Politización

[CIUDADANO DE A PIE] La accidentada y trunca presidencia de Pedro Castillo, la enérgica reacción popular suscitada por su destitución/encarcelamiento, y la tanto ilegítima como letal represión gubernamental resultante -tal como la ha calificado Amnistía Internacional-, han establecido un antes y un después en la política peruana de este siglo. Un siglo que, sin embargo, se inició bajo los buenos auspicios de una regeneración democrática, que al 2024, se han vistos incumplidos, como así lo evidencia la contundente regresión autoritaria y mafiosa que se ha instalado en las esferas gubernamentales y legislativas de nuestro país. Lentamente, el país va ingresando a un periodo pre-electoral caracterizado por la imposición de leyes y modificaciones constitucionales que buscan únicamente favorecer a los partidos actualmente presentes en el Congreso. Es en este inestable marco político que resulta pertinente preguntarse cuál podría ser el nivel de participación e influencia de Pedro Castillo en las próximas elecciones, máxime cuando su abogado y exministro, Walter Ayala, ha declarado recientemente, que su patrocinado desea “volver al poder”. Aunque resulta prácticamente imposible que el expresidente pueda candidatear en un futuro cercano, dada su previsible inhabilitación por el actual Congreso, esto no sería impedimento para que, como bien ha señalado Mirko Lauer en La República, pueda reciclarse en algún “partido castillista”, creado para tal fin, o en agrupaciones ya inscritas ante el JNE, dispuestas a jugar la “carta castillista”, como “locomotora parlamentaria”. Pero, ¿qué es y qué no es el Castillismo, una ideología, un movimiento, un sentimiento? Frente a quienes, como el politólogo Alberto Vergara, niegan llanamente su existencia, o al hipercrítico neoliberal Álvarez Rodrich, para quien un “castillismo sin Castillo” es poco menos que un imposible, intentemos esbozar algunas reflexiones al respecto.

Un populismo pragmático

El triunfo electoral de Pedro Castillo en el 2021, fue en gran parte posible gracias a la combinación de lo que Carlos Meléndez calificó como un “populismo silvestre”, carente de referencias intelectuales, pero animado por un fuerte sentimiento compartido de injusticia y explotación, y de un implícito “populismo étnico” en virtud del cual Castillo encarnaba a los pueblos originarios de nuestro país, a la vez que los representaba en su totalidad (en nuestra nota precedente tratamos este tema con amplitud https://sudaca.pe/noticia/opinion/pedro-castillo-tantas-veces-populista/).

María Esperanza Casullo, politóloga argentina y autora del libro “¿Por qué funciona el populismo?” ha escrito: “Aún el populismo más extremo debe mantenerse en el poder, lo cual implica gobernar, y esto requiere al menos cierto grado de capacidad tecnocrática.” Ya en el gobierno, pronto se hizo evidente que Castillo no contaba, salvo honrosas excepciones, con los cuadros técnicos calificados, no solo para emprender las grandes transformaciones prometidas, sino en muchos casos, para simplemente administrar los asuntos corrientes de la administración pública, haciéndose realidad aquello expresado por Juan Domingo Perón, el más prominente líder populista latinoamericano, hace más de seis décadas: “Una revolución no puede perder el tiempo, y si es el caso, se desprestigia y se viene abajo. Una revolución que improvisa no es una revolución.” Pero esta carencia fue solo una parte del problema pues, como Gino Costa ha reconocido en su muy reciente libro “La democracia tomada”: “Las condiciones políticas en las que asumió la presidencia de la república Castillo fueron muy adversas, y lo hubieran sido para cualquiera, más aún para él.” En efecto, sin una mayoría parlamentaria y con una derecha desatada, resuelta a vacarlo a la primera de bastos, haciendo uso para ello de sus potentes armas políticas, mediáticas y legales, Castillo se vio reducido a conducir, lo que Juan de la Puente ha llamado un “populismo pragmático”, un gobierno preocupado antes que nada en su supervivencia, recurriendo para ello a estrategias sospechosas de ilegalidad, de las que la justicia deberá pronunciarse oportunamente. En esta tesitura, el “castillismo” nunca pudo constituirse en una forma progresista de gerenciar el Estado, como sí sucedió, por ejemplo, con el correísmo y el lopezobradorismo. No contó con los medios, las condiciones, ni el tiempo para ello.    

Un castillismo simbólico

Incluso quienes, desde posiciones de izquierda, critican duramente a Castillo, no pueden dejar de valorar aquello referido por Jorge Frisancho en “Estallido popular. Protesta y masacre en Perú, 2022-2023”: “Hay, sin embargo, un aspecto en el cual el ascenso de Pedro Castillo significó un cambio sustancial. Se dio -se da- en el terreno simbólico y en el campo general de la imaginación política. Un sector amplio de la ciudadanía, con particular, pero no exclusiva intensidad en el sur andino, se identificó con la idea de Castillo en Palacio, se vio genuinamente representado en él, y percibió que su encumbramiento operaba una apertura de cotos previamente cerrados del poder en el Perú, dándole acceso, aunque solo fuera en abstracto y de un modo puramente potencial, a millones de peruanos sometidos a una pluricentenaria historia de exclusión.” Es precisamente en el terreno simbólico en donde los actores políticos, sociales y mediáticos se enfrentan por la hegemonía cultural, social y política. Más allá de sus limitaciones personales, Pedro Castillo se convirtió en un símbolo, el símbolo de un “nosotros”, constituido por los cientos de miles de peruanos que salieron a las calles a protestar tras su caída, enfrentándose a pecho descubierto a un “ellos”, tan bien caracterizado por Héctor Béjar como “una presidenta espuria, un Congreso dominado por un pequeño grupo de militares y marinos retirados vinculados con el Opus Dei, unos tres o cuatro jefes de bandas criminales dueños de partidos y cadenas de universidades privadas que usan la política como coartada, unos cuantos jueces y fiscales corruptos, banqueros y poderosos comerciantes y constructores, la que podríamos llamar una lumpen burguesía.” Enérgica y valerosa reacción en un país, en donde al decir de Alberto Vergara, “nadie es castillista”.

Plebeyo, y politizado     

En enero del 2023 y en plena efervescencia de las protestas populares en Puno, en una nota publicada en este mismo medio (https://sudaca.pe/noticia/opinion/jorge-velasquez-puno-polvorin-etnico/), evocábamos la expresión de Ricardo Cuenca “apropiarse del tiempo”, para referirnos a un movimiento étnico, actuando colectivamente frente al Estado y otros grupos dominantes, buscando transformar el orden social existente. Pero ha sido la socióloga y exministra Anahí Durand quien, en su libro “Estallido en los Andes. Movilización popular y crisis política en el Perú” -de lectura indispensable en la actual coyuntura política-, ha caracterizado, con mayor precisión, a los ciudadanos que se movilizaron durante las protestas, y que ella denomina -siguiendo la estela de pensamiento del intelectual y político boliviano Álvaro García Linera- un “sujeto plebeyo”, el cual “emerge de la experiencia compartida de dominación y asume los contornos de una sociedad abigarrada y multiforme donde la condición de clase convive con formas comunitarias (…) este Perú plebeyo configurado por las condiciones e informalidad, precariedad y exclusión que genera el neoliberalismo. Son sectores históricamente subordinados de la sociedad política debido a la herencia colonial y la permanente crisis de representación.” Más adelante, Durand agrega: “sujeto plebeyo, multiforme y cambiante, que avanza en conciencia política y podría constituir su propia representación… (que) puede liderar la conformación de un bloque plebeyo, que profundice la democracia acordando un nuevo pacto social plasmado en una nueva Constitución escrita con participación de ellos mismos.”. Una mayor politización implica una mayor posibilidad de avanzar en la emancipación, nos señala el académico y político español Juan Carlos Monedero, mientras que, por su parte, Andrés Manuel López Obrador considera como uno de los principales logros del proceso de cambio que él ha liderado en México, la politización y el empoderamiento de su pueblo. Es pues, justamente, en la politización de este sujeto plebeyo que conforma el “Perú insumiso” de hoy, como lo ha denominado Juan de la Puente, en que se encuentra la clave para la supervivencia y vigencia del castillismo. Frente a las propuestas cavernarias, elitistas, entreguistas y mafiosas de la derecha peruana, aquellos que aún se sienten próximos al encarcelado expresidente, pueden asumir su legado simbólico y -corrigiendo los errores- construir una opción nacional-popular portadora de un claro mensaje de inclusión, justicia social y democracia. Este castillismo tendría, qué duda cabe, un lugar asegurado bajo el sol.

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Así de ridículo suena y así de grave es la situación de nuestro país.

En la historia reciente del Perú, desde que regresamos a la democracia en 1980 e incluso un poco antes con la Constituyente del ‘78/’79, el ejercicio de la política estaba limitado a los partidos políticos y a sus representantes tanto en el poder ejecutivo como en los gobiernos locales y a la academia.

En ese entonces, los medios se limitaban en sus noticieros a informar sobre los acontecimientos nacionales y mundiales, incluyendo en su programación espacios políticos, deportivos, de espectáculos y las siempre vistas telenovelas. El poder judicial, siempre con sus cuestionamientos de probidad, aplicaba la ley sin hacer notar una preferencia política, al menos, de manera pública. De los fiscales y procuradores, ni sabíamos quiénes eran.

Cuando Alberto Fujimori se convierte en presidente del Perú en 1990 y para, desde su punto de vista, combatir al terrorismo y la hiperinflación, y luego, mantenerse en el poder, es que comienza la politización de la política, que como bien lo define la Real Academia de la Lengua Española significa, en su primera acepción, es :  “ Dar orientación o contenido político a acciones, pensamientos, etc., que, corrientemente, no lo tienen.”

En la década de los 90’s la política entró en el Ministerio Público con aquella vocecita casi imperceptible y celestial de la fiscal Blanca Nélida Colán que terminó presa, el recién formado Tribunal Constitucional que se armó a la medida del régimen fujimorista y con Vladimiro Montesinos que cerró el círculo comprando al poder judicial y a los medios de comunicación. 

Han pasado más de 23 años desde que renuncia Fujimori y llega Toledo luego de la transición con Paniagua, y la verdad, estamos peor que antes.

La política está ahora en todas partes, incluso en aquellos lugares e instituciones donde no debería estar.

Los fiscales son ahora vedettes que salen a declarar a medios afines y se despachan a diestra y siniestra sin ninguna vergüenza ni ética profesional de guardar reserva en sus investigaciones. Ya no tienen sangre en la cara para expresar condenas a colegas o incluso dejar entrever sus preferencias políticas. La guerra del trono actual por el control de la fiscalía es un claro ejemplo de ello.

La Junta Nacional de Justica, creada políticamente por Martín Vizcarra, tiene el desparpajo de emitir opiniones ex ante como en el caso de la fiscal Zoraida Avalos y de establecer un procedimiento ad-hoc para destituir a la fiscal de la nación Patricia Benavides, con cronometrada coordinación con cierta prensa cómplice.

Tenemos jueces que dan cautelares como el árbitro argentino Javier Castrilli sacaba tarjetas rojas, permitiendo el enfrentamiento de competencias entre instituciones cuando el Tribunal Constitucional ya tiene este tema oleado y sacramentado.

Que los medios tengan sus programas políticos, por supuesto, y que sus conductores tengan afinidad con ciertas ideologías está bien, para eso son programas políticos. Pero cuando la ideología o los intereses de los propietarios de esos medios son también llevados al resto de su programación como noticieros y espectáculos, se está dando contenido político a entornos que no deberían tenerlos. Politizando la política.

La política debería estar concentrada, primariamente, en aquellas instituciones donde los funcionarios son electos por voto popular y a esto me refiero a partidos políticos, poder ejecutivo, gobiernos locales y congreso. Como ciudadanos, ya sea de manera colegiada o individual, también podemos y debemos ejercer política constructiva que sea alimento de los partidos políticos y de los funcionarios electos.

Pero el resto de las instituciones deben regresar a su esencia y trabajar no en función de intereses mercantilistas o ideológicos, sino en función del bienestar de los ciudadanos. 

Basta de fiscales vedettes y magistrados en la televisión, basta de periodistas que fungen de voceros de fiscales en base a posiciones ideológicas, basta de noticieros que chancan día a día y sistemáticamente la labor del congreso cuando deberían individualizar responsabilidades. Basta de doble raseros fiscales como el allanamiento a Juan Carlos Tafur que dignamente responde de inmediato a las preguntas mientras que cuando se allana a Gorriti, éste agarra el celular y llama al fiscal Pablo Sánchez para que le paren el procedimiento.

Si no detenemos esta vorágine de abusos y de enfrentamientos sin pensar en el bien común, y siendo laxos con amenazas latentes como la de Antauro Humala, ya atenuada por algunos periodistas que dicen que será controlado por el congreso o por políticos como Marisol Perez-Tello que ante un escenario Keiko-Antauro en la segunda vuelta votaría en blanco, pues vamos directo hacia la autodestrucción.

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