Inmediatamente después de la proclamación como Presidente de la República del profesor de Primaria Pedro Castillo Terrones, natural de Chota (una de las trece provincias de la histórica y hermosa región Cajamarca), una melodía, alegre y saltarina, tocada con acordeones y guitarras acústicas, comenzó a sonar. Frente a la Casa del Maestro, en Paseo Colón. En la Plaza de Armas de Chota. En las redes sociales. Un huayno de carnaval que muchos jóvenes limeños conocimos, a comienzos de los años noventa, a través del comercial de una conocida marca de cerveza, grabado precisamente para Fiestas Patrias.

«Tenemos un desafío, paisano. Tenemos un desafío, paisano. Hay que hacer un Perú grande, paisano. Para todos nuestros hijos, paisano…» entonaban, acompañados por la Orquesta Sinfónica Nacional, Los Campesinos, un conjunto cusqueño/andahuaylino muy popular en toda la sierra sur y en los enclaves de migrantes integrados a la capital desde los años cincuenta –Wilfredo Quintana, uno de sus fundadores, falleció en junio del año pasado– pero que, para el público limeño de la época, eran solo unos señores sin nombre, quizás actores, y su aparición en la tanda publicitaria de los cuatro o cinco canales de televisión que existían en esos años (no había cable ni internet) no trascendía más allá de la anécdota, la tonadilla pegajosa, el mensaje positivo, la superficial y siempre dudosa intención “inclusiva” de publicistas con buen ojo oportunista para aprovechar las olas de patriotismo que se levantan cada mes de julio para vender más.

El tema, que lleva por nombre El Cilulo (o simplemente Cilulo), es el más representativo del cancionero folklórico cajamarquino, infaltable durante las festividades de la última semana de febrero, en pasacalles, coliseos y patios de casas donde el carnaval se celebra(ba) a todo dar. La paternidad del Cilulo se la disputan, desde hace décadas, las provincias de Celendín y Cajabamba, aunque según los expertos hay más de una evidencia de que se trata de un himno “shilico” (así se autodenominan los nacidos en Celendín, cuyo gentilicio oficial es celendino).

Una de las particularidades del Cilulo es que no tiene una letra fija. Las coplas, de tono pícaro y costumbrista, cambian según la inspiración de las comparsas, aunque siempre conservan elementos comunes, usados para describir un tradicional cortamonte. Hay distintas versiones del significado de “cilulo”. Mientras que algunos dicen que es un árbol, otros dicen que se trata de uno de los aparejos del jinete de caballos de paso. Una tercera teoría afirma que “cilulo” era un muñeco que se ubicaba junto al árbol durante la danza, previa al ritual de echárselo abajo a machetazos. Toda una interesante discusión en la que confluyen elementos artísticos, simbologías locales, costumbres familiares y leyendas rurales, en el marco de una celebración pagana, el carnaval, en su versión mestiza de sabor nacional.

Este contraste de la popularidad del Cilulo –máxima en Cajamarca; mínima en Lima-, es solo una de las tantas muestras de la profunda y normalizada desconexión entre lo provinciano y lo capitalino que nos caracteriza como país desde hace mucho tiempo. Un himno en toda Cajamarca, que corona las fiestas carnavalescas desde los años cuarenta (hace 80 años) pero que en Lima apenas es reconocido por algunos círculos de estudiosos, melómanos y gente más o menos interesada en la música nacional. Eso sin mencionar, por supuesto, a los miles de descendientes de cajamarquinos nacidos y establecidos en Lima, limeños de padres y abuelos provincianos. No es que sea una novedad esa desconexión. O un descubrimiento. Es, sencillamente, una lamentable demostración de la grieta cultural que aún está pendiente de resanarse en nuestro país. Nos divierte la tonada, pero no sabemos ni su nombre ni su origen. No es el único caso.

Guillermo Salazar Pajares es un nombre que al limeño promedio no le suena absolutamente a nada. En Cajamarca es conocido como «El Frank Sinatra del Carnaval». Desde los años setenta, Salazar Pajares compone y canta huaynos, parrandas y carnavales para que salgan las patrullas cada febrero a encender calles y plazas, con sus animadas rondas y coloridos trajes típicos. Don Guillermo y su Conjunto ha puesto la música en los festejos de su tierra desde muy joven, siempre con su güiro en la mano y flanqueado por sus principales vocalistas: Violeta Valdez y Carlos Izquierdo, con quienes compartía micrófono en grabaciones para sellos como Odeón del Perú e Iempsa. Lamentablemente, don Carlos –a quien llamaban cariñosamente “Che Carlitos”- falleció en el 2014 y doña Violeta, en febrero de este año, víctima de COVID-19. Aquí los vemos en una de las tantas versiones que hizo Don Guillermo y su Conjunto del popular Cilulo.

Otro importante intérprete de folklore cajamarquino fue Miguel Ángel Rubio Silva, más conocido en el ambiente artístico como El Indio Mayta. Sus LP, publicados por la desaparecida compañía discográfica Fabricantes Técnicos Asociados (FTA), junto a su grupo Los Huiracochas, tuvieron mucho éxito en la década de los setenta, en que la migración del campo a la ciudad y el gobierno de Velasco dieron mucho espacio a opciones musicales vernaculares. Pero, otra vez, las sombras de la discriminación y el centralismo convirtieron al Indio Mayta en poco más que un personaje pintoresco. Los niños limeños supimos de su existencia por la imitación que, de él, hacía el recordado cómico Miguel Ángel «Chicho» Mendoza, en el programa Risas y Salsa, de gran parecido físico con el cantante. Siempre con su bombo y vestido de campesino, El Indio Mayta soltaba su característico saludo «usshhhaa» y cantaba (La) Matarina, otra melodía clásica de las fiestas cajamarquinas. El popular cantautor falleció el 2010, a los 78 años, en la más absoluta pobreza y abandono estatal.

Aunque su popularidad en Lima es infinitamente más pequeña que en el interior, Matarina –composición del violinista cajamarquino César Ramiro Fernández Bringas-, tuvo en algún momento cierta presencia entre públicos capitalinos más jóvenes. Pepe Alva y Jean Paul Strauss, cantautores pop surgidos en los años noventa, la grabaron en el 2001 y 2008, respectivamente. Mientras que la versión de Alva, quien inició su carrera en los Estados Unidos, tuvo mediana aceptación entre los consumidores de pop-rock convencional en onda «fusión»; la de Strauss es un mamotreto intragable, un insulto a años de tradición musical de la Capital del Carnaval en el Perú.

Así como Don Guillermo y su Conjunto o El Indio Mayta y Los Huiracochas, agrupaciones como Los Reales de Cajamarca, Los Alegres de Bambamarca (Hualgayoc) o Los Tucos de Cajamarca, con trayectorias que superan, en el caso de los primeros y los últimos, las cuatro décadas, son extremadamente populares entre sus paisanos, pero han pasado desapercibidas para la “oficialidad” capitalina. Esta dinámica se cumple, por cierto, en todas y cada una de las regiones del interior del país, con casos excepcionales de personajes que lograron instalarse en los gustos limeños, ya sea por su talento, logros artísticos o por simple y llana casualidad, usados como símbolo efectista de la engañosa “inclusión” con la que muchas veces se trata de asolapar la discriminación y racismo aun vigentes entre nosotros. Así, por ejemplo, tenemos el caso de Silverio Urbina, cuya canción Mi linda flor –escrita por el cantante Tomás Pachecho, hermano de Lucio Pacheco, conocido intérprete de huaynos en arpa- se convirtió, desde el 2005, en el equivalente moderno de La Matarina, un huayno alegre que se coló entre las cumbias norteñas, el Jipi Jay y Bareto en discotecas, setlists de Spotify y horas locas faranduleras.

Pero no todo es folklore en Cajamarca. Bandas como Gredel (pop-rock), Karikatumba, Parque Catarsis (hard-rock), Nueva Dirección, Padme (punk), Kaliko y sus Kaliches (rock), La Kuchanguita (reggae), Ruido Negro o Ácido Instinto (new wave) son conocidas por las juventudes rockeras de la región, pero totalmente invisibles en Lima. Lo mismo ocurre con un interesante proyecto de música electrónica llamado DMTH5, de la cineasta y comunicadora Irma Cabrera Abanto, que ha tenido repercusión en diversos festivales de arte vanguardista en otros países. Estos exponentes del pop-rock cajamarquino, son solo las puntas del iceberg de una escena en eterna búsqueda de espacios para mostrarse, aun cuando algunos suenan incluso mejor que muchos encumbrados grupos limeños (gracias a mis amigos/informantes Carlos Terán, Wilder González y John Pereyra por la información sobre esta activa escena regional).

Solo 900 kilómetros separan a Cajamarca de Lima pero, en términos de reconocimiento e identidad, estamos a años luz de distancia. Y es que en realidad no importa cuántas veces se hable, mediáticamente, del orgullo y la pluriculturalidad. Estos artistas y sus canciones siguen siendo vistos, desde Lima, como esfuerzos artísticos ajenos, lejanos, exóticos, que una gran mayoría de limeños ve casi con ojos de turista o investigador desapegado de aquello que no consideran propio porque no es igual a ellos. Una patética metáfora que también explica el rechazo visceral de ciertos sectores hacia el Presidente electo, a escasos días de que asuma su puesto en Palacio de Gobierno.

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Cajamarca, Música, Pedro Castillo

Una práctica común en YouTube consiste en subir álbumes clásicos completos, para que los cibernautas melómanos puedan escucharlos de principio a fin, como solía hacerse con los viejos LPs, cassettes o CDs, soportes físicos que hoy son artículos de colección, testimonios vivos de lo que fue la industria discográfica antes de la era internetizada de archivos mp3 y canciones disponibles como downloads. Así, con la carátula original como única imagen en el recuadro de video -que, en ocasiones, se alterna con fotos del artista, letras de canciones o las otras partes del LP original (contracarátula, páginas internas), a manera de slide– el oyente busca replicar la experiencia de colocar un vinilo en el tornamesa o un disco compacto en el equipo, para escuchar algo mientras trabaja, maneja o estudia.

Sin embargo, no todo está disponible en el aparentemente ilimitado contenedor de videos. Uno de los artistas que durante más tiempo se opuso tenazmente a permitir que su música estuviera colgada, en forma de «videos» de YouTube, fue Robert Fripp, fundador, líder absoluto y dueño de todo lo relacionado a King Crimson, pioneros del rock progresivo británico y una de las agrupaciones de culto más admiradas de la historia del rock. Fripp –como, en su momento, también lo hiciera Prince- prohibía que sus fans subieran temas de King Crimson o de sus grabaciones como solista o colaboraciones con otros músicos, bloqueando o denunciando de inmediato cualquier intento, lo que traía desazón en quienes intentábamos armar una lista de reproducción con sus temas más representativos, por ejemplo, para tenerla siempre a la mano.

Esto cambió drásticamente durante el último año y medio aproximadamente, cuando el extraordinario e innovador guitarrista, compositor y productor decidió publicar en YouTube toda la producción discográfica original del Rey Carmesí, en estudio y en vivo, en forma cronológica, canción por canción y con bonus tracks en cada álbum: tomas alternas, sesiones y demás maravillas del universo crimsoniano que antes solo eran posibles de escuchar adquiriendo, en una tienda o en línea, alguno de los formatos físicos (discos, colecciones) o virtuales (descargas) que Fripp lanzaba cada cierto tiempo, a través de su sello Discipline Global Mobile (DGM). Esto le permitió siempre tener control directo y absoluto sobre quién consumía su obra y la de sus actos asociados, salvaguardando así la «integridad de los músicos», una de las columnas vertebrales de su filosofía como artista.

El canal de King Crimson en YouTube fue abierto por Fripp hace siete años, en el 2014, para publicar videos cortos de los preparativos de la primera gira de la banda en casi década y media, uno de los retornos más esperados en la escena rockera mundial. Esto sorprendió a quienes conocían la personalidad huraña y actitud hostil del guitarrista frente a estos convencionalismos. Sin embargo, algo había sucedido con “Mr. Frippertronics” -nombre que le dio a las creaciones electrónicas y digitales con las que musicalizó infinidad de grabaciones desde los años ochenta-.

Su primera publicación en YouTube fue un video de 35 segundos, que inicia con la cacofónica fanfarria final de 21st century schizoid man, el alucinante, distópico y premonitorio tema que abre su álbum debut, In the court of the Crimson King (1969), en el que aparece, en impecable chaleco negro, camisa blanca y corbata, sentado -como siempre- y con actitud circunspecta presentándose a sí mismo como «uno de los guitarristas de la banda». Algo así como si Mick Jagger dijera que es «uno de los cantantes de los Rolling Stones». Tal muestra de lacónico humor británico anunciaba saludables cambios en su forma de relacionarse con el público. Pero nadie estaba en capacidad de imaginarse lo que vendría después.

Y lo que vino después fue realmente impactante, tratándose de uno de los músicos de rock más enigmáticamente serios que se haya conocido, capaz de liderar con mano férrea a las diferentes encarnaciones de su banda –que ha incluido, entre otros, a futuras estrellas del prog-rock como Greg Lake, John Wetton, Bill Bruford, Adrian Belew y Tony Levin-, en las sombras y sentado, disparando sus ráfagas de arácnidos solos o esos riffs aplastantes, sin mover un músculo de la cara. Apariciones en programas concurso de corte familiar junto a su esposa, la cantante Toyah Willcox, bailando, haciendo muecas y rutinas a lo Monty Python o Mr. Bean; mientras seguía de gira con la (pen)última versión de King Crimson, que incluía tres bateristas -Pat Mastelotto, Gavin Harrison y Bill Rieflin- además de Jakko Jakszyk (guitarra), Tony Levin (bajo/Chapman Stick) y Mel Collins (vientos), una “bestia de siete cabezas” como él mismo describía a su banda. Con esta alineación, convertida en octeto desde el 2017 cuando Jeremy Stacey ingresó para cubrir a Rieflin quien, debido a su enfermedad, se concentró en los teclados, King Crimson realizó intensas giras por Europa, EE.UU., Japón, Centro y Sudamérica, de manera casi ininterrumpida hasta la llegada de la pandemia (lastimosamente, Rieflin falleció de cáncer en marzo del 2020).

Instalado el coronavirus en el mundo, la agenda de conciertos de King Crimson tuvo que cancelarse, incluyendo la gira por su 50 aniversario que ya había iniciado (el último show fue, el 13 de octubre del 2019, en Santiago de Chile). Y el nuevo Robert Fripp soltó su acostumbrada frialdad para convertirse, junto a su adorada Toyah, en una sensación del YouTube con una serie de cómicos videos denominada Robert & Toyah’s Sunday Lockdown Lunch. Cada domingo, el dúo lanza versiones de canciones pop y rock de distintas épocas y estilos. Desde Smoke on the water de Deep Purple hasta Toxic de Britney Spears, todo es posible para esta extravagante pareja que incluso usa disfraces, pinturas y pelucas en sus apariciones. Una de las más visitadas fue el clásico de David Bowie «Heroes» -en cuya grabación original Fripp participó, por cierto-, como un homenaje a los soldados aliados caídos en la Segunda Guerra Mundial. Aunque a algunos les pueda parecer que rozan lo ridículo, Robert (75) y Toyah (63) no hacen más que divertirse y celebrar la vida en estos tiempos difíciles. Además, ver al maestro ejecutar con suma facilidad Sweet child o’ mine de Guns ‘N Roses o Black dog de Led Zeppelin desde su Gibson Les Paul, con esa afinación extraña que inventó en los ochenta- es, simplemente, imperdible. Sobre sus Sunday Lunch, Fripp ha dicho que «los artistas tienen la responsabilidad de mantener animado el espíritu de las personas. Y eso es lo que estamos haciendo».

Pero volviendo a la discografía de King Crimson en YouTube. La publicación de los álbumes de estudio se inició el 17 de diciembre del 2020, por supuesto con In the court of the Crimson King (1969) y culminó, a razón de uno por semana, el 25 de marzo de este año con el contundente The power to believe (2003). En medio, se han lanzado también todos los discos oficiales en vivo, extractos de giras y rarezas, con audios remasterizados y acabados de sobrio diseño para los títulos, en lo que vendría a ser una ordenada audioteca para disfrutar de la evolución del grupo en sus distintas épocas. Y que sigue actualizándose cada semana.

Así, si queremos, los fanáticos de Crimson podemos elaborar una lista de reproducción con el lado más sereno y contemplativo, seleccionando temas como Matte Kudasai (Discipline, 1981), Exiles (Larks’ tongues in aspic, 1973), I talk to the wind, Epitaph (In the court of the Crimson King, 1969); el blues esquizofrénico de Ladies of the road (Islands, 1970). O sino, adentrarnos en la fuerza volcánica de composiciones como Fracture, The great deceiver (Starless and Bible black, 1974), Level five (The power to believe, 2003), 21st century schizoid man (In the court of the Crimson King, 1969). O en la tensión asimétrica y sincopada de Red (1974), VROOOM (THRAK, 1995), Indiscipline (Discipline, 1981). O la vocación experimental de Waiting man (Beat, 1984), Providence (Red, 1974). O en la angustia de temas como el título del álbum debut (1969), la disonancia jazzera de Cat food (In the wake of Poseidon, 1970), el brillo pop de Heartbeat (Beat, 1982), Three of a perfect pair (1984) o la extraña belleza de Starless (Red, 1974).

Otra buena noticia es que ya están anunciándose los primeros conciertos de King Crimson post-pandemia, en una gira llamada Music is our friend, 28 conciertos en diversas ciudades de EE.UU. en los que tendrán como teloneros a The California Guitar Trio y The Zappa Band -conformada por los ex alumnos de Frank Zappa, Mike Keneally (guitarra, teclados), Ray White (voz, guitarra), Scott Thunes (bajo), Robert Martin (voz, saxos, teclados) y Joe Travers (batería). “Crimson, la Bestia del Terror, ha despertado de su hibernación forzada y se está preparando para pisotear las mentes de los inocentes que nunca han experimentado su embestida”, escribió Fripp, haciendo uso de su nueva personalidad humorística para anunciar este nuevo capítulo en la saga del Rey Carmesí.

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Tres días de exequias en Italia, sentidos adioses de famosos colegas (Julio Iglesias, Raphael, Laura Pausini) y un inusitado homenaje durante una de las semifinales de la Eurocopa 2020 son solo tres botones de muestra de la imborrable huella que dejó la cantante, actriz y conductora de televisión Rafaella Carrà (Bologna, 1943), fallecida el martes de la semana pasada, a los 78 años. En la previa del partido Italia vs. España (su país natal y su segunda patria), el calentamiento de ambos equipos tuvo como música de fondo el tema A far l’amore comincia tu, más conocida entre nosotros por su versión en español, En el amor todo es empezar. En cuanto al funeral, se llevó a cabo el viernes en la iglesia Santa Maria de Ara Coeli de Roma, donde tuvo su última residencia. El anuncio de su muerte lo hizo el coreógrafo Sergio Japino, quien fuera su segunda pareja y cercano colaborador hasta sus últimos días. La causa: un fulminante cáncer al pulmón que venía padeciendo, en secreto, desde hace algún tiempo.

Reconocida por sus letras desenfadadas, su estampa de gimnasta y esa enérgica forma de sacudir la cabeza, con aquel flamígero cabello entre rubio y platinado, con cerquillo beatlesco, Raffaella Maria Roberta Pelloni (su verdadero nombre) fue el prototipo de ese, a veces incomprensible y, otras veces, terriblemente mal usado concepto de «vedette». Pero además de las coreografías de vaudeville y el elenco de bailarines siempre dispuesto a cargarla hasta seis veces por canción, su discurso artístico fue una abierta confrontación con la cucufatería de su tiempo.

Y, aunque actualmente su propuesta, vista en bloque, no sea capaz de moverle el piso a nadie si la comparamos con el vulgar libertinaje de las «divas» de hoy (por momentos luce hasta infantil e inofensiva), no puede negarse su naturaleza pionera en esto de sacarle la lengua a los convencionalismos y romper el molde de la cantante/actriz sufrida y dependiente. Recordando cómo mi madre, una sencilla y conservadora ama de casa que había nacido dos años después que ella, disfrutaba de sus canciones, cuando estas eran moneda corriente en radio y televisión, y cuánto admiraba -sin decirlo- esa actitud liberada y suelta de huesos frente a la sociedad, puedo imaginar fácilmente el profundo impacto que tuvo Rafaella Carrà en toda su generación y en las posteriores.

Aunque su formación artística comenzó a través del ballet y el cine -estudió danza y actuó en varias películas italianas épicas sobre hechos religiosos y leyendas de civilizaciones antiguas (Roma, Grecia) durante los años sesenta- fue como cantante que se hizo realmente conocida a inicios de la década siguiente, en su país, con un estilo que destacaba por su elegante y pícara sensualidad. En 1971, su primer single Tuca tuca causó sensación en la televisión italiana con un video que fue criticado hasta por el Vaticano porque la joven de 28 años aparecía “mostrando el ombligo”. Algunos años después lanzó una nueva versión, con un divertido video en el que alborota a varios señores por la calle. En estos clips, disponibles en YouTube, se aprecia ya la base de lo que vendría después, esa llamarada de personalidad escénica que la catapultó al estrellato.

Musicalmente hablando, lo que hizo Rafaella Carrà -de la mano de Gianni Boncompagni, su primera pareja, productor y compositor de casi todos sus éxitos entre 1971 y 1985- se inscribe en la onda del disco con sabor europeo, con bajos sintetizados a lo Giorgio Moroder (su célebre compatriota, productor de Donna Summer), fondos orquestales y ritmos que se alimentaban de diversas fuentes y géneros de raíz latina, elementos que le dieron a su discografía un aire inconfundible en un tiempo en que era difícil destacar, en medio de opciones musicales tan buenas como diversas. En esa época era muy común que artistas europeos, en especial italianos, lanzaran sus producciones en español -también lo hicieron, con enorme éxito, de otros países como Demis Roussos (Grecia), Charles Aznavour (Armenia/Francia), Abba (Suecia)- y, en ese sentido, Rafaella Carrà no se quedó atrás, uniéndose a la larga tradición de artistas bilingües con carreras altamente aceptadas por el público hispanohablante.

Antes de convertirse en personalidad de las televisiones italiana y española, Rafaella Carrà tomó por asalto las pistas de baile con canciones que, a pesar de los años transcurridos, siguen sonando frescas y vigentes. Desde la rumba española (Fiesta, 1977), el musical al estilo cabaret (Caliente, caliente, 1981 o la mencionada En el amor todo es empezar, 1976) o los guiños de samba brasilera en la controversial 53-53-456 (1976, que también grabó como 03-03-456 para evitar confusiones con un teléfono real en Argentina), la música de Rafaella Carrà era perfecta para el baile, la alegría y el desacato. Grabadas originalmente en italiano, todas tuvieron su versión en castellano, a través de las grabaciones que lanzó con el sello español Hispavox (distribuido por la multinacional Sony). Psicodélica en Rumores (1974), pícara en Pedro o romántica en Yo no sé vivir sin ti (ambas de 1980), Carrà no se guardaba nada en sus discos, con interpretaciones intensas y auténticas, las mismas que hacían juego con su carisma y simpatía.

Pero si hay una canción que identifica a Rafaella Carrà y su rol libertario es la desinhibida Hay que venir al sur (1978), cuya primera versión en español causó tal revuelo que se vio en la necesidad de grabar una segunda, más moderada, como un gesto de consideración hacia los públicos centro y sudamericanos, no tan acostumbrados a escuchar letras que incitaban a las mujeres a «buscarse otro más bueno» cuando un hombre las dejaba. Otras como la infantil Mamá dame 100 pesetas (1981) o la divertida Lucas (1978) también tocan temas controvertidos como las ansias de irse de casa o la homosexualidad, respectivamente, pero definitivamente, aquel coro que dice «para hacer bien el amor hay que venir al sur…» es hasta ahora su más claro grito de emancipación femenina.

Esta cadena de éxitos radiales la llevó por el mundo entero, pero fue en España y América Latina donde alcanzó inmensos niveles de popularidad. Visitó nuestro país en varias ocasiones entre 1979 y 1982. En tiempos en que los grandes conciertos eran inimaginables en el Perú, la presentación de Rafaella Carrà en el Coliseo Amauta, ante 15,000 personas, en 1981, fue uno de los eventos más sorprendentes de aquella época. Muchos años después, en 2005, volvió pero solo como turista, para visitar Machu Picchu.

Poseedora de un natural atractivo mediterráneo, sin aspavientos ni grotescas cirugías plásticas, Rafaella Carrà ponía especial cuidado en sus vestuarios, siempre sofisticados y sugerentes pero sin llegar a los exhibicionismos baratos de hoy. Tenía un brillo y elegancia que encandiló a hombres, mujeres y más allá, pues se convirtió en icono de la comunidad gay (en esas épocas no se hablaba de «LGTBI» ni nada por el estilo) De hecho, recuerdo haber escuchado, siendo yo un niño, el rumor de que “la Carrá” era un hombre travestido. Esta por supuesto, es una más de esas absurdas leyendas urbanas de la música, como las que afirmaban la muerte de Paul McCartney, la vida secreta de Elvis Presley después de 1977 o los mensajes satánicos de ciertos discos si los escuchabas al revés. Hay ecos de Rafaella Carrà a ambos lados del espectro artístico: desde la norteamericana Madonna y la española Alaska; hasta la argentina Susana Giménez o la peruana Gisela Valcárcel, tienen en sus apariencias algo de la italiana, ya sea por auténtica influencia en el caso de las mencionadas cantantes, o burda imitación en el de estas dos conductoras de televisión sudamericanas, provenientes del submundo del vedettismo y el humor de baja estofa.

Sus programas de televisión, en Italia, Argentina y España, impusieron ese estilo alegre, conversador y cercano al público que sería copiado hasta la saciedad. En paralelo mantuvo su carrera musical, aunque con menor presencia en las radios. Sus trabajos musicales más recientes incluyen una participación como jurado/coach en la versión italiana del reality La Voz y álbumes como Replay (2013) y Ogni volta che è Natale (2018) de canciones navideñas. El 2020 apareció Grande Rafaella, recopilación doble que, por primera vez, contiene todos sus grandes éxitos, lanzada como soporte de la película Explota explota, del español Nacho Álvarez, sobre su vida.

Rafaella Carrà nunca se casó y solo se le conoció dos relaciones (Gianni Boncompagni y Sergio Japino), largas y que, luego de concluidas, se convirtieron en estrechas amistades, lo cual podría hacer contraste con su imagen pública, siempre abierta a probar muchas experiencias como dice su canción emblema. Tampoco tuvo hijos. Quienes la conocieron de cerca la describen como una mujer, espontánea, de carácter fuerte, amable e inteligente. La artista, fanática del Juventus y de sólidas convicciones socialistas, será recordada siempre por los dos continentes que la vieron sobre los escenarios derrochando libertad, energía y buena música.

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Rafaella Carrà

La semana pasada falleció, a causa del COVID-19, Guillermo Caldas Cuya, más conocido en el ámbito musical nacional como Guiller. Tenía 79 años de edad. Es un caso curioso el de Guiller, ya que de no ser por su reaparición televisiva, provocada por un programa reality en que un ciudadano común y corriente participó imitándolo, casi nadie entre el público joven y masivo -de 40 años para abajo- sabría exactamente quién era este señor hasta hace relativamente poco tiempo.

Diferente es lo que ocurre entre la gente dedicada a la farándula (tanto la de su tiempo como de la telebasura moderna), quienes sí tenían contacto con el cantante, debido a que se mantuvo siempre activo a pesar de que su estilo, extremadamente popular hace tres décadas y media, hoy es visto como un asunto anacrónico, de viejos. Y asociado, además, a niveles socioeconómicos bajos y medio bajos, no a las alturas ficticias de procacidades no artísticas y falsamente sofisticadas como el reggaetón o el «latin pop», tan vigentes hoy.

Guiller fue una de las estrellas más representativas de la segunda (y última) generación del bolero peruano, llamado popularmente «bolero cantinero» o «cebollero» (término menos común, que remite, por supuesto, a sus capacidades lacrimógenas), que se hizo muy conocido desde los años finales de la década de los cincuenta, como una prolongación del bolero ecuatoriano, encarnado en la voz sedosa y almibarada de Julio Jaramillo (1935-1978), que cautivó al gusto popular con sus pasillos, valses románticos y, sobre todo, ese estilo particular de bolero distanciado notoriamente de las versiones mexicana y cubana, que dominaban las preferencias del público latinoamericano. Jaramillo, fallecido prematuramente a los 43 años, tuvo mucho éxito en nuestro país y fue determinante para el desarrollo de este estilo bolerístico que tuvo en Guiller a uno de sus representantes más sólidos, con canciones como El rey de las cantinas, La loca o Salva a mi hijo, composiciones de Eduardo García Ruiz (bajo su pseudónimo “Napo Tovar”), Bernardo Castañeda y Marcial “Chito” Galindo”, que el cantante grabó a comienzos de los ochenta, cuando ya tenía más de una década sobre los escenarios.

Para cuando Guiller, nacido en los Barrios Altos en 1942, apareció con su estilo despechado, estridente y bohemio, ya el bolero peruano tenía sonido propio, gracias a las voces prodigiosas de Lucho Barrios (1935-2010) y Pedrito Otiniano (1937-2012), quienes venían cosechando éxitos en radios y recitales de Perú, Ecuador, Argentina y Chile. En este último país su repercusión fue tal que incluso llegaron a decir que Lucho Barrios era «un cantante chileno nacido en el Perú». Ambos habían adaptado el estilo de Jaramillo a sus propias voces, dándole una dosis extra de dramatismo y desgarro que caló muy hondo en el imaginario colectivo. Guiller e Iván Cruz lideraron esa segunda hornada de boleristas cantineros, con un impacto muy fuerte, reflejado tanto en sus ventas discográficas como en los teatros y coliseos que llenaban en Lima y provincias. Este último tuvo éxitos como Mozo, deme otra copa (composición propia), Ajena (Manuel Canela Martínez) y, especialmente, Vagabundo soy, composición del maestro chiclayano Julio Carhuajulca.

A pesar de los altos niveles de popularidad que lograron estos artistas peruanos, a nivel nacional e internacional, durante un periodo de tiempo cercano a las tres décadas –entre 1959 y 1987 aproximadamente- hoy son apenas recordados por los medios de comunicación, mencionados casi como personajes pintorescos, con dos o tres canciones emblemáticas a las que les dan duro (“como a bombo de fiesta”, diría algún antiguo por ahí), dejando de lado los detalles de sus trayectorias, en algunos casos, impresionantes y hasta bizarras. Y solo los recuerdan cuando mueren, la mayor parte de las veces, con notas de pésima calidad informativa y homenajes en programas de farándula de baja estofa. En contraste a esas despedidas mediáticas y tributos variopintos, en los que desfilan desde el Ministerio de Cultura hasta La Chola Chabuca, estos ídolos populares fallecen, casi todos, en la más indigna pobreza a pesar de sus lauros artísticos, logrados con mucho esfuerzo y tenacidad. En cambio, conservan intacto el cariño del público, que no pierde oportunidad para reconocer y agradecer su trabajo.

El bolero cantinero peruano convivió, en su época de oro, con la etapa más brillante de la música criolla. Después lo hizo con el boom de la cumbia instrumental, la nueva ola, la salsa y el boogaloo y, finalmente, con la chicha, la cumbia norteña y el huayno moderno. Todos, géneros musicales relacionados a las clases más pobres, capitalinas y provincianas que, cada cierto tiempo, son usados como fuente de diversión para las élites. Una de las cosas que más me sorprende de este fenómeno sociocultural es cómo el discurso oficial, cada vez que se ocupa del bolero de cantinas, invisibiliza a las personas que lo hicieron posible, y construye una narrativa en la cual más importa lo que aquellas canciones generan en determinados individuos o grupos sociales. Un ejemplo de ello es un artículo de Carlos Iván Degregori (1945-2011), publicado en 1983 en el legendario Diario de Marka, titulado “El bolero cantinero: La erotización de la derrota”. En el largo texto, impecablemente escrito, por cierto, el recordado e imprescindible antropólogo y ensayista limeño se la pasa hablando de sus recuerdos al escuchar boleros cantineros. Ni una mención a sus intérpretes, autores y músicos, como si estos no existieran.

En ese sentido, por ejemplo, resulta imperdonable que el gran público y los medios convencionales no tengan presente la importancia que tuvieron para la creación del bolero cantinero Raúl Huamanchumo Reyes, más conocido como «Chalo» Reyes (1937-2016) y Santiago «Cato» Caballero (actualmente radicado en Europa), responsables de las brillantes guitarras en las grabaciones clásicas de Lucho Barrios y Pedrito Otiniano. En el caso de «Chalo», además de excelente guitarrista y humorista, fue autor de recordados títulos que definieron el género como Marabú, El oro de tu pelo, El hijo varón, entre otros, muchos de los cuales fueron también interpretados por Guiller, con su característico vozarrón adolorido.

En sus entrevistas, Guiller solía contar que algunas radios se resistieron, al comienzo, a propalar El rey de las cantinas –que se convirtió en su sobrenombre- y Salva a mi hijo (más conocida como “Virgen María”), pues consideraban que las letras “sonaban mal”, debido a sus alusiones directas al consumo de alcohol y marihuana, respectivamente. Sin embargo, es ese estilo exagerado y melodramático el que las convirtió en las favoritas de un público muy específico –trabajadores, obreros, estudiantes y muchachadas de barrio aprendiendo a ser bohemios, en bares y huariques de todo tipo-, irremediablemente ligado a los bajos fondos de la sociedad, una característica que, además, es esgrimida como motivo de orgullo tanto por artistas como por sus seguidores.

Si quisiéramos trazar una historia corta del bolero peruano –algo que han hecho, en extenso, investigadores como Eloy Jáuregui y Agustín Pérez Aldave- tendríamos que hablar, por supuesto, del trío Los Morunos, formado en Barranco, a inicios de los sesenta. Con un estilo más influenciado por el bolero clásico mexicano –Los Panchos, Los Tres Diamantes- Los Morunos tuvieron dos etapas: de 1961 a 1974 y de 1978 hasta el 2008 aproximadamente, con su formación más recordada y exitosa: Manuel Ortiz (voz), Luis Silva y Modesto Pastor (voces y guitarras). También habría que mencionar a Mario Cavagnaro quien, además de sus conocidas polkas y valses replaneros –interpretados magistralmente por Los Troveros Criollos- escribió Osito de felpa (1951) y Emborráchame de amor (1975), dos boleros que ingresaron al cancionero internacional por todo lo alto, con grabaciones de estrellas como los ecuatorianos Julio Jaramillo y Olimpo Cárdenas, o el salsero portorriqueño Héctor Lavoe, quien estrenó esta última en su primer LP como solista.

Pero, sin duda alguna, el bolero cantinero es el que más arrastre tuvo y tiene en el Perú, un producto local de íntimas conexiones con esa idiosincrasia mestiza, colorida y emocionalmente desbordada que nos define y, hasta cierto punto, estigmatiza y condena. Además de los desaparecidos Lucho Barrios y Pedrito Otiniano, brillaron también en las rockolas nacionales Johnny Farfán (1943-2013), Anamelba (nombre real: Melba Annie Pinzás, 1942-2011), Gaby Zevallos (1944-2016). De esta generación han quedado, tras el reciente fallecimiento de Guiller, los cantantes Iván Cruz (75), Ramón Avilés (74), Linda Lorenz (76) y Vicky Jiménez (68), como únicos exponentes de esa canción popular y desgarrada, himnos del desamor y la bohemia alcoholizada.

OTROSÍ: En los noventa hubo una nueva generación de jóvenes vocalistas que, quizás inspirados en el megaéxito comercial de Luis Miguel y su serie Romances, reactualizaron el bolero de Ecuador y Perú: Charlie Zaa (Colombia), Douglas (Chile) y Segundo Rosero (Ecuador) lideraron esa tendencia, de breve duración.

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Si el CBGB -legendario local de conciertos, en la zona más bohemia de Nueva York a mediados de los setenta -hubiera sido un salón de colegio, los Talking Heads tendrían que ser el equivalente a los nerds, los chancones de la clase. En medio de la rabia de los Ramones, la sensualidad de Blondie y la fibra rockera de Television y Patti Smith, el cuarteto conmocionó a la efervescente escena neoyorquina con una música sofisticada y bailable, vestimenta común y corriente, ritmos inspirados en el funk y letras inteligentes acerca de relaciones humanas, reflexiones sociopolíticas y personajes controversiales.

Tras casi dos décadas de su última aparición pública -en el 2002 se reunieron, por primera vez desde 1984 para tocar en la ceremonia de su inducción al Salón de la Fama del Rock And Roll-, tres hechos han reactivado el interés mundial por esta banda, pionera de la new wave: el estreno en Broadway, en octubre del 2019, de American Utopia, un musical de David Byrne elaborado sobre la base de diversos éxitos del grupo y de su prolífica carrera en solitario (que también existe como documental, dirigido por Spike Lee); el Grammy por sus logros artísticos (Lifetime Achievement Award) que recibieron este año; y la publicación de Remain in love, autobiografía de Chris Frantz publicada en julio de 2020, libro en el que cuenta la historia de Talking Heads y las dificultades que produjeron su agria separación, en 1989.

Byrne, compositor creativo, guitarrista y cantante de voz atenorada y amplio registro, nació en Escocia pero vivió en Maryland, EE.UU., desde los 10 años. En la escuela de arte y diseño de Baltimore conoció a una inquieta pareja de músicos, el baterista Chris Frantz y la bajista/guitarrista Tina Weymouth. Los tres se mudaron a Nueva York y formaron The Artistics. Al poco tiempo se les uniría Jerry Harrison, guitarrista y tecladista que acababa de salir de la formación original de The Modern Lovers, la misteriosa banda de Jonathan Richman. Pronto, cambiaron su nombre a Talking Heads y, de la mano del productor Seymour Stein (cabeza de Sire Records), consiguieron ser parte del cartel del CBGB, cuna del punk norteamericano.

Para muchos, el mayor aporte de Talking Heads es haber tendido un puente entre la música popular anglosajona con la riqueza sonora y polirrítmica del África, primero a través de sus derivados afroamericanos -funk, soul-, evidente en su primeras dos producciones Talking Heads: 77 y More songs about buildings and food (1977 y 1978); y, luego, con el afrobeat, género que Fela Kuti trajo desde Nigeria, con álbumes como Fear of music (1979) y, principalmente, Remain in light (1980) y Speaking in tongues (1983). Basta con escuchar temas como I Zimbra (con Robert Fripp, de King Crimson, como invitado en guitarra), Cities o Slippery people para entender eso.

Para mí, Talking Heads hizo, además de esta extraordinaria colección de canciones que van de lo divertido a lo experimental, de lo oscuro a lo sarcástico, de lo africano a lo marciano, una contribución muy especial con sus videoclips, alterando las imágenes para crear situaciones imposibles y mundos paralelos, al estilo de Peter Gabriel o David Bowie. Pensemos por ejemplo en Burning down the house, éxito de su quinto álbum Speaking in tongues (1983); la extraordinaria And she was (LP Little creatures, de 1986, cuyo coro es usado por Soda Stereo como coda de Picnic en el 4to. B durante su gira de despedida Me verás volver) o Blind, de Naked, su octavo y último disco, de 1988, en que ya asoman los ritmos latinos que luego Byrne desarrollaría, en extenso, en su álbum de 1989, Rei Momo.

Gran parte de este multicolor estilo proviene de la personalidad excéntrica y, a la vez, introvertida de David Byrne. De aspecto frío y desconectado, el creador de clásicos de finales de los setenta como Psycho killer (1977) o Heaven (1979)– es el principal responsable de la evolución del grupo. Si bien es cierto el trabajo de composición era 100% colectivo, Byrne se encargaba de las letras y de definir la estética visual y sonora de Talking Heads. Como narra Frantz en su interesante libro, David fue, desde el principio, el motor del grupo pero también su más grande problema, debido a que su excesivo control lo llevó a desconocer los aportes de los otros tres. De hecho, fue esta actitud díscola la que motivó el quiebre final, en momentos en que gozaban de enorme aceptación entre el público y la crítica especializada. Byrne trata de justificar la pésima conducta que tuvo con sus ex compañeros, aduciendo que padece de una «modalidad funcional de autismo». Tina Weymouth lo describió alguna vez como «una persona incapaz de retribuir la amistad que se le ofrece».

David Byrne, cuyo comportamiento social y aspecto físico podrían haber inspirado a los creadores de Sheldon Cooper, el genio antisocial de The Big Bang Theory, ha tenido una muy exitosa carrera como solista, a la que podríamos dedicar un artículo completo, con exploraciones musicales que lo llevaron, entre otras cosas, a formar el sello Luaka Bop Records y descubrir al mundo de la música internacional a artistas de la talla del brasileño Tom Zé o nuestra Susana Baca. En cuanto a los miembros restantes, jamás dejaron de hacer música, aunque no alcanzaron la resonancia comercial de su extraño camarada. Mientras que Harrison se dedicó a la producción de conocidas bandas alternativas noventeras como Violent Femmes, Crash Test Dummies o Live; la pareja Weymouth/Frantz se mantuvo activa con su propio grupo, Tom Tom Club, además de producir los discos que lanzaron a la fama al hijo de Bob Marley, Ziggy, entre 1987 y 1990. Los tres lanzaron, en 1996, el álbum No Talking just Heads, con un elenco de destacados vocalistas invitados: Debbie Harry (Blondie), Johnette Napolitano (Concrete Blonde), Michael Hutchence (INXS), entre otros. La aventura les costó una denuncia de parte de Byrne, quien consideró que era “un obvio intento por hacer caja con el nombre de Talking Heads”.

Otra de sus innegables contribuciones fue acercar géneros aparentemente disfuncionales -new wave, post-punk, electrónica, funk, rock, afrobeat- y convertirlos en una amalgama natural y agradable al oído. La asociación, desde su segundo LP, con el productor, compositor y multi-instrumentista Brian Eno fue fundamental para ello, tanto como la inclusión del guitarrista Adrian Belew y del tecladista Bernie Worrell, legendario integrante de Parliament Funkadelic, así como de un colectivo de músicos y coristas afroamericanos que ampliaron el formato de la banda, convirtiéndola en una máquina de ritmos contagiosos y orgánicos, como podemos comprobar en Stop Making Sense, película dirigida por el cineasta Johnatan Demme en 1984. El concierto, filmado en diciembre de 1983 en el Teatro Pantages de Hollywood, California, es una vibrante experiencia audiovisual que muestra a los Talking Heads en su mejor momento, durante la que se convertiría en su última gira oficial.

Un repaso por su catálogo nos permite entender esa amplitud de estilos. Once in a lifetime (Remain in light, 1980), por ejemplo, con aquel video en el que Byrne ironiza sobre las ridículas actitudes de los tele-evangelistas, sirve también para exhibir su fascinación por los ritmos y cosmovisiones africanas. En Road to nowhere (Little creatures, 1985), juega con el country y los coros gospel y grafica, en su respectivo videoclip, la evolución de la clásica familia perfecta. Y en Wild wild life (True stories, 1986) hace una divertida parodia de los artistas y estilos de moda, en clave de estricto pop-rock ochentero. Este video es una de las escenas de True stories, largometraje que Byrne urdió para criticar, con un estilo de humor agudo y surrealista, el estilo de vida de los Estados Unidos, y que hoy forma parte de la prestigiosa colección Criterion, que lanzó el film en DVD el año 2018.

Por cierto, hay una razón más por la cual el legado de Talking Heads regresó a las notas sobre música y cultura de importantes medios alrededor del mundo: los 40 años que cumplió su cuarta producción discográfica, Remain in light, la que cimentó su estilo integrador de estilos electrónicos y étnicos. El disco, considerado el mejor de 1980 por la revista especializada Sounds, contiene los éxitos Once in a lifetime y House in motion, además de intensos temas como Crosseyed and painless, The great curve o Listening wind. Para celebrar este aniversario, el guitarrista/tecladista Jerry Harrison había anunciado una serie de conciertos en el que estaría acompañado de Adrian Belew –que participó de las grabaciones originales- y Turkuaz, una sensacional banda de jazz y funk integrada por diez jóvenes egresados de la prestigiosa escuela de música de Berklee. Lamentablemente, la pandemia frustró estas presentaciones, canceladas hasta nuevo aviso. Pero aquí los podemos ver, en cuarentena, tocando Psycho killer y Houses in motion.

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Talking Heads

La frase del título alude a una situación que tiene mucho de creencia popular pero también de realidad científica. El talento, entendido como la capacidad de ciertos individuos para hacer con facilidad, precisión y calidad, algo que resulta difícil para el común de la gente, es una predisposición natural, que puede transferirse de generación en generación pero, además, es una construcción cultural, influenciada por el entorno. Sin trabajo, sin práctica disciplinada ni vocación, ningún talento es capaz de florecer. Esto aplica para todas las actividades, oficios y profesiones humanas. Y, por supuesto, lo vemos frecuentemente en el mundo de la música, donde hay casos de hijos que igualan y hasta superan las destrezas de sus padres.

El ejemplo paradigmático de esto último es el de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) el salzburgués que creció entre notas musicales, de la mano de su padre Leopoldo, un esforzado compositor quien reconoció los talentos sobrenaturales de su hijo prácticamente desde los 3 o 4 años de edad. Esas habilidades orgánicas -el oído perfecto, el dominio del piano, la imaginación para componer- no se transformaron, de la nada, en la legendaria y prolífica genialidad que (casi) todos conocemos, sino que fueron resultado de la obsesión del padre, quien hacía trabajar al pequeño Amadeus mañana, tarde y noche. La inmortalidad de la música de Mozart (Sinfonía No. 40 en Sol menor, 1788) es testimonio de una relación filial estrecha y a la vez tirante, llevada al extremo.

En el universo de la música clásica tenemos otros dos casos prominentes de hijos que siguieron el camino de sus progenitores: Johann Strauss II (1825-1899), cuyos valses El Danubio Azul (1866), Cuentos de los bosques de Viena (1868) y Vals del Emperador (1889), son tres de las melodías más famosas de todos los tiempos, fue hijo de Johann Strauss I, también creador de valses, polkas y marchas, entre ellas la conocidísima Marcha Radetsky, escrita en 1849, dedicada al mariscal Joseph Radetsky, héroe austriaco en las guerras napoleónicas. El otro caso es el de Carl Phillip y Johann Friedrich, dos de los veinte hijos que tuvo Johann Sebastian Bach (1685-1750), de los cuales por lo menos seis se dedicaron a la música, aunque ninguno alcanzó la notoriedad del célebre creador de los fantásticos Conciertos de Brandenburgo (1721), piezas emblemáticas de la música barroca del siglo 18.

En la música popular abundan las historias de hijos que, de manera manifiesta o tácita, rinden homenaje a sus papás a través de sus propias carreras. Suele ocurrir que, al estar en contacto con la frenética agenda de grabaciones, giras, ensayos, conciertos y demás actividades comunes al discurrir cotidiano de un músico, uno o varios de sus hijos terminen dedicándose a lo mismo. La exposición permanente más la dotación genética, a veces, da buenos resultados. Pero también hay de los que avergüenzan a sus padres, haciéndose famosos sin tener ningún talento, solo por «ser hijos de…». Un par de ejemplos de ello, al final.

Y esto de dedicarse «a lo mismo» es, en algunos casos, 100% literal. Como los hijos de dentistas que estudian exactamente la misma especialidad que sus padres. Ahí tenemos, por ejemplo, a los bateristas Zak Starkey, Jason Bonham y Nic Collins, hijos de Ringo Starr (The Beatles), John Bonham (Led Zeppelin) y Phil Collins (Genesis), respectivamente. Haber crecido entre las élites rockeras les permitió ingresar fácilmente al mundo del espectáculo pero su éxito no es solo producto de ese privilegio pues han logrado demostrar su talento, heredado por supuesto, pero también respirado y absorbido desde su nacimiento. Las tiernas escenas de la película The songs remain the same (1976) de Led Zeppelin, en que se aprecia al pequeño Jason, de apenas 7 años, jugando con las baquetas y los tambores de papá John ilustran a la perfección el asunto. Con los años, Jason y Nic han terminado ocupando el lugar de sus famosos padres -un hecho de profunda carga emotiva y motivo de orgullo personal- en sus bandas originales (Bonham falleció en 1980 y Collins, debido a una extraña enfermedad, ya no puede tocar la batería) mientras que Zak es, desde 1996, miembro de The Who, nada menos.

Siguiendo con los Beatles, John Lennon tuvo dos hijos: Julian y Sean, el primero con Cynthia, su primera esposa, y el segundo con Yoko Ono. Ambos buscaron replicar el camino de su padre, con resultados desiguales. Julian -a quien Paul McCartney dedicó Hey Jude, originalmente se iba a llamar Hey Jules- tuvo un par de éxitos radiales en 1984 (Valotte y Too late for goodbyes) pero luego se esfumó. Su medio hermano optó por la música experimental y neo psicodélica. Actualmente toca guitarra y canta junto al experimentado bajista Les Claypool (Primus) en el grupo The Claypool Lennon Delirium. En cuanto a los hijos de Paul McCartney y George Harrison, también han seguido la profesión paterna, aunque de media tabla para abajo, a decir verdad. Mientras que James, el único hijo hombre de Macca, ha estado colaborando con él desde fines de los noventa y tiene ya un par de discos como solista, de poca repercusión; Dhani destaca por su impresionante parecido físico con George pero, más allá de eso, no levanta vuelo con sus emprendimientos artísticos.

Los ejemplos, como decía, abundan. Allí están Wolfgang Van Halen, hijo del virtuoso guitarrista holandés Eddie Van Halen, fallecido el año pasado (en este video recuerda a su papá, con el tema Distance de su actual banda, Mammoth); Jakob Dylan, líder de The Wallflowers y cuarto hijo del primer matrimonio de Bob, quien alcanzó notoriedad con el segundo disco de su banda, Burning down the horse (1996), con temas como One headlight y 6th Avenue heartache. O David “Ziggy” Marley, uno de los once que tuvo el ícono del reggae jamaiquino, Bob Marley, quien se hizo conocido con el single Tomorrow people de 1988. Y como reseñas de este tipo pueden encontrarse por montones en internet, voy a concentrarme en dos casos que nadie menciona.

El primero de ellos es una banda que, en los setenta, seguramente habría llenado estadios. Sin embargo, los cambios en la industria discográfica confinaron su electrizante hard-rock sureño a clubes y locales con capacidad para no más de 5,000 espectadores (hasta antes de la pandemia, por supuesto). Me refiero a The Allman Betts Band, integrada por los hijos de tres miembros originales de The Allman Brothers Band. Devon Allman, Duane Betts y Berry Oakley Jr. Han lanzado, hasta el momento, dos álbumes, Down to the river (2019) y Bless your heart (2020) que son un tributo a la poderosa música de carreteras que hicieron sus padres, Gregg, Dickey y Berry, entre 1969 y 1972.

Pero si de homenajes filiales se trata, Dweezil Zappa se lleva el premio mayor. Desde el año 2006 ha estado recorriendo Estados Unidos y Europa, interpretando la compleja y contracultural música de su padre, el guitarrista y compositor Frank Zappa. Dweezil, guitarrista también –al nivel de Joe Satriani, Eddie Van Halen o Steve Vai, sus profesores desde niño- lanzó primero la gira Zappa Plays Zappa con la que no solo satisfizo a los conocedores sino que presentó las canciones de Frank a públicos completamente nuevos, un empeño que ha continuado a pesar de la tenaz oposición de su propio hermano, Ahmet, quien intentó prohibírselo legalmente, aduciendo que no tenía el permiso familiar para hacerlo. Tras años de absurdas peleas, ambos anunciaron su reconciliación en el 2018, poniendo por encima de todo el legado artístico de su padre.

Juan Diego Flórez, el tenor más solicitado del momento, tiene también muy presente a su padre, Rubén Flórez, conocido intérprete de música criolla. En sus galas, ante los públicos más exigentes del mundo, nuestro compatriota siempre incluye los valses de Chabuca Granda que hicieran conocido a don Rubén. Asimismo, el pianista de jazz José Luis Madueño recuerda permanentemente a su padre, Jorge Madueño Romero, en sus recitales y producciones de estudio. Otro músico peruano, el guitarrista criollo Pepe Torres, ve con orgullo cómo su hijo Álex se abre camino en Hungría, haciendo música flamenca y jazz fusión, usando las plataformas digitales y redes sociales para difundir su rollo electroacústico.

La lista podría seguir: Nancy y Natalie en el mundo del jazz (hijas de Frank Sinatra y Nat King Cole); Norah Jones y Anoushka, de Ravi Shankar; las segundas generaciones de los fundadores de los bolivianos Kjarkas, los chilenos Quilapayun e Inti Illimani; Dante Spinetta, hijo del legendario Luis Alberto. Todos dejan muy en alto los nombres de sus padres, ejemplos y confirmaciones de que el talento sí se hereda. Pero también hay casos como Enrique y Julio Iglesias Jr., hijos de Julio; o los cinco hijos de Ricardo Montaner que se han colgado descaradamente del prestigio de sus padres para conseguir oportunidades, fama y fortuna sin tener lo necesario para ser considerados verdaderos músicos.

Cada vez que escucho la música de Camel, pienso en lo profundamente degradada que está la capacidad de apreciación musical de la juventud en estos tiempos. Sus videos más antiguos -disponibles en YouTube, por supuesto-, en programas clásicos de la televisión británica como Top Of The Pops o The Grey Old Whistle Test, muestran a un público cuyas edades deben oscilar, a ojo de buen cubero, entre los 18 y 28 años, que presta atención y, sobre todo, disfruta de canciones construidas sobre una base innegablemente rockera -guitarras, bajos, teclados, baterías- pero que, de repente, insertan a un conjunto sinfónico con solos de oboes, clarinetes y violines, al estilo de las suites barrocas de Antonio Vivaldi o George Telemann.

Duele esta distancia con las preferencias actuales. Y no solo me refiero al mononeuronal reggaetón que impera, desde hace dos décadas, en Latinoamérica y su «Zona VIP», Miami. La poca sustancia y liviandad de los artistas que, durante el mismo período de tiempo, vienen capturando a las juventudes a ambos lados del Atlántico están a años luz de la sofisticación instrumental y orgánica autenticidad de lo producido por Camel en sus años dorados, una banda formada hace exactamente 50 años, en Surrey, condado británico al sur de Londres, en medio del auge del rock progresivo y psicodélico que surgió en Europa y los Estados Unidos, tras la resaca de la primera Invasión Británica, la Beatlemanía y el Festival de Woodstock. Entre 1971 y 1976, la consolidación de grupos de vanguardia como Yes, King Crimson, Pink Floyd, Genesis, Jethro Tull y otros, casi todos londinenses, afianzó al prog-rock como uno de los subgéneros más populares de la escena musical rockera, llenando prestigiosos teatros y dominando los rankings de ventas, sin abandonar su naturaleza alternativa, distante de las radios convencionales por las características de su propuesta.

El sonido de Camel se inscribe en esas coordenadas, por supuesto, con todos los méritos para ser considerado como uno de los exponentes fundamentales de la época. Sin embargo, y a pesar del prestigio que posee entre conocedores y nostálgicos de aquellos sonidos que combinaban el hard-rock con sonidos espaciales, extensos pasajes instrumentales e historias fantásticas tomadas de la literatura y la filosofía, nunca se les menciona en los superficiales recuentos sobre los años setenta que hacen, de vez en cuando, los medios comunes y corrientes, entre las notas informativas que reseñan los resultados del Grammy, las últimas paparruchadas de Maluma o la lista de nuevos inquilinos del Salón de la Fama del Rock and Roll, esa entelequia que admite a raperos como Tupac Shakur, Notorious B.I.G. o Jay-Z pero en la cual el nombre de Camel brilla por su ausencia, a pesar de ser elegibles para inducción desde 1998, en que se cumplieron 25 años de su epónimo álbum debut, lanzado en 1973.

El cuarteto original, integrado por Andrew Latimer (voz, guitarras), Doug Ferguson (bajo), Peter Bardens (voz, teclados) y Andy Ward (batería), consiguió llenar el histórico Royal Albert Hall en octubre de 1975 para presentar su tercer LP, (Music inspired by) The Snow Goose, acompañado por la Orquesta Sinfónica de Londres, nada menos. Como indica el título, este álbum está inspirado por la novela del norteamericano Paul Gallico del mismo nombre, una historia alegórica de amistad en tiempos de guerra, publicada originalmente en 1940 (ver aquí The Snow Goose/Friendship/Rhayader goes to town en vivo en la BBC, 1975). A lo largo de su discografía, Camel se caracterizó por esta clase de obras conceptuales, basadas en relatos de ciencia ficción como es el caso de The white rider, inspirada en la obra maestra de J. R. Tolkien, El señor de los anillos, tema incluido en Mirage, su segunda producción discográfica, de 1974. O como su noveno álbum, Nude (1981), en que la banda musicaliza un libreto acerca de un soldado japonés durante la Segunda Guerra Mundial.

Andrew Latimer es el principal compositor de Camel. Su habilidad lo ubica al nivel de David Gilmour (Pink Floyd) y Steve Hackett (Genesis) pero con un acercamiento más influenciado por el blues y el jazz. Por ejemplo, en temas clásicos de esta primera etapa como Lady fantasy o Mystic queen, ciertos segmentos recuerdan The Allman Brothers Band, Deep Purple y The Doors. Además de ser un afilado guitarrista, Latimer domina la flauta traversa. Aunque su voz no es particularmente notable –maneja tonos bajos, medio cavernosos- las seis cuerdas de Latimer brillan, emocionan y alcanzan, por momentos, alturas electrizantes. Una pasada a Never let go, corte emblemático de su primer disco, basta para interesarse en la banda.

Pero si Andrew Latimer era el líder e indiscutible motor creativo de Camel, el alma de la banda fue Peter Bardens, quien había trabajado desde mediados de los sesenta con luminarias del rock británico como Van Morrison, Rod Stewart, Peter Green y Mick Fleetwood. Bardens ayudó a Latimer, desde 1971, a dar forma al sonido del grupo con su creatividad como compositor, vocalista y productor. Sus extraordinarias capacidades en los teclados hacían perfecto maridaje con el vértigo de su socio guitarrista. Junto a ellos, Doug Ferguson y Andy Ward complementaban con una base sumamente sólida y de amplios recursos para resolver los complejos arreglos del tándem. El prominente rol del tecladista queda evidente en temas como Echoes (LP Breathless, 1978), Supertwister (Mirage, 1974) o las alucinantes Song within a song y Lunar sea (Moonmadness, 1976), solo por mencionar algunos ejemplos.

La formación original de Camel se quebró en 1976 con la salida del bajista Doug Ferguson. Su lugar fue ocupado por el ex Caravan, Richard Sinclair y la banda se reforzó con el ingreso del saxofonista/flautista Mel Collins, conocido integrante de King Crimson. Luego, en 1978, Peter Bardens decidió separarse del grupo para iniciar un largo camino como solista que terminaría, lamentablemente, con su prematura muerte el año 2002, víctima de cáncer pulmonar, a los 57 años. Por su parte, el baterista Andy Ward, se mantuvo hasta 1981, pero sus problemas con el consumo de alcohol y drogas, además de diversos episodios de trastornos mentales, lo llevaron a retirarse del grupo de manera definitiva tras la gira de ese año.

Latimer continuó al frente de Camel durante los ochenta, con diversos cambios de personal y tratando de adaptarse a las nuevas tendencias, algo que hicieron muchas otras bandas de su promoción. Su producción discográfica en esa década se limitó a tres álbumes –Nude (1981), The single factor (1982) y Stationary traveller (1984). Luego de autoexiliarse en los EE.UU. casi ocho años, Latimer volvió con una agenda recargada de conciertos y un sonido más cercano a sus raíces, con álbumes como Dust and dreams (1991), Harbour of tears (1996) y el extraordinario Rajaz (1999).

Camel, siempre con Andy Latimer como único integrante original, acometió el siglo 21 con un disco muy recomendable, A nod and a wink, lanzado en julio del 2002 y dedicado a Peter Bardens, fallecido a comienzos de ese año. Acompañado de Colin Bass (voz y bajo, en el grupo desde 1979) y dos extraordinarios músicos franco-canadienses, Guy LeBlanc (teclados) y Denis Clement (batería)- el grupo experimentó una ola de nueva popularidad con conciertos a casa llena en Europa y EE.UU., que se vio ligeramente interrumpida por una extraña enfermedad a la sangre que obligó al guitarrista a retirarse casi cinco años.

El 2014 la banda regresó triunfal con un DVD titulado In from the cold, grabado en vivo en el Barbican Theater de Londres, con un setlist que cubrió su amplio catálogo. El 2018, un par de años antes de la pandemia, el grupo –esta vez con el tecladista Peter Jones en reemplazo de LeBlanc, fallecido el 2014- se presentó en el Royal Albert Hall para tocar The Snow Goose en su integridad, tal y como lo habían hecho 43 años antes, en 1975.

Camel, de la mano de Andrew Latimer, hoy de 72 años, cumple cinco décadas de trabajo y su música suena tan fresca como siempre, reconocida como influencia de artistas contemporáneos del prog-rock como Marillion, Spock’s Beard, Opeth, Porcupine Tree, entre otros (chequeen esta versión de Lunar sea de Stratus Luna, trío de adolescentes brasileños. Su público ha envejecido también, con dignidad y elegancia, mientras sus nietos se retuercen como simios al ritmo del reggaetón o miran al vacío cuando un robótico DJ, ensimismado, los hace saltar en el TikTok. De lo que se pierden.

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Camel, Rock Progresivo

Quienes participamos en marchas de protesta pacífica desde los años noventa y hasta ahora -no considerar, en el inevitable recuento mental, el desubicado muestrario de camionetones convocado hace una semana por Beto Ortiz, que más parecía un banderazo futbolero, con grupitos de gente conversando, mascarillas abajo y latas de Pilsen en mano-, sabemos que las consignas son elementos infaltables, que dan vida y sentido a cualquier movilización política ciudadana, tanto como los bosques de banderas, los carteles hechos a mano y, desde hace relativamente poco tiempo, los muñecones gigantes, las representaciones alegóricas, las vuvuzelas y los enérgicos conjuntos de tambores que acompañan con estruendosas batucadas el paso firme de los marchantes.

Una de esas consignas, probablemente la más universal y antigua, es título y coro de una canción que condensa mejor que ninguna otra el espíritu combativo y a la vez solidario de toda lucha social. El pueblo unido jamás será vencido (la canción) recorrió el mundo entero gracias a las dos agrupaciones más importantes del movimiento conocido como la Nueva Canción Chilena: Quilapayún e Inti Illimani.

Ambos conjuntos de folklore latinoamericano fueron activos propagandistas de los ideales de la izquierda socialista de Chile entre finales de los sesenta e inicios de los setenta y participaron en muchos eventos de apoyo a Salvador Allende, tanto en la campaña que lo llevó a la presidencia como en los difíciles tiempos que siguieron al golpe de Estado que lo depuso aquel funesto 11 de septiembre de 1973, en que las huestes del dictador Augusto Pinochet se hicieron del poder a patada y balazo limpio.

Precisamente, en uno de aquellos recitales de activismo cultural y político fue que nació este himno que, con solo una frase, resumió la decisión popular de hacer a un lado la pasividad cuando las cosas rebasan ciertos límites. En agosto de 1973, en una manifestación por los derechos de la mujer en Santiago, el septeto Quilapayún estrenó este cántico ronco cuya letra ha sido incluso traducida a idiomas tan disímiles como finés, egipcio, ruso o francés.

Tras el batacazo de la satrapía pinochetista, muchos artistas tuvieron que huir de Chile para evitar ser encarcelados y/o asesinados. Entre ellos, los músicos de Quilapayún e Inti Illimani, quienes se exiliaron en Europa, desde donde prosiguieron sus carreras con conciertos y grabaciones orientadas a apoyar la recuperación de la democracia en su país. Desde entonces, El pueblo unido jamás será vencido saltó de los teatros a las calles para instalarse, de manera inquebrantable, en el imaginario colectivo, inclusive en aquellos sectores para nada interesados en la cosa política ni en las reivindicaciones sociales. Dicho en sencillo: hasta los más indiferentes o los más ignorantes reconocen la frase y la forma de entonarla, la misma que usaron los Quilapayún cuando la presentaron por primera vez, hace ya 48 años.

La canción fue escrita por el pianista y compositor chileno Sergio Ortega Alvarado (1938-2003), militante de izquierda y conocido por su trabajo como gestor cultural y director artístico de un canal de televisión estatal. Aunque no fue nunca miembro de Quilapayún, Ortega estuvo siempre en contacto con esa generación de músicos –en la cual también destacaron Víctor Jara, Isabel Parra o los ya mencionados Inti Illimani- y compuso varios himnos de Unidad Popular, la coalición que llevó a Allende al Palacio de la Moneda. Ortega era un experto pianista clásico, de conservatorio. De hecho, la melodía de las estrofas de El pueblo unido…, las que nadie escucharía jamás en una marcha, poseen una estructura influenciada por el alemán Johannes Brahms, con esas progresiones que conducen al climático grito coral.

La primera versión registrada en vinilo del tema apareció en 1973, en el álbum en vivo Primer Festival Internacional de la Canción Popular Chile ’73, publicado por el sello Discotecas del Cantar Popular (DICAP). En ese entonces, los Quilapayún eran ya un conjunto establecido en el panorama de la Nueva Canción Chilena, integrado por Eduardo Carrasco, Hernán Gómez, Rodolfo Parada, Carlos Quezada, Rubén Escudero, Hugo Lagos y Willy Oddó, quienes se presentaban en plazas y universidades con sus característicos ponchos negros y sus espesas barbas –de hecho, el nombre del grupo es una palabra mapuche que significa “tres barbas”.

Como es usual en este tipo de agrupaciones, todos sus integrantes cantaban e intercambiaban guitarras, charangos, bombos, zampoñas y quenas, con impecable versatilidad. Carrasco, líder y director musical del grupo hasta hoy, recuerda cómo nació El pueblo unido…: “Esa canción se gestó en un momento de amistad, digamos. Estábamos en una fiesta íntima, con la gente del grupo, en la casa de Sergio. Él tuvo la genialidad de hacer que la canción condujera a un lema, utiliza el lenguaje de la música para generar una tensión que llega al grito de El pueblo unido. Por eso es muy apropiada para las marchas”.

Esta consigna se ha escuchado en diversas manifestaciones a nivel mundial, algunas de ellas multitudinarias. Por ejemplo, en octubre del 2019 en la manifestación que reunió a más de un millón de personas en Santiago, tras las revueltas sociales que estuvieron a punto de provocar la renuncia de Sebastián Piñera y revelaron al mundo las mentiras del “milagro económico chileno”. También ha sido parte de importantes momentos históricos como la Revolución de los Claveles en Portugal, realizada por el ejército luso en 1974; o la Primavera Árabe del 2010, en diversas marchas para sacar del poder a dictadores como Hosni Mubarak (Egipto), Bashar Al Assad (Siria) o Zine El Abidine Ben Ali (Túnez).

En todos los casos, independientemente de sus resultados o motivaciones, El pueblo unido jamás será vencido es reconocido como un cántico genuino de la gente que sale a manifestar su indignación. Ningún partido político o conglomerado empresarial podría utilizarla. ¿O ustedes se imaginan al directorio de la Sociedad Nacional de Minería o de la Confiep, con los brazos entrelazados, gritando por las calles «El pueblo unido…”? Uno de sus más recientes usos se dio el pasado 27 de marzo, en el Teatro Odeón de París, Francia, donde cientos de músicos de orquestas sinfónicas se unieron para tocar El pueblo unido jamás será vencido, como un acto de protesta ante el abandono estatal a las comunidades artísticas que quedaron sin ingresos a causa del COVID-19. Y, por supuesto, ha estado presente en estos días en todo el Perú, en las marchas de rechazo a Keiko Fujimori, y en el cierre de campaña de Pedro Castillo, hace dos días, en la Plaza Dos de Mayo.

Pero volviendo a la canción, existen varias versiones de El pueblo unido jamás será vencido. Una de las más difundidas es la que grabó, el año 2004, el grupo chileno de rock Pettinellis (aquí, en vivo, en Viña del Mar), proyecto de corta vida liderado por el cantante y guitarrista Álvaro Henríquez, recordado por su trabajo con Los Tres. En un registro totalmente distinto, el colectivo norteamericano de DJs Thievery Corporation incluyó la canción en su disco Radio retaliation (2008), con sonidos cercanos al chill-out y la música latina, cantada por el colombiano Verny Varela. Cómo olvidar que el cuarteto mexicano Molotov incluyó este grito de guerra callejera en Gimme tha power, poderoso single de su álbum debut ¿Dónde jugarán las niñas?, tema que los dio a conocer allá por 1997. También existen versiones en inglés (The people united will never be defeated!), en ruso, en iraní, en filipino, entre otros.

En cuanto a Quilapayún, la ha publicado decenas de veces, tanto en estudio como en vivo, a lo largo de sus cincuenta años de carrera discográfica, y la siguen interpretando, por supuesto, en cuanto recital ofrezcan alrededor del mundo. En 1974 apareció el LP Yhtenäistä kansaa ei voi koskaan voittaa, editado en Finlandia, con una versión acompañados por la banda local Agit-Prop. Poco después, El pueblo unido jamás será vencido (DICAP, 1975) le dio título al décimo cuarto álbum de los chilenos, grabado en los estudios Pathe Marconi de Francia. Por su parte, Inti Illimani lanzó su primera versión de El pueblo unido… como Lado B de su famoso single Alturas, en 1976. Aquí podemos verlos, en el año 2014, en el programa argentino Encuentro en el estudio, cantando esta emblemática canción que, seguramente, seguirá acompañando cada manifestación frente a las injusticias y corrupciones que buscan desinformar y someter a la ciudadanía.

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Folclore, Quilapayún

«Las amarguras no son amargas cuando las canta Chavela Vargas y las escribe un tal José Alfredo…» entonaba el español Joaquín Sabina, en uno de sus temas más famosos, Por el bulevar de los sueños rotos, título que tomó prestado de algo que dijo la legendaria cantante, el día que se conocieron, después de uno de sus primeros recitales en «los madriles», a comienzos de los noventa. Y, aunque la frase es uno de esos clásicos e inteligentes juegos de palabras y rimas consonantes de Sabina, resulta que es una descripción totalmente opuesta a la realidad. Las amarguras, cantadas por Chavela, eran aún más amargas y dolorosas.

Desde aquel momento, comenzó una de las amistades más atípicas de la escena musical hispanoamericana. El poeta maldito del pop-rock trovadoresco, que entonces recién pasaba los 40 años, se hizo compañero de juerga y colaboración musical de una trajinada señora que iba rumbo a los 75, a paso firme tras décadas de carrera artística. El vínculo se hizo tan estrecho que, según cuenta el mismo Sabina, hasta llegó a pedirle que se casara con él y lloró desconsolado tras su fallecimiento en el 2012, algo que no había hecho ni por sus padres.

La voz ronca y masculina de Chavela Vargas comenzó a rodar en México a inicios de los años sesenta. Desde el saque, su imagen y sonido colisionaron frontalmente con la conservadora escena artística del país de las cantantes y actrices vaporosas y coquetas. A contramano de lo que pudiera pensarse, nunca fue vetada o marginada, ni por los medios ni por el público, aunque ella se colocó, voluntariamente, en la orilla alternativa del amplio espectro folklórico mexicano.

Desde niña, Isabel Vargas Lizano –su nombre legal- había dado claras muestras de una orientación sexual definida, opuesta a la que genéticamente le fue asignada. Era un hombre encerrado en el cuerpo de una mujer. Esto le generó serios problemas familiares en Costa Rica, país donde había nacido en 1919, motivo por el cual terminó emigrando a México, antes de cumplir los 18, para instalarse y, años después, nacionalizarse. Vestida de pantalones largos, ponchos, con el pelo amarrado atrás y sin una gota de maquillaje, Vargas ganó su espacio cantando rancheras, corridos y boleros, con singular estilo y sentimiento.

Chavela -aunque en sus primeros Long Play, publicados por el histórico sello mexicano Orfeón, aparecía con «b», la grafía habitual que se utiliza para escribir “Chabela”, el nombre hipocorístico de Isabel-, se hizo conocida en palenques, teatrines y bares por ese estilo agresivo, apesadumbrado y borrachoso. Sus grabaciones junto al guitarrista Antonio Bribiesca, «La Guitarra de México», publicadas entre 1961 y 1977, definieron su estatus de artista de culto, con canciones tradicionales como La llorona (de autoría indeterminada), Paloma negra (Tomás Méndez) o Macorina (poema del español Alfonso Camín), hasta ahora citadas como sus principales aportes a la música latinoamericana.

Sobre los escenarios, desarrolló una intensa amistad con José Alfredo Jiménez (el «tal José Alfredo» de la canción de Sabina), importante compositor de música popular, creador de inmortales canciones como En el último trago, Amanecí en tus brazos, Un mundo raro, No me amenaces, entre otras, que Chavela convertía en lamentos íntimos de insondable oscuridad. Ambos, además, compartían un irrefrenable alcoholismo. Cuentan que, entre los dos, eran capaces de acabarse decenas de botellas de tequila por noche. Cuando el autor de El Rey falleció, de cirrosis, en 1973, Chavela Vargas fue al velorio y cantó, completamente ebria y entre lágrimas, junto al ataúd.

Paralelamente, su lesbianismo se hacía cada vez menos fácil de disimular. Aun cuando, de manera oficial, recién decidió aceptarlo públicamente a los 80 años, eran conocidas sus múltiples conquistas. Como detalla el documental Chavela (Catherine Gund, 2017, disponible en Netflix), la intérprete tenía un encanto arrollador entre las mujeres y tuvo sonados romances con famosas personalidades como la destacada pintora mexicana Frida Kahlo o la actriz norteamericana Ava Gardner, diva de Hollywood.

Asimismo, solía enamorar a las elegantes esposas de políticos y empresarios, como la novia del poderoso broadcaster Emilio Azcárraga, una aventura amorosa que terminó con su carrera artística. El fundador de Televisa se encargó de borrarla de las agendas de teatros, casas discográficas y medios de comunicación. Durante casi una década, Chavela Vargas se exilió y se refugió en el tequila. Sin trabajo y con la ayuda de algunos amigos, la cantante desapareció del mapa, al punto que muchos la creyeron muerta.

De aquel destierro salió gracias a una joven abogada, su último gran amor, la mexicana Alicia Elena Pérez Duarte, tres décadas menor, quien fuera una de las artífices de su recuperación personal y profesional. Aunque se mantuvieron en contacto prácticamente hasta su muerte, la relación duró solo cinco años, entre 1988 y 1993. Como relata la abogada, el romance se rompió por un hecho peligroso e intolerable: Alicia encontró a Chavela enseñándole a su hijo de 10 años a disparar una pistola.

Sin embargo, los años noventa la verían resurgir y recuperar su estatus de leyenda viva, un segundo debut que definiría su legado artístico. Desde España, el mundo vio el retorno de Chavela Vargas, convertida en un ídolo pétreo e imperturbable, una presencia escénica monolítica y sin precedentes. Cada vez que abría los brazos, extendiendo su sonrisa arrugada y su poncho rojo para abrazar al público, Chavela paralizaba al mundo para que lo único que se escuchara fuera su estentórea voz. Con una legión de nuevos amigos y admiradores -Pedro Almodóvar, Miguel Bosé, Joaquín Sabina-, la vida azarosa, llena de excesos, conflictos y rarezas de «La Chamana» se recompuso.

También fue vital para este retorno el sello discográfico WEA Internacional, filial latina de Warner Bros. Records, responsable de la publicación, distribución y venta de discos que hicieron de Chavela Vargas una estrella de fines de los noventa e inicios del siglo XXI, una viejecita con voz de trueno y actitudes irreverentes, tótem de la comunidad LGTBI e ícono con características exóticas que, a pesar de ser tan diferente, la acercaba a otros artistas de la world music como los Buena Vista Social Club o Cesaria Evora.

Álbumes como La llorona (1993), Somos (1996) y Chavela Vargas (1997), instalaron el vozarrón de Chavela en el imaginario colectivo de las generaciones modernas, con versiones nuevas de canciones que había grabado 40 años atrás, algunas de las cuales habían sido utilizadas por el cineasta Pedro Almodóvar, una de las personas que más la promocionó en España, en varias de sus películas. La primera vez fue en Kika (1993), en que se escucha el famoso bolero Luz de luna (composición de Álvaro Carrillo que fuera éxito del gran Javier Solís).

Chavela Vargas en Carnegie Hall (2004) es un CD doble que condensa ese estilo melancólico pero a la vez fuerte, que cautivó a un público más joven, convirtiéndose casi en amuleto culturoso y superficial. Dos años antes de su muerte, en el 2010, con 91 años, lanzó un disco de duetos, ¡Por mi culpa!, con artistas como Lila Downs, Pink Martini y el mismo Joaquín Sabina, con quien ya había grabado Noche de bodas, para el extraordinario disco 19 días y 500 noches (1999).

Chavela Vargas representa el lado oscuro de aquel México lindo y querido que conocimos a través de Pedro Infante, Jorge Negrete, Cantinflas y María Félix. Y, al mismo tiempo, expresa lo que estas luminosas estrellas del cine y la música trataban de reflejar, pero sin disfuerzo ni sobre actuación: el dolor, la angustia, la transgresión y el riesgo de enfrentarse a los convencionalismos, con la frente en alto a pesar de los errores y, ya desde el punto de vista artístico, con la plena disposición de emocionar a su audiencia sin concesiones, declamando esas letras desgarradoras como si la vida se le fuera en ello. Esa intensidad, sufriente pero auténtica, es un acercamiento a aquella idea etérea de libertad, tan huidiza para personas comunes y corrientes. Como dice Sabina, otra vez, en esa canción homenaje que sellaría a fuego su amistad y admiración, contenida en su noveno álbum, Esta boca es mía, del año 1994: «Quién pudiera reír como llora Chavela…»

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Chavela Vargas, México, Música
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