Después de esos clásicos regresos del colegio, donde el hambre y las ganas de hacer todo menos estudiar eran la prioridad, tenía que pedirles a mis padres que me compren Los jefes y Los cachorros, porque eran parte del plan lector escolar. Sin saber, dentro de la enorme biblioteca de mi padre se encontraba una joya oculta, nada menos que la primera edición. Recuerdo abrirlo y estornudar unas cinco veces por el polvo y olor a guardado. Sin querer, me enamoré de ese olor a reliquia. Por fin, pensaba. Estaba emocionado, ya que había llegado el momento de leer a aquel señor viejo, así lo veía, con pelo blanco y cejas pobladas. Lo que no me imaginaba es que la regresada al día siguiente fue con un libro en la mano y varios mareos de por medio.
—Y entonces todos supieron que a Cuéllar le había pasado algo espantoso —ahora que lo vuelvo a leer, me acuerdo del miedo—. Lo quisimos siempre, lo defendimos siempre, aunque no sabemos cómo ayudarlo —esa frase por fin logró entenderla a mis 31 años, la misma edad en la que él lo publicó.
Sabía que era una persona complicada. Las leyendas contaban que pedía ser encerrado en su propia biblioteca, que le metió un puñete a su hijo por retirarse de la universidad, que le metió otro a Gabriel García Márquez, por razones que ambos, cumpliendo su palabra, se llevaron a la tumba. Me causaba intriga. Y superó mis expectativas. Conocía su pasado político, que perdió las elecciones a la presidencia en 1990, tres años antes de que yo naciera, que pidió sanciones para el gobierno de Alberto Fujimori, aquel desconocido en su momento, que pudo superarlo en votos. Doctor Vargas, le decía a modo de quitarle el branding, digamos. Anécdotas que quedan en la historia, pequeños detalles que enriquecen la historia de este personaje que logró todo dentro de su mundo; me refiero al novelista, por supuesto. Después de todo, un escritor sin rabia es como un jugador de fútbol al que no le importa perder.
Me motivó. Mientras seguía escuchando leyendas, me enrumbé en un viaje literario, explorando otros autores, a leer en inglés, a escribir por mi cuenta. La idea de crear mi propio mundo sobre un papel en blanco le dio consuelo a un niño rebelde y a uno que necesitaba héroes ficticios. Ese es el poder de tener a una eminencia literaria peruana, tanto como cualquiera de nosotros. Años más adelante, descubrí el peso de un libro de más de 800 páginas. Conversación en La Catedral, esta vez sí fue comprado, ya que el afán de construir mi propia biblioteca se había insertado como una espina en mi cabeza. Constantemente, imaginaba la biblioteca de Vargas Llosa como una especie de laberinto, no muy diferente a la descrita en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, un lugar donde maravillas enterradas podían ser descubiertas. La imaginación es justamente lo que se incentiva al leer sus escritos. Recién esta semana me enteré de que había donado su biblioteca y se encuentra en Arequipa, así que ahora tengo una razón más para conocer esa ciudad. Esa historia extensa y rápida, en una Lima antigua para mí, y lejana en muchos sentidos, te enseña más que cualquier clase de historia. Solo una semana. Ya lo había terminado. No entendía cómo en una misma oración podía trasladarme del pasado, al presente y luego a otra ubicación geográfica. Genial.
—¿En qué momento se jodió el Perú?—, es una pregunta casi universal para todos nosotros, peruanos. Se aplica a toda época y generación. Probablemente coincidimos en que sigue jodido. Espero que no más que antes. Ahora que estoy releyendo fragmentos, es momento de saldar cuentas literarias y leer un par de novelas de nuestro autor que aún no leo. En especial, La fiesta del Chivo y La guerra del fin del mundo. Quieras o no, te caiga mal o bien, no importa. Es imposible crecer aquí y, queriendo ser escritor o algo similar, no tener influencia de Vargas Llosa. Es inevitable. Al igual que, así quieras o no, hay cosas por las cuales agradecerle. Tal vez es inapropiado, pero ahora, recordarlo me motiva a esforzarme como él lo hizo. Al final, me quedo con estas palabras que él mismo escribió; me dan a entender el tipo de persona que era y me agrada. Estas palabras del autor me las pasó mi padre cuando decidí dedicarme a la escritura:
«Yo voy a ser un escritor. Yo no voy a ser periodista, no voy a ser un abogado, no voy a ser un profesor. Aunque tenga que dedicar mi tiempo, para ganarme la vida, a esas actividades. Pero yo voy a ser un escritor. ¿Y qué va a querer decir en mi vida “ser un escritor”? Va a querer decir lo siguiente: que yo voy a dedicar lo mejor de mi tiempo y lo mejor de mi energía a escribir. Y voy a buscar trabajos alimenticios que no sustituyan, que no estorben, que no perturben esa dedicación fundamental a lo que es mi vocación. Si eso significa que voy a vivir con enormes dificultades materiales, pues que signifique eso. Pero yo sé que voy a ser infinitamente más “infeliz” en la vida si renuncio por razones prácticas a la literatura».