[Música Maestro] Los conciertos de Phish suelen durar un mínimo de cuatro horas, divididas en dos sets de hora y media con intermedio, como solían hacer los Grateful Dead. También como el legendario grupo liderado por Jerry García (1942-1995), el cuarteto tiene legiones de seguidores que recorren las carreteras interestatales para asistir a varios puntos de una misma gira, por su férrea costumbre de nunca tocar las mismas canciones y esa capacidad para extender sus jams hasta duraciones inimaginables. Por ejemplo, hace poco, hicieron una versión en vivo de Chalk dust torture -de su cuarto disco A picture of Nectar (1992)- que sobrepasó los cuarenta minutos (¡¡¡!!!), a diferencia de esta, más comprimida y similar a la grabación en estudio, tocada en el show de David Letterman, en su primera aparición en televisión. Después era común verlos en los programas de Conan O’Brien, Jimmy Fallon o Saturday Night Live.

Los conciertos de Phish son una verdadera fiesta. En una entrevista para Rolling Stone, publicada un par de meses antes de llegar a los 60 años -su cumpleaños fue hace unos días, el 30 de septiembre-, Trey Anastasio, guitarrista, cantante y líder del grupo, cuenta que Ed O’Brien, consumado fanático de Phish, le dijo que una vez se la pasó mirando hacia atrás, a las tribunas más alejadas, para ver si encontraba alguien distraído pero solo comprobó que hasta el último de los asistentes bailaba y coreaba las canciones, mientras que en los shows de su banda, Radiohead, es común ver, entremezcladas con los seguidores, a personas que no prestan atención, miran sus teléfonos o conversan. Que están allí solo porque “es cool”.

Los conciertos de Phish son espectaculares puestas en escena, con extremo cuidado en las proyecciones, sistemas de luces, pantallas, sonido y participación de actores. Por ejemplo, en el concierto de Año Nuevo que hicieron en el Madison Square Garden en diciembre del 2023, la banda interpretó su ciclo de canciones Gamehendge, historia conceptual que tiene sus raíces en una tesis musical titulada The man who stepped into yesterday, compuesta por Anastasio en 1988 para graduarse, y que nunca han plasmado en estudio. 

Por cierto, la banda realiza conciertos por Año Nuevo en el legendario recinto neoyorquino, a casa llena, casi todos los años desde 1994. Para esta temporada, ya se están anunciando en redes sociales las tocadas para los días 28, 29, 30 y 31 de diciembre. Como el espectáculo de vaudeville de The Rockettes en el Radio City Music Hall o las temporadas de Billy Joel, los conciertos de Phish en el Madison Square Garden son, más que un hecho aislado que ahora puede conseguir cualquiera -como, por ejemplo, un par de chacoteros de esquina, vulgarones con zapatillas de marca y suficiente plata para alquilar el local- una tradición que congrega, desde hace décadas, a comunidades multitudinarias que comparten, en cada show, una experiencia única.

Los conciertos de Phish son eso y mucho más. Y lo son desde 1983, en que estos cuatro compañeros de la Universidad Goddard en Vermont, al noreste de los Estados Unidos, se juntaron cuando apenas tenían veinte años para hacer lo que más les gustaba, tocar. Y una vez que empezaron, jamás se detuvieron. Veinte álbumes en estudio, más de 250 lanzamientos en vivo, entre oficiales y no oficiales, box sets (como la serie Live Phish de 27 volúmenes, hasta ahora) e innumerables grabaciones hechas por fanáticos y autorizadas por la banda -otra vez, las referencias de Grateful Dead- son testimonio de una energía incansable. 

Y cuando Phish se separaba, por alguna razón de salud o conflictos personales, lo más común era verlos en múltiples proyectos individuales, como el supergrupo que, en el año 2000, juntó a Trey Anastasio con Les Claypool (Primus, bajo) y Stewart Copeland (The Police, batería) para unas apariciones exclusivas en el Festival de Bonnaroo que se repitieron en varias ocasiones hasta el 2019, tras el lanzamiento de su único CD en estudio, el alucinante The grand pecking order (2001); o colaborando los unos con los otros en sus lanzamientos como solistas. 

Pero ¿qué música toca Phish? Podríamos definirla como una mezcla de rock clásico con psicodelia, prog-rock con jazz, blues, funk, reggae y música alternativa -hasta un disco de space-rock sacaron, el psicótico The Siket disc (1999). Digamos que Phish llevó al extremo el concepto de “jam band”, creado a fines de los sesenta e inicios de los setenta por combos como The Allman Brothers Band o los ya mencionados Grateful Dead y sus decenas de derivados. Junto a sus colegas Widespread Panic, The Dave Matthews Band, Blues Traveler y Gov’t Mule, Phish encabezó el resurgimiento de esta propuesta artística.

Trey Anastasio (60) es un guitarrista extremadamente versátil, capaz de desarrollar creativos fraseos y solos cada vez que se monta en uno de sus viajes instrumentales, en los que parece desconectarse de la realidad. Esto, que suena bastante etéreo, es una ciencia rigurosa que requiere harto trabajo y ensayo. Y a su lado tiene a tres monstruos -Mike Gordon (voz, bajo, 59), Page O’Connell (voz, teclados, 61) y Jon Fishman (voz, batería, 59)- que, cada uno en su instrumento, poseen la misma habilidad para seguirle el paso. En la conversa con la Rolling Stone, Anastasio asevera que “si un integrante de Phish se va o fallece, la banda se acaba”.

Ese sentido comunitario y esa mística que rodea a la banda es una extensión de la amistad irrompible cultivada por Anastasio, O’Connell, Gordon y Fishman a lo largo del tiempo, una que ha superado divorcios, adicciones y ocasionales desacuerdos. Otros tres personajes notables en la entidad familiar de Phish son el letrista Tom Marshall, también compañero de Goddard College, que le ha puesto textos a la gran mayoría de exploraciones musicales del pelirrojo guitarrista; el lutier e ingeniero de sonido Paul Languedoc, quien ha construido guitarras y bajos de modelos exclusivos para Anastasio y Gordon a lo largo de los años; y Chris Kuroda, su director de luces desde los años noventa.

Si hablamos de la discografía de Phish, todo comienza en 1989 con su álbum debut, Junta, un lanzamiento independiente que, en años posteriores, fue reeditado primero por Elektra Records y luego por la escudería independiente JEMP, fundada por ellos mismos en el 2005. Junta incluye una canción que, hasta hoy, es considerada como la más popular en su particular universo paralelo, You enjoy myself. El tema tiene solo una línea de letra, una extraña frase que cantan los cuatro integrantes usando armonías en falsete, en tono juguetón, que dice así: “Watch Uffizi drives me to Firenze” que podemos traducir como “ver Uffizi me llevó a Florencia”, precedida por cuatro palabras –“Boy! Man! God! Shit!”, exclamadas por Anastasio tras cinco minutos y medio de introducción instrumental que tiene de Yes, Genesis, Steely Dan, Gentle Giant y, por supuesto, Grateful Dead. Tanto título como letra de la canción se relacionan a una anécdota que solo conocen los fans más antiguos y conocedores.

Otra de las características que hacen especial a Phish es su dinámica en escena. Generalmente estáticos, cada músico se mantiene concentrado cuando está haciendo algún solo o improvisación, pero cambia si Anastasio realiza alguno de sus monólogos introductorios o cuando Fishman, el baterista, salta a la primera línea, con sus atuendos de colores inspirados en poblaciones hawaianas, a interpretar temas conocidos de otros artistas. Y, hablando de saltar, en You enjoy myself Anastasio y Gordon ejecutan un coordinado segmento de saltos mientras tocan sus instrumentos, ayudados por mini trampolines. Anastasio considera este tema como el último que le gustaría tocar en el último concierto de Phish que, según sus cálculos, será cuando los cuatro cumplan 90 años.

El primer álbum que escuché de Phish fue Billy breathes (1996), el sexto en estudio -séptimo si consideramos en la cuenta The white tape (1986), un demo que grabaron en medio de sus primeras giras-, un CD que encontré tirado en una vieja caja de ofertas en el local que la desaparecida cadena de tiendas Disco Centro tenía en la cuadra 4 del Jirón de la Unión. De inmediato me atrapó la destreza instrumental, el nexo con el rock clásico y esa libertad que, aun sin verlos, se deja sentir en canciones como el tema-título -dedicado a su hija, Eliza- y otras piezas como Character zero, Free o los instrumentales Bliss y Cars trucks buses.

Sin difusión en las radios y sin videos en MTV, Phish fue construyendo su fama y mitología propia gracias a su creatividad, autenticidad y esa conexión tan especial con su público, los “Phishheads” -nombre inspirado, cómo no, en los “Deadheads”, una nueva asociación con la banda que lideró la psicodelia de la Costa Oeste en los tiempos de Woodstock-, una de las fanaticadas más leales en la historia de la música popular contemporánea. A pesar de los intentos de Anastasio por desligarse de su imagen como sucesores de Grateful Dead, a estas alturas es innegable la relación entre ambos, por sus trayectorias y formas de entender la industria discográfica. De hecho, Anastasio ocupó el lugar de García en los cinco conciertos Fare thee well: Celebrating 50 years of the Grateful Dead, realizados entre junio y julio del 2015, que hicieron los miembros sobrevivientes del grupo. 

Entre 1989 y 2004 Phish lanzó doce álbumes en estudio, algunos de ellos realmente notables como Hoist (1994, con invitados como el intérprete de banjo Béla Fleck y la legendaria sección de vientos Tower of Power-, The story of the ghost (1998) o Farmhouse (2000) mientras que, en paralelo, realizaba infatigables giras, llegando a registrar más de 300 conciertos por año entre 1988 y 2004, en que tuvieron su primera y única separación formal. En ese hiato, mientras Anastasio ingresaba a una clínica de rehabilitación, Page McConnell lanzó su primer y único álbum en estudio como solista; el bajista Mike Gordon comenzó colaboraciones con el guitarrista Leo Kottke; y Jon Fishman se dedicó a otros emprendimientos musicales y artísticos. El cuarteto regresó, triunfalmente, con dos extraordinarios álbumes de material original, Joy y Party time (2009).

Además de giras convencionales, Phish organiza festivales a campo abierto, con ellos como única banda del cartel en la mayoría de los casos, de dos o tres días en que las caravanas de seguidores acampan en extensos terrenos de estados como New York, California, Vermont, entre otros. Entre 1996 y 2015 la banda realizó diez de estos festivales, con audiencias entre 65,000 y 80,000 personas, haciendo hasta siete conciertos durante tres días, estrenando canciones o tocando clásicos de su repertorio que tocan en vivo desde sus inicios pero nunca han grabado en estudio, como Mike’s song o AC/DC bag o Possum.

Por ejemplo, los días 30 y 31 de diciembre de 1999, más de 85,000 asistieron a la reserva nacional de Big Cypress en Florida. El festival, denominado simplemente Big Cypress, fue el concierto de Año Nuevo con la mayor asistencia de ese año, por encima de otros artistas de primera como Barbra Streisand, Metallica, Billy Joel o Eric Clapton. Por su parte The Great Went (16 y 17 de agosto de 1997) fue considerado el concierto con mayor cantidad de público en aquel verano en los Estados Unidos, más de 75,000 personas congregadas en Maine, en una base aérea ubicada cerca de la frontera con Canadá. 

Por si fuera poco, a los Phish les encanta tocar covers, como si no les bastara con las más de 500 canciones que han compuesto en 40 años de carrera. Mientras en algunos sectores de la crítica especializada aun se rasgan las vestiduras frente a aquellas bandas que deciden interpretar material ajeno, Anastasio, Gordon, Fishman y McConnell disfrutan muchísimo al homenajear a sus referentes musicales. En sus largos instrumentales, no es extraño que incorporen clásicos del rock, blues, jazz, country, bluegrass R&B y funk, con la mayor naturalidad. 

De hecho, cada cierto tiempo organizan conciertos en los que tocan, de principio a fin, algún disco clásico. Estas tocadas, denominadas “Musical Costumes” las vienen haciendo desde 1994, casi siempre para Halloween. Algunos de los discos que han tocado en su integridad, son The white album (1968) de The Beatles, en 1994; Quadrophenia (1973) de The Who, en 1995; Exile on Main Street (1972) de The Rolling Stones, en 2009; Remain in light (1980) de Talking Heads, en 1996; Loaded (1970) de The Velvet Underground, en 1998, The dark side of the moon (1973), de Pink Floyd, en el 2000; entre otros. 

El año 2010, Trey Anastasio fue invitado a presentar la inducción de Genesis, una de sus bandas favoritas, en el Salón de la Fama del Rock and Roll. Y Phish hizo tributo a las dos etapas del grupo tocando No reply at all (Abacab, 1981) y Watcher of the skies (Foxtrot, 1972). Mientras que la primera no les quedó muy bien por falta de ensayo, la segunda -una de las composiciones más complejas de Gabriel, Collins, Banks, Hackett y Rutherford- es de los mejores covers que han hecho. 

Desde ese año en adelante, la banda retomó su apretada agenda de conciertos y, en el camino, ha lanzado varios discos en estudio ampliando su ya abultado catálogo, con títulos como Fuego (2014), Big boat (2016) y Sigma oasis (2020). En 2019 se estrenó Between my mind and me, el más reciente documental sobre la banda. Y recientemente, retomaron también los campamentos musicales con Mondegreen, su décimo primer festival, realizado durante cuatro días, del 15 al 18 de agosto en una amplia explanada de Dover, capital de Delaware. Y hace apenas tres meses lanzaron su vigésima producción en estudio, Evolve (JEMP Records, 2024), la cual celebraron con una aparición especial en la serie de NPR Tiny Desk de la radio nacional de Washington, interpretando cinco canciones, entre ellas sus clásicos Sample in a jar (Hoist, 1994), Chalk dust torture (A picture of Nectar, 1992) y You enjoy myself (Junta, 1989), con trampolines y todo. El video ya tiene más de 750 mil reproducciones. 

Como vemos Phish, esta banda que teloneó en sus inicios a Violent Femmes y Santana, que donó un carro alegórico gigante con forma de hot dog al Salón de la Fama del Rock and Roll en 1998 y ha vendido más de 8 millones de zcd y DVD solo en Estados Unidos, tiene cuerdas para rato. Sus coloridas páginas https://phish.com/ y https://phish.net/ son más que elocuentes.

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[Música Maestro] A sus 78 años, cumplidos hace apenas tres meses, al bajista y compositor norteamericano Tony Levin no le faltan energías para seguir trabajando, a un nivel de exigencia física y excelencia artística que muy pocas personas apreciarían en un país como este, que suele regalar su admiración a personajes mediocres, corruptos y/e improvisados. Levin no solo acaba de lanzar, el 13 de septiembre último, su séptima producción discográfica como solista -la primera en quince años- titulada Bringing it down to the bass (Flatiron Recordings), sino que se encuentra en estos precisos momentos recorriendo Estados Unidos y Canadá con la gira Beat, interpretando canciones del periodo 1981-1984 de King Crimson, junto a otros tres extraordinarios colegas, Steve Vai, Danny Carey y Adrian Belew.

La gira, considerada por muchos expertos y fanáticos -entre los que me cuento con afiebrado entusiasmo- como el evento musical del año, arrancó el 12 de septiembre en San José, California. A juzgar por los videos compartidos por los asistentes a esta primera fecha y todas las posteriores hasta ayer, los resultados son más que satisfactorios, tanto para los cuatro instrumentistas como para sus públicos. De aquí al 18 de diciembre, en que será el último concierto del Beat Tour, restan 57 fechas. Estamos hablando de shows que duran entre una hora y media y dos horas, con traslados por carretera entre ciudad y ciudad, pruebas de sonido, entrevistas, firmas de autógrafos y demás. Todo un reto.

Y con respecto al disco, cuyo primer anticipo apareció en el canal de YouTube del artista, en la forma de un colorido y simpático video del elegante tema-título, es una fiesta para todo admirador del bajo como instrumento principal, entre lo rítmico y lo armónico, en contextos de pop-rock, jazz y todas las variantes en medio. Son catorce fantásticos temas que tienen de todo, desde funk-rock agresivo hasta jazz fusión con toques de big band y smooth, pasando por alucinantes vuelos instrumentales que tienen tanto de pop-rock como de progresivo y experimentaciones etéreas, casi colindantes con la new age. 

Para el disco, grabado en un periodo aproximado de seis meses -con trabajos finales de mezcla y edición en medio de los extenuantes ensayos para la gira Beat-, Levin reunió a un elenco de lujo, todos ellos músicos con los que ha trabajado en más de una ocasión: Manu Katché, Jerry Marotta, Vinnie Colaiuta, Mike Portnoy, Steve Gadd, Pat Mastelotto (bateristas); Dominic Miller, Steve Hunter, Earl Slick, Markus Reuter, David Torn, Robert Fripp (guitarras); Larry Fast y su hermano Pete Levin (teclados). Bringing it down to the bass se integra así a una discografía sofisticada que incluye títulos como World diary (1995), Double espresso (2002) o Waters of Eden (2003), al margen de las preferencias de las masas.

Nacido en Boston, EE.UU. en 1946, Tony Levin se hizo conocido como músico de sesión a inicios de la década de los años setenta, colaborando con una amplia gama de artistas que va desde el ex Beatle John Lennon (1940-1980) y el líder de The Velvet Underground, Lou Reed (1942-2013) hasta la big band del baterista y director de orquestas, Buddy Rich (1917-1987) o la banda del flautista Herbie Mann (1930-2003).

Desde niño, Anthony Frederick Levin estudió tuba, cello, piano y contrabajo, para dar sus primeros pasos como músico en ensambles académicos, en la Orquesta Filarmónica de Rochester. En la escuela de música Eastman de esa ciudad ubicada al noroeste de New York, Levin coincidió con otra futura estrella de las sesiones y amigo personal, el baterista Steve Gadd; y con el pianista de jazz Gaspar “Gap” Mangione -hermano del trompetista Chuck Mangione, estrella de smooth jazz-, con quien debutó en los estudios de grabación. Aquí podemos ver a Tony Levin, en 1972, junto a Steve Gadd en la banda de Chuck Mangione.

Establecido en New York, Levin decidió especializarse en el bajo eléctrico, debido a que sus preferencias iban definiéndose hacia el jazz y el rock progresivo, géneros que comenzó a cultivar en 1970 con un proyecto de corta vida denominado The Attack Of The Green Slime Beast, junto a Don Preston, por aquel entonces tecladista de The Mothers Of Invention. Lamentablemente, el grupo no dejó nada grabado, pero de solo imaginar cómo debe haber sonado este combo, con dos de los músicos más talentosos surgidos en esos años, hasta escalofríos dan.

Tony Levin debe estar, junto con Leland Sklar (77) y Carol Kaye (89), entre los bajistas con la mayor cantidad de sesiones de grabación de todos los tiempos. En un cálculo más o menos conservador, se estima que su nombre aparece en los créditos de más de 500 álbumes, trabajando para un listado de artistas que incluye, además de los mencionados, a estrellas del pop, rock y jazz como Paul Simon, Pink Floyd, Yes, David Bowie, Tom Waits, Todd Rundgren, Steven Wilson, Bryan Ferry, Laurie Anderson, Chuck Mangione, The California Guitar Trio y muchísimos otros. 

Sin embargo, el salto a la fama lo dio como miembro estable, tanto en estudios como en giras mundiales, de la banda que formó Peter Gabriel inmediatamente después de renunciar a Genesis. Levin y Gabriel se conocieron por intermedio de un amigo en común, Bob Ezrin, productor de álbumes históricos como Berlin (1973) de Lou Reed y Welcome to my nightmare (1975) de Alice Cooper, en los que Levin había tocado. Algunos años antes de su primer encuentro con Gabriel, Levin rechazó una invitación del guitarrista británico John McLaughlin para unirse a la primera formación de The Mahavishnu Orchestra, debido a que estaba cumpliendo una agenda de conciertos acompañando al vibrafonista Gary Burton.

Tony Levin ha participado en todos los discos oficiales de Peter Gabriel, desde la tetralogía epónima lanzada entre 1977 y 1982 hasta su más reciente lanzamiento, el enigmático i/o (2023) y ha sido su colaborador más estable en concierto. Su sonido y peso rítmico pueden sentirse en clásicos del catálogo gabrieliano como I don’t remember (Peter Gabriel III, 1980), On the air (Peter Gabriel II, 1978, aquí en vivo) y en los exitosos temas del cuarto álbum So (1986), In your eyes, Don’t give up, Big time y Sledgehammer. La fuerte presencia escénica de Tony Levin se aprecia mejor en sus actuaciones en vivo, como en esta espectacular versión de Red rain (So, 1986), del DVD en concierto Growing up live (2003).

Levin se convirtió, además, en el camarógrafo/fotógrafo oficial del grupo, afición que hasta hoy difunde a través de su página web. Durante las sesiones del primer disco de Gabriel, Levin conoció a Robert Fripp quien, años después, lo invitó a grabar con él en un par de proyectos independientes, entre ellos su primer LP en solitario, Exposure (1979) para luego reclutarlo para la nueva alineación de King Crimson. Entre los años 1981 y 1984, Levin grabó con King Crimson la tríada Discipline (1981), Beat (1982) y Three of a perfect pair (1984), al lado de Robert Fripp (guitarra), Adrian Belew (guitarra, voz) y Bill Bruford (batería). Sus líneas de bajo y Chapman Stick son centrales en temas como Sleepless (Three of a perfect pair, 1984), Elephant talk (Discipline, 1981, cuyo inicio en Chapman Stick inspiró el clásico noventero de Primus, Jerry was a race car driver) o Waiting man (Beat, 1982), en el que además hace los coros. Esta formación del Rey Carmesí publicó además varios discos en vivo, como el doble Absent lovers: Live in Montreal (1984) y otros que fueron editados posteriormente en DVD y CD.

Durante los noventa, Levin volvió a King Crimson durante el breve pero prolífico periodo 1994-1996. En esos tres años, el sexteto publicó los álbumes en estudio Vrooom (EP, 1994), THRAK (1995) y varias producciones en vivo. La asociación de Tony Levin con King Crimson se ha mantenido inalterable durante todo el Siglo XXI, convirtiéndolo en el músico que más tiempo ha trabajado al lado de Robert Fripp. Algunas de sus producciones básicas en los últimos 25 años incluyen The ProjeKcts (1999, resumidos en la excelente compilación The deception of the thrush: A beginners’ guide to ProjeKcts); las giras de los años 2008-2009 y 2018-2019 por los aniversarios 40 y 50 de la banda, que han generado infinidad de lanzamientos en vivo, y el álbum A scarcity of miracles (2011), un proyecto alternativo en que Fripp reunió a algunos de los músicos que han participado en las últimas versiones de King Crimson. 

Como todo músico virtuoso y aventurero, Levin siempre ha dado rienda suelta a sus propias inquietudes musicales, como solista y como miembro de interesantes proyectos, manteniéndose todo el tiempo ocupado. Una de sus primeras sociedades con otros eximios instrumentistas se produjo a finales de los noventa, junto al guitarrista Steve Stevens (conocido por todos nosotros a través de los videos de Billy Idol) y el baterista Terry Bozzio (Frank Zappa, Steve Vai, Missing Persons y un largo etcétera), con quienes grabó dos discos, publicados por el sello independiente Magna Carta, en los que explora géneros que van desde el heavy metal hasta el flamenco. Muy recomendable de este power trío es su debut, Black light syndrome (1997).

En paralelo, se unió a tres integrantes de la banda de metal progresivo Dream Theater, John Petrucci (guitarra), Jordan Rudess (teclados) y Mike Portnoy (batería) para formar Liquid Tension Experiment, vertiginoso cuarteto de pura música instrumental, no apta para amantes del minimalismo y el rock amateur. Estos discos son adrenalina a la vena para quienes disfrutan del virtuosismo, el shredding y las mil notas por minuto. Después de dos contundentes CD, Liquid Tension Experiment (1998) y LIquid Tension Experiment 2 (1999), pasaron veinte años antes de que decidieran grabar la tercera parte, Liquid Tension Experiment 3 (2021). En medio de eso, en el 2007, Levin, Portnoy y Rudesss, sin Petrucci, se juntaron bajo el imaginativo nombre de… Liquid Trio Experiment para un disco igual de desafiante, en términos de virtuosismo y fogosidad instrumental, Spontaneous combustion. 

Además, en la misma época, se unió a Bill Bruford, su compañero en King Crimson, para conformar el supergupo Bruford Levin Upper Extremities junto al conocido trompetista Chris Botti y al guitarrista David Torn. Y más adelante, entre el 2008 y el 2010, coincidió con el guitarrista Allan Holdsworth (1946-2017) y los bateristas Terry Bozzio y Pat Mastelotto en una banda ocasional que se hizo llamar HoBoLeMa -las dos primeras letras de los apellidos de cada uno- que se especializó en dar recitales de improvisaciones, sin composiciones planificadas o escritas con anticipación. En YouTube circulan varios videos de estos conciertos, pero no existen lanzamientos formales de sus tocadas. 

Como lugarteniente de dos de las figuras más influyentes del rock progresivo y el art-rock (Peter Gabriel y Robert Fripp), el prestigio de Tony Levin subió como la espuma. Para 1989, siguió alternando sus trabajos con ambas bandas y los contratos para participar en grabaciones de terceros. Por ejemplo, en 1989 se unió a cuatro integrantes de Yes para grabar el álbum Anderson Bruford Wakeman Howe, ocupando el lugar del legendario Chris Squire (1948-2015). En 1980 fue convocado por John Lennon para grabar el que sería su último disco en vida, Double fantasy. Eso significa que, cada vez que escuchas en la radio temas como Woman, (Just like) Starting over, Watching the wheels o el single Nobody told medel álbum póstumo Milk and honey (1984)-, estás escuchando el bajo de Tony Levin, quien tuvo una cercana amistad con John, hecho que acaba de reflejar en uno de los temas de su último disco, Fire cross the sky, en que se hace fondo con su extraño instrumento, el Chapman Stick. 

Tony Levin es el principal responsable de la popularidad del Chapman Stick, instrumento multicorde (los hay de 8, 10 y hasta 12 cuerdas) que cumple funciones de bajo y guitarra al mismo tiempo, y se ejecuta haciendo tapping con ambas manos. Este extraño instrumento, inventado por el músico norteamericano Emmett Chapman (1936-2021) en los años setenta, permite la creación de atmósferas líquidas y entrecruzadas, combinando líneas de bajo y guitarra. A partir del Chapman Stick se creó toda una familia de guitarras llamadas Warr y Touch, que funcionan bajo el mismo principio. 

El trabajo de Levin como promotor e intérprete del Chapman Stick ha inspirado a músicos como Trey Gunn -también miembro noventero de King Crimson- o Nicky Beggs (Kajagoogoo, The Steven Wilson Band). En 2010 Levin formó el trío Stick Men, junto al alemán Mark Reuter y el baterista Pat Mastelotto, su compañero en King Crimson desde 1995. Con ellos lleva grabados ya siete álbumes de estudio y cinco en concierto. Por cierto, Levin y los Stick Men visitaron nuestro país en el 2018. Aquí podemos verlos en acción, tocando Red, clásico de King Crimson de 1974. Previamente, el bajista ya había estado en Lima con Peter Gabriel, en el año 2009.

Además, Levin es el creador y difusor de los «funk fingers», pequeñas baquetas de silicona que el bajista se coloca en los dedos índice y medio de la mano derecha, para golpear las cuerdas del instrumento, creando un efecto similar a la técnica del slapping, típica del sonido funk de músicos como Stanley Clarke, Bootsy Collins o Larry Graham. La textura del sonido es parecida al que se obtiene con el slapping, pero el volumen es más fuerte, distorsionado y redondo. El músico ha declarado que el verdadero creador de este artilugio fue Andy Moore, uno de sus ingenieros de sonido, a partir de una idea genérica que se le ocurrió a Peter Gabriel.

Hiperactivo, talentoso, innovador y polifacético, Tony Levin es además un artista humilde, desprovisto de poses pretensiosas, una actitud que también le ha permitido mantenerse activo. Cuánta diferencia con personajes locales que nunca han hecho nada bueno y, sin embargo, se comportan como si fueran magnates y príncipes de la farándula, con disfuerzos avalados por masas incapaces de distinguir entre la verdadera calidad y los vínculos con la delincuencia que asegura una fama hueca, sin sustancia. Así como el de Levin, hay muchísimos casos de músicos que impulsan el arte de la música popular a elevadas alturas, casi en las sombras. Esos son los mejores.

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[Música Maestro] Los melómanos del mundo lo sabemos perfectamente. Nada más divertido, escapista y nerd que pasar horas discutiendo quién fue qué en la historia de la música popular. Esta práctica, que también se da en los universos del cómic, la literatura o el cine, nos pone delante de dicotomías que generan discusiones eternas cuya característica común es su imposibilidad de arribar a respuestas o conclusiones cerradas. Son ejercicios retóricos y comparativos que, muy a menudo, trascienden los aspectos objetivos -popularidad, influencia, éxito comercial- para sumergirse en la más descarnada subjetividad, lo cual garantiza toda clase de apasionamientos y hasta agresiones, sobre todo en los predios siempre reduccionistas, simplones y excesivamente abiertos de las redes sociales.

Por supuesto que aquí no vamos a llegar eso, sino todo lo contrario. Cada vez que se plantean esta clase de “versus” lo que debe movernos es el afán de revisar trayectorias, puntos de vista, apreciaciones, todas válidas si tienen buenos argumentos, sin caer en la desautorización o en el irrespeto a las opiniones contrarias, salvo que provengan de la desinformación, la ignorancia o el mero afán por dar la contra. Además, no siempre se trata de dicotomías antagonistas, sino que se puede llegar a consensos porque, como en otras áreas del conocimiento humano, lo que comienza como un intercambio de conceptos opuestos puede acabar en fructíferos acuerdos que nos permitan entender y disfrutar mejor a los artistas sometidos a estos debates. 

Puede parecer un tema superficial y hasta inútil -me imagino que muchos están pensando ya en aquello de que “no es bueno comparar”-, eso de andar analizando artistas, épocas o incluso periodos de un mismo grupo o solista para determinar las razones que motivaron sus títulos, desempeños comerciales, fervorosos fanatismos o permanencias en el tiempo y si son o no justificados. Pero, en lo personal, prefiero diez mil veces discutir sobre estas cuestiones que sobre las declaraciones cínicas y/o cantinflescas de políticos impresentables -presidentas, ministros, congresistas y demás-, periodistas y líderes de opinión que se venden al poder, candidatos mentirosos o cómicos de estercolero con popularidades y fortunas gruesas y mal habidas. Es más edificante, entretenido y, en esta oportunidad, me sirve para recordar algunas de las batallas más interesantemente vacías que he escuchado. Y en las que he participado, más de una vez.

Empecemos con la más conocida de todas. ¿Los Beatles o los Stones? Desde siempre, la prensa especializada instaló en el público la (falsa) idea de que existía una rivalidad entre los de Liverpool y los de Londres. Así, polarizaron a sus primeras audiencias poniendo como base el aspecto y la actitud de unos y otros. Mientras que The Rolling Stones eran “los chicos malos” -desaliñados, con sus uniformes jaloneados, con canciones que hablaban de peleas callejeras y diversos niveles de promiscuidad-, The Beatles iban siempre correctamente vestidos, peinados y cantándole al amor y la amistad. 

Después de la muerte de Brian Jones en 1969 y la separación de los Fab Four al año siguiente, la discusión se trasladó a la tenacidad de los creadores de clásicos como (I can’t get no) Satisfaction o Paint it black para mantenerse unidos, por lo menos su núcleo creativo, Mick Jagger y Keith Richards, con diversos cambios de personal -su último álbum es del año 2023-, frente a la imposibilidad de reunión de la banda de rock más influyente de la historia -así nuestro experto rollingstoniano local, Cucho Peñaloza, piense lo contrario-, algo que quedó sepultado para siempre cuando Mark David Chapman decidió asesinar a John Lennon aquel oscuro 8 de diciembre de 1980 en New York. Obviamente, nunca existió tal enemistad, pero siempre es interesante cuando conocedores de estos dos monstruos del rock intercambian sus pareceres sobre cuál de los dos es “el mejor”.

En la otra orilla del océano musical, nos acercamos a nuestras costas para recordar uno de los debates más acalorados en el ámbito de la música criolla. Me refiero al que enfrenta a Chabuca Granda (1920-1983) con Alicia Maguiña (1938-2020), para determinar el título de “la mejor compositora”. Y, en este caso, la pugna de egos sí fue real y está documentada largamente. Alicia, ocho años menor que Chabuca, escribió en una de sus primeras marineras –Dale, toma de 1961- que Granda parecía “una beata cantando en misa” para responder unas críticas según las cuales, para resumir, la autora de La flor de la canela consideraba que a la creadora de clásicos como Indio o Estampa limeña, le faltaba aprender. Ambas tienen amplios merecimientos, con creaciones e investigaciones que enriquecieron el acervo musical peruano, integrando sonidos de la costa con lo afroperuano y lo andino.

Otro ejemplo en cuanto a la música hecha en nuestro país se da cuando hablamos de pop-rock y sus derivados. ¿Comercial o subte? ¿Pedro Suárez Vértiz o Daniel F? ¿Líbido o Mar de Copas? Podría dedicarle una columna exclusivamente a este tema, porque además de las variables estrictamente artísticas o de preferencias del público, inevitablemente ingresan en este cuadro consideraciones de índole social como la procedencia de los grupos o solistas (de Lima o de provincias, del centro o de los conos, de La Noche o El Averno); o de naturaleza empresarial/política como los temores que siempre han tenido los medios ante intérpretes con mensajes incómodos o sonidos no muy amables. 

Por ejemplo, es imposible no hablar de clasismo/racismo cuando recordamos las peleas entre “pitupunks” y “misiopunks”, uno de los capítulos más ridículos de la magra historia de las vertientes extremas del rock peruano de los ochenta y que, en el fondo, encubre problemáticas más complejas que superan los intentos de autoafirmación de cada género o subgénero para decidir quién es más auténtico y establecen la oportunidad para discutir acerca de qué clase de ciudadano eres, algo que se viene haciendo desde hace tiempo en grupos y redes sociales afines al análisis y consumo de la multiforme telaraña de escenas que se desarrollan en el pop-rock nacional desde los años sesenta. Porque una cosa es preferir las canciones de Saicos, Narcosis o Dios Hastío y otra las de Río, Mar de Copas o We The Lion, ya sea durante el velasquismo, el alanato/fujimorato o en plena era de waykis y Rolex.

Si hablamos de salsa, también aparecen varias dicotomías sobre las cuales podríamos ocuparnos durante horas. ¿Qué orquesta es la mayor representante de la salsa dura? ¿El Gran Combo o La Sonora Ponceña? ¿Qué salsa es más popular, la colombiana o la portorriqueña? ¿Dónde nació el género, en Cuba o en Puerto Rico? -aquí la respuesta sería en ninguno de los dos países, porque la salsa, como tal, nació en los Estados Unidos, específicamente en New York. 

La madre de las discusiones en este terreno es la que pone frente a frente a dos antiguos amigos que hoy no pueden verse ni en pintura, Rubén Blades y Willie Colón. Entre 1977 y 1982, ambos crearon algunos de los mejores álbumes del sello Fania Records. Y, desde entonces, su relación se convirtió en una combinación de reencuentros y pleitos en juzgados. Esto dio material de primera para las tertulias acerca de quién merecía mayores reverencias, si el experto cantante y poeta urbano o el productor, arreglista y trombonista de voz esforzada y nasal. 

Pero hay otro de estos simpáticos “Celebrity Death Match” -recordando la sangrienta serie de animación cuadro-por-cuadro que la MTV transmitió entre 1998 y 2002 en que dos estrellas luchaban hasta la muerte- que involucra al panameño. Y es el que protagonizó, entre el 2014 y el 2019, con el trovador cubano Silvio Rodríguez. Por cierto, en este caso no hablamos de una discusión entre seguidores sobre quién es mejor, sino de una pugna ideológica entre ambos artistas. Silvio y Blades intercambiaron artículos desde sus blogs Segunda Cita y La Esquina, respectivamente, en los que aprovecharon la coyuntura de la crisis en Venezuela en ese momento -el chavismo, Nicolás Maduro, Guaidó, Capriles- para polemizar y filosofar, con mucho respeto y una altura digna de ellos mismos, sobre temas como la izquierda, la política, la sociedad, la revolución. De hecho, tras las últimas elecciones en el país llanero, los cantautores no se han dicho nada, aunque sus discusiones previas sí trataron de ser reactualizadas por “trolls, blogueros y call-centers del dictador Maduro”, como ha denunciado en sus redes el compositor de Pedro Navaja. Pero aquí no hay discusión que vaga. Ambos son extraordinarios.

Regresando al mundo del rock, una de las discusiones más interesantes es la que suele reactivarse cada cierto tiempo entre fanáticos del grupo británico Genesis. ¿Qué etapa fue mejor? ¿con Peter Gabriel o con Phil Collins? Este es uno de los debates especializados más longevos en la evolución del rock. Como sabemos, entre 1970 y 1975, la banda tuvo a ambos en su formación: el primero al frente, como vocalista y maestro de ceremonias; el segundo al fondo, como baterista y corista ocasional. Sin embargo, cuando el hombre de los disfraces y las personalidades múltiples decidió apartarse para iniciar su camino en solitario en 1976, Collins tomó el micrófono. Poco a poco, el sonido de Genesis se fue alejando de las complejas historias y los arreglos musicales recargados para incorporar texturas menos densas y cercanas al pop de los ochenta, aunque siempre con un nivel de destreza instrumental superior al de las bandas promedio. 

Muchos seguidores adictos al prog-rock de la primera etapa acusaron a Phil Collins de haber pervertido el sonido de Genesis, haciéndolo “más comercial”. El hecho de que Collins comenzara en paralelo su exitosísima carrera como solista, con discos inspirados tanto en el art-pop como en el soul y el R&B, no hizo más que empeorar la opinión de los más recalcitrantes. Sin embargo, los álbumes que Genesis publicó entre 1976 y 1991 contienen composiciones de un alto nivel de inventiva que se intercalan con los temas más radialmente amigables, que hicieron de Genesis la banda progresiva que mejor logró acomodarse al estilo de pop-rock masivo de la década de los ochenta. Puede que no sean como Watcher of the skies (1972) o The cinema show (1973), pero canciones como Home by the sea (1983) o Domino (1986) se erigen como testimonios de su capacidad de creatividad y adaptación.

Hablando de rock argentino, por ejemplo, ¿Charly García o Luis Alberto Spinetta? Ambos son los padres fundadores del rock gaucho, sin duda alguna. El genio del bigote bicolor se hizo extremadamente reconocible por los grandes públicos no necesariamente expertos, luego de haber atravesado por diversas etapas -folk-rock, prog-rock, pop electrónico, funky, tango, pop-rock- mientras que el otro genio, el de las letras enigmáticas y la guitarra electrizante, jamás alcanzó la ansiada popularidad a pesar de haber sido determinante en el desarrollo del rock en nuestra lengua y las fusiones con el jazz y el folklore de su país. García (72) acaba de lanzar un interesante disco, La lógica del escorpión, después de años de silencios parciales y múltiples padecimientos de salud; mientras que “El Flaco” falleció a los 62 en el 2012, con una discografía alucinantemente diversa, retadora y masivamente desconocida. 

Otras dicotomías interesantes son: ¿Pedro Infante o Jorge Negrete? Mi padre, que en paz descanse, prefería al tenor académico, pero muchos otros confieren a Infante esa naturalidad cercana al pueblo de la que carecía el encopetado charro. En el post-punk, algo similar a lo de Genesis pasó con Joy Division que, tras el lamentable suicidio de su vocalista y líder, Ian Curtis (1956-1980), cambió la oscuridad de sus ritmos catatónicos por el brillo sintetizado de New Order. Hasta ahora se encienden las redes cuando se arma el debate sobre qué etapa prefieren sus seguidores. También en los ochenta, la rivalidad entre Morrissey (The Smiths) y Robert Smith (The Cure) se hizo legendaria entre círculos de conocedores. Y en cuanto a preferencias genéricas, de cuando en cuando uno encuentra sustanciosos intercambios de opiniones ante preguntas del tipo: ¿Qué prefieres, baladas en inglés (Air Supply, Elton John) o en español (José José, Camilo Sesto)? ¿Escuchar metal o punk? ¿Música clásica o jazz? ¿Beethoven o Mozart? Más allá de las respuestas obvias relacionadas a la subjetividad en cuanto a gustos musicales, es increíble la cantidad de información sobre idiosincrasias, personalidades, prejuicios y alcances intelectuales detrás de cada respuesta.

¿Madonna o Cyndi Lauper? Es una pregunta válida para todos aquellos amantes de los membretes. Hay quienes consideran que aquello de “Reina del Pop”, además de ser un evidente rótulo de raigambre publicitaria, se trata de una exageración tratándose de una artista que dedicó más de la mitad de su vida artística a los escándalos. Ciertamente, Madonna revolucionó el mundo del pop con sus frescas canciones y su irreverente imagen, especialmente entre 1983 y 1986. Pero desde entonces más han sido las controversias que los logros artísticos y, actualmente, a los 66 años cumplidos hace apenas un mes, sus inconsistencias van de la mano con su éxito monumental, como quedó demostrado en el concierto gratuito que ofreció recientemente en Brasil, donde incluso se atrevió a exponer a menores de edad a espectáculos para adultos. Mientras tanto, Cyndi Lauper (71), su némesis en aquellos años, hoy exhibe una carrera impecable que está llegando a su final con una espectacular gira de despedida. Y la divertida Girls just want to have fun representa mejor al espíritu adolescente inocente y libre de malicias que esos himnos al materialismo y la malentendida independencia femenina de Material girl o Like a virgin.

En esa misma línea, durante años hemos aceptado que Michael Jackson (1958-2009) fue el indiscutible “Rey del Pop”, por su innegable talento como cantante y bailarín, sus dotes natas de entretenedor y una carrera exitosa y prolífica que inició muy precozmente, desde los 10 años, al frente de sus hermanos, The Jackson 5. Durante los años más potentes de su reinado (1983-1987), sin embargo, se levantó la polémica entre especialistas que empezaron a preguntarse si el verdadero genio de la música afroamericana moderna era él u otro artista, también vigente en esos años de brillo ochentero pop. 

A diferencia de Jackson, Prince (1958-2016) no inició su camino musical de niño, pero entre los 20 y 23 años lanzó cuatro discos en los que grabó absolutamente todos los instrumentos y todas las voces, a la manera de otros genios unipersonales como Mike Oldfield, Todd Rundgren o Paul McCartney. Extremadamente virtuoso en guitarra, bajo y teclados, Prince además cantaba y bailaba frenéticamente bien, lo cual lo convirtió en un artista sumamente respetado tanto en las escenas del rock, del soul y del pop. A pesar de todo eso, siempre fue eclipsado por la notoriedad de Michael Jackson y su importancia comenzó a apreciarse, en su verdadera dimensión, de manera muy tardía.

Y hablando de reyes. Es una verdad aceptada literalmente por el mundo entero, que Elvis Presley (1935-1977) es “El Rey del Rock”. Sin embargo, sin negar que tuvo mucha fama y que su imagen, sobre todo durante la primera etapa de su carrera, ayudó a posicionar el rock and roll primigenio como un género popular y exitoso, hay discusiones estimables respecto de si merece un título tan grande y rimbombante. 

Después de todo, Elvis no compuso ni uno solo de sus grandes éxitos, tocaba la guitarra acústica a un nivel bastante básico y combinó sus grabaciones musicales con una carrera paralela como actor de películas. Luego se fue al ejército y regresó convertido en una estrella de Las Vegas, un crooner de baladas jazz y country, alejado del concepto que sugiere el título nobiliario que todos reconocen como incuestionable. Por ello hay quienes se preguntan, con total validez, quién califica para hacerse de la corona rocanrolera. ¿Elvis o Chuck Berry (1926-2017)? ¿Elvis o Paul McCartney? Interesante tema de discusión, ¿o no?

  

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[Música Maestro] Para un mundo cada vez más desinteresado en el pasado, el fallecimiento de las estrellas legendarias de la música popular, de cuando esta era entendida como una manifestación de elegancia y talento en lugar de ser vehículo validador de conductas zafias y combinaciones de elementos que son cada uno más vulgar que el anterior, pasa oprobiosamente desapercibido.

Me cruzó esa idea por la cabeza cuando vi la noticia de la muerte deSérgio Mendes relegada a espacios extremadamente pequeños en los medios de comunicación masiva. Y me refiero específicamente a los escritos, porque en la televisión ni siquiera apareció, por lo menos en la local, más preocupada en las correrías sórdidas y corruptas de ese esperpento llamado “Chibolín”, sus bailes ridículos y sus hijas destalentadas. Únicamente internet y sus alternativas para enfrentar las degradadas escalas de valores que tienen actualmente las masas, permiten la creación de un oasis en medio de ese fango farandulero y político cuya banda sonora se equipara a la que usan los sicarios, corruptos y proxenetas para musicalizar sus publicaciones en TikTok e Instagram.

Sérgio Mendes nació artísticamente junto a las personalidades más importantes del bossa nova, como Antonio Carlos Jobim (1927-1994), João Gilberto (1931-2019) o Edu Lobo (81) -de hecho, Mendes produjo el álbum debut del autor de la samba Upa neguinho y la balada Pra dizer adios, en 1967- pero, a diferencia de ellos, decidió fijar su residencia en los Estados Unidos cuando se instaló el golpe militar de 1964. Mendes decidió hacer patria desde lejos, introduciendo en las cadenciosas armonías de la música de Brasil las texturas orquestales de Burt Bacharach (EE.UU., 1928-2023), James Last (Alemania, 1929-2015) o Percy Faith (Canadá, 1908-1976), con un trabajo que de inmediato se posicionó como una de las primeras vertientes de lo que hoy suele rotularse como “crossover”.

Con elencos de vocalistas mixtos y bilingües, el pianista y arreglista puso los ritmos brasileños en las radios pop gringas. Su presencia en las primeras ligas de la música mundial se mantuvo inalterable durante toda la segunda mitad de los años sesenta y gran parte de los setenta, merced de una cadena de álbumes en los que no tuvo temores para combinar el repertorio clásico del Brasil -A. C. Jobim, Jorge Ben Jor, Baden Powell, Luiz Bonfá, Vinicius de Moraes- con los Beatles, Cole Porter, Rodgers & Hammerstein, con arreglos preciosistas en los que se sentían tanto violãos y pandeiros como cornos franceses y violines.

Habría que comenzar recordando que Sérgio Mendes pertenece a esa categoría especial de artistas cuyo pronóstico no era tan auspicioso a causa de la discapacidad. En ese sentido, haber superado la osteomielitis infantil que padeció para convertirse en uno de los directores de conjunto más importantes de toda una época debería ser suficiente para admirarlo.

En el quinquenio comprendido entre 1961 y 1965, Sérgio Mendes paseó sus ideas integracionistas por varios sellos discográficos -Philips, Atlantic Records, Capitol-, con discos como Você ainda não ouviu nada! (1963, que contiene uno de los primeros covers de Garota de Ipanema) o Cannonball’s Bossa Nova (1962), que grabó liderando su Bossa Rio Sextet of Brazil para acompañar al célebre saxofonista Julian “Cannonball” Adderley (1928-1975). Una curiosidad que conecta a esta primera etapa de Mendes con el universo salsero. En su sexto disco The great arrival (1965), incluyó una composición de Edu Lobo, Boranda, que una década más tarde fue grabada por La Sonora Ponceña, con arreglos del pianista Papo Lucca, para su álbum El gigante del sur (1977).

El punto de quiebre llegó cuando fue contratado por Jerry Moss y Herb Alpert para el sello discográfico A&M Records. Alpert (89), es un productor y trompetista californiano de origen judío que también fue fundamental para la fusión entre sonidos latinos y norteamericanos, a través de su propio grupo The Tijuana Brass. Para ese momento, Sérgio Mendes armó la banda que se convertiría en la base de su periodo más exitoso, Brasil ’66. Durante los siguientes tres años, Sérgio Mendes & Brasil ’66 comenzó a construir el repertorio que le daría fama y prestigio.

En su debut para A&M Records encontramos temas como Berimbau(Baden Powell) o One note samba (Antonio Carlos Jobim), que ya habían sido publicados en discos previos; y varios covers. Pero, definitivamente, el tema Mas que nada, composición que el cantante Jorge Ben Jor había estrenado en 1963 en su primer disco, Samba esquema novo, fue el que atrajo más la atención por sus percusiones profundas y asincopadas, sus densas capas de coros entre lo psicodélico y lo bahiano y ese piano que propulsa el ritmo a mitad de camino de lo que normalmente es la samba, dándole un toque de sofisticación y particularidad únicos. Hasta hoy, Mas que nada es la canción más representativa y reproducida de Sérgio Mendes & Brasil ’66. Imposible no conocerla.

Posteriormente, entre 1966 y 1969, Sérgio Mendes & Brasil ’66 lanzaron un total de siete álbumes, siempre bajo el manto de A&M Records. Aunque tuvo sucesivos cambios en su personal, la alineación de Mendes alcanzó cierta estabilidad con los percusionistas SebastiãoNeto y Dom Um Romão -que después se uniría al combo de jazz-rock Weather Report- el norteamericano John Pisano y el brasileño Oscar Castro-Neves en guitarras, y las vocalistas Karen Philipp y Lani Hall. Para los arreglos orquestales, Mendes contó con la colaboración del pianista Dave Grusin (90), quien años más tarde fundó el sello discográfico GRP Records, especializado en jazz contemporáneo y fusión.

Esta mixtura entre lo brasileño y lo norteamericano se aprecia escuchando clásicos de su catálogo como Bim Bom (Equinox, 1967), The look of love (Look around, 1967); Masquerade (Ye-Me-Lé, 1969) o Manha de carnaval (Quiet nights, 1967), Pais tropical (Sérgio Mendes & Brasil ’77, 1971, otra composición de Jorge Ben) o Scarborough fair (Fool on the hill, 1968); que confirman el estatus de Sérgio Mendes como un arreglista con vuelos exóticos pero sin caer en la parodia y, a la vez, conocedor del repertorio anglosajón en todos sus extremos, desde los tiempos dorados del musical de Broadway hasta artistas del momento como The Mamas & The Papas (Monday morning, The great arrival, 1966), Otis Redding (Sitting on the dock of the bay, Crystal illusions, 1969) o My favorite things (John Coltrane, Sérgio Mendes favorite things, 1968). Pero si hubo un artista del pop-rock que inspiraba al músico carioca fue el grupo británico The Beatles.

Prueba de ello es el quinto LP de Sérgio Mendes & Brasil ’66 -el décimo segundo de su discografía total-, titulado Fool on the hill (1968), que contiene una versión alucinante de esa canción que lanzaran un año antes los hijos ilustres de Liverpool en su disco Magical Mystery Tour. Paul McCartney, compositor del tema, le envió una nota de agradecimiento a Mendes por el simpático arreglo. Otros himnos beatlescos que recibieron el tratamiento de Mendes y su conjunto fueron With a little help from my friends (Look around, 1967), Day tripper (Herb Alpert presents Sérgio Mendes & Brasil ’66, 1966) y Norwegian wood (Ye-Me-Lé, 1969). En todos los casos, los conocimientos musicales de Mendes le permitieron darle un girooriginal a cada tema sin caer en la extravagancia desmedida o la predictibilidad de una fusión débil.

Entre 1969 y 1970 hubo dos grandes modificaciones en la banda. Por un lado, cambió de nombre a Brasil ’77, una proyección hacia la década que recién comenzaba. Y por el otro, tuvo que superar la deserción de Lani Hall, su vocalista principal, quien le fue arrebatada del grupo por su amigo Herb Alpert, algo que al comienzo no le gustó mucho -de hecho, en 1973, Alpert y Hall se casaron-. Lani Hall (78) se hizo conocida para el público latino en los ochenta, con una serie de duetos con estrellas de la balada en nuestro idioma como De repente el amor con el brasileño Roberto Carlos y Un amor así con el portorriqueño José Feliciano (Es fácil amar, 1985), junto al mexicano José José (1948-2019) registró el éxito Te quiero así (Lani, 1982) y, especialmente, Corazón encadenado, acompañando al español Camilo Sesto (1946-2019), una de las canciones románticas más populares de 1984, de su LP Lani Hall. Su lugar en Brasil ’77 fue cubierto por Gracinha Leporace, esposa y compañera de Sérgio Mendes, desde 1969 hasta el final de sus días.

Sérgio Mendes & Brasil ’77 también tuvo momentos de puro brillo musical como los discos Sérgio Mendes (1975, que incluye otro cover de los Beatles, Here comes the sun), el ecléctico Stillness (1970, con covers de Gilberto Gil, Buffalo Springfield y Joni Mitchell) y el experimental Primal roots (1972). En este álbum destaca un temainstrumental, Promise of a fisherman (Promessa de pescador), recuperado de la década de los años treinta, escrito por Dorival Caymmi (1914-2008), legendario cantautor de Bahía, con un sonido misterioso y tribal que se alejaba momentáneamente del estilo pop que lo caracterizaba hasta entonces. Del mismo modo, la suite The circle game (Jogo de roda), una composición de Edu Lobo y Ruy Guerra que supera los dieciocho minutos, permite ampliar las posibilidades expresivas de su conjunto, con voces, percusiones y ritmos oriundos del Brasil a cargo de sus compatriotas Flora Purim y Airto Moreira (integrantes de Return To Forever).

Para 1977, Sérgio Mendes trabajó en el que sería probablemente su último gran trabajo de esa década, la banda sonora del documental Le Roi Pelé (François Reichenbach, Francia) dedicado a la vida de Edson Arantes do Nascimento, “El Rey del Fútbol” (1940-2022). En esta producción, en la que Mendes se rodeó de extraordinarios músicos como su compatriota Oscar Castro-Neves, el saxofonista de jazz Gerry Mulligan, el baterista Jim Keltner, famoso por trabajar con astros del rock como Joe Cocker, John Lennon, George Harrison, entre otros, o el percusionista de la banda Chicago, Laudir de Oliveira, también brasileño, lo más saltante es la participación del mismo Pelé, como compositor y cantante de dos temas, Meu mundo é uma bola y Cidade grande. Por supuesto, Pelé ya había mostrado anteriormente su talento musical, en los singles que grabó en 1970 con la cantante Elis Regina (1945-1982), Perdão, não tem y Vexamão, y volvió a hacerlo con otras canciones en años posteriores.

En los años ochenta, el artista volvió a reinventarse, ingresando al mercado del soft-rock y la música adulto-contemporánea con álbumes como Sérgio Mendes (1983) y Confetti (1984), con la participación de los mejores músicos de sesión de la época como Jeff Porcaro (batería), Peter Wolf (teclados), Michael Sembello (guitarra), Nathan Watts (bajo), entre otros. La balada Never gonna let you go, cantada por el dúo Joe Pizzulo y Leeza Miller, de alta rotación en radios de todo el mundo; y el tema usado como himno de las Olimpiadas Los Angeles 1984, fueron dos de sus mayores logros artísticos en esos años.

Cuando uno escucha Olympia -también con la poderosa voz de Pizzulo-, la inspiradora composición de Barry Mann y Cynthia Weil y ve su recordado videoclip en que se evoca el espíritu deportivo y la ilusión que podía despertar en niños y adultos, y la compara con las paparruchadas que hoy utilizan para eventos deportivos similares, nuevamente aparece esa estupefaciente sensación de derrota ante la grisura de las múltiples vulgaridades que actualmente las masas consideran “elegante” o “cool”. Su último éxito masivo llegaría con el tema Magalenha, batucada escrita por Carlinhos Brown, incluida enBrasileiro (1992), su trigésimo sexto álbum, en el que se reencontró además con los ritmos de su país, con participaciones estelares como el guitarrista João Bosco y el inclasificable multi-instrumentista e investigador Hermeto Pascoal.

Mendes se convirtió, durante el Siglo XXI, en una figura reverenciada a ambos lados del espectro musical. Desde compatriotas suyos como Milton Nascimento o Gilberto Gil, camaradas en la difusión de la cultura del Brasil desde distintos géneros; hasta estrellas del pop como The Black Eyed Peas o Justin Timberlake, han trabajado con él en distintos momentos. En el documental In the key of joy (HBO, 2020), aparecen varios personajes de la industria discográfica reconociendo su talento e influencia a lo largo de cinco décadas. En el CD Timeless (2006), Mendes reactivó su presencia en el panorama musical, actualizando sus éxitos del pasado con ritmos modernos como hip-hop, música electrónica y hasta reggaetón. Real in Rio, tema central de la película animada Rio (2012), obtuvo una nominación al Oscar.  

Sérgio Mendes se encargó de internacionalizar el bossa nova y la samba con una lectura fresca y colorida de sus ritmos y significados. A diferencia de Jobim, que mantuvo la identidad de la MPB aferrado a sus formas básicas o de los revolucionarios tropicalistas como Caetano Veloso, Gilberto Gil o Chico Buarque, Mendes le agregó glamour y cosmopolitismo a su folklore. Aunque en algún momento se le catalogó de superficial y de producir “música para ascensores”, a la distancia uno reescucha sus álbumes y refuerza el asombro de ver cuán bajo han caído las capacidades apreciativas y los gustos musicales de las masas en el mundo entero.

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[Música Maestro] El anuncio del retorno a los escenarios de Oasis, la banda británica que se convirtió en un fenómeno sociocultural entre 1994 y 1996, para luego establecerse como una de las agrupaciones más importantes del britpop con cuna en Manchester, alborotó para bien y para mal al cotarro rockero que ya comenzó a comer ansias sobre las fechas que vienen programándose para julio y agosto del 2025 en diversas ciudades del Reino Unido.

De inmediato circularon notas celebrando este regreso, denominándolo el acontecimiento musical más importante de los últimos tiempos. En redes sociales, en cambio, el ingenio de los cibernautas expertos en memes también se activó con páginas que daban recomendaciones sobre cómo recuperar el dinero pagado por las entradas cuando se cancelen los conciertos y una supuesta filtración de los primeros ensayos del grupo que mostraba a dos personas liándose a puñetazos en medio de la calle.

Ocurre que, en los predios de la crítica especializada y en círculos demelómanos empedernidos, para nadie es un secreto que la relación entre Noel (57) y Liam Gallagher (52) es de todo menos cordial. Sus mediáticas peleas y agresiones verbales, muchas veces delante del público, se hicieron incluso más legendarias que sus triunfos comerciales, una sucesión de exitosos álbumes que se convirtieron en clásicos de los años noventa, gracias a su imagen de juvenil rebeldíaoptimista aunque algo cínica- y un sonido accesible, aspectos ligados al rock clásico del que se nutrían -especialmente los Beatles y sus derivados-, opuestos a la desolación depresiva y las disonancias sónicas del grunge norteamericano.  

Con motivo de ello, y aprovechando que hace unos días, para ser precisos el pasado 5 de septiembre, se celebró en algunas ciudades el Día Mundial del Hermano (¿?), me animé a hacer un recuento de aquellas bandas con presencia de dos o más integrantes de la misma familia, en distintas épocas y géneros musicales.

NOTA: Si haces click en cada artista, verás una de sus canciones

El primer caso que viene a la mente es el de los hermanos Ray (80) y Dave Davies (77), líderes de The Kinks, una de las bandas más importantes de la Invasión Británica, detrás de los Beatles y los Rolling Stones. Conocidos por pasar largas temporadas sin hablarse, incluso estando en medio de grabaciones o giras, los Davies disolvieron oficialmente la banda en 1997. Desde entonces, los intentos por reunirse se han frustrado, tanto por temas de salud -Dave tuvo un infarto en el 2004- como por los problemas y discusiones entre ambos por diferencias musicales y artísticas.

Una historia aun más explosiva fue protagonizada por Don y Phil Everly, The Everly Brothers, de enorme influencia en los primeros años del rock and roll. Conocidos por su imagen amable, cándida y unida, sorprendieron a su público en 1973 con una intensa pelea sobre el escenario que terminó con Phil lanzando su guitarra acústica al piso mientras un alcoholizado Don trató de sobrellevar el concierto, cantando solo. Aquel pleito era, sin embargo, la punta del iceberg de una serie de problemas que persiguió a los hermanos -fallecidos en 2021 y 2014, respectivamente- y que marcó sus carreras antes y después de aquel incidente.

Un caso similar es el de Chris (57) y Rich Robinson (55), voz y guitarra de The Black Crowes. El notable grupo de blues-rock tuvo una serie de altibajos que los llevó a la separación en el 2015, año en que los Robinson dejaron de dirigirse la palabra, una situación que se corrigió en el 2019 con un anunciado retorno que generó muchísima expectativa entre sus seguidores. También en esa década vimos surgir a famosas bandas con dos hermanos en su formación como por ejemplo los ingleses RadioheadJonny y Colin Greenwood (guitarra, bajo)-, los australianos The CranberriesMike y Noel Hogan (bajo, guitarra), Collective SoulEd y Dean Roland (voz, guitarras)– y Stone Temple PilotsDean y Robert DeLeo (guitarra, bajo), ambos de Estados Unidos.

El rock clásico es pródigo en esta clase de grupos, la mayoría de los cuales llevaron la fiesta bastante en paz, sin que eso signifique que estuviesen exentos de problemas. Desde Canadá conocimos a los Bachman-Turner Overdrive, con Tim, Robbie y Randy Bachman, que surgieron en 1973 tras la salida del último de The Guess Who y se separaron por discusiones económicas e intereses musicales diferentes. The Allman Brothers Band por su parte, mantuvo su nombre aun cuando uno de sus miembros, el guitarrista Duane Allman(1946-1971), falleció cuatro años después de haber fundado la banda con su hermano, el cantante y tecladista Gregg (1947-2017). A través de los años, el grupo conservó esa aura de colectivo familiar, la misma que se ha extendido a la segunda generación de sus principales integrantes, en el proyecto The Allman Betts Band. Otro ejemplo, menos conocido, es el de Edgar y Steve Broughton, guitarra y batería de la setentera The Edgar Broughton Band.

Y si se trata de colectivos familiares, tenemos a instituciones de la música de todos los tiempos como el trío australiano de Barry (78), Robin (1949-2012) y Maurice Gibb (1949-2003), los eternos Bee Gees; el dúo Carpenters, Karen (1950-1983) y Richard (77); o los también norteamericanos The Beach Boys, quinteto en el que alternaron Brian (82), Carl (1946-1998) y Dennis Wilson (1944-1983). Cada una de estas entidades artístico-familiares dejaron imborrableshuellas en el panorama de la música popular. Y se llevaron casi siempre bien, aunque ninguna estuvo 100% libre de conflictosinternos debido a adicciones, enfermedades y malos tratos entre sus integrantes.

Otro caso de hermanos rivales se dio a finales de los ochenta, en una de las bandas pioneras de lo que hoy todos conocemos como indie-rock. Me refiero a los escoceses The Jesus & Mary Chain, quinteto liderado por Jim (62) y William Reid (65), quienes podrían haber terminado presos por las incontables veces que se pelearon a gritos y golpes frente a su enfervorizado público. A pesar de las tensiones permanentes entre ambos, el grupo mantuvo una carrera medianamente estable, gracias a esa impredecible y cambiante dinámica, hasta 1998.

En las arenas de lo independiente, podemos mencionar a grupos como CocoRosie, de Sierra y Bianca Casady, lideresas del indie-popfeminista; los estridentes suecos The Hives, con Per y Niklas Almqvistcomo cabezas de serie; el dúo canadiense de música electrónica Boards Of CanadaMichael y Marcus Sandison-; el trío judío-norteamericano de pop acústico Haim integrado por las hermanas Alana, Danielle y Este Haim; y los también canadienses Arcade Fire, que estuvo durante veinte años liderado por Win y Will Butler, con este último abriéndose en el 2021 para perseguir sus propios proyectos.

Si hablamos de hard-rock, no podemos hacerlo sin mencionar a Van Halen y Ac/Dc. Eddie (guitarra, 1955-2020) y Alex Van Halen(batería, 71), nacidos en Holanda, pero llegados a los Estados Unidos durante su adolescencia, marcaron época por su increíble destreza como instrumentistas y por llevar siempre con mano férrea todos los negocios y caminos artísticos de su grupo. En cuanto a la locomotora australiana de blues-rock, las electrizantes guitarras de Angus (69) y Malcolm Young (1953-2017) fueron ejemplo de unidad fraterna cuatro décadas. En ambos casos, tras los fallecimientos de Eddie y Malcolm, siguieron adelante con sus descendientes -Wolfgang Van Halen, hijo de Eddie; Stevie Yong, sobrino de Malcolm- recordando también el caso de los británicos Led Zeppelin, que regresaron en el 2007 con el hijo de John Bonham, Jason, como baterista.

El rock de los ochenta no puede entenderse sin pensar en los Porcaro -Jeff (1954-1992), Mike (1955-2015) y Steve (67)-, de Toto, eximios músicos que nos dejaron grabaciones orientadas al público convencional sin comprometer su elegante calidad y filo rockero/jazzero. En la otra orilla, la experimental y arriesgada -no menos importante, por cierto- tenemos a los extravagantes Devo, integrado por dos parejas de hermanos, Gerald y Bob Casale (bajo, guitarra, voces), y Bob y Mark Mothersbaugh (teclados, guitarras, voces). Entre los británicos ochenteros, recordamos también a The Psychedelic Furs (Tim y Richard Butler, bajo y voz), con su onda post-punk; y los sofisticados Spandau Ballet (Gary y Martin Kemp, teclados y bajo), Otros australianos, el sexteto INXS, tuvo como base a Andrew, Jon y Tim Farriss, cuya sana relación familiar mantuvo a flote al grupo incluso después del lamentable suicidio de Michael Hutchence (1960-1997), aunque con poca suerte en el intento de reemplazar a tan carismático vocalista.

El heavy metal también ha aportado lo suyo. Desde los alemanes Scorpions, de sonido vertiginoso y accesible, que tuvo en sus filas entre 1969 y 1979 a los guitarristas Rudolph (76) y Michael Schenker(69) –“mi hermano mayor es un “bully” (abusivo). Y yo no soporto a los bullies” llegó a declarar el genial guitarrista antes de retirarse a hacer su propio camino- hasta los brasileños Max (55) e Igor Cavalera(54) de la banda de thrash Sepultura -hoy reciclados en Cavalera Conspiracy-, que se separaron por agrios desencuentros sobrederechos de autor y regalías después del influyente álbum Roots (1996), hay varios casos de hermanos que prolongaron su vida casera en la ruta del rock duro.

Por ejemplo, podemos mencionar a los iconos del metal cristiano, Stryper -Michael (61, voz y guitarra) y Robert Sweet (64, batería)-; la banda de Dimebag Darrell (1966-2004) y Vinnie Paul (1964-2018), Pantera, amos del groove metal; o dos legendarias bandas de géneros extremos como los norteamericanos Deicide, con sus guitarristas fundadores Eric y Brian Hoffman; y los polacos Decapitated, liderados por Wacław y Witold Kiełtyka (guitarra y batería). O podemos citar el caso de otros Gallagher, John y Mark, de Raven, grupo británico de culto que viene rodando desde hace más de 45 años. O los franceses Gojira, recientemente célebres por su participación en la inauguración de los Juegos Olímpicos de París. El guitarrista/cantante Joe Duplantier y su hermano Mario, baterista, fundaron este quinteto de death metal melódico que publicó su álbum debut en el 2001.

Los gemelos Chuck (75) y John Panozzo (1948-1996), la sección rítmica de Styx, fueron fundamentales en el sonido de este quinteto de prog-rock en su época más exitosa, entre 1975 y 1984. No podemos pasar por alto, en este estilo, el trabajo de Gentle Giant, con los multi-instrumentistas y cantantes Derek, Phil y Ray Shulman organizando esas complejas composiciones que tenían de jazz, música barroca/celta y power-rock. Por su parte, los inclasificables Cardiacs tuvieron en los hermanos Jim y Tim Smith a los conductores de este combo londinense que pasó por todos los géneros posibles, desde el progresivo y la psicodelia hasta el post-punk, la electrónica y el jazz.

Heart, otra institución del rock clásico, con Ann (74) y Nancy Wilson (70) al frente, sigue rockeando con admirable vitalidad tras cincuenta años de trayectoria. Del mismo modo, aunque con menor difusión, las hermanas June y Jean Millington lideraron un cuarteto guitarrero femenino, Fanny, que inspiró a toda una comunidad de rockeras mujeres, desde The Runaways hasta The Bangles, banda de pop-rock revisionista de la onda Beatles/Byrds que tenía a Debbi y Vicky Peterson en guitarra y batería.

Y si seguimos explorando, encontraremos a Maggie, Terry y Suzzy Roche, de The Roches; Emily Strayer y Martie Maguire –ambas usando sus apellidos de casadas-, fundadoras de The Dixie Chicks(hoy simplemente The Chicks); o Andrea, Caroline, Sharon y JimCorr (The Corrs), agrupaciones que cultivan diferentes vertientes de la fusión del folk con el country y el pop. O a Kim y Kelley Deal, de The Breeders, interesante banda de rock alternativo, cuyas adicciones les ocasionaron más de una pelea, aunque siempre primó la química tan especial y característica que genera irrompibles conexiones, desde emocionales hasta psíquicas, cuando se trata de hermanos gemelos.

Earth Wind & Fire, reconocida agrupación de soul, R&B y funk, estuvo liderada por los medios hermanos Maurice (1941-2016) y Verdine White (73). En el mismo estilo, Sly & The Family Stone -Sylvester, Freddie y Rose Stewart-; Kool & The Gang -Ronald y Robert “Kool” Bell- y por supuesto no podemos olvidar a los colectivos de hermanos, como los Isley, los Neville, las Pointer o TheJackson 5, cantera de la que surgió un niño prodigio, Michael Jackson (1958-2009). Por su parte The Replacements -Bob y Tommy Stinson-, Bad Brains -Paul y Earl Hudson- y The Stooges -Scott y Ron Asheton- representan al punk en este listado. Y en el reggae, Ali y Robin Campbell dirigieron Ub40 hasta que las horribles tensiones entre ambos provocaron la salida del primero en el 2008 después de 30 años de exitosa carrera; mientras que Aston y Carlton Barrettfueron la sección rítmica de los Wailers de Bob Marley, inamovible entre 1970 y 1981.

La interacción entre hermanos suele dar una dinámica particular a todas estas bandas, a pesar de que en la mayoría de casos, los problemas hayan sido finalmente más fuertes que el intenso lazo sanguíneo que los une. Por ejemplo, Tom (1941-1990) y John Fogerty(79), de Creedence Clearwater Revival, terminaron enredados en fríostribunales y solo la enfermedad del primero logró acercarlos tras años de resentimiento. O como ocurre con Kings Of Leon, banda formada en 1999 por tres hermanos y un primo, Caleb, Jared, Nathan y Matthew Followill, que suelen pelearse constantemente entre ellos, en especial los dos primeros; todo lo opuesto a la armonía que reflejabanlos Osmonds, siete hermanos que surgieron como estrellas infantiles a fines de los sesenta y estuvieron vigentes hasta hace muy poco, con Donny (65) y Marie (64), haciendo largas temporadas de conciertos en Las Vegas.

Como vemos, por mucho que así lo crean sus fanáticos más fieles, los Oasis no fueron los únicos hermanos en el rock ni mucho menos. Y tampoco tienen exclusividad en aquello de llevarse pésimo. Y eso que no hemos cubierto los casos del jazz o la música en español, que darían para una columna entera. Porque, aunque también han sabido demostrarse profunda armonía, respeto y cariño fraterno, algunos hermanos realmente llegaron a extremos en eso de pelearse a cada rato, sin que les importe mucho poner en riesgo la estabilidad de susbandas.

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[Música Maestro] A lo largo de nuestras vidas, aprendemos de memoria algunas canciones que no tienen nada que ver con lo que escuchamos en la radio o en la televisión. Son melodías que, de una u otra manera, nos conectan con aspectos específicos de nuestra sensibilidad más íntima y, sin importar la etapa en la que nos encontremos -adolescencia palomilla/rebelde, juventud estudiosa/alienada, adultez (ir)responsable, ancianidad- basta con que sintamos sus primeros acordes para que, en cuestión de segundos, aparezcan imágenes del pasado, sentimientos y emociones que no forman parte de nuestra vida diaria.

La memoria humana, ese mecanismo fascinante, se nutre de una diversidad de estímulos que impactan directamente en nuestros sentidos -olores, sabores, texturas, imágenes, sonidos- y emociones -alegría, tristeza, ilusión, miedo, etc.- de una manera entrecruzada y compleja, que ninguna unidad de almacenamiento digital es capaz de igualar. A través de esa conexión mental y emocional, esas primeras composiciones ingresan a nuestro sistema y se quedan para siempre, en especial las relacionadas a aquellas experiencias que determinan los momentos iniciales de la construcción de nuestras personalidades.

Esas melodías primigenias son, por supuesto, los himnos. Definidos escuetamente por el Diccionario de la Real Academia Española como “composiciones musicales emblemáticas de una colectividad, que las identifica y que une entre sí a quienes las interpretan, que sirven para exaltar a una persona, celebrar una victoria u otro suceso memorable, expresar júbilo o entusiasmo”, los himnos aportan una de serie de aprendizajes múltiples que van del contacto con formas e instrumentos musicales de otras épocas a la experimentación de emociones como la identidad comunitaria y el sentido de pertenencia.

El primer himno que aprendemos es, desde luego, el que identifica a nuestro país de nacimiento. En el caso del Perú, la composición de 1821 de José Bernardo Alcedo (música) y José de la Torre Ugarte (letra) es el primer contacto sonoro que tenemos con la idea de amor a la patria y sus símbolos. Aun cuando no entendiéramos mucho sus versos, todos cantábamos a grito pelado el Himno Nacional del Perú en los patios de nuestros colegios o cada vez que la televisión transmitía los partidos de la selección de fútbol. Y también, cómo no, en todas las actividades relacionadas a las Fiestas Patrias, cada julio.

Como no tengo hijos, ignoro cómo será en estos tiempos tan pobres en cuanto a la formación de la memoria auditiva de los más pequeños. Pero, en mis épocas, algunos colegios enseñaban incluso la letra de la Marcha de Banderas que escribió en 1895, a pedido del presidente Nicolás de Piérola (1839-1913), el compositor y saxofonista filipino José Sabas Libornio (1858-1915). Y luego llegaban las solemnes canciones de iglesia. Cada domingo, esos salmos cantados y esas adaptaciones de canciones populares con letras que hablaban de la Santa Trinidad y sus diversos elementos, dogmas y personajes ingresaban a nuestro repertorio personal y fijaban, por repetición, su lugar en nuestras memorias, del cual resurgen como por arte de magia apenas suenan sus primeras notas, aun cuando hayamos perdido hace tiempo el hábito de ir a la iglesia.

Dependiendo de las actividades a las que se dedica un individuo durante su crecimiento, puede aprender varios himnos. Por ejemplo, para quienes decidieron hacer carrera en la Policía o las Fuerzas Armadas, en cualquiera de sus divisiones/armas, memorizar sus correspondientes loas musicalizadas es tarea obligatoria. En otros casos, los himnos pueden provenir de una colorida diversidad de instituciones, desde los Boy Scouts hasta equipos de fútbol, tunas, clubes departamentales o regionales, sectas religiosas, hermandades y partidos políticos, colegios profesionales y asociaciones civiles. Pero de todos esos no hay ninguno que posea mayor carga nostálgica y emotiva que los himnos escolares, por lo menos para aquellas personas que, como quien esto escribe, han pasado toda su formación básica en una sola institución educativa.

Para quienes fuimos adolescentes entre 1986 y 1990, en Lima, durante el primer alanato y sus desastres económicos y políticos, la época colegial ofrece recuerdos ambiguos. Por un lado, está la absoluta sensación de libertad al no tener más responsabilidades que las de hacer las tareas, comer toda tu comida y llegar a tiempo para jugar con tus amigos o ver tu programa favorito en la televisión local de cuatro canales. Y, por el otro, la incertidumbre provocada por la crisis económica de nuestras casas, el temor a las levas y los atentados terroristas con sus apagones y crípticos ajusticiamientos y, en el caso de quienes estudiábamos en el sector público, las constantes huelgas que extendían hasta el aburrimiento los recreos con esos recesos provocados por un sindicalismo que no entendíamos del todo bien.

Hace una semana, el sábado 24 de agosto, fue el aniversario 77 del Bartolomé Herrera, escuela pública fundada en 1947 durante el gobierno de José Luis Bustamante y Rivero (1945-1948), en la Av. Brasil y que pasó a su local definitivo, en la cuadra once de la sanmiguelina Av. La Marina, cinco años después, cuando fue incluida en el programa de ampliaciones durante el ochenio de Manuel A. Odría (1948-1956), convirtiéndose así en Gran Unidad Escolar (G.U.E.), denominación que mantuvo hasta que el segundo alanato, con más desastres y corruptelas, la convirtió en Institución Educativa Emblemática (I.E.E.), pomposo nombre para justificar un plan de necesarias remodelaciones que fueron coartada de múltiples irregularidades, en su momento investigadas y difundidas profundamente por todos los medios de comunicación. Y, como cada año, la asociación de ex alumnos organizó un almuerzo de camaradería para celebrar el cumpleaños de nuestro entrañable colegio, el Bartolo.

Organizadas por años, las promociones se van reencontrando en medio de risotadas, abrazos y fotos grupales en el amplio patio donde cada lunes hacíamos fila de uno para cantar el himno del colegio. Con el paso de las horas, es difícil escuchar a la orquesta de herrerianos que, sobre el escenario, demuestran enorme destreza para la salsa. En realidad, suenan mucho mejor que las destartaladas orquestas del Callao que destruyen los oídos con sus metales destemplados y sus desafinadísimos coros. De repente, dos notas de trompeta anuncian lo que todos esos señores, con vidas e intereses diferentes, de generaciones distintas, reconocemos de inmediato. Todos nos callamos y nos ponemos de pie. 

“Viril impulso, canción de forja, el herreriano paso escuchad…” dice el verso inicial del himno del Bartolomé Herrera, escrito a mediados de la década de los años cincuenta por José Antonio Lora Olivares (1904-1968), profesor de música y violinista chiclayano durante la gestión del educador Jorge Castro Harrison, quien fuera el primer director del colegio en su etapa de Gran Unidad Escolar. Lora Olivares era hermano menor de un personaje ilustre de la literatura norteña, el poeta y periodista Juan José Lora Olivares, integrante del legendario Grupo Norte, colectivo de intelectuales vanguardistas que incluyó, entre otros, al filósofo Antenor Orrego, al pintor Macedonio de la Torre, al poeta César Vallejo y al político Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador del APRA.

Como todas las composiciones de esta naturaleza, se trata de una marcha de estilo militar que contagia entusiasmo y une a la congregación de individuos que la comparten en una catarsis que tiene de orgullo, nostalgia e inocultables deseos de volver a ser niños. Porque, siendo objetivos, los grandes conceptos que contienen generalmente las letras de estos himnos no son necesariamente los que mueven nuestra vida diaria, marcada por el cinismo de la adultez, las responsabilidades, los problemas. Pero esa colección de palabras e ideas positivas adquiere de inmediato un valor especial porque nos hace retroceder en el tiempo, hasta aquella época en que eran cantadas por un coro infantil y adolescente de voces agudas, más atentas a la hora del recreo que al cumplimiento de los mandatos imperativos de grandilocuentes frases que ponen por delante la disciplina, el amor por el estudio y por la patria.

La introducción del Himno Herreriano es una llamada desde la trompeta, que lanza un intervalo de dos tonos y medio en la escala de Fa mayor (Fa) y La sostenido (La#) que se resuelve nuevamente con un Fa mayor en la siguiente octava, da paso al coro y luego prosiguen dos estrofas escritas con una elegante pero sencilla pretensión poética. En líneas generales, todos los himnos se parecen entre sí, por el uso de instrumentaciones portentosas de raigambre europea y letras que tienen como finalidad inflamar los ánimos y generar emociones con esos mensajes que convocan a la defensa de una institución, realzar sus características y filosofías sobre las que basa su funcionamiento y objetivos frente a la comunidad. 

Una curiosidad musical: esas dos notas -Fa mayor y La sostenido- son las mismas que escuchamos en el tradicional toque del minuto de silencio, una melodía simple y sensible denominada Taps que surgió en el siglo XIX, durante la Guerra de Secesión en Estados Unidos (1861-1865), usada comúnmente en ceremonias oficiales, institucionales, deportivas o artísticas masivas para homenajear a personas fallecidas y que, casi cien años después, Jimi Hendrix incorporó en la electrizante interpretación del himno nacional norteamericano, The star-spangled banner (letra de Francis Scott Key, música de John Stafford Smith), que disparó desde su blanca Stratocaster la mañana del 18 de agosto de 1969, en la última jornada del Festival de Woodstock. 

Como he comentado ya en otras oportunidades en este espacio, el Perú no es particularmente cuidadoso en la conservación y sistematización de las obras musicales populares producidas en sus fronteras. Y los himnos escolares no son la excepción. El Himno Herreriano, composición de José Antonio Lora Olivares que identifica a la Institución Educativa Emblemática Bartolomé Herrera, se ha mantenido vigente porque cada promoción del colegio lo ha seguido cantando, en ese mismo patio, todos los lunes desde hace más de setenta años. Como seguramente ocurre con los himnos de miles de otros colegios en el país, si no fuera por la labor anónima de directores y arreglistas de las bandas escolares, profesores de música, alumnos y planas docentes, estas composiciones habrían quedado en el olvido hace mucho. 

Para el almuerzo de camaradería por el 77 aniversario del Bartolo, el sábado pasado, la orquesta de ex alumnos nos sorprendió a todos con un arreglo especial del Himno Herreriano en salsa, casi podría decirse que en latin-jazz, con evoluciones elegantes, solos de percusión y resoluciones muy bien pensadas. Y hace algunos años, un grupo de herrerianos publicó en las redes sociales Facebook y YouTube una simpática versión del himno de nuestro colegio, en ritmo de vals criollo, una demostración de lo que puede llegar a producirse cuando existe un elevado nivel de identificación y cariño por la institución educativa que, con todas sus carencias y altibajos, nos cobijó durante nuestra niñez y adolescencia.

La cultura musical de niños y adolescentes es un importante aspecto dentro de su formación integral que sensibiliza, educa las emociones y amplía las posibilidades de desarrollar la apreciación artística, en el ámbito de lo sonoro. Composiciones orquestales como los himnos escolares cumplen, en ese sentido, una importantísima función exponiendo a los más jóvenes a formas musicales y letras positivas que, al estar ligados a la experiencia escolar, quedarán grabados en sus memorias y servirán de subconsciente contención cuando comiencen a recibir el bombardeo de los géneros populares de moda que solo promueven el aturdimiento y la adicción a ritmos repetitivos y mensajes insulsos. 

[Música Maestro] Una congresista, cuestionada por sus vínculos con organizaciones criminales y poseedora, ella misma, de un estilo matonesco, es rechazada en un bar limeño por su agresiva manera de ejercer la política -si a eso podemos llamar “ejercer la política”. Un gobernador regional, de repentino enriquecimiento y gustos lujosos, pródigo en regalar/prestar joyas a las autoridades para ganar su favor, recibe una andanada de reclamos si apenas se atreve a asomar la nariz por la ventana de su despacho. Una presidenta con más del 90% de desaprobación es enfrentada públicamente y recibe jalones de pelo, empujones y no puede dar el paso por cualquier punto del país sin que los ciudadanos le recuerden, a gritos, lo que piensan por más que ella pretenda que todo va bien con su popularidad. 

Salvo un incidente lamentable e imposible de suscribir -el intento de impactar la cabeza de la mencionada congresista con un vaso de vidrio desde lo alto de un balcón- hay en estas manifestaciones ciudadanas un elemento de ineludible realidad, el hartazgo frente a las acciones cínicas e impunes de quienes detentan el poder. 

Cuando las personas sienten que las herramientas legales o institucionales no funcionan, necesitan inventar maneras de canalizar la frustración ante el maltrato, el ninguneo, la sinvergüencería. Una de ellas es el rechazo espontáneo en espacios públicos, acción a la que los investigadores de la política social en Argentina y España le han creado un nombre: escrache (castellanización de la palabra anglosajona “scratch” que significa literalmente “arañar, rasguñar”). 

A pesar de que el poder político cuenta con toda una batería de defensores, el escrache ocurrido en el conocido bar La Noche de Barranco, la madrugada del pasado domingo 4 de agosto, funcionó como una llamada a la acción -o, como dicen los marketeros huachafos, un “call-to-action”- que generó réplicas en días y lugares distintos -Piura, Ayacucho, Puno- con más ciudadanos ganando confianza en sí mismos y decidiéndose a protestar. 

Hubo una época en que estas llamadas a la acción venían en forma de canciones. Y hay una en especial que, por su claridad y contundencia, merece ser rescatada del olvido e incorporada al lenguaje cotidiano de las personas de bien que estamos ya hartos de tantas faltas de respeto y atropellos a la razón, parafraseando a Enrique Santos Discépolo (1901-1951) y su inolvidable tango Cambalache, de 1934.

Robert Nesta Marley (1945-1981) es reconocido mundialmente como embajador de la música y la cultura de Jamaica, una figura emblemática que funcionaba como gurú espiritual y representante en la tierra de Jah, cuya misión fue todo el tiempo esparcir amor y armonía, en medio de densas humaredas de sagrada ganja y las relajantes melodías del reggae, ese cadencioso género que él y sus cómplices lograron introducir en los ghettos negros de Londres, gracias al apoyo comprometido del productor inglés Chris Blackwell (87), quien los llevó a él y a su banda The Wailers a los estudios de Island Records, sello que había fundado en 1959.

Las canciones de Marley tienen, en su inmensa mayoría, letras amables y positivas, que ensalzan valores como la solidaridad, la libertad, la ilusión romántica y el desapego a las cosas materiales, una filosofía impregnada de su devoción y práctica del rastafarianismo, religión cuyos orígenes se remontan a las primeras décadas del siglo XX, cuando las poblaciones negras jamaiquinas que aun pugnaban por conseguir su liberación -Jamaica fue colonia británica por más de 300 años entre 1655 y 1962-, abrazaron los ideales panafricanistas que llegaban desde el reinado de Haile Selassie (1892-1975), emperador de Etiopía, gracias al trabajo de varios activistas locales, entre los que destacó el sindicalista Marcus Garvey (1887-1940).

Pienso, por ejemplo, en Three little birds, con ese coro que antecede en casi una década al Don’t worry be happy de Bobby McFerrin (1987), canción que sirve de consuelo ante situaciones difíciles; los himnos románticos Is this love, One love, Satisfy my soul o Waiting in vain -de álbumes postreros como Exodus (1977) y Kaya (1978); o en esa suave tonada que es sensible alegato por la soberanía y la libertad, a la autonomía de pensamiento y el respeto a la vida humana que es Redemption song (Uprising, 1980). En todas estas canciones, Marley impone su punto de vista conciliador y reflexivo, apelando a la recuperación del sentido de lo humano con fuertes dosis de ternura, sin dejar de mostrarse como un pensador popular y firme, capaz de defenderse si la situación lo merece.

Pero el aura sacerdotal/chamánica de Marley también conoció su límite. Fue después de un viaje a Haití, a inicios de los setenta, que lo dejó conmovido no solo por la pobreza extrema sino también por el talante dictatorial de sus autoridades, por lo que comenzó a escribir canciones de tono más rebelde, mostrándole los dientes a los abusos del poder. Para cuando The Wailers -Bob Marley (voz, guitarra), Peter Tosh (guitarra, voz), Neville “Bunny Wailer” Livingston (percusión, voz), Earl Lindo (teclados) y los hermanos Aston y Carlton Barrett (bajo y batería)- entraron a los estudios Harry J. de Kingston a grabar su sexto álbum, ya tenían listo un repertorio de composiciones originales que son, de lejos, las más militantes de su catálogo.

El disco Burnin’ se grabó durante la primavera de 1973 entre Londres y Kingston y es la última producción de la formación de The Wailers que incluye a Marley, Tosh y Livingston, juntos desde 1965, durante su primer periodo como grupo local de R&B, reggae y ska. Tras el impacto del álbum anterior, Catch a fire (1971) -el primero bajo la tutela de Blackwell- la industria musical en Inglaterra esperaba con ansias las nuevas canciones del predicador jamaiquino y su afinado conjunto. Y lo que recibió se convirtió de inmediato en un clásico de la canción protesta. 

Get up, stand up abre el álbum y establece el tono de manera categórica e irrefutable. Pero también otras canciones son de índole combativo como, por ejemplo, Duppy conqueror, Small axe o Burnin’ and lootin’. Por cierto, Burnin’ también incluye otro de los éxitos inmortales de Bob Marley & The Wailers, I shot the sheriff -que ingresó al canon rockero gracias a la versión que grabara Eric Clapton en su segundo álbum como solista, 461 Ocean Boulevard (1974)-, cuya letra alude a la represión policial y el hostigamiento que pueden llevar a una persona pacífica a cometer un delito en extremo violento. Como se desprende de la letra, el protagonista no niega el hecho y trata de explicarlo diciendo que fue “en defensa propia”. 

Las tres estrofas de Get up, stand up contienen frases de potente vigencia en la coyuntura mundial, aplicables a cualquier país y cualquier época, lo cual la convierte en una pieza de música popular atemporal. Por ejemplo, aquello de “oye predicador, no me digas que el cielo está debajo de la tierra, yo sé que tú no sabes lo que realmente importa en la vida” es un ataque directo a cualquier clase de charlatán -un tele-evangelista, un vendedor de fórmulas para alcanzar el éxito, un candidato/a al congreso o la presidencia- que usa los medios de comunicación para convencer y engañar a las masas. Desde Elon Musk hasta Rafael López Aliaga, a todos les va como anillo al dedo esta aclaración achorada, envuelta en un fondo musical amable, casi podríamos decir que inofensivo, como es el reggae.

Al final de cada estrofa, el cantautor antecede al coro que nos empuja a luchar por nuestros derechos una pregunta cuestionadora, una motivación a usar nuestra inteligencia: “¿Qué vas a hacer ahora que has visto la luz? ¡Levántate y pelea!” Cuando vemos cómo en nuestra cotidianeidad se han entronizado el abuso y la trapacería, que a la mal llamada “clase política” le resulta muy cómodo pasar por encima de la gente y pierde, en el camino, no solo la vergüenza sino también la dignidad -les da lo mismo que se les insulte de mil maneras, ellos siguen llevando adelante sus planes sin que se les mueva un pelo para salirse con la suya- esta clase de canciones deberían formar parte de nuestro discurso más íntimo. Sin embargo, a pesar de los escraches, seguimos dormidos pensando que todo va sobre ruedas.

La frase más significativa de Get up, stand up cierra la tercera y última estrofa, un resumen de lo que olvidan todos los malandrines de cuello-y-corbata que creen que nunca se van a acabar sus fuentes de poder e impunidad: “You can fool some people sometimes but you can’t fool all the people all the time” que literalmente podemos traducir así: “Puedes cojudear a algunas personas por algún tiempo, pero no puedes cojudear a todas las personas todo el tiempo”, algo que deberían escuchar a diario todas nuestras autoridades del sector público y muchísimos personajes del privado. De alguna manera, relaciono este juego de palabras a otro también muy conocido, escrito por Bob Dylan en la parte final de uno de sus himnos generacionales, Like a rolling stone, de su entrañable sexta producción discográfica, Highway 61, revisited (1965), que a la letra dice: “When you ain’t got nothing, you got nothing to lose” (“cuando no tienes nada, no tienes nada que perder”).

De acuerdo con los créditos del álbum Burnin’, Get up, stand up fue escrita a cuatro manos por Bob Marley y Peter Tosh (1944-1987). De hecho, Tosh también la grabó, en su segundo disco en solitario, Equal rights (1977) y la incluyó regularmente en sus repertorios en vivo hasta su trágico asesinato, a manos de dos pistoleros que querían robarle dinero. El mismo año Neville Livingston (1947-2021), el tercer Wailer, también hizo un cover del tema para su segunda aventura como solista, Protest. Mientras que las versiones de Marley y Tosh son muy parecidas, la de Bunny Wailer posee un ritmo un poco más saltarín, sin despegarse por supuesto del espíritu original del reggae que cultivaron e hicieron popular desde sus inicios.

En 1988, Get up, stand up fue la canción escogida para cerrar los conciertos de la gira colectiva Human Rights Now!, organizada por Amnistía Internacional por el cuarenta aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y que reunió sobre el mismo escenario a cinco superestrellas del pop-rock mundial: los norteamericanos Tracy Chapman y Bruce Springsteen, los británicos Sting y Peter Gabriel y el senegalés Youssou N’Dour. El ambicioso tour recorrió países de Europa, Asia, África, Norte, Centro y Sudamérica, ante multitudes que llegaban a superar las 50,000 personas, en ciudades como Los Angeles (EE.UU.), Montreal (Canadá), Abidjan (Costa de Marfil) o Buenos Aires (Argentina). 

En cada visita, los músicos realizaban conferencias de prensa y difundían los postulados de la justicia social, el respeto por los derechos de las minorías y la equitativa distribución de la riqueza, en lo que fue además una continuación del proyecto humanitario Live Aid que habían iniciado, entre 1984 y 1985, los compositores y activistas británicos Midge Ure y Bob Geldof. Como ha quedado demostrado con el tiempo, muchas cosas que se denunciaron en esos años no solo no cambiaron sino que han empeorado a nivel planetario -la corrupción política, la ambición de los multimillonarios y la decadencia del pensamiento crítico que padecemos en el Perú son solo botones de muestra- pero esas denuncias también son testimonio de la disposición que tienen algunos artistas para promover la toma de conciencia entre las masas. 

De esta manera, una generación después de haberse estrenado, Get up, stand up de Bob Marley & The Wailers adquirió vida propia como grito de guerra para aquellos colectivos ochenteros preocupados por defender los derechos humanos. Así como, en nuestro idioma, el clásico de los Quilapayún El pueblo unido jamás será vencido -también de 1973- se posicionó como himno de las calles, la composición de Marley y Tosh fue entonada por públicos de los cinco continentes que asistieron a esas masivas presentaciones. 

El cierre de esa gira fue en el Estadio Monumental de River Plate de la capital argentina y es particularmente emocionante la versión final de Get up, stand up con la que acabaron aquel 15 de octubre de 1988, acompañados de León Gieco y Charly García, quienes habían sido sus teloneros como representantes del país anfitrión. En el 2014, la canción fue incluida en el proyecto multimedia Playing For Change, con la participación de Keith Richards, el guitarrista de blues Keb’ Mo’ y un conglomerado de artistas de países como Jamaica, Zimbabwe, Brasil, Uruguay, Australia. El colorido video en YouTube tiene más de 16 millones de visualizaciones.

Get up, stand up también es el título del musical que se estrenó, en el circuito de teatros del West End de Inglaterra, en el año 2021 y se mantiene en cartelera en la actualidad. Esta canción que todos deberíamos aprendernos de memoria fue, además, la última que Bob Marley interpretó en vivo, con la que cerró el que sería, a la postre, su último concierto, realizado el 23 de septiembre de 1980 en la ciudad norteamericana de Pittsburgh (Pensilvania), una grabación que fue hallada en los archivos del músico en el año 2000 y vio la luz recién el 2011, en un álbum doble titulado Live Forever. 

Bob Marley falleció a los 36 años el 11 de mayo de 1981 en Miami, un hecho que generó múltiples teorías conspirativas acerca de cómo contrajo el melanoma cancerígeno que hizo metástasis por su negativa, por razones religiosas, a someterse a la amputación de la zona afectada (pie derecho). Empero, su legado musical se mantiene vivo gracias a la potencia de mensajes como el de Get up, stand up, pletóricos de vigencia y significado. 

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[Música Maestro] A las tres y media de la mañana de un día como hoy, hace 55 años, Sly & The Family Stone alborotó a una multitud de hippies en el festival de Woodstock. Pocos minutos antes, The Kozmic Band Blues había hecho lo propio, con la extraordinaria pero depresiva descarga bluesera de la inolvidable Janis Joplin (1943-1970). En cambio, el septeto iluminó la oscura madrugada de aquel campo neoyorquino con el electrizante positivismo de sus canciones, una mixtura de soul y funk con rock psicodélico que venía sentando las bases para un nuevo capítulo en la forma que tenían los afroamericanos de hacer y entender la música popular.

Quienes han visto el legendario documental que resume los tres días de paz, amor y música de agosto de 1969 saben perfectamente de quién estoy hablando. La frenética versión deI want to take you higher, single de su cuarto LP titulado Stand! -lanzado tres meses antes del festival- que se incluyó en el largometraje dirigido por Michael Wadleigh condensa la intensidad del mensaje de esta banda, pero no bastan para entender su importancia, en términos más amplios. El concierto completo duró poco menos de una hora y fue una catarsis rítmica cargada de significados que mereció ser tan recordada como las actuaciones de Santana o Jimi Hendrix (1942-1970). Sin embargo, por algún motivo, el legado de Sly & The Family Stone quedó encapsulado y reducido a esos diez minutos de algarabía e interacción con el público, liderados por el compositor, arreglista y multi-instrumentista Sylvester Stewart.

Para cuando Sly & The Family Stone llegaron a Woodstock, ya eran un grupo reconocido que venía lanzando discos desde 1966. Los expertos coinciden en que Sly Stone es, junto a James Brown (1933-2006) y George Clinton (Parliament-Funkadelic), una de las columnas vertebrales de la identidad musical afroamericana. Si en el rock y el jazz fueron Jimi Hendrix y Miles Davis (1926-1981) respectivamente, Stone impulsó con su creatividad melódica las ramificaciones del gospel y el R&B hasta convertirlas en parte de la subcultura hippie, haciendo disfrutar a públicos blancos y negros de estas odas a la diversión y la armonía que, poco a poco, fueron adquiriendo más peso ideológico, en un tiempo de diversos activismos que marcaban la agenda diaria en los Estados Unidos.

La visión musical y social de Sylvester “Sly” Stewart fue, sin embargo, varios pasos más allá, dispuesto a hacer que elpúblico que entraba en contacto con sus propuestas reflexione sobre conceptos como la integración interracial y de género, muchas décadas antes de que se convirtieran en supuestas banderas de lo que hoy suele llamarse “progresismo”, término que es, a la vez, peyorativo y vanguardista. Para comenzar, The Family Stone era, literalmente, un colectivo familiar, lo cual le daba un carácter confiable, cálido. Los hermanos Sylvester(voz, teclados, guitarra), Freddie (guitarra) y Rose Stewart (voz, teclados), nacidos en Texas y criados en California, comenzaron a tocar juntos desde niños, bajo el nombre The Four Stewart. Sobre esa base, Sly convocó a los primos Larry Graham (bajo) y Cynthia Robinson (voz, trompeta). Y para completar, dos músicos blancos, el saxofonista Jerry Martini y el baterista Greg Errico.

Entonces tenemos, por un lado, un combo que tenía en su formación estable a dos mujeres, algo inusual para la época. Si bien es cierto eran comunes los tríos vocales femeninos -Diana Ross & The Supremes, Martha & The Vandellas, The Ronettes-, lo común era que, en contextos de bandas lideradas por hombres, ver a las chicas cumpliendo roles secundarios (coros, coreografías, percusiones menores) y no tocando sus propios instrumentos. En ese sentido, Cynthia Robinson y Rose Stone fueron anónimas pioneras de la inclusión en la historia del rock. Y, por el otro lado, la presencia de Errico y Martini le generó más de una crítica a Sly por parte de grupos defensores de los derechos civiles, desde los más moderados hasta radicales como “Las Panteras Negras” que, incluso, llegaron a exigirle que los expulsara de su banda, tanto a ellos como a su manager, David Kapralik (1926-2017).

La discografía de Sly & The Family Stone consta de diez álbumes oficiales en estudio y un LP recopilatorio. En solo tres años, la banda construyó el legado que le dio imperecederoprestigio en el universo del pop-rock de los sesenta, con sonidos anclados en los mejor de la música negra norteamericana y una actitud/aspecto que redondeaba una utopía artística y social. Los álbumes A whole new thing (1967), Dance to the music(1968), Life (1968) y Stand! (1969), contienen todos los elementos que hicieron de este grupo una poderosa e influyente fuerza musical y de movilización de ideas.

A diferencia de las fórmulas repetitivas de James Brown y la dureza conceptual del colectivo P-Funk de George Clinton, los dirigidos por Sly Stone mostraban frescura y plasticidad en el terreno sonoro -el bajo redondo de Larry Graham, la diversidad de recursos en teclados y guitarras tanto de Sly como de su hermano Freddie, los metales bien colocados, las voces múltiples– y una riqueza lírica que le permitían elaborar mensajes profundos sin caer en lo panfletario y siempre con la capacidad de generar una atmósfera vital e inspiradora.

Mientras que los tres primeros álbumes contienen melodías hechas para el disfrute y la liberación a través del baile, como Dance to the music, M’ Lady o Underdog -el primer tema del primer LP, un anticipo de las temáticas sociales que serían más adelante su materia prima, en su cuarta producción discográfica, Stand!, aparece esa orientación hacia los aspectos más sensibles de las relaciones humanas. Composiciones incluidas en este disco como You can make it if you try, Stand!o Everyday people sirven para exponer esas preocupaciones por mantener la armonía, respetar al prójimo y divertirse sin límites ni prejuicios.

Por su parte, Sing a simple song y la mencionada I want to take you higher, cuyo título puede interpretarse de varias maneras, especialmente por la acepción coloquial que tiene el vocablo “high” en inglés -que alude a estar drogado- retoman la intención más relajada de sus inicios. Ese disco también presenta dos adelantos de la onda experimental y de críticas más agudas que desarrollaría en años posteriores.

Uno de ellos es un extenso jam instrumental titulado Sex machine, publicada un año antes del superéxito de James Brown del mismo nombre, que presenta un intenso trabajo de Freddie Stone con el pedal wah-wah y una interacción magnética entre la batería de Greg Errico y el bajo de Larry Graham (además de un solo ultra distorsionado de este último, casi al final). Y la otra es, probablemente, la composición más controvertida de Sly & The Family Stone, Don’t call me nigger, whitey (“No me digas negro, blanquito”) que en su coro incluye la contraparte de esta llamada de atención –“don’t call me whitey, nigger”- que, seguramente, debe haber inspirado a los mexicanos Molotov cuando comenzaron a escribir su éxito de 1999, Frijolero.

Casi un año después del festival de Woodstock, la casa discográfica Epic Records organizó todo para capitalizar el gran impacto que había tenido la banda, a través de la publicación de un LP titulado Greatest Hits, doce canciones de las cuales nueve provenían de los discos previos, con excepción del álbum debut. Además, presentó tres temas que se habían estrenado entre julio y diciembre de 1969 como singles y que, a la larga, se convertirían en clásicos de su repertorio en estudio, Everybody is a star, Hot fun in the summertime y Thank you (Falettinme be mice elf agin), título con una deliberada deformación de las palabras, para reflejar en textos escritos la mala pronunciación que suelen tener las poblaciones de barrios negros pobres. La frase correcta sería “for let me be myself again” que, literalmente significa “por dejarme ser yo mismo de nuevo”.

Con el inicio de la nueva década, las composiciones de Sly dieron un giro de 360 grados, pasando del optimismo abierto a una postura un poco más crítica, con un enfoque algo amargado y cínico, si lo comparamos con sus producciones anteriores.There’s a riot going on (1971), el quinto disco del grupo, encara temas como los derechos civiles y las luchas sociales afroamericanas pero desde un punto de vista desafiante, con canciones como Family affair o Running away que funcionaron como singles, con las letras de cuestionamiento o desilusión hacia lo que se conoció como contracultura. Musicalmente prosigue la senda del soul pero también comienza a introducir baterías programadas, efectos de sonido y un acercamiento al estilo de Parliament Funkadelic, más duro y arriesgado que el de sus primeros discos más relacionados al amable sonido de Earth Wind & Fire.

Para este momento, las profundas adicciones de Sly Stone ya lehabían comenzado a pasar factura. Las fricciones que tenía el compositor y líder con sus compañeros eran constantes y eso generaba diversos niveles de frustración en la estructura interna de la banda. Como recuerda Greg Errico, quien fue el primero en retirarse en 1971, la química existente entre Sly y el resto inició un proceso de deterioro que afectaba el cumplimiento de contratos, las sesiones de grabación y los conciertos, especialmente desde que el cantante decidió mudarse a Los Angeles. Errico desarrolló una muy interesante carrera como baterista con Santana, Weather Report, Tower Of Power, entre muchos otros. Su lugar en The Family Stone fue ocupado por el neoyorquino Andy Newmark, músico de sesión que posteriormente alternó con superestrellas como John Lennon, David Bowie y Roxy Music, solo por mencionar algunos de sus trabajos.

Un año después, en 1972, se produjo la segunda gran deserción en la banda. El bajista Larry Graham tenía tantas discusiones con Sly Stone que era casi imposible hacerlos coincidir en un mismo lugar sin que terminaran peleándose. Después de un concierto, los guardaespaldas de Sly prestaron oídos a un rumor no confirmado de que Graham había contratado a un sicario para eliminar a Stone. Para evitarlo, los matones atacaron a los colaboradores del bajista quien tuvo que huir por la ventana de la habitación que ocupaba con su esposa. Dos años después, Larry Graham -creador de la técnica de slapping muy usada por bajistas como Flea (Red Hot Chili Peppers), Les Claypool (Primus) o Marcus Miller (Miles Davis, David Sanborn), entre otros- lanzó su propia banda, Graham Central Station, jugando con el nombre de la centenaria estación central del metro de New York y su apellido– con la que se mantuvo activo durante el resto de la década.

Entre 1973 y 1976 la banda lanzó tres álbumes más, Fresh(1973), Small talk (1974) y Heard ya missed me, well I’m back(1976), acompañado siempre de sus hermanos Freddie y Rose, así como del saxofonista Martini y la trompetista Cynthia, con quien Sly mantuvo una fugaz relación de la cual nació su primera hija. En estos discos la banda todavía mantiene ese toque mágico, gracias a la musicalidad de Sly, y generó algunos éxitos como If you want me to stay o Loose booty. En medio, un disco en solitario llamado High on you mostró a Sly Stone dispuesto a retomar sus glorias pasadas, con canciones salidas de su inagotable fuente de sonidos y melodías de orgánico funk,soul y R&B, además de ciertos acercamientos a la música disco. El álbum contiene canciones notables como el tema-título, So good to me o el instrumental Green eyed monster girl.

En el año 2009 el mundo quedó estupefacto al enterarse de que el creativo músico, uno de los líderes de la cultura musical afroamericana, vivía desamparado en un asilo. Las complicaciones económicas y de salud asociadas a las drogas más las sucesivas estafas de managers que se las arreglaron para quedarse con sus regalías, lo dejaron en bancarrota. Sin embargo, poco a poco, el músico fue reapareciendo por aquí y por allá. Reportajes, invitaciones fugaces en conciertos, intentos de retomar sus actividades artísticas, documentales como On the Sly: In search of the Family Stone (2017) y hasta un excelente álbum de dúos con importantes colegas como I’m back! Family & Friends (2011) hicieron saber a sus seguidores que Sly Stone aun estaba vivo.

El catálogo de Sly & The Family Stone debe ser uno de los más revisitados por otros artistas, señal inequívoca de su influencia en diversas generaciones. Desde sus pares como George Clinton, Prince o The Jackson Five hasta modernos ensambles de hip hop como A Tribe Called Quest y electrónicos como Fat Boy Slim -que usa la intro de Into my own thing (Life, 1968) en su éxito Weapon of choice, del año 2001, los Red Hot Chili Peppers o los Beastie Boys han usado samplers de sus éxitos. Uno de los covers más conocidos fue el que incluyó Joan Jett & The Blackhearts en su tercer LP Album (1983), del clásico Everyday people (Stand!, 1969). Y el bajista y cantanteargentino Pedro Aznar grabó una versión en español de Stand!en su séptimo álbum como solista, David y Goliath (1995).

La publicación, en octubre del año pasado, de la autobiografía de Sylvester “Sly Stone” Stewart, volvió a poner sobre la mesa una trayectoria brillante que fue sepultada por los excesos y las adicciones. Como ocurrió con Brian Wilson de The Beach Boys o Syd Barrett de Pink Floyd, la estrella de Sly Stone se apagóde manera prematura y definitiva, cayendo en una oscura espiral que lo hizo desaparecer del ojo público durante más de dos décadas. Apoyado por el cronista de The New Yorker Ben Greenman, el libro Thank you (Falettinme be mice elf agin), Sylvester Stewart, actualmente de 81 años, recorre su accidentada vida personal y cuenta con detalle los vericuetos de aquella utopía artística que lideró en los gloriosos años sesenta.

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Funk, Psicodelia, rock clásico, Sly & The Family Stones, Soul, Woodstock

[Música Maestro] Joaquín Sabina es un caso raro en el pop-rock en nuestro idioma. Debido a su habilidad para la creación de rimas consonantes es normalmente considerado un trovador. De hecho Inventario (1978), su álbum debut, se inscribe en ese rubro, la trova, con un sonido lánguido y arrullador, de guitarra de madera colgada y mirada perdida en el horizonte, mientras elabora reflexiones nacidas de la experiencia, la imaginación o un interesante híbrido entre ambas cosas. Sin embargo, hay en su tono mordaz y cargado de humor negro una abierta dimisión a la etiqueta.

Sabina es uno de los artistas más interesantes y creíbles de la generación intermedia de trovadores-poetas, gracias a una actitud que dejaba de lado los idealismos románticos para mostrarse más realista y consciente de los dobles raseros de la moral convencional. Ese perfil también se nota en los aspectos musicales ya que, a diferencia de sus colegas de la canciónespañola, que orientan sus melodías al jazz y la balada, Sabina mantuvo un decidido ataque rockero, muscular y arrabalero, de guitarras eléctricas, casaca de cuero y rebeldía ilustrada.

Sin embargo, categorizar al cantautor español no es tan fácil ni predecible como parece. En todos los discos que publicó en el periodo comprendido entre 1984 y 1990, Joaquín Martínez Sabina -usa su apellido materno como nombre artístico desde siempre- se encargó de confundirnos a todos con una onda que tenía tanto de la ópera bufa de La Orquesta Mondragón como de la agudeza lírica y el amplio vocabulario de Joan Manuel Serrat.

Baladas acústicas, jugueteos con el jazz y fuertes dosis de pop-rock dieron forma al estilo que todos admiramos y reconocemos como “la primera época” de Sabina. Y para colmo de males, en 1992 comenzó a enriquecer más su paleta sónica incorporando elementos de distintos géneros latinoamericanos, que fusionaba inteligentemente con su propia estética y con influencias del folklore de su país, canturreando rumbas y haciendo dúos con Rocío Dúrcal.

Para cuando apareció su décimo álbum en estudio, Yo, mi, me, contigo (1996) Sabina ya era toda una superestrella de la música popular en Hispanoamérica. Sus dos placas anteriores habían tenido un profundo impacto entre las juventudes universitarias por esa fresca y extraña mezcla de poesía ingeniosa y rebelde rocanrol. No olvidemos que, durante la primera mitad de los noventa, dos canciones de esa época se hicieron las favoritas tanto en cafés y bares bohemios como en karaokes de entretenimiento masivo, además de ser respetuososhomenajes a México y algunas de sus principales figuras culturales.

Por un lado, Y nos dieron las diez (Física y química, 1992), una ranchera; y, por el otro, el brillante rock acústico Por el bulevar de los sueños rotos (Esta boca es mía, 1994), en que Sabina recuerda a varios personajes, desde Diego Rivera (1886-1957) y Frida Kahlo (1907-1954) hasta José Alfredo Jiménez (1926-1973), el célebre compositor de El Rey y, por supuesto, Chavela Vargas (1919-2012), personaje central de esta canción, con quien cultivó una amistad a prueba de balas y de borracheras.

Yo, mi, me, contigo llegó, entonces, en un momento especial para la carrera del compositor y cantante nacido hace 75 años en la ciudad de Úbeda, en la provincia andaluza de Jaén. No solo es su álbum diez, número que llevan en el dorsal los mejores futbolistas del planeta, expresión de calidad y jerarquía. Sino que, además, se trata del último disco de Sabina -en solitario, no estoy considerando aquí Enemigos íntimos(1998), que grabó a dúo con el argentino Fito Páez- en el que podemos apreciar su voz al natural, de timbre rasposo, apagadoy agudo, más agradable que el tono arrugado, roto, que comenzó a exhibir en el extraordinario disco 19 días y 500 noches (1999), el primer anuncio de un paulatino deterioro vocal que se fue acrecentando por sucesivos problemas de salud, aunque jamás llegaron a afectar la calidad de sus letras y esa socarronería que lo hace único entre sus contemporáneos aunque él, como dijo en una reciente entrevista para El País, escribe cada canción pensando en si sería aprobada o no por el poeta y músico Javier Krahe (1944-2015), su camarada de aquellas izquierdas autoexiliadas durante los últimos años de Franco y cómplice de sus primeros vuelos musicales a través del proyecto La Mandrágora (1981).

Muchos expertos en Sabina califican a Yo, mi, me, contigo como “el mejor disco” de su trayectoria. Y se basan para ello en la potencia de las metáforas, retruécanos y creativas frases de canciones como Contigo (balada jazz) o Y sin embargo(bolero), que convocan a una sensibilidad poco convencional. Si en los setenta y ochenta Camilo Sesto (1946-2019) escribió algunas de las canciones románticas más doloridas, cursis e intensas de la historia de la balada en español, en los ochenta y noventa Joaquín Sabina ofreció al público una visión cínica y desprejuiciada, que no se fija en los detalles clásicos de la relación de pareja sino que sale por la tangente con giros situacionales imprevistos, desvergonzados, mirando siempre de reojo temas que parecían grabados en piedra: la fidelidad, el amor eterno, el acartonamiento de la vida de oficinista, todo es puesto de cabeza por el tamiz de este “contante de historias” como él mismo se describió hace varios años.

Pero si estos dos temas, de lejos los más difundidos del álbum, sirvieron para que Sabina mantenga su perfil expectante en las preferencias del gran público, son otras composiciones las que desmarcan a este álbum, lanzado a través del importante sello discográfico Ariola. Pienso, por ejemplo, en el vals Jugar por jugar, con tundete peruano y acordeón afrancesado, casi una banda sonora de carrusel circense; o en la descarga caribeñaPostal de La Habana, con sección de metales y guitarra al estilo Santana.

México se hace presente de nuevo con un divertido corrido,Viridiana; y la rumba flamenca Mi primo El Nano llega con un emocional y divertido retrato biográfico de su amigo y colega Joan Manuel Serrat, “ese alquimista de las emociones que cura las heridas con canciones”. Por si fuera poco, se lanza una escatológica historia de juerga y fracaso nocturno en clave de rap, titulada No sopor…, no sopor. En manos de músicos poco talentosos, un collage así de disparatado podría ser insoportable. Pero, en las manos y voz de Sabina, se convierte en una experiencia musical sumamente entretenida.

Aun cuando el disco es tan variado, Sabina no pierde el filo rockero que lo caracterizó desde sus inicios, como queda demostrado en El capitán de su calle -un tema recurrente en su discografía anterior y posterior, la descripción de personajes irreverentes como en Manual para héroes o canallas (Malas compañías, 1980) o Conductores suicidas (Física y química, 1992), El rocanrol de los idiotas -con brillante armónica y guitarra acústica de doce cuerdas-, Es mentira y Seis de la mañana, con guitarras afiladas que van dibujando contornos perfectos para sus destellantes historias.

Un caso aparte es el de Aves de paso, tema que resume la óptica de Sabina con respecto a las relaciones ocasionales, las múltiples formas en que se puede vivir un “choque-y-fuga” y cómo eso puede pasar de ser un comportamiento ligero, casquivano, para convertirse en fuente de aprendizajes que moldearon su personalidad y hasta bálsamo para sus desengaños. Musicalmente hablando, es un pop-rock fino y contundente, un clásico instantáneo en la línea de, por ejemplo, La del pirata cojo (Física y química, 1992) o Whisky sin soda(Juez y parte, 1985). En el siglo XXI la canción fue interpretada por su compatriota y camarada rockero, Miguel Ríos, en el disco Miguel Ríos y las estrellas del rock latino (2001). Aquí podemos verla en concierto, entonada por ambos íconos de la escena musical hispanoamericana.

Otro de los aspectos que hacen especial a Yo, mi, me, contigo es que se rodeó de un elenco de invitados de lujo para la ocasión. Como base, su banda habitual conformada por Antonio García de Diego (guitarras, teclados, coros), Francisco “Pancho” Varona (guitarras, coros) -coautores y arreglistas de la música en once de los trece temas-, Paco Bastante (bajo), Tino di Geraldo (batería) y Olga Román (coros). Algunos de ellos, como Román, Varona y García de Diego, acompañan a Sabina desde las épocas de Viceversa, nombre del grupo que estuvo a su lado durante el periodo 1985-1989.

Por ejemplo, en Mi primo El Nano aparecen los músicos flamencos Víctor Merlo y Luis Dulzaides, en guitarras y percusiones; en Es mentira canta y toca los teclados el ídolo argentino Charly García; y en el corrido Viridiana hacen locuras vocales Andrés Calamaro, Ariel Rot y Julián Infante, que en ese entonces gozaban de popularidad como Los Rodríguez. Además, Rot compuso la música tanto de Viridiana como de Jugar por jugar. En Postal de La Habana, Sabina es acompañado por una sección de vientos muy rítmica y el cantante canario Caco Senante, de timbre vocal muy similar al de Pablo Milanés; mientras que el francés Manu Chao hace de las suyas en voz, guitarra acústica y bajo en No sopor…, no sopor, casi como un bonus track de su propio álbum Clandestino. Otro tinerfeño, Pedro Guerra, uno de los cantautores más requeridos de la trova española, escribió la música de El capitán de su calle.

Y como si este marco musical no fuese suficiente, están las letras. La capacidad de Sabina para crear imágenes, jugar con las palabras y combinar léxicos coloquiales, giros idiomáticos y refranes con referencias a diversos niveles de la cultura clásica y popular es ilimitada. A diferencia de las insoportables y aburridas cantaletas del guatemalteco Ricardo Arjona, el español se bate a duelo con las palabras, pero no con pretensiones de superioridad ni disforzada bizarría sino con la fluidez y autenticidad de quien hace las cosas por inspiración y no por afán de llamar la atención. A pesar de que sus temas puedan ser repetitivos, Sabina siempre logra dar la vuelta y presentar historias que son, a un tiempo, interesantes y graciosas.

Sabina usa, en todas sus canciones, figuras poéticas como antítesis, anáforas, retruécanos, símiles, hipérboles, metonimias, ironías y paráfrasis que se intersecan con reflexiones -algunas profundas, otras ácidas-, situaciones absurdas y críticas sociales. Y Yo, mi, me, contigo no es la excepción. Referencias a sus influencias poéticas más clásicas como los españoles Francisco de Quevedo (1580-1645), Jorge Manrique (1440-1479) o contemporáneas como Jaime Gil (1929-1990), están siempre allí. Y también están las oscuras golondrinas de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) en Y sin embargo y el París sin aguacero de César Vallejo (1892-1938) en Contigo.

En lo musical, el final de El rocanrol de los idiotas remite a los Beatles, mientras que Charles Aznavour y su clásica Venecia sin ti aparecen en Contigo. Postal de La Habana es literalmente eso, pues por sus estrofas desfilan José Martí, Silvio y Pablo, Benny Moré, Fidel y el Ché Guevara. En Mi primo El Nano confluyen el FC Barcelona, Miguel de Cervantes y el Mediterráneo. En Viridiana aparecen el film de 1929 Un perro andaluz de Luis Buñuel, la ranchera Volver de José Alfredo Jiménez y la Malinche, legendaria colaboradora de Hernán Cortés en la colonización de México. Y en Aves de paso desfilan, al lado de las anónimas “novias de nadie”, mujeres que van desde las bíblicas Salomé y María Magdalena hasta la creación del Marqués de Sade, Justine, la bailarina y espía de guerra Mata Hari, y la diva de Hollywood, Marilyn Monroe.

Y están, por supuesto, sus propias frases, siempre capaces de arrancar una sonrisa, un suspiro o una sorpresa. Por ejemplo, aquello de “bailar es soñar con los pies”, en un contexto musical de vals, revela sensibilidad y dominio de los elementos que escoge para construir sus canciones. De igual manera, las confesiones del impenitente mujeriego en Y sin embargo pueden servir como manual de coartadas para aquellos que desean pasar por alto sus majaderías: “De sobra sabes que eres la primera, que no miento si juro que daría por ti la vida entera. Y sin embargo un rato cada día, ya ves, te engañaría con cualquiera, te cambiaría por cualquiera…” O ese coqueteo filosófico que se esconde en el estribillo de El capitán de su calle, en que el personaje central de la historia “sabía que la verdad desnuda guarda oculta detrás de la corteza el hueso de cereza de una duda”. Fanáticos de los balbuceos de Bad Bunny, Daddy Yankee y Karol G, abstenerse.

Pero si de canciones confesionales se trata, Tan joven y tan viejo que cierra Yo, mi, me, contigo, con música escrita por el trovador cubano Carlos Varela- despunta como la primera de esas en las que Sabina declara estar consciente del paso de los años pero no con nostalgia pasiva sino con la fiereza del zorro viejo que no está dispuesto a jubilarse nunca, algo que hace posteriormente en A mis cuarenta y diez (19 días y 500 noches, 1999) o en Sintiéndolo mucho, que aparece en el documental del mismo nombre sobre su vida, dirigido por su amigo Fernando León de Aranoa. Este tema, hasta el momento su última grabación oficial, recibió el Premio Goya 2023 a “canción más original”.

En Tan joven y tan viejo Sabina, entonces de 47 años, lanza un lapidario desafío a la muerte: Así que, de momento, nada de adiós muchachos, me duermo en los entierros de mi generación. Cada noche me invento, todavía me emborracho, tan joven y tan viejo, like a rolling stone”, referencia directa a Bob Dylan y a la banda de Mick Jagger y Keith Richards, venerables ancianos que se niegan a desaparecer. Como el mismo Sabina que, en la ceremonia de premiación de los Goya, interpretó la canción a dúo con Leiva, un anticipo de lo que será su gira de despedida, Hola y adiós, anunciada para el 2025.

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Joaquín Sabina, Pop-Rock en español, Trova
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