Existe, además, un grave problema de fondo que el Estado no logra atender: el incremento de la violencia contra las comunidades rurales, especialmente indígenas, sobre todo en la Amazonía. La proliferación de economías ilícitas, por ejemplo, es un problema cotidiano que se traduce en una urgente necesidad de seguridad. Actividades como el narcotráfico, la tala, el tráfico ilegal de especies silvestres o la minería ilegal continúan expandiéndose o consolidándose por todo el territorio nacional sin que las autoridades tengan los medios o la voluntad para frenarlas.
Desde un punto de vista interseccional, este fenómeno se hace más complejo entre los pueblos indígenas por dos razones. La primera es su especial vulnerabilidad frente a las agresiones de organizaciones criminales, al ser núcleos reducidos de población asentados sobre grandes extensiones de tierra (la comunidad de Saweto, donde fue asesinado el líder Edwin Chota, tiene 78 mil hectáreas en la frontera con Brasil). La segunda es la autonomía de la que gozan en virtud del derecho internacional. Es en base a ella que, en ausencia del Estado, han conformado sus propios cuerpos colectivos de seguridad, muy por encima de las rondas o las juntas vecinales. Para los shipibos o los kakataibos, reciben el nombre de guardias. Para los awajún, es el comité de reservistas. Para los asháninkas, además de los CAD, existen los ovayeriite (o el ejército) y la seguridad indígena.
Todo lo dicho tiene la intención de complejizar el debate. A nuestro juicio, no caben espacios para las opiniones totalizantes. Ciertamente, los CAD han probado su vigencia y utilidad como mecanismo de autoprotección en la selva central, aunque transpolar dicha experiencia a otras regiones del país sin una orientación clara no solo sería peligroso, sino también contraproducente. En ese sentido, como sugiere Matías Pérez, es preferible entablar un diálogo con las organizaciones indígenas de los ríos Ene y Tambo para una eventual modificación a la norma y delimitar su ámbito de aplicación territorial, antes que optar por su derogatoria.
Otro error, sin duda, es el de homogeneizar las funciones de seguridad que corresponden a poblaciones indígenas y no indígenas. Una junta vecinal no puede equipararse a una ronda campesina o nativa, mucho menos a una guardia que refleja la organización de pueblos en vez de solo comunidades. Para los pueblos, cualquier iniciativa legal debe reconocer un régimen diferenciado que garantice su autonomía, en el marco del respeto a los derechos humanos. Además, deben contar con asistencia especial del Estado para evitar que se expongan a peligros que sobrepasen sus capacidades de autoprotección.
Al respecto, hubiera sido más oportuno que el Congreso evalúe la nueva ley de CAD en conjunto con la propuesta de ley sobre seguridad indígena amazónica. Ahora, no obstante, cualquier reforma legal debe excluir a los cuerpos colectivos de seguridad indígena para garantizar su reconocimiento oficial con independencia de las Fuerzas Armadas. Sin duda, ello no quiere decir que los pueblos indígenas que tradicionalmente han recurrido a los CAD deban dejar de hacerlo. Esta decisión corresponde también a su autonomía.
Existe un factor adicional y transversal que no puede dejarse del lado en la nueva ley: el rol claudicante del Estado en garantizar la seguridad de los pueblos y organizaciones indígenas. La norma falla también porque evidencia la renuncia de las autoridades a cumplir con esta obligación, donde su respuesta a la violencia ha sido fragmentada, errática y absolutamente limitada. Una eventual reforma debe servir para establecer mecanismos horizontales de coordinación entre los cuerpos de seguridad indígenas –incluyendo a los CAD, cuando corresponda– y estatales, con mayores responsabilidades para estos últimos.
Finalmente, en el escenario actual de abandono estatal, ¿tiene sentido negar el relanzamiento de los CAD también en las zonas donde ha probado tener éxito? Aunque aún no encuentro una respuesta concluyente, dos cosas son seguras: la discusión es más rica y compleja que la derogatoria exprés de la nueva ley, mientras que deben priorizarse las propuestas de solución que fluyan de abajo hacia arriba y no al revés.
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