corrupción

[CIUDADANO DE A PIE ] El infierno como lugar de desesperanza y perdición ha sido comparado en ocasiones con la política peruana (Lynch, Paredes Castro, Sosa) ¿Quién podría hoy negarlo a vistas de los niveles de degradación que ha alcanzado? Sorprendentemente, un teólogo católico, Hans von Balthasar, llegó a especular con la idea de que el infierno podría ser un lugar vacío, y fue precisamente esa noción la que nos llevó a reflexionar sobre un reciente artículo de Alberto Vergara publicado en La República, en el cual señala que intentar hablar de política en el Perú, es “una mezcla de despropósito y delirio”, un “escribir sobre lo extinto”, un “medir los signos vitales de los habitantes de una catacumba”. Es bastante comprensible que un politólogo como Vergara se exprese de esa manera pues, en efecto, nuestra escena pública nacional ha dejado paulatinamente de ser materia propia de reflexión de la politología, para caer de lleno en el ámbito de investigación de la criminología, la ciencia que estudia las causas y circunstancias de los delitos, la personalidad de los delincuentes y su impacto social. Adentrándonos en ese enfoque prometedor, nos referiremos hoy a un fenómeno delictivo conocido como “crimilegalidad”: el entrelazamiento deliberado que se establece entre actividades criminales y legales y que se convierte en el eje organizador social, económico y político de una comunidad nacional. Retomando la comparación inicial, la crimilegalidad es lo más cercano al infierno que puede estar la política de un país… y todo parece indicar que hacia allí nos dirigimos.

El país en que vivimos: alta criminalidad y gobernanza criminal

El Perú se encuentra inmerso en lo que sociólogo argentino Marcelo Berman denomina un “equilibrio de alta criminalidad” (EAC). En un EAC, el Estado se muestra absolutamente incapaz de combatir las acciones de grupos criminales organizados, poderosos económicamente y que cuentan con eficientes redes de complicidades al interior de las fuerzas del orden, la justicia y el poder político. A las tradicionales actividades ilícitas como el narcotráfico, se suman otras más violentas como la trata de personas, la extorsión y el sicariato. Violencia, corrupción, impunidad, con apoyos políticos y una tasa creciente de asesinatos como la que venimos presenciando horrorizados los peruanos, caracterizan los EAC. A este entorno de alta criminalidad viene agregándose el establecimiento de “gobernanzas criminales” en diferentes partes del territorio nacional, esto es, el dominio o poder que ciertas organizaciones criminales ejercen sobre la población de una determinada área geográfica, con la finalidad de maximizar el aprovechamiento ilícito de los recursos allí presentes. Este poder o dominio que caracteriza a la gobernanza criminal—o “territorialización” mafiosa, como prefiere denominarla César Azabache—no solo se obtiene mediante el uso de la violencia, sino gracias también a una legitimación, resultante entre otras cosas, de los innegables beneficios económicos que perciben las poblaciones involucradas—siendo la minería ilegal en Pataz un claro ejemplo de esta situación—y al involucramiento en redes delictivas de funcionarios, autoridades y fuerzas del orden nacionales y subnacionales. Pero tanto la alta criminalidad como la gobernanza criminal, siendo gravísimos problemas, no son sino el telón de fondo de un peligro aún mayor: la crimilegalidad.

Crimilegalidad y poder político

La narrativa predominante, cuando nos referimos al “mundo del crimen organizado”, ha sido siempre considerarlo como una infame entidad, ajena y extraña al “mundo legítimo y legal” de la sociedad y la política, cuando la realidad en el Perú de hoy—y en otros países de la región— es que la línea que los separa es cada vez más imperceptible. Markus Schultze-Kraft, un científico social alemán con vasto conocimiento de la situación latinoamericana, aplicó en 2016 el término “crimilegalidad” al ámbito de las relaciones en contra de la ley, que se establecen entre el Estado y los actores legales e ilegales de la sociedad, y de cómo estas relaciones remodelan el ordenamiento político y social de un país. Ya no se trata simplemente de sobornos a las “manzanas podridas” presentes en los espacios públicos y privados, sino más bien de la integración del crimen organizado en las instancias legales, económicas y gubernativas de un país, con lo que se crea un orden “crimilegal” que involucra no solo a capos del crimen sino a funcionarios públicos, policías, políticos, jueces, fiscales y banqueros, entre otros. En la crimilegalidad, el crimen organizado alcanza el apogeo de su poder político, pues los gobiernos no solo no reprimen las actividades ilegales, sino que las promueven, torciendo las leyes y manipulando las Constituciones, al tiempo que se intenta guardar una apariencia de legitimidad con elecciones e instituciones manipuladas. Como bien señala el exprocurador y expresidente de Transparencia, José Ugaz, refiriéndose al caso peruano, no se trata de hechos episódicos consecuencia de la llegada al gobierno de malos grupos políticos o de personas corruptas, sino de la existencia de un plan concertado y organizado para entregar los espacios del país al crimen organizado, dictando leyes pro-crimen y desmantelando las instancias policiales competentes. 

Las consecuencias

La crimilegalidad acarrea graves consecuencias sociales que socavan la democracia, la convivencia pacífica y el logro del bien común, entre las cuales podemos mencionar: 

  • El declive del acatamiento de las normas sociales: cuando el delito campea impune en los altos niveles del poder, la corrupción y el crimen terminan por normalizarse entre el resto de la sociedad.
  • El fomento de una cultura del oportunismo (el “todo vale para subir”) con la consiguiente y paulatina desaparición de los principios y valores colectivos.
  • El debilitamiento de la confianza de los ciudadanos en las instituciones al percibirlas corruptas y en complicidad con la criminalidad: la inmensa mayoría de peruanos, según todos los estudios demoscópicos, desconfían del Poder Ejecutivo, del Congreso, del Poder Judicial, la Policía Nacional, las municipalidades y los gobiernos regionales, instituciones justamente establecidas para representarlos y protegerlos en un ordenamiento democrático saludable.
  • La supresión de las libertades de expresión y protesta, acompañadas de medidas intimidatorias y represivas contra periodistas, activistas sociales y ciudadanos comunes que osan criticar a las autoridades o desvelar la corrupción.
  • El vaciamiento del debate público y de la representación política en manos de personas impreparadas, cuando no prontuariadas, que alcanzan posiciones de poder gracias a la ingente inyección de fondos provenientes de las economías ilegales.
  • El exponencial aumento de la violencia, como consecuencia directa de las actividades depredadoras de las organizaciones criminales y de las luchas entre sus facciones rivales por el control y el poder, conjuntamente con la inacción de las fuerzas del orden, sea por complicidad o inoperancia. 

¿Suena conocido? 

Abandonen toda esperanza…

En el canto tercero de la “Divina Comedia”, Dante nos relata que pudo ver escritas sobre las puertas del infierno la siguiente advertencia: “Abandonen toda esperanza, quienes entren aquí”. Nuestro bicentenario camino, cargado con más penas que glorias, nos ha conducido hasta las puertas que nos adentran en el infierno de la crimilegalidad ¿existe aún alguna esperanza de escapar a ese miserable destino? En todo caso, es bueno recordar que a poco de enunciar la terrible advertencia, el gran escritor italiano agregó: “Conviene abandonar aquí todo temor; conviene que aquí termine toda cobardía.” ¿Seguiremos el consejo? 

   

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Pocos días atrás, escuché a un funcionario municipal, con una larga trayectoria de denuncias por malversación de fondos, criticar duramente y con mucha firmeza la corrupción en el Congreso de la República. No habría pasado ni un día, cuando un congresista de la República, quien al parecer por sus firmes creencias religiosas había renunciado a su orientación sexual, publicó en las redes que se sentía con la autoridad suficiente para enseñarnos a las mujeres cómo debíamos ser. 

El día lunes, cuando comenzaron las clases escolares, fuimos testigos de cómo la mujer con mayor autoridad en el país, la presidenta de la República, se dirigió al estudiantado inculcándoles la necesidad de la pena de muerte. La pena de muerte es la más extrema sanción contra una persona que ha cometido algún crimen. Debe ser un crimen tan grande y de tal impacto en la población que se considera imprescindible quitarle la vida a su autor. Crímenes como los cometidos por la presidenta apenas asumió su mando, cuando las protestas de pobladores de Ayacucho, Puno, Lima culminaron con la muerte de más de 50 personas bajo sus órdenes. Si hubiera pena de muerte en el Perú, sus abogados estarían seriamente preocupados.

No es nada nuevo ni sorprendente que cuando las personas sienten una culpa muy grande, tienden a negar el haber cometido la falta. Es propio ya de ciertos trastornos de la personalidad el tomar esa culpa y proyectarla en las personas más victimizables de su entorno. De tal manera que consigue desviar y escandalizar a los demás contra alguien muy distinto, con pocas opciones para defenderse y provocar una suerte de liberación que durará hasta que cometa otro delito. 

El considerar que declarar aprobada la pena de muerte acabará con la extorsión y el sicariato sabemos que no dará resultados. Se requiere de un sistema fiscal, policial y judicial que no cometa errores, pues de lo contrario, se destruyen vidas como aquellas que condujeron a eliminar la pena de muerte en el Perú en la Constitución de 1979. No se podía asesinar inocentes. En el contexto de corrupción tan visible en el que participa el Congreso en colusión con el Poder Ejecutivo, es más probable que lo que se busque es conseguir un sistema de represión política que requiere que nos desvinculemos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Así se podrán repetir las masacres sin tener la población una instancia a la cual dirigirse para pedir ayuda y salvar las vidas. Se podrá dejar que termine de caerse la cobertura educativa, que las medicinas no lleguen a las postas de salud y centros médicos, que se caigan puentes, que sea la policía la que venda las armas a las mafias y pandillas de la región. A dónde quejarnos no encontraremos y si la población se enerva, pues ahí se contará con la pena de muerte. 

Estamos ante un reto cada vez más grande. Nuestras autoridades culpan a otros y se lavan las manos. No tendríamos una red de sicariato cada vez más poderosa si contásemos con cárceles, fiscales, jueces y policías especializados. Si en lugar de fomentar la persecución de migrantes, los peruanos que encabezan las mafias estuvieran en las cárceles con las medidas de seguridad que realmente corresponden. Matar no resolverá la pobreza, la ansiedad por el dinero y la corrupción.

Cuando en nuestras escuelas realmente nos enseñen ética y justicia, artes y ciencias, en lugar de ser el espacio donde una presidenta inaugura la temporada de clases promoviendo el ajusticiamiento, tendremos a un grupo de docentes y profesores dispuestos a no callar, decididos a pedir disculpas a sus estudiantes, prometiéndoles que en las nuevas elecciones habrá alguna persona capaz de enfrentar con entereza las consecuencias de un país que quiere defender sus vidas con dignidad. 

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[La columna deca(n)dente] Cuando un ministro del Interior acumula denuncias de ineficacia, miente con descaro, evade la justicia y, en lugar de responder a las investigaciones en su contra, contraataca denunciando a la fiscal de la Nación, el problema no es solo él: es el gobierno que lo sostiene. Pero cuando ese ministro, además, es protegido por la presidenta Dina Boluarte y cuenta con el respaldo de Keiko Fujimori, César Acuña, Rafael López Aliaga, Vladimir Cerrón y José Luna, el panorama se vuelve aún más preocupante.

La permanencia del ministro en el cargo no se explica, presumiblemente, por su capacidad ni por su gestión, sino por lo que sabe. Su lealtad no es gratuita: es el precio de su silencio. En un gobierno donde la impunidad es la norma, un ministro con demasiados secretos bajo la manga se convierte en un escudo invaluable. Boluarte no lo sostiene por convicción, sino por necesidad. Si él cae, podría arrastrarla consigo.

Su negativa a acudir a la fiscalía y la entrega de un teléfono formateado no son gestos de rebeldía, sino de advertencia: él tiene información que lo hace intocable. En este escenario, su permanencia es menos una decisión política y más un pacto de mutua protección. No es el ministro quien depende del gobierno, sino el gobierno el que depende de él.

Pero el problema no es solo el Ejecutivo. Que este ministro cuente con el respaldo de políticos que dicen representar distintos sectores del espectro ideológico revela un pacto de conveniencia: una alianza pragmática en la que la impunidad se antepone a cualquier principio político. No hay derechas ni izquierdas en esta ecuación, solo actores que buscan sobrevivir políticamente protegiéndose unos a otros. En otras palabras, la corrupción no tiene patria ni bandera.

El acceso anticipado del ministro a un reportaje que lo compromete y su intento de influir en la prensa evidencian un uso sistemático de la información como arma política. Esto sugiere dos cosas: que existen filtraciones desde los medios o que la información se obtiene de manera ilegal. Esto último es una pieza clave en regímenes donde la corrupción es norma y la transparencia, una amenaza.

El país se encuentra ante una deriva peligrosa. Lo que se está consolidando no es un gobierno con una agenda clara, sino una coalición de la impunidad, donde los acuerdos no giran en torno a reformas o políticas públicas, sino a blindajes y favores. Este no es un gobierno de derecha ni de izquierda, sino un gobierno de intereses personales, de grupo y criminales.

En este escenario, la justicia se convierte en una amenaza para quienes ostentan el poder. La policía no responde a la seguridad ciudadana, sino a las órdenes de quienes la controlan políticamente. La prensa es atacada y la institucionalidad, erosionada. Mientras tanto, el ciudadano común es testigo de cómo unos cuantos malgobiernan y legislan en beneficio de las organizaciones criminales.

¿Hasta cuándo durará este pacto? Hasta que las tensiones internas entre sus propios integrantes lo hagan insostenible o hasta que la sociedad, junto con líderes y partidos políticos democráticos, decida romper con esta lógica de impunidad. La pregunta es si la ciudadanía seguirá tolerando un gobierno que, lejos de garantizar justicia y seguridad, se ha convertido en el refugio de quienes más temen rendir cuentas y buscan eludir la justicia.

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[La columna deca(n)dente] A más corrupción, más oración

«Y yo les pido con profunda humildad que oren, que recen por todas las autoridades para que no flaqueemos, para que no seamos tentados a robar», fueron las palabras de Hania Pérez de Cuéllar, hasta ayer ministra de Vivienda, quien, en un arranque de sinceridad, ha revelado la estrategia para erradicar la corrupción en el gobierno y en el parlamento: la oración. Rezar por las autoridades para que no sucumban a la tentación de robar.

Por fin, después de años de lucha contra la corrupción, de leyes y regulaciones, de comités y comisiones, se ha encontrado la solución definitiva. Ya no se necesita más transparencia, ni rendición de cuentas, ni control ciudadano. Solo es necesario cerrar los ojos, unir las manos y pedir a Dios que guíe a las autoridades electas y a los congresistas por el sendero de la honestidad.

Pérez de Cuéllar ha descubierto que la corrupción no es un problema de estructuras, incentivos, poder o dinero. No, es simplemente un problema de falta de fe. Y la fe, como todos sabemos, mueve montañas… y también fondos públicos.

Con esta innovadora estrategia gubernamental, podemos olvidarnos de la necesidad de reformas políticas y económicas. No necesitamos más educación cívica ni participación ciudadana. Solo más iglesias y templos, y más ciudadanos que recen con devoción para proteger las conciencias de nuestras autoridades y parlamentarios.

La implementación de este plan espiritual seguramente transformará la manera en que entendemos la gestión pública. Los auditores serán reemplazados por sacerdotes y las investigaciones, por plegarias. Olvidemos las tediosas denuncias judiciales y los informes de transparencia: basta con multiplicar las misas para mantener a raya la corrupción. ¡Vade retro, corrupción!

Así, las comisiones de ética podrían ser reconfiguradas como grupos de oración parlamentaria. Los debates en el Congreso ya no serán sobre leyes complicadas o reformas técnicas, sino sobre la mejor manera de orar colectivamente para expiar los pecados de nuestros congresistas.

En este nuevo y espiritual escenario, la verdadera responsabilidad recae sobre todos nosotros. Si en algún momento un funcionario público cayera en la tentación, no sería su culpa, sino nuestra. Quizás no oramos lo suficiente o no lo hicimos con la convicción necesaria. Al final, la corrupción ya no será vista como un fracaso del sistema, sino como una prueba de fe que todos debemos enfrentar juntos. Amén.

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[La columna deca(n)dente] Mediocres y corruptos

La política atraviesa uno de sus periodos más oscuros y desalentadores. En una democracia saludable, el Congreso debería ser un bastión de integridad y responsabilidad, un lugar donde se legisla en beneficio de los ciudadanos y ciudadanas, se vela por la transparencia, la rendición de cuentas y la justicia. Sin embargo, la coalición de facto (Fuerza Popular, Alianza para el Progreso, Renovación Popular, Perú Libre, Avanza País, entre otros partidos) lo ha convertido en un espacio donde priman los intereses particulares e incluso criminales sobre el bien común. La degradación del Congreso es evidente en cada sesión, en cada voto, en cada decisión que favorece a unos pocos a costa de la mayoría.

Asimismo, son cada vez más visibles los escándalos que involucran a congresistas en actividades ilícitas. La impunidad es la norma y los esfuerzos por desenmascarar y sancionar a los corruptos se ven obstaculizados por aquellos que deberían liderar la lucha contra la corrupción. En este contexto, los ciudadanos se sienten cada vez más desprotegidos y desilusionados con un sistema que parece diseñado para beneficiar a los corruptos y perjudicar a los honestos.

La mediocridad, por su parte, reina en el recinto congresal. La falta de preparación y conocimiento de muchos de los congresistas es alarmante e indignante. En lugar de debates informados y decisiones bien fundamentadas, asistimos a espectáculos grotescos de ignorancia y demagogia. La calidad del discurso político ha descendido a niveles preocupantes, y las políticas públicas se diseñan más por conveniencia que por evidencia. Este desprecio por la excelencia y el conocimiento no solo afecta la calidad de la legislación, sino que también envía un mensaje desalentador a la ciudadanía: que en el país, la mediocridad es aceptable y hasta celebrada.

Este panorama es desolador en un momento en que el país celebra su Bicentenario. En lugar de reflexionar sobre los logros y desafíos de nuestra historia, nos enfrentamos a una realidad en la que los valores y principios democráticos han sido socavados. La falta de una visión clara y un proyecto de país que incluya a todos los peruanos es evidente. En lugar de avanzar hacia un futuro más justo y equitativo, nos encontramos atrapados en un ciclo de corrupción y mediocridad, en el cual la democracia presenta serias deficiencias en cuanto a la equidad y la justicia social. Por ello, tiene la obligación moral y ética de responder prioritariamente a los sectores más vulnerables y marginados de la sociedad, quienes se encuentran en una situación de precariedad y carecen de acceso a condiciones de vida dignas y al ejercicio pleno de sus derechos.

Es imperativo que los ciudadanos tomen conciencia de esta situación y actúen en consecuencia en todos los espacios posibles. La apatía y el desinterés solo alimentan este estado de cosas. La construcción de una democracia sólida y efectiva requiere la participación activa de cada uno de nosotros. Solo así podremos romper con la cadena de corrupción y mediocridad que nos ha mantenido cautivos durante tanto tiempo.

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En un mundo absurdamente paralelo, donde la frivolidad y la corrupción reinan con desparpajo, la política peruana se ha convertido en una telenovela de lujo digna de un Oscar. La protagonista de este drama, la presidenta DB, más que una lideresa, parece una figura decorativa exquisitamente adornada con joyas, movida por los hilos invisibles de su titiritera principal, K. Mientras tanto, la democracia, esa paciente en cuidados intensivos, agoniza bajo los estragos de un Congreso que actúa como el villano principal de esta tragicomedia, con la complicidad silente de un público que parece disfrutar del espectáculo.

Desde su malhadado ascenso al poder, DB ha dejado claro que sus prioridades brillan tanto como sus diamantes. ¿Cientos de miles de peruanos víctimas de delitos durante su mandato? Para ella, son simples números que no alteran su ostentoso estilo de vida, más parecido al de una reina de la farándula que al de una mandataria. Lo verdaderamente importante es la liberación de N, el primer hermano de la nación, celebrada con un entusiasmo que roza la histeria por DB y sus allegados. Porque, al fin y al cabo, ¿qué es el bienestar de un país comparado con el bienestar de la familia presidencial y su séquito de aduladores?

DB parece tener un don especial para utilizar el poder del Estado con un propósito verdaderamente noble: mantener a su familia lejos de las garras de la justicia. La dedicación a su familia es inquebrantable, al igual que su descaro para obstruir la justicia. Desde intentar sobornar a coroneles probos hasta desmantelar equipos policiales anticorrupción, su compromiso con la impunidad es realmente admirable.

Dedicación inquebrantable que brilla por su ausencia a la hora de gobernar. Si alguna vez hubo un gobierno más desorientado que el de DB, es difícil de imaginar. Su administración, incapaz de abordar los problemas más sentidos del país, parece estar más interesada en salvar su propio pellejo y enriquecerse a costa de “préstamos” oportunos de joyas, relojes y diamentes. La delincuencia y la pobreza son apenas detalles menores cuando hay que asegurarse de que los familiares y socios políticos estén bien protegidos y cómodos. Y si de pobreza se trata, se puede intentar evitar que el INEI publique cifras de pobreza, porque, claro, son malas noticias que podrían arruinar la falsa atmósfera de prosperidad que pretende mostrar. Nada mejor que un poco de censura para mantener las apariencias de que el país anda estable rumbo a la OCDE, mientras la pobreza aumenta sostenidamente. 

En medio de este teatro del absurdo, los partidos políticos democráticos, los que no forman parte de la coalición corrupta que sostiene a DB, deberían actuar con más decisión, o al menos fingir que lo hacen. Es urgente que ofrezcan alternativas, cursos de acción posibles, no solo para mantener las apariencias, sino para rescatar al país del marasmo en el que se encuentra. La descarada manipulación de las instituciones por parte de DB y su séquito, de sus aliados congresales, no puede pasar desapercibida. Es hora de que los partidos demuestren que están aquí para algo más que ser meros «vientres de alquiler».

Así que, estimados partidos, este es su momento de brillar, o al menos de intentar hacerlo. Demuestren que son mucho más y están a la altura de las circunstancias que demanda el país, o al menos que pueden fingir que lo están. Tracen una hoja de ruta clara y viable que nos saque de este lío, o al menos que parezca que lo están haciendo. La renuncia de DB, seguida de una transición bien organizada, podría ser el primer paso, pero no el único. ¡Vamos, sorpréndannos con su capacidad para liderar y construir un futuro mejor para el Perú!

El reloj sigue avanzando, y con él, la necesidad de acciones decisivas, o al menos de fingir que se toman. Porque, después de todo, si no es ahora, ¿cuándo? ¡Tic, tac, partidos políticos el tiempo corre! ¡No nos defrauden!

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La Policía Nacional del Perú la quiere emprender contra el caricaturista “Carlín”, Carlos Tovar Samanez, por publicar una viñeta en la que dejaba manifiesta la corrupción de la institución.

¿Cuál es el motivo de escándalo, si efectivamente la Policía Nacional es, desde hace tiempo, una de las entidades más corruptas del organigrama estatal? Casi a diario vemos noticias donde policías son detenidos o descubiertos cobrando coimas, participando en delitos varios o prestándose al accionar de mafias delictivas.

El tejido institucional que favorece el crecimiento de las organizaciones criminales incluye al INPE (las cárceles son oficinas del delito), el Ministerio Público y el Poder Judicial (donde los mafiosos son librados por fallos absolutorios o “errores procesales” que luego favorecen su impunidad), pero es la policía el principal eslabón de la cadena corrupta que propicia la ola delictiva que el país está sufriendo.

Hace muchos años, un exministro del Interior me contó cómo, el primer día que asumió el cargo, se le acercó el alto mando policial y le hizo entrega de un maletín con una enorme suma de dinero y le indicaron que era el monto correspondiente que le tocaba por su cargo (claramente era el precio de no tocar el statu quo). Mi informante rechazó la coima y desde allí solo sufrió boicots y trampas que pronto le costaron el puesto.

¿Quién de los que me lee y conduce un vehículo no ha recibido jamás una solicitud de dinero por parte de la policía de tránsito a cambio de no imponer una multa? Y ese es el delito al menudeo. Los delitos de corrupción mayores son los vinculados a las operaciones de las diversas mafias delictivas (narcotráfico, minería ilegal, trata de personas, tráfico de terrenos, contrabando, extorsión, etc.), que sobreviven gracias a la colaboración policial.

Quien quiera combatir el delito creciente en el Perú tiene que empezar por una purga de la costra corrupta de la policía. Hay buenos elementos y buenos mandos, que han sabido mantener la decencia en medio del pantano. En base a ellos, que se les conoce, se debe edificar la nueva policía. Sin ese paso, será imposible derrotar a la delincuencia y llama poderosamente la atención,por ello, que muchos de los impulsores de la mano dura, eviten hablar de ella cuando se trata de imponerla a una institución donde la corrupción ha hecho metástasis.

Se necesita una policía decente e ilustrada, que sea una institución democrática y moderna, que sepa aquilatar, por lo pronto, la Constitución y respetar, como derecho básico, la libertad de prensa.

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[CIUDADANO DE A PIE] Un problema regional

América Latina es hoy por hoy la región más violenta del mundo, en la que se producen algo menos del 40% del total de asesinatos registrados a nivel internacional, a pesar de representar únicamente el 13% de la población mundial. Los hechos ocurridos en Ecuador la semana pasada no hacen sino confirmar esta realidad. Presentamos aquí algunos importantes hallazgos de las investigaciones que, sobre el fenómeno delictivo en Latinoamérica, ha publicado el reconocido especialista Marcelo Bergman en su libro “El negocio del crimen: El crecimiento del delito, los mercados ilegales y la violencia en América Latina.”

La tesis “disruptiva” de Bergman, como él mismo la califica, trasciende las tradicionales explicaciones legales (códigos penales inadecuados) y sociológicas (pobreza, marginación, desempleo) sobre el delito y su expansión. Según el autor, básicamente vivimos las consecuencias de la expansión de un “negocio rentable”, que encontró un hábitat ideal en los tiempos de fuerte crecimiento económico de la región, y cuya rentabilidad es, en última instancia, el resultado de una demanda sostenida de bienes de origen ilícito, acompañada del incumplimiento sistemático de las leyes y de la impunidad resultante de los delincuentes.

Cuestión de equilibrios

Uno de los planteamientos más interesantes del libro, es el análisis la delincuencia sirviéndose de lo que se denomina un “modelo de equilibrio general”, esto es, un conjunto de interacciones entre factores que incentivan, y otros que imponen límites a las actividades criminales. De acuerdo con este modelo, la actividad delictiva en un determinado tiempo y país, alcanzará uno de dos tipos de equilibrio:  el equilibrio de baja criminalidad (EBC), o el equilibrio de alta criminalidad (EAC), aunque siempre es posible el pasaje entre uno y otro.

Un país con EBC se caracteriza por la existencia extendida de mercados secundarios, abastecidos por redes de contrabando y robo, como consecuencia directa de la demanda ciudadana constante de una variedad de productos ilícitos (drogas, autopartes, celulares etc.). Las actividades de estos mercados se realizan prácticamente sin ningún tipo de interferencia por parte de las autoridades. Esta tolerancia se explica generalmente por la recepción de sobornos, aunque también existen razones políticas, tales como asegurar un cierto nivel de satisfacción consumista a sectores sociales, cuyos escasos recursos, no les permitirían adquirir estos bienes por la vía legal. En todo caso, la actividad criminal permanece controlada, restringida y subordinada a los poderes públicos, siempre capaces de ejercer, según las circunstancias y conveniencias, una disuasión efectiva mediante la aplicación de leyes y sanciones. En lo que respecta a la violencia en países EBC (Chile, Uruguay, Paraguay, Argentina) Bergman señala: “cuando la policía y otras agencias controlan el crimen para su propio beneficio, los niveles de violencia permanecen relativamente bajos.”, y esto debido a que el Estado es capaz de evitar la aparición de poderosos grupos criminales susceptibles de entrar en conflicto entre sí.

En un país con EAC, en cambio, el Estado se presenta como totalmente incapaz de regular y sancionar el negocio criminal, debido a la existencia de bandas con altos niveles de organización y concentración de poder, que cuentan además con eficientes redes de complicidad al interior de las fuerzas del orden, entidades estatales, empresas y la política -sustentadas en el pago de sobornos, financiación de campañas, amenazas y coerción-, o mediante la infiltración directa de sus miembros en estas instancias. Estas bandas no solo se dedican a los lucrativos negocios del contrabando y el narcotráfico, sino que han diversificado sus actividades hacia otros ámbitos más depredadores, como el tráfico de personas, la extorsión, el secuestro, la tala y minería ilegales, los mismos que, dada su altísima rentabilidad, son la causa de constantes luchas por el poder entre bandas rivales. Violencia, corrupción e impunidad caracterizan estos EAC en países tales como México, Colombia, Honduras, Guatemala y ciertas regiones del Brasil, los cuales exhiben, como parámetro distintivo, tasas de homicidios superiores a 20 asesinatos por cada cien mil habitantes.

La inestabilidad delictiva

En ciertas condiciones, que Bergman ha denominado de “inestabilidad delictiva”, es posible una ruptura de estos equilibrios, y el pasaje resultante de un EBC hacia un EAC y viceversa. Un ejemplo de esta última situación es El Salvador, país que ha pasado de ostentar la tasa de asesinatos más elevada del planeta en 2015 (106 por 100 000 habitantes), a la más baja de su historia en 2023 (2.4 por 100 000 habitantes), como resultado de una serie de duras medidas adoptadas -algunas de ellas bastante controversiales- por el gobierno de Nayib Bukele. El paso contrario (de un EBC a un EAC) lo está viviendo dramáticamente Ecuador, que después de haber sido considerado, bajo el gobierno de Rafael Correa, como el segundo país más seguro de Latinoamérica, con una tasa de homicidios de 6.7 por 100 mil habitantes, se ha convertido en el país más violento de la región, con una tasa de asesinatos siete veces superior. La explicación de este fenómeno es doble: por una parte, el desmantelamiento de los entes públicos encargados de la lucha contra el crimen y la rehabilitación de los delincuentes -llevado a cabo por los presidentes Moreno y Lasso-, y por otra, los cambios que han tenido lugar en las organizaciones criminales y los circuitos del tráfico mundial de la cocaína, como consecuencia de las acciones represivas de otros países, que han convertido a Ecuador en un territorio estratégico para el narcotráfico (efecto globo).

¿Y el Perú?                                                      

La afirmación de que en el Perú se encuentran presentes todos los elementos característicos de una situación de alta criminalidad (con la excepción, por el momento, de una mayor tasa de asesinatos), resulta de una experiencia social tan omnipresente, que solo genera una abrumadora sensación colectiva de estar atrapados sin salida, en un país que, como señala Juan Carlos Tafur, se está convirtiendo en el mejor destino de las mafias. Un día sí, y otro también, los medios de comunicación y las redes sociales, nos inundan de noticias de corrupción en todos los niveles de la sociedad, de una delincuencia depredadora con apoyos políticos, y de una desvergonzada impunidad. Todas las últimas encuestas, nacionales y regionales, arrojan resultados similares: la mayoría de peruanos identifica la delincuencia como el problema que más les afecta, y señalan como responsables de esta situación al gobierno central, el sistema de justicia, los congresistas y la Policía Nacional, autoridades que, por otra parte, son identificadas como las más corruptas del país. El evidente fracaso gubernamental de un supuesto “Plan Boluarte por la seguridad ciudadana”, cuya existencia misma ha sido luego desmentida por la propia supuesta autora, no hacen sino incrementar el enojo y la desazón de una ciudadanía cada vez más propensa a demandar “soluciones radicales”, de la mano de algún “Bukele” local. Incluso un personaje de derechas tan sopesado como Jaime de Althaus, reflexionando sobre el tipo de outsider que convendría al Perú, llegaba a la conclusión de que “un Bukele más que un Milei” sería el apropiado. ¿Es realmente esto así? Aunque la situación salvadoreña es muy distinta a la nuestra, el Perú podría sufrir pronto de un “efecto globo”, similar al ocurrido en Ecuador (Farid Kahhat), lo que podría llevarnos a niveles de violencia asesina característicos de los países con EAC. Si esto no ha sido así hasta ahora, y en ello concordamos con Augusto Álvarez Rodrich, es porque “los políticos se llevan bien con las mafias. No hay campañas fuertes contra el crimen organizado y varios congresistas están a su servicio. Ningún político se ha comprado el pleito. Cuando eso ocurra, recién todo cambiará.” ¿Ocurrirá alguna vez?

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[LA COLUMNA DECA(N)DENTE] Durante el 2023, la deslegitimación del poder ejecutivo y del poder legislativo fue notoria. Tanto la presidenta Boluarte como los congresistas han perdido el respaldo y la aceptación de la población, lo que lleva a una falta de confianza en su capacidad para gobernar y legislar de manera justa y efectiva. Esta pérdida de legitimidad se relaciona con varios factores, como la ausencia o debilidad de los partidos políticos, los abusos de poder, la violación de derechos humanos, la recesión económica, la corrupción, entre otros más.

En cuanto al poder ejecutivo, la falta de un partido político propio fue un gran obstáculo para la gestión de la presidenta Boluarte. Sin un respaldo orgánico, Boluarte tuvo que depender de los partidos políticos presentes en el legislativo. Esto la llevó a establecer relaciones estrechas con aquellos partidos, los cuales, guiados por sus propios y particulares intereses, colocaban sus temas en la agenda legislativa sin mayor objeción del ejecutivo. Las relaciones con los mismos debilitaron la autoridad de Boluarte. Al depender de ellos para aprobar sus leyes, Boluarte se vio obligada a ceder a sus demandas. Esto le dio a los partidos políticos un gran poder sobre el gobierno, lo que erosionó la autoridad presidencial.

Además, la ausencia de un partido propio y la necesidad de negociar constantemente para obtener apoyo dificultaron el diseño e implementación de políticas a largo plazo. Por eso mismo, la atención presidencial se centró más en mantener alianzas políticas inmediatas que en la planificación estratégica a largo plazo.

En relación con el poder legislativo, una de las causas de su pérdida de legitimidad fueron los escándalos de corrupción en los cuales se vieron envueltos muchos congresistas, como en el caso de “Los Niños”. Gracias al “operativo Valkiria”, se cuenta con indicios razonables de que la presunta organización criminal, liderada por la suspendida Fiscal de la Nación, Patricia Benavides, habría ofrecido impunidad a los congresistas a cambio de sus votos para inhabilitar a la fiscal Zoraida Ávalos, designar al Defensor del Pueblo e investigar y destituir a los integrantes de la Junta Nacional de Justicia.

La deslegitimación del poder ejecutivo y del poder legislativo ha tenido un impacto negativo en el país. Cuando los ciudadanos pierden la confianza en sus gobernantes, es más difícil para ellos tomar decisiones y alcanzar consensos. Esto puede conducir a una gestión pública lenta e ineficaz. Asimismo, pierden la confianza en la democracia en general. Esto puede conducir a un aumento de la polarización política y de la desilusión con la democracia. De igual modo, es más probable que surjan movimientos populistas o autoritarios que puedan amenazar la democracia.

La deslegitimación del poder ejecutivo y del legislativo, así como sus efectos negativos en la confianza ciudadana y en la estabilidad democrática, requiere medidas como el combate a la corrupción, la transparencia y la rendición de cuentas, y el fortalecimiento de los partidos políticos. Sin embargo, ni el ejecutivo ni el legislativo tienen incentivos para implementar estas medidas, pues consideran que el país ha logrado estabilidad al finalizar el 2023, tal como afirmó el premier Otárola.

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