Jorge Luis Tineo - Sudaca.Pe

Chavela: La voz del dolor

«Las amarguras no son amargas cuando las canta Chavela Vargas y las escribe un tal José Alfredo…» entonaba el español Joaquín Sabina, en uno de sus temas más famosos, Por el bulevar de los sueños rotos, título que tomó prestado de algo que dijo la legendaria cantante, el día que se conocieron, después de uno de sus primeros recitales en «los madriles», a comienzos de los noventa. Y, aunque la frase es uno de esos clásicos e inteligentes juegos de palabras y rimas consonantes de Sabina, resulta que es una descripción totalmente opuesta a la realidad. Las amarguras, cantadas por Chavela, eran aún más amargas y dolorosas.

Desde aquel momento, comenzó una de las amistades más atípicas de la escena musical hispanoamericana. El poeta maldito del pop-rock trovadoresco, que entonces recién pasaba los 40 años, se hizo compañero de juerga y colaboración musical de una trajinada señora que iba rumbo a los 75, a paso firme tras décadas de carrera artística. El vínculo se hizo tan estrecho que, según cuenta el mismo Sabina, hasta llegó a pedirle que se casara con él y lloró desconsolado tras su fallecimiento en el 2012, algo que no había hecho ni por sus padres.

La voz ronca y masculina de Chavela Vargas comenzó a rodar en México a inicios de los años sesenta. Desde el saque, su imagen y sonido colisionaron frontalmente con la conservadora escena artística del país de las cantantes y actrices vaporosas y coquetas. A contramano de lo que pudiera pensarse, nunca fue vetada o marginada, ni por los medios ni por el público, aunque ella se colocó, voluntariamente, en la orilla alternativa del amplio espectro folklórico mexicano.

Desde niña, Isabel Vargas Lizano –su nombre legal- había dado claras muestras de una orientación sexual definida, opuesta a la que genéticamente le fue asignada. Era un hombre encerrado en el cuerpo de una mujer. Esto le generó serios problemas familiares en Costa Rica, país donde había nacido en 1919, motivo por el cual terminó emigrando a México, antes de cumplir los 18, para instalarse y, años después, nacionalizarse. Vestida de pantalones largos, ponchos, con el pelo amarrado atrás y sin una gota de maquillaje, Vargas ganó su espacio cantando rancheras, corridos y boleros, con singular estilo y sentimiento.

Chavela -aunque en sus primeros Long Play, publicados por el histórico sello mexicano Orfeón, aparecía con «b», la grafía habitual que se utiliza para escribir “Chabela”, el nombre hipocorístico de Isabel-, se hizo conocida en palenques, teatrines y bares por ese estilo agresivo, apesadumbrado y borrachoso. Sus grabaciones junto al guitarrista Antonio Bribiesca, «La Guitarra de México», publicadas entre 1961 y 1977, definieron su estatus de artista de culto, con canciones tradicionales como La llorona (de autoría indeterminada), Paloma negra (Tomás Méndez) o Macorina (poema del español Alfonso Camín), hasta ahora citadas como sus principales aportes a la música latinoamericana.

Sobre los escenarios, desarrolló una intensa amistad con José Alfredo Jiménez (el «tal José Alfredo» de la canción de Sabina), importante compositor de música popular, creador de inmortales canciones como En el último trago, Amanecí en tus brazos, Un mundo raro, No me amenaces, entre otras, que Chavela convertía en lamentos íntimos de insondable oscuridad. Ambos, además, compartían un irrefrenable alcoholismo. Cuentan que, entre los dos, eran capaces de acabarse decenas de botellas de tequila por noche. Cuando el autor de El Rey falleció, de cirrosis, en 1973, Chavela Vargas fue al velorio y cantó, completamente ebria y entre lágrimas, junto al ataúd.

Paralelamente, su lesbianismo se hacía cada vez menos fácil de disimular. Aun cuando, de manera oficial, recién decidió aceptarlo públicamente a los 80 años, eran conocidas sus múltiples conquistas. Como detalla el documental Chavela (Catherine Gund, 2017, disponible en Netflix), la intérprete tenía un encanto arrollador entre las mujeres y tuvo sonados romances con famosas personalidades como la destacada pintora mexicana Frida Kahlo o la actriz norteamericana Ava Gardner, diva de Hollywood.

Asimismo, solía enamorar a las elegantes esposas de políticos y empresarios, como la novia del poderoso broadcaster Emilio Azcárraga, una aventura amorosa que terminó con su carrera artística. El fundador de Televisa se encargó de borrarla de las agendas de teatros, casas discográficas y medios de comunicación. Durante casi una década, Chavela Vargas se exilió y se refugió en el tequila. Sin trabajo y con la ayuda de algunos amigos, la cantante desapareció del mapa, al punto que muchos la creyeron muerta.

De aquel destierro salió gracias a una joven abogada, su último gran amor, la mexicana Alicia Elena Pérez Duarte, tres décadas menor, quien fuera una de las artífices de su recuperación personal y profesional. Aunque se mantuvieron en contacto prácticamente hasta su muerte, la relación duró solo cinco años, entre 1988 y 1993. Como relata la abogada, el romance se rompió por un hecho peligroso e intolerable: Alicia encontró a Chavela enseñándole a su hijo de 10 años a disparar una pistola.

Sin embargo, los años noventa la verían resurgir y recuperar su estatus de leyenda viva, un segundo debut que definiría su legado artístico. Desde España, el mundo vio el retorno de Chavela Vargas, convertida en un ídolo pétreo e imperturbable, una presencia escénica monolítica y sin precedentes. Cada vez que abría los brazos, extendiendo su sonrisa arrugada y su poncho rojo para abrazar al público, Chavela paralizaba al mundo para que lo único que se escuchara fuera su estentórea voz. Con una legión de nuevos amigos y admiradores -Pedro Almodóvar, Miguel Bosé, Joaquín Sabina-, la vida azarosa, llena de excesos, conflictos y rarezas de «La Chamana» se recompuso.

También fue vital para este retorno el sello discográfico WEA Internacional, filial latina de Warner Bros. Records, responsable de la publicación, distribución y venta de discos que hicieron de Chavela Vargas una estrella de fines de los noventa e inicios del siglo XXI, una viejecita con voz de trueno y actitudes irreverentes, tótem de la comunidad LGTBI e ícono con características exóticas que, a pesar de ser tan diferente, la acercaba a otros artistas de la world music como los Buena Vista Social Club o Cesaria Evora.

Álbumes como La llorona (1993), Somos (1996) y Chavela Vargas (1997), instalaron el vozarrón de Chavela en el imaginario colectivo de las generaciones modernas, con versiones nuevas de canciones que había grabado 40 años atrás, algunas de las cuales habían sido utilizadas por el cineasta Pedro Almodóvar, una de las personas que más la promocionó en España, en varias de sus películas. La primera vez fue en Kika (1993), en que se escucha el famoso bolero Luz de luna (composición de Álvaro Carrillo que fuera éxito del gran Javier Solís).

Chavela Vargas en Carnegie Hall (2004) es un CD doble que condensa ese estilo melancólico pero a la vez fuerte, que cautivó a un público más joven, convirtiéndose casi en amuleto culturoso y superficial. Dos años antes de su muerte, en el 2010, con 91 años, lanzó un disco de duetos, ¡Por mi culpa!, con artistas como Lila Downs, Pink Martini y el mismo Joaquín Sabina, con quien ya había grabado Noche de bodas, para el extraordinario disco 19 días y 500 noches (1999).

Chavela Vargas representa el lado oscuro de aquel México lindo y querido que conocimos a través de Pedro Infante, Jorge Negrete, Cantinflas y María Félix. Y, al mismo tiempo, expresa lo que estas luminosas estrellas del cine y la música trataban de reflejar, pero sin disfuerzo ni sobre actuación: el dolor, la angustia, la transgresión y el riesgo de enfrentarse a los convencionalismos, con la frente en alto a pesar de los errores y, ya desde el punto de vista artístico, con la plena disposición de emocionar a su audiencia sin concesiones, declamando esas letras desgarradoras como si la vida se le fuera en ello. Esa intensidad, sufriente pero auténtica, es un acercamiento a aquella idea etérea de libertad, tan huidiza para personas comunes y corrientes. Como dice Sabina, otra vez, en esa canción homenaje que sellaría a fuego su amistad y admiración, contenida en su noveno álbum, Esta boca es mía, del año 1994: «Quién pudiera reír como llora Chavela…»

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Chavela Vargas, México, Música

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