Incluso ha contribuido a la narrativa de la defensa del Estado ruso y de la población rusoparlante en otros países con su concepto de la “seguridad espiritual”. Siempre subraya el carácter distinto del mundo ruso y sus valores en contraposición al “Occidente decadente”. De este modo, también pone en cuestión los derechos humanos universales. Las intervenciones militares, ya sea en el Donbás o en Siria, así como la anexión de Crimea, son justificadas con una explicación metafísica y elevadas a a categoría de “lucha sagrada”. Se defiende no sólo militarmente el país y a su población de supuestos peligros, sino también los propios valores, la propia espiritualidad y tradición, que son mucho más valiosas que la vida humana. Las guerras rusas en la historia son presentadas por la autoridad eclesiástica siempre como guerras defensivas y las acciones militares de los soldados son mitificadas insistentemente como hechos heroicos.
A esto se suma que el patriarca siempre ha dependido del Estado. Pero su nivel de sumisión y falta de libertad en la actual situación es particularmente chocante, pues muestra el enorme miedo que le tiene al gobernante y evidentemente su falta de fe en Dios. Por otra parte, el patriarca está cautivo de su propia propaganda. Padece, al igual que Putin, de una enorme pérdida del sentido de la realidad. Ambos se han recluido en los últimos años debido a la pandemia y viven palpablemente en su burbuja, manteniendo contacto sólo con un reducido círculo de personas. Ya no tienen la capacidad de estimar adecuadamente la situación en Ucrania, ni siquiera en el mundo entero.
Sea como sea, el poder religioso que establece alianzas con los poderes políticos, económicos y fácticos, además de perder su libertad de acción y traicionar el mensaje de Jesús consignado en los Evangelios, termina siendo el aval de las más perversas atrocidades y se convierte en una amenaza para la humanidad. La historia así lo demuestra.