[MÚSICA MAESTRO] Terry Kath & Eddie Hazel: Héroes olvidados

Cuando nos hablan de héroes de la guitarra («guitar hero» es un término de uso común en la prensa musical anglosajona) los primeros nombres que surgen son Jimi Hendrix, Eric Clapton, Jimmy Page, Santana, Eddie Van Halen, Slash y un larguísimo y variopinto etcétera. La lista es extensa y cada uno tiene su lugar bien ganado en esa galería en la que coexisten vivos y muertos, músicos de diversas épocas y estilos que comparten esa pasión por llevar al instrumento de seis cuerdas hasta sus máximos niveles de expresión, no importa si es a través del country ortodoxo de Bert Jansch, los experimentos sónicos de Thurston Moore, el virtuosismo sobrenatural de Steve Vai, el blues de Joe Bonamassa o el flamenco orgánico de Paco de Lucía.

Aunque casi siempre los compiladores suelen coincidir en las características principales de un guitar hero -dominio del instrumento, personalidad y actitud propias, presencia determinante en el sonido de su grupo, estilo reconocible, etc.- ha habido ocasiones en las que se ha mencionado a personajes como Kurt Cobain (Nirvana) o Noel Gallagher (Oasis) en esas listas honoríficas, sin darse cuenta de que no cumplen con el perfil. Si bien es cierto ser considerado un guitarrista heroico no es algo que persigan conscientemente estos músicos, también es verdad que no cualquiera puede ser incluido en un catálogo como este, que no baja de las cinco estrellas.

La figura de los héroes de la guitarra es tan antigua como el rock and roll mismo. Si pensamos en personajes como Scotty Moore -de la banda de Elvis Presley- o Chuck Berry, ambos pueden ser considerados pioneros de la emblemática figura del guitarrista líder como símbolo supremo del rock. Desde Pete Townshend (The Who) y Robbie Krieger (The Doors) hasta jóvenes “shredders” que comenzaron publicando videos de sí mismos en redes sociales y a raíz de ello son ahora celebridades entre los amantes de la música instrumental para guitarras, como los brasileños Lari Basilio o Mateus Asato -solo por mencionar dos casos notables-, todos forman parte de la amplia comunidad de guitar heroes que dio origen, en el 2005, a una franquicia de videojuegos del mismo nombre.

Hoy quiero referirme a dos verdaderos representantes de ese concepto, frecuentemente olvidados a pesar de las importantes páginas musicales que han dejado escritas en la historia del rock and roll: Terry Kath (1946-1978) y Eddie Hazel (1950-1992). Ambos guitarristas, nacidos en los EE.UU., definieron el sonido de bandas que encabezaron, cada una a su manera, las posteriores transformaciones y reinvenciones por las que han pasado diversos géneros y subgéneros del pop-rock mundial: Chicago y Parliament Funkadelic.

Mientras que la primera revolucionó el ambiente psicodélico y hippie de finales de los años sesenta con la decisión de introducir, en contextos rockeros, una sección completa de vientos en su configuración estable -algo que solo pasaba en el jazz o conjuntos de música latina- y no como anónimos músicos de sesión/acompañamiento; la segunda ayudó al funk a volverse más arriesgado y multiforme, distanciándose del atildamiento de Motown/Stax y generando misterio con toda una imaginería que combinaba ciencia ficción con psicodelia, extravertido erotismo y mucho ritmo.

Terry Kath aprendió a tocar de manera autodidacta y, desde su adolescencia, pulió su estilo en diversos clubes y bares de su natal Chicago. De fraseos veloces, rudos y concisos, el toque de Kath llamó la atención del saxofonista/flautista Walter Parazaider, quien lo convocó en 1967 para fundar la banda The Best Thing, junto a sus compañeros del conservatorio James Pankow (trombón) y Lee Loughnane (trompeta). Completaban la banda el baterista Danny Seraphine, el pianista Robert Lamm y el bajista Peter Cetera, todos de intensa actividad en los circuitos musicales de la capital de Illinois. Este ensamble poco habitual -a mediados de los sesenta el formato clásico de un grupo de rock era el impuesto por The Beatles y The Rolling Stones, es decir: dos guitarras-bajo-batería- cambió su nombre a Chicago Transit Authority y posteriormente, debido a las quejas de la institución dedicada al control del tránsito en esa ciudad, se redujo a Chicago, nombre con el que se hicieron famosos en el mundo entero.

La guitarra y potente voz de barítono de Terry Kath conformaron una de las varias columnas que sostenían el sonido de Chicago, que sorprendió a propios y extraños con su combinación de estilos (pop-rock, soul, rhythm & blues, jazz) y de instrumentación (el uso de metales y de tres cantantes). Entre 1969 y 1977 la banda editó 11 discos de larga duración, todos de enorme éxito comercial. Los furibundos solos de Kath recibieron elogios del mismísimo Jimi Hendrix, de quien cuentan se «enamoró» de Terry después de escuchar su composición instrumental Free form guitar, perteneciente al álbum debut, llamado simplemente Chicago Transit Authority. En este disco también destaca Liberation, obligatorio tour-de-force para cualquier fanático del rock instrumental, en el cual Kath despliega, a lo largo de sus 14 minutos, las particularidades de su estilo guitarrero: solos largos, uso de pedaleras wah-wah y un sentido muy preciso de la improvisación.

La personalidad de Terry Kath era uno de los principales motores de Chicago, por su buen humor y su abierta disposición a explorar nuevas ideas musicales, aunque detrás de ese carácter alegre se escondía un hombre depresivo que se refugiaba en el alcohol, las drogas y su afición por coleccionar armas de fuego. La tarde del 23 de enero de 1978, Kath jugueteaba con una 9mm durante una fiesta en casa de Don Johnson, un roadie del grupo, y con la pistola en la sien apretaba el gatillo una y otra vez, asegurándoles a todos que no estaba cargada y que, además, el seguro estaba puesto. Lamentablemente, ninguna de las dos cosas era cierta. Terry Kath falleció así, trágicamente, suicidándose involuntariamente a los 31 años. Aunque la banda cambió de estilo tras la pérdida de uno de sus fundadores -una movida que, lejos de afectarlos, consolidó y extendió su fama-, en el recuerdo quedan sus clásicas grabaciones como las mencionadas Free form guitar y Liberation.

Además, por supuesto, de todos los clásicos de la primera etapa de Chicago en la que destaca esa Fender Stratocaster que parecía incendiarse en cada solo. El riff de 25 or 6 to 4 -del segundo álbum, de 1969- es hasta ahora uno de sus temas más aclamados e infaltable en sus conciertos actuales, a más de cinco décadas de distancia. Su cavernosa voz, por la que incluso se ganó el alias de “Ray Charles Blanco”, brilla en los segmentos Colour my world y Make me smile de la suite Ballet for a girl in Buchannon -uno de los temas principales del tercer disco, titulado Chicago II (1970)- y muchas otras, entre las que destacan Dialogue Parts I & II (Chicago V, 1972), Wishing you were here (Chicago VII, 1974) o el cover de The Spencer Davis Group, I’m a man (Chicago Transit Authority, 1969).

Como compositor, Terry Kath contribuyó con temas poco difundidos del grupo como Once or twice (Chicago X, 1976), Mississippi Delta city blues, de estilo funky (Chicago XI, 1977), la alatinada Byblos (Chicago VII, 1974) o An hour in the shower (Chicago III, 1971), otra de esas mini suites típicas en este periodo de Chicago, en que Kath expresa mejor su estilo anclado en el soul. Tras aquella lamentable pérdida, su lugar ha sido cubierto por varios excelentes guitarristas, entre ellos Donnie Dacus (1978-1980), Chris Pinnick (1980-1985), Dawayne Bailey (1986-1994) y Keith Howland (1995-2021) pero el aura de Kath, su sonido y personalidad, nunca pudieron ser reemplazados.

Por su parte, Edward «Eddie» Hazel fue el primer lugarteniente de George Clinton, el célebre Dr. Funkenstein, amo y señor de ese combo alucinante llamado Parliament-Funkadelic que asoló las pistas de baile de los ghettos en las décadas setenta y ochenta y que posteriormente, con un Clinton ya agotado y clonando/reciclando todas sus ideas previas, se denominó The P-Funk All Stars. Hazel, nacido en Brooklyn en 1950, vio la transformación de Clinton que pasó de ser el líder de una banda vocal de doo-wop llamada The Parliaments a esta especie de gurú del ritmo y del aquelarre armado por/para las comunidades negras norteamericanas, que llegó a su máxima expresión con aquel excepcional álbum de 1976, Mothership Connection, que condensa toda la filosofía que el colectivo ya venía desplegando en sus álbumes, lanzados bajo los nombres Paliament y Funkadelic de manera simultánea, entre 1970 y 1975.

La guitarra de Hazel, que intercalaba fraseos del soul y el funk clásicos, herederos de esa tradición encabezada por James Brown, Otis Redding y Isaac Hayes, con arranques psicodélicos y eléctricos más propios de Jimi Hendrix, domina los tres primeros álbumes de la naciente mitología P-Funk – Funkadelic (1970), Free your mind… and your ass will follow (1970) y Maggot brain (1971). Bajo la dirección de George Clinton, la formación original de Parliament-Funkadelic, integrada por los cantantes Grady “Shady Grady” Thomas, Ray “Stingray” Davis, Clarence «Fuzzy» Haskins, Calvin Simon; y los músicos Eddie Hazel (guitarra), Billy “Bass” Nelson (bajo), Bernie Worrell (teclados) y Ramon “Tiki” Fulwood (batería), rompió el mito de que los músicos de color solo podían hacer música suave, romántica o rítmica.

Funkadelic fue estableciendo las bases para la evolución del funk con cada uno de sus lanzamientos, combinaba esos elementos básicos con un sonido crudo, agresivo, casi parecido al hard-rock de grupos como Led Zeppelin o Cactus, gracias a la electrizante guitarra de Hazel, con riffs y solos que, por momentos, parecían fuera de contexto, y con un look que anticipó, con sus ropajes multicolores, sombreros extravagantes, bigote y barba, al de Snoop Dogg. Esos tres discos son considerados clásicos, no solo del género funky, sino de toda la década de los setenta, caracterizada por esa creatividad despabilada y libre que buscaba poner de vuelta y media al público.

Precisamente, en el álbum Maggot brain se encuentra el tema que le dio a Hazel la categoría de guitar hero: un épico lamento de casi 10 minutos, que le da nombre al álbum -según el guitarrista, «los gusanos cerebrales» hacían referencia tanto a los efectos del consumo de drogas como a una descripción alegórica del control mental que se ejerce desde el poder- y sacó de la oscuridad a la banda, convirtiéndola desde entonces en una «de culto». El tema es una etérea manifestación de sentimentalismo y sensualidad, propulsada por las múltiples capas de guitarras ensambladas por Hazel en los estudios de grabación. Según entrevistas de la época, durante las sesiones de Maggot brain, Clinton le pidió que tocara la primera parte “como si su madre acabara de morir” y la segunda, como si le dijeran que eso era falso.

En los discos Standing on the verge of getting it on (Funkadelic) y Up for the down stroke (Parliament), ambos de 1974, la guitarra de Hazel alcanza notable prominencia, especialmente en el primero, en el cual firma como coautor de las siete canciones que contiene y lanza furibundos solos en temas como Red hot mamma y la instrumental Good thoughts, bad thoughts -una especie de segunda parte de Maggot brain. Lamentablemente, los problemas de Eddie Hazel lo alejaron de una promisoria carrera musical. Ese mismo fue apresado por posesión de drogas y agresión a dos trabajadores de una línea aérea, lo cual motivó su salida del grupo.

Desde su liberación, en 1976, las apariciones de Hazel con Parliament-Funkadelic fueron muy esporádicas y no alcanzó a formar parte de la legendaria gira que hizo el colectivo para apoyar el disco Mothership Connection, ocasión en la que fue cubierto por Garry “Diaper Man” Shider, Glenn Goins y, especialmente, Michael “Kidd Funkadelic” Hampton, su reemplazo definitivo. En los conciertos de The P-Funk All Stars durante el siglo XXI, Hampton alternaba los solos y riffs registrados originalmente por Hazel con DeWayne «Blackbyrd» McKnight, extraordinario guitarrista conocido por ser integrante de The Headhunters, el grupo de jazz-funk que armó Herbie Hancock a mediados de los setenta.

Luego de grabar su único disco como solista, titulado Games, dames and guitar thangs (1977), con varios de sus compañeros de P-Funk y en el que destacan alucinantes covers de I want you (She’s so heavy) de The Beatles y California dreamin’ de The Mamas & The Papas, Eddie Hazel se sumergió en un voluntario exilio musical. El 23 de diciembre de 1992, el músico falleció de una afección al hígado. Tenía 42 años. Las tristes notas de Maggot brain fueron tocadas durante su funeral.

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[MÚSICA MAESTRO]  En 1998, a dos años de la publicación del primer “vladivideo”, un hecho que todos ubicamos en aquel entonces como el verdadero inicio del fin del fujimorato -muchos, ingenuamente, creímos que ese final sería definitivo por la contundencia paquidérmica de aquella corrupción que la mayoría hasta entonces solo decía percibir- el Perú ya era un completo desorden política, social y culturalmente. El desgaste y perfil dictatorial del segundo mandato de alias “El Chino”, la eliminación de Perú del Mundial Francia ’98, detrás de los cuatro clasificados que fueron Argentina, Colombia, Paraguay y Chile -Brasil fue campeón en el anterior- y el reinado televisivo de Magaly Medina y Laura Bozzo configuraban una atmósfera nacional irrespirable, de múltiples injusticias y frustraciones dando vueltas en distintos niveles del entramado ciudadano.

Los jóvenes clasemedieros de esa época, recientemente egresados de las universidades, ya sentíamos en carne propia los golpazos de un mercado laboral desigual, reservado para unos cuantos privilegiados, sometiéndonos a subempleos para ganar la experiencia que nos hacía falta. Cada lunes, los principales distritos de Lima Metropolitana lucían largas colas de adultos en ciernes que, folders de manila bajo el brazo, buscaban trabajo de cualquier cosa; mientras que paralelamente en tugurios, mercados de barrios populares y nacientes conos -cuando todavía se les podía llamar así-, se consolidaba el caos urbano-marginal que los analistas amantes del chorreo venden como “emporios comerciales” y que hoy son tierra liberada para extorsionadores, cobradores de cupos y sicarios.

En ese contexto, desde los extramuros de la escena vanguardista-subterránea, dos inquietos jóvenes universitarios, inmersos en la creación heroica de un anti-movimiento -parafraseando a los Tribalistas- que se distinguiera/distanciara de todo lo convencional y que ya venían dando vueltas en ese bastión minúsculo, pero con fuertes convicciones artísticas desde 1995 aproximadamente, se juntaron para armar un proyecto de música electrónica que denominaron Fractal.

Wilder Gonzáles Ágreda y Wilmer Ruiz Perea, entonces de 21 y 20 años respectivamente, amigos de la Universidad de Lima donde estudiaban Ciencias de la Comunicación, fueron dos de los principales instigadores de lo que se conoció como Crisálida Sónica, un colectivo de bandas de post-rock, shoegaze y electrónicas varias que, en 1997, lanzaron un cassette independiente llamado Compilación I reuniendo a cuatro de sus principales exponentes, entre ellos Fractal con un par de temas, Oh Dios! y Etersónico. Esta producción se convertiría, a la larga, en la base para toda una generación de experimentadores del sonido. Las otras tres bandas incluidas en Compilación I fueron Espira, Hipnoascensión -en la que también alternó Wilder Gonzáles- y Catervas, la más estable de todas.

En 1998, un año después de Crisálida Sónica, Wilder y Wilmer, todavía como Fractal, lanzaron una maqueta con siete temas concebidos entre Los Olivos y Surco -distritos en los que vivían los integrantes del dúo- y grabados en su mayor parte en los estudios Melchormalo de Surco. La cinta navegaba a brazo firme entre la electrónica experimental y el ambient de Brian Eno, el setentero krautrock alemán -valga la redundancia- de bandas fundamentales como Faust, Can y la electrónica también germana de Cluster o Einstürzende Neubauten, con sonidos atmosféricos y pendulares, oscilaciones eléctricas y efectos de sonido capaces de despegar tus pies del suelo y conducirlos hacia realidades paralelas de distintas texturas y colores.

Confieso que, en su tiempo, jamás tuve contacto con esta vertiente de música hecha en Perú. Para mí, a pesar de pertenecer a la misma generación de los miembros de Fractal -igual que sus colaboradores, grupos o solistas similares y fieles seguidores/promotores- todo lo relacionado a la manipulación del sonido a través de sintetizadores, instrumentos y computadoras -lo que algunos llaman “metamúsica” o “no música”- no existía en nuestro país. Por alguna razón que no puedo determinar muy bien, mi contacto con las opciones ajenas al mainstream nacional solo tuvieron relación con todos los derivados del rock.

Desde las ondas expansivas del punk y el metal anglosajones que inspiraron la movida “subte” de inicios de los años ochenta hasta ciertos coqueteos con lo post-punk, conocía, en medidas grandes o parciales, lo que trataban de hacer los jóvenes peruanos de mi edad, desde distintas trincheras pero con denominadores comunes como la absoluta carencia de recursos técnicos y nula cobertura/difusión mediática, para descargar su ira y frustración contra lo establecido, sus ansias de expresarse y reaccionar ante los medios convencionales que, en aquel 1998, convencían a las masas de que el pop-rock local solo podía sonar a Líbido, Pedro Suárez Vértiz y La Liga del Sueño. Pero no llegué nunca a escuchar a ninguno de los “crisálidos”.

Es decir, sí sabía de su existencia, a través de las apasionadas reseñas de mis colegas de Freak Out! –muchos de los cuales provenían, además, de las canteras de otras revistas musicales como Caleta, 69 o Sub- pero jamás me interesó, siendo absolutamente francos, escucharlos. Eso cambió cuando hace pocos años, Wilder Gonzáles Ágreda -a quien conocía más por sus escritos en Freak Out! que como compositor o experimentador-, ya convertido en prolífico artista solitario, lanzó un disco recopilatorio llamado 25 años de revolución (2020) en donde hace un recorrido por sus principales alter ego -Avalonia, The Peruvian Red Rockets, Azucena Kántrix, El Conejo de Gaia-, una escucha que me generó un auténtico pero tardío interés en esta propuesta y actitud que busca confrontar, sin temores ni complejos, mediante el uso creativo y a veces perturbado de las ondas sonoras.

Y ahora, que el auroral cassette de 1998 ha sido relanzado, con motivo de su aniversario 25, en disco compacto y archivos digitales a través de su sello independiente Superspace Records, es el momento preciso para dar un paso más en esto de saldar cuentas con Fractal y su viaje que tiene de digital (artificial) pero también de onírico/psicótico (natural), a fuerza de sostenerse como los más outsiders entre los outsiders de la siempre magra y limitada escena local, un logro que merece ser resaltado independientemente de que nos genere entusiasmo o no. El acontecimiento viene siendo celebrado con entusiasmo en espacios especializados e incluso ha recibido elogios del crítico musical británico David Stubbs, autor de interesantes libros sobre música electrónica y el krautrock.

Escuchando los temas de esta edición remasterizada de Fractal, que pasaron de siete a nueve con el añadido de dos canciones provenientes de otra producción de 1998 del dúo, que habían aparecido originalmente en un EP compartido con Evamuss -proyecto unipersonal de Christian Galarreta, otro activo militante de la generación “crisálida”-, se me ocurre que podrían haber sido compuestos este año. El uso de secuencias, voces procesadas, ruidos no musicales -burbujeo de líquidos, goznes de puertas, papeles rasgados- y su integración con bajos, teclados y baterías tanto orgánicas como electrónicas, es moneda corriente en estos tiempos del “copy-and-paste” en los que personas sin ninguna formación musical son capaces de producir álbumes completos.

Pero también podrían haberse creado en 1976, una época en que las palabras “computadora personal”, “software para edición de audio” o “USB” no existían ni en los relatos de ciencia ficción más marcianos y que músicos de conservatorio como Karl Heinz Stockhausen (1928-2007) o Holger Czukay (1938-2017) aplicaban sus conocimientos formales y académicos a la experimentación con la mirada puesta en el futuro. En ese tiempo, la electrónica vanguardista tuvo diversos vasos comunicantes con el rock progresivo, por ejemplo, integrando de manera indisoluble para aquel entonces el academicismo con la improvisación. Una de las muestras más palpables de ello fue el álbum (No pussyfooting) (Island Records, 1973) en que Robert Fripp, insigne guitarrista de King Crimson -¡qué más progresivo que eso!- se une con Brian Eno (Roxy Music) para elucubrar uno de los discos pioneros de la música ambient y experimental.

Algunos sonidos de Fractal me remitieron directamente a Pink Floyd -en especial a temas de su periodo 1970-1972, como la introducción de A saucerful of secrets en el concierto en vivo en las ruinas de Pompeya (Live at Pompeii, 1972) o la parte inicial de One of these days, canción del álbum Meddle (1971). Aun cuando las banderas que defiende Wilder Gonzáles Ágreda, compositor de todas las aventuras sonoras del disco, son las de la “no música” -él mismo se define como autodidacta, una persona que “no sabe nada de ciencia musical y que es pura intuición”- estas conexiones con la psicodelia musical clásica que reposa sobre la destreza en el manejo de instrumentos y aparatos presentan, en una primera lectura, contradicciones.

Pero, después de varias pasadas al CD, esas supuestas antípodas se erigen como una especie de movimiento circular que conduce todo hacia un mismo punto, la satisfacción emocional que producen sonidos (des)ordenados pero con sentido, con visión artística. Hay, por supuesto, distancias insalvables entre las posibilidades que te da ser un virtuoso o no serlo (el eterno debate de la técnica versus la sensibilidad) pero, más allá de esa discusión y los matices que pueden encontrarse en medio, desde personas con profunda formación musical pero poca/nula creatividad o extremada frialdad hasta personas incapaces en lo musical pero altamente imaginativas y sensibles, la experiencia sensorial de Fractal equivale a una teletransportación que trasciende sus aciertos y limitaciones.

Como dice el filósofo y crítico musical John Pereyra (aka Hákim de Merv), probablemente la persona que más sabe acerca de las movidas vanguardistas locales: “La innata ascendencia cósmica de Fractal se pone en evidencia casi a cada minuto en que su track list original es reproducido”. Efectivamente, desde el arranque con Ilumíname, con ese pulso acelerado que da fondo a olas zigzagueantes de circuitos electrónicos hasta la extensa ¿c’o? -más de diez minutos de una tormenta de distorsiones y efectos sintetizados bajo líneas improvisadas de teclados que no responden a ninguna lógica- el álbum somete al oyente a una retahíla de emociones –“efectos secundarios”, como menciona Pereyra en uno de los comentarios que ha publicado sobre este lanzamiento- que, si bien es cierto, carecen de mensajes concretos, sirven para aislarse del encanallamiento grotesco de lo que hoy las masas consideran “música” y adentrarse en un mundo tecnológico impregnado de claroscuros que, paradójicamente, poseen fuertes dosis de espiritualidad no obstante su origen 100% artificial.

Temas como (Fixin’ to) die o Traslación resultan muy interesantes por las combinaciones de influencias que duermen detrás de estas enigmáticas alteraciones sonoras, desde Jean-Michel Jarre hasta Spacemen 3 pasando, por supuesto por Kraftwerk y Harmonia ‘76, todos representantes de la formación musical puesta al servicio de la experimentación, esa de la que Gonzáles Ágreda reniega. Por otro lado, Soy tuyo Señor que, en uno de los temas adicionales del mencionado disco compartido con Evamuss aparece con título intervenido para generar un sugerente juego de palabras de múltiples interpretaciones -Soy tu/Yo Señor- la presencia de una base rítmica convencional lo convierten en lo más “normal” que le he escuchado a Wilder Gonzáles Ágreda, sin ir desmedro de ese ser “inasible a las clasificaciones” -Pereyra dixit- que es Fractal, el disco. De hecho, los más duchos en este subgénero de la electrónica podrían considerar esta canción como la menos atractiva ya que, a diferencia del resto, sí posee una cadencia accesible.

Uno de los aspectos que vale la pena destacar de este trabajo, realizado en un momento que, como hemos dicho, estuvo marcado por la depresión política, económica, cultural y social -la sanguaza que generó todo lo que estamos viviendo hoy en el Perú- es que Wilder Gonzáles Ágreda y Wilmer Ruiz Perea trabajaron con muchas limitaciones, generando toda clase de climas enrarecidos con teclados portátiles muy simples y una que otra pedalera financiada por ellos mismos, nada que ver con la sofisticación con que solemos asociar a los proyectos de música electrónica. A diferencia de Gonzáles, Ruiz está algo alejado de esta escena, aunque en ese tiempo sí colaboró de cerca con bandas como Resplandor y Catervas. Juan “Antena” Roldán, otro cófrade de Crisálida Sónica, integrante de Hipnoascensión, colabora con el bajo en Colisión matriz.

Aunque el nombre de la banda provendría originalmente de la canción Fractal flow, single de 1996 que marcó el retorno a los estudios de Silver Apples, una banda neoyorquina pionera de la música electrónica, muy activa a finales de los sesenta, la teoría de los fractales informó también el concepto de carátula del cassette original, con una ilustración hecha por Christian Galarreta que ha sido actualizada por Manuel Serpa, responsable del diseño de carátula de varias de los más de treinta álbumes que ha producido Wilder en la última década, entre las que destacan Rojo (2022), Terrorista! (2019) Music for dreamers (2019) y Contracultura (No al arte falso) (2021).

(*) El término “fractal” proviene del mundo científico. A mediados de los años setenta, un matemático polaco-francés, Benoît Mandelbrot (1925-2010) se inventó la palabra -que, a su vez, proviene del latín “fractus” que significa “fracturado”, “quebrado”- para denominar aquellos objetos o formas geométricas que repiten de manera aleatoria y a la vez homogénea patrones, contornos o figuras en distintos tamaños y escalas fragmentadas.

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[MÚSICA MAESTRO] “¿De dónde proviene mi melomanía?”, me pregunto de vez en cuando. En particular, porque mi historia personal no es la típica de quienes heredaron una enorme colección de discos del pasado ni crecieron rodeados de músicos profesionales en casa. Ambas cosas colocan a un elevado porcentaje de amantes de la música y coleccionistas de discos -en especial en esta era de exhibicionismos compulsivos por redes sociales- en una especie de elite (in)voluntariamente ostentosa.

En pleno renacimiento de la industria del vinilo, la afición por la audiofilia resulta extremadamente costosa para los estándares de cualquier sociedad, lo mismo que el hobby de almacenar álbumes y derivados -productoras y tiendas incentivan la adquisición de un mismo título en varios formatos- en lugares especialmente acondicionados que requieren de un alto presupuesto para mantenerlos de manera adecuada.

En tiempos como estos, en que la aspiración elemental del ser humano, en aras de contribuir a la sobrevivencia del planeta, debería orientarse a la reducción de consumos, compraventa de cosas y sobre explotación de recursos naturales, el hábito de coleccionar objetos, sean del tipo que sean, podría ser considerado por diversos sectores del mundo globalizado como algo innecesario o anacrónico, en el mejor de los casos. Sin embargo, el coleccionismo asociado a la melomanía está más fuerte que nunca.

Nunca pertenecí a ese exclusivo y respetable club, integrado por personas que, además, poseen -en su gran mayoría- un genuino amor por la música. No llego ni a cien discos entre originales y piratas, por lo que difícilmente podría referirme a eso como una “colección”. Y ni siquiera tengo un reproductor de audio en casa. Entonces, ¿cómo me hice melómano? Gracias a mi papá, jaranero criollo y admirador de la música norteamericana de los años cuarenta/cincuenta, además de ser aficionado al canto, fanático por partes iguales de Frank Sinatra, Mario Lanza y Luciano Pavarotti. Y a mi mamá, que se sabía todas las baladas, boleros, salsas y cumbias que escuchaba en la radio desde que tengo memoria.

Desde siempre me contaron mis hermanos que, en la cuna, balbuceaba todos los jingles de la televisión y repetía los nombres de los hermanos Gibb -los Bee Gees, mi primera banda favorita-. Paralelamente, la música clásica que salía en las películas para niños –como esta del largometraje Fantasía de Walt Disney (1940)- y los dibujos animados que musicalizaban sus episodios con exquisitas piezas instrumentales y de jazz -Looney Tunes, la Pantera Rosa, Charlie Brown- o vertiginoso pop-rock sintetizado -los robots japoneses de los ochenta-, fueron educando mi oído y haciéndolo permeable a todo tipo de géneros. Luego llegaron los Beatles en dibujos, la adolescencia, las películas, la universidad y, con ellas, el rock -particularmente el clásico, el punk/metal y el progresivo-, la trova, la salsa, más música clásica, jazz y los innumerables subgéneros que cada uno tiene.

Todo este aprendizaje se potenció con una larga temporada trabajando en discotiendas y, luego, las nuevas tecnologías me han permitido expandir mis escuchas hacia un amplio rango de estilos y épocas, desde música criolla y pop hasta serialismo y música concreta, sin necesidad de sobrepoblar anaqueles con pesados álbumes ni estresarme con el mantenimiento de parlantes, agujas y tornamesas. Respeto muchísimo a los coleccionistas en el mundo entero y, de alguna manera extraña, me considero uno de ellos pues también colecciono discos y sonidos. Pero en mi cerebro. Dicho esto, les dejo la tercera y última lista de canciones que no me canso de escuchar, esta vez de aquellos géneros musicales que jamás escucharán en radios convencionales de consumo masivo.

ASTURIAS – ISAAC ALBÉNIZ (1892): Aunque fue escrita originalmente para piano por el compositor Issac Albéniz (1860-1909), esta pieza se convirtió en parte fundamental del repertorio para guitarra clásica. Ha sido grabada por todos los virtuosos del instrumento, desde el español Andrés Segovia hasta el australiano John Williams y en todas las academias de guitarra suelen estudiarse sus complejos arpegios y acordes. Robbie Krieger hace una variación en el tema Spanish caravan de The Doors (Waiting for the sun, 1968).

BLACK MARKET – WEATHER REPORT (Weather Report, 1976): El tema-título de este sexto álbum es un misterioso viaje instrumental en el que brillan, en la sección de inicio, los teclados del austriaco Joe Zawinul para luego dar pase a los vuelos de Wayne Shorter en saxos sopranos y tenores. En estudio tiene doble batería -Chester Thompson y Narada Michael Walden- y el bajo funky de Alphonso Johnson. En vivo es tocada por la formación definitiva del grupo que incluye, además de los líderes Zawinul y Shorter, a Jaco Pastorius (bajo), nuestro compatriota Álex Acuña (batería) y Manolo Badrena (percusión).

BLUES ETUDE – OSCAR PETERSON (The trio, 1973): El pianista canadiense Oscar Peterson tiene una de las discografías más alucinantes del jazz clásico. En este tema en vivo de su periodo intermedio se junta con el guitarrista norteamericano Joe Pass y el contrabajista danés Niels-Henning Ørsted Pedersen para explorar el jazz más orgánico con serias dosis de virtuosismo. La versión en vivo del año siguiente, con Barney Kessel reemplazando a Pass, es simplemente increíble.

BOILER ROOM NYC LIVE SHOW – STARS OF THE LID (YouTube, 2015): Una hora de música para relajar el alma es lo que nos ofreció el recientemente fallecido Brian McBride (53), factótum de Stars of the Lid, proyecto que combinó post-rock, shoegaze, ambient y sinfonismo. Este recital se produjo en una iglesia de New York, auspiciado por Boiler Room, website especializado en transmitir raves, electrónica y DJs. Se sienten influencias que van desde la intro de Watcher of the skies de Genesis hasta Mogwai, pasando por Robert Fripp y Brian Eno, con oníricas proyecciones en azul profundo, en un concierto que recorre piezas de su corta pero sustanciosa discografía, lanzada entre 1995 y 2007.

CHAMELEON – HERBIE HANCOCK (Head Hunters, 1973): El pegajoso riff de bajo y batería asincopada que domina este tema es tocado por Hancock, desde un sintetizador ARP Odyssey, y Harvey Mason (año más tarde en Fourplay). La combinación de solos de jazz y ritmos funk fueron marca registrada del genial pianista. La canción abre su décimo segundo disco como solista, aunque después pasó fue considerado el primer disco de The Headhunters, su banda de entonces. Aquí una buena versión en vivo del año 2010.

CONTINUUM – JACO PASTORIUS (Jaco Pastorius, 1975): Si en su versión de Donna Lee Jaco muestra su sobrenatural velocidad, aquí da cátedra en el uso de silencios, notas largas y overdubs usando el bajo sin trastes de forma magistral. Ambos temas son parte de su álbum “debut” -en realidad, ya había debutado en el disco Jaco (1974) junto a Paul Bley y Pat Metheny. Lo acompañan, en Continuum, Herbie Hancock (teclados), Lenny White (batería) y Don Alias (congas).

GYMNOPÉDIES/GNOSIENNES – ERIK SATIE (1888-1893): La popularidad de estas piezas, escritas a finales del siglo XIX, es incomprensible en estos tiempos de cacofonías guturales y disfuerzos por quién hace más bulla. La música del francés Erik Satie (1866-1925) podría considerarse el eslabón que une la tradición pianística clásica de Frederic Chopin y Claude Debussy con el minimalismo del ambient de Brian Eno o la nueva era de George Winston. Aunque poseen una pausa y delicadeza únicas, son consideradas “danzas” en tiempo de vals. Sus matices y sutilezas, casi inaudibles, solo están aptas para el oído fino.

LA PETITE FILLE DE LA MER – VANGELIS (L’apocalypse des animaux, 1973): En la misma línea, aunque ocho décadas más adelante, el compositor y tecladista griego Vangelis compuso esta suave melodía con envolventes acompañamientos descargados de su arsenal de sintetizadores -que simulan campanas, violines, arpas y guitarras acústicas-, para uno de sus primeros álbumes en solitario tras la disolución de Aphrodite’s Child, su banda de prog-rock y psicodelia, que sirvió como banda sonora de una serie de documentales sobre la vida animal producida por la televisión francesa.

LE MARTEAU SANS MAÎTRE – PIERRE BOULEZ (1954): El uso inesperado de percusiones, yuxtaposición de instrumentos sobre la voz humana, cambios bruscos de tono, climas musicales y melodías sorpresivas son características comunes a todo lo que pasó en la música orquestal instrumental durante la primera mitad del siglo XX. El francés Pierre Boulez fue el más conocido entre los desconocidos y su ciclo de nueve movimientos para contralto y conjunto de cámara, una de las obras principales de su primera etapa, que le valió comentarios elogiosos de Igor Stravinsky. Aquí la podemos escuchar por el Ensemble Intercontemporaine, dirigido por él mismo.

PEACE PIECE – BILL EVANS (Everybody digs Bill Evans, 1956): Dos años antes de unirse al quinteto de Miles Davis, el pianista lanzó su primer LP como solista, en el que destaca esta pieza de tranquila aura, una suerte de ejercicio en que la mano derecha de Evans lanza líneas melódicas diferentes, aleatorias, espontáneas, sobre el ritmo cansino y crepuscular que va marcando con la mano izquierda. Melancolía e inspiración de un genio del jazz clásico poco conocido e injustamente olvidado por las nuevas generaciones.

PEQUEÑA SERENATA NOCTURNA – WOLFGANG AMADEUS MOZART (1787): Pocas melodías de lo que comúnmente llamamos “música clásica” siguen siendo reconocibles hasta ahora. La Serenata No. 13 en Sol mayor, la Pequeña serenata nocturna (Eine kleine Nachtmusik es su título en alemán) fue, para muchos de nosotros, la puerta de ingreso al universo mozartiano. Y sigue estando entre las favoritas en un repertorio tan amplio como diverso y sorprendente. Aunque hoy es interpretada por orquestas completas (como esta de André Rieu), es una pieza para conjunto de cámara que Amadeus escribió a los 31 años.

PRELUDIO Y FUGA EN DO MAYOR PARA CLAVECÍN BIEN TEMPERADO, LIBRO I – JOHANN SEBASTIAN BACH (1722): Es muy difícil quedarse con una sola obra de Bach. En este caso, escogí la pieza más conocida del catálogo para clavecín y clavicordio -instrumentos de teclado antecesores del piano- porque transmite una paz plácida y a la vez tensa. Lo de “temperado” -o “templado”- tiene que ver con una afinación característica del barroco. Grandes pianistas como Glenn Gould o Andreas Schiff interpretaron con maestría y pasión estas piezas. Comparto una más contemporánea, del joven pianista chino Lang Lang.

ROMEO IS BLEEDING – TOM WAITS (Blue Valentine, 1978): En su sexto disco -uno de los últimos plenamente asociado al jazz de nightclub- Tom Waits nos cuenta la historia de un temible pandillero mexicano y sus correrías en los callejones de Los Angeles, que terminan con él muerto “como un ángel baleado y Cagney en la pantalla”. Las congas, el bajo, el Hammond B-3 y un extraordinario saxo tenor le dan marco perfecto a la narración maleva de Waits, con esa irreproducible voz que solo Captain Beefheart pudo superar.

SEPTEMBER FIFTEENTH – PAT METHENY & LYLE MAYS (As falls Wichita, so falls Wichita Falls, 1981): 15 de septiembre de 1980 fue el día en que falleció el pianista Bill Evans, a los 51 años. Queda claro entonces que este tema es la sentida reacción de Lyle Mays (pianos, teclados) y Pat Metheny (guitarras, bajos) a tan lamentable y prematura pérdida para el mundo del jazz. La primera sección de esta delicada melodía –esta versión en vivo de 1988 es muy buena- ha sido usada en diversos comerciales, novelas y películas.

SO WHAT – MILES DAVIS (Kind of blue, 1959): Desde Rick Wakeman hasta Les Luthiers han jugado con los primeros acordes de este standard del enigmático, influyente y díscolo Miles Davis, en una de sus primeras etapas. El bajo de Paul Chambers y el piano de Bill Evans marcan la pauta para los sucesivos solos de Miles Davis, John Coltrane, Julian “Cannonball” Adderley en un ritmo acompasado, caminante, despreocupado. Una joya.

SOZINHO – CAETANO VELOSO (Prenda minha ao vivo, 1999): La amplísima discografía de Caetano Veloso es patrimonio cultural del Brasil. En este recital, el líder del Tropicalismo se sienta y, acompañado de su guitarra acústica, hace una limpia versión de esta composición de 1997 Peninha que fue éxito en radios locales en las voces de Sandra de Sá y el legendario Tim Maia. Alejandro Sanz hizo una buena versión en guitarra -aunque vocalmente es desastrosa- en el disco Samba pa’ ti: Un tributo al Brasil, aparecido el 2005.

SPAIN – RETURN TO FOREVER (Light as a feather, 1973): De todas las versiones que se han grabado de este tema me quedo con la original, incluida en el segundo LP de Return To Forever. España. EE.UU. y Brasil se unen en este sueño musical creativo y virtuoso. Otras versiones notables son la que hicieron Paco de Lucía (2003), el recordado vocalista Al Jarreau (1980) y el mismo Corea en 1989, con su trío Akoustik Band, al lado del bajista John Patitucci y el baterista Dave Weckl.

TÁ COMBINADO – MARIA BETHANIA (Maria, 1988): Conocida por ser una de las voces centrales del Tropicalismo y la MPB, este tema se me hizo inolvidable tras escucharlo como parte de la banda sonora de la telenovela Vale Tudo (TV Globo, 1988-1989) que fue transmitida por Panamericana Televisión. De romántico sonido, la acajonada voz de Maria Bethania se luce en esta composición de su hermano Caetano Veloso.

THEME FROM A SUMMER PLACE – PERCY FAITH ORCHESTRA (single, 1960): Este es un caso típico en el que una película pasa a la posteridad por su banda sonora. A summer place (1959), tuvo entre su música incidental esta melodía escrita por el austriaco Max Steiner -célebre por esta canción, del clásico film Gone with the wind (1939). Aunque la versión del film fue grabada por el director norteamericano Hugo Winterhalter, Percy Faith la convirtió en un superéxito del “easy listening” (música fácil de escuchar).

TITLES – VANGELIS (O.S.T. Chariots of fire, 1981): Con el tiempo, esta emocionante melodía ganadora del Oscar terminó llamándose como la película que musicaliza. Junto a la banda sonora de Blade runner, del año siguiente, Carros de fuego es la razón por la cual Vangelis es el artista griego más conocido de la era moderna. Grabada íntegramente con sintetizadores, es aun más impactante la versión que hizo con orquesta sinfónica en el concierto Mythodea del 2001.

BONUS TRACK:

LUISA FERNANDA – FEDERICO MORENO TORROBA (1932): Más de noventa años después de su estreno, esta zarzuela todavía conmueve y divierte con sus rimas precisas, sus entrañables personajes, sus temas universales aún vigentes a pesar del encanallamiento actual de las relaciones sociales y del mundo del espectáculo pero, especialmente, por esa música que tiene de ópera y de pasodoble, de academicismo y populacho, que la convirtió en uno de los géneros clásicos favoritos de toda clase de público. Esta versión es muy buena, con Plácido Domingo en el papel principal.

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[MÚSICA MAESTRO] Para los melómanos obsesivos, escuchar música va más allá de simple y llanamente reconocerla a través del sentido correspondiente (el oído) -eso lo hace cualquiera, muchas veces sin siquiera darse cuenta-, pues cada vez que se inician los acordes de una canción, de inmediato comienzan a activarse sensaciones, recuerdos, atmósferas, emociones, estados de ánimo, sueños, conceptos.

A menudo, nuestra forma de entender determinados aspectos de la vida recibe influencia de aquellos artistas que marcaron las distintas etapas de nuestro crecimiento y, directa o indirectamente -como les ocurre a los amantes de la narrativa, la poesía o el cine- muchas sonoridades y letras quedan instalados en nuestro mundo interior hasta hacerse parte integral de nosotros mismos.

Pensaba en todo eso mientras iba definiendo qué presentaría hoy en la segunda parte de este recuento de canciones que no me canso de escuchar. Y caí también en la cuenta de que, a diferencia de lo que me pasa con otros idiomas, la relación con estilos musicales interpretados en nuestra lengua materna posee dimensiones diferentes. Quizás sea por el uso creativo de oraciones, frases o giros que uno entiende de manera natural, lo que no ocurre con idiomas foráneos aprendidos posteriormente. O la conexión con recuerdos de infancia en que la música que a uno le llegaba era la que escuchaban nuestros padres.

Por otro lado, en lo referido a interpretaciones musicales en español, son discografías completas las que no me canso de oír. Por ejemplo, me es más difícil escoger una sola canción de Charly García que escuchar una y otra vez sus grabaciones con Sui Generis, La Máquina de Hacer Pájaros, Serú Girán o en solitario. Lo mismo me ocurre con todos los incluidos en esta nueva selección de veinte temas. Y con otros que, por la arbitrariedad autoimpuesta, no entraron. Estas son, aquí están:

A LA SOMBRA DE UN LEÓN – ANA BELÉN & JOAQUÍN SABINA (Mucho más que dos, 1994): En este cálido disco en vivo, los esposos Ana Belén y Víctor Manuel San José reunieron a un elenco de ilustres trovadores en el Palacio de los Deportes de Gijón. En el concierto, que se realizó en dos fechas, Ana Belén interpretó A la sombra de un león, a dúo con Joaquín Sabina, compositor de esta tierna historia de amor y locura, que la madrileña había grabado en 1988.

ALTURAS – INTI ILLIMANI (Canto de pueblos andinos: Vol. 1, 1973): Esta suave tonada andina se convirtió en emblema de la formación definitiva del conjunto chileno Inti Illimani: Max Berrú, José Miguel Camus, Jorge Coulón, Horacio Durán, José Seves y Horacio Salinas, quien compuso la canción. Aquel octavo álbum se lanzó pocos meses antes del infame 11 de septiembre de 1973 -día en que fue atacada la Casa de la Moneda en Santiago- y fue, a la larga, el último que grabaron en su país, antes de exiliarse en Europa.

CAMBALACHE – JULIO SOSA (El firulete, 1964): Todas las mañanas, durante los peores años del primer gobierno de Alan García, el periodista piurano Juan Ramírez Lazo (1927-2003), ponía este tango que denuncia el desparpajo corrupto del siglo 20 al iniciar su programa en Radio Cora, escrito en 1934 por Enrique Santos Discépolo, que le cae como anillo al dedo a esa época. Y a esta también. La versión del uruguayo Julio Sosa, grabada meses antes de su trágica muerte, es la más famosa pero no la única. El catalán Joan Manuel Serrat la incluyó en sus conciertos de 1985.

DIME QUIÉN ME LO ROBÓ – SUI GENERIS (Vida, 1972): Esta balada de descubrimiento personal y desilusión por cómo funciona el mundo fue escrita por Charly García cuando apenas tenía 21 años. Una letra inteligente, afilados solos de guitarra -cortesía de Claudio Gabis-, y teclados que le dan cierto aire nuevaolero, configuran uno de los temas menos explorados del disco debut de Sui Generis (aquí una versión de La Máquina de Hacer Pájaros, en un recital de 1976). Mi línea favorita siempre fue aquella en la que describe su reacción tras ser rechazado por una adolescente: “… qué tonto fui, se rio de mí. Y ¿qué iba a hacer?, me reí también…”

EL VAGABUNDO – SILVIO RODRÍGUEZ & PABLO MILANÉS (Tríptico I, 1984): Aunque era más común verlos juntos en conciertos y festivales que en los estudios de grabación, las puntas de lanza de la vanguardia musical cubana dejaron para la posteridad este agradable son a dos voces, acompañados por el experto tres de Francisco “Pancho” Amat, un homenaje a las formas clásicas de la música precastrista. La letra juega con metáforas acerca de la libertad y el asombro ante lo impredecible.

IMÁGENES RETRO – SODA STEREO (Nada personal, 1985): La potencia de la batería electrónica y los acordes de Gustavo Cerati merecieron mayor atención de las radios, que prefirieron difundir otros singles de este LP, el segundo de Soda Stereo -y el primero en mostrar al 100% su capacidad para hacer canciones simples y sofisticadas a la vez-, como Cuando pase el temblor, Juego de seducción o Nada personal. La letra, entre misteriosa y absurda, parece un sueño de luces incandescentes que se potencian con esos teclados al final, colocados por Fabián Von Quinteiro, “el cuarto Soda” en esa época.

KUMBALA – MALDITA VECINDAD Y LOS HIJOS DEL QUINTO PATIO (El circo, 1991): Un homenaje a las ricas tradiciones de la música latina fue lo que creó este septeto con una canción, una especie de danzón-ska, de cadencia e instrumentación muy finas -trompetas con sordina, guitarras acústicas, bloques de madera-, y un aura romántica que recuerda a la edad dorada del bolero mexicano. Aunque el éxito y producción prolífica de Café Tacuba les echó sombras, los cuates “del quinto patio” tenían las mismas condiciones para triunfar. Y en concierto eran realmente buenos.

LÁGRIMAS DE ORO – MANU CHAO (Clandestino, 1998): El primer disco en solitario del cantautor franco-español, luego de separarse de Mano Negra -banda que fundó y lideró, con su hermano Antoine, entre 1987 y 1995- es un divertido collage sonoro en el que se mezclan efectos de sonido, diálogos y diversos leitmotiv que le dan sentido de unidad a este circo trashumante de sonidos latinos entre los que predominan el reggae y la guaracha. En este tema presenta a dos de sus personajes ficticios, Cancodrilo, Super Changó y a “toda la vaina de Maracaibo” para hacer la revolución.

LIGIA ELENA – WILLIE COLÓN & RUBÉN BLADES (Canciones del solar de los aburridos, 1981): Aquí, junto a su antiguo amigo Willie Colón, Blades nos cuenta, en ritmo de cha-cha-chá, la historia de una niña rica y blanca que pone de cabeza a su familia por fugarse con un humilde trompetista negro (“un niche se ha colado en la alta sociedad…”). El monólogo del final, de la señora angustiada porque no va a tener nietos “con los dientes rubios” es genialidad pura. Don Rubén la escribió a dúo con un amigo y compatriota suyo, Roberto Cedeño, aunque en el LP editado por Fania Records no aparece ese crédito.

LO ATARÁ LA ARACHÉ – RICHIE RAY & BOBBY CRUZ (Jala jala y boogaloo, 1967): Este guaguancó con fuga de salsa dura tiene un profundo sonido tribal, por el uso de ininteligibles términos del dialecto ñañiga, originario de Nigeria. El tema, compuesto por el cubano Hugo Gonzáles, posee un dinamismo muy atractivo y vigoroso, con varios cambios y referencias a la santería africana, los negros («niches») e indígenas de las Antillas («taínos») tan comunes en el folklore cubano. La poderosa voz de Bobby Cruz y los arreglos de Richie Ray dieron infinidad de clásicos a la salsa. Este fue el primero de ellos.

MARINGÁ – LEO MARINI CON LA SONORA MATANCERA (Escucha mis canciones, 1961): Recordada como sabrosa guaracha, esta canción es en realidad un tango, escrito por los brasileños Joubert de Carvalho y Manoel Salina, y cantado en los años treinta por el trovador Gastão Formenti. Los arreglos para La Sonora Matancera de Cuba, con la voz del barítono argentino Leo Marini, pertenecen a su director, el guitarrista Rogelio Martínez. La canción cuenta la trágica historia de María de Ingá “Maringá”, un personaje ficticio que sufre por amor. Marini la grabó en un 45 RPM en 1952.

MEDITERRÁNEO – JOAN MANUEL SERRAT (Mediterráneo, 1971): El himno definitivo a las fascinantes costas europeas que van “de Algeciras a Estambul”. El buen decir en canciones populares alcanzó con “El Nano” alturas difíciles de igualar. El tema central de su quinto LP en español contiene frases de profunda identificación con la zona del mundo en que nació, una muestra de orgullo y cariño de enorme elegancia, enmarcada por un equipo de arreglistas comandado por el prestigioso productor y compositor Juan Carlos Calderón.

MELINA – CAMILO SESTO (Amor libre, 1975): Esta canción lleva en su sonido aires helénicos, un recurso muy utilizado por Camilo Sesto en sus composiciones de los setenta, como en esa otra canción llamada Con el viento a tu favor (1977). El tema tiene dos protagonistas. La central es María Amalia “Melina” Mercouri (1920-1994), famosa actriz que llegó a ser dos veces Ministra de Cultura en Grecia. Estaciones de metro, monumentos urbanos y hasta un acogedor café llevan su nombre en Atenas. El segundo protagonista es, por supuesto, el bouzouki, instrumento tradicional del país de la filosofía y las Olimpiadas.

NUNCA QUEDAS MAL CON NADIE – LOS PRISIONEROS (La voz de los 80’s, 1984): Este furioso careo al “canto nuevo” -eufemismo para la canción protesta o la nueva trova- como alguna vez dijo el bajista y cantante Jorge González podría aplicarse -también parafraseando el líder de Los Prisioneros- a cualquier banda desde los Rolling Stones hasta Coldplay. El feeling punk y el ritmo ska confluyen para este magistral cierre del álbum debut del trío chileno que pusdo a pensar a toda nuestra generación con sus canciones de mensajes directos y críticas sin tapujos al establishment en todas sus formas.

PARLAMANÍAS – LOS TROVEROS CRIOLLOS (Vuelven Los Troveros Criollos, 1965): Jorge “El Carreta” Pérez y Luis “Lucho” Garland, voces y guitarras de este entrañable dúo criollo, jamás imaginaron que la imaginativa poesía, en clave humorística, escrita hace ocho décadas por la periodista y poeta Serafina Quinteras (1902-2004), serviría para retratar a la perfección las ridículas promesas de todos los candidatos a presidentes, alcaldes y congresistas que hemos padecido estos años, tanto los que salieron elegidos como los que no. Aquí una versión más moderna, del guitarrista criollo Renzo Gil. Tristemente, lo que está pasando hoy en el Perú es tan grave y patético que ya no se arregla con ironías, por muy agudas que estas sean.

POST-CRUCIFIXIÓN- PESCADO RABIOSO (Desatormentándonos, 1972): Aunque este tema, de evidente influencia zeppelinesca, no fue incluido en el prensado original del segundo LP de Pescado Rabioso -recién apareció en una reedición de 1996-, formó parte del repertorio del cuarteto, como registra el documental Rock hasta que se ponga el sol (1972). El riff unísono que hacen Luis Alberto Spinetta (guitarra), David Lebón (bajo) y Carlos Cutaia (teclados) es alucinante. Y en la letra, “El Flaco” interpreta a Jesucristo luego de ser crucificado. Un clásico incombustible del rock en español.

TEMA DE PILUSO – FITO PÁEZ (Circo Beat, 1994): En este tema, incluido en uno de los mejores discos de su etapa clásica, el pianista y cantautor le rinde luminoso homenaje a su paisano rosarino, el comediante y actor Alberto “El Negro” Olmedo (1933-1955). Pero no al payaso procaz en que se convirtió luego de juntarse con Jorge “El Gordo” Porcel sino al que protagonizó el programa infantil El Capitán Piluso, que se emitió en varios canales argentinos entre 1960 y 1969 y que seguramente Fito vio durante su niñez. La frase “no hay merienda si no hay Capitán” revela esa conexión, en su clásico estilo autobiográfico.

UN BESO Y UNA FLOR – NINO BRAVO (Un beso y una flor, 1972): De las tantas baladas inolvidables que nos legó el gran cantante valenciano Nino Bravo, fallecido hace ya cincuenta años, esta -una de las pocas para las que grabó un videoclip– es la que representa mejor su sonido y actitud hacia la canción romántica. Una extraordinaria instrumentación crea lazos con la onda psicodélica en boga -esa línea de bajo es matadora- mientras que la letra describe una despedida jurando amor eterno pero, solo un año después, se convirtió en símbolo del adiós del cantante, quien falleció en un trágico accidente automovilístico.

VALS DEL CUCUNEO – OSCAR AVILÉS (Solo Avilés, 1971): Luego de registrar clásicos de la música criolla con Los Morochucos y al Conjunto Fiesta Criolla, don Óscar Avilés (1924-2014) lanzó varios discos como acompañante de cantantes y conjuntos. Este es el primer tema de su segundo o tercer LP en solitario, acompañado por los percusionistas Reynaldo Barrenechea y Carlos “Blackie” Coronado en cajones y castañuelas. En este divertido vals, Óscar repiquetea y juega con las palabras a su estilo inigualable. En ese álbum, editado por Odeón del Perú, aparece también la Polka del cucuneo, en la misma onda.

Y NO HAGO MÁS NA’ – EL GRAN COMBO DE PUERTO RICO (La Universidad de la Salsa, 1983): La sana picardía de esta orquesta, conocida como “La Universidad de la Salsa” tras el lanzamiento de este, su LP #34 -y el cuarto con la delantera conformada por los cantantes Charlie Aponte, Jerry Rivas y Luis “Papo” Rosario- en uno de sus momentos más finos con esta canción, en la que el protagonista nos cuenta, con el mayor desparpajo, que se la pasa “comiendo y sin trabajar”. Rafael Ithier, fundador y pianista de El Gran Combo, dota a esta composición de José Juan “Chiquitín” García de los poderosos arreglos que hicieron tan conocida a esta agrupación portorriqueña.

BONUS TRACK:

SI NO FUERA SANTIAGUEÑO – LES LUTHIERS (Cantata Laxatón, 1972): En su primera obra grabada en estudio, la formación original de Les Luthiers incluyó esta chacarera en la que, como es su costumbre, realizan sorpresivos e hilarantes juegos de palabras, situaciones caóticas y bromas elegantes, además de cantar y tocar perfectamente sus instrumentos. El tema se subtitula Chacarera de Santiago, como si estuviera dedicada a Santiago del Estero, provincia argentina conocida como “la cuna del folklore” pero, en el acto, el narrador aclara que es “por ser su autor Rudecindo Luis Santiago”. En realidad, Ernesto Acher y Jorge Maronna escribieron la música, con textos de Marcos Mundstock y Daniel Rabinovich.

La próxima semana, una tercera y última lista, esta vez con algunas melodías de jazz, música instrumental y más. Hasta entonces…

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[MÚSICA MAESTRO] Cada vez que uso el transporte público termino agotado. Y no por las acrobacias que uno debe ejecutar, a veces, para no caerse al subir con el vehículo en movimiento, las apreturas en asientos incómodos y micros reventando de gente o los repetitivos discursos de vendedores que, en todos los tonos, se ganan la vida contando sus historias -algunas graciosas, otras trágicas- y ofreciendo desde caramelos hasta fórmulas para ser feliz.

El agotamiento -cerebral y físico- me lo ocasionan las canciones que el chofer pone a todo volumen y que se funden, en insoportable contaminación sonora, con el distorsionado zumbido de varios celulares activados a la vez por pasajeros que, sin audífonos, nos obligan prepotentemente a sufrir el monocorde catálogo de éxitos del momento y las estupideces que ven/escuchan, hipnotizados, en Tik Tok.

Me pregunto, ¿acaso no se cansan nunca del repetitivo tundete reggaetonero (o, como diría el productor panameño Rodney Clark Donalds, alias «El Chombo», el tumpa-tumpa), la guitarrita chillona y la voz de pajarito de los intérpretes de bachatas, los gritos de cumbiamberos que van desde las irritantes notas agudas y artificialmente entonadas del Grupo 5 hasta los alaridos destemplados de Tony Rosado? La respuesta es obvia, ellos no se cansan. Nunca se cansan.

Entonces, comencé a preguntarme qué canciones no me canso yo de escuchar y, luego de una larga preselección, terminé con tres listados enormes. Uno de música en inglés -pop-rock clásico-, uno segundo de música en español -un batido de baladas, trovas, pop-rock, criolla, salsa y latinoamericana- y un tercero de música instrumental, clásica y jazz. Quiero empezar esta serie de indulgencias personales con esta primera selección arbitraria, dedicada a canciones en inglés (aquí mi Playlist de YouTube). Siendo una persona obsesionada con casi todas las formas musicales -excepto el reggaetón y todo el latin-pop de los últimos veinte años, géneros que me cuesta considerar “formas musicales” pues las veo más como productos armados con una multiplicidad de elementos, entre ellos, sonidos y ritmos tomados de aquí y allá- me fue difícil hacer estos recuentos. Literalmente, puedo escuchar estas veinte canciones una y otra vez sin cansarme. Allá les van:

ACES HIGH – IRON MAIDEN (Powerslave, 1984): Este vertiginoso tema abre, con palabras de Winston Churchill, el quinto disco de Iron Maiden y sirvió para empezar los conciertos reunidos en el portentoso doble en directo Live after death (1985). La letra, entonada por Bruce Dickinson y escrita por el bajista Steve Harris, evoca a la Royal Air Force durante la Segunda Guerra Mundial. Los solos de Adrian Smith y Dave Murray aun me escarapelan la piel. Y ese final, lento y dramático, es inolvidable (verla en vivo, aquí).

AND YOU AND I – YES (Close to the edge, 1972): De todas las suites que hizo el quinteto británico, esta es la que más emociones me suscita. Los armónicos acústicos de Steve Howe al inicio, misteriosos y tensos (que retornan a la mitad); el celestial solo liberador de Rick Wakeman en la segunda parte; el omnipresente bajo Rickenbacker de Chris Squire y las letras místicas, con cierta carga política, escritas y cantadas por Jon Anderson; redondean la quintaesencia de lo que fue Yes entre 1969 y 1974: impresionismo musical, destreza y mucha imaginación. Sus primeras versiones en vivo son espectaculares.

AND YOUR BIRD CAN SING – THE BEATLES (Revolver, 1966): Puedo decir que no me canso nunca de escuchar a los Beatles. Pero escogí esta canción porque ese brillante sonido de las guitarras de Harrison y Lennon la hacen especial en el repertorio que elaboraron para este álbum de transición hacia experimentaciones menos convencionales. Me imagino a Roger McGuinn y Tom Petty reproduciendo el intrincado riff de este clásico que ha tenido muchas interpretaciones, entre ellas un ataque mordaz a Frank Sinatra. De niño, fue uno de mis capítulos favoritos de la serie animada que pasaban en Canal 5.

BACHELORETTE/JÓGA – BJÖRK (Homogenic, 1997): Me permito esta pequeña trampa al poner dos canciones de “mi marciana favorita”, la cantante y compositora Björk. Las dos aparecen en su tercer álbum y comparten elementos sinfónicos de belleza surrealista y profundidad electrónica. Mientras que la islandesa elabora, en Bachelorette, un cuento sobre un personaje ficticio, Jóga está dedicada a una persona real, su mejor amiga. El uso combinado de cuerdas -violines, cellos-, sintetizadores y efectos de sonido son como un lienzo de sonidos cautivantes y adictivos (las dos juntas, en vivo, en este video).

BLACK HOLE SUN – SOUNDGARDEN (Superunknown, 1994): Una canción para estos tiempos de ladrones pistoleros, agresores de perros, congresistas/ministros impresentables, farándulas chabacanas y pederastas cibernéticos. Eso es esta pesada oda a la extinción humana que Chris Cornell escribió en 15 minutos e incluye un lacerante solo de Kim Thayil. El pesadillesco video es lo que quiero para mi país cada vez que veo un noticiero. Un dato aparte, el crooner canadiense Paul Anka la grabó en versión jazz para su disco Rock swings (2005).

BLASPHEMOUS RUMOURS – DEPECHE MODE (Some great reward, 1984): Los sonidos industriales -martillos sobre placas de metal- y cornos franceses simulados en sintetizadores del principio le dan el aura oscura que necesita este tema, un cuestionamiento muy serio a la divinidad a partir de la historia de una atribulada adolescente que intenta suicidarse. El “enfermizo sentido del humor que debe tener Dios” al que alude el coro -en medio de un luminoso tecnopop- casi le cuesta unas cuantas censuras a su autor, Martin Gore, incluso al interior de su propio grupo.

BOHEMIAN RHAPSODY – QUEEN (A night at the opera, 1975): La guitarra de Brian May hace, en apenas 28 segundos, uno de los solos más electrizantes de la historia del rock para después dar paso a una extravagancia sin precedentes en aquel entonces. Más de 180 pistas vocales grabadas por Freddie Mercury, Brian May y Roger Taylor fueron montadas para simular un coro grandioso y polifónico. El cuento trágico que empieza como balada, tiene intermedio operístico y termina con un poderoso hard-rock posee tantos detalles que necesitaría dedicarle una columna entera.

CAN´T FIGHT THIS FEELING – REO SPEEDWAGON (Wheels are turnin’, 1984): Por razones personalísimas, esta canción me viene acompañando desde hace tres décadas y lo seguirá haciendo hasta el día de mi muerte. Las armonías vocales que arman Bruce Hall (bajo) y Alan Gratzer (batería) le dan gran emotividad al coro principal. Gary Richrath, por su parte, le mete fuego a su Gibson Les Paul para hacer de esta una de las mejores power ballads de los años ochenta. Fue escrita por el vocalista/pianista Kevin Cronin (aquí, en Live Aid).

COSMIK DEBRIS – FRANK ZAPPA (Apostrophe, 1974): Este blues encuentra a Zappa -otro de quien no me canso de escuchar nada de lo que dejó grabado- al frente de la que quizás fue su mejor banda que incluyó, entre otros, a George Duke (teclados), Ruth Underwood (vibráfono) y Chester Thompson (futuro baterista de Genesis). Es una mofa a los “vendedores de sebo de culebra”, falsos gurúes y charlatanes de toda laya. En los coros, las Ikettes, coristas de Ike y Tina. La versión en vivo, publicada en el boxset The Roxy Performances, es imperdible por la atmósfera relajada de los músicos.

GOODBYE STRANGER – SUPERTRAMP (Breakfast in America, 1979): Aunque su imagen es bastante hippie -túnicas, pelos y barbas largas- la elegancia de su sonido es indiscutible. En Goodbye stranger, escrita y cantada por Rick Davies, al piano Wurlitzer, se condensan todos los elementos que hicieron única a este quinteto inglés. Los falsetes, silbidos, panderetas y ese solo de guitarra de Roger Hodgson en el minuto final, apoyado por la apretada base rítmica de Dougie Thompson (bajo) y Bob Siebenberg (batería), son una maravilla.

LA VILLA STRANGIATO – RUSH (Hemispheres, 1978): La primera vez que oí este instrumental, en un recopilatorio doble llamado Chronicles, lo que más llamó mi atención fue reconocer una melodía que había escuchado de niño, en un capítulo de Looney Tunes. Powerhouse (Raymond Scott, 1937) es incluida en la sección denominada Monsters/Monsters reprise. Por supuesto que el tema, con el que el trío cerró la década de los setenta, muestra las extraordinarias habilidades de sus integrantes, Geddy Lee (bajo), Neil Peart (batería) y Alex Lifeson (guitarra).

MASTER OF PUPPETS – METALLICA (Master of puppets, 1986): El tema-título del tercer LP de Metallica -la canción que más han tocado en sus cuatro décadas de carrera- es un torbellino de ocho minutos y medio con un oasis de paz al medio, creado por las guitarras de Kirk Hammett y James Hetfield. La críptica metáfora sobre cómo las drogas pueden destruir tu vida no aburre nunca por sus cambios, solos y ese bajo de Cliff Burton que se aprecia mejor en versiones remasterizadas (aquí, en vivo en el 2019).

MORNING DEW – GRATEFUL DEAD (The Grateful Dead, 1967): “Despiértame en el rocío de la mañana” dice el primer verso de esta tonada canadiense de los años treinta, situada en un contexto post-apocalipsis. Jerry García y su corte de gitanos psicodélicos la grabaron en su disco debut. Pero es la versión en vivo de 1974, en el legendario auditorio de Winterland, la que me obsesionó. El sentimiento en la voz y guitarra de García es conmovedor. Casi a los seis minutos, el tema despega y su Gibson SG hace magia pura.

STARLESS – KING CRIMSON (Red, 1974): La pieza de casi trece minutos que cierra el último LP de la primera etapa de King Crimson es de una intensidad melancólica y oscura. El mellotrón y guitarra iniciales de Robert Fripp, los saxos de Ian McDonald y Mel Collins y la letra etérea son quebradas con un interludio en que guitarras y percusiones dispersas siembran la incertidumbre mientras el bajo de John Wetton va creciendo, junto con la batería de Bill Bruford, hasta explotar en un aquelarre de turbulento y ácido jazz-rock.

SUPPER’S READY – GENESIS (Foxtrot, 1972): Con sus casi 23 minutos de duración, esta historia en la que Peter Gabriel juguetea con conceptos bíblicos, fantasmagóricos y románticos/filosóficos, junta varias canciones en una sola, pieza central de su cuarto LP y de sus conciertos hasta 1974. A lo largo del cuento, Gabriel adopta varias caracterizaciones vocales mientras la banda realiza complejos pasajes de alto nivel. En la versión original de Foxtrot, Supper’s ready ocupa prácticamente todo el Lado B, precedida por una corta viñeta acústica de Steve Hackett, Horizons.

THAT’S THE WAY OF THE WORLD – EARTH WIND & FIRE (That’s the way of the world, 1975): Si hay un tema que resume la filosofía que movía a la formación original de este sensacional combo de soul, R&B y funk es este, que le da título a su sexto álbum. El solo de guitarra de Johnny Graham le da un toque distintivo a esta canción que sirve, en los actuales conciertos de EWF, para recordar la figura de su líder espiritual, motor creativo y fundador, el cantante y percusionista Maurice White, fallecido en el año 2016.

TOMMY THE CAT – PRIMUS (Sailing the seas of cheese, 1991): Para muchos entusiastas del rock de los noventa, el bajista definitivo de esa década fue Flea (Michael Balzary) de los Red Hot Chili Peppers. Probablemente no conocieron a Les Claypool. En este tema participa el genial Tom Waits, poniéndole voz aguardentosa al protagonista de la historia, Tommy, un gato callejero (en vivo Les alterna su narración en megáfono con la de su personaje gatuno). Los solos disonantes de Larry Lalonde y la batería funky de Tim “Herb” Alexander hacen del trío una versión pasada de vueltas de Rush.

TRUE FAITH – NEW ORDER (Substance, 1987): Este tema, estrenado en una recopilación doble de singles y lados B, se convirtió en un clásico inmediato, no solo por la letra que resulta retorcidamente positiva y el ritmo intenso marcado por Peter Hook (bajo) y Stephen Morris (batería), enmarcado en los envolventes teclados de Gillian Gilbert y la intermitente guitarra de Bernard Sumner. El video, una especie de sueño/videojuego, colorido y dinámico, hace contraste con las imágenes sugeridas del grupo en vivo, bañados en una melancólica y fascinante luz azul oscuro.

VOICES – CHEAP TRICK (Dream police, 1979): A este cuarteto de Illinois se les conoció en el Japón como “los Beatles americanos” por el impacto que tuvieron desde sus inicios en la tierra del sol naciente. Esta canción, escrita por el excéntrico guitarrista Rick Nielsen, decorada por voces superpuestas de Robin Zander y el rotundo bajo de doce cuerdas de Tom Petersson, parece una versión lenta de I want to hold your hand. El afilado solo de guitarra lo toca un invitado, Steve Lukather de Toto.

WHY DON’T YOU LIKE ME? – FRANK ZAPPA (Broadway the hard way, 1988): Sobre la base de una composición suya de 1970, Zappa construye esta burla sobre Michael Jackson, sus excentricidades y la psiquiátrica relación con su raza y familia –“I hate my mother… I hate my father… I am my sister… and Jermaine is a negro!”. En la última parte, la banda toca una versión acelerada del riff de Billie Jean, para luego retomar el tema original. La parodia del fallecido “Rey del Pop” la ejecuta el cantante/tecladista/saxofonista Bobby Martin. Previamente, esta adaptación de Tell me you love me (del álbum Chunga’s revenge) se llamó Don’t be a lawyer, un ataque feroz a políticos y abogados de la administración Reagan, con la cual cerraba sus conciertos en 1984.

BONUS TRACK:

IN BETWEEN DAYS – THE CURE (The head on the door, 1985): Varias cosas fascinantes en este clásico de la formación definitiva de The Cure -Robert Smith, Porl Thompson, Lawrence Tolhurst, Simon Gallup y Boris Williams-: el video con esa cámara que vuela y los colores surreales, la brillantez de guitarras y teclados y la letra, que deja espacio a múltiples lecturas (¿es un triángulo amoroso, es una fantasía, es una relación abierta?). así la tocaron en Lima hace diez años.

Para el próximo sábado, veinte canciones en español que no me canso nunca de escuchar. Hasta entonces.

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[MÚSICA MAESTRO] Desde mediados de los años noventa, con la llegada de la tecnología digital y el boom de los almacenes por departamentos, centros comerciales y supermercados, trabajar en una tienda de discos se convirtió en una especie de condena, un subempleo que contaba para su existencia con la pasiva resignación de enormes cantidades de jóvenes que, atraídos por la posibilidad de estar en contacto permanente con la música que les apasionaba (además de la necesidad de trabajar), terminaron aceptando condiciones laborales en empresas con horarios asfixiantes, sueldos ínfimos, tratos desconsiderados y una serie de desórdenes que impiden el desarrollo personal, anulan la vida social, no ofrecen línea de carrera, etc.

El disco -de carbón en los años treinta, de vinilo entre los cuarenta y ochenta/noventa, y los discos compactos que se comercializaban masivamente hasta hace diez o quince años- como producto comercial, siempre causó fascinación porque combinaba dos aspectos marcadamente diferentes, pero complementarios para efectos del desarrollo de la industria discográfica: la música como expresión artística y el soporte en el que venía almacenada, un objeto concreto, manufacturado, producido en serie.

El valor de un disco no solo estaba determinado por la obra de arte grabada en audio que contenía sino también por cómo venía presentada. Los empaques de vinilos cuidaban cada detalle de su diseño, con mucha creatividad e imaginación -casos excepcionales son las carátulas preparadas por los diseñadores de Hipgnosis, equipo gráfico comandado por el inglés de padres noruegos Storm Thorgerson (1944-2013), responsable de icónicas portadas para Pink Floyd, Led Zeppelin, Black Sabbath, Genesis y un larguísimo etcétera que llega hasta los años dos miles; las oníricas tierras fantasiosas que creó su colega y amigo Roger Dean (1944) para álbumes de Gentle Giant, Uriah Heep y Yes, principalmente. O las imaginativas escenas caballerescas que elaboró durante años el neoyorquino Ron Levine, para LPs de Fania Records y, particularmente, La Sonora Ponceña.

Esta tradición, que aun es proseguida por varios artistas con raíces en las guardias viejas -pienso, por ejemplo, en bandas como The Mars Volta, Tool, Howlin’ Rain o tantísimos otros que buscan trascender a la subcultura moderna del mp3 y ven cumplidos sus sueños con el renacimiento de la industria fabricante de vinilos -un tema fascinante en sí mismo. Ni hablar de géneros como el heavy metal en todas sus vertientes -los encartes de Iron Maiden, por ejemplo, diseñados por el legendario Derek Riggs- que son extremadamente pródigas en iconografías que van de lo mitológico y monstruoso a lo pesadillesco y satánico. Lo mismo ocurre con los cultores del rock progresivo y bandas de shoegaze que incluyen tipografías, colores y diseños con especial dedicación. Por ello, entrar a una discotienda en sus años dorados era, en muchos aspectos, como entrar a una verdadera galería de arte.

Hoy en día, que las opciones musicales orientadas a públicos masivos son cada vez más superficiales y que tanto productores como artistas colocan en segundos y terceros planos conceptos como valor artístico, calidad musical, trascendencia para darle preponderancia a la masificación, el éxito instantáneo, la sobre exposición de la imagen, la fama, la exposición en redes sociales, etc., la oferta de productos musicales es inmensa pero, al mismo tiempo, descuidada en lo relacionado a empaques y presentaciones. Con todo ello, a pesar de que la tecnología ha convertido a los coleccionistas de vinilos y CDs en una especie minoritaria y en riesgo de extinción, pareciera que, primera vista, el negocio de las tiendas de discos aun podría ser realmente fascinante y rentable, tanto para empresarios como para trabajadores. Y lo es, por supuesto que sí. No en nuestro país.

El music business involucra dos aspectos a menudo contrapuestos: a) la subjetividad asociada a la naturaleza artística de la actividad musical, sea cual sea su género o procedencia y b) la objetividad que rige en todo negocio comercial y sus variables, tales como tendencias, modas, atractivos, proyecciones, índices de rentabilidad, estrategias de marketing, etc. Por ende, así como lo ideal para un estudio legal es estar manejado por abogados; para un medio de comunicación, estar al mando de un comunicador/periodista; para un hospital, ser dirigido por un doctor en medicina; o para un restaurante, tener como jefe a un maestro de cocina; para una tienda de discos lo ideal sería tener, en la dirección/administración, a personas que, además de dominar el campo de los negocios, y que -atendiendo a las tendencias actuales- posean una buena capacidad de adaptación a los nuevos formatos, tengan una sensibilidad y una pasión especial, fuera del promedio, por la música.

Lamentablemente, eso no ocurre en el Perú desde hace, por lo menos, treinta años. Cuando no existe una combinación equilibrada de ambos aspectos, se produce la desnaturalización del negocio en cuestión y se comienza a distribuir mal las prioridades, llevando una actividad tan rica en matices y en posibilidades de desarrollo tanto comerciales como culturales, en un simple y llano puesto de mercado y, en extremos peligrosos, en pantalla para cubrir otra clase de actividades, menos santas. En un mundo laboral como el nuestro, tan carente de oportunidades, en el cual el 80% de empresas que ofrecen empleo son informales o que siendo formales, viven obsesionadas con optimizar sus ganancias invirtiendo lo menos posible, la mayoría de empresarios peruanos dedicados a la venta de música de las últimas tres décadas mantuvo sus tiendas sobre la base de una dinámica bastante pobre, sin llegar nunca a posicionarse como establecimientos comerciales ligados al mundo del arte, la cultura y el entretenimiento de alto nivel.

Los empresarios peruanos que decidieron continuar con las tiendas de discos tras la debacle de la legendaria cadena Discocentro -con una o dos excepciones a la regla- nunca tuvieron ese perfil que representó, en su momento, el hoy magnate Richard Branson quien inició su imperio -que incluyó en su momento el sello discográfico Virgin Records- con una pequeña tienda de discos en 1971, en Londres. Por el contrario, se alejaron de la intención humanista y ligada al arte para apegarse a lo peor de nuestra idiosincrasia empresarial clasista y explotadora. Disfrazados de jefes gamonales, con los ojos puestos únicamente en sus ganancias individuales, comenzaron a medir su éxito en su capacidad de ventas por volumen mas no en el potencial impacto social y educativo que tenía aquel rubro que atrajo, durante dos décadas y media, a fuerza de trabajo joven, con ansias de crecer y dar a poyo a sus familias.

Esto podía verse, por ejemplo, en la concentración de beneficios que obtenían los dueños frente a las estáticas condiciones laborales del personal de las tiendas, sin importar ni su producción, ni sus capacidades individuales, ni sus años de experiencia en contacto directo con aquellos clientes que sentían nostalgia por aquellos tiempos en que coleccionar discos no era, como lo es ahora, placer de minorías sino un acto de amor por las canciones con las que musicalizaban su vida diaria y que una discotienda no era, como es ahora en nuestra ciudad, un lugar semiclandestino destinado al eterno perfil bajo. Quienes alguna vez laboramos en algunas de estas cadenas vemos, con una combinación de nostalgia y tristeza, cómo aquellos locales, que podrían ser reductos de cultura musical en medio del caos sonoro que contamina nuestros distritos, sirven hoy para peluquerías, zapaterías, venta de cosméticos o videojuegos.

A nivel internacional, siempre hubo dos clases de tiendas de discos formales: las megatiendas estilo Virgin Records, Tower Records, Musimundo, etc. y las tiendecitas escondidas, esos huecos en los que, por lo general, uno puede encontrarse con personas extremadamente conocedoras, capaces de conseguir las rarezas discográficas más alucinantes. Las primeras son, hoy más que nunca, inimaginables en nuestro país: establecimientos inmensos que uno podría tardarse días en recorrer. Pisos y pisos en los que se vendían desde simples y llanos cassettes hasta instrumentos musicales, partituras, colecciones enteras de CDs y DVDs de cualquier artista o género. Cabe destacar que en pleno siglo XXI, esta situación ya es global. Por ejemplo, si uno entra al impresionante local de Barnes & Noble en Union Square (14th Street en el Bajo Manhattan, New York), hallará cinco pisos de libros, revistas y afines, pero su área de vinilos, CDs y DVDs no alcanza el área de un piso siquiera. Y las mencionadas Virgin o Tower Records simplemente ya no existen. En el documental All things must pass: The rise and fall of Tower Records (Colin Hanks, 2015) se aborda la historia de esta recordada cadena de discotiendas.

Las segundas son, más bien, parecidas a la que muestra la película High Fidelity (Stephen Frears, 2000) y que todavía pueden encontrarse por algunos recovecos de ciudades grandes de los Estados Unidos y Europa. En esta aclamada película, adorada por los melómanos de ayer, hoy y siempre, el actor John Cusack encarna a un apasionado coleccionista de discos que además, es dueño de una de esas tiendas pequeñas, que mantiene a flote debido a la exquisitez de sus conocimientos musicales, capaces de satisfacer las exigencias del cliente más especial y en diversidad de géneros, estilos y épocas. Aunque sus compañeros -representados por Jack Black y Todd Louiso- no se muestran tan amables con el público y presentan características y formas de comportamiento algo marginales, también poseen extremados conocimientos y un innegable amor por la buena música, lo cual asegura una atención esmerada cada vez que los clientes les demuestran estar «a su altura» en cuanto a sus elevados niveles de apreciación. Ellos no venden cualquier cosa. No señor. Ellos venden arte.

Las megatiendas de discos eran, como indica el prefijo, empresas gigantescas, obligadas a cumplir con estándares de atención y rendimiento. Y aunque es probable que su personal tuviese los niveles de automatización que podríamos encontrar en Lima en un vendedor de, por ejemplo, almacenes especializados como Saga/Ripley o Sodimac, nunca he escuchado que sus conocimientos musicales fueran limitados o que su capacidad de respuesta no haya sido óptima al momento de satisfacer los requerimientos de potenciales compradores, desde los más convencionales hasta los más extravagantes y rebuscados. Aun cuando sus vendedores no fueran todos expertos en música, sin duda alguna estas cadenas contaban con un sistema computarizado que ubicaba los productos a la velocidad del rayo y con una actualización permanente.

Y también era una regla que ese personal en aquellas megatiendas hoy desaparecidas trabajara en horarios rotativos y recibiera capacitación a cada momento -como seguramente pasa hoy en establecimientos gigantescos estadounidenses dedicados a otros rubros como Home Depot (construcción) o Whole Foods (alimentos)- y además estaban en contacto directo -por razones de mera ubicación geográfica- con el interesantísimo mundo de la industria musical que se desarrollaba a su alrededor. Aunque sería iluso pensar que no practicaron diversos niveles de explotación en su momento, no las imagino tan mal administradas como lo estuvieron aquí cadenas como Discocentro -en sus últimas dos décadas-, Music Box y (((Phantom Music Store))).

En Lima, las tiendas de discos fueron administradas por personajes a quienes difícilmente podríamos identificar con el que interpretó Cusack. Empresarios que nunca tuvieron esa conexión emocional, visceral con la música y, si la tuvieron alguna vez, fue tan superficial que desapareció cuando vieron que los números comenzaron a subir -para ellos- y terminaron dejando de lado esa naturaleza casi mística que existe en el círculo conformado por el COMPRADOR-PRODUCTO MUSICAL-VENDEDOR, utilizándola únicamente cuando podía servir como instrumento de marketing.

A pesar de esa desidia, esos empresarios tuvieron la suerte de que aquel círculo místico posee una profunda raíz que resulta muy difícil de quebrar. En muchos casos, vendedores y clientes desarrollaron amistades que trascendieron la existencia de las tiendas mismas. En ese entonces, los puntos de venta estuvieron llenos de personas que buscaron ingresar a esos subempleos por necesidad y por su afición por la música. Jóvenes aspirantes a melómanos, coleccionistas de cassettes y discos piratas, fanáticos de ciertos géneros, iban y se presentaban a las convocatorias para captar personal nuevo y al ingresar, se autocapacitaban. En muchos casos, los niveles de atención especializada en las cadenas musicales de Lima fueron altísimos pero aquello no fue, en ningún caso, mérito de los dueños, sino una casualidad de la cual se aprovecharon y que jamás valoraron debidamente.

¿Por qué pasó esto? Por la necesidad, por supuesto. La mayoría de aquellos jóvenes no contaba, al momento de empezar a trabajar en cualquiera de las cadenas mencionadas, con estudios superiores y aunque no eran del todo marginales, provenían en muchos casos de medios socioeconómicos que evidentemente no eran los mejores. Este es el esquema clásico que los expertos en problemática laboral denominan «mano de obra barata» y que, casi sin ninguna modificación, rige en el mercado laboral del Perú con enorme vitalidad y fuerza, en desmedro de las masas trabajadoras. La necesidad produjo un cuerpo de vendedores (una «fuerza de ventas») que terminó convirtiéndose en una cuadrilla homogénea que espera las directivas de quienes «más saben», los empresarios, los dueños. Como hoy ocurre en otros ámbitos de servicios, los horarios completos hacían imposible seguir estudios o tener una vida más normal. Porque para esos empresarios, hoy olvidados o metidos en vergonzosos líos legales, manejar una cadena de discotiendas era como vender ropa, seguros, celulares o papas. Pero no es así. No señores. Vender música es vender arte. Y eso fue lo que nunca comprendieron.

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Declive musical, discotienda, Industria discográfica, Tiendas de discos

[MÚSICA MAESTRO] La primera vez que vi The Last Waltz (Martin Scorsese, 1978) fue en muy malas condiciones, a través de la señal distorsionada que llegaba del Canal 27 UHF a los receptores caseros de televisión a finales de los ochenta, en alguna noche de fin de semana sin fiestecita de barrio -los recordados “tonos” de nuestra generación- en los que las patotas de antaño jugábamos a ser adultos brindando y bailando canciones de los Hombres G, Soda Stereo y The Cure. Borrosas y entrecortadas, esas imágenes me pusieron en contacto, por primera vez, con una de las bandas más importantes y, a la vez, más olvidadas por el público masivo consumidor de radios “rock and pop” y amantes superficiales del rock clásico.

La semana pasada, el culto por The Band se reactivó en medios culturales del mundo entero tras el fallecimiento, a los 80 años, del guitarrista y cantante Robbie Robertson, líder de facto y autor de las más grandes canciones de este grupo conformado por cuatro canadienses y un norteamericano, ocurrida el pasado 9 de agosto. Robertson, quien desarrolló una muy interesante carrera en solitario, con álbumes como Storyville (1991), How to become clairvoyant (2011), Sinematic (2019) o sus experimentos con música de las reservas aborígenes canadienses y estadounidenses -de las cuales provenía su familia materna-, Music for the Native Americans (1994) y Contact from the underworld of Redboy (1998), sucumbió finalmente a una larga batalla contra el cáncer de próstata, según fue conociéndose en los días posteriores a su deceso.

Al reescuchar los discos de The Band, me reafirmo en aquello de que la música es, de las artes mayores, la más cercana a un amigo(a) cuando se trata de buscar consuelo o simple y llana compañía. La naturaleza cambiante del estado de ánimo se sosiega cuando en el aire vuelan notas agradables al oído. Pueden ser vertiginosas y violentas, para generar distracción y catarsis. O pueden ser calmadas y acompasadas, para acompañarse en soledad. En ese sentido, The Band dejó registradas algunas canciones que califican en la segunda categoría. Los arropadores acordes de temas como The unfaithful servant o Rockin’ chair me hacen sentir una profunda y sincera lástima por las nuevas generaciones que abdican de su potencial sensibilidad, aislándose en las cacofónicas vulgaridades del reggaetón y afines, haciéndose voluntariamente incapaces de entender este derroche de musicalidad, no exento de humanos altibajos y tanáticos demonios internos.

The Band es, probablemente, el primer grupo de rock que, antes de recibir los aplausos y reconocimientos del público y la prensa especializada, gozaba de una muy buena reputación, construida desde las sombras del anonimato, como acompañantes de artistas “más mediáticos”, por utilizar un término común al lenguaje coloquial de nuestros tiempos, un camino que después replicarían bandas como Eagles, forjados como músicos de apoyo de Linda Ronstadt; o Toto, cuyos integrantes se pasearon, durante años, por estudios de grabación e hicieron giras con nombres establecidos como Steely Dan o Boz Scaggs, antes de lanzar su primer disco.

Cuando apareció aquel álbum debut, en 1968, el quinteto ya llevaba casi una década tocando juntos. A comienzos de los años sesenta, el cantante de rockabilly Ronnie Hawkins (1935-2022), nacido en Arkansas, se reubicó en Canadá y despidió a todos los integrantes de su banda, convenientemente llamada The Hawks, conservando solo al baterista, su paisano Levon Helm, y cubriendo las demás plazas con cuatro jóvenes de Ontario: Garth Hudson (teclados), Richard Manuel (piano), Rick Danko (bajo) y Robbie Robertson (guitarras). Esta nueva versión de The Hawks se hizo legendaria en Canadá y fue sentando las bases de lo que, poco después, se convertiría en una de las colaboraciones más trascendentes en el desarrollo del rock clásico hecho en los Estados Unidos.

A pesar del éxito que tenían junto a Hawkins, los cinco músicos sintieron constreñido su espacio creativo y decidieron, con su venia, separarse para componer material propio. Mientras cumplían una residencia en una pequeña taberna de Toronto fueron vistos y oídos por Bob Dylan, quien quedó sorprendido por las habilidades del combo. De inmediato, Dylan inició conversaciones con Helm y Robertson -voceros oficiales de aquel grupo de amigos, aun sin nombre- para armar una gira que le daría un vuelco radical a su carrera, el primero de los tantos que caracterizaron su trayectoria. En aquella gira cargada de rock y anfetaminas, que duró aproximadamente un año, Dylan añadió a su tradicional set acústico una segunda parte con instrumentos eléctricos. Esta movida no fue del agrado de un grueso sector de sus públicos que le endilgaron durísimas críticas y rechazos.

Casi al final del último concierto del tour, en Manchester, Inglaterra, un enardecido asistente resumió esa indignación gritándole “¡Judas!” a lo que Dylan respondió ordenándole a sus nuevos músicos que subieran el volumen y se arrancaran con una rabiosa versión de Like a rolling stone. El episodio -que, erróneamente, fue ubicado en el Royal Albert Hall de Londres por años- ha sido estudiado por expertos en el catálogo dylanesco e incluso podemos verlo, como escena final del documental No direction home (Martin Scorsese, 2005). Curiosamente, casi nunca se comenta que el grupo que lo acompañó aquella vez era, precisamente, The Band. Robertson incluso metió varias guitarras en el álbum Blonde on blonde (1966), uno de los más celebrados del autor de Blowin’ in the wind y Vision of Johanna.

Pero la relación entre ellos no quedó ahí. Luego del accidente en moto que por poco y lo mata en julio de ese mismo año, Bob Dylan se recluyó durante casi medio año en una casa de campo cercana a Woodstock, con los cinco músicos de The Band, para “hacer música como se debe hacer: sin público, haciendo círculo, frente a una fogata y un perro durmiendo al lado”. En total se grabaron más de cien canciones que, según ellos, nunca estuvieron pensadas para hacerse públicas. Sin embargo, ocho años después apareció -tras varias filtraciones piratas- un compendio doble de 24 temas extraídos de aquella encerrona bajo el título The basement tapes (1975), un disco de culto que hasta hoy es elogiado por la síntesis, profunda y respetuosa, de todo el bagaje musical estadounidense a través de clásicos de folk, blues, gospel y composiciones nuevas que, décadas más tarde, han sido reconocidas como los cimientos de un subgénero del country-rock muy popular y aun vigente, llamado comúnmente “Americana”.

Después de eso acompañaron a Dylan en su décimo cuarto álbum en estudio, Planet waves (1974) y, ese mismo año, salió un extraordinario disco doble en conjunto, Before the flood -esta práctica de salir al ruedo con una banda famosa como acompañamiento fue usada por Dylan en dos ocasiones más, con The Grateful Dead y Tom Petty & The Heartbreakers-. Muchos años después apareció una caja de seis discos, como volumen 11 de la colección The Bootleg Series titulada The basement tapes complete, 139 canciones en total, lanzamiento que se convirtió en uno de los acontecimientos culturales más destacados del 2014 en los Estados Unidos. En el 2019, Magnolia Pictures lanzó el documental Once were brothers: Robbie Robertson and The Band, contando detalles de su inicio, cenit y debacle.

Un año después, en 1968, los muchachos decidieron grabar su primer álbum, titulado Music from Big Pink, en referencia directa a la cabaña donde se produjo aquel íntimo retiro musical, en West Saugerties, en la zona rural New York, y en la que fueron concebidas las once canciones de este debut. Los sofisticados arreglos del disco llamaron mucho la atención de la comunidad de músicos, arrancando comentarios halagüeños de personajes ilustres como Paul McCartney o Eric Clapton. Durante sus andanzas con Dylan -con quien compusieron This wheel’s on fire y Tears of rage-, como aun no tenían nombre fijo, sus colegas se referían a ellos como “la banda”, a secas. Por eso, cuando llegó el momento, se quedaron con “The Band” que sonaba, a un tiempo, sencillo e importante.

The weight, escrita por Robertson, se convirtió en la canción emblema del disco y del grupo, además de hacerse popular como parte de la banda sonora de la madre de las “road movies”, Easy rider (Dennis Hopper, 1969). También destacan I shall be released -escrita por Bob Dylan-, y otras composiciones de Robbie como Caledonia mission o To kingdom come. Para su segundo disco, titulado sencillamente The Band, composiciones como The night they drove Old Dixie down, King Harvest (Surely come) o Up on Cripple Creek mostraron la vocación tradicionalista de Robertson, con temas asociados a la lucha por los derechos civiles, historias de las primeras poblaciones de Norteamérica así como mensajes de sentido social, búsqueda de justicia y solidaridad.

Ambos discos confirmaron la versatilidad de The Band. Según las necesidades de cada canción, Levon Helm pasaba de la batería a la mandolina y Richard Manuel, el pianista, se sentaba detrás de los tambores. Del mismo modo, Robertson, cuya principal función era la guitarra, tomaba el bajo para que Rick Danko, bajista oficial, se hiciera cargo del violín y la guitarra quedaba en manos de Helm. Por su parte, Hudson, el único con formación musical académica, era el arma secreta del grupo con su extraordinario dominio de teclados, acordeones y todo tipo de instrumentos de viento, además de dedicar tiempo para enseñarles jazz y música clásica a sus compañeros.

Gracias a sus conocimientos de electrónica, fue él quien armó todo en la cabaña para sus primeras grabaciones. Vocalmente, The Band tenía en Helm, Danko y Manuel “a los tres mejores cantantes blancos de rock de todos los tiempos”, como alguna vez dijo Bruce Springsteen. Así, pasaban del tono ronco y country de Levon Helm -The weight, Up on Cripple Creek-, a la voz cálida y aguda de Rick Danko –When you awake, Long black veil- y la sensibilidad de Manuel, decorada con bien colocados falsetes -I shall be released, Whisperine pines, Tears of rage, Across the great divide-, registros que además usaban en armonías muy bien amalgamadas.

The Band tocó en el Festival de Woodstock pero, por cuestiones contractuales, su presentación no fue incluida ni en el documental ni en el álbum triple original. Tras esos dos exitosos discos, siguieron más logros artísticos como Stage fright (1970, que produjo dos clásicos más, The shape I’m in y Stage fright), Cahoots (1971), el doble en vivo Rock of ages (1972) y un disco de covers de blues y R&B, Moondog matinee (1973). A medida que Robertson tomaba mayor control de The Band, comenzaron las fricciones internas, especialmente entre él y Helm, conocido por su carácter irascible. Para 1975-1976, Robertson manifestó su deseo de acabar, en buenos términos, con el proyecto grupal. Para hacerlo por todo lo alto, The Band organizó un concierto de despedida en el auditorio Winterland de San Francisco, regentado por Bill Graham, el mismo que se realizó el 25 de noviembre de 1976, la noche de Acción de Gracias (Thanksgiving).

En esa gala, ante un público de aproximadamente cinco mil personas y durante casi seis horas, Robertson, Danko, Helm, Manuel y Hudson compartieron su escenario con un elenco de distinguidos invitados: Eric Clapton, Neil Diamond, el pianista de Mardi Gras Dr. John, el ex Beatle Ringo Starr, la leyenda del blues Muddy Waters, Paul Butterfield, Van Morrison, Ronnie Wood de los Rolling Stones, sus mentores Ronnie Hawkins y Bob Dylan, y sus compatriotas Joni Mitchell y Neil Young. En 1978, dos años después, el concierto fue lanzado como álbum triple acompañado por un documental, bajo el título The Last Waltz, filmado y dirigido por Martin Scorsese. En el año 2019, esta película fue catalogada como patrimonio de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos por considerarla “significativa cultural, histórica y estéticamente”.

El grupo, ya sin Robertson, se reunió en los años ochenta para realizar varios conciertos pero, lamentablemente, la tragedia llegó en 1986 cuando Richard Manuel, acorralado por su alcoholismo, se suicidó en un hotel de Florida, a los 42 años. Rick Danko, quien se había librado de milagro de varias sobredosis, falleció a los 52, en 1999, de un ataque cardiaco. Mientras que Levon Helm, tras haberse peleado públicamente con Robbie Robertson, a quien acusó, al parecer de manera infundada, de aprovechar el abuso de drogas de los demás para apoderarse de sus regalías, sucumbió al cáncer a los 71, el 2012.

Aunque nunca llegaron a reconciliarse, Robertson acompañó a Helm en su lecho de muerte, convocado por una de sus hijas. “Lo tomé de la mano y le dije nos veremos en el otro lado, hermano”. Tras el fallecimiento de Robbie, Garth Hudson es, a sus 86 años, el único miembro de The Band vivo. Aunque hizo música hasta el 2015, los últimos reportes indican que estaría viviendo en una casa de reposo en New York, donde a veces ofrece recitales de piano. Bob Dylan, de 82, lamentó en sus redes sociales la partida de su “amigo de toda la vida” mientras que el Primer Ministro de Canadá, Justin Trudeau, manifestó que Robertson «fue una gran parte de las contribuciones que ha hecho Canadá a las artes”.

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[MÚSICA MAESTRO] Rock In Rio, Lollapalooza, Glastonbury, Pinkpop, Bonnaroo. Todos estos festivales le deben algo a Woodstock y, ahora, que acaba de cumplirse su aniversario 54, vale la pena recordar algunas cosas acerca de este evento contracultural que marcó la historia del rock y la vida de las casi 500,000 personas que allí estuvieron. En plena efervescencia del movimiento hippie, cuatro empresarios norteamericanos -John Roberts, Joel Rosenman, Artie Kornfeld y Michael Lang (fallecido en enero del año pasado, a los 77 años)- unieron sus esfuerzos y capitales para realizar un festival que reuniera a los mejores artistas del momento y que sirviera además como plataforma para que aquel contingente de jóvenes que, sobre la base de la filosofía pacifista, antibélica y prodrogas que servía de trasfondo ideológico del hippismo, pudiera demostrarle al establishment que eran capaces de asistir a un multitudinario concierto sin problemas. Y en buena parte lo consiguieron, aunque jamás imaginaron el impacto social y cultural que tendría su aventura.

Dos años antes, en 1967, el Monterey Pop Festival, célebre por el ritual pirómano de Jimi Hendrix y la electrizante actuación de Otis Redding, entre otros grandes artistas, había congregado a casi 60,000 personas. Tras una fuerte campaña publicitaria y habiéndose asegurado un lugar lo suficientemente grande -la hacienda de Bethel, propiedad de Max Yasgur (1919-1973), tenía un área de aproximadamente 600 acres (equivalentes a 240 hectáreas o 2.4 kilómetros cuadrados)- los organizadores habían calculado una asistencia máxima de 200,000 personas. Pero la enorme expectativa generada por los conciertos hizo que la cantidad proyectada terminara duplicándose, ocasionando una serie de problemas logísticos y, entre otras cosas, obligó a los organizadores a declarar el ingreso gratuito, debido a los cientos de miles de jóvenes que llegaban de diversos estados, trasladándose en caravanas. Esta situación se salió por completo de las manos de los encargados que vieron cómo se rebalsaban, literalmente, todas sus previsiones en cuanto a seguridad, orden, servicios higiénicos, etc.

Aun así, haciendo honor al slogan del festival, fueron tres días de paz, amor y música, que pasarían a la historia como la expresión más completa de lo que significó el movimiento hippie. Los saldos son conocidos: dos nacimientos, tres muertes, uno de los congestionamientos vehiculares más increíbles, líneas telefónicas colapsadas… y un conjunto de actuaciones memorables que quedaron registradas en el clásico documental, estrenado un año después y un excelente álbum triple, el de la famosa carátula que muestra a una joven pareja envuelta en una frazada, al amanecer del segundo día (foto del legendario reportero gráfico de la revista Life, Burk Uzzle, hoy de 85 años). Bobbi Kelly y N. Ercoline, los protagonistas de aquella icónica imagen se habían conocido tres meses antes del festival y, dos años después, se casaron. Estuvieron juntos 54 años, hasta el 19 de marzo de este año, en que Bobbi falleció a los 74 (aquí la historia contada a detalle por el periodista peruano Ricardo Hinojosa).

En esta época de rebuznadores urbanos, bataclanas disforzadas, personajes andróginos y sumamente homogeneizados, es revitalizador ver y escuchar, por ejemplo, a un descosido, desdentado y frenético Richie Havens (1941-2013), con su ronca voz y su golpeada guitarra de palo, estremeciendo el escenario con sus lamentos Freedom y Sometimes I feel like a motherless child. Una de las imágenes que siempre me han fascinado de ese primer día es ver cómo Havens se aleja del micrófono, encorvado y con la espalda bañada en sudor, inmerso en su rasgueo incansable, a pesar de haber roto una cuerda, cantando sin importarle si el público lo escucha o no.

O por ejemplo la encantadora voz de Joan Baez, embarazada, entonando a capella Swing low sweet chariot, himno de lucha por los derechos civiles, que se cantaba en las reservas amerindias del siglo XIX. O esa joyita de Arlo Guthrie -hijo de Woody Guthrie (1912-1967), el padre musical de Bob Dylan, autor de otro himno del folk norteamericano, This land is your land (1940)- titulada Coming into Los Angeles. Además de los mencionados, aquel viernes 15 de agosto, desde las 5:17pm, desfilaron otros grandes trovadores como Melanie, Tim Hardin y The Incredible String Band, así como el maestro Ravi Shankar (1920-2012), quien ya había cautivado a los rockers de la época con sus enigmáticos sitares, traídas desde la India, en el festival de Monterey.

El sábado 16, desde el mediodía, la electricidad se fue apoderando del escenario y el mar humano se aprestaba a ver en vivo a algunos de los artistas que marcaron a fuego el desarrollo del rock, expresión artística de enorme carga emocional y poder de convocatoria. Ese día, un cantautor folk poco conocido, líder comunitario y activista político, Country Joe McDonald (líder del combo psicodélico The Fish), hizo cantar a todo el mundo su I-feel-like-I’m-fixin’-to-die rag, una de las proclamas anti-Guerra de Vietnam más directas del festival.

Posteriormente, el filosófico recital de John Sebastian, dio paso a una ráfaga desconocida para los norteamericanos, un sonido que los hizo enloquecer. Las congas y ritmos caribeños del guitarrista mexicano Carlos Santana -en aquel entonces un desconocido inmigrante de apenas 21 años- deben haberse escuchado como traídos del espacio (o del infierno) en los oídos de los miles y miles de jóvenes, que, trepados en LSD y marihuana, sentían que cada nota les estremecía el alma y sacudía el cuerpo en un éxtasis (casi) sexual no muy difícil de imaginar. Esa versión de Soul sacrifice es una descarga de energía chamánica y talento musical indescriptible.

En la versión oficial del documental destacan, del segundo día de festival -que se extendió hasta el amanecer del tercero- las actuaciones de Santana, Sly & The Familiy Stone, un combo negro de soul y funk que alborotó al público con su frenética rendición de I want to take you higher; y el cuarteto británico The Who, que cerró con el excelente tema de la ópera Tommy, See me feel me. Lamentablemente, diversos problemas nos impidieron apreciar en aquella clásica primera versión de la película dirigida por Michael Wadleigh, algunas presentaciones capitales, que fueron reveladas décadas después. En el caso de Janis Joplin, según cuenta la editora y camarógrafa Thelma Schoonmaker, hubo unos inconvenientes con la cinta que contenía el concierto de la extraordinaria intérprete, quien fallecería al año siguiente, a los 27 años. Tampoco fue incluido en el largometraje la tocada de C. C. Revival, esta vez por cuestiones contractuales que no permitieron a los realizadores incluir canciones del cuarteto californiano liderado por el cantante y guitarrista John Fogerty. Uno de los casos más notorios fue el de The Grateful Dead, animadores del festival y de la subcultura hippie, cuyo concierto sufrió una serie de accidentes debido a la lluvia. El sonido falló permanentemente e incluso Jerry García y Bob Weir, líderes del grupo, recibieron descargas eléctricas de sus guitarras y micrófonos.

Aunque el programa oficial de conciertos anunciaba a los Jefferson Airplane para «cerrar la noche» del sábado, lo que hizo la banda psicodélica de San Francisco fue abrir el domingo con sus alucinadas canciones, viñetas sonoras de la movida de la Costa Oeste. Grace Slick recibe al público con un saludo en el que anuncia las “música maniaca matutina” tras los latigazos de electricidad que había lanzado The Who un par de horas antes (otro de mis momentos favoritos). Eran las 6 de la mañana. Luego del receso, en el que los asistentes aprovechaban para dormir, comer, bañarse en el río o divertirse jugando en el lodo, llegó el turno de otro británico, el cantante Joe Cocker y su grupo, The Grease Band. Ninguna de las versiones que el inglés ha cantado en años posteriores supera a su reinterpretación, esa tarde, de With a little help from my friends, tema original del LP Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967) de los Beatles y que, en nuestro medio, se hizo muy conocida como cortina de la recordada serie Los Años Maravillosos.

Después de Cocker, una fuerte tormenta interrumpió brevemente el desarrollo del evento. Tras el escampe, unas horas después, vino otra tormenta, esta vez generada por la guitarra de Alvin Lee y su grupo Ten Years After. I’m going home es un arrebatado rock and roll a mil por hora, que Lee interpreta en estado de catarsis, aferrado a su Gibson ES-335, solo frente al mundo. Esa noche pasaron por la arena importantes grupos como The Band, Blood Sweat & Tears, Paul Butterfield y Johnny Winter, cuyas actuaciones tampoco figuraron en la película. Otra de las máximas atracciones del festival, los debutantes Crosby Stills & Nash, con intermitentes apariciones de Neil Young -quien solicitó expresamente no ser filmado-, saltaron a la tarima como portadores del nuevo sonido del folk norteamericano, casi a las 3 de la mañana. Armados solo con sus guitarras y sus voces, (David) Crosby, (Stephen) Stills y (Graham) Nash interpretan su Suite Judy blue eyes. Finalmente, Jimi Hendrix irrumpió ante un público ya disminuido -la gente había comenzado a irse durante la madrugada- y su concierto, que incluye la famosa interpretación del himno nacional de los Estados Unidos, en que el extraordinario guitarrista zurdo realiza una intensa alegoría acerca de los horrores de la guerra, imitando bombardeos y vuelo de aviones de combate con su electrizada Fender Stratocaster fue visto por una pequeña multitud exhausta, incapaz de percibir el valor artístico de lo que, en ese preciso momento, estaba ocurriendo.

El anecdotario acerca de aquellos artistas que no llegaron a actuar en el Festival de Woodstock es inmenso. Por ejemplo, The Jeff Beck Group -Jeff Beck (guitarra), Rod Stewart (voz), Ron Wood (bajo) y Aynsley Dunbar (batería)-, estuvo programado, pero se separaron una semana antes. El manager de Joni Mitchell decidió no aceptar la invitación, porque pensó que solo asistirían 500 personas. La compositora canadiense compuso, poco después, una canción dedicada al festival, que se hizo famosa en la versión de Crosby, Stills & Nash. Chicago Transit Authority -luego conocidos mundialmente como Chicago, habían estado en la lista original. Sin embargo, tenían un contrato previo con Bill Graham, por lo que en su lugar entró Santana, banda a la que también manejaba en ese entonces. Según el cantante y bajista Peter Cetera “estábamos molestos con él por hacernos eso”.

Los organizadores llamaron a John Lennon para pedir que The Beatles tocaran, pero Lennon exigió que incluyeran a su nuevo grupo The Plastic Ono Band, en la que cantaba su esposa, Yoko Ono. No lo volvieron a llamar. Para George Harrison, asistir a Woodstock tras pelearse con Paul McCartney durante las grabaciones del álbum Let It Be, fue un escape de aquella tensa situación. The Rolling Stones no fueron invitados, por dos razones: la primera, cobraban mucho más de lo presupuestado. La segunda, en ese momento tenían un éxito llamado Street fightin’ man, que podría haber dañado la onda pacífica del festival. Jethro Tull, que para 1969 había lanzado dos alucinantes discos -This was y Stand up! rechazó la invitación. Su líder, Ian Anderson, dijo: «no quiero pasar todo mi fin de semana en un campo repleto de hippies que no se han bañado». The Mothers Of Invention también recibió la oferta, pero Frank Zappa no aceptó: «Hay mucho barro en Woodstock». La participación de The Doors se canceló a último momento. Según el guitarrista Robbie Krieger, desistieron porque creyeron que sería una “repetición de segunda clase del Festival de Monterey”, pero después se arrepintieron de esa decisión.

Hoy abundan los análisis acerca de las verdaderas motivaciones del festival, así como los debates con respecto a la real trascendencia del hippismo y su significado: ¿Eran verdaderos ideólogos juveniles protestando contra la insensatez de los «mayores» o simplemente se trató de la masiva manifestación egocéntrica y hedonista de una generación ansiosa por validar sus comportamientos al margen de lo socialmente aceptado? Lo más probable es que haya tenido de ambas cosas, pero más allá de cualquier opinión personal o de estudios descontextualizados, resulta evidente que en el mundo actual, mientras que asuntos como la paz y el amor están cada vez más alejados de convertirse en insumos de una convivencia armónica, derrotados por la guerra, las ambiciones por poder y dinero, la comercialización del amor, la imagen y sus diversas manifestaciones, la delincuencia pistolera y la corrupción política- la música, sobre todo la que se hizo en aquellos tres días de agosto de 1969, aun vive entre nosotros, aun emociona, aun sorprende. En el 2019, por los 50 años de Woodstock, se estrenó el documental Woodstock: Three days that defined a generation (Barak Goodman), que recoge el espíritu libre y despeinado de aquel “verano del amor”.

 

 

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[MÚSICA MAESTRO] El pasado miércoles 9 de agosto se cumplieron 25 años del fallecimiento de uno de los cantantes de salsa más populares y queridos, Frankie Ruiz. Su peculiar tono de voz, actitud quimbosa y algunas inflexiones únicas en su forma de cantar como la característica “doble erre” con la que pronunciaba palabras en las que no correspondía tal fonema, como cuando decía “serrías” o “pasarron” o las permanentes llamadas a “mi china” -su esposa Judith- en cada uno sus éxitos, hicieron de este hijo de boricuas nacido en Patterson (New Jersey, EE.UU.) uno de los favoritos en aquellos tiempos en que la salsa comenzó a reinventarse con toda una nueva generación de intérpretes que llegó para reemplazar a los primeros salseros e instalarse para siempre en las preferencias del público bailador.

Aun cuando se le considera en diversos foros especializados en lo afro-latino-caribeño-americano (Luis Delgado “Saravá” Aparicio, dixit) como el iniciador de la llamada “salsa sensual”, debido a canciones como Quiero llenarte o Desnúdate mujer -ambas de su segundo LP en solitario, Voy pa’ encima (1987)-, se le recuerda más como un sonero en la tradición de los primeros vocalistas de la salsa dura. De hecho, esas dos y muchas otras de su repertorio se inscriben, indudablemente, en la temática vigente en sus años de mayor éxito, pero su estilo personal y el sonido de su orquesta tuvieron poco o nada que ver con las melosas intenciones de colegas contemporáneos como Eddie Santiago (Puerto Rico) o Hildemaro (Venezuela), que sí definieron aquel acercamiento de la salsa al pop romántico.

José Antonio Torresola Ruiz vivió hasta los quince años en EE.UU. con su madre -que lo había dado a luz a esa misma temprana edad, en 1958- y sus hermanos Víctor y Juanito, para luego mudarse a Puerto Rico. La familia se instaló en la región Mayagüez, a dos horas de la capital San Juan. Interesado en la música desde la secundaria, la futura estrella de se la pasaba escuchando a Ismael Rivera, Ismael Miranda y Héctor Lavoe, soñando con estar frente a los micrófonos algún día. Aquel sueño comenzó a hacerse realidad mucho antes de lo que él mismo podría haberse imaginado.

Entre 1968 y 1975 aproximadamente, el auge de todo lo que salió de los estudios neoyorquinos de Fania Records monopolizó la atención del público, con producciones de altísimo nivel compositivo, interpretativo y vocal. En paralelo, desde la isla del encanto se fue desarrollando también una prolífica escena que, poco a poco, se fue incorporando a la salsa dura hasta que, finalmente, tomó la posta tras el declive del sello de Jerry Massucci y Johnny Pacheco. Cuando el conglomerado de megaestrellas de la Fania comenzó a independizarse -Héctor Lavoe, Rubén Blades, Willie Colón, etc.-, la escena borinqueña de ensambles que iniciaron sus caminos tocando boogaloo comenzó a hacerse notar con más fuerza.

En esos tiempos, los nombres que sobresalían eran los de las orquestas y sus directores, mientras que los cantantes, estables o intercambiables, rara vez gozaban de protagonismo. Los casos más saltantes fueron siempre El Gran Combo de Puerto Rico y La Sonora Ponceña, bajo la dirección de Rafael Ithier y Enrique Lucca/Papo Lucca, respectivamente, pero hubo muchas otras, todas muy buenas: Raphy Leavitt y La Selecta, Willie Rosario y su Orquesta, Rafael Cortijo y su Combo, Los Hermanos Lebrón. En este tipo de agrupaciones nació musicalmente Frankie Ruiz, un camino similar al que tuvieron sus colegas Lalo Rodríguez (en la orquesta de Eddie Palmieri), Gilberto Santa Rosa (Willie Rosario) o Paquito Guzmán o Héctor Tricoche (Tommy Olivencia).

A los trece años tuvo su primera experiencia como cantante, cuando aun vivía en los Estados Unidos, gracias a la oportunidad que le dio Charlie López, director de La Orquesta Nueva, con quienes grabó un disco de 45 RPM con dos canciones, Salsa buena -firmada por él bajo el nombre José A. Ruiz- y Borinquen. Sin embargo, fue en 1977 que inicia oficialmente su carrera profesional, como uno de los vocalistas de La Solución, dirigida por el bajista y arreglista Roberto Rivas, conjunto en el que permaneció hasta 1980, año en el que ingresó a uno de los grupos salseros más importantes y prestigiosos de Puerto Rico, la orquesta del trompetista Tommy Olivencia (1938-2006).

Con la primera grabó dos álbumes, compartiendo el rol de vocalista principal con Jaime “Megüi” Rivera (1953-2023). En el primero de ellos, titulado simplemente Roberto Rivera y La Solución (1979), se puede escuchar a un Frankie Ruiz muy joven, de 21 años, entonando canciones como De sentimiento me muero o La fiesta no es para feos, además de una nueva versión de su composición Salsa buena. Al año siguiente, en el LP Orquesta La Solución (1980), Frankie Ruiz anota un gol de media cancha con su robusta interpretación de La rueda, una vieja ranchera escrita por el veracruzano Víctor Manuel Mato Argumedo y grabada en 1966 por el charro Antonio Aguilar.

Los arreglos del boricua Máximo Torres, intérprete del tres y la guitarra, convirtieron este tema en un clásico incombustible de la salsa de finales de los años setenta, con un sonido cercano a las descargas del tándem Willie Colón/Héctor Lavoe, e hicieron olvidar la poderosa versión rumbera grabada, también en 1966, nada menos que por la “Reina del Guaguancó”, la cubana Celia Cruz (1925-2003) junto a la orquesta del timbalero Tito Puente (1923-2000), en el LP Cuba y Puerto Rico son… (1966).

Con La rueda, Frankie Ruiz se metió al bolsillo al público salsero. Era solo el comienzo de una carrera brillante en lo musical pero accidentada en lo personal, al punto que se le llegó a comparar en varias oportunidades al gran Lavoe. En ese mismo disco destacaron también Separemos nuestras vidas y Quisiera, composición de Alberto “Titi” Amadeo muy popular en Cuba durante los años cincuenta, que fuera reactualizada por Willie Colón en su álbum Hecho en Puerto Rico (1993), con su título definitivo, Idilio.

Como vocalista de Tommy Olivencia y su Orquesta -conocida entre los salseros portorriqueños como “La Primerísima”- trabajó entre 1981 y 1984, en tres álbumes para el sello discográfico venezolano Top Hits, también conocido como TH Records. En el primero de ellos, titulado Un triángulo de triunfo (1981) destacaron las canciones Cosas nativas y Primero fui yo, otros dos clásicos inmediatos, siempre con los arreglos de Máximo Torres. Luego vendrían los éxitos Como una estrella y Cómo lo hacen, quizás una de sus grabaciones más populares, incluida en el LP Como una estrella (1983). Y, finalmente, grabó un arreglo en salsa (otra vez de Torres) de una conocida balada, Lo dudo, para el disco Celebrando otro aniversario (1984). Esta canción, compuesta por el español Manuel Alejandro, había sido éxito en toda Hispanoamérica en la voz de José José, para Secretos (1983), el LP más vendido de la industria discográfica mexicana.

Esta cadena de logros discográficos posicionó a Frankie Ruiz como uno de los salseros del momento. Dos temas adicionales con Tommy Olivencia, Viajera, del portorriqueño Carlos Fanfán; y otra ranchera antigua transformada en salsa, nuevamente, por Máximo Torres, Que se mueran de envidia, grabada en 1962 por Javier Solís (1931-1966) y escrita por el dominicano Mario de Jesús Báez, autor de otro famoso éxito del legendario cantante mexicano, el bolero Y…, aparecieron en dos recopilatorios de artistas de TH Records, titulados Primer y Segundo Concierto de la Familia TH, lanzados en 1981 y 1983.

Sus ansias por desarrollarse como solista fueron abrazadas por el sello TH, en alianza con otra importante casa discográfica venezolana, Rodven. El primer lanzamiento de Frankie Ruiz se tituló, convenientemente, Solista… pero no solo (TH-Rodven Records, 1985) y fue directo a la cima de la popularidad salsera gracia al tema La cura, composición de otra leyenda de la música latina, Catalino “Tite” Curet Alonso (1926-2003), autor de verdaderos clásicos como Las caras lindas (Ismael Rivera), Anacaona (Cheo Feliciano), Lamento de Concepción (Roberto Roena), Periódico de ayer (Héctor Lavoe) y muchos otros, que se convirtió en su canción emblema, no solo por la potencia de sus arreglos sino porque a través de la letra se deslizaba el grave problema que, finalmente, terminaría de manera prematura con la vida del cantante: su adicción a las drogas.

En 1980, cuando Frankie disfrutaba de las primeras mieles del éxito con La Solución, su madre Hilda Estrella falleció en un accidente de carretera, mientras viajaba con su hermano menor, Víctor, quien sobrevivió al siniestro. Este trágico acontecimiento lo sumergió en aquel vicio tan común en artistas que buscan escapar de sus demonios cuando la realidad los golpea. Para cuando apareció al frente de su grupo en 1985 -que incluyó como coristas a los cantantes Héctor “Pichie” Pérez y Tito Gómez (ambos famosos con La Sonora Ponceña)- ya era sabido que aquella debilidad convertía al amable y sencillo cantante en una impredecible caja de sorpresas. Ese debut incluyó versiones en salsa de baladas muy conocidas –Esta cobardía, del español Chiquetete; El camionero, del brasileño Roberto Carlos; o Tú con él de la banda uruguaya Los Iracundos- que ayudaron a insertarlo en la nueva movida de la “salsa romántica”.

Voy pa’ encima (1987) es el disco definitivo de Frankie Ruiz. Además de las mencionadas Desnúdate mujer y Voy a llenarte, destacaron otros temas como Si no te hubieras ido, Quiero verte e Imposible amor, siempre con esa onda que combinaba romanticismo y picardía de barrio. El siguiente álbum, En vivo y a todo color (1988), consolidó su presencia en radios y festivales con canciones muy populares como Me acostumbré, Si te entregas a mí, Solo por ti o Y no puedo. Al año siguiente, en medio de un confuso altercado, Frankie Ruiz atacó a un sobrecargo en un vuelo doméstico dentro de los EE.UU., por lo que le dieron tres años de cárcel, sentencia que cumplió en Florida. TH-Rodven logró editar, en medio de su carcelería, el LP Más grande que nunca (1990), manteniendo vigente al cantante con títulos como Para darte fuego o Me dejó. Mientras estuvo preso, Frankie Ruiz siguió haciendo música y hasta armó una orquesta con los internos.

Su gran retorno fue con el álbum Mi libertad (1992), aun bajo el sello TH-Rodven y con el apoyo de su amigo y productor Vicente “Vinnie” Urrutia. El tema-título, Mi libertad, escrito por los panameños Pedro Azael y Laly Carrizo, refleja en una letra sensible las vivencias del cantante entre rejas. El tema fue un rotundo éxito y hasta hoy es uno de los más solicitados de su catálogo. Sin embargo, ya se venían sugiriendo cambios en la industria discográfica y en la música latina, por lo que su tipo de salsa comenzaba a percibirse como un placer de minorías nostálgicas por aquel sonido orgánico que, poco a poco, iba retrocediendo ante la aparición del “latin-pop”. Esto, sumado a factores externos relacionados a sus hábitos dentro y fuera del escenario fueron apartándolo de la escena pública. Aun así, después de Mi libertad vinieron algunos éxitos más –Tú me vuelves loco (Puerto Rico soy tuyo, 1993), Mirándote (Mirándote, 1994) o Ironía (1996).

Frankie Ruiz estuvo dos veces en el Perú. La primera fue con la delantera de vocalistas de La Solución, en 1981, en la Feria del Hogar, un par de años antes que se inauguraran los recordados conciertos de El Gran Estelar. Y la segunda fue, ya como solista, en la noche de Año Nuevo de 1986, con un publicitado concierto en la llamada “Esquina del Movimiento”, un local ubicado en Paseo de la República, cerca de la Plaza Grau. En esa fiesta, Frankie Ruiz alternó con músicos peruanos, particularmente con la orquesta chalaca Combo Espectáculo Creación, de los hermanos Jorge y Óscar Mendoza, una de las más activas de aquellos años. Unos días después, el 3 de enero de 1987, actuó con su orquesta en el desaparecido salsódromo La Máquina del Sabor de Chorrillos. Quienes asistieron a esas tocadas recuerdan con claridad el carisma y la calidad que desplegaba sobre el escenario.

La vida de Frankie Ruiz se apagó en 1998, unos meses después de haber cumplido apenas 40 años, en un hospital de New Jersey, luego de varios internamientos debido a la cirrosis que le provocó su masivo consumo de alcohol y drogas. Llegó a grabar una última canción ese mismo año, Vuelvo a nacer -incluida en el recopilatorio Nacimientos y recuerdos- que tuvo mucho éxito a pesar de que dejaba notar claramente que no era el mismo vocalmente. Los homenajes no se hicieron esperar, tras su deceso. En el 2004 apareció un CD/DVD en vivo, Va por ti, Frankie, con estrellas como Lalo Rodríguez, Paquito Guzmán, José Alberto “El Canario”, Luis Enrique, entre otros. Un año antes, Jerry Rivera grabó once temas de Frankie Ruiz para su CD Canto a mi ídolo y en la carátula sale una foto de 1986, en la que Jerry, de 13 años, posa junto a Frankie. Hoy, que la música latina es predio de impresentables, la figura del “Papá de la Salsa” se levanta más grande que nunca.

 

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Frankie Ruiz, Música latina, Salsa clásica
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