En cada elección regional y municipal, vemos un patrón repetido: un candidato que obtiene apenas el 16% o 17% de los votos termina gobernando con mayoría absoluta en el consejo. No importa si otros candidatos sumaron entre todos el 84% restante. La ley, en lugar de equilibrar, premia al primero con el control total de las decisiones.

¿El resultado? Autoridades que no necesitan dialogar ni pactar. Gobiernan sin oposición real, eliminando toda posibilidad de concertar una agenda común con las otras fuerzas políticas que, aunque no ganaron, también representan a miles de ciudadanos. Así, muchas buenas ideas quedan fuera del juego institucional simplemente porque la ley no contempla mecanismos para integrarlas.

Esta distorsión crea una generación de caudillos locales, acostumbrados a mandar sin control ni contrapesos. Pero lo más grave viene después: muchos de ellos escalan a espacios nacionales —Congreso, ministerios, altos cargos del Estado— arrastrando un “ADN democrático” dañado. No han aprendido a negociar, a construir consensos, ni a rendir cuentas. Solo saben imponer.

Por eso la tarea urgente es doble. Primero, hacer docencia democrática: educar a la ciudadanía sobre la importancia del pluralismo, del diálogo y de la representación verdadera. Y segundo, impulsar una reforma electoral que elimine este mecanismo perverso que convierte a minorías en mayorías absolutas.

La democracia no puede seguir siendo una puesta en escena donde el que gana impone su visión y los demás desaparecen. Los perdedores no solo pierden la elección; pierden también su voz en el debate público. Y con ellos, pierde la sociedad en su conjunto, que deja fuera ideas, visiones y propuestas que podrían enriquecer la gestión.

La gran tarea que tenemos todos es promover ese pequeño gran cambio en las normas electorales. Solo así podremos construir una democracia real, desde la base, que fluya hacia el escenario nacional. Es cierto que tomará años, pero algo se tiene que hacer hoy. Porque si no se empieza ya, el país se alejará cada vez más de alcanzar un desarrollo integral y justo para todos.

En los últimos años, el sector empresarial peruano ha enfrentado crecientes cuestionamientos desde distintos frentes: sociales, políticos, mediáticos y académicos. Aunque muchas de estas críticas nacen de generalizaciones injustas, hay un aspecto que merece una mirada autocrítica:
¿Quién representa hoy al empresariado peruano?

En los principales gremios, foros económicos y espacios de diálogo público, es frecuente encontrar que las voces que hablan en nombre de «los empresarios» son, en realidad, funcionarios de alto nivel: gerentes generales, CEOs o directores corporativos. Son profesionales capaces, muchos de ellos con gran experiencia y liderazgo, y en no pocos casos, amigos con quienes compartimos preocupaciones y propósitos. Pero también es cierto que no son los responsables últimos del capital invertido ni del riesgo empresarial que da origen a nuestras organizaciones.

Esta distinción, que puede parecer técnica, tiene implicancias profundas. Cuando la representación del empresariado se delega por completo a quienes, legítimamente, responden a objetivos operativos, metas anuales o indicadores financieros, se corre el riesgo de que esa representación se enfoque más en la defensa de intereses específicos y menos en la promoción de principios comunes: transparencia, competencia leal, formalización, sostenibilidad y visión de país.

El resultado no es menor. Parte de la opinión pública empieza a ver al sector empresarial no como un actor comprometido con el desarrollo del Perú, sino como una cofradía de intereses cerrados, orientada a preservar beneficios o influencias, muchas veces desligadas de las urgencias sociales o productivas del país.

Esta reflexión no busca señalar culpables ni confrontar a quienes hoy ocupan roles clave en nuestras empresas y gremios. Por el contrario, es una invitación a sumar, a recuperar el equilibrio natural entre gestión y propósito, entre estrategia y compromiso. El Perú necesita empresarios visibles, conscientes de su rol social, con vocación pública y dispuestos a involucrarse directamente en la construcción de una narrativa empresarial distinta.

Saludo, además, a los empresarios que sí dan la cara y están presentes, que no delegan completamente su voz, y que entienden que representar al sector no es solo un deber gremial, sino un acto de coherencia. Existen —y son valiosos— gremios que aún conservan una representación ligada a la propiedad, pero hay que reconocer que no es la práctica común. En la mayoría de los casos, la voz que se proyecta no viene desde el riesgo ni desde el compromiso patrimonial, sino desde la gestión funcional.

Desde el dueño de una microempresa en Puno hasta el accionista de una agroexportadora en Ica, todos compartimos algo esencial: hemos apostado por este país con hechos, con trabajo y con riesgo propio. Nadie puede representar mejor al empresario que quien convive con las decisiones difíciles, la incertidumbre del mercado, la planilla del fin de mes y la responsabilidad de crecer sin dejar a nadie atrás.

No se trata de excluir ni de reemplazar a los ejecutivos, sino de acompañarlos con principios, visión y legitimidad. La representación empresarial no debe ser solo institucional: debe ser real, ética y comprometida.

Es momento de recuperar esa voz. Con respeto, con firmeza, y con la convicción de que el verdadero liderazgo empresarial no se impone: se ejerce con coherencia y propósito.

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