Ojalá, sí, ojalá que la segunda vuelta presidencial del 2026 nos devuelva un país en donde la política no sea el arte de incendiar la pradera, sino el noble oficio de gobernar con sensatez y firmeza. Porque ya basta, de una vez por todas, de los extremos que han convertido al Perú en un campo de batalla entre fanáticos de uno y otro signo. La izquierda ciega que añora la hoz y el martillo; la derecha obtusa que idolatra la mano dura y el mercantilismo salvaje. Ambas, en su radicalismo pueril, están dispuestas a dinamitar lo que queda de institucionalidad.

La democracia no sobrevive con demagogos, ni con caudillos. Necesita líderes. Y nombres hay, afortunadamente, aunque les falte aún estructura partidaria o empuje electoral. Alfonso López Chau, sobrio y académico; Lucio Castro, con su vocación por la educación pública; Rafael Belaunde y Carlos Espá, liberales con sentido del Estado; Carlos Anderson y Jorge Nieto, progresistas sin veleidades populistas; Alfredo Barnechea, sensato e ilustrado; Roberto Chiabra, con el temple de un militar que cree en la ley. Ninguno perfecto, pero todos mejores que la jauría antisistema que acecha.

Deseamos que el Perú encuentre en ellos, o en otros de similar talante, una alternativa posible. Porque más allá del color ideológico, lo urgente es recuperar el espíritu republicano: el respeto a las formas, la vigencia del derecho, la economía responsable, y una ética pública que no sea mero discurso.

De lo contrario, seguiremos atrapados en esta espiral de desgobierno, histeria y ruina. Y será entonces el país el que pague —como ya viene pagando— el precio de haber convertido la política en un circo donde solo gritan los más locos. Nos merecemos algo mejor.

 

En los Andes peruanos, esa tierra altiva y castigada, se está gestando el posible renacimiento de una izquierda que, bajo diversas máscaras, no ha dejado de estar presente allí. No se trata ya de un caudillo aislado ni de un exabrupto electoral. Esta vez, la izquierda tiene posibilidades reales. El sur andino, siempre olvidado, indignado y doliente, representa casi el 20% del electorado nacional y, según todos los indicios, votará en un 80% por opciones que se reivindican antisistema, antiempresariales, anticapitalistas.

Si a ese núcleo le sumamos los votos del centro y norte andino, así como los bolsones de pobreza y frustración en las periferias urbanas de Lima, Trujillo o Arequipa, el resultado podría ser una masa electoral cercana al 25% del total nacional. Lo suficiente, incluso, para que no uno, sino dos candidatos de izquierda disputen la segunda vuelta. No sería la primera vez que el Perú elige con el hígado, pero sería, tal vez, la más peligrosa.

Ante esta amenaza, la derecha —incluida la derecha bruta y achorada que se parte hasta en tres o cuatro pedazos— continúa actuando con una irresponsabilidad suicida. Dividida en más de una decena de candidaturas, interesada en disputarse los despojos del poder antes que en construir una opción liberal moderna, le está regalando el pase libre a los agitadores.

El Perú, si no reacciona con lucidez, corre el riesgo de repetir su peor historia. Los populistas, ya sea de izquierda o derecha, prosperan cuando los demócratas vacilan o se pulverizan en la intrascendencia. El voto andino, harto de promesas incumplidas, buscará venganza, no esperanza. Y el país entero puede pagar, una vez más, el precio de su ceguera.

 

El huevo de la serpiente está siendo incubado silenciosamente, pero con furia en el Perú. Cuando el gobierno se ahoga en mediocridad e ineptitud y los ministros se niegan a ejecutar, cuando los congresistas se niegan a legislar y un presidente ostenta que no presidirá, el camino hacia el caos institucional está engrasado.

El descenso hacia un abismo, uno muy amplio, es, hay que decirlo, difícil de revertir. No solo se está presenciando una crisis circunstancial, sino que estamos siendo testigos de la aparentemente lenta destrucción de los aspectos civilizatorios más básicos que mantienen la esperanza de la democracia en orden funcional.

Es el Congreso convertido en un lodazal, legislando en su propio nombre. El Poder Judicial y el Ministerio Público colonizados por sectas; ya no son un refugio de justicia sino una herramienta de venganza y cálculo político. La Policía y las Fuerzas Armadas devenidas en fuerzas de choque corruptas.

En medio de ese espanto ya no hay, hasta donde alcanza la vista, nada parecido a la institucionalidad y la fatiga ciudadana está madurando perniciosamente. El vacío, en el que no hay partidos, ni ideas ni líderes sensatos, será inevitablemente llenado —tarde o temprano— por un Mesías charlatán, un outsider que encienda pasiones y se monte en el descontento, como fue el caso, en el pasado reciente, de Pedro Castillo. Aún no se le ve en las encuestas, pero su sombra se desliza por los callejones de la desilusión.

No deberíamos sorprendernos de encontrarlo. Estamos dándole vida, con cada expresión de cinismo, con cada mentira oficial, cada acto en favor de la decencia traicionada. Y cuando llegue, no tendremos a quién culpar más que a nosotros mismos y a nuestro país inyectado con veneno, respecto del que fuimos demasiado cobardes para colocar fuera de su miseria. Entonces será demasiado tarde para lamentarse, como siempre.

 

Vivimos una época de descomposición, un tiempo en que la mediocridad ha dejado de ser la excepción para convertirse en norma. Uno revisa los perfiles de congresistas, ministros, alcaldes, generales, fiscales o magistrados, y lo que aparece frente a los ojos no es la estampa de servidores públicos cultos, íntegros o preparados, sino un desfile grotesco de improvisados, oportunistas, ignorantes y corruptos. Es como si el país entero, harto de sí mismo, hubiera decidido premiar a sus peores elementos con las más altas responsabilidades.

No es solo la política, que desde hace tiempo ha dejado de ser un espacio de ideas y convicciones para convertirse en un mercado de trueques, lealtades compradas y discursos vacíos. Es también la justicia, infiltrada por mafias internas y camarillas sedientas de poder; la Policía, carcomida por el clientelismo y la impunidad; los gobiernos locales, convertidos en feudos de rapiña; la administración pública, reducida a botín de guerra de cada turno.

¿Qué nos ha pasado? ¿En qué momento dejamos de valorar el mérito, la formación, la experiencia, la decencia? La respuesta no es simple, pero sí evidente: hemos normalizado el deterioro. Ya no escandaliza el plagio, la ignorancia o la vulgaridad; se aplaude incluso, si viene envuelta en la retórica populista.

Este clima moral pestilente solo puede conducir al colapso. Un país sin élites responsables, sin autoridades dignas, sin referentes éticos o intelectuales, está condenado a la anarquía o al autoritarismo. Que no se diga luego que no lo vimos venir. La decadencia está ahí, en cada sesión del Congreso, en cada declaración ministerial, en cada fallo judicial. Y lo más trágico: nos estamos acostumbrando a ella como quien se resigna al mal olor de una habitación cerrada.

 

No voy a comentar sobre el enfrentamiento entre la Junta Nacional de Justicia y el actual Ministerio Público en cuanto a la reincorporación de la fiscal Patricia Benavides, debido a que es un asunto que está fuera de mi competencia de análisis jurídico y porque, además, me encuentro abusivamente involucrado en una investigación contra una de las partes Pero de lo que sí puedo hablar con certeza es de la desastrosa condición de la institución.

En cualquier país civilizado, no puede ser que la entidad que supuestamente defiende la legalidad, respeta el debido proceso y defiende los intereses de la sociedad, como es el caso en el Perú, se haya convertido en una máquina de persecución, manipulación y chantaje. El Ministerio Público, que alguna vez fue el símbolo de la justicia republicana, ha devenido en un sistema opaco y mezquino de intereses ulteriores y lacayos mediáticos cuyo trabajo principal no es investigar adecuadamente, sino destruir al enemigo.

Las filtraciones de los expedientes de la fiscalía, las declaraciones hechas sobre la base del pánico y las amenazas, las narrativas elaboradas para el fiscal de turno, donde los aspirantes a ser colaboradores eficaces son presionados, amenazados o sobornados con indulgencias sin precedentes para decir lo que encaja en el guion, son moneda común. ¿El resultado? Un país entero convertido en un tribunal-espectáculo, donde la prensa juzga antes que los jueces, y los fiscales actúan más bien como vedettes.

La distorsión del Ministerio Público alcanza dimensiones grotescas. No se investiga hechos mediante diligencia técnica, sino a través de cálculos políticos. No se imparte justicia; se burlan de ella. La institución necesita desesperadamente una reestructuración profunda de arriba a abajo. No puede haber una democracia que funcione cuando la entidad acusadora es una fuerza paramilitar de lo nefasto.

Es un deber patriótico recuperar el Ministerio Público. Entonces, y solo entonces, podremos buscar un estado de derecho digno del nombre, donde las leyes no sean instrumentos de guerra sino garantes de vidas civilizadas en común. Y donde la justicia no aterrorice, sino que imponga respeto.

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[MÚSICA MAESTRO] Brian Wilson (1942-2025): Toda una vida oyendo voces

El genio que no quería serlo

A Brian Wilson no le gustaba que lo llamaran “genio”, pues eso podía generar expectativas desproporcionadas sobre su trabajo. La palabra comenzó a asociarse a su nombre pasada la segunda mitad de los años sesenta, cuando ya tenía once álbumes en el mercado y el último de ellos, Pet sounds, recibía los mayores elogios de la crítica especializada, a pesar de que en su momento no le gustó prácticamente a nadie, por despegarse radicalmente del sonido “surf” que había creado con su grupo, The Beach Boys.

Como todo lo que hizo la banda entre 1962 y 1968, el legendario álbum de la carátula en que aparecen alimentando a unos animalitos en el zoológico de San Diego había sido también producto de su inagotable talento y vocación innovadora para componer y hacer arreglos vocales. La rivalidad que la prensa había creado entre los Beatles y los Beach Boys produjo algunas de las mejores producciones discográficas de mediados de los sesenta, que combinaron la estética pop-rock con sensibilidades sinfónicas y ganas de experimentar en los estudios de grabación, algo que en esos años también hicieron artistas como Grateful Dead, Bob Dylan o Frank Zappa & The Mothers Of Invention.

La sana competencia artística entre Brian Wilson y Paul McCartney solo trajo buenos resultados para los amantes de la buena música. Cuando el líder de los Beach Boys escuchó el LP Rubber soul -el sexto de los Beatles, que contiene clásicos como Norwegian wood, Nowhere man o In my life- decidió hacer algo mejor. Se encerró con el letrista Tony Asher y produjo el disco Pet sounds. God only knows, una de las canciones de ese disco, inspiró a McCartney para escribir Here, there and everywhere o Penny Lane y luego, para la construcción de “la banda del Sargento Pimienta”.

Wilson nunca disfrutó mucho de actuar en público –“me gusta estar más detrás de cámaras”, comentaba- y sus problemas psiquiátricos, que sufrió desde muy joven, lo hicieron pasar por épocas muy oscuras, tras su valiente actitud de romper los moldes de su propio grupo con aquel disco, una cruzada casi unipersonal que emprendió en búsqueda de extraer los sonidos que tenía en su cabeza. Solía pasar largas temporadas encerrado en su habitación, rodeado de personas ajenas a sus círculos familiares que le decían qué hacer para mantener un comportamiento social medianamente aceptable. Pero, cada vez que se recuperaba, hacía algo genial.

Brian Wilson, como Syd Barrett (Pink Floyd), Ian Curtis (Joy Division), Jim Gordon (baterista que terminó preso por asesinar a su propia madre) o Peter Green (Fleetwood Mac), es uno de los casos más conocidos de músicos acorralados por verdaderos demonios internos, más allá de haber desarrollado, posteriormente, vicios que bajo la apariencia de calmantes solo acrecentaban los síntomas de depresión, bipolaridad y enajenación. Tendencias suicidas e inseguridades múltiples poblaron la vida pública y privada de Brian, al margen de la atención y reconocimientos que recibía. Afortunadamente, esa vocación autodestructiva jamás fue más fuerte que su musicalidad.

Su muerte, el pasado miércoles, llegó para redondear una pésima semana para el universo de la música, al producirse un día después del fallecimiento de otra superestrella de los años sesenta, Sylvester Stewart, líder de Sly & The Family Stone. Y unos días después, nos enteramos del prematuro paso al más allá de Douglas McCarthy (58), uno de los fundadores de Nitzer Ebb, banda británica pionera de la música electrónica para discotecas. Nos estamos quedando sin los referentes que marcaron a fuego nuestra melomanía, pero nos quedan sus creaciones, eternas, inmortales. Brian Wilson, genio a pesar de sí mismo, habría cumplido 83 años este viernes 20 de junio.

The Beach Boys, una banda familiar

En 1958, cuando Brian Wilson tenía solo 16 años, comenzó a enseñarles a sus hermanos menores, Dennis (14) y Carl (12), a cantar en armonías escuchando canciones de The Four Freshmen y otros grupos vocales, supervisados por su rudo padre, Murry, quien tocaba el piano. Poco tiempo después se unieron al trío su primo, Mike Love (17) y un compañero de escuela de Brian, Al Jardine (16). Para cuando decidieron cambiar su nombre de The Pendletones a The Beach Boys, la configuración del grupo era así: Brian Wilson (voz, bajo, teclados), Carl Wilson (voz, guitarras), Mike Love (voz, saxo), Al Jardine (voz, guitarra) y Dennis Wilson (voz, batería).

Entre 1962 y 1965 la banda se convirtió en la más famosa y comercial de los Estados Unidos, puntas de lanza de un estilo que quedaría inmortalizado como “surf rock”. La dirección vocal de Brian permitía que sonaran como un coro sólido, inspirado en los conjuntos vocales del R&B y el doo-wop, pero con una base de pop-rock instrumental que emulaba el estilo de artistas como Dick Dale o The Ventures. El sonido de los Beach Boys influenció a bandas como The Byrds, Electric Light Orchestra, Queen y muchas otras representantes del pop progresivo, el indie y el dream pop de décadas posteriores.

Las voces altas y aterciopeladas de los hermanos Brian y Carl se combinaban perfectamente con los tonos más graves de Love y Jardine, mientras que Dennis aportaba los tonos intermedios. En vivo, se caracterizaban por tener una imagen luminosa y limpia, siempre con los cabellos largos pero ordenados y uniformados con sus clásicas camisas blancas de rayas negras verticales. En poco tiempo, The Beach Boys logró encarnar el espíritu de la subcultura juvenil de California.

En los estudios de grabación, contaron siempre con la colaboración de un conjunto de músicos de sesión de élite, conocidos como The Wrecking Crew, famosos por haber servido de banda de apoyo para grandes artistas del área de Los Angeles como Sonny & Cher, The Fifth Dimension, The Mamas & The Papas, entre otros. Entre sus miembros podemos mencionar, por ejemplo, a Hal Blaine -considerado el baterista con más sesiones de la historia-, los guitarristas de jazz Tommy Tedesco y Barney Kessel, los saxofonistas Steve Douglas y Plas Johnson -conocido por grabar la versión original del icónico tema de la Pantera Rosa- y la bajista Carol Kaye (90), una de las mujeres que más participaciones ha tenido en la edad dorada del pop-rock y jazz norteamericano.

En ese breve periodo de cuatro años, los Beach Boys registraron canciones que hasta hoy son sinónimo de verano, vacaciones y tablas hawaiianas: Surfin’ safari (1962), Surfin’ USA (1963), Fun fun fun, I get around, la balada Don’t worry baby, inspirada en las Ronettes y su productor Phil Sector (1964), Help me Rhonda, California girls (1965). Nueve álbumes con composiciones originales de Mike Love y Brian Wilson quien, por cierto, no tenía ningún interés en el surf -“Dennis es el único que sabe surfear, yo soy solo el compositor” decía- y uno de covers, el Beach Boys party! (1965) que contiene otro clásico de esa primera época, Barbara Ann, original de The Regents, además de temas de Bob Dylan, los Beatles y otros.

De hecho, escarbando en esa primera porción de su discografía, uno puede encontrarse también con algunas joyas de surf-rock instrumental como Moon dawg (1962), The rocking surfer (1963), Carl’s big chance (1964) y hasta una versión de Misirlou, cuya popularidad resurgió en los años noventa cuando Quentin Tarantino la incluyó en la banda sonora de Pulp fiction (1994), pero en la versión del guitarrista Dick Dale (1962). Sin embargo, el genio atribulado de Brian decidió ir más allá y, para 1965, se recluyó para cambiar la historia de los Beach Boys -y del pop-rock- para siempre.

Pet Sounds, una obra maestra

Pet sounds (Capitol Records, 1966) es la culminación de una búsqueda interna del mayor de los Wilson por la perfección musical. Este es, definitivamente, el punto más alto de la esquizofrenia de Wilson traducida en combinación de finas e intrincadas armonías vocales, sofisticadas instrumentaciones pop-rock con modulaciones y disonancias propias de la música clásica y uso de diversas tecnologías de estudio, sonidos exóticos, efectos y otras herramientas para lograr el resultado que buscaba.

La segunda etapa del grupo, que había comenzado con algunos temas de los dos discos previos -All summer long y Summer days (And summer nights!!), de 1964 y 1965, respectivamente- es, además de mucho menos conocida, más experimental y rica en matices. Más allá de los rótulos que ha recibido a casi sesenta años de su aparición -pop barroco, pop psicodélico, pop progresivo, rock sinfónico, etcétera- el Pet sounds es producto de una mente atormentada y prodigiosa, atemporal y clásico.

Para esa época (mediados de 1965), Brian había iniciado el tortuoso camino de aislamiento que terminó alejándolo de los escenarios. Paralelamente, una explosión de sonidos gobernaba su cerebro, hasta el punto de pensar que estaba volviéndose loco. La actitud cada vez más antisocial de Brian alteró la relación con sus hermanos y compañeros, especialmente con Mike Love quien nunca estuvo 100% de acuerdo con la nueva dirección musical que adoptaron.

En líneas generales, Pet sounds es un compendio de sentimientos melancólicos y romántica desesperanza, enmarcados en inspiradoras secuencias de acordes y armonías sublimes, como en You still believe in me o Caroline, no, que cierra el disco. I just wasn’t made for these times es, en palabras del propio Wilson, la descripción más exacta de cómo se sentía en ese momento. De las trece canciones del álbum original -en 1997 apareció una colección de cuatro discos compactos con todas las sesiones- solo tres ingresaron al canon de grandes éxitos de los Beach Boys.

Sloop John B., la única no firmada por Wilson y Asher -es originalmente un tema tradicional de las Islas Bahamas, que narra un naufragio -, Wouldn’t it be nice y God only knows. Esta última se convirtió en la máxima expresión de la genialidad de Brian Wilson -Paul McCartney la nombró “su canción favorita de todos los tiempos” y Barry Gibb pensó en dejar de componer después de escucharla-, en la que confluyen tanto sus influencias beatlescas como su pasión por la orquestación clásica, con el uso del corno francés como instrumento melódico principal y la acumulación de bajos y teclados para que sonaran como secciones más amplias. En lugar de cantarla él mismo, le cedió esa responsabilidad a su hermano Carl. Y el resultado fue brillante.

Los 36 minutos de Pet sounds exhiben una inteligente mezcla de estilos y sonidos, con armonías encantadoras, cargadas de una atmósfera de ingenuidad y juventud -Brian tenía 23 años en 1966- que también contrasta con la densa sensación de estar haciendo música de vanguardia, como en los instrumentales Let’s go away for awhile y Pet sounds, o en el revolucionario uso del theremín eléctrico en I just wasn’t made for these times, la primera vez que se usó esta innovación en un disco de rock.

1967-1988: De Good vibrations a Kokomo

Después del logro artístico de Pet sounds, álbum que obtuvo masivo reconocimiento del público recién treinta años después, Brian Wilson logró plasmar una vez más su genialidad, antes de sumergirse en un oscuro ostracismo del cual logró salir de manera intermitente durante las siguientes dos décadas. Autoexiliado en su habitación, Brian Wilson compuso y grabó Smile, que fue anunciado como una continuación del concepto del álbum anterior.

Sin embargo, el disco nunca vio la luz en su momento y se volvió una especie de leyenda. En su lugar, la banda grabó una versión menos densa, que titularon Smiley smile y que produjo otras dos joyas para el catálogo de los Beach Boys: Heroes and villains -cuya secuencia inicial seguramente inspiró a Charly García para su composición Mientras miro las nuevas olas (Serú Girán, Bicicleta, 1980) y Good vibrations, una mini suite vocal de enorme calidad. El tema condensó nuevamente y de manera brillante, los ideales que transmitían los Beach Boys: inventiva musical, letras inspiradoras y un poder de atracción que ha soportado la prueba del tiempo.

Entre 1968 y 1979, The Beach Boys lanzaron once álbumes, pero ninguno logró replicar ni el éxito masivo de su primera etapa ni los picos creativos de Pet Sounds/Smiley smile. Brian Wilson se replegó y estuvo, en varias ocasiones, al borde de abandonarlo todo. Con sobrepeso y entregado a sus adicciones, que cruzaba con gravísimos episodios de paranoia, ataques de pánico y colapsos nerviosos, cedió la dirección del grupo a Mike Love y su hermano Carl. Siguió participando como compositor, vocalista y tecladista, pero ya no con el rígido control creativo de antes.

Algunos puntos altos de este periodo son los discos Surf’s up (1971), Carl and The Passions (1972) y The Beach Boys love you (1977), manifiestos sonoros de principio a fin, pero sin singles. En medio, la recopilación Endless summer (1974), fue un éxito de ventas millonarias. Para las actuaciones en vivo, Brian Wilson era reemplazado por colaboradores cercanos del grupo como Glen Campbell o Bruce Johnston, quien se hizo miembro estable a mediados de los setenta.

Durante los ochenta, The Beach Boys no mantuvieron la misma actividad de las dos décadas anteriores. Este periodo estuvo marcado por las crecientes tensiones entre Brian y el resto del grupo, sus permanentes ingresos a tratamientos psiquiátricos y para bajar de peso, dirigidos por su doctor Eugene Landy -quien finalmente sería acusado de estafa- y la muerte de Dennis Wilson, ahogado mientras surfeaba en California, en 1983.

Sin embargo, casi a finales de la década tuvieron un regreso triunfal a los rankings del mundo entero con Kokomo, canción que sirvió como banda sonora de una película llamada Cocktail (1988), protagonizada por Tom Cruise. En este tema, de sonido plácido y caribeño, Brian Wilson no tuvo nada que ver. Los años siguientes vieron a los Beach Boys convertidos en una retahíla de juicios por regalías, reuniones esporádicas y un par de discos sin mayor resonancia. La muerte de Carl Wilson, de cáncer, en 1998, parecía decretar el ocaso de aquella banda formada en una casa familiar.

El retorno de Smile y más allá

La carrera de Brian Wilson se revitalizó en el 2004 con el esperado lanzamiento de Smile, el proyecto trunco de 1967, con nuevas grabaciones de los temas que había compuesto en aquella ocasión junto al tecladista de sesiones Van Dyke Parks. El álbum fue presentado en concierto, en el Royal Festival Hall de Londres, con críticas muy positivas y el respaldo del público. Siete años después, apareció The Smile Sessions, con las grabaciones originales de los Beach Boys.

El regreso de Smile fue, para Brian Wilson, la tabla de flotación que necesitaba en ese momento, después de todas las turbulencias por las que había atravesado. Esta nueva versión de Smile era su sexta producción como solista, un camino que desarrolló intermitentemente con apariciones como invitado, diversos homenajes en vida y lanzando sus propios discos, revisitando canciones de George Gershwin, de las películas de Walt Disney y de su propio material. At my piano (Decca, 2021), fue su última grabación oficial, una selección de sus composiciones más famosas tocadas en piano clásico.

[MIGRANTE DE PASO] Todavía estaba dormido. Hay que aprovechar los domingos. Me desperté de golpe. Todo temblaba. Me di cuenta de que todavía soy rápido: salí disparado. Antes de que terminara el temblor, ya estaba afuera, y eso que fue corto. Pensé que ya no les tenía tanto miedo, pero estaba equivocado. Sigo siendo igual de miedoso que siempre.

Me acordé del 2007, cuando fue el terremoto en Pisco, que en Lima también se sintió bastante fuerte. Recuerdo que fue larguísimo, no terminaba nunca. Aun así, el de hoy lo sentí incluso más fuerte, solo que no duró tanto. Tenía 13 o 14 años como máximo. Justo iba a mis clases de karate cuando empezó. Salimos todos a la calle; los vecinos también estaban afuera. Las caras de la gente, los niños gritando. Mi padre tenía la mano puesta sobre mi hombro para calmarme. Cuando me asustaba de chico no era de los que entraban en pánico o gritaban. Me quedaba callado y miraba a todos lados. Era bastante instintivo, pero probablemente, si mis padres se hubieran asustado, yo me habría quedado paralizado. Ya de grande aprendí a manejar el miedo, porque toda mi infancia me la pasé teniéndole miedo a casi todo.

No sé si es porque ahora la información llega rapidísimo a todos lados —y eso solo ha ido en aumento desde que nací—, pero en los 31 años que he vivido siento que han pasado demasiadas cosas en el mundo y también en el país. Mucha gente de mi generación piensa lo mismo. De hecho, existen hasta memes sobre esta situación con los millennials.

Nací en 1993, un año después del autogolpe de Estado de Alberto Fujimori y de la captura de Abimael Guzmán. Tres años después fue la toma de la Embajada de Japón. No sé si estoy inventando recuerdos, pero tengo la sensación de haber estado jugando en el suelo de la cocina mientras se escuchaban las noticias de ese atentado. Puede ser que sí me acuerde de ciertas cosas, porque duró más de cuatro meses.

Unos años después, en 2001, también estaba en el suelo, esta vez en un aula del colegio. Una profesora estalló de rabia porque unos compañeros habían armado dos torres de jenga y simulaban lo que había ocurrido el día anterior con las Torres Gemelas. Los niños pueden ser más crueles de lo que pensamos. Estaba en segundo o tercer grado de primaria.

Ahora que lo pienso en retrospectiva, ese atentado fue una locura. Recuerdo que en las noticias mostraban los registros de llamadas telefónicas hechas por personas atrapadas en las torres durante el ataque. Al escucharlas, se me helaba el cuerpo: voces quebradas por el pánico, algunas llamadas interrumpidas por el derrumbe del edificio. Padres llamando a sus familias, jóvenes que llamaban a sus madres; algunos se limitaban a despedirse. El mundo cambió. Las personas en todo el planeta recibieron un mensaje: este mundo no funciona como creíamos, y lo que no conocemos apenas refleja una pequeña parte de lo que realmente ocurre. Yo tenía menos de 10 años, y a esa edad comencé a entender el trasfondo de muchas cosas que antes solo oía de los adultos sin comprender.

Podría mencionar muchas cosas: desde la crisis económica del 2008, que tampoco entendía del todo, hasta el trágico incendio de la discoteca Utopía. Hasta hoy, cada vez que entro a un lugar, lo primero que hago es buscar las salidas de emergencia. Un sinfín de hechos desastrosos. De un día para otro, el mundo entero enfrentó una pandemia global. Todavía se siente surrealista. Yo estaba en Argentina, me iba a mudar allí para estudiar. Recuerdo que mi padre me fue a ver. Comenzaron a aparecer noticias sueltas sobre casos en distintos países. No me asusté hasta que aparecieron algunos en Argentina y luego en Perú. Tuvimos que tomar un vuelo apresurado porque ya estaban cerrando las fronteras. Regresamos en uno de los últimos. Clases virtuales, cifras de muertes que no paraban de aumentar, corrupción con los balones de oxígeno, y sin una vacuna a la vista. Incertidumbre tras incertidumbre.

Un poco más de un año después, me fui a otro país. Unos meses después comenzó la escalada del conflicto palestino-israelí, que terminó en una masacre espantosa sobre la que seguimos recibiendo noticias. En esos meses también empezó la guerra entre Ucrania y Rusia. Hace unos días, comenzó el intercambio de ataques entre Israel e Irán. El panorama solo deja espacio para pensar que se viene una guerra mucho peor, de gran escala. Espero que estemos equivocados, porque lo que menos se necesita ahora es algo de esa magnitud. Mejor dicho, nunca es buen momento para una guerra, sea del tamaño que sea.

Sin embargo, pedirles un poco de conciencia a los líderes mundiales parece imposible. No son personas normales; cada uno está más loco que el otro. Analizar o predecir desde la cordura pierde sentido cuando hablamos de las decisiones que tomarán. El mundo está dividido, y todos corren como niños a favor de un bando, cuando está clarísimo que ambos están mal. Siempre ha sido así. Pedirle a la gente que sea valiente ahora también parece una locura. Durante mucho tiempo pensé que creer en la paz era ridículo por ser inalcanzable. Me dejé arrastrar por discursos de odio y caí en el pesimismo. Hoy prefiero abrazar el cliché de la paz. Prefiero vivir creyendo en utopías antes que obligarme a pertenecer a estos bandos de mentes cuadradas y derrotistas. Tenemos que darnos cuenta de que nadie merece ser herido.

Uno de los mitos más peligrosos que circulan en el debate público peruano —alentado por tecnócratas resignados y empresarios acomodaticios— es que el país goza de una supuesta solidez económica que lo mantiene a flote a pesar del desastre político.

Pero esto, como tantas otras ficciones que nos contamos para dormir tranquilos, no es más que una media verdad. La resiliencia empresarial —ese admirable instinto de supervivencia que lleva a los peruanos a levantar negocios en medio del caos— no debe confundirse con un manejo fiscal responsable. Más bien, es todo lo contrario: el Estado peruano está siendo desmantelado por una coalición perversa de populismo legislativo y mediocridad ejecutiva.

Desde el Congreso, cada semana se aprueban leyes que aumentan el gasto público sin sustento técnico, mientras se debilitan las fuentes de ingreso del Estado con exoneraciones absurdas. El Ejecutivo, por su parte, lejos de corregir el rumbo, se ha entregado a la lógica de la compra de lealtades: bonos clientelistas, aumentos sin reforma, y programas improvisados. Véase la nueva ley de promoción agraria o la descomposición del IGV que incrementa el dinero mercantilista para los gobiernos locales.

El equilibrio fiscal —ese pilar invisible del progreso sostenible— está siendo perforado con irresponsabilidad suicida. Hoy vivimos del prestigio acumulado por décadas de prudencia, pero esa herencia se agota. Cuando se acabe, no habrá resiliencia empresarial que nos salve del abismo.

 

[EL DEDO EN LA LLAGA]  La peruana Jenny de la Torre Castro, conocida médica de personas sin hogar de Berlín, falleció el 10 de junio de 2025 a los 71 años de edad tras una larga y grave enfermedad, según dio a conocer la Fundación Jenny de la Torre, creada por ella misma en 2002.

De la Torre nació en 1954 en Nazca (Ica) y creció en Puquio (Ayacucho) en condiciones humildes. En 1976 llegó a la República Democrática Alemana (RDA) con una beca, se convirtió en especialista en cirugía infantil y se doctoró en la Charité, un hospital público universitario de Berlín. A partir de 1994, trató gratuitamente a personas sin hogar en la estación de tren Ostbahnhof de Berlín. Por su compromiso, recibió múltiples reconocimientos.

El siguiente artículo es una semblanza, originalmente en alemán, publicada el 18 de marzo de 2014 en Infostelle Peru. Su autora, Hildegard Willer, es una periodista independiente que reside en Lima y escribe para varios medios alemanes.

* * *

Trabajadores sociales, cooperantes al desarrollo y misioneros alemanes van al llamado Tercer Mundo para «ayudar» a los más pobres. Jenny de la Torre ha elegido el camino opuesto. La médica peruana se dedica en Berlín a cuidar de los marginados de la sociedad alemana.

Jenny de la Torre tiene algo en común con la mujer más poderosa del mundo. Ambas casi se pierden el evento histórico más importante que ocurrió frente a sus puertas. Angela Merkel afirma que el 9 de noviembre de 1989 estaba en un sauna, mientras que Jenny de la Torre, quien se hallaba en una piscina de Berlín Este, era la única que en ese momento estaba rindiendo su examen de natación. Tras 13 años en la RDA, un país que producía campeonas mundiales de natación en serie, Jenny de la Torre quería aprender de los mejores y perfeccionar su estilo de natación. Precisamente en ese día cayó el Muro de Berlín; la vida de Jenny De la Torre dio un giro que la llevó hacia los más pobres de la sociedad y, finalmente, a la Pflugstrasse 12 en Berlín Centro.

La casa en la Pflugstrasse 12 es un edificio de ladrillo rojo en una calle que hasta ahora ha escapado al saneamiento. A menos de 100 metros estaba el Muro; esa antigua zona marginal ahora se encuentra en el corazón del vibrante Berlín moderno. Sobre la puerta de madera de doble hoja se lee «Centro de Salud para Personas sin Hogar». Una mujer de apenas 1.60 metros, con un corte de pelo sencillo y redondeado, vestida con pantalones blancos y bata, abre la puerta. La doctora Jenny de la Torre es la directora del Centro de Salud para Personas sin Hogar. Su consulta está decorada de forma sobria y funcional, sin fotos familiares. No hay cruces, retratos de Che Guevara ni símbolos que indiquen una creencia. Solo una gran placa con el juramento de Hipócrates:

«Estableceré prescripciones médicas para el beneficio de los enfermos según mi capacidad y juicio, pero me abstendré de aplicarlas para causar daño o de manera injusta».

Su infancia en los Andes peruanos le mostró a Jenny de la Torre lo importante que puede ser encontrar a un médico a tiempo.

Puquio

Era difícil hallar un médico en Puquio. Hace 50 años sólo se podía acceder a este pueblo en las altitudes de los Andes peruanos tras varios días de viaje por un camino accidentado. Jenny de la Torre tenía 6 años cuando su madre enfermó gravemente, y la familia hizo venir al único médico del distrito desde lejos. De repente alguien llamó a la puerta y un muchacho de 13 años, con el rostro empapado en lágrimas, irrumpió. «El médico debe venir a ver a mi padre, está enfermo, ¡rápido!», suplicaba el muchacho. La pequeña Jenny explicó que el médico estaba atendiendo a su madre y no podía ir inmediatamente con el padre del otro niño. «Me sentí tan mal cuando los dos niños discutíamos por el médico», recuerda 50 años después este episodio, que fue una experiencia clave para ella. En ese momento tomó forma una certeza: hay muy pocos médicos en Perú para la población pobre. Y decidió que quería ser médica para ayudar a paliar esa carencia.

En el segundo piso

En el segundo piso del centro de salud, el olor estéril del hospital se mezcla con el aroma de comida caliente y el de ropa sucia sobre pieles sin lavar. Es invierno en Berlín, las calles están mojadas o heladas, y las temperaturas rara vez superan los cero grados. Sobrevivir en la calle en invierno es brutal. Las personas sin hogar que llegan a la Pflugstrasse 12 para comer algo o calentarse no se han lavado en días. Jürgen G. siempre lleva su bolsa deportiva con todas sus pertenencias y busca un lugar donde dormir. A su lado, un hombre con cabello gris desaliñado, barba larga y rostro enrojecido por el frío o el alcohol podría tener 50 o 70 años. Es mucho más alto que la doctora, como él la llama. Tiene molestias en la rodilla. Jenny de la Torre organiza una consulta para él con un ortopeda, un colega jubilado que, como todos los médicos y psicólogos aquí, trabaja de forma voluntaria. «A nosotros vienen personas de todas las clases sociales, la falta de hogar puede afectar a cualquiera», cuenta Jenny de la Torre. «Incluso en un Estado social como Alemania».

Ostbahnhof

Cuando la doctora Jenny De la Torre comenzó en 1994 a ofrecer consultas médicas para personas sin hogar en la estación de tren Ostbahnhof de Berlín, fue la culminación provisional de una larga odisea. En 1976 llegó a Leipzig como estudiante de medicina. «Por casualidad», dice la doctora. «Una compañera con una beca de la RDA estudiaba en Rostock y en un aula de la Universidad de Ica se leyó una postal suya. Pensé que yo también podría intentarlo». Logró obtener una beca y, tras finalizar sus estudios en los años 80, regresó a Perú. Pero no contaba con la burocracia peruana. Hasta el día de hoy, los médicos enfrentan dificultades para que se reconozcan en el Perú sus estudios realizados en el extranjero. Tras casi un año de trámites infructuosos, Jenny de la Torre se rindió y regresó a la RDA, donde se especializó en cirugía pediátrica. Poco después de la caída del Muro, intentó de nuevo en el Perú, pero fue en vano: el Colegio Médico del Perú exigía siempre nuevos documentos. El país, que tanto necesita médicos, no se los pone fácil a éstos.

Jenny de la Torre regresó al país donde ya había vivido 14 años. Era una de las muchas médicas desempleadas del Este en la Alemania recién reunificada. La Cámara de Médicos de Berlín le ofreció finalmente un proyecto: establecer un consultorio para personas sin hogar en Ostbahnhof.

«Para el consultorio solo teníamos un cuarto de 12 m² sin ventanas junto al comedor», recuerda Jenny de la Torre sobre su primer lugar de trabajo con personas sin hogar. «He visto enfermedades que no esperaba encontrar aquí. El estado catastrófico de mis pacientes me impactó profundamente. Sarna, piojos, heridas abiertas en las piernas y calcetines pegados a la piel eran algo cotidiano. En la RDA me preparé para mi país, sin saber dónde sería asignada. Todas esas experiencias las pude aplicar aquí con mis pacientes».

Tomar una decisión

Tras dos años de medicina para personas sin hogar en Ostbahnhof, Jenny de la Torre recibió otras ofertas de trabajo. Las rechazó y se quedó. «¿Qué es más importante: la vida o el dinero? El dinero se puede ganar en cualquier lugar, pero aquí es donde más me necesitan».

No solo era requerida como médica. Cuando se atiende a personas sin hogar, también hay que ser un poco abogada, trabajadora social y psicóloga. La doctora ha visto lo rápido que una persona sin hogar puede quedar fuera de todos los sistemas del Estado social y lo difícil que es reincorporarse. «En Alemania hay un sistema de ayuda social, quizás uno de los mejores del mundo. Y, aun así, hay personas que se caen de la red social. Cuando te vuelves pobre y terminas en la calle, estás casi siempre solo. No solo afecta a los pobres, sino también a miembros de otras clases sociales que, debido a un golpe del destino, se convierten en personas sin hogar».

Con el tiempo, llegó el reconocimiento público por el compromiso médico y social de Jenny de la Torre. La Charité le otorgó un doctorado honoris causa. En 2002 recibió el premio mediático «Gallina de Oro». El dinero del premio fue la base inicial para crear su propia Fundación Jenny de la Torre, con la que sigue atendiendo a las personas sin hogar en Berlín.

Que ella, proveniente de un «país en desarrollo» como Perú, ahora cuide de los marginados de una sociedad rica no sorprende a Jenny De la Torre. «No importa dónde vivas, sino qué haces. No importa si eres peruano, chino o lo que sea. Simplemente hay que ayudar».

La doctora Jenny De la Torre no se considera una buena samaritana de turno, sino que ayuda porque es exactamente lo que le gusta hacer. Ayudar como autorrealización. Y también como dar y recibir. «Todos dependemos unos de otros. La ayuda que doy, regresa».

Quizá no solo aprendió esto en la facultad de medicina, sino en su infancia en las montañas de Puquio. «Reciprocidad» —el equilibrio entre dar y recibir— es la base de la visión andina de la solidaridad, que ha llevado a la doctora Jenny de la Torre a los márgenes de la sociedad alemana.

(Traducción de Martin Scheuch)

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