Pero no en todos los países la policía acata estas órdenes. En Rosario, Argentina, las mujeres policías se revelaron el 2019 declarando que no pensaban reprimir el accionar de las jóvenes feministas que salían a protestar. Dos años antes en Honduras, los policías desacataron a sus máximas autoridades, aduciendo que no podían ir contra el pueblo para proteger a un presidente que forzó la reelección y que actualmente está preso por narcotráfico. Y a mediados del 2020, en Francia, los policías en un acto simbólico, tiraron al piso las esposas con las que debían detener a la población que salió a protestar contra el racismo de su ministro del Interior. Estos ejemplos nos sirven para reclamar a nuestras y nuestros policías, que despierten su sentido ético, su empatía. Cuántos de ellos no vienen acaso de familias también marginadas y excluidas de los servicios del estado, hartos de ser víctimas del temible racismo peruano. Todos podemos escapar de la banalidad del mal, del triste argumento de “yo sólo seguía órdenes” que la pensadora alemana estadounidense Hannah Arendt visibilizó en los funcionarios nazis. Nuestros policías sí pueden evitarlo. Basta, simplemente, que nos dejen de disparar, que se den un momento para sentir qué es lo que estamos viviendo, del temor tan grande que están viviendo hasta sus propias familias bajo el régimen actual de represión. Y aunque en sus escuelas policiales (que por cierto, nunca culminaron su proceso de acreditación como instituciones de educación superior) les hayan enseñado que someterse a la cadena de mando es la única opción, miren a su alrededor, recuperen su tarea primordial: cuidar el orden del país y evitar asesinar. Es hora de que nos protejan, ellos también pueden decir que no.
*Fotografía perteneciente a un tercero