La madrugada del 4 de agosto los asistentes al bar “La Noche” de Barranco reconocieron a una recién llegada al local, la congresista Patricia Chirinos, quien se hallaba acompañada y ya sentada en una mesa como una asistente más. El bar “La Noche” es conocido por ser uno de los centros de la bohemia limeña barranquina, que no está compuesta por barranquinos sino por los usuales visitantes del distrito de Barranco, el más pequeño de Lima metropolitana y que es reconocido por ser un centro de atracción turística. Hace cien años Barranco era un balneario de lujo y hoy es un distrito partido en tres: una zona de clase alta, que vive en edificios de alta gama aledaños a la zona del mar, otra de clase media ubicado a solo unas cuadras en donde abundan restaurantes, peñas y bares y una zona pobre notoriamente marginada de la prosperidad que abunda en el resto del distrito. Por su singular arquitectura republicana, que aún subsiste a pesar de la modernización, Barranco es una de las joyas de la capital que ha sufrido durante décadas la maldición de la mala gestión de sus alcaldes, con muy pocas y contadas excepciones, y que terminó de ser partido en dos con la construcción del Metropolitano por el alcalde metropolitano Luis Castañeda. Barranco ha sido y es el hogar de artistas ilustres como José María Eguren, Julio Ramón Ribeyro, Mario Vargas Llosa y Ramiro Llona; otros personajes importantes vinculados al barrio fueron el historiador José Antonio del Busto, la dirigente de Villa El Salvador María Elena Moyano, allí nacida, y los políticos Alan García y Jorge del Castillo, este último que inició su carrera en la cuestión pública como alcalde del distrito. Hoy cuenta como su más importante atracción el Museo de Arte Contemporáneo.
La belleza del distrito es tan obvia como el descuido que padece. Su ambiente artístico y cultural, que lo identifica como el barrio más “hípster” de la ciudad, contrasta con la nula identificación con estos valores por parte de la mayoría de sus gestores municipales. “La Noche” es un bar que ha logrado crear un ambiente nocturno típicamente progresista. Hace unas décadas podías toparte allí con personajes como Paco de Lucía o Joaquín Sabina y seguramente sigue siendo un bar visitado por otros artistas internacionales que no logramos reconocer. Para estos lugares, es el ambiente creado por los mismos asistentes y no tanto la calidad del servicio la principal razón de su atractivo.
Patricia Chirinos se hallaba en compañía de Luis Aragón otro congresista quien, a pesar de tener nombre de poeta, no tiene mayor relación con los círculos bohemios y artísticos limeños. Chirinos, en cambio, sí es conocida por muchos miembros dentro de tales tertulias, ya que mucho antes de entrar a la política era una asidua visitante de la zona artística de la calle Quilca, en el Centro de Lima.
Al ser reconocida por los asistentes, fue abucheada de manera agresiva por los asistentes, quienes exigían que se retirara del lugar. Los insultos se volvían cada vez más sonoros y violentos. En algún momento, fue lanzado un vaso de vidrio que por fortuna no causó daños. Un grupo de meseros tuvo el tino de formar un cordón frente a los dos congresistas para evitar que la agresión verbal pasara a mayores. Los congresistas decidieron retirarse a regañadientes del lugar.
Se supo de la noticia porque fue grabada desde varios ángulos y fue publicada en las redes digitales por los mismos agresores, quienes fueron aplaudidos por miles de comentaristas que apoyaban ese acto espontáneo de repudio. Las razones de ese rechazo no son, ciertamente, inexplicables. El Congreso del Perú es la institución que causa la mayor desaprobación de la población peruana y que, según varias encuestas, supera el 90%. Todo parece indicar que nunca antes nuestro parlamento ha soportado tanto repudio, por parte de todos los sectores, desde la izquierda hasta la derecha. El desprestigio de la institución parlamentaria ha sido bien ganado. Lo que hace solo dos décadas era un puesto de autoridad que merecía aún cierto respeto, hoy es visto por una apabullante mayoría como un trabajo ocupado por personas ineptas, corruptas y abusivas que han dejado ya no son representantes de sectores ideológicos o gremiales y son más bien lobistas de sus propios intereses y de pactos infames. Ya todos entendemos que las etiquetas que identifican a los parlamentarios como conservadores, liberales, socialistas o sindicalistas están completamente vacías, salvo una o dos excepciones a lo sumo. Desde que existe la política, siempre ha habido cinismo y negociaciones encubiertas porque el manejo del poder opera de esa manera. Como lo explicaba Max Weber hace más de cien años, la política es el arte de los fines, no de los principios, y por ello sentenciaba que todo aquel que se involucra en la política firma un pacto con el Diablo. No se puede juzgar a un político por la pureza en sus convicciones sino por sus logros. La gran diferencia con lo que el Perú y otros países experimentan es la pérdida de las formas, la degradación de la formación política, que exigía a quienes la ejercían el entendimiento y el uso correcto de las formas y, sobre todo, la capacidad de mostrar resultados. Muy lejanos están ya los tiempos en los que se llegaba ser diputado o senador junto con alguna destacada carrera como académico, industrial, sindicalista o líder de una corriente ideológica. Personajes como Ernesto Alayza Grundy, Róger Cáceres Velásquez, Roberto Ramírez del Villar, Javier Valle Riestra, Javier Diez Canseco, Rolando Breña Pantoja, Manuel Dammert o el mismo Enrique Chirinos Soto, padre de la congresista Patricia Chirinos, poseían caracteres y visiones distintas y con frecuencia enemistadas pero tenían no pocas características en común: una larga carrera política que los había llevado a ganarse su puesto frente a otros contrincantes dentro de su mismo partido y una amplia cultura sobre temas nacionales e internacionales ganada por cierto esfuerzo intelectual y la experiencia en innumerables viajes por el país y el mundo. Ello les permitía ser considerados representantes de un sector ideológico o social. Eran además buenos oradores y demostraban con sus gestos y su capacidad de movilizar a sus seguidores ser partes de una élite que podía ser respetada al menos por los suyos.
Esa falta de representatividad está conectada con la percepción de que para llegar a ser congresista no se requieren mayores méritos. El anti intelectualismo y el anti elitismo, que en principio parecen ser más democráticos e inclusivos que sus contrarios, abonan en esta creencia cada vez más extendida. El ciudadano y la ciudadana de a pie ya no tiene una buena respuesta a la pregunta de por qué cierto personaje ha llegado al puesto de congresista y no él o ella misma. La carencia de ese distanciamiento impide que el político posea una mínima aura de admiración o respeto. Por tanto, sus sueldos y sus privilegios son percibidos como injustificados y sus intentos de baños de popularidad son comprendidos como falsos. Dado que dicha aura de importancia y respetabilidad son inexistentes, insultar directamente a un congresista e incluso a la presidente es mucho más fácil, ya que no hay ninguna barrera simbólica que romper.
Por más que se insista en lo contrario, para el funcionamiento de la vida pública las formas son más importantes que los llamados “asuntos de fondo”. Por ello, el político que no comprende o se empeña en no cumplir con las formas que se esperan de él o de ella se enfrenta con mayor probabilidad al escarnio público.
Definir si las personas que participaron del abucheo han cometido algún delito, es decir, un acto penalmente punible, corresponde al campo del derecho. En mi opinión, esta es una cuestión secundaria frente a la pregunta de si ese tipo de acoso es socialmente aceptable. Para mí (aunque sean pocos los que compartan mi idea) esta pregunta se resuelve cuestionando en qué tipo de sociedad queremos vivir, es decir, si ese tipo de acción, independientemente de que sea espontánea, independientemente de que esté propiciada por los efectos del alcohol que facilitan la ira, contribuye a una mejor convivencia. Mi respuesta es que no. Las funas, los escraches, los acosos contra las personas que repudiamos, pero también los juicios sumarios y las cancelaciones, debilitan aun más la frágil democracia que padecemos. Algunos olvidan que Piero Corvetto, jefe de la ONPE, fue acosado en un restaurante del Club Regatas por un socio convencido de que el funcionario era parte de un complot para sostener unas elecciones fraudulentas. Además ¿basta una acusación en las redes para que un docente sea separado de su institución? ¿No es necesaria una investigación y un consecuente proceso para definir si hay responsabilidad y se ha cometido un acto sancionable?
Sin duda los personajes públicos deberían ser los primeros en defender el respeto a las formas. Pero los ciudadanos también tenemos una responsabilidad, que incluye cumplir con las indicaciones de los semáforos, con las exigencias de nuestras labores, con la tolerancia a quien piensa distinto, así como no dejarse llevar por la ira. La construcción de una sociedad democrática requiere de ciudadanos capaces de contenerse, de expresar su oposición al poder mediante canales institucionales y normativos que sean más efectivos. La cancelación mutua no parece ser la reacción más sensata si se desea observar el objetivo de una convivencia propiamente política.
He expresado en múltiples ocasiones desde mis propias redes la repulsión que me causa un grupo fascistoide como “La Resistencia”. Sus lemas reaccionarios, sus gestos nacionalistas y patrioteros me resultan despreciables. En ellos resuena de manera notoria la imaginería matonesca de las SA y de los “fasci di combattimento” que florecieron en la Europa de los años 30. Las consecuencias de ese espíritu sectario, supremacista y anti social son conocidas. Nadie que posea convicciones democráticas puede desear convertirse en un espejo de tales tácticas. La ciudadanía debe prevalecer sobre la masa.