alvaro masquez salvador

¿Es conveniente derogar la Ley de Comités de Autodefensa?

"¿Qué rol juegan los CAD hoy en día y, sobre todo, cuál es su punto de vista? ¿Cuáles son las verdaderas necesidades de seguridad en el Perú rural?"

La publicación de la Ley de Comités de Autodefensa (CAD), el pasado 15 de junio, ha despertado un debate intenso y pocas veces visto en la escena de nuestra sociedad civil. De forma casi unánime, organizaciones sociales de base, colectivos ciudadanos y oenegés han expresado su rechazo a la propuesta aprobada por insistencia por el Congreso. Razón no les falta. La conformación de grupos armados entre la población civil, con autorización del Estado, es en sí misma una derrota para cualquier sistema democrático.

Las hermanas de la Organización Nacional de Mujeres Indígenas, Andinas y Amazónicas del Perú (Onamiap) han resumido bien las principales objeciones a la ley desde la perspectiva mayoritaria de los pueblos indígenas: no fue objeto de consulta previa, los subordina a las Fuerzas Armadas y a la Policía, genera paralelismos (o paramilitarismos) en espacios rurales a favor de ciertas mafias que buscan apoderarse de sus territorios, y utiliza a los miembros de las CAD como carne de cañón frente a amenazas como el narcotráfico, la tala ilegal o la propia criminalización del Estado.

Sin embargo, debemos hacernos algunas preguntas antes de simplificar el debate a descalificar la norma por completo y exigir su derogatoria. ¿Qué rol juegan los CAD hoy en día y, sobre todo, cuál es su punto de vista? ¿Cuáles son las verdaderas necesidades de seguridad en el Perú rural? ¿Cómo comprender la especial situación de los pueblos indígenas y sus justos reclamos por autonomía también en el campo de la autoprotección?

Los CAD surgieron en comunidades rurales durante el conflicto armado, con la finalidad de sumarse a las Fuerzas Armadas en la acción bélica contra las organizaciones terroristas. No obstante, su vigencia como institución social ha perdurado mucho más allá de la derrota militar de Sendero Luminoso y el MRTA. Como reflexiona el compañero Matías Pérez, “las funciones de seguridad [de los CAD] han ido mutando y han sido interiorizadas y legitimadas, tales como el monitoreo de linderos, recuperación de territorios y control de actividades ilícitas. Un ejemplo es el caso de Meantari en San Martín de Pangoa”.

En efecto, en abril de 2017, cincuenta miembros de los CAD asháninkas expulsaron con éxito a un grupo armado de taladores ilegales del territorio de una comunidad indígena. Lo hicieron a pesar de no contar con el apoyo de la comisaría de Pangoa, a la que solicitaron auxilio frente a la amenaza. Apenas el pasado 19 de junio, la Central Asháninka del Río Ene (CARE) reportó que los CAD detuvieron a dos narcotraficantes sin que la Policía o las Fuerzas Armadas intervengan. Al no haber respuesta suya, solo pudieron echar a los delincuentes de la comunidad.

A estas alturas, es innegable que los CAD juegan un rol protagónico en la selva central que no puede ser desmerecido en esta discusión. Es CARE, en representación del pueblo asháninka, la federación que más ha exigido la no desactivación de los CAD, sino más bien dinamizarlos en base a una nueva estrategia operacional de las Fuerzas Armadas. En ese sentido, antes que descartar del todo la nueva ley, las organizaciones de la sociedad civil tenemos la obligación de escuchar la posición de quienes integran los CAD para tener una imagen completa del escenario. ¿Siente que la norma los favorece o no? ¿En qué medida están de acuerdo con que militariza o no sus territorios?

Existe, además, un grave problema de fondo que el Estado no logra atender: el incremento de la violencia contra las comunidades rurales, especialmente indígenas, sobre todo en la Amazonía. La proliferación de economías ilícitas, por ejemplo, es un problema cotidiano que se traduce en una urgente necesidad de seguridad. Actividades como el narcotráfico, la tala, el tráfico ilegal de especies silvestres o la minería ilegal continúan expandiéndose o consolidándose por todo el territorio nacional sin que las autoridades tengan los medios o la voluntad para frenarlas.

Desde un punto de vista interseccional, este fenómeno se hace más complejo entre los pueblos indígenas por dos razones. La primera es su especial vulnerabilidad frente a las agresiones de organizaciones criminales, al ser núcleos reducidos de población asentados sobre grandes extensiones de tierra (la comunidad de Saweto, donde fue asesinado el líder Edwin Chota, tiene 78 mil hectáreas en la frontera con Brasil). La segunda es la autonomía de la que gozan en virtud del derecho internacional. Es en base a ella que, en ausencia del Estado, han conformado sus propios cuerpos colectivos de seguridad, muy por encima de las rondas o las juntas vecinales. Para los shipibos o los kakataibos, reciben el nombre de guardias. Para los awajún, es el comité de reservistas. Para los asháninkas, además de los CAD, existen los ovayeriite (o el ejército) y la seguridad indígena.

Todo lo dicho tiene la intención de complejizar el debate. A nuestro juicio, no caben espacios para las opiniones totalizantes. Ciertamente, los CAD han probado su vigencia y utilidad como mecanismo de autoprotección en la selva central, aunque transpolar dicha experiencia a otras regiones del país sin una orientación clara no solo sería peligroso, sino también contraproducente. En ese sentido, como sugiere Matías Pérez, es preferible entablar un diálogo con las organizaciones indígenas de los ríos Ene y Tambo para una eventual modificación a la norma y delimitar su ámbito de aplicación territorial, antes que optar por su derogatoria.

Otro error, sin duda, es el de homogeneizar las funciones de seguridad que corresponden a poblaciones indígenas y no indígenas. Una junta vecinal no puede equipararse a una ronda campesina o nativa, mucho menos a una guardia que refleja la organización de pueblos en vez de solo comunidades. Para los pueblos, cualquier iniciativa legal debe reconocer un régimen diferenciado que garantice su autonomía, en el marco del respeto a los derechos humanos. Además, deben contar con asistencia especial del Estado para evitar que se expongan a peligros que sobrepasen sus capacidades de autoprotección.

Al respecto, hubiera sido más oportuno que el Congreso evalúe la nueva ley de CAD en conjunto con la propuesta de ley sobre seguridad indígena amazónica. Ahora, no obstante, cualquier reforma legal debe excluir a los cuerpos colectivos de seguridad indígena para garantizar su reconocimiento oficial con independencia de las Fuerzas Armadas. Sin duda, ello no quiere decir que los pueblos indígenas que tradicionalmente han recurrido a los CAD deban dejar de hacerlo. Esta decisión corresponde también a su autonomía.

Existe un factor adicional y transversal que no puede dejarse del lado en la nueva ley: el rol claudicante del Estado en garantizar la seguridad de los pueblos y organizaciones indígenas. La norma falla también porque evidencia la renuncia de las autoridades a cumplir con esta obligación, donde su respuesta a la violencia ha sido fragmentada, errática y absolutamente limitada. Una eventual reforma debe servir para establecer mecanismos horizontales de coordinación entre los cuerpos de seguridad indígenas –incluyendo a los CAD, cuando corresponda– y estatales, con mayores responsabilidades para estos últimos.

Finalmente, en el escenario actual de abandono estatal, ¿tiene sentido negar el relanzamiento de los CAD también en las zonas donde ha probado tener éxito? Aunque aún no encuentro una respuesta concluyente, dos cosas son seguras: la discusión es más rica y compleja que la derogatoria exprés de la nueva ley, mientras que deben priorizarse las propuestas de solución que fluyan de abajo hacia arriba y no al revés.

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CAD, Comités de Autodefensa

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