[MÚSICA MAESTRO]  Cuando pensamos en la historia y evolución de la música, se dan dos clases de categorizaciones. La primera de ellas tiene que ver con los géneros y/o estilos. Ya sea por razones cronológicas, corrientes artísticas, ubicaciones geográficas -entre otras variables-, nos encontramos con una lista interminable de nombres y cada una de estas etiquetas contiene, a su vez, otra lista, aun más larga y en constante incremento, de derivados o subgéneros, como nos referimos a ellos quienes ejercemos el columnismo sobre este fascinante arte mayor, uno de los vehículos de expresión de sentires y opiniones más completos creado por la especie humana.

Así tenemos, solo por dar algunos ejemplos, música barroca -referencia a la época en que surgió, entre los siglos XVI y XVII-, música peruana -referencia geográfica que, en este caso, alude a un país-, música para niños -referencia al público al cual está dirigida-, música rock -contracción de “rock and roll”, nombre original de lo que salió a finales de la década de los años cuarenta, a partir de la fusión de varias formas musicales populares norteamericanas como el jazz, el blues, el country y el gospel. Y así podríamos continuar hasta llenar páginas enteras solo mencionando el frondoso árbol de géneros y subgéneros que han ido apareciendo a lo largo del tiempo. Cada una de estas ramificaciones tiene, además, una intención, un tipo de mensaje, un propósito.

Y allí es donde surge la segunda clase de categorización, más subjetiva, relacionada a las motivaciones que tienen los artistas para componer o interpretar. Hay música para enamorar(se) -música romántica-, para bailar y divertirse -música bailable-, para serenarse -música fácil de escuchar- y así por el estilo. Aunque menos concreta, esta clasificación también tiene matices asociados con las emociones, pretensiones artísticas e historias individuales de cada músico, aspectos que pueden ser de todo menos estáticos o invariables en el tiempo. Y esto último también aplica para el público consumidor/oyente, pues las categorías también son susceptibles de modificarse y cruzarse de acuerdo con qué sentimientos puedan llegar a identificarse más con una música u otra.

En ese sentido, la evolución -o, en algunos casos, involución- del largo catálogo de géneros y subgéneros existentes nos permiten contar con un amplio abanico de opciones, según nuestras edades, gustos y preferencias. Así, un grupo de personas que tengan entre 65 y 75 años bailarán hasta el cansancio con las elegantes y alegres rumbas de La Sonora Matancera o El Gran Combo mientras que sus nietos harán lo mismo escuchando las babosadas de Shakira, Rosalía o Bad Bunny, sin perder de vista que, gracias a la impredictibilidad de la naturaleza y el aprendizaje humanos, puede haber tanto adolescentes que prefieran la salsa clásica como ancianos reggaetoneros.

El problema aparece cuando pensamos en cómo los públicos han tenido acceso a las diferentes clases de música popular, desde la invención de las transmisiones radiales y los inicios de la industria discográfica. Para nadie es un secreto que el music business se rige por las leyes del mercado, por lo que siempre han predominado aquellos estilos y artistas que aseguren ganancias más rápidas y voluminosas.

En épocas pasadas, sin internet, TV por cable ni redes sociales, la radio y la televisión abierta eran los únicos canales a disposición de los artistas populares para dar a conocer sus producciones musicales, además por supuesto de los conciertos. Y, en virtud de las leyes del mercado mencionadas, estos medios de comunicación tradicionales se concentraban en difundir canciones que no causaran ninguna incomodidad, ya sea en términos de percepción sonora -ritmos fáciles de seguir, voces acompasadas, instrumentos reconocibles- como en aspectos líricos -letras cuyas temáticas no cruzaran la línea de lo social y políticamente correcto, con enfoques muy delimitados: relaciones interpersonales, rebeldía adolescente, fiestas y entretenimientos diversos. Podía ser pop, balada, rock, salsa o merengue pero, en líneas generales, las canciones solo podían ponerse de moda si trataban de alguno de esos ejes temáticos o posibles combinaciones de los mismos, que no contuvieran reflexiones muy profundas o cuestionadoras al statu quo.

Sin embargo, también han existido otros artistas, capaces de tocar de manera concreta o metafórica aquellos temas que el establishment preferiría desaparecer de toda agenda pública, tratando siempre de reprimirlos y, si estaba en sus posibilidades, hasta de anularlos con sofisticadas estrategias de censura -a través del ninguneo, la invisibilización, el desprestigio, que ahora se conocen como “cancelaciones”- y, en el caso de regímenes dictatoriales, con abiertas amenazas que incluyeron campañas de persecución y exilios. Y si dejaba pasar algún tema disonante era porque tenía ciertos matices que la hacían más ligera. Por eso, por ejemplo, en el Perú de 1986 era más fácil escuchar en radios un tema como Puedes ser tú de Miki González que Destruir de Narcosis, porque la primera suena más rítmica, graciosa y chacotera que la segunda, más amargada y oscura.

Hace treinta o cuarenta años, movimientos como el de la Nueva Canción Chilena -artistas afines a las ideas de izquierda que llevaron al poder a Salvador Allende en 1973 como Víctor Jara o Inti Illimani-, la segunda generación del folk-rock norteamericano -que abarca toda la década de los sesenta en plena era de la lucha por los derechos civiles, que tiene a Joan Baez y Bob Dylan como sus principales figuras- o la Nueva Trova Cubana -hijos del espíritu inicial de la revolución de Fidel Castro, con Silvio Rodríguez y Pablo Milanés a la cabeza- fueron componiendo un bloque alternativo de canciones que encontraba su camino en patios de universidades, salas pequeñas de conciertos, publicaciones/programas culturales y una que otra aparición en medios masivos.

Aunque la internet ha solucionado en gran parte esta desigual distribución de oportunidades para la difusión musical con canales como YouTube o Spotify, el poder sigue teniéndole miedo y rabia a aquellos géneros musicales que busquen hacer pensar al público. Cuando la corrupción, el cinismo y la desvergüenza campea entre políticos y clases dirigentes, como lo que estamos viviendo hoy en el Perú, canciones grabadas y estrenadas hace tantas décadas se vuelven himnos modernos por la vibrante actualidad y contundencia de sus mensajes. Mientras, la fiesta interminable y la dicotomía amor/ desamor de géneros convencionales como el pop-rock, la salsa y el latin-pop sigue, aumentada por la chabacanería barata y exhibicionista del reggaetón, la cumbia y la bachata, dispuestos a hacer creer a las masas que la indignación no existe y solo tenemos tiempo para divertirnos, comer parrilla y comprar carros. Pero sí hay, para su disgusto, canciones para pueblos indignados. Y son muy buenas.

“Don’t you know? /They’re talking about a revolution and it sounds / like a whisper…” (¿No lo sabes? Ellos están hablando de una revolución y suena / como un suspiro”) cantaba en 1988 la trovadora afroamericana Tracy Chapman en Talkin’ ‘bout a revolution, que abre su sensacional álbum debut. El tema, de intenso mensaje político, tuvo cierta rotación en los programas de videoclips de la televisión local en su momento, en una versión en vivo extraída del concierto de Amnistía Internacional en donde la debutante cantautora interactuó con pesos pesados como Sting y Peter Gabriel, hoy brilla por su ausencia en las programaciones de las radios “rock and pop”, a diferencia de la suave (y excelente) balada Baby can I hold you? del mismo LP.

Chapman apareció como una rara avis entre Debbie Gibson y los New Kids on the Block, como heredera de un legado que incluía, por partes iguales, a Bob Dylan -que acuñó clásicos de la canción indignada pero a la vez esperanzadora como Blowin’ in the wind (The Freewheelin’ Bob Dylan, 1963) o The times they are a-changin (1964)- y a Marvin Gaye, autor del clásico What’s going on, himno en contra de la guerra y la brutalidad policial. Por cierto, el emblemático tema-título de la décima primera producción del recordado vocalista de soul, fue reactualizada en 1986 por Cyndi Lauper, una de las estrellas más exitosas del pop-rock ochentero, en su segundo LP True colors.

¿Podría una obra cargada de mensajes de genuina y justa protesta ciudadana como la Cantata de Santa María de Iquique del septeto chileno Quilapayún hacerse conocida en estos tiempos y generar empatía, como lo hizo en 1978, entre las masas actuales de jovencitos, de todas las clases socioeconómicas de Lima, que viven idiotizados por las redes sociales? Sus duras y patéticas palabras, descripciones de una masacre que perpetró el ejército chileno contra miles de obreros en Iquique a inicios del siglo XX, podrían usarse para recordar lo que ocurrió aquí, en Juliaca y Ayacucho, a comienzos de este 2023.

Durante sus casi cuarenta minutos, el conjunto de los ponchos negros resume con sus roncas voces, guitarras, charangos y bombos, una historia que es común a la historia de Latinoamérica, en frases como esta: “… es mejor que se vayan sin protestar / que aunque pidan y pidan nada obtendrán. / Vayan saliendo entonces de ese lugar / que si no acatan órdenes lo sentirán…”. Lo mismo ocurre con la conmovedora Te recuerdo Amanda de otro chileno, Víctor Jara (Pongo en tus manos abiertas, 1969) que en su momento fue himno para jóvenes idealistas y hoy sería imposible encontrarla en el playlist de un universitario promedio (salvo contadas excepciones, siempre pequeñas si las comparamos con las hordas de fans del TikTok).

Rubén Blades, el cantautor, actor y abogado panameño, es el ejemplo definitivo de las múltiples combinaciones que pueden darse en esto de los géneros y las intenciones de los artistas. Reconocido como uno de los salseros más importantes, se caracterizó por sus letras inteligentes y destacó en un género que es básicamente para bailar y no para la reflexión. En su tercer disco como solista, una vez terminada su con el sello Fania Records, titulado Buscando América (1984) incluye un reggae llamado Desapariciones, una crónica ficticia de cinco casos de ciudadanos inocentes secuestrados por abusivas “fuerzas del orden”. Los Fabulosos Cadillacs, popular combo argentino de latin-rock que usa géneros caribeños como el ska y el reggae, versionó esta canción en su sexto álbum El León (1992).

Y, siguiendo con los desaparecidos, el ícono del rock argentino Charly García colocó, en clave más metafórica, la luminosa Los dinosaurios, en su segundo álbum como solista, el extraordinario Clics modernos (1983). Otros músicos argentinos han contribuido a este catálogo de melodías comprometidas como, por ejemplo, León Gieco que estrenó en 1978 un himno a la esperanza frente a la corrupción y el abuso, Solo le pido a Dios o la cantautora María Elena Walsh que escribió en 1973 un poema musicalizado, Como la cigarra, hermosa alegoría dedicada a los luchadores sociales y víctimas de todo tipo de opresión política. Mercedes Sosa se apropió de ambas con sus telúricas interpretaciones registradas en el legendario concierto en Argentina tras su exilio (1982). Este recuento no puede terminar sin Get up, stand up, composición de Bob Marley y Peter Tosh que apareció en el sexto álbum de The Wailers, Burnin’ (1973).

Casi todos los artistas considerados aquí han cruzado, en más de una ocasión, la línea entre lo marginado y lo socialmente aceptable, con canciones que hasta hoy suenan en emisoras locales -Decisiones de Blades, El león de los Cadillacs, Three Little birds de Marley o Nos siguen pegando debajo de Charly. Un caso más contemporáneo es el de Calle 13, banda portorriqueña de hip-hop y ovejas negras del reggaetón, de quienes podemos seguir escuchando Atrévete-te-te, de su álbum debut (Calle 13, 2005), repleta de rimas divertidas y vulgares pero no Latinoamérica (Entren los que quieran, 2012), con líneas mucho más directas y transcendentes, ni siquiera porque cuenta allí con la colaboración de nuestra compatriota Susana Baca. Todo esto no hace más que confirmar la clásica estrategia de control social de los medios y los círculos de poder a través de la distracción y el embotamiento de los sentidos porque, como decía el compositor y docente universitario Gil Scott-Heron, la revolución no será televisada (1970).

 

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[MÚSICA MAESTRO] “Creo que es uno de los músicos más creativos y dotados que Dios nos ha regalado” escribió Steve Vai en las notas que acompañan al CD Vai Piano Reductions Vol. 1 (2004). Y los halagos prosiguen: “Lo he visto hacer cosas en varios instrumentos (al mismo tiempo, ocasionalmente) que desafían a la realidad y, aunque el dominio técnico que posee es extraordinario, es la profunda voz de su oído interior la verdadera razón de su brillo”. El álbum, incluido en The Secret Jewel Box, una colección especial de 10 discos producida por Vai contiene -como indica el título- once composiciones suyas, transcritas al piano y tocadas por Mike Keneally (61), un músico nacido en New York y criado en San Diego, California, que a pesar de sus extraordinarios talentos e ideas innovadoras -como en este video de YouTube en el que muestra las múltiples aplicaciones de su nueva guitarra Strandberg-, nunca aparece en los listados de “los mejores” que suelen publicarse cada cierto tiempo en revistas especializadas como Guitar Player o Rolling Stone.

Para cuando Keneally decidió hacer este homenaje a la música de su colega, su discografía personal ya bordeaba la veintena de títulos, tanto en solitario como al frente de su banda de hard-rock y jazz fusión Beer For Dolphins. Desde que inició su carrera como músico, con Drop Control, grupo amateur que armó con su hermano Marty, entre 1983 y 1987, Mike orientó su creatividad y destreza hacia un estilo estrambótico y poco convencional, combinando ideas de músico serio y experimental con juegos sonoros y parodias, emulando a su ídolo Frank Zappa. Precisamente, fue junto al genio de Baltimore que Mike Keneally, a los 27 años, tuvo su primer trabajo formal.

Como él mismo cuenta, llamó por teléfono a Frank, a fines de 1987, y le dijo que estaba “profundamente familiarizado con su material”. Como Zappa andaba planificando una gira mundial le dio una oportunidad al postulante. Para su audición, se preparó practicando algunas de las piezas más complejas que se sabía de su extenso catálogo. Consiguió el puesto, convirtiéndose en el “stunt guitarist” del renovado combo de Frank Zappa, un lugar que había sido ocupado previamente por Adrian Belew (1976), Warren Cuccurullo (1977-1980) y su futuro amigo, Steve Vai (1981-1983). “Stunt”, que en español significa “acrobacia, truco”, es también el término con el que se denomina, en la industria cinematográfica, a los “dobles”, encargados de grabar escenas peligrosas o físicamente exigentes. Keneally, además de la guitarra, se encargó de los teclados -cubriendo al anterior, Tommy Mars- y de ser vocalista de apoyo.

De hecho, el primer instrumento de Mike Keneally fue siempre el piano -comenzó a tomar lecciones a los siete años- pero poco a poco la guitarra fue ganando espacio en su vida profesional. Como gran admirador que era de Zappa, aquella oportunidad de salir de gira con su ídolo fue un sueño hecho realidad. Entre marzo y junio de 1988, la banda hizo 81 conciertos en Estados Unidos y Europa. Lamentablemente, la gira terminó de forma abrupta debido a problemas internos y de financiamiento. Aun así, Zappa se las arregló para generar, a partir de esos shows, tres álbumes en vivo: Broadway the hard way (1988), The best band you never heard in your life y Make a jazz noise here (ambos de 1991).

En esos discos, podemos escuchar a Keneally reproduciendo complejos solos y riffs, además de cantar en temas como Elvis has just left the building, What kind of girl? -haciendo el papel de “groupie”- e imitando a Johnny Cash en el cover de Ring of fire, la parodia country Rhymin’ man y en el monólogo de Who needs the Peace Corps?, así como en la célebre reproducción, nota por nota, del solo de Jimmy Page en Stairway to heaven, al unísono con la sección de metales integrada por Bruce Fowler (trombón), Walt Fowler (trompeta), Paul Carman (saxo alto), Albert Wing (saxo tenor) y Kurt McGettrick (saxo barítono). En el 2018, para conmemorar los 30 años de aquella gira, se lanzó al mercado por primera vez el último concierto de Zappa en los Estados Unidos, completo, realizado el 25 de marzo de 1988 en el coliseo Nassau de New York.

El universo sonoro de este virtuoso e hiperactivo guitarrista/tecladista se nutre, por supuesto, del aprendizaje que fue para él su breve y sustancioso paso por la escuelita de Frank. Lo notamos tanto en las evoluciones instrumentales de álbumes como el primer disco de Beer For Dolphins, Sluggo! (1997) como en los arrebatos experimentales de su debut como solista, el impredecible hat. (1992) o en las progresiones acústicas de Wooden smoke (2001). Y hasta en su más reciente producción discográfica, The thing that knowledge can’t eat (2023) -en cuyo single Celery puedo oírse a Steve Vai con uno de sus inconfundibles solos- se sienten con claridad los ecos de aquella influencia. Ya sea como líder de la banda que se formó en 1991 para el concierto-homenaje The Zappa’s Universe o como integrante del proyecto musical de los hijos de su maestro y guía, Dweezil y Ahmet, una divertida banda de hard-rock y heavy metal llamada simplemente Z, que lanzó un par de álbumes entre 1994 y 1996, Keneally lleva siempre el estandarte del legado musical que admiró desde su adolescencia.

La música que escribe e interpreta Mike Keneally no es fácil de escuchar para el oyente promedio. Las disonancias y ataques polirrítmicos son permanentes en cada una de sus producciones y pueden llegar a ser excesivas aun para los oídos más entrenados. Además de las evidentes referencias al estilo de Frank Zappa, hay en sus desarrollos mucho de Robert Fripp y Allan Holdsworth, de Adrian Belew y Tom Morello, de Pat Metheny y John Scofield. Basta con escuchar un par de canciones de álbumes como The mistakes (1995), su extraordinario segundo disco en solitario, Boil that duck speck (1994) o Dog (2004, tercer álbum de Beer For Dolphins), para tener una ligera idea de sus alcances.

Para dar forma a sus intrincadas ideas, Keneally tiene como cómplices estables al bajista Bryan Beller, el guitarrista Rick Musallam y Joe Travers, extraordinario baterista que además está encargado, desde hace varios años, de conservar y digitalizar las grabaciones contenidas en las legendarias bóvedas donde Frank Zappa almacenó las grabaciones que hizo de todos sus conciertos y sesiones, un almacén que sirve de base para la infinidad de colecciones póstumas que viene publicando The Zappa Family Trust. Unas veces como Beer For Dolphins y otras simplemente como The Mike Keneally Band, estos cuatro instrumentistas se zurran en todas las tendencias y enrostran al mundo su enorme talento y destreza, ganados con años de obsesiva práctica y disciplina, sin importar los ataques de quienes critican su exceso de técnica y academicismo interpretativo. Aquí podemos verlos en acción, en un concierto de 2018 realizado en el club Silo de Napa, California.

En 1997 el mundo del rock corporativo tuvo ocasión de enterarse de quién era Mike Keneally cuando, como parte de la banda de Steve Vai, participó en la primera gira G3 junto a Eric Johnson y Joe Satriani. El CD G3 Live in Concert tiene una versión en DVD en la que podemos ver cómo Mike y Steve tocan, al unísono, en perfecta sincronía y con sorprendente tranquilidad, los vertiginosos solos de The attitude song y Answers, dos conocidos temas de Vai.  Al final de este show -un clásico para los amantes del “shredding”- Keneally entona, acompañado por los tres guitarristas, My guitar wants to kill your mama, del octavo álbum de The Mothers Of Invention, Weasels ripped my flesh (1970). También aparece permanentemente en las tocadas de The Aristocrats, el power trío instrumental conformado por Guthrie Govan (guitarra), su compañero en Beer For Dolphins Bryan Beller (bajo) y el alemán Marco Minnemann (batería), con quien Mike lanzó un par de álbumes como dúo, los extraños Evidence of humanity/Elements of a manatee (2010), díptico cargado de densas e inextricables improvisaciones. Aquí lo vemos junto al británico Govan -otro de los “shredders” del momento- tocando juntos un clásico de Zappa, el proto-metal Zomby Woof, del disco Over-nite sensation (1973).

Mike Keneally grabó, el año 2004, dos álbumes con The Metropole Orkest, The universe will provide y Parallel universe, uniéndose de esta manera a una selecta lista de personalidades de rock y jazz -Elvis Costello, Snarky Puppy, Todd Rundgren, Robert Fripp, Steve Vai- que han trabajado con este prestigioso ensamble holandés fundado en 1948. En clave de música instrumental contemporánea, estos discos proponen un viaje incierto por sonidos confusos y a la vez estructurados, un caos sinfónico que se inscribe en la tradición de compositores vanguardistas como Pierre Boulez (1925-2016) o Edgard Varèse (1883-1965) pero mezclados con fuertes dosis de rock progresivo y jazz al estilo King Crimson, Eric Dolphy, Miles Davis, Ozric Tentacles y, por supuesto, Frank Zappa.

Además de haber lanzado, en las últimas tres décadas, más de cuarenta álbumes con material para guitarras y teclados particularmente complejo y exigente, compuestos y producidos por él mismo, Mike Keneally se da siempre tiempo para colaborar con otros artistas, alternando tanto con estrellas del rock progresivo como del universo de los “shredders” -instrumentistas extremadamente rápidos y virtuosos. Por ejemplo, ha participado en diversos lanzamientos del sello norteamericano Magna Carta Records, en discos-tributo a bandas como Genesis, Yes o Gentle Giant. Entre 2021-2023, una vez superadas las restricciones por pandemia, Keneally se involucró en tres proyectos musicales de alto calibre, además de mantener actualizada su web www.keneally.com con detalladas crónicas y descripciones de sus giras, ideas y lanzamientos.

Dream Sonic es el más reciente. Se trata de una gira conjunta de tres importantes nombres del metal progresivo, que se viene realizando en estos días en varias ciudades de Estados Unidos y Canadá. Mike Keneally aparece como integrante de la banda de Devin Townsend, cantante y multi-instrumentista canadiense de larga trayectoria. Completan el cartel Animals As Leaders -trío instrumental fundado por el guitarrista norteamericano-nigeriano Tosin Abasi, una sensación de la nueva generación de “shredders”- y los legendarios Dream Theater. Por su parte, Prog-Ject es un supergrupo organizado por el baterista Johnatan Mover, ex integrante de Marillion y GTR, el conjunto que armaron en los ochenta Steve Hackett (Genesis) y Steve Howe (Yes), que realizó una extensa gira el año pasado y viene calentando para hacer lo propio entre agosto y octubre de este año, además de ser parte del Cruise To The Edge 2022, un crucero que navega de Miami a Jamaica y las Islas Gran Caimán con un nutrido listado de conciertos durante seis días. El repertorio de Prog-Ject -que también integran el tecladista Ryo Okumoto y el baterista N. D’Virgilio (Spock’s Beard, The Neal Morse Band), el bajista Pete Griffin (Zappa Plays Zappa), el cantante Michael Sadler (Saga)- está conformado por temas de bandas como Pink Floyd, King Crimson, Yes, Genesis, Rush, Emerson Lake & Palmer, Jethro Tull y muchos más exponentes del rock progresivo clásico.

Con respecto a The Zappa Band, se trata de ex miembros de distintos periodos de la historia musical de Frank, que se reunieron en el 2018 como parte de un proyecto llamado The Bizarre World of FZ en el que ellos acompañaban a una versión holográfica del fallecido cantante y guitarrista. Junto a Mike estuvieron Robert Martin (voz, teclados, saxos), Ray White (voz, guitarra), Scott Thunes (bajo), Ed Mann (percusiones), Jamie Kime (guitarra) y Joe Travers (batería). Después de eso, fueron invitados para ser teloneros de King Crimson en el tramo norteamericano de su primera gira postpandemia Music is our friend, veinte shows entre agosto y octubre del 2021.

No es la primera vez, desde luego, que Keneally es parte de estos tributos a su mentor. Además del ya mencionado The Zappa’s Universe, ha estado en diversas ediciones del Zappanale para tocar, ya sea solo o como parte de colectivos expertos en el repertorio zappesco como The Ed Palermo Band, The Grandemothers o The Band From Utopia. Precisamente, en la edición #32 de este festival anual que, desde 1989, se celebra en Bad Doberan, al norte de Alemania, se presentó al frente de The Mike Keneally Report, con la participación especial de Robert Martin, para hacer un concierto de casi dos horas incluyendo varios temas de Zappa como The jazz discharge party hats o Yo’ mama. Un homenaje permanente a la figura que inspiró a este virtuoso e hiperactivo artista.

 

 

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[MÚSICA MAESTRO] Susana Baca de la Colina nació un 24 de mayo de 1944 en Lima, en el seno de una familia de escasos recursos económicos pero mucho corazón y mucha música. Sus padres provenían de San Luis de Cañete, uno de los enclaves de poblaciones afroperuanas que cultivaban ritmos típicos como festejo, landó, zamacueca, marinera y el zapateo. Los recordados Carlos “Caitro” Soto (1934-2004), Pepe Vásquez (1961-2014) y Ronaldo Campos (1927-2021), fundador de Perú Negro, fueron sus primos por vía materna.

Como cuenta en sus memorias tituladas Yo vengo a ofrecer mi corazón (Penguin Random House, 2021), como la canción de Fito Páez, su madre le dio las herramientas básicas para sobreponerse a las apreturas económicas y los prejuicios de una sociedad limeña que la postergaban, además, por ser mujer y por ser negra. El libro es un relato abierto, sensible y sincero en el que la artista nos cuenta, con una calidez idéntica a la que despliega sobre los escenarios, las distintas etapas de su vida, usando una suave y entretenida prosa, actividad que no le es ajena pues ya lleva publicadas varias de sus investigaciones como Del fuego y del agua (1992) o El amargo camino de la caña dulce (2013), junto a Francisco Basili y al sociólogo boliviano Ricardo Pereira (su esposo, manager y productor desde 1984). Con ellos publicó también un libro para niños, El bautizo de la cometa (2020).

Antes de ser una ciudadana del mundo, Susana vivió en los distritos limeños de Lince, Chorrillos, Barranco y Miraflores. Una vez acabado el colegio, tuvo que decidir qué estudiar. Y, aunque la música anduvo rondándola desde muy temprana edad, eligió ser maestra y para ello postuló a la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle. Allí, en La Cantuta, bajo el auspicio académico del reconocido intelectual Juan José Vega Bello (1932-2003), Susana Baca se introdujo en la poesía y la investigación. A finales de los sesenta inició una estrecha relación con la cantautora criolla Chabuca Granda, quien sería su más grande influencia personal y artística. También fue en Chosica donde la futura estrella tuvo sus primeros contactos con la realidad del país, compartiendo vivencias con estudiantes de la sierra y la selva que abrieron su mundo, hasta entonces marcado por las costumbres y problemáticas propias de su familia.

Susana Baca concluyó su formación universitaria entre recitales de poesía, archivadores y esporádicas actuaciones, en los que llamaba la atención por su intensa sensibilidad para interpretar valses, marineras y ritmos afroperuanos. Después de algunas experiencias musicales al frente del grupo Tiahuanaco 2000, decidió dedicarse a la docencia. Se tituló y consiguió una plaza como maestra en una institución educativa unidocente en Ochonga, “un pueblo que no aparecía en el mapa”, distrito de Palcamayo, provincia de Tarma (Junín) y, posteriormente, en un colegio de un pueblo joven de El Agustino (Lima), marcado por la marginalidad y la violencia urbana. En ambos casos, la artista dejó una huella imborrable en sus alumnos, quienes veían en ella a una compañera que los ayudaba a descubrir sus talentos y canalizar sus energías a través del deporte, la pintura, el baile y la música.

En ese tiempo, trabó amistad con destacados personajes de la movida cultural peruana de la época como los poetas Alejandro Romualdo (1926-2008) y Juan Gonzalo Rose (1927-1983), los fundadores del colectivo poético contracultural Hora Zero o el grupo de folk-rock El Polen, a quienes invitó como su acompañamiento a un festival realizado en Alemania Occidental en 1973 e incluso llegó a grabar dos canciones con ellos, El mundo revivido y Ahijada de la luna, redescubiertas en el siglo 21 por el sello independiente Repsychled Records.

A partir de su trabajo como asistente de Juan José Vega, Susana Baca se acercó a las ideas de izquierda, las mismas que abrazó con convicción y alegría, pensando en el bien común. Asimismo, tuvo contacto con la filosofía hippie de sus amigos poetas y músicos, disfrutando de la libertad y el vuelo creativo de esa forma de pensar. Fue amiga de Alfonso Barrantes (1927-2000), ex alcalde de Lima y líder histórico de Izquierda Unida, partido del que fue militante desde su fundación.

En el 2011, Ollanta Humala la invitó a su gabinete como Ministra de Cultura (entre julio y diciembre de ese año), convirtiéndose en la primera mujer negra en llegar a tan alto cargo, aunque se retiró desencantada de los cálculos y acomodos de la política formal. En febrero de este año, tras las lamentables muertes generadas por la represión policial en varios puntos del país, Susana Baca lanzó en sus redes sociales un poderoso mensaje contra la actual Presidenta de la República Dina Boluarte, una muestra de consecuencia e indignación ante los sucesos que ocasionaron la muerte de nuestros compatriotas, y que fue ignorado por la prensa concentrada.

Su amistad con Chabuca Granda la llevó a conectarse con el intenso ambiente de jaranas y peñas pero, debido a sus convicciones artísticas y sociales, no tuvo una carrera convencional como sus colegas. “Las letras de la música criolla no me gustan” llegó a decir. En lugar de eso, se dedicó a musicalizar poesías de Romualdo (Si me quitaran…), Rose, Vallejo (Heces), Neruda (Los marineros), entre otros. Los siguientes años los pasó viajando por varios países de Latinoamérica (Argentina, Chile, Brasil, Cuba) y Europa (Unión Soviética, Alemania, Suiza), con músicos peruanos como Juan Medrano Cotito, Roberto Arguedas, Arturo Ruiz del Pozo, Félix Casaverde. Ya en los ochenta, la artista comenzó a producir sus primeras grabaciones en cassettes (Poesía y canto negro, 1987).

Susana Baca se distinguió siempre por tener un estilo etéreo, volátil y emocional. Sobre los escenarios luce como una aparición, una especie de alma de ébano con voz sutil e intensa, siempre con trajes coloridos y largos, siempre descalza. Esa personalidad la complementaba con su decisión de incluir en su repertorio cantos negros y andinos aprendidos o recuperados a través de investigaciones en sus viajes por el interior, además de sus admirados poetas y, por supuesto, las canciones de Chabuca Granda, cuya muerte en 1983 la afectó profundamente. Ese mismo año tuvo una pequeña experiencia como actriz, en la película Ojos de perro del director Alberto “Chicho” Durant. En 1986 compartió escenario con grandes artistas como los cubanos Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, los argentinos Alberto Cortez y León Gieco, los chilenos Isabel Parra e Inti Illimani, entre otros, en Semana de Integración Cultural Latinoamericana-SICLA, un histórico y polémico festival realizado en varias zonas de Lima, entre ellas Villa El Salvador.

Tras casi dos décadas de una carrera al margen de las modas y las radios, paseando su arte en Latinoamérica y Europa, un hecho fortuito le daría un nuevo giro a su carrera. Susana Baca llamó la atención del norteamericano David Byrne, famoso cantante, guitarrista y compositor principal de Talking Heads, quien había integrado al pop-rock de su banda las sonoridades del África y Latinoamérica. Como solista hizo lo propio, desde inicios de los noventa y hasta fundó un sello discográfico, Luaka Bop Records, especializado en lanzar recopilaciones de músicos brasileños y cubanos. En 1994, mientras estudiaba español en New York, su profesor le alcanzó una grabación de María Landó -poema de César Calvo musicalizado por Chabuca-, cantada por Susana Baca. De inmediato, Byrne quedó impactado por la interpretación y pidió que lo contactaran con ella, lo cual terminó con una visita del rockero a Lima, para encontrarse con ella en su casa de Miraflores. Ese mismo año, María Landó fue incluida en una de las recopilaciones de Luaka Bop, titulada Afro-Peruvian Classics: The Soul of Black Peru (1995).

Desde entonces, Susana Baca ingresó por la puerta grande al mundo de la llamada “world music”, un rótulo creado para contener a todos los estilos y fusiones que no provenían de Estados Unidos o Europa. Así, nuestra compatriota se convirtió en la representante sudamericana de una nueva generación de vocalistas internacionales como Cesaria Evora (Cabo Verde), Miriam Makeba (Sudáfrica), Omara Portuondo (Cuba), entre otras, con largas carreras en sus respectivos países pero que recién eran descubiertas por el público occidental-anglosajón. Entre 1997 y 2011 lanzó seis álbumes para Luaka Bop –Susana Baca (1997), Eco de sombras (2000), Espíritu vivo (2002), Travesías (2005), Seis poemas (2009) y Afrodiáspora (2011)-, realizó extensas giras por todo el mundo y su nombre se hizo conocido a lo largo y ancho de la aldea global.

Sus interpretaciones de autores tan diversos como Andrés Soto, Caetano Veloso, Björk, Mongo Santamaría, Chabuca Granda o Tite Curet Alonso son una integración sonora de finas instrumentaciones, cargadas de percusiones y guitarras acústicas, y un repertorio que recoge toda la experiencia ganada en más de dos décadas de investigaciones acerca del acervo musical de los pueblos afroperuanos. En su última producción discográfica, Palabras urgentes (Real World, 2021), la vocalista redondea un nuevo triunfo artístico con estilos como vals, salsa, huayno, tango y festejo. Aquí podemos apreciar su actuación en el programa argentino Encuentro en el estudio (2013), conducido por el periodista Lalo Mir, quien la describe como “una artista independiente hasta los dientes”.

El 2011 colaboró, junto a María Rita (Brasil) y Totó La Momposina (Colombia) en el tema Latinoamérica del dúo de hip hop Calle 13, por el cual recibió su segundo Grammy Latino -el primero había sido una década atrás por el álbum Lamento negro (Tumi Music, 2001). El 2016 fue invitada por el prestigioso colectivo de jazz Snarky Puppy, para participar en un disco en vivo titulado Family dinner Vol. 2, cantando Molino Molero y Fuego y agua.

En el año 2020, en plena pandemia, Susana Baca grabó un disco en su casa, un hermoso y retirado reducto en Santa Bárbara, apacible barrio de San Luis de Cañete que colinda con el océano. Esta producción, titulada A capella, le trajo su tercer Premio Grammy Latino como Mejor Álbum Folklórico. Ese mismo año, en diciembre, realizó el concierto Maestra Vida, transmitido gratuitamente por su canal de YouTube, desde la elegante Casa Paz Soldán, cuadra 10 del Jirón de la Unión, en pleno Centro Histórico de Lima.

Para celebrar el Bicentenario, Susana Baca y su banda se unieron al escritor Alonso Cueto para el concierto online que se llamó Decires y Cantares: Un siglo en la música peruana (1921-2021), realizado en los ambientes de la barranquina galería de arte Dédalo. Y, en octubre del 2022, fue invitada a participar de la serie de conciertos Tiny Desk, organizados por la National Public Radio (NPR Music), de Washington DC, en la que también han actuado artistas como Café Tacuba (México), Angélique Kidjo (Benin), U2 (Irlanda) y muchos otros. Hace poco estrenó un nuevo recital online, Epifanías, grabado en el histórico Convento de los Descalzos del Rímac.

Como vemos, Susana Baca se acerca a los 80 años en la plenitud de su talento. Maestra de profesión e ícono del canto global, la celebrada artista peruana continúa actuando por el mundo, planificando proyectos y ampliando una trayectoria continua y brillante que ha sido reconocida a nivel internacional para orgullo de nuestro país y los melómanos del mundo entero.

 

 

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[MÚSICA MAESTRO] Saldando cuentas pendientes: Las bandas olvidadas del underground peruano (1990-2010), es el título más reciente del boom editorial dedicado a la nostalgia por aquellos estilos y movimientos marginales que, en su tiempo, fueron absolutamente despreciados por la oficialidad local. Es un esfuerzo que merece atención y reconocimiento, independientemente de que estemos o no de acuerdo con la excesiva sublimación y el intento por considerar épicos a eventos y personajes que fueron, por un lado, innegablemente auténticos pero, por otro, tan fugaces y poco trascendentales como (casi) todo lo que nos rodea, características comunes en otras publicaciones de este tipo, desde los recuentos pormenorizados de Daniel F. o Pedro Cornejo Guinassi hasta las crónicas del colectivo Sótano Beat y Carlos Torres Rotondo.

Juan Pablo Villanueva Vega, el autor, es un joven chorrillano de 32 años, periodista y director de un (des)conocido fanzine que lanzó diez números entre 2015 y 2019, llamado Kill the ‘zine. Además es músico, integrante de una banda llamada Fukuyama -en alusión al filósofo nipón-norteamericano Francis Fukuyama, escritor de un clásico de nuestros años universitarios, El fin de la historia y el último hombre (1992)- que navega entre noise rock, electrónica y hardcore punk. En medio de la pandemia, Fukuyama lanzó su primer larga duración oficial, epónima, luego de tres interesantes EP de nula difusión convencional –Fukuyama EP (2018), Single y Los días son aterradoramente calmos (2019) -bajo el sello independiente Entes Anómicos, casa que le brindó la plataforma editorial para este proyecto que se viene presentando en diversos espacios de Lima y provincias con buena recepción en los extramuros de lo alternativo.

Esta doble vocación le permitió a Juan Pablo ser voz autorizada para contextualizar una subcultura que nutrió sus gustos musicales desde los años escolares y que además conoce por dentro, pues es parte de ella o de su prolongación. Estos elementos, además de hacer comprensible el tono de admiración desmedida hacia sus referentes/entrevistados, permiten elogiar el resultado, a pesar de algunas observaciones de índole formal que, sin llegar a descalificar a la obra, sí actúan en contra de sus intenciones primigenias: dar a conocer una actividad musical/artística que es significativa para él y para un grupo determinado de personas. Un libro debe ser fácil de leer para que no nos ronde la tentación de dejarlo a la mitad. En ese sentido, la estética de fanzine, al estilo de lo que hizo Pedro Grijalva con su voluminoso y mejor editado recuento Eutanasia: ¿Y nosotros ké? Hasta el global colapso, 1985-2012 (Muki Records, 2018) y, particularmente, la impresión de los textos en letras blancas sobre páginas negras no ayuda.

En un país donde muy pocos leen, pensar en esos detalles es vital al momento de publicar sobre cualquier tema. También hay algunas erratas y uno que otro gazapo en el índice que muestran poca pulcritud o apuro en la corrección/edición. Pueden sonar a exquisiteces -más aún si se trata de las historias jamás contadas de bandas que se autocalifican como anarquistas- pero termina siendo contraproducente invertir tanto tiempo y recursos en investigación, entrevistas, transcripciones, redacción y organización de un libro para que después su lectura sea un dolor de cabeza.

Una digresión. Durante mi etapa escolar y preuniversitaria, por una cuestión elemental de gustos musicales, me sentí muy atraído por el pop-rock nacional, tanto las opciones que se difundían en medios comunes y corrientes -radios, canales de televisión- como aquellas del circuito alternativo o “no comerciales”. Estas últimas terminaron siendo mis favoritas, debido a que daban voz rabiosa a las cosas que yo mismo pensaba -y que, en general, sigo pensando- sobre cuestiones como la corrupción política, la discriminación, la hipocresía de los medios y toda clase de convencionalismos socioculturales.

Con el tiempo, se me fue haciendo cada vez más difícil pasar por alto las imperfecciones y carencias del rock hecho en el Perú, a pesar de que para los cultores de géneros extremos y sus variantes la precariedad -tanto en la calidad de las producciones como en la ejecución misma de instrumentos y voces- era uno de sus principales elementos constitutivos incluso en las escenas más exigentes y desarrolladas del exterior (con la excepción del metal en que la técnica sí es muy valorada por músicos y seguidores de bandas). Por otro lado, también fui notando con más claridad la tendencia al autobombo y la extremada indulgencia que domina a amplios sectores de las diversas entelequias que se fueron formando en todos los espectros de la escena local.

Así todos, desde los clásicos de los sesenta/setenta hasta las bandas que escuchaba mientras crecía, comenzaron a sonarme insuficientes, una situación de la cual no son únicos responsables pues conocemos las limitaciones de nuestro país para cualquier desarrollo musical, mucho más difíciles de superar si se trata de géneros que no son atractivos desde un punto de vista de fama y rentabilidad inmediatas, ya sea porque no están de moda o porque sus letras contienen mensajes, por decirlo de alguna manera, incómodos. Eso sin mencionar otros factores como las argollas, compadrazgos y diversos tipos de discriminación racial y clasista que interfieren, muchas veces, en el camino de jóvenes que, por no pertenecer a sectores más favorecidos ni gozan de contactos, tienen cerrados los espacios formales de difusión masiva. Aunque internet y sus diversos vehículos -Bandcamp, Spotify, YouTube, redes sociales- ha abierto múltiples maneras de darse a conocer, es una situación que todavía está presente en la escena local.

Por esas razones, a pesar de que la nostalgia me permite seguir disfrutando de algunas bandas, solistas o colectivos peruanos de heavy metal, punk, pop radial y sus respectivos subgéneros, al margen de sus niveles de calidad o destreza -y de que me someto, voluntariamente, a escuchar opciones nuevas de aquí y de allá- es muy poco lo que puedo rescatar de un ecosistema tan desordenado. No niego su existencia ni desmerezco sus esfuerzos, pero esa precariedad que es transversal a todo lo propio -política, sociedad, fútbol, cine, televisión, gastronomía- me aleja de los discursos entusiastas con respecto a la multitud de bandas enmarcadas en el rótulo pop-rock nativo.

Dicho esto, la lectura de Saldando cuentas pendientes: Las bandas olvidadas del underground peruano (1990-2010) es bastante ilustrativa, pues (re)descubre un sentimiento, una indignación que tuvieron ciertas juventudes en el Perú. Eso que hoy nos falta, ante las paparruchadas de un Congreso plagado de corruptos y analfabetos funcionales y de un Poder Ejecutivo que desprecia y ataca a las poblaciones que exigen su salida, está en los gritos de bandas como Generación Perdida, Pateando Tu Kara (PTK, para los amigos), en las desesperaciones nihilistas de Dios Hastío -su grafía real es dios hastío, en minúsculas-, uno de los mejores grupos de metal extremo (crust, noisecore) del medio, y hasta en los arrebatos pseudo teatrales y escatológicos de los diversos proyectos del recordado ídolo “subte” Leonardo del Castillo (1974-2011), factótum de grupos como Insumisión o Pestaña, entre otros, que hicieron techno industrial, ruidismo y hardcore punk. Leo Bacteria -su nombre artístico-, se suicidó a los 37 años, convirtiéndose de inmediato en una leyenda moderna de la escena subterránea.

Como apunta el crítico musical John Pereyra (Hákim de Merv) -de las desaparecidas revistas Caleta, Freak Out! y del blog Apostillas desde la disidencia: “Hace casi cuarenta años se pretendió consolidar una movida mainstream que, instantáneamente, quedó fosilizada. Con el tiempo, se incorporó uno que otro nombre, pero aún hoy esa entelequia sigue siendo propiedad de los mismos sospechosos de siempre. Para verificar esta afirmación, basta con escuchar por espacio de media hora la “radio-rock” de tu preferencia, o chequear ese bodrio fílmico que responde al nombre de Avenida Larco: al risible Pedro Suárez-Vértiz, los cochambrosos Río, el veintiúnico hit de JAS o los vendidos NoseQuién Y NoseCuántos; sólo se les deja de lado para poner canciones de conjuntos pusilánimes como Libido o Mar de Copas”.

Efectivamente, las movidas alternativas siempre fueron ninguneadas por los medios tradicionales. Hoy esos mismos medios pretenden absorberlas como si fueran elementos de un pasado concluido, casi como piezas de museo. Saldando cuentas pendientes… no va por ese camino y, por el contrario, da visibilidad a grupos condenados a ser efímeros, pero que merecieron ser más sentidos en el tiempo en que decidieron dar salida a sus indignaciones, muchas de las cuales -por no decir todas- no solo siguen vigentes, sino que se han incrementado. Sobre todo, si consideramos que se trató de una escena mucho más extensa que la de sus predecesores puesto que, con el crecimiento demográfico en los conos norte, sur y este de Lima Metropolitana, hubo una mayor cantidad de bandas jóvenes que en los ochenta, con circuitos nuevos que se sumaron a los epicentros del Cercado, Barranco, La Victoria o El Agustino, además de la siempre activa e invisible vida nocturna del interior del país. El periodo al que se acota la recopilación de testimonios de Villanueva va de 1990 al 2010, quizás el peor de nuestra historia reciente en términos políticos y cubre un total de quince agrupaciones de hardcore punk, noise y punk-rock.

En tiempos de Fujimori y Montesinos, perderse en las descargas de ruido de Atrofia Cerebral o dar rienda suelta a emociones catárticas en alguna tocada de Dios Hastío fue el camino natural para legiones de adolescentes y jóvenes desarraigados, sin esperanza, en un país que los aplastaba de día y de noche con sus periódicos chicha, su educación de pésima calidad, sus desapariciones, robos y arreglos bajo la mesa. La agresividad de estas y otras bandas surgidas en esas dos décadas fue incluso más allá que la original generación “subte”, y no solo a nivel sonoro sino que, además, incorporaron a este hartazgo generalizado una posición ideológica, la anarquía, dando nacimiento a una de las vertientes rescatadas por la crónica grupal de Villanueva: el “anarcopunk”.

La relación entre punk y anarquía existió desde la gestación del género, allá por los años setenta, en la lejana Inglaterra (no por nada el himno de esa era fue Anarchy in the UK de los Sex Pistols, de 1976). La moda reflejada en los peinados, uso de accesorios puntiagudos y negros, actitud contraria a lo “social y políticamente correcto” y la filosofía “DIY” –“Do It Yourself” o “hazlo tú mismo”- también se permeó a esta escena que comenzó a verbalizar más un discurso de crítica a las clases dirigentes -y a señalar de “blandos” a los grupos de la generación anterior que, según ellos, no lo hacían- pero, más allá de las opiniones que van y vienen como dardos, sí es preciso denominar a toda esta hornada de grupos “anarcopunks” como una continuación de lo “subte”. Asimismo, todo lo ocurrido en el decenio 2001-2010, durante los gobiernos de Alejandro Toledo y Alan García, que se enmarcó en la aparición, dentro del panorama mundial del hardcore punk, de nuevos “sub-subgéneros” que pretendían diferenciarse entre sí por cuestiones individuales –“krishnacore”, “straight edge”, etc.- es también continuación de las bandas de la década previa.  El prólogo del periodista y crítico musical Fidel Gutiérrez echa interesantes luces sobre este debate.

También es cierto que el concepto murió o, para ser menos concluyentes, mutó hasta convertirse en un recuerdo, en una nota inactual, gracias al control de medios que, curiosamente, hoy da mucha menos cabida a estas expresiones que la que recibieron entre 1983 y 1989. Pero, como queda demostrado en el libro de Juan Pablo Villanueva, sí hubo una nueva promoción de jóvenes dispuestos a hacer estallar todo con gritos, insultos y guitarras distorsionadas. Mientras preparaba esta nota me crucé, por ejemplo, con un grupo que pertenece a la década siguiente (2011-2020), y una canción que jamás veremos en la televisión de señal abierta, inspirada en la represión y los excesos del gobierno de Dina Boluarte frente a las protestas callejeras. Me refiero al cuarteto de hardcore punk y metal Podridö y su tema 1312. Escúchenlo aquí.

Una observación adicional: hubiera sido un complemento muy útil que Saldando cuentas pendientes: Las bandas olvidadas del underground peruano (1990-2010), consignara al detalle las distintas alineaciones de cada grupo, sus años de existencia, discografías y cómo acceder a ellas, además de algunas letras de canciones. ¿Quizás en una segunda edición?

 

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[MÚSICA MAESTRO] Cuando pensamos en Queen lo primero que viene a nuestras mentes es, desde luego, Bohemian rhapsody, la espectacular suite de casi seis minutos de duración que desbarató los conceptos de lo que tenía que hacer una canción de rock para sonar en las radios, con sus múltiples cambios rítmicos y ese intermedio operístico que resulta inconfundible para todos los públicos -incluidos aquellos idiotizados por el reggaetón y el latin-pop-, un prodigio de la interpretación musical orgánica pero también del uso del estudio de grabación como instrumento; que dio título a la aclamada película biográfica acerca de su legendario líder, estrenada en el año 2018.

Y, a partir de allí, podríamos hacer una lista de diez o quince canciones de intensa rotación en radios y plataformas digitales, muchas de las cuales forman también parte de la memoria musical de (casi) todo el mundo -pienso, por ejemplo, en I want to break free, Radio Ga Ga (The works, 1984), Under pressure, a dúo con David Bowie (Hot space, 1982), Don’t stop me now (Jazz, 1978), We are the champions (News of the world, 1977) o Crazy little thing called love (The game, 1980), solo por mencionar algunas. Pero, siendo todas alucinantemente buenas y representativas de sus diversas etapas, ninguna de ellas alcanza el nivel de popularidad, influencia y reconocimiento del tema central de A night at the opera, el cuarto álbum de Queen, publicado originalmente en 1975.

Sin embargo, en los inicios del cuarteto integrado por Freddie Mercury (voz, piano), Brian May (voz, guitarras, teclados), John Deacon (bajos) y Roger Taylor (voz, batería) se esconden joyas musicales que, a pesar del estatus que ganaron tras el inapelable logro artístico de Bohemian rhapsody, jamás han sido lo suficientemente expuestas. Salvo para aquellos verdaderos conocedores de la discografía de Queen, su historia comienza precisamente con la mencionada mini-ópera cuya letra trágica y oscura ha sido objeto de múltiples análisis e interpretaciones (como este del músico y comunicador español Ramón Gener). Muchas de las técnicas de grabación, fusión de estilos y temas abordados en estas canciones escritas entre 1970 y 1973 sirvieron de entrenamiento para lo que producirían un año y medio o dos años después.

En sus dos primeros álbumes, titulados simplemente Queen I (1973) y Queen II (1974) la banda exhibe un sonido intrincado, sinuoso y duro, marcado por el impresionante poderío vocal del cuarteto -además del extraordinario talento de Mercury, Taylor y May aportan muchísimo en ese terreno- e influenciado por el hard-rock imperante en ese entonces, con varios atisbos de la voluptuosidad, grandilocuencia y glamour que, posteriormente, caracterizó su trabajo discográfico. Esto se percibe con mucha más fuerza en el segundo LP, cuya carátula es la famosa foto que tomó Mick Rock (1948-2021) en noviembre de 1973 -inspirado en una antigua imagen de la diva alemana Marlene Dietrich (1901-1922)-, usada en el video promocional de Bohemian rhapsody (1975) y recreada, una década después, en el de One vision (A kind of magic, 1986), que se convirtió, a la larga, en la imagen más representativa de Queen, después del clásico logo en el que se fusionan elementos de la realeza británica con los signos zodiacales de sus integrantes.

Desde el comienzo del debut, con las guitarras superpuestas en la energética Keep yourself alive, queda claro que Queen llegaba con una propuesta diferente a la de otras bandas contemporáneas, a pesar de que los ataques filudos y electrizantes de Brian May hicieran que muchas reseñas de entonces relacionaran al grupo con Led Zeppelin o Black Sabbath, sobre todo si prestamos atención a la potencia de sus riffs y solos en Modern times rock ‘n’ roll, escrita y cantada por el baterista Roger Meddows-Taylor (nombre con el que el rubio baterista fue acreditado hasta 1974); o Son and daughter, buenos ejemplos de la fuerza que alcanzaban en este periodo. Para las versiones en vivo de este tema, May ejecutaba el segmento de orquestaciones eléctricas que luego plasmó en Brighton rock (Sheer heart attack, 1974) y que, hasta la actualidad, usa en los conciertos de Queen + Adam Lambert. En Liar incluso se aventuran con un intermedio latino que, a primera escucha, resulta un tanto desconcertante. El estribillo “mama, I’m gonna be your slave / all day long!”, con cencerro y todo, hace recordar más al Santana de Woodstock que a las poderosas descargas guitarreras de sus pares, presentes también en este explosivo tour-de-force por el primer sonido de Queen.

Asimismo, temas como Great King Rat o Jesus tienen momentos cercanos al folk-rock tradicionalista de Jethro Tull o Gentle Giant, con letras fantasiosas o espirituales, pero sin dejar de lado aspectos melódicos más relacionados a una sensibilidad un poco menos densa. Parte de esa atmósfera se debe al trabajo de Mercury en el piano, lo que dota a estas canciones de texturas profundas y matices preciosistas. Un ejemplo claro de todo esto es My fairy King. En cuatro minutos, la banda pasa de un arranque rockero que hace recordar al Highway star de Deep Purple (Machine head, 1972) -incluso Roger Taylor lanza un grito agudo idéntico al de Ian Gillan y después sube una octava más- para luego tornarse suave y envolvente, como un anticipo de Killer queen (Sheer heart attack, 1974) mientras que sus pianos, juegos vocales y estructuras estilísticas dejan entrever un trasfondo musical orientado hacia lo clásico y sofisticado. En este tema, compuesto por Freddie cuando todavía utilizaba su apellido real, Bulsara, acuñó el que finalmente usaría el resto de su vida, en la frase “Mother Mercury look what they’ve done to me“.

Hay dos canciones en este álbum que merecen especial atención para aquellos interesados en sumergirse en la prehistoria de Queen: Doing all right y The night comes down. La primera empieza como una balada, suave y atmosférica -con énfasis en los efectos de eco para el piano, tocado aquí por May- que evoluciona hasta convertirse en un intenso hard-rock para finalmente retornar a la calma, una fórmula muy usada por la banda. Para la segunda, May compuso una misteriosa introducción de guitarras acústicas, eléctricas y bajos que tiene algo de música flamenca da paso a una acompasada canción de letra que convoca a la nostalgia ante la juventud perdida. Ambas -como la brillante Mad the swine, grabada en ese tiempo pero que no encontró lugar en el disco oficial y fue redescubierto recién en 1991- contienen finas armonías vocales, un recurso que Mercury, May y Taylor usarían de manera permanente en sus posteriores lanzamientos. En el caso de Doing all right, se trata de una de las canciones que el guitarrista había coescrito junto a Tim Stafell, cantante y bajista de Smile -como el blues See what a fool I’ve been, lado B original de Seven seas of Rhye-, la banda en la que estuvo con Taylor antes de que decidieran armar Queen. De hecho, existe una versión con Stafell en la voz, disponible aquí.

Queen II, lanzado casi un año después, mostró una vertiginosa evolución en el sonido del grupo, en comparación a Queen I. Si bien es cierto, como ya hemos visto, el debut no fue, ni por asomo, un disco de ideas musicales planas o de estilo único, la diversidad y el atrevimiento de su siguiente bloque de canciones se dispararon de una forma que muchos consideraron inesperada y hasta exagerada. Organizado a la manera de un disco conceptual (aunque claramente no lo es), el álbum presentó canciones suaves en un lado y fuertes en el otro -Side White (Lado A) y Side Black (Lado B) en la versión original en vinilo- con composiciones repartidas entre Brian May y Freddie Mercury, más una contribución de Roger Taylor -el bajista John Deacon tuvo que esperar hasta el tercer álbum, Sheer heart attack (también publicado en 1974), para colocar una composición suya, la electroacústica Misfire.

El lado “blanco” de Queen II se inicia con una marcha fúnebre de poco más de un minuto (Procession), una construcción de guitarras sobre guitarras, escrita y ejecutada por Brian May desde su icónica Red Special, acompañado por el paso rítmico del bombo de Taylor. Este misterioso comienzo da paso a Father to son, una especie de ¿balada? de intensos mensajes, potente instrumentación y cambios sorpresivos en espacios muy cortos. Este combo Procession/Father to son sirvió para abrir los conciertos de la banda en esa época, como quedó registrado en el álbum y DVD Live at The Rainbow ’74, editado en el año 2014. Luego siguen dos de las mejores canciones de este primer periodo de Queen.

White Queen (As it began) es una enigmática melodía en la que May, para su primera sección, utiliza una guitarra acústica antigua de marca Hallfredh -él la llamaba “Hairfred”- de tono juglaresco y medieval que, por momentos, suena como una sítara. Posteriormente, la Red Special toma absoluto protagonismo. El mismo sonido acústico aparece en Some day one day, en que el extraordinario guitarrista realiza solos intercalados que se superponen unos a otros hasta el final. Además, esta es la primera vez que Brian May funge de vocalista principal. Los fans de Soda Stereo recordarán la versión que grabaron Gustavo Cerati, Héctor “Zeta” Bossio y Charly Alberti para el CD Tributo a Queen: Los grandes del rock en español (1997) y que sería el último trabajo en estudio del trío argentino. The White Side cierra con la ultrarockera The loser in the end, compuesta y cantada por Roger Taylor, influenciada por la onda glam-rock de David Bowie y T-Rex.

¿Cómo definir el lado “negro” del álbum Queen II? Del lirismo vocal y pianístico de Nevermore al aquelarre de hard-rock y heavy metal de Ogre battle y The march of the Black Queen -un claro antecedente de Bohemian rhapsody-, pasando por ese collage de voces divertidas, y efectos circenses de The Fairy Feller’s Master-Stroke -título inspirado en un cuadro del pintor victoriano Richard Dadd (1817–1886), especialista en criaturas sobrenaturales, hadas y demás bichos mitológicos-, se trata de una exhibición de destreza y creatividad compositiva que, en su momento, fue vista como “pretensiosa”. Las líneas de bajo de John Deacon son precisas y contundentes, mientras que el frenético estilo de Brian May va lanzando latigazos por aquí y por allá, que dejan al oyente esperando siempre por más, ya sea en forma de riffs o de solos sorpresivos. Funny how love is es una optimista composición de Mercury que propone un contraste luminoso a los cuentos oscuros de ogros y criaturas extrañas de los minutos previos.

El caso de Seven seas of Rhye es curioso pues se trata de una de las primeras canciones que Freddie Mercury escribió, allá por 1969, cuando lideraba su primera banda, Wreckage. “Rhye” es un mundo ficticio creado por él, que vuelve a ser mencionado en otra de sus composiciones de este periodo, la breve Lily of the valley (Sheer heart attack, 1974). El tema apareció en ambos discos, primero en una corta y rudimentaria versión instrumental, cerrando el Queen I y, posteriormente, con letra completa y nuevos arreglos, al final del Queen II. Seven seas of Rhye es una de las dos canciones de esa época que la banda tocó hasta sus últimos conciertos de 1986 con Mercury al frente e inclusive figuraron en el setlist de The Rhapsody Tour (2017-2018), ya con el vocalista Adam Lambert. La otra es Keep yourself alive.

Queen I y Queen II -ambos grabados en los históricos Estudios Trident de Londres, bajo la producción de Roy Thomas Baker y el grupo- han permanecido durante décadas lejos del alcance del público masivo, acostumbrado a consumir siempre las mismas canciones de este importante grupo británico, uno de los más respetados de la edad dorada del rock. Solo para que se den una idea de cuán poco conocidas son estas canciones entre los oyentes convencionales de Queen: Bohemian rhapsody tiene, en Spotify, un total aproximado de 858,707 reproducciones diarias mientras que las veintitrés canciones que conforman estos dos primeros discos -once del primero + doce del segundo- suman, en conjunto, un total aproximado de 73,181 reproducciones diarias, doce veces menos. Si nunca los han escuchado, un detalle a tomar en cuenta: háganlo con audífonos para que consigan acercarse a la experiencia multicanal completa.

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[MÚSICA MAESTRO] La muerte de la cantante Astrud Gilberto, el pasado 5 de junio, no generó en Luiz Inácio Lula da Silva la necesidad de publicar ningún homenaje en su nombre, cosa que sí hizo inmediatamente tras los decesos de Gal Costa (9 de noviembre de 2022) y Rita Lee (8 de mayo de 2023). Ni un post en Instagram. Ni siquiera un Tweet con foto que sirviera para levantar la noticia en medios locales e internacionales. Nada.

Aunque es esencialmente absurda, esta demostración de indiferencia del presidente de Brasil frente a una pérdida para el panorama musical de su país tan significativa como las otras dos podría llegar a entenderse, desde una mirada forzadamente ideológica. Lula es, después de todo, un cuestionado político de izquierda y, más allá de sus actuales acercamientos a los Estados Unidos de Joe Biden, quizás perciba a Astrud Gilberto como menos brasileña que las otras, actualizando un injusto estigma que persiguió a la cantante durante toda su carrera artística. Un poco tirada de los pelos la digresión, pero imagino a muchos tratando de justificar una descortesía injustificable.

Lo que sí resulta difícil de entender es que otros iconos culturales de Brasil, aun vivos y vigentes como Caetano Veloso, su hermana Maria Bethania, Roberto Carlos, Gilberto Gil o Chico Buarque, se hayan sumado a este silencio invisibilizador, más aún si tomamos en cuenta que la voz de Astrud Gilberto fue responsable de hacer conocida a nivel mundial una canción que es considerada el segundo himno nacional del “gigante de Sudamérica” como quedó demostrado en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Rio 2016, la segunda más grabada de la historia, después de Yesterday de The Beatles. Me refiero por supuesto a la composición de Antonio Carlos Jobim (música) y Vinicius de Moraes (letra), Garota de Ipanema.

Nacida en Salvador de Bahía en 1940, Astrud Weinert aprendió desde muy pequeña a hablar varios idiomas -su padre era un profesor alemán de lenguas y literatura- y, aunque le gustaba mucho la música -su madre brasileña cantaba, tocaba piano y mandolina- no soltaba la voz pues era demasiado tímida. De adolescente se hizo muy amiga de la cantante Nara Leão y a través de ella conoció a João Gilberto, con quien se casó en 1959, a pesar de la diferencia de edad -ella tenía 19 años y él, 28. El cantante, compositor y guitarrista, considerado “El Padre de la Bossa Nova”, fue uno de los principales difusores del nuevo ritmo en EE.UU.

A finales de 1962, el productor norteamericano Creed Taylor conectó al saxofonista de jazz Stan Getz con João Gilberto y Antonio Carlos Jobim, tras una exitosa actuación que ambos, junto con otros músicos brasileños, habían ofrecido en el Carnegie Hall de New York. Getz, por su parte, venía también explorando los nuevos sonidos de Brasil a través de álbumes a dúo con el guitarrista Charlie Byrd, como el influyente Jazz samba, grabado ese mismo año. Luego de algunos meses de coordinaciones y ensayos, los tres se juntaron en los estudios A&R de Manhattan, los días 18 y 19 de marzo de 1963, para registrar el material que, un año después, saldría editado bajo el título Getz/Gilberto featuring Antonio Carlos Jobim por el prestigioso sello de jazz Verve Records.

Cuando comenzaron a grabar Garota de Ipanema -tema que Jobim y de Moraes habían escrito para alabar la belleza de una jovencita carioca llamada Heloísa Pinheiro- a Taylor se le ocurrió insertar unas estrofas en inglés, para introducir la canción con más fuerza al mercado norteamericano. Para ello, convocó al letrista y compositor Norman Gimbel, quien adaptó la letra.

Como João Gilberto no era capaz de cantar en otro idioma que no fuese el portugués, sugirió que lo hiciera su joven esposa Astrud, de 24 años, quien estaba en el estudio, acompañándolo. A diferencia de João, ella no tenía ninguna experiencia formal como cantante, aunque sí había actuado frente al público en varias ocasiones junto a su esposo, estando en Brasil. Ella aceptó y grabó dos canciones, The girl from Ipanema y Corcovado, otra famosa composición de Jobim, que en inglés se llamó Quiet nights of quiet stars. El resultado maravilló a Stan Getz y a Taylor quien incluso, al lanzar el single, lo hizo suprimiendo las partes cantadas por João. Lo que siguió después fue una ola de infamias que cambiaron para siempre la vida de Astrud Gilberto.

The girl from Ipanema hizo que el LP Getz/Gilberto recibiera los Premios Grammy a Mejor Disco y Mejor Canción en 1965. La suave y susurrada voz de Astrud generó admiración a ambos lados del Atlántico. Sin embargo, se encontró con dos inesperados frentes dispuestos a arrebatarle crédito, tanto en lo personal como en lo artístico. Por un lado, Stan Getz declaró que él y Taylor “habían descubierto a una simple ama de casa sin experiencia en el canto”. No conforme con ello, Getz personalmente se encargó de que Astrud Gilberto no recibiera regalías por su participación en el disco. Así, mientras que el saxofonista logró comprarse una mansión en New York con las ventas millonarias del álbum y João cobró 23,000 dólares por trabajar en el disco, a la joven cantante le pagaron, por única vez, 120 dólares por el mismo concepto.

Adicionalmente a ello, la prensa musical del Brasil ignoró su éxito, describiéndola como “una chica con suerte que estuvo en el lugar y el momento indicado”, cuyo único talento era ser pareja de un músico consagrado como João Gilberto. Este hecho afectó de forma irreversible la relación de Astrud con su país. Poco tiempo después, inició un complicado proceso de separación de João, con quien acababa de tener a su primer hijo, y se embarcó en una tóxica relación sentimental con Stan Getz, conocido en el mundo del jazz por ser un “bully” (una persona abusiva).

Luego de trabajar junto a su banda de jazz -y grabar este álbum en vivo, titulado Getz au Go Go (1964)-, forjó su propio camino sola, como cantante de jazz, bossa nova y samba. Así, Astrud Gilberto se unió a una larga lista de músicos brasileños que desarrollaron su carrera en los Estados Unidos, como la actriz y cantante Carmen Miranda (1909-1955), el guitarrista Laurindo Almeida (1917-1995), el percusionista Airto Moreira y su esposa Flora Purim (conocidos por su trabajo junto a Chick Corea en la primera formación de Return To Forever), el famosísimo pianista y director de orquesta Sérgio Mendes, entre otros.

Entre 1965 y 1970, Astrud Gilberto grabó ocho álbumes para Verve Records, estableciéndose como una de las voces más reconocibles de jazz en ese periodo. En aquellos discos, Astrud Gilberto hace gala del repertorio clásico del bossa nova, con canciones como Manha de carnaval, Bim bom, Felicidade, How insensitive o Meditation, escritas por Antonio Carlos Jobim, Luis Bonfá, João Gilberto, entre otros. También en ese periodo, la cantante tuvo mucho éxito con baladas jazz como The shadow of your smile, Fly me to the moon o Stay, algunas de ellas con arreglos del respetado director de orquesta Gil Evans.

Mientras tanto, las movidas artísticamente radicales del Tropicalismo y su ruptura con todo lo tradicional, sumadas a la propia decisión de la cantante de no regresar hicieron que su trabajo fuera ninguneado en Brasil, una situación que no la amilanó, pues continuó trabajando ya afincada en los Estados Unidos de manera permanente. Luego de su cuarto disco, el muy recomendable Beach samba (1967), su discografía se debilitó un poco, con lanzamientos como A certain smile, a certain sadness, junto a otro músico brasileño exiliado voluntariamente, el tecladista Walter Wanderley (1932-1986), en el que se percibe cierto desgaste en aquel estilo orquestado que venía desarrollando. Sus últimas producciones para Verve -Windy (1968), I haven’t got anything better to do y September 17, 1969 (ambos de 1969)- contienen covers de bandas de pop-rock como Chicago (Beginnings), The Beatles (In my life) o The Doors (Light my fire) que no alcanzan a redondear una propuesta sólida aunque tampoco mellaron su bien ganada fama como “la voz y rostro del bossa nova”.

Durante la década de los setenta, Astrud Gilberto reinventó su imagen y sonido, con un disco junto al saxofonista de soul jazz Stanley Turrentine, grabado en 1971, en el que destacan un clásico de The Carpenters, For all we know; Love story, conocido tema instrumental de la película del mismo nombre que fuera popularizado, en su versión cantada, por el recordado crooner Andy Williams; y un arreglo en bossa nova de Mulher rendeira -base de la conocida cumbia Mujer hilandera, muy popular en nuestro país- que recibió el nombre de Brazilian tapestry. Al año siguiente publicó Now, con temas orientados al pop-rock como Touching you o Where have you been?, combinados con los sonidos más tradicionalistas de General da banda, Baião o Zigy zigy za, compuestas por ella misma. En 1987 lanzó Plus, una colaboración con la orquesta del alemán James Last. Sería su último gran disco antes de iniciar un lento proceso de retiro de la escena musical, que se vio interrumpido en un par de ocasiones.

La primera de ellas fue cuando el conocido y exitoso cantante George Michael (1963-2016) la invitó a participar del proyecto Red Hot + Rio, el noveno disco colectivo organizado por una asociación llamada RHO (Red Hot Organization) que recaudaba fondos para la lucha contra el SIDA. Lanzado en 1996, este volumen de la serie Red Hot -que llamó muchísimo la atención en su momento por el nivel de los artistas que convocaba- estuvo dedicado a la música de Brasil. Astrud Gilberto cantó, a dúo con el excantante de Wham!, otra famosa composición de Jobim, Desafinado. Luego de ello, la cantante editaría dos álbumes más, Temperance (1997) y Jungle (2002), para luego dedicarse más a la pintura y la defensa de los derechos de los animales.

El sofisticado timbre vocal de Astrud Gilberto tuvo dos consecuencias opuestas que hasta hoy están presentes en la escena de la MPB y el electropop. Por un lado, influenció positivamente a diversas vocalistas surgidas en décadas posteriores, como por ejemplo la cantautora Marisa Monte, María Rita -hija de otra legendaria cantante brasileña, Elis Regina (1945-1982)- o Bebel Gilberto, la hija que tuvo João Gilberto con Miúcha, también cantante y hermana de Chico Buarque.

En la orilla contraria, el susurro natural de Astrud Gilberto, que conquistó el mercado norteamericano con presentaciones como esta, dio pie a la aparición de un estilo de voz femenina, extremadamente lánguida, que encontró de inmediato su lugar en una de las vertientes más odiosas y rentables de la música electrónica moderna, el lounge y el chillout, utilizadas generalmente como música de fondo para eventos sociales, restaurantes y hoteles de lujo. Ejemplo de esto último es la colección de discos compactos The Rio Series (2005-2008) -también conocida como “Bossa ‘n”– que, aprovechando la moda de ondas como las del Café del Mar (Ibiza) o Buddha Bar (Francia), reunieron canciones de los Rolling Stones, Guns ‘N Roses, Ramones y Bob Marley para grabarlas con aburridos arreglos de bossa nova electrónica.

Casi como si se tratara de una traidora a la patria o una peligrosa terrorista, la figura de Astrud Gilberto, quien falleció en su casa de Filadelfia, a los 83 años, ha sido borrada por completo del imaginario colectivo brasileño, mientras que el resto del planeta sí aprecia y reconoce su aporte a la expansión de uno de los géneros que más apropiaciones culturales ha sufrido a lo largo del desarrollo de la música popular. Esta indiferencia de los líderes de opinión políticos y artísticos brasileños no deja de ser incomprensible y decepcionante, en especial porque la historia de la cantante tiene todos los elementos para generar más empatía que rechazo, en particular en estos tiempos de reivindicación femenina y protección de la mujer ante abusos de toda clase.

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Aunque solemos referirnos al instrumento usando la grafía “cello” -abreviación del nombre en italiano “violoncello”- el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española consigna las voces castellanizadas “violonchelo” y su derivado corto “chelo”. Una curiosidad que desnuda las falencias de la inteligencia artificial. Cuando le solicitas un significado de “cello” al Chat GPT, el robot de moda escribe, en un burdo intento por ser conmovedor, que es “un instrumento cercano a Dios porque “cello” significa “cielo” en italiano”. Una grosera inexactitud que debe haber tomado de internet, desde luego, botón de muestra de que la famosa IA puede llevarte a más de una vergonzosa patinada.

Andrew Lloyd Webber, el célebre compositor británico de famosas obras musicales como El fantasma de la ópera (1986), Jesucristo Superstar (1970) o Evita (1976), es un gran apasionado del cello -de hecho, su hermano menor Julian es un reconocido concertista de cello- y cuenta que su experiencia musical más emocionante ocurrió en el Royal Albert Hall, durante la ceremonia de los Proms de la BBC del año 1968, realizada el mismo día en que Rusia invadió Checoslovaquia. En aquella tradicional gala musical, Rostropovich, de nacionalidad rusa, interpretó el Concierto para Cello en Si bemol Op. 104, B. 191 del compositor checoslovaco Antonín Dvořák (1841-1904). “Mientras afuera del teatro había manifestantes, las lágrimas corrían por los ojos de Rostropovich, al frente de la Orquesta Sinfónica del Estado Soviético, mientras tocaba esta pieza de enorme carga nacionalista para la población checa”. Aquí el audio de esa histórica presentación.

The Beatles fue una de las primeras bandas de pop-rock que incorporaron ensambles de cuerdas en sus producciones dirigidas a un público masivo. Fue su productor George Martin quien les trajo la idea y se encargó de escribir los arreglos para violines, violas y cellos que escuchamos en dos de sus canciones más populares: Yesterday (Help!, 1965) y Eleanor Rigby (Revolver, 1966). En aquellas grabaciones, los cellistas invitados fueron Peter Halling y Francisco Gabarró en la primera, considerada la balada más grabada de la historia; mientras que, en la entrañable historia de soledad narrada por Macca, tocan los cellistas Derek Simpson y Norman Jones. Y, aunque el pop-rock sinfónico comenzó a extenderse de manera imparable desde esos años -Procol Harum, Deep Purple, Bee Gees, The Mothers Of Invention, The Moody Blues- ya sea con orquestas completas o conjuntos de dos a cuatro instrumentos clásicos-, hubo una banda que llevó esto a otro nivel.

Electric Light Orchestra fue, probablemente, el primer grupo que incluyó en su formación estable a un violinista y dos cellistas, no solo para acompañar pasajes cortos de determinadas canciones sino como parte fundamental de su sonido. Los cellistas Hugh McDowell y Melvyn Gale fueron parte de la alineación de ELO durante toda su etapa clásica (1972-1979) en la que estuvieron además Mik Kaminski (violín), Richard Tandy (piano, teclados), Bev Bevan (batería), Kelly Groucutt (bajo) y, por supuesto, su líder, productor y compositor principal, Jeff Lynne (voz, guitarras). Canciones como Livin’ thing (1976), Roll over Beethoven (1973) o Sweet talkin’ woman (1978) son muestras de su repertorio que se inspiraba tanto en los Beatles como en Beethoven y Chuck Berry. Muchos años después, en los noventa, la banda escocesa de indie pop Belle & Sebastian enriqueció su lánguido sonido con la cellista y cantante Isobel Campbell, en temas como por ejemplo Expectations de su primer álbum, Tigermilk (1996) o su clásico The fox in the snow (If you’re feeling sinister, 1998).

El cello es instrumento fijo en toda composición de lo que conocemos normalmente como música clásica. Las partituras de óperas, ballets, zarzuelas, musicales de Broadway, bandas sonoras de cine y televisión, así como el amplio catálogo de música instrumental para ensambles sinfónicos, contienen líneas melódicas y solos para cello. Entre los intérpretes históricos del instrumento podemos destacar, además de los mencionados Jackeline du Pré y Mstislav Rostropovich, al español Pablo Casals (1876-1973), el letón Mischa Maisky (1948) y el británico Julian Lloyd Webber (1951), además de la constelación anónima de músicos que, a lo largo de las décadas, ha interpretado tanto a los clásicos -Bach, Vivaldi, Beethoven- como a los más modernos – Béla Bartók, György Ligeti, Gabriel Fauré-. De la nueva generación, el trabajo de Sheku Kanneh-Mason, un joven inglés de 24 años, destaca por su pasión hacia la música en general, sin discriminar géneros ni épocas. En sus recitales, Kanneh-Mason puede tocar melodías de Edward Elgar, Johannes Brahms o Maurice Ravel y luego intercalarlas con himnos pop de Leonard Cohen o Bob Marley. También destaca la joven cellista china Wendy Law, muy activa en redes sociales, que lanzó en el 2019 su primer disco oficial, Pasión, doce melodías entre clásicas y populares que pueden verse y oírse en su canal de YouTube.

Pero el cello también es protagonista de otros contextos musicales, algunos que pueden parecer totalmente incompatibles con la música para la cual se creó. En ese sentido, el cuarteto Apocalyptica irrumpió en la segunda mitad de los noventa, desde Finlandia, con una propuesta que sorprendió a más de uno. Vestidos de negro y con caras de pocos amigos, los cuatro cellistas lanzaron un par de álbumes –Plays Metallica by four cellos (1996) e Inquisition symphony (1998) con covers de conocidas bandas de heavy metal. Entre el 2000 y el 2020, el grupo ha lanzado un total de siete álbumes con música propia, agresiva y oscura, con la participación de músicos destacados del género como el baterista norteamericano Dave Lombardo (Slayer) o la vocalista italiana Cristina Scabbia (Lacuna Coil). Por su parte, el dúo croata 2Cellos surgió durante la segunda década del siglo XXI adaptando al cello un rango más amplio de composiciones del pop-rock. En sus álbumes podemos encontrar temas de Sting, Iron Maiden, John Williams, Ac/Dc, Elton John, etc. Los integrantes de ambas agrupaciones tienen en común una sólida formación académica, lo cual les permite ser muy versátiles como intérpretes y arreglistas.

Compositores de música instrumental de vanguardia como los franceses Pierre Boulez (1925-2016) u Olivier Messiaen (1908-1992) también han escrito piezas para cello como, por ejemplo, el quinto movimiento de Quatuor pour la fin du temps (Cuarteto para el fin de los tiempos), titulado Louange à l’éternité de Jésus (Alabanza a la eternidad de Jesús), obra de Messiaen que tiene una melodía extremadamente lenta y reflexiva (escuchar aquí). En el otro extremo, la compositora finesa Kaija Saariaho, fallecida hace unos días a los 70 años, llevó la expresividad del cello al límite con su obra del año 2000 Sept papillons (Siete mariposas), con progresiones impredecibles, ataques percusivos, armónicos y sonidos extraños generados con el arco. En las arenas del jazz, cabe recordar el extravagante trabajo del cellista afroamericano Abdul Wadud (1947-2022) que, luego de recorrer varias orquestas, inició su discografía como solista con un álbum titulado By myself (1977), considerado una obra de culto por cellistas modernos.

Uno puede disfrutar de las conmovedoras texturas del cello tanto en contextos clásicos como en melodías populares. Como ejemplo de lo primero, no podemos dejar de mencionar la Sonata para arpeggione y piano en La Menor del austriaco Franz Schubert (1797-1828) que alcanzó estatus de legendaria por esta versión que hicieran, en 1968, el pianista británico Benjamin Britten y, nuevamente, el ruso Mstislav Rostropovich. Su interacción era tan extraordinaria que, después de la muerte de Britten, Rostropovich decidió no tocar nunca más dicha pieza.

Y, hablando de otros géneros, el trabajo del brasileño Jacques Morelenbaum, con Caetano Veloso y Ryuchi Sakamoto, incluye transcripciones al cello de clásicos de jazz y bossa nova, además de ser experto en el repertorio compuesto por Heitor Villa-lobos (1887-1958) como esta Sonata para cello No. 2, aquí interpretada por Antonio Meneses. El instrumento se convirtió, en el año 2020, en personaje de un ballet dedicado a la vida de Jacqueline du Pré. The Cellist se estrenó en el año 2020 en la Royal Opera House de Londres, y fue un éxito para la crítica especializada por su puesta en escena cargada de intensidad y belleza.

POST-DATA: El lunes 5 de junio, a los 83 años, falleció Astrud Gilberto, la voz que popularizó el clásico de Antonio Carlos Jobim The girl from Ipanema (Garota de Ipanema es su título original). Su historia completa la próxima semana. Por ahora, esta versión en cello a cargo de Madeleine Kabat y Christian Grosselfinger. Que la disfruten.

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En el panorama artístico actual, la existencia de las Tunas Universitarias es algo que merece destacarse, más allá de aquellas características que me alejaron de sus ambiguos y autoindulgentes sistemas de creencias. La historia y evolución de estas agrupaciones permite resaltar su voluntad de ser un vehículo que conecte el arte con los estudios universitarios. La conservación de un repertorio constituido por géneros inactuales –pasodobles, jotas, canciones de ronda, romanzas zarzueleras- que hoy no significan absolutamente nada para las juventudes modernas, idiotizadas por Shakira, Romeo Santos, Maluma, Karol G y su larguísimo etcétera de afines, posee una carga innegable de romanticismo que encaja a la perfección con otras manifestaciones que rescatan, desde la nostalgia, el valor de aquellos tiempos en que la música de consumo popular no tenía por qué ser de mal gusto para ser masivamente aceptada. Hoy en día, prefiero mil veces cruzarme con una Tuna Universitaria en las plazas de Lima, Madrid, Lisboa, México D.F. o Santiago, saltarinas, coloridas y musicales, que con émulos de Ozuna o Bad Bunny.

Quienes más o menos me conocen, saben que mi forma de ser estuvo y está en las antípodas de la personalidad del tuno promedio. Sin embargo, mis jóvenes ansias de hacer música en esa época me unieron por un breve lapso a esta extraña cofradía en la que, entre botas de vino y trajes que parecen sacados de las páginas del Quijote o alguna comedia de Quevedo, entre zalamerías y trasnochadas, entre guitarras, panderetas y bandurrias, se cultivan -como en la vida misma- toda clase de amistades, desde las ocasionales hasta las eternas, desde las sinceras hasta las hipócritas, desde las tranquilas hasta las accidentadas, desde las valiosas hasta las superficiales.

Aunque no logré adaptarme a su lógica -jamás superé la etapa de noviciado o “pardillaje”-, conocí durante unos cuantos meses las luces y sombras de la tradición de las Tunas Universitarias. Me retiré discretamente y seguí mi propio camino, atesorando únicamente los mejores recuerdos: los ensayos, las actuaciones, las comilonas, los bordones bien colocados, al estilo Ayacucho, de un tuno moderado de hablar pausado, sonrisa abierta y carácter bonachón que me enseñó a tocar el guitarrón y que con gusto habría sido -como alguna vez me dijo- mi “padrino de ordenación”. Un tuno que, de cuando en cuando y sin dejar de observar “sus tradiciones”, mostró su vocación por cambiar aquellas cosas que otros defendían y que, por ello, contó siempre con mi aprecio y agradecimiento.

A la memoria de Óscar “Osquín” Vidal Linares (1971-2023)

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A mediados de 1976, tras un grave episodio de abuso físico en Dallas, Tina escapó de Ike con lo que llevaba puesto y unos cuantos dólares, para luego esconderse, primero, en un hotel de carretera y, posteriormente, en casas de amigos, como ella misma relata en su primera autobiografía titulada I, Tina: My Life Story (1986). Dos años después, en 1978, se divorciaron. En el juicio, Tina retuvo su derecho a usar el nombre artístico que la hizo conocida, las regalías por sus composiciones, sus joyas, vestuarios y dos automóviles. Aunque hubo varios lanzamientos más, producto de sesiones previamente terminadas y obligaciones contractuales con los sellos discográficos, la sociedad ya se había terminado de manera oficial y definitiva.

Luego de lanzar un par de álbumes más sin mayor resonancia -Rough (1978) y Love explosion (1979), apareció su quinta producción en solitario, titulada Private dancer (1984), el primero para la gigante discográfica Capitol Records. Con un sonido más orientado al pop-rock vigente en esos años, Tina Turner actualizó su propuesta integrándola a su prestigio como cantante y energética show woman, logrando colocarse por encima de las tendencias. Así, la intérprete de Proud Mary moderó sus frenéticos ataques para interpretar sofisticadas melodías como What’s love got to do with it, Private dancer -compuesta por Mark Knopfler, guitarrista y líder de Dire Straits- o el cover de Let’s stay together, clásico de 1972 de la estrella del soul Al Green.

A partir de ese momento, Tina Turner se integró, con sus vestidos cortos, sus tacones altos y una aleonada cabellera, a los ochenta casi como si su carrera recién hubiera comenzado en esa década, con apariciones en películas de ciencia ficción como Mad Max beyond thunderdome (George Miller, 1985) -donde compartió pantalla con Mel Gibson y salió el éxito radial We don’t need another hero; en proyectos colectivos como USA For Africa -fue una de las 21 superestrellas que grabaron voces solistas para el single benéfico We are the world-; y como parte del concierto que organizó en 1986 la Casa Real de Inglaterra (The Prince’s Trust) junto a grandes músicos como Paul McCartney, Elton John, Phil Collins, entre otros. Asimismo, grabó dúos junto a rockeros como Eric Clapton (Tearing us apart, 1987), Bryan Adams (It’s only love, 1985), It takes two (Rod Stewart, 1990), así como con sus amigos de toda la vida David Bowie y Mick Jagger, de quien alguna vez confesó haber estado profundamente enamorada.

En cuanto a su discografía, cosechó éxitos con sus siguientes dos álbumes, lo cual también consolidó su perfil como imbatible reina del rock and roll en aquella inolvidable década ochentera. Temas como Typical male, What you get is what you see (Break every rule, 1986), Steamy windows, I don’t wanna lose you, The best (Foreign affairs, 1989), tuvieron fuerte rotación en los programas de videoclips más populares. Mientras tanto, su agenda mundial de conciertos incluía un show sofisticado de luces, cuerpos de baile y, por encima de todo, su calidad interpretativa, que conservó intacta a pesar de los excesos de su accidentada primera etapa durante todos los años noventa. En 1997 grabó junto a Eros Ramazzotti, una nueva versión de su éxito Cosas de la vida, cantada en italiano e inglés bajo el título Cose della vita (Can’t stop thinking of you). El tema apareció en Eros, el primer recopilatorio oficial del reconocido cantautor italiano.

A pesar de su resurgimiento, Tina Turner no pudo alejar del todo la tragedia de su vida. Sus dos hijos naturales, Craig -con aquel saxofonista de The Kings of Rhythm- y Ronnie -el único que tuvo con Ike-, fallecieron antes que ella. El primero se suicidó en el 2018 y el segundo falleció en diciembre del año pasado, de cáncer. Convertida al budismo y unida al productor alemán Erwin Bach, con quien se casó en el 2013 después de casi tres décadas de relación -se conocieron en 1986- la enfermedad le trajo serios problemas: un infarto, un cáncer intestinal y un trasplante de riñón.

Finalmente, la leyenda del rock y del soul, sobreviviente de mil y un batallas, falleció pacíficamente a los 83 años, en su residencia en Suiza, país del cual adquirió la nacionalidad en el año 2013. Nos quedan para recordarla sus canciones y videos, una película sobre su vida, estrenada en 1993 -que hizo famosa a la actriz Angela Bassett-, un musical de Broadway (del año 2018) y un documental titulado simplemente Tina, estrenado en HBO en el 2021, que muchos consideraron como una despedida por las intensas revelaciones que contiene.

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