Como se sabe, el Perú está sufriendo dramáticas consecuencias durante la pandemia, y se encuentra entre los países con mayor número de contagios y muertes en el mundo. Las razones inmediatas son bastante conocidas: nuestra salud pública tiene una gran insuficiencia de insumos materiales y humanos para atender a pacientes graves de COVID-19, y la salud privada sólo es accesible para la minoría que la puede pagar.
La gran esperanza de evadir el virus son las vacunas, pero varias autoridades han dicho claramente que las que están en el país no evitan el contagio, sino sólo atenúan la gravedad de los síntomas. La explicación es extraña, porque debilita el argumento de la obligatoriedad vital y moral de inmunizarse vía inyecciones. Y quizá es un mensaje estratégico para seguir promoviendo la inoculación sin decir lo cierto: que las vacunas eficaces – en este caso para un virus muy mutante – estarán listas en años. Ojalá uno se equivoque con estas especulaciones, pero lo indiscutible es que seguimos expuestos al contagio, y peligran miles de vidas.
En este escenario, el gobierno ha retomado los confinamientos. El primer periodo de encierro estuvo lejos de ser prolijo, porque no se cuenta con la capacidad estatal suficiente para asegurar el cumplimiento de lo decretado, y porque la gente – más aún sin ayuda económica estatal – tiene necesidades que no puede resolver fuera del espacio público y libre de aglomeraciones. Sin embargo, la medida logró bajar la demanda hospitalaria para casos graves de contagio, y el sistema de salud se alejó del colapso por un tiempo. La economía, como se esperaba, quedó severamente deprimida. Todo indica que el actual confinamiento tendrá resultados y plazos similares.
Muchos progresistas han relacionado la situación crítica que ha mostrado nuestro sistema de salud en la pandemia con el modelo económico vigente. Es posible que una parte del asunto tenga que ver con esto, la otra con 200 años de subdesarrollo. Y una última con el hecho de que la institucionalidad occidental de salud pública parece estar incapacitadas para epidemias muy contagiosas, como ésta y otras que estarían próximas por razones ambientales. No sólo en el Perú ha habido colapso sanitario, también ha sucedido en varios países de Latinoamérica, Asia y Europa, además de Estados Unidos. Y en muchos otros el desplome ha estado cerca. Cualquier oferta hospitalaria del mundo puede llegar rápidamente a su límite final si, de pronto, grandes volúmenes de la población necesitan cuidados e infraestructura médica de emergencia.
Pero volviendo al punto: no hay solución satisfactoria a la vista para los contagios, y por lo tanto, la epidemia seguirá trayendo terribles consecuencias por varios años, con el riesgo de llevarnos a una situación de grave inviabilidad política y económica, en medio de muertes masivas. En ese dramático escenario, me parecería un grave e histórico error negarnos a mirar otras perspectivas de salud y sanación, y sobre todo aquella que tenemos a la mano: la del Perú milenario.
La medicina pre-hispánica, como otras no occidentales, parte de una cosmovisión en la que tanto la realidad natural como el hombre tienen una energía dinamizante intrínseca. En el humano, una parte esencial de este fundamento generativo sería el sistema inmunológico, que es nuestra capacidad de supervivencia frente al resto de la naturaleza, pues debe reconfigurarse constantemente para eliminar a los millones de virus nocivos del ambiente, y sus mutaciones. Por ello, la perspectiva medicinal andina encontraría que el camino más seguro para enfrentar las infecciones – inevitables frente a un antígeno tan contagioso y cambiante – es implementar una política nacional de fortalecimiento inmunológico masivo. Dudo que haya médico que discuta que un sistema inmunológico óptimo es la mejor defensa frente a epidemias de cualquier tipo, y que en ese fin supera por mucho a cualquier vacuna, finalmente un imperfecto diseño humano de defensa viral focalizada.
Para lograr el refuerzo inmunológico deseado, nuestros ancestros acudirían a sus grandes conocimientos de nutrición y botánica, y encontrarían que, en suelo peruano, hay muchos insumos para diseñar dietas que logren ese fin. Se trataría, en lo fundamental, de sumar probióticos (chicha de jora sin azúcar, masato, tocosh), verduras y productos integrales (sin refinamiento industrial) a nuestras comidas, y de eliminar azúcar, frituras y aditivos químicos (conservantes, colorantes, saborizantes, etc.). Al cabo de unos meses, se tendrían que evaluar los sistemas inmunológicos correspondientes, y en la medida en que se lograsen los resultados esperados, la gente iría retomando su vida pre-pandémica.
De la experiencia de sanadores que todavía hoy curan de esta manera, se sabe que el cuerpo responde muy rápidamente a los procesos regenerativos. Para grupos jóvenes en relativa salud, de entre 20 y 30 años, podríamos estar hablando de un mes de régimen. Y para adultos mayores y otros grupos vulnerables (obesos, hipertensos, diabéticos, otros), el tiempo de retorno a su quehacer habitual dependería de cuánto se demorasen en regenerar sus deteriorados sistemas inmunológicos, lo que está sujeto a la situación inicial de cada caso. De cualquier forma, la red de servicios de nuestro sistema de salud está en condiciones de realizar todas las evaluaciones individuales necesarias para garantizar la reconstitución inmunológica del interesado, antes de recomendar su libre exposición al entorno.
En paralelo a este importante esfuerzo de dieta regenerativa, la medicina pre-hispánica recomendaría el cultivo del espíritu, lo que habitualmente llamamos salud emocional. En la cosmovisión andina, el hombre es cuerpo y alma, y éstos sanan juntos. Y la forma de fortalecer al segundo es entrando contacto con su fuente, que es la naturaleza. A dicha hondura, el espíritu llega a través de la aproximación física, la meditación o el uso de plantas maestras, sumado a una indispensable actitud de aceptación de las limitaciones sensorial-cognitivas del ser vivo frente a la profundidad esencial. La racionalidad occidental queda muy corta aquí.
Obviamente, no es fácil poner en práctica una política como la aquí planteada. A diferencia de nuestras culturas pre-hispánicas, no tenemos grandes reservas de alimentos para resistir emergencias, ni un sistema de distribución de productos centralizado por el Estado. Tampoco la convicción de que el cuerpo se fortalece y renueva a través de una reconexión alimentaria y espiritual con la naturaleza. Pero incluso sin todo ello, es posible concretar esta propuesta.
Para asegurar que los productos de nuestra geografía lleguen a todos los puntos de venta del país, el gobierno tendría que implementar circuitos de producción y distribución para dichos insumos, los que usualmente provienen de la agricultura familiar – ahora muy golpeada, pero cada vez más indispensable para nuestra seguridad alimentaria. Además, tendría que impedirse la venta de alimentos nocivos para el sistema inmunológico, usualmente los más comerciales. En el ideal, este programa debería ejecutarse con la colaboración del sector privado, siempre que éste entienda el delicado e insoluble momento nacional, y el inevitable futuro naturalista del mercado mundial. De resistirse, el gobierno gozaría de total legitimidad para forzar el cumplimiento de sus decisiones.
Es claro que este proyecto tendría que estar dirigido desde Palacio de Gobierno, y tratado como una política nacional de la mayor trascendencia histórica, dado que podría sacarnos de la pandemia y quizá llevarnos hacia un nuevo destino como país. El presidente, apoyado por otros liderazgos políticos y científicos, y de la mano de los medios de comunicación, sería el primer encargado de conversar permanentemente con la ciudadanía, explicando los fundamentos del programa e insistiendo en los nuevos hábitos alimenticios y emocionales. Es todo un liderazgo, ciertamente, pero pienso que el presidente Sagasti tiene la visión de Estado suficiente como para analizar este modelo sin conservadurismos, ajustarlo a su posibilidad decisoria y, por lo menos, iniciarlo como camino alternativo. Desde luego, es imposible concretar esta propuesta sin ayuda económica durante la regeneración inmunológica masiva, de tal forma que se asegure el retiro obligatorio en los hogares.
Finalmente, debemos observar que este camino no sólo nos daría la posibilidad escapar de la epidemia, sino también traería trascendentes externalidades, para nosotros y nuestros hijos: muy significativas mejoras en salud física y espiritual, enriquecimiento perceptivo de la realidad, aumento de nuestras productividades individuales, mayor sensibilidad ecológica, hábitos alimenticios inteligentes, seguridad alimentaria nacional, empuje al actual relanzamiento de la agricultura familiar, posicionamiento geopolítico mundial, y desarrollo finalmente. En cualquier escenario, incluso en el de un plazo prolongado de diseño y armado, esta salida es mucho más rápida que los varios años que debemos esperar para recibir vacunas contra el contagio. Y no es excluyente con la decisión de vacunarse en cualquier momento.
Siempre es difícil romper con los sentidos comunes, incluso cuando están en crisis. Pero hoy podría estarse jugando nuestra viabilidad económica y política, así que tenemos la obligación de escuchar toda solución que suene factible, más aún si ésta no es riesgosa y nos empuja hacia un camino de verdadero progreso.
* Los contenidos de este texto, y en particular lo referido a la dieta de fortalecimiento inmunológico propuesta y sus plazos, han sido discutidos con Kusy Trigo, ingeniera de alimentos y magíster en bioquímica.