La nueva gestión de la Fiscalía de la Nación está retrocediendo a pasos agigantados lo ganado en los últimos años. Luego del estado catatónico en que la dictadura de Alberto Fujimori dejó al sistema de justicia, el país tuvo la difícil tarea de remontar el más del 80% de provisionalidad fiscal, las dinámicas de corrupción internas que se afianzaron, la nula transparencia y, sobre todo, la errada concepción de que la organización fiscal, lejos de ser una institución independiente y autónoma, era una que debía estar sometida al poder de turno, incluso a sus propias autoridades fiscales, más aún si se trataba del fiscal de la Nación que, como autoridad absoluta, hacía y deshacía nombramientos provisionales.
Las gestiones que vinieron después demostraron, de cuando en cuando, que era posible otra Fiscalía, pero no siempre. Gestiones como las de Peláez o Echaíz dejaron en el recuerdo ciudadano que las apariencias de imparcialidad no le importaban a la autoridad fiscal, más aún cuando las investigaciones al APRA no tenían resultados concretos. A pesar de la gravedad del caso La Centralita de 2014, Ramos fue elegido como el sucesor de Peláez, y sumergió a un lugar inmerecido el trabajo de fiscales que realmente estaban comprometidos con la institución fiscal y la no impunidad de los delitos que ya agudizaban la tragedia social. Ramos fue destituido y con Sánchez la historia comenzó a tomar otro color.
No quiere decir que en las siguientes gestiones fiscales no hubo nada que cambiar, hay casos fiscales y dinámicas que aún están pendientes. Pero no cabe duda que desde 2016, mientras en otras instituciones como el CNM se asentaban las fechorías y corrupciones, en la Fiscalía se comenzaba a ver, al menos para el ciudadano de a pie, algo diferente. Y si bien en cada distrito fiscal del país se pueden encontrar fiscales honestos que hacen un esforzado trabajo a pesar de que la institución cuenta con menos del tercio del mínimo que necesita, lo nacional evidenciaba con casos como “Cócteles”, “Lava Jato”, o “Cuellos Blancos” que se pueden y deben hacer cosas diferentes, con diversos estilos en el trabajo fiscal, ya sea un trabajo silencioso (que puede ayudar a sortear presiones), o un trabajo que le hable, de manera constante, a la ciudadanía; lo cual ayuda a que ésta acompañe y se vuelva en una importante garantía de la independencia fiscal, más aún cuando se enfrenta al poder e incluso a las mismas autoridades fiscales que traicionaron su juramento.
En efecto, en los medios comenzaba a resonar el trabajo de fiscales provinciales y especializados, donde ya no eran subordinados sino defensores de la ley y de los derechos de todos y todas tantas veces aletargados. El juicio a Fujimori, con el exfiscal Guillén a la cabeza, mostró lo importante del trabajo fiscal, lo que vimos con el caso Odebrecht, Camargo Correa, OAS, y otros lo confirmó. Los fiscales ejercían su libertad para trabajar, apoyados por sus equipos, siendo iguales con sus autoridades porque la diferencia es solo de competencias y no lo que una mal entendida “jerarquía” o “respeto a la autoridad” hizo muchos años creer. El fiscal de la Nación es crucial, porque alguien dirige el barco, impregna celeridad a los cambios y acompaña a todos los demás y los defiende; pero también lo es cada fiscal. La única diferencia entre un fiscal titular y uno provisional es la temporalidad en el cargo, pero a los dos, fiscales al fin, les cubren las garantías de inamovilidad, debido proceso y motivación. Y eso no es poca cosa: muchos de los males que la Fiscalía ha tenido y tiene, son consecuencia de ese juego de ajedrez al que ha llegado a convertirse la movida de fiscales sin debido proceso. Los fiscales no son piezas que uno puede mover si no les gusta o parece, son operadores de justicia, defensores de derechos humanos que están investigando el poder caiga quien caiga. Moverlos, sin más, rompe su autonomía, independencia, la estabilidad para trabajar y enfrentarse, crea grupos y dinámicas internas, y crea un poder absoluto (ilegal) en quien lo detenta: el fiscal de la Nación. Un poder en los hechos sin control, sin institucionalidad.
La actual gestión, lamentablemente, está abriendo un sin fin de incertidumbres para, bajo un errado y aún desconocido concepto de evaluación del desempeño de casos de corrupción y complejos, retirar sin más (porque ningún fiscal provisional removido ha tenido a la mano previamente el informe que lo saca de las investigaciones que trabajaba, o ha tenido la oportunidad de decir algo sobre su evaluación), a fiscales de casos que involucran a operadores de justicia (incluso en actividad) e incluso a la hermana de la fiscal de la Nación. Se suma el retorno de personajes que hicieron méritos para que ya no estén en la actual historia fiscal. La contratación de personas cercanas a anteriores gestiones cuestionables, al poder político que antes tuvo impunidad, muestra que estamos en franco retroceso. El repetido “orden, firmeza y celeridad” se está haciendo violando la ley. Sí, la nueva gestión está violando la ley: ¿dónde está el respeto a la Ley de la Carrera Fiscal?, ¿dónde está la prohibición de interferir en investigaciones?, ¿dónde está la prohibición de interferir en casos de familiares?, ¿dónde está la igualdad en el ejercicio de la acción penal, o es que solo importa el caso Castillo?, ¿dónde está la igualdad en la aplicación de la ley?, ¿dónde está el respeto a la independencia de los fiscales?, ¿dónde está la institucionalidad?
Esto compromete gravemente a la actual gestión fiscal y a todas las autoridades que deben hacer el control. Mientras el Parlamento solo tiene como agenda principal a Castillo en la que va y viene, la Junta Nacional de Justicia brilla por su ausencia. Pero la ley es la ley y los tiempos para hacerla respetar no han proscrito.