[LA TANA ZURDA] Vuelvo a ocuparme ahora del escritor Mario Vargas Llosa, investido por el corrupto rey Juan Carlos I de Borbón como Marqués de Vargas Llosa a manera de plus por haber recibido el 2010 el Premio Nobel luego de muchos años de lobbying y de campaña mediática.
El pasado martes 28 de marzo cumplió 87 años y los ha festejado en Lima a lo grande, junto con su familia, a lo cual cualquiera tendría derecho. Quizá pensó pasarlo en Arequipa en el proyectado IX Congreso Internacional de la Lengua Española, que al final tuvo que mudarse a Cádiz por temor a que el actual rey Felipe VI saliera rasguñado por las marchas de protesta en el Perú. El Marqués, pues, se quedó en Lima y su presencia en el congreso se evaporó como la chicha de jora y los chupes de camarones que nunca se sirvieron a los distinguidos académicos.
Pese a todo, hay que reconocer que los logros del autor arequipeño han sobrepasado los que cualquier escritor peruano haya tenido nunca. Hace pocas semanas fuimos testigos de su entrada a la Academia Francesa, siendo el primer autor de habla hispana que logra dicho honor.
Sin embargo, al margen de todos los premios, condecoraciones, invitaciones y elogios que reciba, hay dos aspectos de este sonado personaje que me gustaría subrayar. El primero es el carácter sobrevalorado de su obra. Sin negar la maestría de tres o cuatro de sus novelas, muchas de sus otras publicaciones no pasan de ser ligeras y hasta deleznables, escritas con un obvio sentido comercial. Basta examinar el Elogio de la madrastra, ¿Quién mató a Palomino Molero?, Cinco esquinas y otras más para saber que, fuera de cierto entretenimiento, no queda mucho más. En pocas palabras, a la mayor parte de su obra novelística le falta grandeza y profundidad. Incluso sobre una de sus más aclamadas novelas, el profesor sanmarquino Santiago López Maguiña ha señalado lo siguiente:
«Estoy leyendo después de décadas Conversación en la catedral. Leo novelas publicadas alrededor de los 70. Es una novela hecha con fragmentos. En distintos niveles. En la composición de los personajes y escenarios. Las descripciones son elípticas. Tres rasgos a lo más son suficientes para describir, alumbrar a un ser o un ambiente. La misma fragmentación se presenta en el discurso, mediante distintos recursos, que en su momento sorprendieron. Hoy ya son anacrónicos con las experimentaciones de los narradores franceses y norteamericanos. Llega en ciertos pasajes a hacer presentaciones cubistas, como cuando una mano habla en vez de un actor. O una corbata. Pero VLL es escritor naturalista y no se desliza por esas rutas. Los miembros del cuerpo no toman vida propia, ni los objetos se animan. Aunque en El hablador sí aparecen esas configuraciones, pero en la enunciación nativa. En fin, es una novela de colores grises y recintos generalmente oscuros, a tono con Lima y con la trama, la exploración de lo clandestino, de lo nocturno, lo policial, de las comisarías, la persecución de la policía, pero todo por encima y sin entrar en los huecos del infierno, a donde apuntaba, pero no llega, ¿no?»
Se trata, pues, de un escritor muy desigual, en el que la fama es confundida como prestigio y por lo tanto quienes están predispuestos a la adoración caen como polillas ante la luz.
En cuanto a sus ensayos, suelen estar llenos de datos equivocados o manipulados, como el polémico La utopía arcaica, en que más se notan sus fantasmas con respecto a la cultura andina que la verdadera esencia y sentido de José María Arguedas, o La sociedad del espectáculo, en que hace gala de un elitismo trasnochado que, jocosamente, contradijo con su propia sobreexposición farandulera mientras sostenía su relación adúltera con Isabel Presley. Cada quien puede hacer con su vida personal lo que le plazca, pero cuando se es figura pública hay que guardar un mínimo de coherencia, ¿no creen?
El segundo aspecto del caso Vargas Llosa es la legión de ayayeros que se han revelado tras la aplastante exposición mediática en la que nos vemos sumidos día a día. No hablemos ya de los que tienen poca formación literaria, sino de aquellos que, incluso con doctorado, se arrodillan frente al pensamiento único que la posición política del Marqués implica. Los nuevos y no tan nuevos cortesanos le perdonan su apoyo a Keiko Fujimori, sus mentiras sobre el fraude de Castillo, su posición condenatoria sobre los pueblos indígenas, su espaldarazo al régimen actual de Dina Boluarte (manchado en sangre), sin mencionar su larguísimo récord de defensas acérrimas del neoliberalismo depredador que ha propalado en los últimos cuarenta años.
Algunos dirán que peco de mezquina. Así llaman ahora a todo aquel que se atreve a señalar al rey desnudo. Como en la fábula de aquel monarca al que nadie se atrevía –de puro temor– a decirle que andaba sin ropas hasta que un niño inocente no tuvo reparo en hacerlo, así pasa con el Marqués, cuyos flagrantes bemoles literarios y políticos resultan graciosamente soslayados por los turiferarios de turno.
Cada quien se pinta como lo que es. La historia de la literatura peruana está plagada de estos personajes.