Solo el narcisismo exacerbado de sus protagonistas explica la inutilidad bajo la que se conducen hasta ahora los esfuerzos tímidos para producir un gran frente de centroderecha, que sea capaz de pasar a la segunda vuelta y allí derrotar o a Keiko Fujimori o al representante de la izquierda radical que termine por descollar.
El “síndrome Castillo” se ha apoderado de las mentes de sus líderes, que creen que la ruleta política, el sube y baja habitual de los tramos finales de las elecciones en el Perú hará que a alguno de ellos le sonría la fortuna y logre el triunfo anhelado (se recuerda que una semana antes de la primera vuelta, quien pasaba a la segunda vuelta por la izquierda no era Castillo sino Lescano).
En ese trance, resulta casi imposible hallar una salida, porque nadie quiere dar su brazo a torcer o si lo hace es imponiendo condiciones máximas, como asegurarse para sí la candidatura presidencial, cuestión que, obviamente, el resto no acepta planteada tan arbitrariamente.
Dificulta el proceso el hecho de que se agregue un punto porcentual de la votación por cada agrupación aliada, a las alianzas electorales, para que sus integrantes no pierdan la inscripción. Ello debería ser modificado por el Congreso y,además, permitir eventualmente que haya alianzas congresales y no presidenciales, que podría ayudar a evitar esta disputa de egos (al final las elecciones en primera vuelta serían una suerte de primarias presidenciales).
Es de vida o muerte que el Perú no se conduzca al escenario final de una disputa entre Antauro Humala y Keiko Fujimori (y tener, de mi lado, que volver a votar por Fuerza Popular ante la alternativa del desastre mayúsculo y desquiciado del etnocacerismo). Una opción así no asegurará que el quinquenio que se estrene el 2026 sea uno de refundación liberal y republicana, que con tanta urgencia necesitamos como país bicentenario.