impunidad

[La columna deca(n)dente] Cuando un ministro del Interior acumula denuncias de ineficacia, miente con descaro, evade la justicia y, en lugar de responder a las investigaciones en su contra, contraataca denunciando a la fiscal de la Nación, el problema no es solo él: es el gobierno que lo sostiene. Pero cuando ese ministro, además, es protegido por la presidenta Dina Boluarte y cuenta con el respaldo de Keiko Fujimori, César Acuña, Rafael López Aliaga, Vladimir Cerrón y José Luna, el panorama se vuelve aún más preocupante.

La permanencia del ministro en el cargo no se explica, presumiblemente, por su capacidad ni por su gestión, sino por lo que sabe. Su lealtad no es gratuita: es el precio de su silencio. En un gobierno donde la impunidad es la norma, un ministro con demasiados secretos bajo la manga se convierte en un escudo invaluable. Boluarte no lo sostiene por convicción, sino por necesidad. Si él cae, podría arrastrarla consigo.

Su negativa a acudir a la fiscalía y la entrega de un teléfono formateado no son gestos de rebeldía, sino de advertencia: él tiene información que lo hace intocable. En este escenario, su permanencia es menos una decisión política y más un pacto de mutua protección. No es el ministro quien depende del gobierno, sino el gobierno el que depende de él.

Pero el problema no es solo el Ejecutivo. Que este ministro cuente con el respaldo de políticos que dicen representar distintos sectores del espectro ideológico revela un pacto de conveniencia: una alianza pragmática en la que la impunidad se antepone a cualquier principio político. No hay derechas ni izquierdas en esta ecuación, solo actores que buscan sobrevivir políticamente protegiéndose unos a otros. En otras palabras, la corrupción no tiene patria ni bandera.

El acceso anticipado del ministro a un reportaje que lo compromete y su intento de influir en la prensa evidencian un uso sistemático de la información como arma política. Esto sugiere dos cosas: que existen filtraciones desde los medios o que la información se obtiene de manera ilegal. Esto último es una pieza clave en regímenes donde la corrupción es norma y la transparencia, una amenaza.

El país se encuentra ante una deriva peligrosa. Lo que se está consolidando no es un gobierno con una agenda clara, sino una coalición de la impunidad, donde los acuerdos no giran en torno a reformas o políticas públicas, sino a blindajes y favores. Este no es un gobierno de derecha ni de izquierda, sino un gobierno de intereses personales, de grupo y criminales.

En este escenario, la justicia se convierte en una amenaza para quienes ostentan el poder. La policía no responde a la seguridad ciudadana, sino a las órdenes de quienes la controlan políticamente. La prensa es atacada y la institucionalidad, erosionada. Mientras tanto, el ciudadano común es testigo de cómo unos cuantos malgobiernan y legislan en beneficio de las organizaciones criminales.

¿Hasta cuándo durará este pacto? Hasta que las tensiones internas entre sus propios integrantes lo hagan insostenible o hasta que la sociedad, junto con líderes y partidos políticos democráticos, decida romper con esta lógica de impunidad. La pregunta es si la ciudadanía seguirá tolerando un gobierno que, lejos de garantizar justicia y seguridad, se ha convertido en el refugio de quienes más temen rendir cuentas y buscan eludir la justicia.

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[La columna deca(n)dente] La reciente ola de denuncias constitucionales contra congresistas de las bancadas de Podemos, Alianza para el Progreso, Acción Popular, Perú Libre y Fuerza Popular, entre las principales, ha sacado a la luz la corrupción dentro del Congreso. Al menos 15 congresistas han sido denunciados, lo cual muestra la magnitud del problema. Sin embargo, además de las acusaciones y los escándalos, hay un problema más profundo que requiere atención: la «banalidad del mal» que se ha apoderado de la cultura política.

La «banalidad del mal» es un concepto acuñado por la filósofa Hannah Arendt. Describe cómo el mal extremo puede ser cometido por personas ordinarias, sin una motivación particularmente maligna o ideológica. Esto significa que la corrupción congresal no es necesariamente el resultado de una intención malévola, sino de una cultura de impunidad.

La indiferencia y la apatía de los congresistas hacia las consecuencias de sus acciones permiten que el mal generado por el abuso de poder persista. Sumado a esto, la sensación de impunidad los lleva a cometer actos contrarios a la ley sin rubor alguno, lo que refleja un ejercicio del poder sin ningún tipo de control.

Esta dinámica de abuso de poder no es solo producto de la conducta individual de los congresistas, sino también de un ambiente donde la competencia por posiciones de influencia y el acceso a recursos fomenta el sacrificio de la ética en favor de los intereses personales y de grupo. La falta de una supervisión rigurosa y de consecuencias reales para el ejercicio descontrolado del poder perpetúa un círculo vicioso en el que la rendición de cuentas es una ilusión y el poder se ejerce de manera arbitraria y despótica. Hoy, ebrios de poder, creen que están por encima de la ley y la justicia. También creen que pasarán a la historia como los «congresistas del Bicentenario», pero no saben que ya están condenados al basurero de esta.

La resolución de estos casos requiere una transformación profunda en la práctica y la mentalidad de los congresistas, una tarea titánica en la que no tienen el menor interés, ya que no les importan la transparencia, la rendición de cuentas y el bien común. La «banalidad del mal» en el Congreso no puede ser derrotada con soluciones superficiales, como la promesa de reformas políticas cosméticas. Se requiere, en general, un cambio en la forma en que se piensa y ejerce el poder. En última instancia, solo nuestra participación en la vida política puede romper este círculo de abuso de poder y corrupción.

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Abuso de poder, Congreso, impunidad, mochasueldos, parlamentarios

[La columna deca(n)dente]

La reciente aprobación de dos polémicos proyectos de ley por parte de la Comisión Permanente del Congreso ha desencadenado una seria preocupación tanto a nivel nacional como internacional. Estos proyectos han sido objeto de críticas por parte de analistas y diversos sectores de la sociedad debido a las implicaciones profundas que podrían tener para la democracia y el Estado de derecho en el país.

El primer proyecto de ley ha generado controversia al limitar la aplicación del concepto de crimen organizado únicamente a delitos que generan valor económico, como el narcotráfico, excluyendo delitos como el sicariato, la extorsión, la tortura y el asesinato. Esta restricción debilita la capacidad del sistema judicial para enfrentar eficazmente la criminalidad violenta y organizada, poniendo en riesgo la seguridad pública y la confianza de los ciudadanos en las instituciones estatales.

Por su parte, el segundo proyecto de ley es igualmente alarmante al declarar prescritos los crímenes considerados de lesa humanidad cometidos antes del 2003. Esta medida va en contra de los compromisos internacionales asumidos por Perú al suscribirse tanto al Estatuto de Roma como a la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y Delitos de Lesa Humanidad, que establecen la imprescriptibilidad de tales crímenes. El proyecto de ley aprobado niega a las víctimas de estas atrocidades su derecho fundamental a la justicia, la verdad y la reparación, beneficiando de manera directa a Alberto Fujimori, Vladimiro Montesinos y el grupo Colina, entre otros, así como a los subversivos de Sendero Luminoso y del MRTA.

La aprobación de estos proyectos refleja un preocupante panorama político donde las diferencias ideológicas y partidarias parecen diluirse frente a intereses particulares y la protección de organizaciones criminales. Partidos como Fuerza Popular, Alianza para el Progreso, Renovación Popular, Acción Popular, Perú Libre, entre otros, han mostrado una convergencia nada sorprendente al respaldar medidas que debilitan gravemente el Estado de derecho y el bienestar de la ciudadanía en general.

El impacto de estas leyes va más allá de sus implicaciones inmediatas; amenaza con socavar los pilares fundamentales sobre los que se sustenta la democracia peruana. El debilitamiento del sistema judicial y la posible consolidación de la impunidad podrían generar un clima de desconfianza y desesperanza entre los ciudadanos, afectando la estabilidad política y social del país a largo plazo.

Quienes hoy legislan, embriagados de poder, creen que pueden hacer lo que quieran, olvidando que el poder es efímero y que tarde o temprano pagarán por sus fechorías. Esta arrogancia y desmesura en el ejercicio del poder no solo pone en riesgo la estabilidad política, sino que también amenaza los cimientos mismos de la democracia y el Estado de derecho. La historia ha demostrado repetidamente que el abuso de poder y la corrupción inevitablemente conducen a la caída de aquellos que creen estar por encima de la ley y la justicia.

Ante este escenario, es imperativo que los ciudadanos, la sociedad civil, los partidos políticos democráticos y la comunidad internacional estén alertas y actúen de manera decidida para defender el Estado de derecho y los derechos humanos en el país. La resistencia activa y la presión constante sobre el Congreso para revertir estas leyes son cruciales para evitar retrocesos irreversibles y asegurar un futuro justo, fraterno y equitativo para todos y todas. 

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La mentira en la política ha sido un tema recurrente a lo largo de la historia. Desde las pequeñas omisiones hasta las grandes falsedades, los políticos han utilizado el engaño para obtener o mantener el poder. Las razones para mentir son variadas. Algunos políticos mienten para ocultar sus errores o para evitar escándalos. Otros mienten para hacer promesas que saben que no pueden cumplir. Y otros mienten simplemente para manipular a la opinión pública y ganar votos.

Un flagrante ejemplo de la mentira en la política lo encontramos en el escándalo conocido como «Rolexgate». A pesar de las evidencias que señalan a la presidente Dina Boluarte como beneficiaria de la compra de los lujosos relojes por Wilfredo Oscorima, generoso y desprendido gobernador regional de Ayacucho, la presidenta ha negado cualquier responsabilidad, afirmando que no le fueron obsequiados, sino prestados. Cabe destacar que, al admitir este préstamo de manera pública, la mandataria habría incurrido en el delito de enriquecimiento ilícito.

La actitud arrogante, y despectiva de Dina Boluarte hacia la fiscalía que la investiga, ha generado indignación en la población. ¿Cómo es posible que la mandataria Dina Boluarte se permita ostentar este tipo de lujos mientras el país atraviesa una grave crisis económica y social?

Además, en el Congreso de la República, se han registrado casos de legisladores que se apropiaban parte del salario de sus trabajadores, los consabidos «mochasueldos». Estos congresistas, abusando de su poder y posición, explotaban a sus empleados y se enriquecían a costa de su trabajo. Una conspicua representante de los mismos, que haciendo eco del sentir de cada uno de ellos, sostuvo que la «mochada de sueldo» constituye «una práctica parlamentaria, (…) una costumbre, que no es correcta, pero costumbre al fin y al cabo». Esta “costumbre”, lejos de ser un hecho aislado, refleja la profunda crisis moral que atraviesa el poder legislativo. 

Estos casos no son hechos aislados, sino que forman parte de un patrón alarmante de falta de integridad en la política. La opacidad y la ausencia de rendición de cuentas por parte de autoridades como la mandataria, congresistas y gobernadores regionales socavan la confianza en las instituciones democráticas y propician un clima de impunidad.

Es fundamental que se lleven a cabo investigaciones exhaustivas, siempre dentro del marco del debido proceso, para que los responsables de los delitos cometidos sean llevados ante la justicia. Solo así se podrá restaurar la confianza en el sistema judicial y el Estado de derecho.

La lucha contra la impunidad política no es una tarea sencilla, pero es una batalla que no podemos eludir. Se trata de una lucha por la justicia, por la transparencia y por la construcción de una sociedad más justa y equitativa. Es hora de que los ciudadanos y los partidos políticos genuinamente democráticos asuman el liderazgo en esta crucial batalla.

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[CIUDADANO DE A PIE] Un problema regional

América Latina es hoy por hoy la región más violenta del mundo, en la que se producen algo menos del 40% del total de asesinatos registrados a nivel internacional, a pesar de representar únicamente el 13% de la población mundial. Los hechos ocurridos en Ecuador la semana pasada no hacen sino confirmar esta realidad. Presentamos aquí algunos importantes hallazgos de las investigaciones que, sobre el fenómeno delictivo en Latinoamérica, ha publicado el reconocido especialista Marcelo Bergman en su libro “El negocio del crimen: El crecimiento del delito, los mercados ilegales y la violencia en América Latina.”

La tesis “disruptiva” de Bergman, como él mismo la califica, trasciende las tradicionales explicaciones legales (códigos penales inadecuados) y sociológicas (pobreza, marginación, desempleo) sobre el delito y su expansión. Según el autor, básicamente vivimos las consecuencias de la expansión de un “negocio rentable”, que encontró un hábitat ideal en los tiempos de fuerte crecimiento económico de la región, y cuya rentabilidad es, en última instancia, el resultado de una demanda sostenida de bienes de origen ilícito, acompañada del incumplimiento sistemático de las leyes y de la impunidad resultante de los delincuentes.

Cuestión de equilibrios

Uno de los planteamientos más interesantes del libro, es el análisis la delincuencia sirviéndose de lo que se denomina un “modelo de equilibrio general”, esto es, un conjunto de interacciones entre factores que incentivan, y otros que imponen límites a las actividades criminales. De acuerdo con este modelo, la actividad delictiva en un determinado tiempo y país, alcanzará uno de dos tipos de equilibrio:  el equilibrio de baja criminalidad (EBC), o el equilibrio de alta criminalidad (EAC), aunque siempre es posible el pasaje entre uno y otro.

Un país con EBC se caracteriza por la existencia extendida de mercados secundarios, abastecidos por redes de contrabando y robo, como consecuencia directa de la demanda ciudadana constante de una variedad de productos ilícitos (drogas, autopartes, celulares etc.). Las actividades de estos mercados se realizan prácticamente sin ningún tipo de interferencia por parte de las autoridades. Esta tolerancia se explica generalmente por la recepción de sobornos, aunque también existen razones políticas, tales como asegurar un cierto nivel de satisfacción consumista a sectores sociales, cuyos escasos recursos, no les permitirían adquirir estos bienes por la vía legal. En todo caso, la actividad criminal permanece controlada, restringida y subordinada a los poderes públicos, siempre capaces de ejercer, según las circunstancias y conveniencias, una disuasión efectiva mediante la aplicación de leyes y sanciones. En lo que respecta a la violencia en países EBC (Chile, Uruguay, Paraguay, Argentina) Bergman señala: “cuando la policía y otras agencias controlan el crimen para su propio beneficio, los niveles de violencia permanecen relativamente bajos.”, y esto debido a que el Estado es capaz de evitar la aparición de poderosos grupos criminales susceptibles de entrar en conflicto entre sí.

En un país con EAC, en cambio, el Estado se presenta como totalmente incapaz de regular y sancionar el negocio criminal, debido a la existencia de bandas con altos niveles de organización y concentración de poder, que cuentan además con eficientes redes de complicidad al interior de las fuerzas del orden, entidades estatales, empresas y la política -sustentadas en el pago de sobornos, financiación de campañas, amenazas y coerción-, o mediante la infiltración directa de sus miembros en estas instancias. Estas bandas no solo se dedican a los lucrativos negocios del contrabando y el narcotráfico, sino que han diversificado sus actividades hacia otros ámbitos más depredadores, como el tráfico de personas, la extorsión, el secuestro, la tala y minería ilegales, los mismos que, dada su altísima rentabilidad, son la causa de constantes luchas por el poder entre bandas rivales. Violencia, corrupción e impunidad caracterizan estos EAC en países tales como México, Colombia, Honduras, Guatemala y ciertas regiones del Brasil, los cuales exhiben, como parámetro distintivo, tasas de homicidios superiores a 20 asesinatos por cada cien mil habitantes.

La inestabilidad delictiva

En ciertas condiciones, que Bergman ha denominado de “inestabilidad delictiva”, es posible una ruptura de estos equilibrios, y el pasaje resultante de un EBC hacia un EAC y viceversa. Un ejemplo de esta última situación es El Salvador, país que ha pasado de ostentar la tasa de asesinatos más elevada del planeta en 2015 (106 por 100 000 habitantes), a la más baja de su historia en 2023 (2.4 por 100 000 habitantes), como resultado de una serie de duras medidas adoptadas -algunas de ellas bastante controversiales- por el gobierno de Nayib Bukele. El paso contrario (de un EBC a un EAC) lo está viviendo dramáticamente Ecuador, que después de haber sido considerado, bajo el gobierno de Rafael Correa, como el segundo país más seguro de Latinoamérica, con una tasa de homicidios de 6.7 por 100 mil habitantes, se ha convertido en el país más violento de la región, con una tasa de asesinatos siete veces superior. La explicación de este fenómeno es doble: por una parte, el desmantelamiento de los entes públicos encargados de la lucha contra el crimen y la rehabilitación de los delincuentes -llevado a cabo por los presidentes Moreno y Lasso-, y por otra, los cambios que han tenido lugar en las organizaciones criminales y los circuitos del tráfico mundial de la cocaína, como consecuencia de las acciones represivas de otros países, que han convertido a Ecuador en un territorio estratégico para el narcotráfico (efecto globo).

¿Y el Perú?                                                      

La afirmación de que en el Perú se encuentran presentes todos los elementos característicos de una situación de alta criminalidad (con la excepción, por el momento, de una mayor tasa de asesinatos), resulta de una experiencia social tan omnipresente, que solo genera una abrumadora sensación colectiva de estar atrapados sin salida, en un país que, como señala Juan Carlos Tafur, se está convirtiendo en el mejor destino de las mafias. Un día sí, y otro también, los medios de comunicación y las redes sociales, nos inundan de noticias de corrupción en todos los niveles de la sociedad, de una delincuencia depredadora con apoyos políticos, y de una desvergonzada impunidad. Todas las últimas encuestas, nacionales y regionales, arrojan resultados similares: la mayoría de peruanos identifica la delincuencia como el problema que más les afecta, y señalan como responsables de esta situación al gobierno central, el sistema de justicia, los congresistas y la Policía Nacional, autoridades que, por otra parte, son identificadas como las más corruptas del país. El evidente fracaso gubernamental de un supuesto “Plan Boluarte por la seguridad ciudadana”, cuya existencia misma ha sido luego desmentida por la propia supuesta autora, no hacen sino incrementar el enojo y la desazón de una ciudadanía cada vez más propensa a demandar “soluciones radicales”, de la mano de algún “Bukele” local. Incluso un personaje de derechas tan sopesado como Jaime de Althaus, reflexionando sobre el tipo de outsider que convendría al Perú, llegaba a la conclusión de que “un Bukele más que un Milei” sería el apropiado. ¿Es realmente esto así? Aunque la situación salvadoreña es muy distinta a la nuestra, el Perú podría sufrir pronto de un “efecto globo”, similar al ocurrido en Ecuador (Farid Kahhat), lo que podría llevarnos a niveles de violencia asesina característicos de los países con EAC. Si esto no ha sido así hasta ahora, y en ello concordamos con Augusto Álvarez Rodrich, es porque “los políticos se llevan bien con las mafias. No hay campañas fuertes contra el crimen organizado y varios congresistas están a su servicio. Ningún político se ha comprado el pleito. Cuando eso ocurra, recién todo cambiará.” ¿Ocurrirá alguna vez?

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[LA COLUMNA DECA(N)DENTE] El cambio de votos por impunidad es una práctica política cuestionable que implica problemas éticos y legales. Esta práctica plantea dos problemas. En primer lugar, el cambio de votos por impunidad puede considerarse un acto de corrupción. Los congresistas que cambian sus votos a cambio de impunidad están utilizando su posición para obtener beneficios personales, como la impunidad, a expensas del interés público. Esto compromete la integridad del sistema político y socava los principios de la representación política.

Los congresistas, al utilizar su posición para obtener impunidad, están abusando de la confianza depositada en ellos por los ciudadanos. En lugar de representar los intereses de la sociedad, están utilizando su influencia para protegerse a sí mismos.

En lugar de actuar como representantes del pueblo, están priorizando sus intereses personales sobre las necesidades y deseos de quienes los eligieron. Esta situación socava la confianza en el sistema político, lo que puede tener consecuencias a largo plazo para la estabilidad y la legitimidad de la democracia.

En segundo lugar, el cambio de votos por impunidad viola principios éticos fundamentales que deben regir la conducta de los congresistas. La ética política implica el comportamiento moral y responsable de los representantes electos en el ejercicio de sus funciones. En ese sentido, los congresistas tienen la responsabilidad ética de actuar en beneficio de la sociedad que representan.

Al cambiar sus votos para obtener impunidad, los congresistas están desviándose de esta responsabilidad. La ética política exige transparencia y honestidad en el ejercicio del poder. Cuando los congresistas negocian impunidad a cambio de votos, están socavando la confianza pública y minando la transparencia que debería caracterizar el proceso legislativo.

La ética política también está vinculada a la integridad personal de los representantes electos. Cambiar votos por impunidad puede implicar una falta de integridad, ya que los congresistas están comprometiendo sus principios éticos en aras de beneficios personales.

Finalmente, el cambio de votos por impunidad es perjudicial para la democracia. La violación de la ética política no solo compromete la integridad de los congresistas, sino que también erosiona la confianza pública en el sistema democrático. Fomentar la ética en la política es esencial para preservar la integridad de las instituciones democráticas y garantizar que los representantes electos actúen en beneficio de la sociedad en su conjunto.

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[INFORMES] Sin lugar a dudas, los casos de corrupción que se han conocido en la última década, como el de Odebrecht, han marcado un antes y después en la política peruana. Los involucrados han sido investigados, detenidos y señalados por la condena social y sus agrupaciones políticas vieron que sus décadas de historia en la política nacional quedaban en ruinas y perdían credibilidad incluso ante quienes alguna vez fueron sus militantes. Los rezagos de estos escándalos todavía se perciben en la actualidad y, difícilmente, alguno de los involucrados podrá algún día desligarse de una mancha de esta magnitud.

Sin embargo, aunque la mayoría de políticos no logró librarse de tener que dar explicaciones a la justicia y más de uno supo lo que es pasar la noche en una cárcel, algunos de los que tuvieron un papel protagónico en estos escandalosos casos de corrupción vienen escapando de la justicia que, al menos con ellos, parece mostrar cierta displicencia. Este es el caso de Luis Ernesto Gómez Cornejo Rotalde.

ALIADO DE VILLARÁN

La historia de Gómez Cornejo Rotalde data del cuestionado paso de Susana Villarán por la Municipalidad de Lima. En aquella época, como la mayoría recuerda, la entonces alcaldesa debió afrontar un proceso de revocatoria que ponía en riesgo que su mandato cumpla con el periodo estipulado de cuatro años. Su derecho a preparar una campaña que le permita culminar su paso por la municipalidad está fuera de discusión, pero la manera en que este fue financiado es lo que terminó siendo objeto de investigación.

Tal como se puede observar en los documentos del proceso legal que debió afrontar Villarán de la Puente, la famosa campaña en favor del No a la revocatoria no se habría realizado con fondos lícitos. Como lo señala más de un colaborador, el dinero que llegaba para mantener a Susana Villarán en el cargo provenía desde Brasil y había sido solicitado por la propia Villarán y sus personas de confianza con la finalidad de garantizar que algunas de las obras que ejecutaba la Municipalidad de Lima puedan continuar.

Un prófugo misteriosoEs en ese momento cuando el nombre de Luis Ernesto Gómez Cornejo Rotalde toma una importancia indiscutible. Acorde a la declaración del Colaborador Eficaz N° 101-2019 que data del año 2019, José Miguel Castro Gutiérrez, quien fue nombrado por Villarán para ocupar el cargo de gerente municipal, se encargó de anunciarle a los enviados de Brasil que el dinero ilícito para la campaña que impediría la revocatoria se entregarían a Gómez Cornejo Rotalde, al que se referían como “lucho”.

Un prófugo misteriosoA ello se le suma un acta fiscal que data de mayo del 2019 en la que se muestra un cruce de llamadas entre un número correspondiente a la Constructora OAS y Gómez Cornejo. Cabe señalar en este punto que la empresa OAS tenía gran interés en asegurar la continuidad del millonario proyecto Línea Amarilla.

Además, según lo declarado por el Colaborador Eficaz N° 101-2019, la Empresa OAS contaba con un sector denominado Controladoría que servía para cumplir acuerdos ilícitos de pago de coimas y Gómez Cornejo fue el señalado por el gerente municipal de Villarán para recibir el dinero que no sólo ayudaría a la evitar la revocatoria sino también para afrontar una futura reelección.

En la declaración correspondiente al colaborador eficaz N° 105-2019, el monto que debía aportar la empresa OAS, quienes tenían como nexo para la entrega del dinero a Gómez Cornejo Rotalde, era de tres millones de dólares. Antes de indicarles el monto que esperaban de ellos, el gerente municipal, José Miguel Castro Gutiérrez, les aclaró que “iba a dividir los costos de la campaña entre las empresas que tenían concesiones junto a la Municipalidad Metropolitana de Lima”.

Por otro lado, la versión del Colaborador Eficaz N° 115-2019 indicaba que Alexandre Alves de Mendonca, exgerente de contratos de OAS Perú, se reunió con Gómez Cornejo Rotalde en el Hotel Novotel de San Isidro para entregarle dinero en efectivo entre diciembre de 2012 y marzo del 2015. Además, este colaborador relató que, en febrero del 2013, Alexander Alves de Mendonca se encontró con Luis Ernesto Gómez Cornejo Rotalde en el local de Starbucks ubicado en la avenida Conquistadores para entregarle una suma que de doscientos o trescientos mil dólares.

Las reuniones con este aliado de Villarán continuaron y, en el mes de marzo, asistió a una nueva entrega que esta vez se realizaría en QP Hotels para recibir 120 mil dólares. Para el año 2015 se volvieron a reunir en el mes de marzo para otra entrega que se encontraba entre los 120 y 150 mil dólares.

Pero no sólo estos colaboradores complican la situación de Gómez Cornejo al contar su rol en la entrega de dinero ilícito. Algunas de las personas cercanas a Villarán también han confirmado su papel como la personas que manejaba los fondos. Este es el caso de Anel Towsend, quien declaró ante la justicia en 2017 que la propia Susana Villarán le indicó que Luis Gómez Cornejo era el encargado de los pagos correspondientes a la campaña.

Además, Carlos Enrique Juscamaita Aranguena, quien participó activamente en las coordinaciones para la campaña del No a la revocatoria, indicó que  Gómez Cornejo Rotalde era quien le entregaba el dinero para sostener la campaña contra la revocatoria y llegó a darle noventa mil soles entre enero y marzo del 2013.

UN ESCAPISTA

Sin embargo, pese a la contundente evidencia que lo compromete y que los otros involucrados han tenido que rendir cuentas a la justicia, el presente de Luis Ernesto  Gómez Cornejo Rotalde es sospechosamente distinto. Aunque pesa sobre el orden de captura, el encargado del dinero ilícito para las campañas de Villarán actualmente se encuentra libre.

A finales del año pasado, su defensa legal recibió un revés al conocer que el juez Jorge Luis Chávez Tamariz declaró infundado el pedido para que Gómez Cornejo pase a tener detención domiciliaria alegando que padece una serie de enfermedades y también debe cuidar a su madre . Sin embargo,  hasta la fecha sigue sin entregarse a las autoridades.

Un prófugo misteriosoSobre Luis Gómez Cornejo pesan una serie de imputaciones por lavado de activos relacionados con el caso detallado previamente con la empresa OAS y también con Odebrecht para la campaña contra la revocatoria y las elecciones municipales de 2014. Esto podría llevar a que quien en algún momento fue asesor de Javier Villa Stein, cuando era presidente del Poder Judicial, y coordinador del gabinete de asesores de Duberli Rodríguez deba cumplir una pena de quince años en prisión.

Quizá lo único rescatable de los escándalos relacionados con corrupción que se han conocido en los últimos años es que permite realizar una limpieza en la política peruana. Sin embargo, si algunos actores protagonistas, como es el caso de Luis Ernesto Gómez Cornejo Rotalde, quedan impunes quedará como un pésimo precedente que invita a creer que se podría repetir la historia.

 

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Tiene razón la expresidenta del Tribunal Constitucional, Marianella Ledesma, cuando señala que, de acuerdo a la Constitución, el presidente Castillo sí puede y debe ser investigado, no como ha interpretado facilistamente la Fiscal de la Nación, Zoraida Ávalos, al abrir y clausurar de inmediato la investigación al Primer Mandatario, señalando que así lo prescribe el artículo 117 de la Carta Magna.

Eso no dice el texto constitucional. Habla de la acusación, la que efectivamente no procede hasta que el gobernante culmine su mandato, pero sí se le puede investigar. Es un disparate, como bien ha subrayado Ledesma, iniciar un proceso de pesquisa al cabo de cuatro años, con pruebas perdidas, testigos olvidadizos, elementos de prueba dispersos.

Indicios hay más que suficientes para iniciar una investigación. Contratos públicos obtenidos luego de reuniones con el presidente Castillo, en los cuartos clandestinos, sin registro, del pasaje Sarratea, e injerencia indebida en los ascensos militares, son los dos temas gruesos denunciados que han merecido la intervención del Ministerio Público, pero debe corregirse los alcances truncos que la Fiscal de la Nación le ha dado al tema.

Por supuesto, el impacto de esta investigación va más allá de los temas estrictamente judiciales. Porque por más que se le investigue a Castillo no se le podrá acusar, pero si el proceso de pesquisas ajusta, como es usual, a algunos de los partícipes, como Bruno Pacheco, exsecretario personal del Presidente, o a la lobista Karelim López, y confirma una conducta impropia del Primer Mandatario, lo que caerá por su propio peso será el reinicio de un proceso de vacancia en el Congreso.

Y esta vez, de confirmarse las sospechas, sería muy difícil que Castillo salga bien librado. Ya el propio César Acuña, líder de Alianza para el Progreso, ha anunciado que, ante indicios de corrupción, su partido no extenderá manto de protección alguno al inquilino de Palacio. Y suponemos que lo mismo ocurrirá con Acción Popular, con lo cual, sumas hechas, bastará para sacar a Castillo de Palacio.

Por eso la importancia de que se le inicie una investigación al Presidente. No es admisible tolerar un segundo a un gobernante teñido de sombras de corrupción, como sucedió con PPK y Vizcarra, cuya renuncia y vacancia respectivas se debieron a ello. Zoraida Ávalos ha trabajado, en esta ocasión, a favor de la impunidad.

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