[Música Maestro] A lo largo de nuestras vidas, aprendemos de memoria algunas canciones que no tienen nada que ver con lo que escuchamos en la radio o en la televisión. Son melodías que, de una u otra manera, nos conectan con aspectos específicos de nuestra sensibilidad más íntima y, sin importar la etapa en la que nos encontremos -adolescencia palomilla/rebelde, juventud estudiosa/alienada, adultez (ir)responsable, ancianidad- basta con que sintamos sus primeros acordes para que, en cuestión de segundos, aparezcan imágenes del pasado, sentimientos y emociones que no forman parte de nuestra vida diaria.
La memoria humana, ese mecanismo fascinante, se nutre de una diversidad de estímulos que impactan directamente en nuestros sentidos -olores, sabores, texturas, imágenes, sonidos- y emociones -alegría, tristeza, ilusión, miedo, etc.- de una manera entrecruzada y compleja, que ninguna unidad de almacenamiento digital es capaz de igualar. A través de esa conexión mental y emocional, esas primeras composiciones ingresan a nuestro sistema y se quedan para siempre, en especial las relacionadas a aquellas experiencias que determinan los momentos iniciales de la construcción de nuestras personalidades.
Esas melodías primigenias son, por supuesto, los himnos. Definidos escuetamente por el Diccionario de la Real Academia Española como “composiciones musicales emblemáticas de una colectividad, que las identifica y que une entre sí a quienes las interpretan, que sirven para exaltar a una persona, celebrar una victoria u otro suceso memorable, expresar júbilo o entusiasmo”, los himnos aportan una de serie de aprendizajes múltiples que van del contacto con formas e instrumentos musicales de otras épocas a la experimentación de emociones como la identidad comunitaria y el sentido de pertenencia.
El primer himno que aprendemos es, desde luego, el que identifica a nuestro país de nacimiento. En el caso del Perú, la composición de 1821 de José Bernardo Alcedo (música) y José de la Torre Ugarte (letra) es el primer contacto sonoro que tenemos con la idea de amor a la patria y sus símbolos. Aun cuando no entendiéramos mucho sus versos, todos cantábamos a grito pelado el Himno Nacional del Perú en los patios de nuestros colegios o cada vez que la televisión transmitía los partidos de la selección de fútbol. Y también, cómo no, en todas las actividades relacionadas a las Fiestas Patrias, cada julio.
Como no tengo hijos, ignoro cómo será en estos tiempos tan pobres en cuanto a la formación de la memoria auditiva de los más pequeños. Pero, en mis épocas, algunos colegios enseñaban incluso la letra de la Marcha de Banderas que escribió en 1895, a pedido del presidente Nicolás de Piérola (1839-1913), el compositor y saxofonista filipino José Sabas Libornio (1858-1915). Y luego llegaban las solemnes canciones de iglesia. Cada domingo, esos salmos cantados y esas adaptaciones de canciones populares con letras que hablaban de la Santa Trinidad y sus diversos elementos, dogmas y personajes ingresaban a nuestro repertorio personal y fijaban, por repetición, su lugar en nuestras memorias, del cual resurgen como por arte de magia apenas suenan sus primeras notas, aun cuando hayamos perdido hace tiempo el hábito de ir a la iglesia.
Dependiendo de las actividades a las que se dedica un individuo durante su crecimiento, puede aprender varios himnos. Por ejemplo, para quienes decidieron hacer carrera en la Policía o las Fuerzas Armadas, en cualquiera de sus divisiones/armas, memorizar sus correspondientes loas musicalizadas es tarea obligatoria. En otros casos, los himnos pueden provenir de una colorida diversidad de instituciones, desde los Boy Scouts hasta equipos de fútbol, tunas, clubes departamentales o regionales, sectas religiosas, hermandades y partidos políticos, colegios profesionales y asociaciones civiles. Pero de todos esos no hay ninguno que posea mayor carga nostálgica y emotiva que los himnos escolares, por lo menos para aquellas personas que, como quien esto escribe, han pasado toda su formación básica en una sola institución educativa.
Para quienes fuimos adolescentes entre 1986 y 1990, en Lima, durante el primer alanato y sus desastres económicos y políticos, la época colegial ofrece recuerdos ambiguos. Por un lado, está la absoluta sensación de libertad al no tener más responsabilidades que las de hacer las tareas, comer toda tu comida y llegar a tiempo para jugar con tus amigos o ver tu programa favorito en la televisión local de cuatro canales. Y, por el otro, la incertidumbre provocada por la crisis económica de nuestras casas, el temor a las levas y los atentados terroristas con sus apagones y crípticos ajusticiamientos y, en el caso de quienes estudiábamos en el sector público, las constantes huelgas que extendían hasta el aburrimiento los recreos con esos recesos provocados por un sindicalismo que no entendíamos del todo bien.
Hace una semana, el sábado 24 de agosto, fue el aniversario 77 del Bartolomé Herrera, escuela pública fundada en 1947 durante el gobierno de José Luis Bustamante y Rivero (1945-1948), en la Av. Brasil y que pasó a su local definitivo, en la cuadra once de la sanmiguelina Av. La Marina, cinco años después, cuando fue incluida en el programa de ampliaciones durante el ochenio de Manuel A. Odría (1948-1956), convirtiéndose así en Gran Unidad Escolar (G.U.E.), denominación que mantuvo hasta que el segundo alanato, con más desastres y corruptelas, la convirtió en Institución Educativa Emblemática (I.E.E.), pomposo nombre para justificar un plan de necesarias remodelaciones que fueron coartada de múltiples irregularidades, en su momento investigadas y difundidas profundamente por todos los medios de comunicación. Y, como cada año, la asociación de ex alumnos organizó un almuerzo de camaradería para celebrar el cumpleaños de nuestro entrañable colegio, el Bartolo.
Organizadas por años, las promociones se van reencontrando en medio de risotadas, abrazos y fotos grupales en el amplio patio donde cada lunes hacíamos fila de uno para cantar el himno del colegio. Con el paso de las horas, es difícil escuchar a la orquesta de herrerianos que, sobre el escenario, demuestran enorme destreza para la salsa. En realidad, suenan mucho mejor que las destartaladas orquestas del Callao que destruyen los oídos con sus metales destemplados y sus desafinadísimos coros. De repente, dos notas de trompeta anuncian lo que todos esos señores, con vidas e intereses diferentes, de generaciones distintas, reconocemos de inmediato. Todos nos callamos y nos ponemos de pie.
“Viril impulso, canción de forja, el herreriano paso escuchad…” dice el verso inicial del himno del Bartolomé Herrera, escrito a mediados de la década de los años cincuenta por José Antonio Lora Olivares (1904-1968), profesor de música y violinista chiclayano durante la gestión del educador Jorge Castro Harrison, quien fuera el primer director del colegio en su etapa de Gran Unidad Escolar. Lora Olivares era hermano menor de un personaje ilustre de la literatura norteña, el poeta y periodista Juan José Lora Olivares, integrante del legendario Grupo Norte, colectivo de intelectuales vanguardistas que incluyó, entre otros, al filósofo Antenor Orrego, al pintor Macedonio de la Torre, al poeta César Vallejo y al político Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador del APRA.
Como todas las composiciones de esta naturaleza, se trata de una marcha de estilo militar que contagia entusiasmo y une a la congregación de individuos que la comparten en una catarsis que tiene de orgullo, nostalgia e inocultables deseos de volver a ser niños. Porque, siendo objetivos, los grandes conceptos que contienen generalmente las letras de estos himnos no son necesariamente los que mueven nuestra vida diaria, marcada por el cinismo de la adultez, las responsabilidades, los problemas. Pero esa colección de palabras e ideas positivas adquiere de inmediato un valor especial porque nos hace retroceder en el tiempo, hasta aquella época en que eran cantadas por un coro infantil y adolescente de voces agudas, más atentas a la hora del recreo que al cumplimiento de los mandatos imperativos de grandilocuentes frases que ponen por delante la disciplina, el amor por el estudio y por la patria.
La introducción del Himno Herreriano es una llamada desde la trompeta, que lanza un intervalo de dos tonos y medio en la escala de Fa mayor (Fa) y La sostenido (La#) que se resuelve nuevamente con un Fa mayor en la siguiente octava, da paso al coro y luego prosiguen dos estrofas escritas con una elegante pero sencilla pretensión poética. En líneas generales, todos los himnos se parecen entre sí, por el uso de instrumentaciones portentosas de raigambre europea y letras que tienen como finalidad inflamar los ánimos y generar emociones con esos mensajes que convocan a la defensa de una institución, realzar sus características y filosofías sobre las que basa su funcionamiento y objetivos frente a la comunidad.
Una curiosidad musical: esas dos notas -Fa mayor y La sostenido- son las mismas que escuchamos en el tradicional toque del minuto de silencio, una melodía simple y sensible denominada Taps que surgió en el siglo XIX, durante la Guerra de Secesión en Estados Unidos (1861-1865), usada comúnmente en ceremonias oficiales, institucionales, deportivas o artísticas masivas para homenajear a personas fallecidas y que, casi cien años después, Jimi Hendrix incorporó en la electrizante interpretación del himno nacional norteamericano, The star-spangled banner (letra de Francis Scott Key, música de John Stafford Smith), que disparó desde su blanca Stratocaster la mañana del 18 de agosto de 1969, en la última jornada del Festival de Woodstock.
Como he comentado ya en otras oportunidades en este espacio, el Perú no es particularmente cuidadoso en la conservación y sistematización de las obras musicales populares producidas en sus fronteras. Y los himnos escolares no son la excepción. El Himno Herreriano, composición de José Antonio Lora Olivares que identifica a la Institución Educativa Emblemática Bartolomé Herrera, se ha mantenido vigente porque cada promoción del colegio lo ha seguido cantando, en ese mismo patio, todos los lunes desde hace más de setenta años. Como seguramente ocurre con los himnos de miles de otros colegios en el país, si no fuera por la labor anónima de directores y arreglistas de las bandas escolares, profesores de música, alumnos y planas docentes, estas composiciones habrían quedado en el olvido hace mucho.
Para el almuerzo de camaradería por el 77 aniversario del Bartolo, el sábado pasado, la orquesta de ex alumnos nos sorprendió a todos con un arreglo especial del Himno Herreriano en salsa, casi podría decirse que en latin-jazz, con evoluciones elegantes, solos de percusión y resoluciones muy bien pensadas. Y hace algunos años, un grupo de herrerianos publicó en las redes sociales Facebook y YouTube una simpática versión del himno de nuestro colegio, en ritmo de vals criollo, una demostración de lo que puede llegar a producirse cuando existe un elevado nivel de identificación y cariño por la institución educativa que, con todas sus carencias y altibajos, nos cobijó durante nuestra niñez y adolescencia.
La cultura musical de niños y adolescentes es un importante aspecto dentro de su formación integral que sensibiliza, educa las emociones y amplía las posibilidades de desarrollar la apreciación artística, en el ámbito de lo sonoro. Composiciones orquestales como los himnos escolares cumplen, en ese sentido, una importantísima función exponiendo a los más jóvenes a formas musicales y letras positivas que, al estar ligados a la experiencia escolar, quedarán grabados en sus memorias y servirán de subconsciente contención cuando comiencen a recibir el bombardeo de los géneros populares de moda que solo promueven el aturdimiento y la adicción a ritmos repetitivos y mensajes insulsos.