Desde que Dina Boluarte asumiera la Presidencia del Perú, ha habido dos presidentes del Consejo de Ministros, tres ministros del Interior y un solo Comandante General de la Policía Nacional del Perú. En los 48 días que lleva en el poder, más de 1400 personas han resultado heridas y ya van 60 víctimas que han perdido la vida, casi todas asesinadas directamente por policías en Puno, Ayacucho, Apurímac, Cusco, Junín, La Libertad, Ica y Arequipa. 500 son policías y uno de ellos resultó cruelmente asesinado por los protestantes. Ha resultado muy doloroso que a través de videos y medios de comunicación alternativos hemos contado con la evidencia necesaria para observar cómo algunos policías disparaban directamente al cuerpo, a la cabeza, a la espalda, sin que hasta la fecha haya habido alguna sanción por haberlo ejecutado. Mientras tanto, aumenta la cifra de heridos a 1,500 personas, y sabemos bien que más de 800 han sido detenidas por la policía. En la conferencia con la prensa extranjera de ayer martes 24 de enero, Dina Boluarte no ha cesado de mentir, difamar y excluirnos más y más aprovechando que buena parte de limeñas y limeños cree ciegamente en lo que los medios de televisión abierta y los periódicos capitalinos deciden mostrar.
A ello debemos añadir que hasta el momento en que escribo, ninguna persona en Lima ha muerto debido a la represión policial. Queda entonces la pregunta de por qué las diferencias siguen siendo tan grandes. Basta ver el impactante y desproporcionado despliegue de policías respecto de la cantidad de protestantes que habían llegado desde diversas regiones, sumado al apoyo mediático dedicado a justificar la represión acusando de vandalismo y terrorismo las acciones de protesta que en cualquier país del mundo serían consideradas simplemente eso, acciones de protesta. Pero no en nuestro país, donde las fuerzas del orden detuvieron a más de 190 estudiantes en la residencia universitaria de San Marcos por la sencilla razón de haber albergado en la residencia universitaria a hombres y mujeres que llegaron a la capital para exigir que renuncie la presidenta y sus ministros. En un acto deplorablemente histriónico, los policías rompieron un muro de la universidad para ingresar con un tanque, sin siquiera fijarse que la puerta contigua sí se encontraba abierta. Tras el arribo de abogados y defensores de derechos humanos a la Dirección de Investigación Criminal y a la Dirección Contra el Terrorismo, el Ministerio Público ordenó su liberación. Mientras todo esto ocurre, el Comandante General de la PNP guarda silencio. Los ministros del interior consideran que simplemente cumplen con su mandato, apelan a que se ha decretado estado de emergencia y a la distorsionada evidencia transmitida por la televisión. Esta colusión es de terrible gravedad, pues se convierte en el sustento del primer ministro, Alberto Otárola, para que él y la presidenta continúen ejerciendo una labor en contra de nuestras vidas.
Pero no en todos los países la policía acata estas órdenes. En Rosario, Argentina, las mujeres policías se revelaron el 2019 declarando que no pensaban reprimir el accionar de las jóvenes feministas que salían a protestar. Dos años antes en Honduras, los policías desacataron a sus máximas autoridades, aduciendo que no podían ir contra el pueblo para proteger a un presidente que forzó la reelección y que actualmente está preso por narcotráfico. Y a mediados del 2020, en Francia, los policías en un acto simbólico, tiraron al piso las esposas con las que debían detener a la población que salió a protestar contra el racismo de su ministro del Interior. Estos ejemplos nos sirven para reclamar a nuestras y nuestros policías, que despierten su sentido ético, su empatía. Cuántos de ellos no vienen acaso de familias también marginadas y excluidas de los servicios del estado, hartos de ser víctimas del temible racismo peruano. Todos podemos escapar de la banalidad del mal, del triste argumento de “yo sólo seguía órdenes” que la pensadora alemana estadounidense Hannah Arendt visibilizó en los funcionarios nazis. Nuestros policías sí pueden evitarlo. Basta, simplemente, que nos dejen de disparar, que se den un momento para sentir qué es lo que estamos viviendo, del temor tan grande que están viviendo hasta sus propias familias bajo el régimen actual de represión. Y aunque en sus escuelas policiales (que por cierto, nunca culminaron su proceso de acreditación como instituciones de educación superior) les hayan enseñado que someterse a la cadena de mando es la única opción, miren a su alrededor, recuperen su tarea primordial: cuidar el orden del país y evitar asesinar. Es hora de que nos protejan, ellos también pueden decir que no.
*Fotografía perteneciente a un tercero