Rekow (congas) y el legendario timbalero de la Fania All Stars, el cubano Orestes Vilató, Santana presentó un sonido más fresco y moderno, con baladas inscritas en su tradicional sonido como I love you much too much, la rockera Winning y Hold on -otro cover, esta vez del canadiense Ian Thomas-, tema que tuvo mucha difusión gracias a un simpático videoclip en que aparecen él, su esposa Deborah y sus músicos en un baile de máscaras con juegos de feria popular.

Aunque su reconocido prestigio como guitarrista le permitía interactuar sobre los escenarios con pesos pesados como el John Lee Hooker, los gigantes del jazz Weather Report, la leyenda africana Salif Keita, las jam-bands Phish y Grateful Dead, entre muchos otros, sus discos durante los ochenta no tuvieron mucho impacto, con excepción de los singles Havana moon (1983), Say it again (Beyond appearances, 1985) y el álbum Blues for Salvador (1987), dedicado a su hijo Salvador, entonces de cuatro años, que le hizo ganar su primer Grammy (Mejor Presentación de Rock Instrumental). 

En 1988, CBS Records publicó el disco doble recopilatorio Viva Santana! para celebrar sus primeros veinte años de trayectoria, que incluyó algunas canciones inéditas como la descarga Bámbara y la salsa Ángel negro. Ese mismo año, salió de gira por EE.UU. y Europa con un supergrupo que armó con sus amigos Wayne Shorter (saxos), Patrice Rushen (teclados), Alphonso Johnson (bajo), Leon “Ndugu” Chancler (batería) y sus viejos colaboradores Armando Peraza y José “Chepito” Areas en percusión. Aquí, un botón de muestra en el Festival de Jazz de Montreaux de ese año.

A inicios de los noventa, Santana se volcó nuevamente al esoterismo conceptual, con sus álbumes Spirits dancing in the flesh (1990), Milagro (1992) y Santana Brothers (1993, junto a su hermano Jorge y su sobrino Carlos Hernández), los dos últimos con su nuevo sello discográfico, Polygram Records y un elenco musical que incluía a algunos de sus más recientes lugartenientes musicales, como el bajista Benny Rietveld, el timbalero Karl Perazzo o el tecladista Chester D. Thompson quien, después del conguero Raul Rekow, es el músico que más años ha trabajado con Santana, desde 1983 hasta 2009.

Durante dos décadas, de 1972 a 1992, Carlos Santana construyó una trayectoria discográfica impecable, con la sólida base formada por aquellos tres históricos álbumes lanzados entre 1969 y 1971. A finales de 1998, Clive Davis, productor y hombre fuerte de Polygram, le propuso relanzar su figura pública uniendo su inconfundible guitarra a un catálogo de artistas modernos, los más conocidos del momento. Este movimiento fue percibido por sus fans como una traición al espíritu libre y esotérico que lo caracterizó desde siempre. Pero eso, como dicen, es otra historia. 

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[Música Maestro] Una de las cosas que más indignación causan eventos como el ocurrido la madrugada del domingo 16 de marzo -me refiero, por supuesto, al asesinato del vocalista de la orquesta de cumbia Armonía 10, Paul Flores García (39)- es esa odiosa seguridad de que, al final, nadie será realmente castigado. 

A los barones de la impunidad no les importa nada. Ni los interminables homenajes que le hicieron los programas dominicales ni los comunicados de sus colegas, algunos tibios y otros, como los de Agua Marina, Corazón Serrano o El Grupo 5, más firmes y enfocados, por lo menos durante el primer momento de la noticia. Ni siquiera la exitosa y multitudinaria marcha del viernes 21, a la que asistió gran cantidad de conocidos artistas, gente de la televisión y la farándula, a pesar de la controversia que ellos mismos provocaron al aceptar llamadas y correos nocturnos desde el Congreso “para conversar”. 

Como vimos, varios de los mismos cumbiamberos que habían suscrito las convocatorias a la marcha, colocando sus logos en afiches con el hashtag #NoQueremosMorir comenzaron a repetir, poco antes de la media noche del jueves y con claras intenciones de desinflar la movilización, la cantaleta de “no politizarla” -en la víspera de la votación congresal por la censura del ministro del Interior- y al día siguiente, ante la reacción de sus redes sociales que los acusaron de vendidos al gobierno, volvieron a retroceder, una muestra de inconsecuencia que no debe pasar desapercibida. Después de todo, ninguno de ellos ha protestado nunca por la corrupción política. Por el contrario, acuden siempre para cierres de campaña, spots y demás, bien pagados y todo.

Una vez consumado el crimen -las sórdidas imágenes de la moto sicaria alejándose del campo visual de las cámaras de seguridad- lo único que tenemos claro es que se terminará imponiendo, como siempre, la certeza de que no pasará nada, las respuestas cachacientas -el besito volado en Lurín, la mueca dura de la presidenta mientras dice “caviar, caviar”- a los llantos de familiares y amigos, a los coros de ciudadanos anónimos repitiendo “¡justicia! ¡justicia!”, esos coros que eligen siempre los editores para cerrar cada reportaje sobre el último ataque. 

A pesar del colorido de la marcha ciudadana -que recuerda lo que hacíamos libremente hasta antes de los 50 muertos del periodo diciembre 2021-enero 2022- y de la sorprendente censura de Santiváñez, nada hace pensar todavía que no vayamos a continuar igual, sobre todo cuando ya se rumorea que su sucesor sería de su misma línea. 

La música es, de las artes mayores, la que más se conecta con el sentimiento cotidiano de la gente. Sea popular o académica, masiva o de culto, antigua o moderna, nacional o extranjera, cada expresión musical encapsula en sus acordes y letras, en sus sonidos e intenciones, una emoción que, desde el punto de vista personal o colectivo, tiene la capacidad de despegarnos de la atosigante realidad. 

En el caso de la cumbia local, nos guste o no, es representación franca de las alegrías y tristezas, de las carencias y los sueños de una inmensa porción de nuestros pueblos, desde la discriminadora Lima céntrica hasta los conos, desde Tumbes hasta Tacna, desde Ica hasta Ucayali. También es reflejo de esa idiosincrasia extraña y fragmentada que hoy tenemos en nuestro Perú de clasismos y racismos múltiples, de corrupciones enquistadas en el poder, acostumbradas a usar la desgracia ajena para sus propósitos de imagen, sus promesas populistas, sus campañas políticas.

Por eso, la muerte de Paul Flores ha impactado profundamente a sus seguidores, tanto sus paisanos en Piura que lo conocieron desde que era adolescente y cantaba en corralones y fiestas -con uniformes sencillos, sin lentes caros ni pantallas LED- como los consumidores habituales de cumbia nacional, adictos a la telebasura de Magaly TV y los pasquines como Trome y todos sus émulos. Pero también ha conmovido al público en general, sobre todo porque los detalles sobre él nos iban acercando a su perfil más humano, más real. Padre de un hijo, alejado de escándalos a diferencia de varios de sus compañeros de cumbia, artista dedicado a su público, fiel a su orquesta desde hace más de veinte años. 

O como dice el joven comunicador Néstor Sedano, experto en cumbia peruana, desde sus redes sociales La Cadencia (@lacadenciaofficial), “un vocalista al que le tocó remar en los tiempos más difíciles de Armonía 10, que recién estaba mostrando su madurez como cantante”. Sedano desarrolla un interesante trabajo de difusión, ofreciendo un espacio alternativo que une los cabos sueltos entre música popular, desarrollo social y política, acercándonos a detalles que ni siquiera los medios convencionales -prensa farandulera, radios cumbiamberas, programas de espectáculos- brindan a sus públicos, ya que les preocupa más el rating inmediato que generar una identificación entre artistas y seguidores, por lo que la relación entre ambos siempre es precaria, superficial y frágil. 

Para poner en contexto a quienes por desconocimiento, prejuicio o falta de interés aun no comprenden el porqué de las despedidas multitudinarias y los homenajes, podríamos comparar la dimensión que tiene la trágica muerte de Paul Flores para la escena local con lo que sufrió la comunidad metalera, a una escala mundial, ante el horrible asesinato del recordado guitarrista de Pantera, Dimebag Darrell, a la misma edad de “El Ruso”, a manos de un enfermo mental que subió al escenario y lo acribilló frente a los ojos de miles de fanáticos, durante un concierto de Damageplan, su banda en ese entonces. Aquel crimen, sucedido en Ohio en diciembre del año 2004, fue llorado por todos, desde músicos famosos como Eddie Van Halen y Zakk Wylde hasta jóvenes y anónimos estudiantes de guitarra de los cinco continentes. Y es que Darrell Lance Abbott, nombre real de Dimebag, era un soldado del metal.

Y “El Ruso” era, al parecer, un soldado de la cumbia. Nacido a fines de los ochenta en San Martín, humilde centro urbano del distrito Veintiséis de Octubre, en la capital regional de la calurosa Piura, creció escuchando a Armonía 10. La orquesta, creada por Juan de Dios Lozada entre 1972 y 1973, tenía ya década y media bajo la dirección de su hijo, el tecladista y arreglista Walther Lozada Floriano (1955-2022), tocando toda la gama de géneros tropicales -cumbia, merengue, salsa- y, como muchos de sus pares, se había hecho muy popular en su zona de influencia -Piura, La Libertad, Tumbes, Lambayeque y hasta Ecuador- pero eran unos absolutos desconocidos en Lima y, por consiguiente, en el resto del país. 

La niñez de Paul Flores debe haber transcurrido entre una deficiente educación pública, mucho afecto familiar y los fiestones que se armaban, en canchones y coliseos, con aquel nada glamoroso ni farandulero combo que, a pesar de su nombre, superaba ampliamente los diez integrantes, como puede verse en las carátulas de sus primeros LP oficiales, El chinchorro (1984), Se quema, se quemó (1985), Gracias (1986) o Tonto amor (1987). 

Estas grabaciones iniciales de Armonía 10 fueron posibles gracias al apoyo del productor discográfico Alberto Maraví (1932-2021), amo y señor del sello Industrias Fonográficas del Perú, Infopesa. Entre 1983 y 1989, en las radios convencionales de Lima Metropolitana se escuchaban rock en español y su contraparte “subte”, salsas y baladas, mientras que en los extramuros de la ciudad y los nacientes conos, la chicha de los migrantes de la sierra dominaba el espectro de lo urbano-marginal, con agrupaciones como Los Shapis, Vico y su Grupo Karicia o Chacalón y la Nueva Crema que armaban interminables fiestas en la Carpa Grau, en la que parecía no haber espacio para las orquestas norteñas.

En ese tiempo, los vocalistas de Armonía 10 fueron Alberto «Makuko» Gallardo (1954-2005) -presente desde su primera aparición en 1972, en que se hacían llamar Los Blanders-, César Saavedra, Percy Chapoñay (1953-2016) y Tony Rosado, reconocidos como “la delantera clásica” de Armonía 10. La relación con Infopesa terminó abruptamente, cuando la disquera de Maraví se vio obligada a cerrar tras un atentado terrorista a sus estudios, ocurrido en 1991. En ese tiempo, como narra La Cadencia en este minidocumental, Lozada estuvo a punto de disolver el grupo, dando libertad a sus músicos y amigos para que tocaran con otros artistas. 

Sin embargo, la base instrumental de Armonía 10 -Wilmer Peña (guitarra), Jorge Álvarez (bajo), Ernesto de Dios, Rómulo Carrera (trombones, trompetas), Juan Chunga (timbales), Jorge Villaseca y Juan Castro (percusiones), convencieron a su líder de seguir adelante. En la línea de cantantes, el retorno de “Makuko”, Saavedra y Chapoñay permitió que la orquesta se mantuviera. Entre 1991 y 1997 lanzaron una serie de discos en estudio y en vivo, sin mayor repercusión, algunos editados por Iempsa.  

En medio de las orquestas provenientes de la selva, los conjuntos de vocalistas femeninas y los “padres fundadores de la cumbia peruana” -Juaneco y su Combo, Los Shapis, Los Destellos, Los Mirlos- se abrió un espacio para los dirigidos por Walther Lozada y muchos de sus contemporáneos. Todos ellos ingresaron al abanico de nombres que daba la vuelta por todo el espectro de farándula con sus ritmos populares, los mismos que comenzaron a bailarse tanto en barrios de sectores D y E -herencia de los años de la chicha- como en las casas de clases medias/altas y hasta en las oficinas de marketing político que incorporaron la nueva fiebre popular para sus engañosos discursos y campañas.

A mitad de los noventa comienza a cambiar la suerte para Armonía 10, en términos de éxito a nivel nacional. En tiempos de convulsión política y social, el escapismo promovido por los medios de comunicación hizo de la escena de cumbia local un rentable y masivo negocio. Bajo la escudería discográfica de Rosita Producciones, de Tito Mauri, productor y esposo de Rossy War, otra exponente de la cumbia peruana de esa época- apareció el CD Solo lo nuevo y lo mejor (1999) que contiene algunas de las canciones que transformaron a los piuranos en un verdadero fenómeno de masas.

La mayoría de estos temas fueron compuestos por Walter Salazar Antón -Solo, Siempre pierdo en el amor, Me emborracho por tu amor, Juraré no amarte más – y cantados por Carlos Soraluz, la voz principal en ese tiempo. El disco, un éxito de ventas, también incluyó versiones nuevas de grabaciones de su primera época como Lagrimitay cervecitay, Lágrimas por lágrimas, Penar penar y, especialmente, El cervecero, compuesta por el chosicano José María Yzazaga, que se convirtió en el tema más solicitado y representativo de la orquesta, interpretada por Alberto “Makuko” Gallardo.

“El Ruso” Flores llegó a Armonía 10 en el año 2001 y comenzó acompañando a los más experimentados Gallardo, Soraluz, Roberto Moreno y Danny Delgado. Durante esos años, Armonía 10 inicia un proceso de recambio generacional y “rebrandeo” -citando, nuevamente, a La Cadencia- y Paul se fue convirtiendo en el cantante más antiguo, asumiendo la voz principal en los temas más conocidos. En las siguientes dos décadas, siempre con Walther Lozada en dirección y teclados, Armonía 10 se consolidó, con Paul “El Ruso” Flores capitaneando la primera línea, como una institución en la cumbia local. 

En el Perú, las orquestas de origen humilde y provinciano suelen enviar saludos en sus canciones, a sus regiones, a las emisoras de radio que los apoyan, a sus auspiciadores, a los dueños de los locales en los que tocan, una demostración de cercanía y familiaridad. En los últimos tiempos, han aparecido de forma incontenible orquestas de cumbia -del norte, de la selva, de Lima, de la sierra-, algunas con mucha historia detrás y muchísimas otras que, ávidas de fama y fortuna, se subieron al carro ofreciendo productos finales desprolijos, homogeneizados, desagradables al oído. Y terminaron convirtiendo esta costumbre tan particular en una estrategia de diferenciación. En cada estrofa y coro, se ven en la necesidad de repetir sus nombres a cada rato. Para que sepamos a quién estamos escuchando.

Armonía 10 también hace eso, aunque más por la primera razón. Ese estilo festivo, juerguero, campechano, se mantuvo en la orquesta incluso con todos los cambios de imagen guiados por el marketing y con los altos presupuestos que hoy manejan estas empresas musicales, casi todas familiares. Su sonido se caracterizó, desde el principio, por ser más muscular y cercano a la salsa, como puede notarse en sus grabaciones ochenteras, que ninguna radio pasa ni siquiera en estos días de duelo y protesta por el crimen del domingo 16. El uso prominente de sección de vientos, guitarras y la ausencia de bailarinas fueron marca registrada de sus presentaciones, capitaneadas por Walther Lozada. Su muerte, en el 2022, a los 67 años, generó una amarga división entre sus hijos.

Esa pelea familiar y legal concluyó con la existencia de dos grupos bajo el mismo nombre: Armonía 10 de Walther Lozada -referida en redes sociales como A10- y Armonía 10 “La que recorre todo el Perú”. Mientras que la primera -regentada por Blanca y Arturo Lozada- tiene un perfil más tradicionalista, por decirlo de alguna manera, la segunda se insertó más en la lógica de los trajes de colores y los megaconciertos, al estilo de Agua Marina, Corazón Serrano o El Grupo 5 y sus derivados, Los Hermanos Yaipén. 

Paul “El Ruso” Flores estuvo en ambas. Se retiró de la orquesta matriz en el 2023 y, recién el año pasado, retornó a la segunda versión, administrada por la facción de Jorge y Javier Lozada. Ninguna de las dos dejó nunca de actuar ni lanzar canciones nuevas, a través de las plataformas digitales. De igual manera, ninguna de las dos ha estado libre de llamadas extorsivas y atentados de toda clase. La vida del músico itinerante no es nada fácil. Se duerme de día y se trabaja de noche, soportando fuertes dosis de estrés, acoso de la prensa y rebote de escándalos, especialmente si pensamos en la poca monta de la farándula local. Si a eso sumamos las amenazas criminales, la cosa se pone peor. 

El asesinato de Flores ha cambiado la vida de muchas personas, parafraseando a Rubén Blades en su canción Sicarios -aunque la historia que el panameño nos cuenta en esa excelente composición incluida en su álbum Tiempos (1999) nos hace pensar en el pistolero que va a eliminar a un mal elemento, un sicario bueno-, pero los únicos que siguen intactos son Boluarte y Santiváñez -la censura no es garantía de castigo y, si acaso, sea preludio de algún premio mayor-, los únicos responsables de esta ola de crímenes que, desde diciembre del 2021, se ha venido extendiendo sin control hasta alcanzar al ciudadano trabajador, a maestros de escuela, a dueños y clientes de ferreterías, restaurantes y pollerías, a cantantes populares. 

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[Música Maestro]  Q.E.P.D.: Paul Flores (38), vocalista emblemático de la orquesta piurana Armonía 10, no merecía morir de esa manera. La cínica dejadez del Estado nos deja a merced de asesinos a sueldo sin control. Las masas de fans de este popular género lloran y ese cinismo continúa. De nada sirven los posts del Ministerio de Cultura con crespón. Todo sigue igual. Absoluta solidaridad con la familia, los compañeros de grupo y colegas del submundo de la cumbia, amigos y verdaderos fans. 

En la última semana nos enteramos de la cancelación de dos conciertos de rock que prometían. Por un lado, la segunda visita del quinteto de hard-rock The Cult y por el otro, el estreno en Lima de The Damned, legendaria banda pionera del punk, que iban a ser el 6 y 11 de marzo, respectivamente. Las tocadas de estos dos grupos británicos generaron auténtica expectativa en sus correspondientes comunidades de seguidores. Sin embargo, no ocurrieron. ¿La razón? Por lo que se viene comentando en desilusionados círculos de melómanos rockeros en Facebook y otras redes, habría sido -en ambos casos- la insuficiente venta de entradas.

Al enterarme de esto comencé a pensar -no por primera vez, por cierto- que, así lo declare a los cuatro vientos el nombre de un sobre publicitado festival, el Perú de hoy no vive por el rock. Si en este momento anunciaran una fecha, en el Estadio Nacional, de “Speed”, el estúpido YouTuber que paralizó la ciudad hace unos meses y hasta se abrazó, sobaquiento y bullanguero, con nuestro no figuretti burgomaestre -no imagino muy bien para hacer qué, más allá de sus volantines y sus ladridos- se llenaría antes de la media hora. Lo mismo pasaría si Shakira publicitara un concierto la próxima semana, a nueve meses del que será en noviembre, ya vendido y agotado pues es reprogramación del que fue cancelado en febrero por sus problemas estomacales. Nuevos miles de «concert-goers» reventarían sus tarjetas de crédito, sin importar que ambos espectáculos se dieran uno detrás del otro.

Y es que la pobre venta de tickets para The Cult y The Damned no tiene, necesariamente, una relación directa con los costos -en ambos casos no muy altos y en locales más bien pequeños- sino con la profunda incultura musical de nuestros públicos que, cada cierto tiempo, se encargan de demostrarnos cuáles son sus preferencias en lo que a espectáculos musicales se refiere. Hace ya algunos años -siempre recuerdo este caso y lo pongo como ejemplo- visitó Lima una figura legendaria del hard-rock y el heavy metal, un músico alemán que fue, durante años, considerado el sucesor de Jimi Hendrix, nada menos. Me refiero a Uli Jon Roth (70), primera guitarra original de Scorpions, grupo del que se desmarcó en el año 1978 para iniciar una influyente y prolífica discografía personal con la que llenó -y sigue llenando- teatros y estadios en Europa, Estados Unidos, Australia y Japón.

Pues bien, Uli Jon Roth, la leyenda, fue programado para tocar el 25 de septiembre del 2018 en La Noche de Barranco -uno de los lugares más pequeños de Lima dedicados a conciertos- y apenas atrajo a 250 personas, de las cuales 50 deben haber entrado sin pagar (prensa, organizadores, amigos de organizadores). El artista lo dio todo en una velada inolvidable para quienes supimos apreciar no solo su talento sino también su respeto por el público, pues bien podría haberse puesto en “plan-divo” y negarse a tocar para una audiencia tan magra. Pero tampoco olvido la sensación de vergüenza ajena al pensar en cuál habrá sido su reacción más íntima al ver cómo su nombre, respetado en todo el universo rockero, acá pasó totalmente desapercibido hasta para los rockeros. Sin embargo, el astro de las guitarras Sky y las eternas bandanas de colores decidió no cancelar y, ante casi nadie, la rompió.

La historia de los conciertos de rock cancelados en el Perú comenzó en los años setenta, con uno de los hechos más alucinantes -por lo cosmopolita, por lo juvenil- ocurridos durante el gobierno del general Juan Velasco Alvarado (1910-1977). Dos meses después de cumplirse el tercer año de la instauración de ese régimen, arribaron al aeropuerto Jorge Chávez, el 8 de diciembre de 1971, Carlos Santana y su increíble banda de latin-rock, triunfadora absoluta en el Festival de Woodstock, integrada por los percusionistas Michael Carabello y José “Chepito” Arias, el bajista David Brown, el baterista Michael Shrieve, el tecladista y cantante Gregg Rolie y el prodigioso guitarrista Neal Schon, entonces de 17 años -los dos últimos fundarían, un par de años después, Journey. 

La gestión para tan célebre visita había sido de los hermanos Jorge y Peter Koechlin, en especial de este último quien, en tiempos sin correos electrónicos ni redes sociales, consiguió lo imposible -con ayuda logística de un viejo conocido de nosotros, periodistas, Guillermo Thorndike (1940-2009)-, contactarse por teléfono con los managers del genial guitarrista mexicano y pactaron que Lima fuera la primera ciudad de su primera gira por Latinoamérica. Iba a ser un hecho histórico del que hasta ahora se hablaría en las revistas especializadas. Pero se frustró. Y no por falta de público pues, en las semanas entre el anuncio y la llegada del grupo, se habían vendido más de 30 mil entradas. 

La tocada de Santana -quien para ese año tenía ya tres discos en el mercado, el ABC de su sonido clásico, Santana (1969), Abraxas (1970) y Santana III (1971)- estaba programada para el 10 de diciembre y el local escogido, después de muchas cavilaciones, fue el Estadio de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Precisamente, un grupo de atolondrados alumnos sanmarquinos, reunidos en una federación que se suponía era de izquierda, llevó al extremo su desacuerdo con lo que ellos consideraban un espectáculo “extranjerizante” y, a pesar de que las instancias municipales y políticas del gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas ya habían dado todos los permisos, se opusieron y hasta amenazaron con acciones violentas y de sabotaje para impedir el concierto. 

Ante la posibilidad de que el asunto pasara a mayores, el Ministerio del Interior de la época, con Pedro Richter Prada (1921-2017) al frente, ordenó la cancelación del show y la deportación de Santana y su combo, en medio de acusaciones de consumo de drogas, reacciones que atentaban contra la tranquilidad pública y hasta “actos contra la moral”. Santana, una estrella joven en ese momento, fue desaforado del Perú y ni cuenta se dio. En 1995, casi un cuarto de siglo después saldó esa cuenta pendiente con un sensacional concierto realizado en el Estadio Nacional de Lima ante más de 25 mil personas –“Mejor tarde que nunca” fue lo primero que dijo, en relación a aquella cancelación. Acompañado de Perú Negro y con una banda de lujo, Santana hizo volar durante hora y media al público, entre los que seguro había muchos de los que, 24 años antes, habían comprado su entrada- con sus ritmos latinos y efervescente guitarra. 

Entre 1991 y 1992 el anuncio de dos megaconciertos en Lima alborotó a todos, desde melómanos empedernidos hasta periodistas, gente de la farándula y radioescuchas comunes y corrientes. Hasta ese momento, las visitas de pop-rock más importantes habían sido de los grandes grupos de Argentina, España, México y Chile, sin mencionar por supuesto a los grandes intérpretes de baladas, salsa, merengue y boleros que sí iban y venían de nuestro país como algo normal, para presentarse ya sea en el circuito regular de teatros/coliseos de Lima y algunas otras ciudades como Arequipa, Cusco o Trujillo; o en El Gran Estelar de la desaparecida Feria del Hogar. Eso sin mencionar la extraña e inolvidable visita del cuarteto francés Indochine, que hizo cuatro conciertos multitudinarios en el Coliseo Amauta, entre abril y mayo de 1988. 

Por un lado, Michael Jackson incluyó a Lima en el tramo sudamericano de su segunda gira oficial, para promocionar el álbum Dangerous (1991), que incluía sus éxitos Black or white y Heal the world, de intensa rotación en radios y programas de videoclips. Y, por el otro, se publicitó la llegada del quinteto de hard-rock y glam metal Bon Jovi, que llegaban en medio del éxito de su quinta placa Keep the faith, propulsado por la power ballad Bed of roses y la amplia popularidad que tuvieron sus dos discos anteriores, Slippery when wet (1986) y New Jersey (1988). Es decir, dos de los más grandes artistas de música popular, en plena vigencia, iban a tocar en Lima. En contexto, estas noticias tuvieron la categoría de extravagantes marcianadas, como si mañana se dijera que Shakira nació hombre. 

Ambos se cancelaron a pocos días de realizarse, entre octubre y noviembre de 1993, con entradas vendidas y todo. Aunque las leyendas urbanas que circularon desde entonces señalaban como razones asuntos relacionados a la seguridad -en esos años Sendero Luminoso y el MRTA aun operaban y veníamos saliendo del autogolpe del primer fujimorato-, lo cierto es que eso solo tuvo que ver con los intérpretes de Livin’ on a prayer y Always, quienes se negaron a tocar porque sentían pocas garantías. Como Santana, Bon Jovi se reivindicó en dos ocasiones, los años 2010 y 2019, aunque ya sin voz ni su formación original. En el caso del fallecido “Rey del Pop”, los motivos por las cuales no llegó a pisar suelo limeño fueron su frágil salud. Aunque aquella gira mundial fue extremadamente exitosa, Jackson no solo canceló Lima sino también Chile, México y otras, por múltiples problemas físicos. Además, fue justo en esos años que comenzaron a propalarse serias acusaciones de abuso infantil en su contra.

Poco antes, se produjo otra recordada cancelación, esta vez de varias bandas locales programadas para tocar en el recordado auditorio cerrado de la Feria del Hogar, el más chico. Era 1988 y, por primera vez, los organizadores de este campo ferial que se abría durante la temporada de Fiestas Patrias en San Miguel, en el espacio que hoy ocupa un enorme centro comercial del grupo Falabella -Tottus, Sodimac-, dieron cabida a una selección abierta de grupos del circuito subterráneo, desde metaleros como Orgus y Almas Inmortales hasta punks como Q.E.P.D. Carreño o Eructo Maldonado. Un incidente durante la presentación de Voz Propia, barones del post-punk local, motivó que el resto de las fechas dedicadas a la movida “subte” fueran canceladas -entre ellas, si mal no recuerdo, las de Eutanasia y Daniel F.-, a pesar de la tremenda convocatoria que generaron en este espacio tradicionalmente reservado para bandas más comerciales como Río, Frágil, Danai o Dudó. 

En todos estos ejemplos -hay muchos otros, desde luego-, circunscritos al ámbito del pop-rock, el común denominador es que, aun habiendo gente que habría hecho hasta lo imposible por comprar sus entradas y asistir a esos conciertos, tuvieron que cancelarse -por malentendidos políticos, por seguridad, por cuestiones médicas- pero nunca por bajas convocatorias. Debemos recordar que, tanto en 1971 como en 1991, los conciertos de rock en Perú eran algo que no existía. Tanto en tiempos de Velasco como de Fujimori, pensar en que nuestra ciudad fuera capaz de entrar al mapa de giras de los artistas más importantes del mundo anglosajón clasificaba como sueño de opio, delirio de borrachera, fantasía irrealizable. Porque vivíamos o en un gobierno militar peleado con el imperialismo yanqui o en un terreno baldío que acababa de salir de la mega crisis del primer alanato y aun no dejaba de sufrir atentados de sectas violentistas que querían desbaratarlo todo. 

En el periodo comprendido entre 2020 y 2022 hubo una avalancha de cancelaciones, por el COVID-19. Desde Andrés Calamaro hasta Pat Metheny, desde Tokio Hotel hasta Guns N’ Roses, todos se quedaron en ascuas, artistas y públicos, una situación global de la que nadie pudo escapar. Y, en todas esas cancelaciones, tampoco tuvo nada que ver el factor “baja convocatoria”. Lima, en el siglo XXI, es ya una ciudad de conciertos como cualquier otra, somos parada fija para los más pintados, del pasado y del presente. A diferencia de 1989, en que un concierto de U2 era inimaginable en nuestra capital, hoy no nos extrañaría que nos caigan, en escalera, cinco de las diez estrellas pop más famosas del momento, con toda la logística y parafernalia asociada a los grandes espectáculos. 

Las cancelaciones de The Damned y The Cult tienen que ver con otra cosa, una situación que casi nadie explora. A pesar de que en esta época existen masas para todo, la agresividad de la ignorancia y la poca capacidad de apreciación en las grandes muchedumbres consumidoras de conciertos, define si una visita es rentable o no. Puede que sea un asunto global. Después de todo, los Hablando Huevadas y su espectáculo de barriada llenaron de peruanos el Madison Square Garden, pero cuando uno ve que artistas como Phish o Billy Joel llenan el mismo escenario todos los meses, uno piensa “bueno, acá todavía podemos hablar de balance, de existencia de opciones”. En nuestro país eso no pasa.

En el Perú de hoy un espectáculo de calidad, si no es lo suficientemente cool o muy popular, desaparece de inmediato de todos los radares y, simplemente, fracasa. Si bien es cierto artistas de innegable prestigio como Paul McCartney, Lenny Kravitz o System of a Down son capaces de agotar entradas con mucha anticipación, por la suma de fans verdaderos y asistentes ocasionales que no se quieren perder ningún evento grande para llenar sus redes sociales de fotos, también es cierto que más expectativa causan los conciertos de El Grupo 5 o Agua Marina que los de grupos como The Damned o The Cult. Porque son alternativas que nadie conoce. O que nadie quiere conocer. Se acabó la curiosidad en este país donde todos se arriman a lo seguro, a aquello que te ponga en línea con todo lo que esté más de moda.  

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[Música Maestro] Hace unos días, en esta misma página digital de noticias, apareció una columna en que se decía que, en líneas generales y resumiendo, «Shakira es una mujer influyente«. Palabras más, palabras menos, la autora -tan desconocida como yo- aseguró con genuina emoción que la megaestrella colombiana de 48 años, promotora del aprovechamiento monetario de la vida privada y, junto a J-Lo, Karol Gy muchas otras, responsable de reducir el concepto mujer latina a un homogeneizado subproducto porno-soft para públicos masculinos anglosajones, «une» a las mujeres. 

Aunque es respetable, una visión tan superficial puede entenderse en ciudadanos sin mayores horizontes que los impuestos por la supervivencia, que llenan sus vacíos emocionales con toda clase de entretenimientos baratos, ilusionándose con los oropeles brillantes y sin contenido de vidas ajenas que jamás serán las suyas. O en profesionales, insertados exitosamente en el mercado laboral cuyas apreciaciones no tienen mayor alcance, más allá de sus propias conversaciones amicales o familiares, las mismas que pueden darse en forma presencial y a través de sus perfiles en redes sociales, de las que no surgirá jamás ninguna corriente de opinión.

Pero esa misma visión fanatizada, vertida en un medio como este que aun apuesta por el periodismo digital escrito en plena era de Streamers/YouTubers, sirve como muestra de cuánto daño han hecho Shakira y afines a la autoestima femenina latinoamericana, al punto que adolescentes y adultas jóvenes siguen y defienden con una pasión digna de otras causas los engreimientos, disfuerzos y fingidasactitudes de una artista que, en tres décadas de carrera, pasó de ser ella misma una joven idealista que escribía canciones simples e inteligentes, dirigidas a la reflexión sin caer en lo panfletario o la moralina, a convertirse en prototipo del lado más abyecto y materialista -la capacidad de “facturar”- de lo que actualmente se conoce como “empoderamiento femenino”. O sea, no está mal que les guste su música pero de ahí a rendirse a sus pies, rendirle culto y darle categoría de líder, el trecho hacia abajo es bastante largo.

En esos mismos días, marcados por la Shakiramanía y su intoxicación supuestamente acebichada, vimos en casa -en el YouTube- alrededor de media hora de videos de Lita Pezo, una joven cantante peruana dueña de una muy buena voz y auténtico carisma, características que le han permitido hacerse conocida en el medio local. Sin gritar ni abusar de odiosos melismas, Pezo ha construido una imagen pública como intérprete de baladas y boleros clásicos, los cuales adorna y revitaliza con su estilo que aspira a la fineza, la intensidad emocionaly la sobriedad como marcas registradas, evocando con ello a cantantes como Rocío Dúrcal, Celine Dion o Isabel Pantoja -a quien imitaba desde niña-, en la orilla opuesta del celebrado y simplón exhibicionismo que hoy es más vigente y rentable que nunca.

Y, como buena hija de su tiempo, Lita Pezo también incluye en su repertorio canciones más modernas, desde baladas como Tormento de amor (Marcela Morelo, 2000) hasta trova boliviana como el himno Ave de cristal, una canción de Los Kjarkas originalmente grabada en 1995 que adquirió renovada popularidad en el 2012 en la versión del Grupo Pacha, proyecto paralelo ideado por varios integrantes de los famosísimos intérpretes de Llorando se fue y Wayayay. Hasta los insoportables reggaetones suenan bien en la voz de Lita y su grupo de músicos, jóvenes y peruanos como ella, a veces apoyados por gente de más experiencia en la escena local como el percusionista Williams «Makarito» Nicasio o el guitarrista acústico, experto en música criolla y flamenca, Ernesto Hermoza.

Esta contraposición arbitraria -Shakira versus Lita Pezo- me sirve como punto de partida para lanzar unas cuantas ideas relacionadas al Día Internacional de la Mujer Trabajadora, le añaden algunos, para respetar el nombre original de esta efeméride surgida en EE.UU. y Europa a comienzos del siglo XX en entornos, digamos, más proletarios- y la precarización actual de las luchas femeninas reflejadas en distintas expresiones musicales de aquí y de allá. Por ejemplo, Beyoncé y Nicky Minaj son más populares y admiradas entre masivos públicos femeninos, en el país que en estos días dejan en ridículo Donald Trump y Elon Musk, que Samara Joy y St. Vincent, dejándonos claro que el exhibicionismo y la cosificación, antes combatidas, son ahora fuentes de inspiración para las juventudes norteamericanas.

Esa precarización también se manifiesta, por supuesto, en otros ámbitos como la política –Keiko Fujimori o Dina Boluarte, en el ámbito nacional; la argentina Cristina Fernández o la italiana Giorgia Meloni, en el internacional, son solo botones de muestra-, el cine, la publicidad o las redes sociales y sus ofertas de enriquecimiento económico a partir de una de las distorsiones más agresivas del uso online del cuerpo -la prostitución del OnlyFans, tan conocida por nuestro Congreso. Pero en la música popular podemos identificar señales más claras de ese empobrecimiento canalla que, a lo largo de la historia, también ha ido cayendo cada vez más bajo.

Desde que se produjo, en Occidente, la explosión de la industria del entretenimiento, el público se ha visto expuesto siempre a la presencia saludable de mujeres que, por su inteligencia, creatividad, irreverencia y extraversión, han sido capaces de destacar en una industria generalmente dominada por hombres. Pienso, solo por mencionar a dos importantes cantantes de la era dorada del pop-rock, en personajes tan disímiles como Joan Baez (de 84 años recién cumplidos en enero)y Tina Turner (1939-2023), quienes demostraron, armadas de guitarras acústicas o zapatos de taco aguja que no necesitaban quitarse la ropa para hacerse notar.

Así, podríamos recorrer -como ya lo hicimos en esta columna el año pasado– el amplio y colorido abanico global en el que entran Ella Fitzgerald, Susana Baca, Maria Callas, Grace Slick, Alicia Maguiña, Miriam Makeba, Björk, Celia Cruz, H.E.R., Lana del Rey y un larguísimo etcétera y descubrir que, aunque el consumismo ligero y las modas se impongan, hubo y sigue habiendo artistas mujeres que, en las diferentes épocas de la música popular, durante sus años de juventud, demostraron e impusieron su talento sin dejar de lado su femineidad y, sobre todo, esa sensibilidad que las hace diferentes y superiores, en muchos aspectos, a nosotros.

En paralelo, comenzó el proceso lento de descomposición y tendenciosa confusión de mensajes que generó la idea de que la mujer“se empoderaba” si permitía ser usada como símbolo sexual, aun cuando se convertía voluntariamente en producto, pues tenía la supuesta capacidad de decidir sobre su destino y el uso de su imagen, germen de todo lo que vino después.

En la década siguiente, los siete años iniciales de la trayectoria de Madonna (1983-1989) se volvieron símbolo de esa postura, jugando con los clichés del glamour y la sensualidad, extraído de las “chicas pin-up” del cine clásico, que tiene representantes desde los años cincuenta y sesenta como Betty Page (1923-2008) o Marilyn Monroe (1926-1962), máscaras ficticias detrás de las cuales se escondían mujeres sometidas a toda clase de abusos, una constante en muchos de estos casos. En ese contexto, cabe preguntarse: ¿En qué espejo deben mirarse las mujeres peruanas de hoy? ¿En el de Shakira o en el de Lita Pezo?

La pregunta puede parecer antojadiza y hasta inútil -ya imagino las reacciones en contra- pero es irreverente y necesaria porque involucra aspectos de preocupante actualidad que se desprenden de esta clase de preferencias masivas, desde las múltiples formas de acoso virtual -ciberbullying, sexting- hasta el abuso doméstico de naturaleza física, psicológica y sexual, pasando por los elevados índices de embarazos no deseados en niñas y adolescentes, la presencia cada vez mayor de mujeres en bandas delincuenciales y la irracional admiración que prodigan chicas de edades que oscilan entre los 8 y los 18 años a una señora que, pudiendo ser su madre o su abuela, sale a dictar cátedras rapeadas sobre cómo insultar a otra mujer, normaliza la hipersexualización de su imagen y lanza canciones en las que cuenta sus pataletas por el final de una relación fallida exponiendo, en el camino, a sus propios hijos, en un papelón continuo y voluntario porel cual recibe millones de dólares.  

El origen de la comparación fue escuchar a la simpática Lita Pezointerpretando a dúo con otro talentoso joven nacional, Sebastián Landa, imitador de José Feliciano, una balada de los años ochenta que describe una situación adulta y emocionalmente grave, similar a lasque Shakira banaliza con sus mensajes callejoneros, esos que balbucea en clave de reggaetón. Me refiero a Para decir adiós, composición del portorriqueño Roberto Figueroa que grabaron la ítala-norteamericana Eydie Gormé (1928-2013) y el boricua Danny Rivera grabaron originalmente en 1977 pero que llegó a nuestros oídos en la versión de José Feliciano y la norteamericana Ann Kelley, incluida en un LP del extraordinario cantante y guitarrista invidente, orgullo de Puerto Rico y de América Latina, titulado Escenas de amor (1982). Pezo y Landa la cantaron juntos en un concurso televisivo de Chile y los jurados quedaron boquiabiertos y emocionados por ambas voces. En especial por la de Lita.

La terna de jueces de ese capítulo chileno de la franquicia Mi nombre es… se deshizo en halagos para la joven de 25 años con adjetivos como “elegante”, “maravillosa”, “fina”. Nuestra compatriota, vestida de impecable vestido largo, maquillada/peinada sobriamente y ejecutando un paseo por el escenario que podemos describir a un tiempo como delicado y atractivo, hizo suya la historia de una mujer que comprende, con dolor, la decisión de su pareja de concluir una relación que los mantuvo unidos mucho tiempo. Sin disfuerzos ni revanchas, la letra de esta canción narra la reacción digna y responsable, madura y coherente, que una mujer -o un hombre- debe mostrar ante una de esas vueltas que a veces –muchas más de las que quisiéramos creer- da la vida. Con elegancia y clase, con tristeza y resignación, la voz de Lita Pezo expresa esos sentimientos y convence por su don artístico.

¿Por qué entonces las niñas y adolescentes deliran, a nivel mundial,por ser como Shakira, grotesca y estruendosa, de aspecto más cercano a las estrellas de la industria porno-soft de Instagram y cosas peores? ¿Por qué se identifican con la agresividad, los andares simiescos, los pelos revueltos, el sobajeo farsante? ¿Por qué relegan la formalidad, la sensualidad misteriosa y pausada, el respeto al público?

Por un lado, la colombiana representa un papel, independientemente de que lo haga bien o mal. Aquello de la mujer poderosa que ya no se amilana ante los hombres abusivos o tontos con los que se cruza, es una construcción social posmoderna que, alguna vez, tuvo sentido. Pero hoy está más contaminada que nunca por esa mescolanza nacida a partir de la independencia económica que brinda ser “una mujer deseada” combinada con aquello de que, para desquitar siglos de opresión y abuso, las mujeres hayan decretado que tienen el derecho a portarse tan mal como los hombres, en una dinámica de igualamiento hacia abajo que ha demostrado ser nociva y sumamente tóxica para el desarrollo de las sociedades y la vida en convivencia.

Por su parte, la peruana interpreta el papel de la artista que engalana un escenario con su presencia, con su porte y, sobre todas las cosas, con su voz. Porque, al final de cuentas, estamos hablando de cantantes aquí. De calidades vocales. Y las diferencias saltan contundentes al oído. Y no es que Pezo descuide su imagen, todo lo contrario. Pero, lamentablemente, las preguntas siguen en el aire. ¿Por qué las niñas y adolescentes abrazan lo exagerado y reniegan de lo discreto? ¿Por qué prefieren tomar como modelo de éxito y poder femenino la imagen de una bailarina de club nocturno y no la de una cantante de telúrica fuerza interior?

La mala y manipulada interpretación de la subcultura de “lo fashion” es una propuesta que genera graves distorsiones en la mentalidad de millones de niñas, adolescentes y adultas jóvenes que aspiran a alcanzar ese mismo brillo superfluo (y vacío), esa misma cuenta bancaria (y llena), aun cuando así vayan en contra de más de un siglo de luchas de sus congéneres que, poco a poco, fueron logrando con esfuerzo y no pocas mártires espacios para la mujer, reivindicándola y arrancándola del tradicional, execrable y, durante siglos, socialmente aceptado maltrato masculino. Qué lejos los tiempos en que la colombiana componía sobre problemáticas juveniles, como lo hizo en su tercer y cuarto álbumes Pies descalzos (1995) y ¿Dónde están los ladrones? (1998).

En Instagram, Shakira tiene casi 92 millones de seguidores. Lita Pezo, alrededor de 185 mil (500 veces menos, aproximadamente). Y no es solo por la diferencia de edad -la colombiana tiene 48, la peruana 25- o de recorrido discográfico. Para hacerse más popular entre sus propios compatriotas, Lita Pezo aceptó de buen grado participar en un reality de cocina en el que terminó entremezclada con las hijas de un personaje vinculado a lo peor de la política, la corrupción y la farándula y otro que celebra con carcajadas las intenciones de un periodista de Willax que quiere pegarle a una colega mujer, cuando el talento que tiene basta y sobra para que se aleje de esas miasmas de consumo masivo.

Las respuestas a todas estas cuestiones no son definitivas, por supuesto, pero siempre es positivo ensayar teorías. Podemos señalar, pensando en las niñas y adolescentes del Perú, al fracaso de la educación que no estimula una comprensión abierta de la evolución de la música, la industria del entretenimiento y sus conexiones con los cambios sociales, como las gestas por los derechos de la mujer -si no estimula los aprendizajes fundamentales, menos va a estimular esas cosas ¿no? También podemos responsabilizar a los medios de comunicación, guiados por la ganancia y la popularidad fácil, prestos siempre a entronizar aquellas opciones que cumplan con los requisitos mínimos para provocar escándalo y movilizar a la gente a partir de sus urgencias primarias (exhibicionismo, procacidades sutiles o manifiestas, deseos de fama, sexualización).

O, finalmente, al mismo público que convierte en diosas a artistas que, en lugar de darles cosas de valor, les ofrecen actitudes que van en sentido contrario y terminan siendo influencias. Malas influencias.

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[Música Maestro] En cuatro meses habrá una fiesta metalera en Inglaterra. El estadio del Aston Villa, uno de los equipos más conocidos e importantes de la Premier League -que alguna vez tuvo como arquero al gigante Peter Schmeichel, con capacidad para más de cuarenta mil personas, se convertirá en un oscuro templo dedicado a la despedida de la banda que es, por consenso general, creadora absoluta del heavy metal como concepto, sonido y actitud, Black Sabbath.

El cuarteto original -Ozzy Osbourne (76, voz), Tony Iommi (77, guitarra), Geezer Butler (75, bajo) y Bill Ward (76, batería)- subirá nuevamente al escenario, después de veinte años de su última aparición pública oficial en el Ozzfest del 2005, en un concierto titulado Back to the beginning, a realizarse en el coloso futbolero deBirmingham, ciudad donde nació el grupo allá por 1968, el próximo 5 de julio.

La última vez que Black Sabbath se presentó en vivo de manera oficial no lo hizo con sus cuatro miembros fundadores. En aquella gira, titulada The end, el lugar de Bill Ward fue ocupado por Tommy Clufetos, experimentado músico de sesión que aportó su juventud y energía a aquella versión de Black Sabbath, con Ozzy aun en pie. Clufetos también tomó las baquetas para la gira promocional de 13, su décima novena placa, en reemplazo de Brad Wilk, de Rage Against The Machine, quien a su vez había sustituido a Ward para aquel trabajo en estudio.

En ese tour mundial, que tuvo en total 80 presentaciones en más de 30países, Black Sabbath hizo un recorrido por lo mejor de esos diez primeros años comprendidos entre 1968 y 1978, haciendo conciertos de una hora y media de duración, en un despliegue notable de esfuerzo y precisión que fue, para muchos, más que suficiente como acto dedespedida. Después de todo, sus cuatro integrantes son sobrevivientes de una de las trayectorias más extremas de la historia del rock, viviendo al filo de la cornisa y con toda clase de excesos. El último concierto de la gira sirvió de base para un alucinante CD/DVD titulado The end of the end: Live in Birmingham.

Revisando las imágenes de aquella espectacular velada -en la que además participó, en los teclados, Adam Wakeman, hijo de Rick (sí, el de Yes)– queda claro cómo sonarán los amos del metal cuando llegue el momento. A muy pocas bandas del periodo dorado del rock clásico le va bien eso de tocar sus canciones un semitono o un tono por debajo de las grabaciones originales. Black Sabbath es una de ellas. Con tonalidad más grave, los pesados riffs y solos electrizantes de Tony Iommi quedan más amenazantes y el bajo de Geezer Butler suenaprofundamente denso y nítido.

Entre 1970 y 1978 Black Sabbath lanzó ocho discos. Los cinco primeros –Black Sabbath, Paranoid (1970), Master of reality (1971),Vol. 4 (1972) y Sabbath bloody Sabbath (1973)– incluyen temas que forman parte del canon fundacional del heavy metal. En cambio, los tres discos siguientes –Sabotage (1975), Technical ecstasy (1976) y Never say die! (1978)– muestran algunas variaciones en el sonido, combinando su ataque metalero con incursiones en el pop (Am I going insane? (Radio), 1975) y hasta un instrumental de jazz-rock (Breakout, 1978).

Entre los años 1980 y 1996, antes de la primera reunión del cuarteto que se despedirá del público este 5 de julio, hubo un primer momento brillante con la llegada del imponente Ronnie James Dio (1942-2010), ex vocalista de Rainbow, en reemplazo de Ozzy y, posteriormente, el empuje de Iommi mantuvo a flote al grupo con diversos cambios de personal que, con sus propios altibajos, no tuvo el mismo impacto que aquella década inicial, un periodo que merece un artículo aparte.

La historia de Black Sabbath se remonta a los últimos años de la década de los sesenta, marcada por el auge de la generación Woodstock en los Estados Unidos (psicodelia y folk-rock) mientras que, en Inglaterra, tras la tormenta de la Beatlemanía y la primera Invasión Británica, comenzaron a aparecer bandas que expresaban sus inquietudes artísticas a través de relecturas del blues y el R&B norteamericanos. En esa escena, altamente creativa y de efervescente competencia, iban surgiendo músicos por todas partes tratando de incorporar elementos innovadores a sus composiciones.

En Birmingham, un cuarteto de veinteañeros desadaptados comenzó a tocar blues en los tugurios de la zona industrial de esta ciudad meridional, futura cuna de otros astros de la música popular contemporánea como Steve Winwood, Electric Light Orchestra o Duran Duran. Antes de llamarse Black Sabbath, se presentaron como The Polka Tulk Blues Band (1967) y Earth (1968). Sin embargo, la adopción del nuevo nombre vino acompañada por un giro absoluto en la música que hacían, que sería a la vez novedoso y supuestamente anticomercial.

En sus comienzos, todos compartían un genuino interés por dos cosas: el blues y las películas de terror. Y les llamaba la atención -en especial a Geezer Butler– ver las tremendas colas de personas que esperaban para ingresar a cada estreno de largometrajes sobre monstruos y hechos paranormales. Entonces, un día Butler les comentó a sus compañeros: “Si la gente paga para asustarse en el cine, seguro también pagará para escuchar canciones terroríficas”. Con esta frase se cerró uno de los mejores estudios de mercado de la historia del rock.

De carátula oscura y canciones sobre posesión diabólica, aparicionesfantasmales y demonios enamorados, el epónimo disco debut de Black Sabbath fue un sorpresivo éxito de ventas. Sobre el nombre del grupo, la historia más conocida es que salió de una película de terror italianode 1963, protagonizada por el legendario actor británico Boris Karloff (1887-1969). Sin embargo, la banda norteamericana de rock psicodélico Coven había lanzado, medio año antes, un álbum titulado Witchcraft destroys minds & reaps souls, cuya primera canción se llamaba… Black Sabbath. Y, para colmo, el bajista de aquel olvidado grupo era Oz Osbourne, lo que habría inspirado el mote Ozzy del excéntrico vocalista británico (su nombre real es John Michael). De hecho, en una crónica para la revista Rolling Stone, el crítico Lester Bangs describió a Black Sabbath como “un cruce entre Cream y Coven”.

Las letras las escribieron a cuatro manos Geezer Butler y Ozzy Osbourne y, para la música, apareció el genio creativo del guitarrista Tony Iommi, quien basó sus composiciones en el uso de tritonos. En teoría musical, un “tritono” es un intervalo que abarca tres tonos completos adyacentes o seis semitonos, “que no es lo mismo, pero es igual”, parafraseando a Silvio Rodríguez. A esta combinación de notas se le conoce desde el siglo XVIII como “diabolus in musica” o “el diablo en la música” por sus disonancias siniestras y sobrecogedoras.Si a eso le agregamos la imaginería ocultista -cruces invertidas, textos que recrean historias terroríficas sacadas de cuentos de Dennis Wheatley (1897-1977), H. P. Lovecraft (1890-1937) y hasta la presencia del mismísimo creador de la “Iglesia de Satán”, el norteamericano Anton LaVey (1930-1997), en la fiesta de presentación de su álbum debut -algo que fue planificado por los productores sin avisarles- el mensaje estaba claro: Black Sabbath era una banda de temer.

Ozzy Osbourne fue despedido de mala manera por sus compañeros en 1978, poco después de la gira promocional del octavo álbum Never say die! (1978) –aquí podemos ver un concierto de esa época- y, posterior a ello, desarrolló una exitosísima carrera como solista, armando bandas en las que han tocado verdaderos genios del heavy metal como los guitarristas Randy Rhoads (1956-1982), Zakk Wylde, Jake E. Lee; los bajistas Robert Trujillo, Rudy Sarzo (Quiet Riot, Whitesnake); o los bateristas Tommy Aldridge (Whitesnake, Ted Nugent), Lee Kerslake (Uriah Heep, 1947-2020) o Mike Bordin (Faith No More). Muchos de ellos también estarán presentes en Back to the beginning. En el 2024, el cantante y estrella de realities fue inducido al Salón de la Fama del Rock and Roll, por su trabajo en solitario.

Pero Tony Iommi es el alma y sonido de Black Sabbath. Aun cuando se trató siempre de una banda de creación colectiva, su oscura guitarraconforma el 80% del impacto que tiene la música de Black Sabbath en el oyente común y corriente. Después vienen las atronadoras líneas del bajo de Geezer, los frenéticos bombazos de Ward, la voz de ultratumba de Ozzy y los sonidos extraños que contribuyen al resultado final de manera contundente y ominosa. Pero esa poderosa guitarra orgánica, sin recarga de efectos ni whammy bars, es la que queda grabada en la mente para siempre, después de oírla por primera vez. Un sonido con historia propia, además.

Los padres de Anthony Iommi Valenti llegaron a Birmingham desde la encantadora ciudad de Palermo, capital de Sicilia, al sur de Italia. Comenzó a tocar guitarra desde muy pequeño, haciéndose notar por ser zurdo, como Paul McCartney. A los 17 años sufrió un accidente terrible que estuvo a punto de terminar con sus sueños de convertirse en músico de rock. Mientras trabajaba en una fábrica de acero, una máquina cortadora industrial le cercenó las puntas de los dedos anular y medio de la mano derecha, la que usaba para digitar notas en el diapasón. Desconsolado, escuchó a los doctores decirle que no podría volver a tocar. Mientras se recuperaba, un amigo le hizo escuchar al belga Django Reinhardt (1910-1953), famoso por tocar la guitarra eléctrica con solo dos dedos tras unas graves quemaduras sufridas en un tren, casi a la misma edad que él tenía.

Esto lo motivó tanto que decidió solucionar su problema, fabricando sus propias prótesis a manera de dedales, con pedazos de botellas de detergente que derritió para darles forma y adaptarlos a sus dedos mutilados. Las extensiones funcionaron desde el principio, permitiéndole retomar la guitarra. Para compensar el hecho de no tener sensibilidad en las puntas de los dedos dañados, Tony aprendió a dominar la armadura de acordes desde las zonas más bajas del diapasón y comenzó a afinar su instrumento uno o dos tonos por debajo de lo normal, para reducir la tensión de las cuerdas.

Todo eso le permitió alcanzar tonalidades más cavernosas y sombrías. En medio de los años formativos de Black Sabbath (1967-1968), Tony Iommi pasó brevemente por la banda de blues y prog-rock Jethro Tull. Un registro de ello puede verse en el especial para televisión de The Rolling Stones Rock and Roll Circus, en el que los dirigidos por el flautista Ian Anderson tocan Song for Jeffrey, uno de los temas de su álbum debut, This was (1968). Luego de eso, el guitarrista volvió a su grupo y nunca más se fue. En los sesenta años de trayectoria de Black Sabbath, Iommi ha sido el único miembro estable y presente en todos y cada uno de los lanzamientos discográficos del grupo, tanto en estudio como en vivo.

Geezer Butler y Bill Ward conforman la base rítmica, encargada de dar fondo a las tormentas eléctricas que suele desatar Mr. Iommi en cada tema. Geezer -un término coloquial del inglés británico que podemos traducir como “compadre”, “causa”- es uno de los bajistas más carismáticos y representativos del rock clásico en general y del heavy metal en particular. Sus movimientos sobre el escenario eran enérgicos y agresivos, sacudiéndose y levantando su pesado instrumento mientras tocaba, con digitación natural o púa plástica, líneas melódicas contundentes, veloces y de permanentes cambios.

Bajistas como Jason Newsted (Metallica), Steve Harris (Iron Maiden), Billy Sheehan (Mr. Big) o Justin Chancellor (Tool) lo mencionan siempre como una de sus principales influencias. Como letrista principal de Black Sabbath, Butler usó sus estudios en literatura británica antigua y su afición por los escritos de Aleister Crowley(1875-1947), introduciendo temas de magia negra y ocultismo. A diferencia de sus compañeros, Geezer Butler -cuyo primer instrumento fue la guitarra- no ha grabado discos en solitario. Estuvo en Black Sabbath desde su fundación hasta 1983 y, posteriormente, alternó sus entradas y salidas del grupo colaborando en ciertos tramos de la carrera solista de Ozzy Osbourne y, después de 1998, ha participado en todas las reuniones de Black Sabbath hasta ahora, incluyendo la del año 2006 que juntó a la formación de 1980-1982- con Dio y el baterista Vinny Appice-, Heaven & Hell.

Con respecto a Bill Ward, es difícil imaginarlo como un amante del jazz, aunque sus principales influencias fueron Gene Krupa (1909-1973), Buddy Rich (1917-1987) o el rey del shuffle, Bernard Purdie (Steely Dan, Stevie Wonder). En los años más salvajes de Black Sabbath, Ward era blanco de distintas bromas, algunas de ellas muy pesadas y peligrosas. Por ejemplo, durante una gira en 1973, Iommi prendió en fuego la frondosa barba del baterista, ¡con su permiso! El músico acabó con serias quemaduras en la barbilla tras aquella trastada, en medio de literales montañas de cocaína y otros postres. Sus excesos con el alcohol lo pusieron al borde del colapso en más de una oportunidad, una adicción que también afectó su vida personal y su continuidad en la banda.

El título del concierto que se viene, Back to the beginning, juega con el concepto obvio del “regreso a los inicios” -los integrantes del grupo vivieron desde niños, con sus padres, a pocas cuadras del estadio donde se realizará, el Villa Park- y con el título de una de sus últimas canciones, End of the beginning, que abre el álbum 13, lanzado hace ya una docena de años. Si a eso le añadimos que, durante sus tiempos de gloria, la banda nunca tocó en este escenario, la idea de decir adiós en su barrio adquiere mucha mayor relevancia y emotividad, tanto para los músicos como para los habitantes de Birmingham, ciudad que se disputa con Manchester el título de la segunda más grande del Reino Unido.

Pero esto es mucho más que el concierto de reunión de un grupo retirado, en búsqueda de capitalizar económicamente su brillante pasado. Back to the beginning será una verdadera celebración y homenaje, en la que célebres aprendices se acercarán a mostrar respeto y agradecimiento a sus maestros, los padres fundadores de un género que, a pesar de los cambios, degradaciones y retrocesos que han sufrido los públicos consumidores de música popular y asistentes a conciertos, se mantiene vigente a nivel mundial en festivales multitudinarios como Wacken (Alemania), Hellfest (Francia) o Download (Inglaterra).

El cartel incluirá a pesos pesados surgidos en la década de los ochenta como Metallica, Anthrax, Slayer y Guns N’ Roses, de los noventa como Alice in Chains, Lamb of God, Pantera o Tool y una constelación de personalidades del rock duro de distintas épocas y estilos, desde el compositor, cantante y guitarrista Sammy Hagar (Montrose, Van Halen, exitoso solista) hasta Wolfgang Van Halen, hijo del desaparecido guitarrista Eddie Van Halen y líder de Mammoth;desde Johnatan Davis, vocalista de Korn, hasta Papa V Perpetua (líder de Ghost); desde Chad Smith, baterista de Red Hot Chili Peppers,hasta Billy Corgan, guitarra/voz de los Smashing Pumpkins; todos bajo la dirección de Tom Morello, guitarrista de los también noventeros Rage Against The Machine. Será, sin duda alguna, el evento musical del año.

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Black Sabbath, Hard-rock, heavy metal, metal., Ozzy Osbourne, rock clásico

[Música Maestro] Cuando se le sugiere, en un comentario o pregunta, que las letras de sus canciones son irónicas, la respuesta de Leo Maslíah es cortante: “no ironizo con nada”. Un poco antes, durante el mismo intercambio de correos, Leo Maslíah se dedicó más tiempo a puntualizar, desde inconsistencias o imprecisiones de mis preguntas hasta errores involuntarios de tipeo que a ofrecer una respuesta concreta, casi como para desanimarme a seguir, como en aquella entrevista publicada en la revista argentina de literatura Cuadernos del Tábano, del 2008 (pp. 33-37). Busqué la entrevista voluntariamente, escribiéndole a la direcciónconsignada en su página web www.leomasliah.com con entusiasmo e interés genuinos, pues se trata de uno de los artistas que más me impactaron en mi etapa adulta.

Lamentablemente, fui aplazando la nota sobre él y, en ese camino, pasó casi un año. Cuando tomé contacto de nuevo a través de un mensaje, la explosión de incomodidad de sus palabras fue, por decir lo menos, desmesurada. En apariencia, Leo Maslíah es un artista intolerante a las entrevistas de quienes queremos saber más de él, conocerlo -ya me lo imagino respondiendo, por escrito, algo así como que no es “en apariencia” sino que “es” o que yo debería decir “me parece a mí que…” O que no es un “artista intolerante” sino una “persona intolerante”… O repreguntar, impaciente: “¿intolerante? Eso depende de cuál sea tu definición de intolerante…” A estas alturas, varios de ustedes deben estarse preguntando ¿y quién es Leo Maslíah?”

Leo Maslíah es un músico. Pero es también un escritor. Es un pianista fuera de serie, un virtuoso guitarrista y compositor de piezas sinfónicas e instrumentales en diversos estilos y registros. Pero también es, aunque él lo niegue, un afilado e inteligente humorista, capaz de ridiculizar con sus (no intencionales) ironías, asuntos tan de moda como el reggaetóncriticándolo mientras toca Eco, el octavo movimiento de la Obertura francesa (1735) de Johann Sebastian Bach– o la autoayuda –“los libros de autoayuda son de autoayuda pero solo para el autor, para que él gane guita– así como tópicos más, digamos, tradicionales, como el esnobismo de la alta sociedad, representado en la historia ficticia de Álex Estragón, un pianista mundialmente famosoa quien le piden con insistencia, en reunión casera, que “toque algo”para así tener oportunidad única de escucharlo gratis pero, al cabo de varias horas de interminables melodías clásicas y ejercicios, los asistentes a la reunión lo sacan a empujones de la casa y hasta acusándolo de egoísta, narcisista e irrespetuoso (El precio de la fama, Textualmente 2, 2002).

Obsesionado con los juegos de palabras y con encontrar múltiples maneras de ordenarlas para redondear una idea, Leo Maslíah tiene un particular talento, podríamos decir que único, para dar vuelta lingüísticamente a las situaciones más comunes y cotidianas -botar la basura, salir de viaje, asistir a un concierto-, con un sorprendente dominio del razonamiento (i)lógico, la argumentación que busca exacerbar las contradicciones -casi un marxista, me atrevo a pensar, aunque no me atrevería a decírselo personalmente- de un tema, una emoción, un hecho histórico o noticioso, real o (re)creado por él.

Los pleonasmos, la asociación/oposición de ideas, cruces de estilos y referencias culturales -algunas de ellas imposibles de imaginar- todo forma parte de un continuum narrativo y musical que hacen de su obra un hecho sin precedentes en la música popular contemporánea de Latinoamérica, junto al conjunto argentino de instrumentos informales Les Luthiers, con quienes se le ha comparado en más de una ocasión, solo para motivarle profundas respuestas en las que establece las diferencias entre lo suyo y lo de los geniales creadores del universo ficticio de Johan Sebastian Mastropiero, aunque sí reconoce que escucharlos fue crucial en su desarrollo musical.

Sus generales de ley están más o menos disponibles, como casi todo, en internet. Leo Maslíah nació en Montevideo, Uruguay, en 1954.Tiene más de sesenta álbumes grabados y más de cuarenta libros escritos, aunque no todos publicados. Hace recitales a casa llena en centros culturales, universidades y festivales literarios. Toca solo o acompañado, a veces de un solo músico, a veces de un conjunto u orquesta. Entre sus canciones hay pop, jazz, folklore, distintos estilos de música clásica o académica, instrumentos acústicos, orquestas y/o bases electrónicas.

Leo Maslíah es de ascendencia turca -sus padres nacieron en Esmirna, la ciudad que alberga al segundo puerto más importante de Turquía después de Estambul- pero esto solo se refleja en su apellido. En sus canciones, por lo menos en las que he tenido la suerte de apreciar, no hay un solo atisbo de sus genes sefardíes. Lo que hay es una irrestricta vocación por la disonancia, la combinación de géneros e intenciones y una manía por repetir sus propias fórmulas que, al ser buenas, nunca llegan a cansar a quien logre superar el primer impacto que suele ser, por decir lo menos, algo confuso. “Su capacidad de producción -parafraseando a Les Luthiers- es asombrosa, trabaja constantemente como si no pudiera dejar de componer. Y uno se pregunta ¿no podría dejar de componer?»

El prestigioso Auditorio Nacional Adela Reta, administrado por el Servicio Oficial de Difusión, Representaciones y Espectáculos, el Sodre, institución estatal de gestión de artes y cultura, bautizado en homenaje a una de las gestoras culturales y maestras más importantes de la historia reciente de Uruguay, Adela Reta (1921-2001) -quien fuera ministra de Educación durante el primer periodo de uno de loslíderes históricos del Partido Colorado, Julio María Sanguinetti- ha sido escenario de muchos recitales de este artista. Una de sus últimas apariciones en el Sodre fue en diciembre pasado, para ofrecer un concierto pianístico que incluyó obras propias y de otros importantes compositores, pianistas y educadores uruguayos de música instrumental contemporánea como Carmen Barradas (1888-1963), Felisberto Hernández (1902-1964) y Héctor Tosar (1923-2002).

Barradas, Tosar, Hernández, Maslíah. Apellidos desconocidos, por supuesto, para el oyente convencional. Incluso para quienes son medianamente expertos en la historia contemporánea de la música latinoamericana, popular y/o académica. Si pensamos en música pop, esa de la que escuchamos siempre en las radios, los únicos uruguayos notables son Los Iracundos y, en un segundo nivel -ya casi de experto- podemos pensar en los beatlescos Los Shakers de los hermanos Osvaldo y Hugo Fattoruso, con quienes Leo Maslíah ha tocado en más de una ocasión, sobre todo con Hugo, pianista como él.

Si miramos la escena trovadoresca, allí están Daniel Viglietti (1939-2017), el recordado cantautor y musicalizador de poetas como Mario Benedetti, Nicolás Guillén y nuestro César Vallejo, uno de sus referentes, el gran Alfredo Zitarrosa (1936-1989) y, para los más jóvenes, a mitad de camino entre Pedro Guerra (España) y Fito Páez (Argentina), se cuela el multipremiado cantautor Jorge Drexler. Y en cuanto a los seguidores del pop-rock (no tan) comercial en español, hablarles de Uruguay es hablarles de El Cuarteto de Nos -banda guitarrera existente desde 1978- o los noventeros La Vela Puerca y No Te Va Gustar. Para los oyentes más eclécticos, las figuras de loslegendarios Eduardo Mateo y Rubén “El Negro” Rada sonindispensables para entender la música popular uruguaya de origen africano, el candombe, y su evolución hacia ritmos más globales.

Pero el polifacético Leo Maslíah no aparece en esos radares, ni por asomo. Ni siquiera cuando uno escribe en la barra de búsqueda de Google algo tan genérico como “músicos conocidos uruguayos”. El amplio repertorio de Leo Maslíah permanece como un asunto de culto, oculto para el mainstream pero conocido y admirado por una enorme minoría de seguidores en varios países de América Latina. En lo que a mí respecta, conocí la música de Leo Maslíah por una absoluta casualidad.

Hace varios años, a inicios de los dos miles, mientras hacía despreocupado zapping, me crucé en un canal de cable con fragmentos de uno de sus recitales. En un teatro grande repleto de gente, vi a un señor de mediana edad, parado delante de lo que parecía ser un sencillo piano eléctrico, de esos que utilizan los conjuntos que uno contrata para interpretar canciones de misa.

Vestido de forma muy sencilla, con gruesos anteojos para miopes, una calvicie incipiente y denso mostacho entrecano que me hizo recordar al actor y humorista Groucho Marx –una asociación que también le irrita mucho, por cierto- y a esos lentes de utilería que vienen connariz y bigote incorporados, el artista aun desconocido para mí, con los labios muy pegados al micrófono, cantaba en voz baja una serie de frases obsesivas mientras tocaba arpegios complicados que iban aumentando gradualmente de velocidad y que me sonaron, en ese momento, a una balada de música clásica en tiempo de vals. Se tratabade Corriente alterna, uno de los temas más apreciados entre quienes conocen su vasta producción. Luego siguieron una o dos canciones más y varios monólogos, hilarantes, envolventes e impredecibles, como sus alucinados Horóscopos.

Para ese tiempo yo era bastante fanático de artistas contraculturales y emparentados con el humor negro e intelectual como Les Luthiers, The Residents o Frank Zappa (1940-1993). También había escuchado a íconos del stand-up de comedia y/o denuncia como George Carlin (1937-2008) o Enrique Pinti (1939-2022). Pero jamás a Leo Maslíah. Y me pareció genial. Años después, con toda la facilidad que ofrece internet, logré conocer otras canciones y espectáculos suyos, cada unomás desafiante que el anterior. Por ahí hay un video en el que Leo Maslíah se auto entrevista, como hiciera aquí también un impresentable congresista cusqueño se llama Autorreportaje (2016)-que es, a la vez, divertidamente absurdo y psiquiátricamente revelador.

Sus composiciones no son fáciles de escuchar y, por momentos, pueden llegar a ser extremadamente tensas y hasta exasperantes, pero siempre terminan generando sanas y sonoras carcajadas en su público y la satisfacción de estar frente a un artista que no huye de la confrontación -consigo mismo, con los demás, con las convenciones sociales, con la ligereza en todas sus formassino que más bien la promueve, en un constante uso del pensamiento crítico y de loslenguajes -musical, hablado, audiovisual, gráfico, escrito– como armasy vehículos de expresión libre y furiosamente independiente.

Para escuchar a Leo Maslíah uno requiere de mucho silencio -para no perderse cada giro estrambótico, cada frase/fraseo genial- y tiempo, dos cosas que hoy escasean. Y da gusto que, al margen de las tendencias populares o masivas, se haya mantenido vivo, prolífico y vigente, y no solo con sus publicaciones musicales y literarias, sino que utiliza profusamente medios interactivos (redes, internet), para regalarle al universo su inagotable creatividad. De hecho, en su perfil de Instagram cuenta con más de 60 mil seguidores que, casi a diario, se enteran de sus actividades, a través de reels, fotografías y anuncios de todo tipo, además de compartir inteligentes bromas en formato de cómic, fotos/videos generados con IA e ilustraciones en las que se ocupa de diversos temas.

Por ejemplo, el pasado 14 de febrero, Día del Amor y de la Amistad, publicó una canción llamada Samba lentín -que, como aclara el mismo autor, es del año pasado, en ritmo de bossa nova. Para quienes “amamos a Mastropiero” -Marcos Mundstock (1942-2020) dixít-, quedan clarísimos los diversos niveles de humor de la pieza. Contrapone, por un lado, la rapidez asociada a la samba versus el neologismo “lentín” que alude al ritmo pausado, lento, del género brasileño internacionalizado por João Gilberto (1931-2019) y Antonio Carlos Jobim (1927-1994); por otro lado, transforma “San Valentín” en otra cosa, “Samba lentín”, de grafías y significados diferentes. Y la cereza del pastel, la letra: “Hoy tengo que cantar un samba lentín (sic), así lo pide el calendario como un tonto pasquín, porque las cosas ya nunca más valen por lo que son sino por la fecha que las trae a colación”.

En esta pequeña viñeta, Maslíah realiza al piano un círculo armónico complejo, disonante, opuesto a la placidez natural de los acordes de la romántica bossa nova, que comienza en Mi mayor con sexta añadida(E6) y termina en Mi dominante con trecena (E13) pasando por una combinación de variaciones de notas mayores sostenidas –Fa mayor con novena añadida (F9), Do sostenido mayor aumentado (C#+), Fa sostenido mayor con séptima disminuida (F#-7), Sol sostenido con séptima de dominante y novena menor (G#7b9), son solo algunas-; mientras canta, con su voz apagada, aburrida, siguiendo una melodía más convencional. Y lo hace “mirando” directamente a la cámara, con los ojos cubiertos por dos gráficos, como GIF, de corazoncitos rojos latiendo. Todo en menos de dos minutos.

Así es todo en la discografía de Leo Maslíah. Desde su primer álbum oficial, Cansiones barias (1980, nótese la ortografía deliberadamente errónea), en que se le escucha más tocando la guitarra acústica -como en este video de 1984 de otro de sus ¿éxitos?, Agua podrida (LP Falta un vidrio, 1981)-, la transgresión musical y lírica del uruguayo se muestra en plenitud y madurez absoluta. Su debut, según él mismo cuenta, había sido seis años atrás, en 1974, interpretando un concierto del germano-británico G. F. Haendel en un festival organizado por elya mencionado Sodre.

Posteriormente, comenzó a publicar discos, hacer apariciones en televisión, principalmente en Uruguay y Argentina, y dar conciertos en varios países de la región, entre ellos el nuestro. Leo Maslíah pisó por primera vez tierras peruanas para una de las ediciones de larecordada Semana de Integración Cultural LatinoamericanaSICLA, festival organizado entre 1986 y 1989 por el primer gobierno aprista. En el 2007 fue su última presentación en Lima. Entre los discos de su primera década, entre 1980 y 1989, destacan además del mencionado Cansiones barias, Desconfíe del prójimo (1985), el LP Leo Maslíah y Jorge Cumbo en dúplex (1987), Punc (1985) y el disco de temas infantiles El tortelín y el canelón ¿Canciones para chicos? (1989), a dúo con el músico argentino Héctor Pichi de Benedictis.

En este último aparece una obra suya que llegó a otros públicos, en la versión que le hiciera Attaque 77 para su séptimo disco, Otras canciones (1998). La conocida banda argentina de punk incluyó en este disco de covers Cinco estrellas. Maslíah, sin embargo, me aclaró que el título correcto es simplemente Estrellas. El astro de la MPB y el jazz brasileño Milton Nascimento grabó, por su parte, Biromes y servilletas, otra de las composiciones ochenteras de Maslíah, en su trigésimo álbum Nascimento (1997), ganador del Premio Grammy a Mejor Álbum de World Music. Por si acaso, “birome” es un vocablo de amplio uso en Argentina, Paraguay y Uruguay, sinónimo de “lapicero”. La canción, considerada un clásico moderno de la música uruguaya, es un homenaje a los poetas anónimos de su país. Andrés Calamaro, icono del rock gaucho, también ha versionado este tema en su disco Romaphonic sessions con Germán Wiedemer-Grabaciones encontradas, Vol. 3 (2016).

Leo Maslíah ha lanzado tantos discos que es imposible conocerlos todos, a menos que se trate de sus seguidores más obsesivos y completistas. Pero si quieren tener un resumen de su voluminosa obra y de su personaje, recomiendo con mucho entusiasmo -el mismo que me llevó a contactarme con el autor- los discos Textualmente, lanzados en 2001, 2002 y 2004, con varias de sus canciones y sus desopilantes monólogos. Por supuesto que hay mucha más música de Leo Maslíah antes y después de este tríptico. De las producciones musicales que ha lanzado en lo que va del siglo XXI disfruté muchísimo Jazz (2020), Árboles (2005), Música no alineada (2013) y el concierto 40 años (2018), en el Teatro Solís de Montevideo, Uruguay, con un grupo en el que participa su única hija, Paula, en los coros. La música (o)culta de Leo Maslíah está disponible para quien desee adentrarse en su profundo y controlado caos.

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[Música Maestro] “… y que conozca las palabras que jamás le voy a decir… y que no le importe mi ropa si total me voy a desvestir… para amarla, para amarla” es una de las líneas de ese ejercicio al piano clásico convertido en balada pop que escribiera Carlos Alberto García, el gran Charly, durante su época más pueril e inocente. Necesito se llama esta canción del álbum debut de Sui Generis, Vida (1972) y ofrece un brochazo de la primigenia genialidad del argentino, aquella libre del cinismo y los vicios de su posterior adultez. En esa viñeta que apenas supera los dos minutos de duración, el compositor se muestra vulnerable y anhelante de cariño, un joven rebelde, idealista, esmirriado y pelilargo capaz de abandonar todo por alguien “que cocine guisos de madre, postres de abuela y torres de caramelo”.

Esa clase de sensibilidad era moneda corriente en los artistas de antaño. En plena era del rock más efervescente, combativo y contracultural, había también jóvenes músicos capaces de escribir cosas como estas: “… todo el día lo paso usando una máscara de falsa valentía… tratando de que una sonrisa oculte mis lágrimas… pero cuando cae el sol tengo ese vacío de nuevo… cómo ruego a Dios que estés aquí…” Esos versos doloridos pertenecen a un exitazo radial de 1977. Es parte de una de las estrofas de Baby come back, primer y único single de otro álbum debut, el del cuarteto angloamericano Player. La canción, que hasta ahora forma parte de las programaciones de radios dedicadas al pop-rock en inglés, fue escrita a cuatro manos por los guitarristas y vocalistas Peter Beckett y J. C. Crowley, ambos de 30 años en ese momento.

Estos dos ejemplos de baladas llegaron a mi mente cuando pensaba en qué canciones deben haberse compartido o regalado entre muchachos y muchachas ayer, 14 de febrero, en el manoseado e hipersexualizado “Día del Amor y la Amistad”. Por supuesto, si no fueron las majaderías de algún reggaetonero o reggaetonera, probablemente hayan sido entonces las banales confesiones de Taylor Swift o afines, acerca de relaciones pasajeras y/o tóxicas. La crisis de la música popular contemporánea -que revisamos a detalle la semana pasada con relación a la fallida edición 67 de los Premios Grammy– también se expresa y de maneras extremadamente groseras, por cierto, en los géneros y subgéneros que usan el amor como insumo principal para sus letras.

Los Beatles -y, en especial, Paul McCartney- fueron excepcionales creadores de canciones de amor. Michelle (Rubber soul, 1965), Two of us (Let it be, 1970), All my loving (With The Beatles, 1963) o Here, there and everywhere (Revolver, 1966) son solo algunos ejemplos -aunque John Lennon y George Harrison también tienen las suyas, como I’ll be back (A hard day’s night, 1964) y Don’t let me down(single de 1969) en el primer caso, o Something (Abbey road, 1969) yI need you (Help!, 1965), en el segundo.

Mientras tanto sus eternos rivales, los Rolling Stones, tuvieron siempre un acercamiento oblicuo al tema del amor, para no perder su fama de “chicos malos”, aun cuando el dúo de Mick Jagger y Keith Richards sí mostró de vez en cuando su vocación sentimental, sin perder el filo, en temas como Memory motel (Black and blue, 1976), She’s a rainbow (Their satanic majesties request, 1967) o la ultra conocida Angie (Goat head soup, 1973).

En cuanto a las baladas en español, cuyo máximo florecimiento se produjo en un periodo de tiempo de casi cuarenta años, desde mediados de los sesenta hasta la primera década del siglo XXI, tuvieron como fuente inmediata de información a los grandes letristas del bolero -César Portillo de la Luz, Agustín Lara, Armando Manzanero y tantos otros- quienes, a su vez, se nutrieron de la poesía del Siglo de Oro español y terminaron extendiendo sus odas al lirismo y el melodrama con versos que hablaban de todas las situaciones románticas posibles.

Así, plumas como las de los españoles Juan Carlos Calderón, Manuel Alejandro o Rafael Pérez Botija impusieron ese estilo que combinaba frases profundas y emotivas con instrumentaciones grandiosas, capaces de conmover hasta al alma más fría e insensible.

El universo de baladistas que se formó en Hispanoamérica es extremadamente amplio, un conglomerado de hombres y mujeres de todas las nacionalidades de la región, quienes dejaron una huella imborrable en el imaginario colectivo de varias generaciones. Desde cantautores como José Luis Perales, Leo Dan, Julio Iglesias o Camilo Sesto hasta intérpretes como José José, Dyango, Nino Bravo, Emmanuel, José Luis Rodríguez “El Puma” o Raphael.

Entre las intérpretes más famosas podemos mencionar, por ejemplo, a las españolas Paloma San Basilio, Rocío Dúrcal, Rocío Jurado e Isabel Pantoja, el trío mexicano Pandora -canciones como Solo él y yo (LP Otra vez, 1986) y Cómo te va mi amor (LP Pandora, 1985) son verdaderos clásicos de los ochenta- o la chilena Myriam Hernández, una de las últimas cultoras serias de la canción romántica.

Pero hay toda una segunda y tercera línea de nombres que, a pesar de ser también muy famosos y haber grabado canciones que ninguna persona que haya crecido en esos años podría no reconocer, solo tienen presente los fieles radioescuchas de programas locales como La Hora del Lonchecito (La Inolvidable) o La música de tu vida (Felicidad): Mari Trini, Yuri, Lorenzo Santamaría, Sergio Faccheli, Lupita D’Alessio, Mirla Castellanos, Jorge Rigó, Carlos Mata, Basilio, Valeria Lynch, Amanda Miguel, Nelson Ned. Son tantos que no acabaríamos nunca.

La última gran generación de baladistas en español la podríamos trazar a partir de los años ochenta, con músicos como Franco de Vita o Ricardo Montaner que aun enarbolaban la bandera de la canción romántica. Todo eso funcionó más o menos bien hasta que la popularidad del rock en español -principalmente desde Argentina y España- y el pop adolescente desde México comenzaron a modificar los gustos de la juventud. Aun así, la aparición de discos de intérpretes nuevos como por ejemplo Luis Miguel, Cristian Castro, Alejandro Sanz, etc., se convirtieron en un vaso comunicante con aquel pasado dorado de la balada romántica en español, aunque ya con una vocación más abierta al cruce de estilos e intenciones para no aburrir ni alejarse de sus públicos objetivos.

Ejemplos típicos de ello son los CD de Ricky Martin A medio vivir(1995) y Vuelve (1998) que presentaban una combinación de composiciones sentimentales con esos temas fiesteros y super rentables, una tónica que siguieron otros astros del naciente latin-pop como Chayanne o Shakira. En cuanto a la mezcla de baladas con un sonido ligeramente más afilado o experimental podemos considerar las producciones noventeras del español Miguel Bosé -cuya carrera se había iniciado a mediados de los setenta, cuando la figura del “baladista” ya estaba plenamente consolidada- en las que intercalaba melodías suaves con influencias del pop-rock y la música electrónica.

En paralelo, tres géneros aportaron nuevas ideas de romanticismo, alternativas al bolero y la balada. Por un lado, la trova principalmente de Cuba, Argentina y España -y, en menor medida, en Chile y México, que comenzó a desarrollarse, en algunos casos, en circuitos subterráneos como universidades, clubes de lectura, movimientos políticos y sociales; ajenos a los estilos más difundidos en radio y televisión, se diferenció con versos extremadamente inspirados y poéticos, entrelazando la intensidad apasionada del enamoramiento con la reflexión filosófica y la identificación con luchas reivindicativas. Silvio Rodríguez, Joan Manuel Serrat, Fernando Ubiergo, son los nombres que representan mejor esta arista del romanticismo musical en español.

Por su parte, el rock en español y la salsa también tuvieron una serie de logros artísticos en el terreno amoroso. En el primer caso, los vínculos se daban con la trova –el influjo de rockeros poetas anglosajones como Bob Dylan, Tom Waits o Leonard Cohen tuvo mucho que ver en eso. Por otro lado, canciones como Cada vez que digo adiós (Enanitos Verdes, ídem, 1986), Temblando (Hombres G, Estamos locos… ¿o qué?, 1987), Me cuesta tanto olvidarte (Mecano, Entre el cielo y el suelo, 1986) o Trátame suavemente (Soda Stereo, ídem, 1984) son claras muestras de baladas firmadas por conjuntos pop-rock.

Santa Lucía (Miguel Ríos, Rocanrol bumerang, 1980) es el símbolo máximo de la balada rock en nuestro idioma. “Dame una cita, vamos al parque, entra en mi vida sin anunciarte” debe ser una de las líneas más repetidas por los adolescentes ochenteros.

En nuestro país, aunque los fenómenos de la nueva ola y el bolero cantinero produjeron infinidad de temas románticos, de amor y despecho, de ilusión y venganzas, en comparación hubo un limitado desarrollo de baladistas con cierto alcance nacional y regional, pero en general sin mayores posibilidades de proyectarse internacionalmente. Lo mismo ocurrió con el boom del pop-rock comercial, con canciones como Te necesito (Beto Danelli, LP De lado a lado, 1987), Todo estaba bien (Río, Dónde vamos a parar, 1988) o No sé nada de ti(Dudó, ídem, 1988) que sonaron ampliamente en radios nativas y que, a la distancia, ya no suenan tan mal.

En el caso de la escena afrolatina-caribeña-americana (Luis Delgado Aparicio, “Saravá”, dixít), si bien a mediados de los ochenta se produjo el auge de la “salsa sensual” -Eddie Santiago, Lalo Rodríguez, Hildemaro, Willie González, etc.- que solo volteaba baladas antiguas, ya en los años gloriosos de la salsa dura hubo canciones que lidiaban con la decepción amorosa, la melancolía o el desengaño, con conexiones directas al bolero y, en general, a la música cubana clásica.

Para nuestra generación -me refiero a todas aquellas personas que fuimos niños y adolescentes durante las décadas de los ochenta y noventa-, la conexión entre rock y romance fue una de las principales vías de identificación con este maravilloso y siempre cambiante estilo musical, hoy en crisis. ¿Quién no ha incluido en algún cassette, con intenciones de regalárselo a alguien especial, canciones como Hopelessly devoted to you (Olivia Newton John, banda sonora de Grease, 1978), Hard habit to break (Chicago, Chicago 17, 1984), She’s always a woman (Billy Joel, The stranger, 1977)?

¿Quién no ha escuchado Amanda, baladón del tercer LP de Boston, Third stage (1986) o Love hurts, un cover que los duros escoceses Nazareth incluyeron en su sexto álbum Hair of the dog (1975) -la versión original fue grabada en los sesenta por The Everly Brothers y Roy Orbison- o las baladas guitarreras como I’ll be there for you (Bon Jovi, New Jersey, 1988), I won’t forget you (Poison, Look what the cat dragged In, 1987) o Without you (Mötley Crüe, Dr. Feelgood, 1989), solo tres botones de muestra de ese subgénero denominado “power ballads” -baladas potentes o poderosas- que comenzó, según aseguran algunos estudiosos, con Lady, del quinteto norteamericano Styx, de su segundo álbum de 1973?

Podríamos seguir, por supuesto. Desde los Carpenters y Abba hasta Celine Dion y Bryan Adams, desde Nicola di Bari y Gabriela Ferri hasta Laura Pausini y Eros Ramazzotti. Desde Demis Roussos hasta Norah Jones. Desde Air Supply hasta Phil Collins, desde las tiernas palabras de José Luis Perales en El amor (ídem, 1979) hasta las escenas íntimas de De punta a punta, del cantautor salvadoreño Álvaro Torres (LP Tres, 1985), las antiguas canciones de amor, con sus melodramas corta-venas, sus instrumentaciones preciosistas y esos niveles de musicalidad que recogen y sintetizan -aunque no siempre con buenos resultados- todo lo que el cerebro humano originó, en términos musicales, desde las épocas del barroco, la ópera y el neoclasicismo durante siglos, superan por leguas al cancionero primario, homogéneo y simiesco al que están expuestos los jóvenes de hoy.

En cualquiera de los estilos mencionados o en otros, totalmente distintos –jazz, música criolla, bossa nova, blues, folklore andino, country, más allá de preferencias específicas, modas ocasionales o gustos desarrollados en la adultez –las masas de oyentes convencionales de radio y hasta actuales fans latinoamericanos de Stereolab, Joy Division, King Crimson, Opeth o Extreme Noise Terror escucharon, siendo niños o adolescentes, canciones como Noelia(Nino Bravo, Mi tierra, 1972), Love so right (Bee Gees, Children of the world, 1976), ejemplos de esta forma de mirar el tema del amor a través de canciones populares que contribuyó a nuestra formación emocional.

¿Qué clase de formación emocional se puede esperar de las cagarrutas sexualizadas y materialistas excretadas por Ozuna, Karol G o similares? Antes teníamos compositores cursis y engolados pero, por lo menos, activaban sentimientos humanos. Hoy, son creadores de bandas sonoras para sicarios, prostitutas, extorsionadores y proxenetasque reinan tanto en las calles como en edificios públicos como el Congreso de la República.

Para nadie es un secreto que vivimos una época de despersonalización absoluta -las redes sociales y su gratificante oferta de interacción fría e inmediata, a distancia y sin incómodos involucramientos emocionales; la inteligencia artificial y sus herramientas de hiperrealidades virtuales y metaversos- por lo que el amor y amistad, en la actualidad, solo soningredientes adicionales de odiosas campañas de marketing que, durante todo febrero, vendieron desde arreglos florales y pelucheshasta paquetes de fin de semana en un hotel o saunas/spa con final feliz incluido.

En esa línea, las composiciones que nos legaron artistas del pasado que tuvieron como enfoque central las ilusiones, alegrías y sufrimientos asociados al enamoramiento y sus consecuencias son genuinas y valiosísimas piezas de museo que, a pesar de estar enterradas bajo las toneladas de bosta generadas a diario por el reggaetón, el hip-hop y el latin-pop, difícilmente sucumbirán ante el desprestigio que sobre ellas tratan de imponer los gustos de las masas, cada vez más tolerantes al encanallamiento de las relaciones interpersonales. Parafraseando a Charly García en uno de los mejorestemas de Serú Girán: mientras miran las nuevas olas, esas cancionesya son parte del mar.  

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Baladas en español, Baladas en inglés, San Valentin
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