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Se acercan las elecciones del 2026 y ya se definen algunas certezas personales. No voy a votar por la izquierda radical. Salvo que se enfrenten en segunda vuelta a Antauro Humala, no votaré ni por Keiko Fujimori ni César Acuña, corresponsables, junto a Avanza País y Perú Libre del desmontaje del Estado democrático, desde el malhadado Congreso que nos ha tocado en suerte, que mal que bien nos gobernaba hasta el 2016.

Lo haré, y seré nerd o freak, por aquel candidato de centroderecha o derecha -o, inclusive, de izquierda democrática, dadas ciertas circunstancias- que me ofrezca mejor programa de gobierno. Me daré el trabajo de leer lo que preparen al respecto. Al primero que se dedique a colocar lugares comunes generales, lo descartaré. Quiero ver un programa detallado, como el que diseñó Mario Vargas Llosa en 1990.

Quiero saber cómo van a resolver el problema de la educación pública, de la salud pública, de la inseguridad ciudadana, de la fallida descentralización, de la recuperación económica (tenemos que regresar al periodo virtuoso de la década del 2001 al 2011 (durante los gobiernos de Toledo y Alan García) en la que el país creció y redujo la pobreza más que en toda su historia republicana (Ollanta Humala es el gran responsable de haber empezado a desmontar ese estado de cosas).

Quiero ver qué equipos técnicos se harán responsables de desplegar esos programas. Entre el papel y la realidad median personas y los candidatos que quieran recuperar el país que hemos perdido desde el 2021 tienen que tener la capacidad de reclutar cuadros tecnocráticos lo suficientemente acreditados para llevar a cabo lo que se promete. Y votaré por él sin importar cómo le vaya en las encuestas.

En Sudaca contribuiremos al debate público de los programas de gobierno, evaluándolos minuciosamente, sopesando su viabilidad y detallando los cuadros tecnocráticos reclutados para llevarlos a cabo. Toca hacer docencia democrática porque lo que se viene el 2026 va a ser crucial para el Perú. Nos jugamos mucho y no podemos arriesgarnos a caer nuevamente en el sube y baja aleatorio que las últimas campañas han mostrado (una semana antes de las elecciones del 2021, no pasaba Castillo por la izquierda sino Lescano).

El Perú y su democracia se merecen una mejor elección y eso pasa, en gran medida porque los medios de comunicación hagan su tarea, no solo hurgando en las vicisitudes penales -que también es importante- de los candidatos de la plancha y congresales de cada agrupación. Se requiere más que nunca una disputa programática.

-La del estribo: iré recomendando, en orden de llegada, algunos de los muchos libros que se han publicado a propósito del centenario de Universitario de Deportes, el club más grande del Perú. Impresionante el trabajo de Antenor Guerra García en su monumental obra Universitario, el más campeón. Con un despliegue fotográfico descomunal, describe no solo la historia del club, hasta el último campeonato, sino que incluye hechos especiales y destaca figuras individuales que pasaron por el club. Una joya de libro que cualquier hincha no solo de la U sino del fútbol debería tener en sus manos.

Una digresión personalísima. Estoy feliz. Puse un post en Facebook solicitando que alguien me venda el libro Catedral de Raymond Carver, en la versión amarilla de Anagrama. Quería esa en particular y no la de bolsillo porque esa la había tenido a inicios de los 90, completando mi colección de un autor que agradezco a Abelardo Oquendo me lo haya recomendado.

Cometí el error de prestarle el libro a un librero que creía amigo, pero que resultó un sinvergüenza porque vendió el libro que le presté y nunca más -hasta ahora- lo pude conseguir. Felizmente, mi cuñada, que vive en España, leyó el post de Facebook y me lo consiguió, en versión usada, pero en buen estado.

Soy un fetichista de los libros y esa recompra me hace feliz. En mi juventud leía compulsivamente (leí Teología de Liberación, de Gustavo Gutiérrez, en dos días) y algunas circunstancias personales trágicas me produjeron un estado de ansiedad permanente que me alejó de la lectura (para leer hay que estar sosegado). Pero atesoré muchos libros. Compro más de lo que leo y he armado una buena biblioteca que me vi obligado a fichar digitalmente porque ya la edad y mi proverbial distracción me empezaron a hacer comprar libros que ya tenía.

Esa compulsión comenzó porque en mi época estudiantil no había libros y uno tenía que comprar lo que buscaba o le generaba interés apenas lo viera porque si otra persona lo adquiría ya no se encontraba más (recuerdo con placer nostálgico la travesura que hacía con mi amigo Jorge Yui -quien ahora vive en Suiza- de ir a librerías y si encontrábamos un libro que nos interesaba, pero la plata no nos alcanzaba, lo hundíamos en el anaquel para que nadie lo viera hasta que pudiéramos regresar a fines de mes). Recuerdo cómo cuando cobraba mi sueldo mínimo en La Prensa corría a las librerías de Quilca y Camaná para comprar libros de liberalismo que no se conseguían en otra parte. Allí nació mi biblioteca. Mi bien más preciado, que felizmente en el abusivo allanamiento del que fui objeto hace unos meses, los policías respetaron.

Habitualmente leía ensayos, no ficción. Le agradezco a Alonso Cueto y a la maravillosa decisión de inscribirme en su Club del Libro que nos hace leer mensualmente literatura, y ha resucitado en mí, desde hace poco más de un año, una nueva pasión por la lectura, pero esta vez más combinada con la ficción.

Y he vuelto a leer varios libros a la vez como era mi costumbre juvenil. Acabamos de leer el cuento o novela corta de Herman Melville, Bartebly, el escribiente, una maravilla de narrativa perfecta. Y estoy terminando Contradicciones de Luis Jochamowitz, a la par de seguir leyendo con sobresaltos La crisis del capitalismo democrático de Martin Wolf y Democracia Asaltada de Rodrigo Barrenechea y Alberto Vergara. Todo ello mientras he empezado a releer Sapiens de Yuval Noah Harari, pero en la versión cómic, una joya.

Y en medio de todo ello, pronto empezaré la relectura de mi cuentista favorito, Raymond Carver. En medio de tantas tribulaciones políticas permítaseme esta nota íntima que espero anime a mis lectores a emprender la maravillosa ruta de la lectura permanente. Que más de medio millón de personas haya ido a la Feria del Libro es un buen augurio.

Anoche, en una de las charlas de análisis político que suelo dar a empresarios, el tenor de la misma era la advertencia de que si las cosas siguen como van, podemos perder el país que conocemos y podremos caer en la orilla de las naciones socialistas autoritarias de la región (Venezuela, Nicaragua, Bolivia, etc.).

Un asistente, perspicaz y agudo, intervino y me hizo notar algo relevante. Ya hemos perdido el país que nos ha signado los últimos veinte años. Desde el 2021 en adelante se ha instalado en el Perú un régimen contrarreformista y preñado de la influencia de las economías ilegales y los intereses mercantilistas con absoluto descaro.

Es el país de los Pedro Castillo, César Acuña, Vladimir Cerrón, Keiko Fujimori y José Luna Gálvez el que nos signa, no solo desde el Congreso sino también desde un Ejecutivo sumiso que agacha la cabeza frente a los designios que provienen de la plaza Bolívar.

No se trataría, en consecuencia, de no perder el país, que ya lo hemos perdido, sino de recuperarlo. Y he aquí una bandera potente que la derecha podría tomar como lema central de campaña. Ir contra el statu quo, lanzar mensajes disruptivos, poner énfasis no en la defensa del modelo sino en la provisión de servicios básicos de calidad (salud y educación públicas, seguridad, justicia, mejora económica, las principales preocupaciones sociales según todas las encuestas).

La derecha debe salirse de la caja habitual en la cual se mueve y si a ello le suma una campaña pródiga en recorridos presenciales del país, participación intensiva en medios regionales, ligazón de alianzas electorales, microfocalizacióndel electorado, podría disputarle la batalla a la izquierda radical que se apresta, si no se desalinean los astros, a disputar entre sí la segunda vuelta electoral.

Ojalá la clase política de centroderecha, hoy desperdigada en casi treinta candidaturas, lo entienda, lo reflexione, lo tome como una consideración a tener en cuenta. Debe ser una derecha insumisa, para ir con los tiempos, agudamente señalados por el colega Juan de la Puente. Una derecha modosa, monotemática con el modelo económico, sin conjunciones electorales, sin mensajes disonantes, va camino, como dijimos ayer, a la derrota.

 

Revelador el último informe preparado por el IEP para el Instituto Bicentenario, titulado “Ciudadanía, democracia y gestión descentralizada”. Hay múltiples interrogantes sobre percepción ciudadana respecto de problemas políticos puntuales que es recomendable leer.

Destaco, sin embargo, por su filo político, una pregunta que suelo mencionar: el de la autodefinición ideológica. Ha ocurrido un vuelco significativo.

Hay un 37% que se identifica de izquierda, 39% de centro y 24% de derecha, rompiéndose el equilibrio que en otras encuestas se mostraba y que eventualmente revelaban una mayor inclinación por la derecha. Es un trabajo de campo efectuado entre noviembre y diciembre del año pasado, que varía de otras mediciones del propio IEP, pero incluye una muestra mayor.

Lo cierto es que no sorprende el resultado. La derecha está labrando su propia tumba por dos razones fundamentales: por su inmenso desprestigio desplegado en el manejo del Congreso (ayer nomás se han terminado de tirar abajo la reforma universitaria que tantos años costó construir) y por su respaldo a la gestión mediocre y pueril del gobierno de Dina Boluarte.

Salvo honrosas excepciones, la derecha en su conjunto se suma al carro desprestigiado, con índices de desaprobación altísimos, de la alianza fáctica entre Ejecutivo y Congreso que nos gobierna. Y eso pasa factura y termina por beneficiar a una izquierda que, de otra manera, se habría acercado a las elecciones del 2026 completamente achicharrada por su infame respaldo a la espantosa gestión gubernamental de Pedro Castillo.

La mesa viene servida para la izquierda y no para la izquierda centrista sino para la izquierda radical, por culpa, adicionalmente, de una centroderecha irresponsable, incapaz de disminuir la fragmentación que la fagocita y la punible indolencia del fujimorismo que se niega a cualquier alianza que no implique apoyar a su candidato (la inefable postulación de Alberto Fujimori, que al final será un cuento chino, pero que ya hace daño de antemano).

No fui a ver a la U en mi primera incursión en el Estadio Nacional. Fue en 1968 a un Alianza Cristal que terminó 3-3, un partidazo con 3 goles de Cubillas. No me hice hincha, sin embargo, de ninguno de los dos y al final de ese año, inclusive, alentaba al Juan Aurich para que le ganara al Cristal la definición.

Bastó que fuera a ver un partido de la U -contra el Boys recuerdo- y me hice hincha de inmediato. El juego técnico, pujante, aguerrido, veloz, agresivo, el fetiche de las medias negras (pude también ser hincha del Boys, mi segundo equipo en querencias), me conquistó. Era la época de Chumpitaz, Cruzado, Nicolás Fuentes, Chale, un equipazo.

De allí en adelante surgió una reafirmación de mi hinchaje por la U por su maravilloso proceso de cholificación popular, iniciada en los 90, que ha convertido hoy al club no solo en el más campeón, el que mejor desempeño histórico ha tenido en la Copa Libertadores, sino en el de mayor hinchada (en todos los rincones donde va la U, juega de local) y poseedor del estadio más grande del país y el segundo del continente.

Del equipo clasemediero de sus orígenes, que se expresa en la saga Terry-Chale-Leguía-Chemo del Solar, se transitó a la más potente de Lolo Fernández, Héctor Chumpitaz y el Puma Carranza, y a la migración de su barra de Oriente a la popular Norte.

Esa emergencia social identifica a la U, equipo que vive no de las tragedias, la victimización o la simbología religiosa, sino del triunfo épico, la garra histórica, y la pujanza. Si un jugador crema no tiene esas características no es querido por la tribuna.

Luego de muchos años en crisis, hoy asoma un nuevo horizonte económico y deportivo que le está empezando a devolver una grandeza que nunca debió haber perdido. Los recuerdos históricos de sus hazañas hoy empiezan a reverdecer y tornar posible reeditarlas pronto, con paciencia y buen manejo gerencial, como hasta el momento viene ocurriendo.

Dale U, es su lema original, su viejo cántico de tribuna, que siempre aflora cuando la victoria luchada aparece. Los hinchas de la U tenemos una identidad definida. La U la tiene. Juega y debe jugar de un cierto modo si quiere contentar a la hinchada fiel que hoy la ha vuelto a seguir masivamente. El futuro será crema. ¡Felices cien años a la institución más grande del Perú!

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Dale U, La U, Universitario

Antaño, la distribución de las comisiones en el Congreso de la República tejía un tramado de poderes y contrapoderes esencial para la marcha de la gobernabilidad.

Recuerdo particularmente cuánta importancia le daban en el MEF -en la época de Fujimori, que supuestamente el Parlamento no tenía mayor relevancia- a la comisión de Economía y que su presidencia la ocupara el recordado y correcto Carlos Blanco Oropeza. Y eso que el fujimorismo tenía mayoría congresal.

Hoy eso ya no existe. La alianza fáctica del poder legislativo (Fuerza Popular, Alianza para el Progreso, Avanza País y Perú Libre) hace lo que le viene en gana, se distribuye cuotas de poder e importa poco o nada si la comisión en cuestión tiene relevancia o no para el año en ciernes.

Se asiste así a un espectáculo pueril de reparto de comisiones de acuerdo a la componenda habida antes para conformar la Mesa Directiva -que auguro será peor que la de Alejandro Soto, dados los antecedentes de Eduardo Salhuana- y la relevancia o no de la comisión se va al tacho de los desvelos.

Este Congreso no solo ha emprendido un camino de desmontaje de reformas esenciales para la institucionalidad democrática, que demoraronaños en labrar, sino que ha elegido la intrascendencia política como bandera insignia.

De allí su inmenso desprestigio. Porque esa contranatura alianza de poder que se ha conformado podría elevar sus horizontes y construir un plan mínimo de reformas en serio y no solo una estrategia destructiva de las pocas buenas que se han hecho en el país (Sunedu, reforma magisterial, reforma del transporte, etc.).Pero no, eso no interesa. El grado de impunidad y desvergüenza que se ha instalado en la plaza Bolívar los exime de cualquier preocupación respecto de la ciudadanía y sus pesares esenciales.

Una de las patas del desgobierno y la crisis política que el país transita y que afecta la recuperación económica que en tiempos normales ya deberíamos exhibir este año con mayor potencia, es el Congreso funesto que nos ha tocado en suerte.

Hechos internacionales como los de Venezuela pueden contribuir a alimentar un estado de ánimo algo más favorable hacia la democracia en naciones como la nuestra, que la tienen muy mal calificada.

Por lo general, son razones ajenas a la propia democracia las que sostienen su desapego (pésimos servicios públicos: salud, educación, transporte, seguridad) las que hacen que la gente de a pie le atribuya esos males a la democracia como sistema y resienta su adhesión a ella.

Por eso es importante recalcar una vez más la enorme responsabilidad que les cabe a los gobiernos de la transición post Fujimori por no haber hecho las reformas necesarias, solo haber gobernado en piloto automático (gracias a las medidas económicas tomadas durante el decenio fujimorista) y haberse desentendido de resolver la grave carencia de dignidad cívica de los gobernados.

Después de la caída de Fujimori se vivió una primavera democrática equivalente a la que en los 80 se gozó luego de la salida del régimen militar. En ambos casos la frustración fue terrible, aun cuando la de los 80 fue peor porque los gobiernos de Belaunde y García fueron desastrosos y sufrieron la arremetida del terrorismo.

Del 2000 en adelante lo que aconteció fue un desdén por la voluntad reformista instalada en los 90. Se pararon en seco. Solo Toledo emprendió algunas (aunque haya sido terriblemente deficiente, la descentralización; la eliminación de la 20530; los acuerdos de libre comercio). Alan García apenas inició tímidamente la reforma magisterial que Ollanta Humala continuó con intensidad (de la mano del extraordinario ministro Jaime Saavedra, vapuleado por las barras bravas del fujimorismo en la época de PPK -cuánta responsabilidad te cabe Keiko en la crisis actual-). PPK no hizo nada en cuanto a reformas, Vizcarra mucho menos y Sagasti tuvo que lidiar con la pandemia, aun cuando ejerciera el cargo con solera democrática.

Pedro Castillo fue un retroceso brutal en la vida política nacional y Dina Boluarte es un personaje mediocre sin visión ni perspectiva de lo que corresponde hacer (aún aceptando que no le queda otra que ser rehén del Congreso tiene margen de acción enorme, pero simplemente no lo usa por su rampante medianía, aunque mucho le aportaría al país si efectivamente saca adelante el simbólico proyecto Tía María).

Ojalá el 2026 llegue al poder un candidato democrático con clara consciencia de la urgencia reformista que nos corresponde como tarea histórica. Es de vida o muerte.

¿Cómo resolver la crisis global del capitalismo democrático? Tarea inmensa, pero urgente porque a pesar de todo, sigue demostrando ser el mejor sistema político y económico conocido.

Se debe construir una auténtica economía de mercado, competitiva, sin la alta dosis de mercantilismo que signa el capitalismo corporativo que se ha impuesto en Occidente y con mayor intensidad en la periferia, con Estados débiles incapaces de enfrentar el poder económico y la influencia política de un grupo empresarial.

A la par debe asegurarse que habrá servicios públicos de calidad. Salud, educación, transporte, justicia y seguridad, por lo pronto, deben hacerle sentir al ciudadano de a pie que es ciudadano de primera categoría. En el Perú de hoy, estamos a kilómetros de poder ofrecer un mínimo nivel de decoro en los servicios mencionados y mientras ello no ocurra, la gente resentirá el modelo económico y le echará la culpa de su desgracia cotidiana.

Esos servicios pésimos alimentan también la alta insatisfacción con la democracia, pero en simultáneo es preciso repensar las formas democráticas de la representación. El pueblo no se siente partícipe de aquella, si solo vota cada cinco años y no tiene más contacto con el sistema político.

Los partidos deben recuperar su rol canalizador y en ese sentido la realización de elecciones primarias abiertas y obligatorias eran un paso importante, aunque no suficiente. Fueron, sin embargo, indignamente acotadas por el actual Parlamento. Debe agregarse, además, renovación parcial del Congreso, un sistema de distritos electorales diferente al actual, cambiar el modelo de regionalización, que solo reproduce los vicios del sistema político nacional, aplicar mayores posibilidades de referéndums, etc.

La democracia debe ser sentida como una forma de gobierno accesible, que le sea útil a los ciudadanos para participar del poder y no ser una máscara electoral de una oligarquía, como es hoy en día.

Si en el mundo desarrollado el capitalismo democrático no se renueva sucumbirá. Si en el mundo subdesarrollado no se construye, desaparecerá su gestación antes de nacer.

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Se les debe exigir a los candidatos peruanos un pulcrísimo compromiso con la democracia formal. Y el test Venezuela sirve para ello. Quienes se muestren dubitativos o ambiguos respecto de lo que allí ha sucedido, demostrarán que no tienen entre su arsenal valorativo político la defensa democrática.

Y es muy fácil hoy en día llegar al poder y convertir la democracia peruana en un sainete. Es muy popular atentar contra ella y recorrer el camino autoritario. Según la última encuesta del IEP, el 87% de peruanos se halla insatisfecho o muy insatisfecho con la democracia y un 57% de ciudadanos justificaría un golpe militar.

Recordemos, además, lo fácil que es cooptar la democracia por dentro. Un inepto como Pedro Castillo logró controlar el Congreso a punta de prebendas o sobornos directos, y si bien las Fuerzas Armadas le dieron la espalda cuando perpetró el golpe de Estado demoraron horas en pronunciarse (algunas dudas o disputas institucionales internas debe haber habido).

Basta llegar al poder y desde allí cooptar las instituciones poco a poco y después dar un zarpazo constitucional que permita la reelección y se acabó la democracia en el Perú. No tenemos la fortaleza institucional suficiente para aguantar una embestida del nuevo perfil autoritario (Venezuela, Nicaragua, Bolivia, etc.).

Y el problema mayor en la coyuntura actual es que la amenaza proviene de ambas orillas del espectro ideológico. Las propuestas autoritarias se despliegan por igual desde ambos bandos y reducen el margen de opciones democráticas a una derecha y una izquierda moderadas que ojalá levanten cabeza y logren lanzar mensajes disruptivos que compitan con las bravatas demagógicas que abundarán, efectistamente, desde los extremos.

Hoy mismo, a año y medio de las elecciones, las encuestas colocan en la delantera a partidos autoritarios que seguramente molerían la democracia, con todo lo que ella implica (Estado de Derecho, separación de poderes, etc.) a la primera de bastos.

Corresponde a la prensa ejercer un rol hipercrítico y vigilante de estos arrestos o síntomas autoritarios y denunciarlos con firmeza, como merecidamente ha ocurrido con Verónika Mendoza por su deleznable ambigüedad respecto de la tiranía de Nicolás Maduro.

 

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