En 1941 se publicó la primera edición de El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría. La novela fue escrita durante su destierro en Chile y ganó el concurso de novela latinoamericana convocado por la editorial neoyorquina Farrar&Rinehart, algo que sin duda contribuyó a un significativo éxito de ventas y de lectoría.

Ciro Alegría, para entonces, ya era un escritor consagrado y venía precedido del éxito de sus dos primeras novelas: La serpiente de oro (1935) y Los perros hambrientos (1939) le proveyeron renombre y prestigio. El mundo es ancho y ajeno se leyó en clave regional y dentro de los cánones del indigenismo.

Sin embargo, creo que, por su carácter épico y visionario, la novela ha sabido trascender esas etiquetas, porque con el indigenismo o sin él, El mundo es ancho y ajeno es, ante todo, una novela de la fractura nacional, algo que nos acompaña históricamente, a través del fracaso de sucesivos proyectos nacionales.

En términos novelescos, es una cumbre del realismo social, un clásico capaz de desbordar su horizonte e interpelarnos hoy mismo, en medio de una polarización entre dos modelos de comunidad: el occidental, “moderno” y el andino (sumar el amazónico), visto como “arcaico”, ignorado y peor comprendido desde la orilla hegemónica.

La novela narra la historia de la comunidad de Rumi, representada por su alcalde, Rosendo Maqui, oponente de Álvaro Amenábar y Roldán, un hacendado codicioso que por ampliar las fronteras de su hacienda despoja paulatinamente a Rumi de sus tierras.

El conflicto enfrenta dos cosmovisiones. Por un lado, la comunidad tradicional, enfocada en labores agrarias, en sus creencias, en su arraigo por la tierra; por otro, la economía feudal, que contaba con el aval del centralismo capitalino y su sistema de justicia, espacio en el que se daban las batallas legales entre campesinos y hacendados.

Este conflicto propone un cambio de perspectiva en relación con las dos novelas anteriores de Alegría. Tanto en La serpiente de oro como en Los perros hambrientos e, tiempo depende en parte de los ciclos naturales; en El mundo es ancho y ajeno, en cambio, predomina la causalidad histórica.

Y si en la base del conflicto está la idea antonómica “barbarie” (campo, comunidad agraria) y “civilización” (núcleos urbanos, latifundismo), Alegría la invierte: la barbarie no está en el campo, sino en el egoísmo y la incapacidad de los sectores dominantes de comprender los valores reinantes en las comunidades campesinas.

La rebelión de Benito Castro, aunque fracase, es paradigmática: la destrucción de Rumi ocurre en un horizonte de relaciones conflictivas y reclamos que incluso hoy no ha logrado ser resuelto. El mundo es ancho y ajeno sigue siendo un vasto fresco social cuyos latidos podemos sentir claramente en la actualidad.

Termino estas líneas recordando al propio Ciro Alegría: “Mi posición frente al indio no es la del patrón ni del turista. Claro que me convendría formar parte de esa vistosa colección de artistas y escritores regalados que todo lo resuelven con ponchos y faldas de colores y alguna historieta mas o menos curiosa o truculenta. Tienen éxito y forman una nueva clase de explotadores del indio. Pero tanto por experiencia e ideas cuanto porque entiendo que en una novela del pueblo deben entrar os conflictos del pueblo mismo, mi oposición personal frente al indio es de adhesión y como escritor asumo sus problemas básicos” (Novela de mis novelas, PUCP, 2004, p.206).

 

Testimonio de dos lectores

Alfredo Pita

“Mis impresiones sobre El mundo es ancho y ajeno son un tanto precoces. Fue la primera gran novela peruana que leí, hacia mis diez años, y fue un libro que, de algún modo, selló mi infancia, dándome a la vez conciencia del mundo y de nuestra sociedad, al tiempo que me confirmaba como lector de historias. La escena inicial, el encuentro de Rosendo Maqui con la serpiente, sigue viva en mi memoria, por su gran eficacia y plasticidad. Más tarde tuve conciencia de otra cosa: Alegría contaba el mundo serrano del norte y me había dejado la sensación, ya en aquel tiempo inicial, de que sus historias de algún modo me pertenecían. Este expresar el mundo de los otros, de contar el mundo de todos, es un claro signo de universalidad, me digo. Eso explica su fama temprana y merecida”.

 

Selenco Vega

Publicada en 1941, El mundo es ancho y ajeno consigue una verdadera proeza literaria: por un lado, plasma una historia conmovedora en la que los comuneros de Rumi, con Rosendo Maqui a la cabeza, se enfrentan al poder y la arbitrariedad del hacendado Álvaro Amenábar y Roldán, quien finalmente los despoja de sus tierras. Por el otro, el estilo y la estructura de la novela la dotan de ese valor artístico que sin duda, constituye el sello común de las grandes obras clásicas.

 

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Ciro Alegría, Literatura, Novelas

Muchos recordarán aquella escena de Conversación en La Catedral en la que Zavalita, luego de aquel largo diálogo con Ambrosio descubre que su padre guardaba un ominoso secreto. Es, acaso, una de las escenas más emblemáticas de la novela, que explica además el clima de malestar íntimo y existencial que acosa a Zavalita. Todas las familias guardan secretos, es cierto, pero los del padre parecen tener un peso y una densidad especiales.

Y líbranos del mal, la reciente novela de Santiago Roncagliolo (1975), articula su trama en torno a un secreto guardado por un antiguo colaborador de una secta religiosa que captaba jóvenes de clase alta y, so pretexto de educarlos espiritualmente, le dejaban una ventana abierta a la práctica del abuso sexual. Si el intertexto no le quedó claro todavía, querido lector, le recuerdo que hay una profunda investigación periodística acometida por Paola Ugaz y Pedro Salinas y multitud de otras referencias textuales y cinematográficas.

Roncagliolo elige un diseño sencillo pero altamente eficiente. Una narración lineal de base, con pequeños saltos hacia atrás y hacia adelante, lo que sin duda colabora con una lectura fluida en la que la tensión narrativa se acumula vertiginosamente, como saben hacerlo quienes manejan con pericia el arte de intrigar y de mantener en vilo a un lector. Y líbranos del mal, no es la excepción.

Otro aspecto destacable de esta novela es la manera en que se perfila la sicología de los personajes, desde una abuela decrépita que intenta ocultar el pasado de su hijo, ahora viviendo en Nueva York, a salvo, en teoría, de sus oscuras vivencias posadolescentes, hasta el nieto que viene a Lima y ejerce prácticamente de investigador, lo que le valdrá, finalmente, descubrir eso que tanto atormenta a su padre.

La madre, acosada por el alcohol, sumida en el desamor y la soledad del padre que se mantiene como administrador de un centro parroquial neoyorquino, ocultándose como puede de sus propias sombras. O los sacerdotes que van apareciendo en la novela, o Furiase, el cerebro de las casas de reclutamiento y líder de la extraña orden.

La sexualidad, la culpa, la sumisión, la disfuncionalidad, la esclavitud por el dogma son, entre otros, temas que van haciéndose lugar a medida que se despliega el argumento. En la ficción de Roncagliolo, al menos, uno encuentra cierta compensación: el hijo logra descubrir los hilos y las heridas que ha dejado el pasado en el padre, desde el recuerdo de los jóvenes abusados hasta un presente de sombría irritación. En la realidad, como se sabe, hay numerosas víctimas esperando la hora de la justicia y la necesaria y obligada reparación.

La escritura de Y líbranos del mal, gatillada por una serie de historias fácticas y documentadas en relación con crímenes sexuales cometidos por altos miembros de la iglesia, nos invita a la reflexión sobre el lugar de las víctimas y a preguntarnos, también, por la indolencia, el cinismo negligente y la inexplicable lentitud con que se han abordado estos casos.

Y líbranos del mal. Lima: Planeta, 2021.

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Literatura, Perú, Santiago Roncagiolo

Se equivocan quienes ven en el periodismo una práctica distanciada de la literatura. Por supuesto, no me refiero a la frialdad desangelada con que se redactan noticias; hablo de esas ocasiones en las que los periodistas tienen la oportunidad de mirar la realidad con ojos distintos a la funcionalidad noticiosa, cuando pueden ver más allá de las recetas, las pirámides invertidas o cualquier técnica mecánica de redacción.

En esas ocasiones, digo, el buen periodismo y la buena literatura son difíciles de distinguir y carecen de límites precisos, pues se alimentan mutuamente: el periodismo ofrece una ventana al mundo real, al mundo fáctico; la literatura añade estilo, capacidad de reflexión, sutileza e ironía que exceden al mero relato noticioso. Dicho con una metáfora gastronómica, el periodismo pone los ingredientes, la literatura ofrece distintas posibilidades de sazón.

Por eso leer libros como El placer traidor. Crónicas elegidas, del escritor y periodista piurano Luis Eduardo García resulta gratificante. Para nadie es un misterio que la crónica ha renacido en América Latina y que en los últimos treinta años, entre perfiles, relatos de vario calibre y una escritura que en general tiende a reflexionar sobre la experiencia y la existencia, se ha honrado una tradición uno de cuyos orígenes nos remite, sin dudas ni murmuraciones, a lo mejor de nuestro modernismo, ese largo viaje que va de Darío a Valdelomar.

Luis Eduardo García sigue ese camino. Los textos que conforman este libro no solo son testigos de una dilatada carrera en el periodismo, son también un conjunto de vivencias que son tamizadas por un estilo en el que destacan un sereno brillo verbal y el necesario impulso que empuja al cronista a contar historias, que eso, no debe olvidarse, es también el periodismo.

El placer traidor tiene además un rasgo esencial: sus textos han logrado autonomía, han vencido la tiranía de las coyunturas que provocaron su escritura y lo han logrado porque uno, como lector, se reconoce y se identifica con lo dicho en ellos. García sabe que a la crónica nada le es ajeno y por eso recorre, examina y narra asuntos diversos y filtrados por la vivencia personal, lo que explica que gran parte de estos relatos utilicen la primera persona.

Es relevante también notar cuán consciente de su oficio es García. En las palabras previas, escribe: “Toda pasión engendra su propio mal. Y toda felicidad anuncia la llegada de su propia desdicha. El periodismo es eso: gozo y felicidad, riesgo y destrucción. Es como cuando un diabético desea un chocolate o un cardíaco sube a las alturas. Hace daño, pero gusta. Estresa, pero da placer. El periodismo es humano porque es una contradicción” (p.11).

Con finura y agudeza, García nos lleva de la mano a recorrer el territorio de su Placer traidor. Una vez dentro de él, el lector se encontrará frente a un salón de espejos y en cada uno de ellos se dará de bruces con temas distintos: la lectura, la voraz vocación por la escritura, la enfermedad, el oficio de enseñar, el pulso de lo cotidiano. Sus textos parten de lo real, pero establecen vecindad con la literatura, logro indudable de su lenguaje.

Cuando especula o divaga, compite con el ensayo, pero habría que decir, a favor de la crónica, que su horizonte comunicativo suele ser más cálido, de ahí que el tono académico no convenga al cronista, sino más bien el relato desnudo y vivo de las cosas, de las ocurrencias (domésticas, estéticas o intelectuales) que afectan la vida cada día.

Un texto como “El placer anacrónico”, escrito para la tribuna de los bibliómanos quienes, a pesar de los avances tecnológicos, seguimos alimentando la venerable costumbre de acumular libros. Cito un fragmento de esta confesión libresca: “Hay sin duda una especie de nostalgia que mueve a los cuarentones como yo a visitar regularmente librerías formales y de viejo para agenciarse materiales de lectura. Soy un migrante como todos los de mi edad y aunque puedo leer diarios y revistas en la pantalla de una computadora, soy incapaz de meterle diente a un libro completo bajo formato digital. Soy hijo de mi tiempo, no lo dudo” (p.26).

Para terminar, permite lector que esgrima una vez más otro latiguillo gastronómico: la mesa está servida. El placer y la traición son todo tuyos.

 

El placer traidor. Crónicas elegidas. Trujillo: Infolectura, 2021.

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Literatura, Luis Eduardo García, Periodismo

Eguren ve donde no vemos. Da color a la sensación. Estoy contemplando con absoluto deleite las páginas de un libro recientemente editado por la Biblioteca Nacional del Perú y que contiene algo digno de maravilla y aplauso: las acuarelas de José María Eguren, un conjunto de “metáforas visuales” a decir de Luis Eduardo Wuffarden, distinguido crítico de arte en el prólogo del álbum.

No escapa a la vista el universo de vasos comunicantes ni el diálogo secreto que se produce entre estas imágenes y la escritura de su autor. En Motivos, un libro único en su fascinante extrañeza, Eguren reflexiona con frecuencia sobre la pintura. Allí se lee, por ejemplo: “El paisaje es un compuesto de silencio y de luz; es un misterio extensivo” (p.56) o “la belleza es tenue, impalpable, la azul neblina que tamiza los molinos de viento y los castillos almenados” (p.59)[1].

Hagamos el simple ejercicio de pensar en estas afirmaciones mientras ponemos ante nuestra mirada las sutiles y misteriosas líneas que traza Eguren en sus acuarelas. Y surgirá la impresión de que el poeta ha traducido sus palabras en paisaje y color, que ha traducido sus impresiones y las ha llevado, con esa misma delicadeza, al lienzo.

La imagen de poeta-pintor cobra, entonces, pleno sentido. Y permite vislumbrar una tradición en el Perú, donde nos encontraríamos con César Moro, Jorge Eduardo Eielson o Luis Hernández, por citar a tres poetas que extendieron, en diverso grado, su labor creativa más allá de las palabras.

En el caso de Eguren, hay que destacar una idea que menciona Wuffarden y que sin duda merece atención: Eguren creía en un lenguaje capaz de integrar y sintetizar las artes y acaso en ello radique su pertenencia a la modernidad. Esto implicaba también la incorporación de un pensamiento sinestésico al momento de reflexionar en torno a la práctica artística.

“Guiado por una visionaria concepción integradora de las artes” –dice Wuffarden—“el autor insiste en que los lenguajes han dejado de ser privativos y excluyentes: la música puede ser lineal o gráfica, en tanto que el dibujo expresa ideas musicales; otro tanto sucedería entre ambas artes y la poesía, en todas las direcciones probables, lo que concluye difuminando las fronteras entre la vida y el arte” (p.18).

De manera que la lectura de la poesía de Eguren no puede darse fuera de este marco integrador, que concilia las posibilidades del arte como una totalidad de formas expresivas. Es lo que se percibe en un poema como “La danza clara”, que concentra color, movimiento, luz, sombra, trazo y palabra: “Es noche de azul obscuro…/ en la quinta iluminada/ se ve multicolora/ la danza clara./ Las parejas amantes,/ juveniles,/con música de los sueños,/ ríen./ Hay besos, harmonías,/lentas escalas;/ y vuelan los danzarines/ como fantasmas./ La núbil de la belleza/ brilla/como la rosa blanca/ de la India; /ríe danzando /con el niño de la Muerte/cano”.

El mundo poético-visual de José María Eguren queda pues a nuestra disposición en esta bella edición de la Biblioteca Nacional del Perú. Página a página, se acrecienta esa sensación que va mezclando misterios insondables, emociones infantiles, intuición de lo surreal, sueños de diversos tonos y colores, melancolía y visión.

 

Acuarelas. Un álbum de José María Eguren. Lima: Biblioteca Nacional del Perú (Colección Imagen y Memoria), 2021.

 

[1] Motivos. Edición de Ricardo Silva Santisteban. Lima: Biblioteca Abraham Valdelomar, 2014.

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José María Eguren, Motivos, poesía

No es difícil imaginar que las vidas de algunos escritores pueden contener material suficiente como para un ambicioso biopic o una serie de varias temporadas. Unas vidas a caballo entre la aventura del lenguaje, innumerables viajes, importantes premios, homenajes en cantidades industriales, el testimonio directo y vivido de muchos hechos trascendentes y la aparición de personas igualmente relevantes. Sin duda, un arsenal de experiencias que podría terminar en la construcción de un mito, el mito de sí mismo.

Quienes leemos textos autobiográficos sabemos que ese es un riesgo siempre presente: que el autor, al seleccionar los materiales que conformarán ese discurso –por lo general ordenado y secuencial– de la propia vida, puede terminar eligiendo las máscaras más convenientes porque, al fin y al cabo, la ficción en sí misma no ofrece la posibilidad tan fluida de crear una identidad entre el autor y el narrador, como sí suele ocurrir en las memorias.

Hago este apunte por la reciente reedición de un clásico del discurso autobiográfico en América Latina: Confieso que he vivido, del poeta chileno Pablo Neruda. La reedición incluye textos inéditos, hallados en los archivos de la fundación que lleva el nombre del poeta; los textos pueden identificarse fácilmente en el tramado del texto, pues llevan una tipografía diferente. Se dice que Neruda quería publicar este libro en 1974, cuando cumpliera setenta años, pero falleció a pocos días del golpe de Pinochet, en 1973. La abnegación de su viuda, Matilde Urrutia, cumplió el deseo de manera póstuma.

Confieso que he vivido presenta una estructura fragmentaria, a pesar de su orden secuencial. ¿De qué otra manera puede recordarse o reconstruirse una vida si no es a través de retazos de la memoria que van entretejiéndose en la ilusión de que el tiempo transcurre? La infancia es la primera estación, donde no falta la escena de lectura como motivo central: “Fui creciendo. Me comenzaron a interesar los libros. En las hazañas de Buffalo Bill, en los viajes de Salgari, se fue extendiendo mi espíritu por las regiones del sueño” (p.24). 

Hay otra escena fundadora, aunque con un final no exento de ironía: el primer poema. “(…) tracé unas cuantas palabras semirrimadas, diferentes del lenguaje diario. Las puse en limpio en un papel, preso de una ansiedad profunda, de un sentimiento hasta entonces desconocido, especie de angustia y tristeza”. Luego de mostrárselo a su padre, este se limitó a preguntarle de dónde lo había copiado. “Me parece recordar –anota el poeta– que así nació mi primer poema y que así recibí la primera muestra distraída de la crítica literaria” (p.33).

También hay lugar para el primer libro, Crepusculario, de 1923, publicado no sin penurias: “Para pagar la impresión tuve dificultades y victorias cada día. Mis escasos muebles se vendieron. A la casa de empeños se fue rápidamente el reloj que solemnemente me había regalado mi padre (…) El crítico Alone aportó generosamente los últimos pesos, que fueron tragados por las fauces de mi impresor; y salí a la calle con mis libros al hombro, con los zapatos rotos y loco de alegría” (p.67-68). 

El retrato de César Vallejo es otro momento interesante en el recuento. Ocurrió en Montparnasse, en 1927. “Por esos días conocí a César Vallejo, el gran cholo; poeta de poesía arrugada, difícil al tacto como piel selvática, pero poesía grandiosa, de dimensiones sobrehumanas (…) Tenía un hermoso rostro incaico entristecido por cierta indudable majestad” (p.87).

Otra presencia peruana en esta memoria es la visita a Machu Picchu, que inspiraría uno de sus poemas más conocidos: “Me detuve en el Perú y subí hasta las ruinas de Machu Picchu (…) Me sentí infinitamente pequeño en el centro de aquel ombligo de piedra; ombligo de un mundo deshabitado, orgulloso y eminente (…) Había encontrado en aquellas alturas difíciles, entre aquellas ruinas gloriosas y dispersas, una profesión de fe para la continuación de mi canto” (p.193).

Exceptuando el deplorable episodio de la violación de la mujer tamil –que provocó justas e indignadas relecturas en años recientes– el relato va construyendo una imagen plenamente literaria y libresca de la persona. Amoríos, viajes, la evolución de la propia poesía, su amistad profunda con poetas españoles, entre ellos Lorca y Alberti, su militancia comunista, su vínculo fraternal con Salvador Allende, personaje que cierra la edición canónica del libro con notas de enorme tristeza: “aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada por las balas de las ametralladoras de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile” (p.402).

Esta memoria, sin embargo, no está exenta de cuestionamientos que reseña muy bien Sergio R. Franco en su libro In(ter)venciones del Yo, donde se contrasta la opinión de varios críticos que descreen, por la fecha de composición, que Neruda hubiera escrito aquellas páginas finales, con el testimonio brindado por Matilde Urrutia quien expresa tajante y brevemente que nada fue quitado o añadido. Tras esta estela de suspicacias y sombras, nos esperan muchas vibrantes páginas de Confieso que he vivido. En todo caso, hay que decir que las infamias y las dudas que pesan sobre esta memoria le pertenecen plenamente y deben ser leídas en su dimensión precisa. 

Confieso que he vivido. Memorias. Bogotá: Planeta, 2020.

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Pablo Neruda

Una de las reediciones más esperadas de los últimos años es Historia de un deicidio, el libro que Vargas Llosa dedicara en 1971 a examinar con gozo y rigor la obra narrativa conocida hasta entonces de Gabriel García Márquez, aunque la parte más significativa de este estudio es una lectura de la potencia fundacional, realista y alegórica de Cien años de soledad (1967), sin duda, su libro crucial. Una enemistad nunca resuelta hizo que Vargas Llosa decidiera no autorizar reediciones de este libro, excepción hecha para sus Obras completas en Galaxia Gutemberg, una edición ciertamente impecable, pero muy costosa.

Cincuenta años después, Historia de un deicidio reaparece en edición masiva. Vargas Llosa ha escrito memorables ensayos literarios, dotados de una meticulosidad poco común y, en más de un caso, de indudable brillo. Carta de batalla por Tirant Lo Blanc (1969), La orgía perpetua (1975), La verdad de las mentiras (1990) o El viaje a la ficción (2008) son cuatro ejemplos del ejercicio de un lector lúcido y apasionado. Mención aparte para La utopía arcaica (1996), el libro sobre Arguedas que despertó enconos, aun a pesar de su adhesión a Los ríos profundos, su gran novela.

La lectura de Vargas Llosa no está guiada por principios teóricos rígidos, se basa sobre todo en un íntimo diálogo con el propio texto. Sus armas provienen de la mejor tradición estilística (la de Martí de Ricquer) y apela a una metodología que se aproxima en varios sentidos al close reading, a esa búsqueda, en el propio texto, de la contradicción, los principios estructurales de la obra, sus componentes históricos y universales. A eso se suma la pasión propia de un lector que encuentra en el texto un espejo en el que se reflejan también sus obsesiones. Esa regla es la que domina claramente la mirada vargasllosiana en los textos de otros, donde se descubre a sí mismo.

¿Y qué ve Vargas Llosa en García Márquez? Principalmente el poder de la ficción en las formas que el propio escritor practica: la capacidad de crear mundos verbales autónomos y que funcionen con una sólida coherencia interna; la ansiedad por emular a dios y acaso superarlo (de ahí el deicidio) traduciendo el mito de la creación del universo en el trabajo con las palabras; las obsesiones y demonios del propio escritor (algo tan caramente romántico) y un elemento que marcó la etapa inicial del boom: la idea de crear novelas “totales”, que se atrevieran a competir con la mismísima realidad en su avidez constructiva.

Cito, sin más: “Cien años de soledad es una novela total sobre todo porque pone en práctica el utópico designio de todo suplantador de Dios: describir una realidad total, enfrentar a la realidad real una imagen que es su expresión y negación. Esa noción de totalidad, tan escurridiza y compleja, pero tan inseparable de la vocación del novelista, no solo define la grandeza de Cien años de soledad: da también su clave. Se trata de una novela total por su materia, en la medida en que describe un mundo cerrado, desde su nacimiento hasta su muerte y en todos los órdenes que lo componen (… y por su forma, ya que la escritura y la estructura tienen, como la materia que cuaja en ellas, una naturaleza exclusiva, irrepetible y autosuficiente” (p.478).

El libro se divide básicamente en dos capítulos: “La realidad real” y “La realidad ficticia”. El primero no deja de asombrarnos, en la medida en que revela las fuentes familiares de la imaginación de García Márquez, al punto de poder afirmar, sin caer en simplismos, que ya el niño Gabito había imaginado Macondo escuchando, detrás de la cortina, las historias de su abuelo y sus parientes, sus correrías en las guerras civiles, ese drama sin concesiones que es la historia colombiana.

“La realidad ficticia” ingresa, en cambio, en el terreno de la realización literaria, que es desmenuzada con detallismo de cirujano. Vargas Llosa examina los primeros libros de García Márquez: La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1961), los cuentos de Los funerales de la mamá grande (1962) y La mala hora (1962), culminando con Cien años de soledad (1967), libros que establecen un gran sistema de vasos comunicantes, en la medida en que Cien años de soledad es la culminación estética de un mundo que venía construyéndose desde inicios de los años cincuenta en la “cocina” del escritor colombiano.

Por si fuera poco, además de este libro, que demuestra mantener intacto el poder de hechizar a lectores de hoy, aparece también un documento de primera mano para el buen entendimiento del boom, una importante compilación hecha por el acucioso Luis Rodríguez Pastor y que nos devuelve al auditorio de la UNI, un día de 1967, cuando García Márquez y Vargas Llosa sostuvieron un inolvidable diálogo. Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina, incluye además un prólogo de Juan Gabriel Vásquez, una intervención de José Miguel Oviedo, los testimonios de Abelardo Sánchez León, Abelardo Oquendo y Ricardo González Vigil, además de las dos entrevistas concedidas por el colombiano en Lima, a cargo de Carlos Ortega y Alfonso La Torre. Cierra el volumen un conjunto de fotografías, algunas poco conocidas, relacionadas a este irrepetible encuentro. Deleite asegurado.

Historia e un deicidio - Mario Vargas Llosa
Mario Vargas Llosa: García Márquez, historia de un deicidio. Lima: Alfaguara, 2021.
Dos soledades-Gabriel García Márquez
Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa. Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina. Edición de Luis Rodríguez Pastor. Lima: Alfaguara, 2021.

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Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa

Julio Ramón Ribeyro es uno de los autores más emblemáticos de la literatura peruana y por qué no decirlo, hispanoamericana también. Los habitantes de sus relatos, en buena parte seres citadinos derrotados por el destino o la adversidad, si bien pueden ser reconocidos por su localía –en lo fundamental, limeña– no es menos cierto que toda esta corte de pequeños héroes, que viven su insignificancia con una dignidad conmovedora, podrían vivir en cualquier ciudad de América Latina.

 

Algunos equívocos asedian a Ribeyro. Uno de ellos sería precisamente anclar su mundo narrativo en el paisaje limeño; otro, asumir casi como un mantra que su literatura se inscribe, por sobre todas las cosas, en el realismo urbano; uno más, pensar su obra en relación casi exclusiva con la reconocida maestría que alcanzó en el cuento. Estas afirmaciones no dejan de ser ciertas, pero no llegan a decirlo todo sobre el universo narrativo del autor de Crónica de San Gabriel, una de las novelas peruanas más significativas de la última mitad del siglo XX peruano o de Prosas apátridas, ese conjunto de carnets y micro ensayos que no ha perdido la capacidad de hechizar a lectores de distintos parajes.

 

Pero volvamos al cuento. Es innegable que Ribeyro conoce a la perfección la retórica y las inflexiones del modo realista. Sus personajes enfrentan situaciones de carácter cotidiano, perfectamente reconocibles y verosímiles, que constituyen pruebas heroicas frente a un destino al que, finalmente, no podrán vencer. La expectativa frustrada alcanza, así, en Ribeyro, un aura magistral. Sin embargo, de tanto en tanto, asoma un relato que cumple cabalmente las reglas del fantástico clásico, ese que paraliza nuestra racionalidad y nos extraña de los principios que nos permiten percibir fluidamente el mundo fáctico.

 

No deja de ser cierto, tampoco, que el universo limeño es un escenario central en la cuentística ribeyriana. Pero no es el único. No hace falta recordar que algunos de sus grandes cuentos como “El marqués y los gavilanes”, “Una aventura nocturna”, “El profesor suplente” o “Tristes querellas en la vieja quinta” nos conectan no solo con un paisaje citadino marcado por la grisura o la melancolía, sino también, con la experiencia de clases altas y medias en pleno descenso y declive, mundos que se desmoronan y van resignadamente a su disolución. Nuevamente, la regla tiene varias excepciones, gracias a varios relatos ambientados en Europa.

 

El profesor Antonio González Montes ensaya, con herramientas semióticas, una lectura de Julio Ramón Ribeyro que apunta a describir y analizar precisamente la construcción de dos espacios narrativos y separa algunas piezas paradigmáticas que transcurren en el Perú y otros cuya acción ocurre en Europa. El título de su libro es, en ese sentido, bastante explícito: Julio Ramón Ribeyro. Creador de dos mundos narrativos: Perú y Europa.

 

El volumen organiza el análisis desde un punto de vista territorial. Los cuentos situados en el Perú tienden marcadamente al realismo urbano y social, con la excepción de relatos que tienen un trasfondo más reflexivo como “El polvo del saber” o esa pieza maestra del desciframiento, metáfora de la lectura abierta que es “Silvio en El Rosedal”. Aquellos que suceden en Europa, en cambio, presentan una marcada inclinación por la vertiente fantástica, como ocurre con “Doblaje”, “Ridder y el pisapapeles” o “Demetrio”. También los hay realistas, y otros como “Carrousel” que ponen en escena la acción misma de narrar.

 

La lectura semiótica resulta útil no solo para describir la estructura de los relatos: traza también los itinerarios de sus posibles sentidos, el “ajedrez” al que apela el narrador para construir los motivos que respiran en sus relatos y establecer los hilos de una cercanía cabal con el mundo de Ribeyro.

 

Hay una sugerente propuesta, a partir de este doble conocimiento de mundos y es el planteamiento de una relación entre Ribeyro y Garcilaso, por la experiencia de la doble territorialidad. Esto, siendo quizá el aspecto más discutible del libro (y tema que acaso merecería un desarrollo más amplio) no desdice el lugar irreemplazable que tiene Ribeyro en el canon narrativo peruano. Desde cualquier método de lectura, bienvenido, señor Ribeyro.

Antonio González Montes. Julio Ramón Ribeyro. Creador de dos mundos narrativos: Perú y Europa. Lima: Universidad de Lima, 2020.

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Alonso Rabí Do Carmo, Julio Ramón Ribeyro, Literatura

El viaje es un tópico central en la tradición latinoamericana. Tanto en el terreno de la historia, la literatura (basta recordar al cubano Alejo Carpentier) y el ámbito de lo que hoy clasificamos bajo el paraguas de “no ficción” (que por cierto no excluye los discursos autobiográficos), el viaje y los discursos de los viajeros ofrecen una amplia gama de posibilidades interpretativas, pues se vinculan con distintas áreas de reflexión: la expresión de la experiencia colonial, la acumulación de saberes dirigidos a los centros de poder europeos, las heridas y costuras de la otredad o la necesidad de construir identidades propias.

 

La marca del viajero es la marca del forastero. Pero eso no limita la figura del viajero a la condición extranjera. En el Perú, por ejemplo, libros emblemáticos como Paisajes peruanos, de Riva Agüero (publicado en 1955 en edición póstuma al cuidado de Raúl Porras) o Costa, sierra y montaña (1938), de Aurelio Miró Quesada, constituyen exploraciones en pos de lograr un concepto, una idea, acaso esbozar un fragmento de eso tan inestable y resbaladizo que llamamos la identidad nacional. El viaje, en todo caso, se convierte en una experiencia de conocimiento del propio territorio.

 

La condición extranjera juega inicialmente otro papel. La conquista española, por ejemplo, puso en acción toda una maquinaria narrativa uno de cuyos objetivos era llevar a la práctica un registro minucioso y exhaustivo de los nuevos territorios que iba dirigido a la corona, información valiosísima para un imperio en plena expansión y atacada por la ansiedad de expandir sus fronteras económicas. La puerta de entrada de este universo es el Diario de Cristóbal Colón, la primera mirada europea sobre América.

 

Durante el siglo XIX numerosos viajeros recorrieron el Perú, acumulando en muchos casos información geográfica, económica, biológica que alimentaría estrategias de inversión y penetración de capitales por parte de potencias como Inglaterra y Francia, principalmente. Estuardo Núñez y Edgardo Rivera Martínez, entre otros, han estudiado prolijamente este significativo segmento de nuestra literatura y han sido responsables, en más de un caso, de impecables reediciones.

 

Estas reflexiones se han suscitado por la lectura de una reciente publicación de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y el Instituto Francés de Estudios Andinos: Una vida en los Andes. Diario (1864-1896) de Théodore Ber, un ciudadano francés cuya biografía está llena de momentos rocambolescos y fascinantes. Nació en 1820 en Francia, en la localidad de Figeac, en una región conocida también como Mediodía-Pirineos. Aprendió el oficio de sastre, trabajó como obrero en talleres textiles y llegó a ocupar una gerencia.

 

En 1860, Ber decide “hacer la América” y se instala primero en Valparaíso, Chile y luego, en 1863, en Lima, oficiando de maestro de francés. Cuando comienzan a sonar los clarines de la Comuna de París, en 1870, regresa a Francia y participa activamente de la revolución que culminaría con el primer régimen socialista europeo de inspiración obrera. Luego de esta aventura vuelve al Perú donde, entre otras actividades, funda un diario en francés, titulado L´Etoile du Sud.

 

Desde entonces dedica múltiples esfuerzos a realizar estudios arqueológicos en distintos lugares del Perú, en misiones avaladas por el gobierno francés que no tuvieron un final exitoso. En 1879 se instala en La Merced donde hace de todo un poco, desde cultivador de café hasta juez de paz, pasando por jefe de Correos e incluso gobernador de la ciudad. Finalmente regresa a Lima en 1884, donde permanecería hasta 1900, año de su desaparición. Dejó un diario, que resume su vida en el Perú, una existencia marcada por una curiosidad cultural militante y un ansioso deseo por la escritura.

 

Pascal Riviale y Christophe Galinon, editores de este valioso texto, refieren: “Théodore Ber es un hombre lleno de curiosidad, una mente crítica, movido por una pasión avasalladora por escribir. El deseo de testimoniar, transmitir, se satisface hilvanando anécdotas y recuerdos inscritos en simples cuadernos o bien en imponentes registros (…) entre 1864 y 1896” (p.26).

 

El diario, como género, puede darse el lujo de registrar simultáneamente las experiencias, la temporalidad que media entre los hechos y su traspaso a la escritura se estrecha de modo notable; de ahí que su conexión con la cotidianidad del autor sea, con frecuencia, un rasgo central. El diario de Ber no escapa a esta regla, pero tiene además otras lecturas: es pergamino íntimo, pero también documento cultural, vivencia de la otredad.

 

Lo cierto es que a Ber le tocó vivir momentos importantísimos de nuestra historia. Estuvo presente en el combate del 2 de mayo y sobrevivió a la Guerra del Pacífico, así como también a una epidemia de fiebre amarilla que provocó una espeluznante mortandad en Lima y Callao en 1868.

 

Un ejemplo de su escritura minuciosa tiene que ver con un pasaje del Combate del 2 de Mayo: “Durante el combate, el Loa y el monitor Victoria, ambos blindados, pero de pequeñas dimensiones, utilizaron con provecho sus cañones, sin haber sido incomodados por los españoles. Unos pequeños barcos de madera, como el Colón, el Sachaca y el Tumbez, han podido participar del combate sin ser seriamente averiados. Todos se extrañan de la retirada de los españoles, a sabiendas de que una hora más de combate les confería una apariencia de victoria. Se terminó por saber que el almirante [Méndez] Núñez había sido herido a bordo de la Numancia y los hay que dicen que está muerto” (p.157).

 

No te privo más, lector, de bucear por ti mismo en las páginas de este importantísimo rescate bibliográfico, cuya lectura recomiendo desde ya con total entusiasmo.

 

Una vida en los Andes. Diario (1864-1896). Pascal Riviale y Christophe Galinon (editores). Traducción de Isabelle Tauzin-Castellanos, José Gabriel Castellanos y Mónica Cárdenas Moreno. Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos e Instituto Francés de Estudios Andinos, 2021.

Theodore Ber
Una vida en los andes

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Alonso Rabí Do Carmo, Crítica, Literatura

Nos sigue haciendo falta un relato histórico literario que analice con rigor la presencia e importancia de los grupos literarios e intelectuales a lo largo de nuestra tradición. Son, ciertamente, muchos, ubicados especialmente en el siglo XX, nucleados alrededor de distintas causas: el indigenismo, diversos acentos de vanguardia, propuestas estético-sociales entre otras.

 

Los grupos, además de mostrar la producción individual de sus miembros, producen gran cantidad de otros textos, como manifiestos, que permiten no solamente explorar las razones íntimas de cada colectivo sino también constituyen puertas abiertas a la comprensión de su época.

 

Tengo en mis manos el libro Retratos y semblanzas del Grupo Norte, investigación y recopilación de materiales hecha por Elmer Robles Ortiz, docente trujillano de dilatada trayectoria. El Grupo Norte, al que pertenecieron entre otros Juan Espejo Asturrizaga, Antenor Orrego, José Eulogio Garrido, César Vallejo y Víctor Raúl Haya de la Torre, se forma a mediados de 1915, aunque inicialmente el grupo es conocido como La Bohemia de Trujillo.

 

Posteriormente, en 1923, adoptaría el nombre de Grupo Norte y se mantendría activo hasta 1930. El grupo nucleó escritores, poetas y también artistas plásticos, como el destacado pintor Macedonio de La Torre o Julio Esquerre (Esquerriloff). El libro que ha construido Robles Ortiz es de gran utilidad, es una suerte de guía de viaje por el interior del grupo.

 

El primer capítulo reúne testimonios de los diversos miembros del grupo, textos cargados de nostalgia y algunas anécdotas de antología, como la que refiere Haya en una carta a Sánchez, cuando describe a Antenor Orrego diciéndole a Vallejo: “Óyeme César, porque tú eres incapaz de envanecerte: tú eres genio, yo te proclamo el genio de la poesía americana; y por eso sufrirás mucho (César Vallejo lloraba). Te proclamo yo, humildemente, sin que nadie nos oiga, aquí en Trujillo ¿Ves? Tú eres el poeta nuevo superando en una ruta estelar a Darío” (p.91).

 

En capítulo II reúne textos que abordan la recepción y acogida que tuvo el grupo entre sus contemporáneos. Poetas como Parra del Riego, que visitaron Trujillo y conocieron a los miembros del grupo, dejan valioso testimonio de ese encuentro. Felipe Cossío, José Carlos Mariátegui, Luis Alberto Sánchez, entre otros, analizan la trascendencia del grupo y enfatizan la lectura en una de sus figuras centrales: César Vallejo.

 

El capítulo III reúne diversas miradas críticas que intentan un balance en relación con la importancia y el legado del grupo. Eduardo Quirós Sánchez, razona sobre las influencias del grupo: “se nutrió con los ideales de la guerra de la independencia y la herencia de la ilustración” y trae “una nueva manera de expresar la realidad sin los patrones poco abandonados del modernismo y el postmodernismo” (p.248). En ese mismo capítulo, Marco Martos se refiere a Vallejo como el escritor “que mejor nos representa ante el mundo” (p.258).

 

El capítulo IV es una breve antología de poemas y discursos de los miembros del grupo: César Vallejo, Haya de la Torre, Óscar Imaña, Francisco Xandoval, Alcides Spelucín, Antenor Orrego, Carlos Manuel Cox, entre otros. Allí se lee, de Antenor Orrego: “Nosotros tenemos todavía una tarea por hacer, una tarea no realizada. En lo que se refiere a la Historia, todavía somos ignorantes de nuestra propia Historia” (p.313).

 

Finalmente, el capítulo V ofrece una selección de cartas de los miembros del grupo, cartas que de algún modo y a pesar de su registro íntimo, también nos dejan entrever el espíritu de Norte. Todas las epístolas resultan de interés, pero hay una, fechada en enero de 1938, que dirige Vallejo a Sánchez, en la que ofrece pormenores de la organización de la resistencia a la dictadura de Benavides desde Francia: “Querido Luis Alberto: Conforme a los deseos e instrucciones que acabo de recibir de Alcides y de Antenor, hemos iniciado aquí los trabajos encaminados al desarrollo de una enérgica campaña por las libertades en el Perú” (p.362). Cierra el volumen un anexo, con escritos varios, igualmente ilustrativos, como la defensa de las ideas de José Vasconcelos hecha por Orrego y otros miembros de Norte.

 

En suma, un volumen que nos invita a recorrer la historia y los personajes de uno de los momentos más interesantes de la literatura peruana, encarnada en la actuación de un grupo que fue un núcleo intelectual y creativo cuyo estudio Robles Ortiz nos facilita enormemente. Salud por eso.

Elmer Robles Ortiz
Retratos y semblanzas del Grupo Norte. Elmer Robles Ortiz. Trujillo: Fondo Editorial de la Universidad Privada Antenor Orrego, 2020.

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Alonso Rabí Do Carmo, Literatura, Norte, Trujillo
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