Música

Iba en un taxi, el martes pasado, pensando sobre qué escribir para mi columna de hoy, cuando recibí la noticia. Primero fue un mensaje por messenger, luego en el Facebook y grupos de WhatsApp. Por un par de minutos, la posibilidad de que fuera uno de esos «fakes» -como el que anunció, hace una semana, la muerte del charro mexicano Vicente Fernández- me entretuvo revisando fuentes. Infobae, The Guardian, Ultimate Classic Rock, TMZ, The New York Times, CNN, BBC. Ya no hay dudas. Charlie Watts, el inamovible baterista de los Rolling Stones, falleció esa tarde en un hospital de Londres, dos meses después de haber cumplido 80 años.

Su salud ya estaba quebrada, al punto que se había anunciado su no participación en No filter, la gira que traerá de vuelta a esta pandilla de viejos zorros, la primera vez que no subiría al escenario, en casi sesenta años, como integrante de la banda de rock más longeva de la historia -la noticia fue difundida en Twitter por Andrew Loog Oldham (77), amigo y productor del quinteto en sus años más rebeldes. La explicación no ahondaba en detalles, solo mencionaba que el legendario baterista iba a ser sometido a un procedimiento quirúrgico. De hecho, los resultados de aquella operación habían sido positivos, según pudo conocerse. El comunicado oficial de los Stones, en el que informan sobre esta lamentable pérdida, es también escueto y no ofrece pormenores de las causas del deceso. En cambio, muestra profundo cariño y admiración por el compañero caído y pide respeto a la privacidad de sus familiares y amigos.

«Es un día triste para el rock and roll» dijo el músico, productor y personaje de redes sociales Rick Beato, conocido entre músicos y melómanos por sus videos de YouTube en los que decodifica el lenguaje musical. Entre los acordes de Brown sugar (1971), Angie (1973) y Can’t you hear me knocking (1971), el norteamericano rindió homenaje, a su estilo, al motor de este grupo británico que lideró, junto a los Beatles, la escena rockera en sus primeros años. El ritmo sólido y contenido, los redobles colocados con precisión entre las rugosas guitarras, el hábil manejo del hi-hat, la química con Bill Wyman, descritos en 13 minutos cargados de duelo rockero. Keith Richards declaró alguna vez que Watts era «el cuarto de máquinas» de los Rolling Stones. Mick Jagger, durante los febriles y alcoholizados años ochenta, lo llamó «su baterista». Y recibió por respuesta un puñetazo y una aclaración: «Jamás vuelvas a llamarme tu baterista. ¡Tú eres mi cantante!». Aunque siempre declaró no sentirse orgulloso de aquella reacción, el buen Charlie se dio el gusto de poner en su sitio a uno de los cantantes de rock más temidos por su carácter irascible y engreído.

Presente en los Rolling Stones desde el día 1 de su formación -y en los más de sesenta discos que publicaron entre 1963 y 2016-, Charlie Watts mantuvo siempre su perfil bajo, casi invisible si lo comparamos con la extravagante personalidad de los «Glimmer Twins», como se les conocía a Jagger y Richards. Aun cuando muchos consideraban que Bill Wyman era «el tranquilo» -de hecho, un interesante documental sobre el bajista se llama, precisamente, The quiet one (Oliver Murray, 2019)-, este título representa mucho mejor a Watts. A pesar de que pasó también por oscuros lapsos de adicción durante los ochenta (la época del puñetazo a «su cantante»), la vida del baterista fue, en medio de la vorágine de los estudios de grabación y las permanentes giras alrededor del mundo, bastante tranquila: ningún escándalo mediático, ningún ingreso a prisión, un solo matrimonio, una sola hija, no groupies. De hecho, los periódicos ingleses de los años setenta no pensaban en el atildado baterista y diseñador gráfico cuando les preguntaban a las madres de entonces, en sus titulares, si «dejarían a sus hijas escaparse con un Rolling Stone».

Convertidos en íconos del rock y asociados al arte y la cultura de toda una época, los Rolling Stones han sido retratados en libros y documentales de toda clase. Cineastas como Jean-Luc Godard y Martin Scorsese registraron sus movimientos, gestos y procesos creativos, en distintas etapas. El primero en One plus one, desde un punto de vista vanguardista y en el contexto de la lucha por derechos civiles y las protestas estudiantiles, mientras la banda grababa su noveno álbum Beggars banquet (1968), que contiene el clásico Sympathy for the devil, como también se conoció al film; y el segundo en Shine a light (2008), para mostrarnos a la banda en pleno concierto, desde ángulos nunca antes vistos. Watts, de mirada adormecida y sonrisa socarrona, fue testigo y protagonista de una de las sagas más interesantes y desenfrenadas de la música popular contemporánea.

El toque de Charlie Watts es directo, de tamborazos agresivos y secos, rellenos y fraseos impredecibles, y sutiles remates en platillos y hi-hats, recursos aprendidos de su gran amor por el jazz y sus ídolos Max Roach, Roy Haynes o Elvin Jones. Basta con observar su forma de sostener las baquetas, tan diferente a la de sus contemporáneos y grandes amigos Ringo Starr (The Beatles), Mick Avory (The Kinks) o Keith Moon (The Who) para entender ese estilo 100% jazzero, que aportaba singularidad al blues, rock y R&B de la banda. Tampoco tuvo la espectacularidad de Ginger Baker (Cream), Mitch Mitchell (The Jimi Hendrix Experience) ni el protagonismo de Mick Fleetwood (Fleetwood Mac), también afectos al jazz norteamericano. Lo suyo era la base, la tierra firme sobre la cual se sostenía todo el sonido de los Stones. Podía ser estricto rock and roll –Gimme shelter (1969), Hang fire (1981)-; balada –Fool to cry (1976), Wild horses (1971)-; o disco funk –Emotional rescue (1980), Miss you (1978)-, la batería de Charlie Watts siempre resolvía con personalidad y acentos propios. En Waiting on a friend (1981), por ejemplo, acompaña únicamente con el borde de su tarola, bombo y un suave hi-hat, mientras que en Love is strong (1994), el ataque es rotundo, contundente.

En términos de imagen, Watts también se distanciaba de sus compinches, algo que comenzó a notarse más en la tercera y cuarta etapas de la banda. Entre 1963 y 1979 todos lucían relativamente igual: pelos revueltos, uniformes al estilo Beatle (a veces), pantalones acampanados, bufandas coloridas, maquillaje en los ojos. Cómo olvidar su disfraz de dandy psicodélico en Rock and Roll Circus (1968) o la carátula del álbum en vivo Get yer ya-ya’s out! (1970), en la que Charlie aparece, ingrávido, de blanco y con gorro del Tío Sam, sosteniendo dos guitarras junto a un burro. Pero, a partir de los ochenta, mientras Jagger era capaz de aparecer semidesnudo, Wood, Wyman y Richards salían despeinados y, en el caso de Keef, con sus inseparables bandanas y aretes, Watts mantuvo una apariencia muy sobria, dentro y fuera del escenario. Incluso desarrolló una obsesión por el buen vestir, al punto de ser considerado «el rockero más elegante» por una revista especializada en moda.

Entre 1986 y 2017, el baterista formó su propia banda, para tocar jazz, swing y boogie woogie a sus anchas. Con The Charlie Watts Quintet -que, en ocasiones, llegaba a ser una big band de diez músicos- grabó una decena de álbumes, en vivo y en estudio, entre los que destacan un concierto de 1986 en el Fulham Town Hall de Londres (con una orquesta de 30 integrantes) y dos tributos a Charlie Parker –From one Charlie (1991) y With strings (1992). Su capacidad de trabajo era inagotable. Estamos hablando de una persona que, hace apenas un par de años, en el 2019 –tras superar sus adicciones y hasta un cáncer a la garganta que amenazó su vida en el 2004- le decía a New Musical Express, una de las revistas musicales más importantes de Gran Bretaña, que no pensaba para nada en retirarse y, aunque resentía cada vez más eso de salir de giras, estaría junto a los Rolling Stones cada vez que fuera necesario.

Charlie Watts es el segundo miembro fundador de los Rolling Stones que abandona el mundo físico, 52 años después de que Brian Jones fuera hallado muerto, a los 27, en la piscina de su propia casa. En cierto modo, es increíble que Jagger (78), Richards (77) y Wood (74) lo sobrevivan, dados sus excesos a través de los años. Estrellas del rock como Paul McCartney, Elton John y Ringo Starr han expresado su pesar por este fallecimiento, resaltando su amabilidad y estilo. Lars Ulrich, baterista de Metallica, comentó alguna vez que su objetivo de vida era llegar a la edad de Charlie Watts y seguir tocando. Ray Davies, vocalista y líder de The Kinks, recordó cuando Watts le contó, en algún pub londinense mientras tomaban unas cervezas, que lo habían invitado a unirse a una banda llamada The Rolling Stones. “Acepta” –le respondió- “puede ser que paguen bien”. Pero la mejor frase me la regaló la cantautora norteamericana Joan Baez, quien lo recordó como “un príncipe entre ladrones”. Eso era.

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Charlie Watts, Música, Rolling Stone

Inmediatamente después de la proclamación como Presidente de la República del profesor de Primaria Pedro Castillo Terrones, natural de Chota (una de las trece provincias de la histórica y hermosa región Cajamarca), una melodía, alegre y saltarina, tocada con acordeones y guitarras acústicas, comenzó a sonar. Frente a la Casa del Maestro, en Paseo Colón. En la Plaza de Armas de Chota. En las redes sociales. Un huayno de carnaval que muchos jóvenes limeños conocimos, a comienzos de los años noventa, a través del comercial de una conocida marca de cerveza, grabado precisamente para Fiestas Patrias.

«Tenemos un desafío, paisano. Tenemos un desafío, paisano. Hay que hacer un Perú grande, paisano. Para todos nuestros hijos, paisano…» entonaban, acompañados por la Orquesta Sinfónica Nacional, Los Campesinos, un conjunto cusqueño/andahuaylino muy popular en toda la sierra sur y en los enclaves de migrantes integrados a la capital desde los años cincuenta –Wilfredo Quintana, uno de sus fundadores, falleció en junio del año pasado– pero que, para el público limeño de la época, eran solo unos señores sin nombre, quizás actores, y su aparición en la tanda publicitaria de los cuatro o cinco canales de televisión que existían en esos años (no había cable ni internet) no trascendía más allá de la anécdota, la tonadilla pegajosa, el mensaje positivo, la superficial y siempre dudosa intención “inclusiva” de publicistas con buen ojo oportunista para aprovechar las olas de patriotismo que se levantan cada mes de julio para vender más.

El tema, que lleva por nombre El Cilulo (o simplemente Cilulo), es el más representativo del cancionero folklórico cajamarquino, infaltable durante las festividades de la última semana de febrero, en pasacalles, coliseos y patios de casas donde el carnaval se celebra(ba) a todo dar. La paternidad del Cilulo se la disputan, desde hace décadas, las provincias de Celendín y Cajabamba, aunque según los expertos hay más de una evidencia de que se trata de un himno “shilico” (así se autodenominan los nacidos en Celendín, cuyo gentilicio oficial es celendino).

Una de las particularidades del Cilulo es que no tiene una letra fija. Las coplas, de tono pícaro y costumbrista, cambian según la inspiración de las comparsas, aunque siempre conservan elementos comunes, usados para describir un tradicional cortamonte. Hay distintas versiones del significado de “cilulo”. Mientras que algunos dicen que es un árbol, otros dicen que se trata de uno de los aparejos del jinete de caballos de paso. Una tercera teoría afirma que “cilulo” era un muñeco que se ubicaba junto al árbol durante la danza, previa al ritual de echárselo abajo a machetazos. Toda una interesante discusión en la que confluyen elementos artísticos, simbologías locales, costumbres familiares y leyendas rurales, en el marco de una celebración pagana, el carnaval, en su versión mestiza de sabor nacional.

Este contraste de la popularidad del Cilulo –máxima en Cajamarca; mínima en Lima-, es solo una de las tantas muestras de la profunda y normalizada desconexión entre lo provinciano y lo capitalino que nos caracteriza como país desde hace mucho tiempo. Un himno en toda Cajamarca, que corona las fiestas carnavalescas desde los años cuarenta (hace 80 años) pero que en Lima apenas es reconocido por algunos círculos de estudiosos, melómanos y gente más o menos interesada en la música nacional. Eso sin mencionar, por supuesto, a los miles de descendientes de cajamarquinos nacidos y establecidos en Lima, limeños de padres y abuelos provincianos. No es que sea una novedad esa desconexión. O un descubrimiento. Es, sencillamente, una lamentable demostración de la grieta cultural que aún está pendiente de resanarse en nuestro país. Nos divierte la tonada, pero no sabemos ni su nombre ni su origen. No es el único caso.

Guillermo Salazar Pajares es un nombre que al limeño promedio no le suena absolutamente a nada. En Cajamarca es conocido como «El Frank Sinatra del Carnaval». Desde los años setenta, Salazar Pajares compone y canta huaynos, parrandas y carnavales para que salgan las patrullas cada febrero a encender calles y plazas, con sus animadas rondas y coloridos trajes típicos. Don Guillermo y su Conjunto ha puesto la música en los festejos de su tierra desde muy joven, siempre con su güiro en la mano y flanqueado por sus principales vocalistas: Violeta Valdez y Carlos Izquierdo, con quienes compartía micrófono en grabaciones para sellos como Odeón del Perú e Iempsa. Lamentablemente, don Carlos –a quien llamaban cariñosamente “Che Carlitos”- falleció en el 2014 y doña Violeta, en febrero de este año, víctima de COVID-19. Aquí los vemos en una de las tantas versiones que hizo Don Guillermo y su Conjunto del popular Cilulo.

Otro importante intérprete de folklore cajamarquino fue Miguel Ángel Rubio Silva, más conocido en el ambiente artístico como El Indio Mayta. Sus LP, publicados por la desaparecida compañía discográfica Fabricantes Técnicos Asociados (FTA), junto a su grupo Los Huiracochas, tuvieron mucho éxito en la década de los setenta, en que la migración del campo a la ciudad y el gobierno de Velasco dieron mucho espacio a opciones musicales vernaculares. Pero, otra vez, las sombras de la discriminación y el centralismo convirtieron al Indio Mayta en poco más que un personaje pintoresco. Los niños limeños supimos de su existencia por la imitación que, de él, hacía el recordado cómico Miguel Ángel «Chicho» Mendoza, en el programa Risas y Salsa, de gran parecido físico con el cantante. Siempre con su bombo y vestido de campesino, El Indio Mayta soltaba su característico saludo «usshhhaa» y cantaba (La) Matarina, otra melodía clásica de las fiestas cajamarquinas. El popular cantautor falleció el 2010, a los 78 años, en la más absoluta pobreza y abandono estatal.

Aunque su popularidad en Lima es infinitamente más pequeña que en el interior, Matarina –composición del violinista cajamarquino César Ramiro Fernández Bringas-, tuvo en algún momento cierta presencia entre públicos capitalinos más jóvenes. Pepe Alva y Jean Paul Strauss, cantautores pop surgidos en los años noventa, la grabaron en el 2001 y 2008, respectivamente. Mientras que la versión de Alva, quien inició su carrera en los Estados Unidos, tuvo mediana aceptación entre los consumidores de pop-rock convencional en onda «fusión»; la de Strauss es un mamotreto intragable, un insulto a años de tradición musical de la Capital del Carnaval en el Perú.

Así como Don Guillermo y su Conjunto o El Indio Mayta y Los Huiracochas, agrupaciones como Los Reales de Cajamarca, Los Alegres de Bambamarca (Hualgayoc) o Los Tucos de Cajamarca, con trayectorias que superan, en el caso de los primeros y los últimos, las cuatro décadas, son extremadamente populares entre sus paisanos, pero han pasado desapercibidas para la “oficialidad” capitalina. Esta dinámica se cumple, por cierto, en todas y cada una de las regiones del interior del país, con casos excepcionales de personajes que lograron instalarse en los gustos limeños, ya sea por su talento, logros artísticos o por simple y llana casualidad, usados como símbolo efectista de la engañosa “inclusión” con la que muchas veces se trata de asolapar la discriminación y racismo aun vigentes entre nosotros. Así, por ejemplo, tenemos el caso de Silverio Urbina, cuya canción Mi linda flor –escrita por el cantante Tomás Pachecho, hermano de Lucio Pacheco, conocido intérprete de huaynos en arpa- se convirtió, desde el 2005, en el equivalente moderno de La Matarina, un huayno alegre que se coló entre las cumbias norteñas, el Jipi Jay y Bareto en discotecas, setlists de Spotify y horas locas faranduleras.

Pero no todo es folklore en Cajamarca. Bandas como Gredel (pop-rock), Karikatumba, Parque Catarsis (hard-rock), Nueva Dirección, Padme (punk), Kaliko y sus Kaliches (rock), La Kuchanguita (reggae), Ruido Negro o Ácido Instinto (new wave) son conocidas por las juventudes rockeras de la región, pero totalmente invisibles en Lima. Lo mismo ocurre con un interesante proyecto de música electrónica llamado DMTH5, de la cineasta y comunicadora Irma Cabrera Abanto, que ha tenido repercusión en diversos festivales de arte vanguardista en otros países. Estos exponentes del pop-rock cajamarquino, son solo las puntas del iceberg de una escena en eterna búsqueda de espacios para mostrarse, aun cuando algunos suenan incluso mejor que muchos encumbrados grupos limeños (gracias a mis amigos/informantes Carlos Terán, Wilder González y John Pereyra por la información sobre esta activa escena regional).

Solo 900 kilómetros separan a Cajamarca de Lima pero, en términos de reconocimiento e identidad, estamos a años luz de distancia. Y es que en realidad no importa cuántas veces se hable, mediáticamente, del orgullo y la pluriculturalidad. Estos artistas y sus canciones siguen siendo vistos, desde Lima, como esfuerzos artísticos ajenos, lejanos, exóticos, que una gran mayoría de limeños ve casi con ojos de turista o investigador desapegado de aquello que no consideran propio porque no es igual a ellos. Una patética metáfora que también explica el rechazo visceral de ciertos sectores hacia el Presidente electo, a escasos días de que asuma su puesto en Palacio de Gobierno.

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Cajamarca, Música, Pedro Castillo

El estudio «Music on Our Minds», elaborado por Global Council on Brain Health (GCBH) destaca el efecto positivo de la música en el bienestar emocional, incluida la mejoría del estado de ánimo, la disminución de la ansiedad y el manejo del estrés. «Hay tantos mecanismos que explican el gran impacto que puede tener escuchar una pieza musical», indica la colaboradora del informe Suzanne Hanser, presidenta de la International Association for Music & Medicine (IAMM) y profesora de musicoterapia en Berklee College of Music.

Dicho estudio recomienda algunas pautas para que puedas apoyarte en la música y adquirir un mejor estado emocional:

-Disfruta escuchar música familiar que te consuele y traiga recuerdos y asociaciones positivas.

-Si estás triste, prueba escuchar o crear música para mejorar tu estado de ánimo o aliviar sentimientos de depresión.

-Baila, canta o muévete al ritmo de la música. Estas actividades no solo proveen ejercicio físico, sino que también alivian el estrés y crean conexiones sociales.

-Aunque escuchar música que conoces y disfrutas tiende a causar la respuesta cerebral y la liberación de dopamina más fuertes, prueba escuchar música nueva. Las melodías no familiares pueden estimular tu cerebro.

-Prueba haciendo música tú mismo mediante el canto o un instrumento. Aprender a tocar un instrumento musical puede ofrecer una sensación de dominio y autoestima, y aumentar la actividad cerebral.

Top 10 de canciones para el buen ánimo

El Dr. Jacob Jolij de la Universidad de Groningen en Holanda, desarrolló una fórmula matemática que evalúa la canción que nos hace sentir bien (FGI) según su letra (L), su tempo en golpes por minuto (BPM) y su clave (K). El autor del estudio puso la fórmula a prueba con 126 canciones y comparó los datos que obtuvo con las opiniones de los sujetos participantes en una encuesta que se llevó a cabo en el Reino Unido. A partir de ello laboró la lista de las 10 canciones que nos hacen sentir mejor y que tienen un efecto positivo sobre nuestra conducta:

  1. Don’t Stop Me Now – Queen
  2. Dancing Queen – Abba
  3. Good Vibrations – The Beach Boys
  4. Uptown Girl – Billy Joel
  5. Eye of the Tiger – Survivor
  6. I’m a Believer – The Monkeys
  7. Girls Just Wanna Have Fun – Cyndi Lauper
  8. Livin’ on a Prayer – Jon Bon Jovi
  9. I Will Survive – Gloria Gaynor
  10. Walking on Sunshine – Katrina & The Waves

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alegría, Motivación, Música

«Las amarguras no son amargas cuando las canta Chavela Vargas y las escribe un tal José Alfredo…» entonaba el español Joaquín Sabina, en uno de sus temas más famosos, Por el bulevar de los sueños rotos, título que tomó prestado de algo que dijo la legendaria cantante, el día que se conocieron, después de uno de sus primeros recitales en «los madriles», a comienzos de los noventa. Y, aunque la frase es uno de esos clásicos e inteligentes juegos de palabras y rimas consonantes de Sabina, resulta que es una descripción totalmente opuesta a la realidad. Las amarguras, cantadas por Chavela, eran aún más amargas y dolorosas.

Desde aquel momento, comenzó una de las amistades más atípicas de la escena musical hispanoamericana. El poeta maldito del pop-rock trovadoresco, que entonces recién pasaba los 40 años, se hizo compañero de juerga y colaboración musical de una trajinada señora que iba rumbo a los 75, a paso firme tras décadas de carrera artística. El vínculo se hizo tan estrecho que, según cuenta el mismo Sabina, hasta llegó a pedirle que se casara con él y lloró desconsolado tras su fallecimiento en el 2012, algo que no había hecho ni por sus padres.

La voz ronca y masculina de Chavela Vargas comenzó a rodar en México a inicios de los años sesenta. Desde el saque, su imagen y sonido colisionaron frontalmente con la conservadora escena artística del país de las cantantes y actrices vaporosas y coquetas. A contramano de lo que pudiera pensarse, nunca fue vetada o marginada, ni por los medios ni por el público, aunque ella se colocó, voluntariamente, en la orilla alternativa del amplio espectro folklórico mexicano.

Desde niña, Isabel Vargas Lizano –su nombre legal- había dado claras muestras de una orientación sexual definida, opuesta a la que genéticamente le fue asignada. Era un hombre encerrado en el cuerpo de una mujer. Esto le generó serios problemas familiares en Costa Rica, país donde había nacido en 1919, motivo por el cual terminó emigrando a México, antes de cumplir los 18, para instalarse y, años después, nacionalizarse. Vestida de pantalones largos, ponchos, con el pelo amarrado atrás y sin una gota de maquillaje, Vargas ganó su espacio cantando rancheras, corridos y boleros, con singular estilo y sentimiento.

Chavela -aunque en sus primeros Long Play, publicados por el histórico sello mexicano Orfeón, aparecía con «b», la grafía habitual que se utiliza para escribir “Chabela”, el nombre hipocorístico de Isabel-, se hizo conocida en palenques, teatrines y bares por ese estilo agresivo, apesadumbrado y borrachoso. Sus grabaciones junto al guitarrista Antonio Bribiesca, «La Guitarra de México», publicadas entre 1961 y 1977, definieron su estatus de artista de culto, con canciones tradicionales como La llorona (de autoría indeterminada), Paloma negra (Tomás Méndez) o Macorina (poema del español Alfonso Camín), hasta ahora citadas como sus principales aportes a la música latinoamericana.

Sobre los escenarios, desarrolló una intensa amistad con José Alfredo Jiménez (el «tal José Alfredo» de la canción de Sabina), importante compositor de música popular, creador de inmortales canciones como En el último trago, Amanecí en tus brazos, Un mundo raro, No me amenaces, entre otras, que Chavela convertía en lamentos íntimos de insondable oscuridad. Ambos, además, compartían un irrefrenable alcoholismo. Cuentan que, entre los dos, eran capaces de acabarse decenas de botellas de tequila por noche. Cuando el autor de El Rey falleció, de cirrosis, en 1973, Chavela Vargas fue al velorio y cantó, completamente ebria y entre lágrimas, junto al ataúd.

Paralelamente, su lesbianismo se hacía cada vez menos fácil de disimular. Aun cuando, de manera oficial, recién decidió aceptarlo públicamente a los 80 años, eran conocidas sus múltiples conquistas. Como detalla el documental Chavela (Catherine Gund, 2017, disponible en Netflix), la intérprete tenía un encanto arrollador entre las mujeres y tuvo sonados romances con famosas personalidades como la destacada pintora mexicana Frida Kahlo o la actriz norteamericana Ava Gardner, diva de Hollywood.

Asimismo, solía enamorar a las elegantes esposas de políticos y empresarios, como la novia del poderoso broadcaster Emilio Azcárraga, una aventura amorosa que terminó con su carrera artística. El fundador de Televisa se encargó de borrarla de las agendas de teatros, casas discográficas y medios de comunicación. Durante casi una década, Chavela Vargas se exilió y se refugió en el tequila. Sin trabajo y con la ayuda de algunos amigos, la cantante desapareció del mapa, al punto que muchos la creyeron muerta.

De aquel destierro salió gracias a una joven abogada, su último gran amor, la mexicana Alicia Elena Pérez Duarte, tres décadas menor, quien fuera una de las artífices de su recuperación personal y profesional. Aunque se mantuvieron en contacto prácticamente hasta su muerte, la relación duró solo cinco años, entre 1988 y 1993. Como relata la abogada, el romance se rompió por un hecho peligroso e intolerable: Alicia encontró a Chavela enseñándole a su hijo de 10 años a disparar una pistola.

Sin embargo, los años noventa la verían resurgir y recuperar su estatus de leyenda viva, un segundo debut que definiría su legado artístico. Desde España, el mundo vio el retorno de Chavela Vargas, convertida en un ídolo pétreo e imperturbable, una presencia escénica monolítica y sin precedentes. Cada vez que abría los brazos, extendiendo su sonrisa arrugada y su poncho rojo para abrazar al público, Chavela paralizaba al mundo para que lo único que se escuchara fuera su estentórea voz. Con una legión de nuevos amigos y admiradores -Pedro Almodóvar, Miguel Bosé, Joaquín Sabina-, la vida azarosa, llena de excesos, conflictos y rarezas de «La Chamana» se recompuso.

También fue vital para este retorno el sello discográfico WEA Internacional, filial latina de Warner Bros. Records, responsable de la publicación, distribución y venta de discos que hicieron de Chavela Vargas una estrella de fines de los noventa e inicios del siglo XXI, una viejecita con voz de trueno y actitudes irreverentes, tótem de la comunidad LGTBI e ícono con características exóticas que, a pesar de ser tan diferente, la acercaba a otros artistas de la world music como los Buena Vista Social Club o Cesaria Evora.

Álbumes como La llorona (1993), Somos (1996) y Chavela Vargas (1997), instalaron el vozarrón de Chavela en el imaginario colectivo de las generaciones modernas, con versiones nuevas de canciones que había grabado 40 años atrás, algunas de las cuales habían sido utilizadas por el cineasta Pedro Almodóvar, una de las personas que más la promocionó en España, en varias de sus películas. La primera vez fue en Kika (1993), en que se escucha el famoso bolero Luz de luna (composición de Álvaro Carrillo que fuera éxito del gran Javier Solís).

Chavela Vargas en Carnegie Hall (2004) es un CD doble que condensa ese estilo melancólico pero a la vez fuerte, que cautivó a un público más joven, convirtiéndose casi en amuleto culturoso y superficial. Dos años antes de su muerte, en el 2010, con 91 años, lanzó un disco de duetos, ¡Por mi culpa!, con artistas como Lila Downs, Pink Martini y el mismo Joaquín Sabina, con quien ya había grabado Noche de bodas, para el extraordinario disco 19 días y 500 noches (1999).

Chavela Vargas representa el lado oscuro de aquel México lindo y querido que conocimos a través de Pedro Infante, Jorge Negrete, Cantinflas y María Félix. Y, al mismo tiempo, expresa lo que estas luminosas estrellas del cine y la música trataban de reflejar, pero sin disfuerzo ni sobre actuación: el dolor, la angustia, la transgresión y el riesgo de enfrentarse a los convencionalismos, con la frente en alto a pesar de los errores y, ya desde el punto de vista artístico, con la plena disposición de emocionar a su audiencia sin concesiones, declamando esas letras desgarradoras como si la vida se le fuera en ello. Esa intensidad, sufriente pero auténtica, es un acercamiento a aquella idea etérea de libertad, tan huidiza para personas comunes y corrientes. Como dice Sabina, otra vez, en esa canción homenaje que sellaría a fuego su amistad y admiración, contenida en su noveno álbum, Esta boca es mía, del año 1994: «Quién pudiera reír como llora Chavela…»

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Chavela Vargas, México, Música

Desde la década de los sesenta, se conocieron como «bootlegs» a aquellas grabaciones que salían al mercado sin la autorización de casas discográficas y artistas. Se trataba de una actividad esencialmente ilícita que aprovechó los vacíos legales y dificultades logísticas que impedían su fiscalización para establecerse como práctica común en la industria musical, reconocida y aceptada –a veces a regañadientes, a veces con entusiasmo- por los mismos artistas, que consideraban a estos álbumes no autorizados como una prolongación de sus discografías oficiales, útiles para fines de difusión y propaganda, a pesar de generar ganancias de las cuales no recibían ningún porcentaje.

Prácticamente todos los grandes nombres del pop y el rock de la era dorada del vinilo (entre 1969 y 1989) tuvieron que padecer la aparición permanente de estos bootlegs, prensados por compañías independientes y pequeñas pero que tenían el suficiente presupuesto para lanzar productos con las mismas características de los álbumes legales (empaques, artes de carátula, impresiones, sistemas de distribución). El sello Trade Mark Of Quality (TMOQ), fue el principal productor de bootlegs, con base en Los Angeles.

Los bootlegs siempre han sido muy estimados entre melómanos y coleccionistas, particularmente porque ofrecen, de manera clandestina y sin consecuencias, aquello que nunca estuvo destinado a su comercialización, con la finalidad de satisfacer esa pulsión transgresora de tener lo que nadie más tiene. Más que una copia «pirata» de una producción pre-existente, un bootleg es un disco aparte, con material inédito, exclusivo (conciertos, tomas alternas filtradas, singles jamás publicados). Oro en polvo para fanáticos.

El vocablo en inglés «bootleg» –literalmente “pierna de bota”- tiene su origen en una de las estrategias de contrabando más utilizadas durante la llamada era de la prohibición en EE.UU. (1920-1933), en que se castigaba duramente el comercio de bebidas alcohólicas: esconder las botellas en botas altas, técnica que, a su vez, habría sido inventada por soldados durante la guerra de secesión (1861-1865). Con el tiempo, la palabra se usó para denominar a cualquier producto comercializado ilícitamente, convirtiéndose luego en un membrete paraguas para las grabaciones sin licencia (vinilos, cassettes, discos compactos o cualquier otro soporte sonoro).

El primer bootleg del que tenemos noticia fue un disco doble de Bob Dylan, Great white wonder, publicado en 1969 por TQOM Records, especializado en esta clase de lanzamientos (también editaron bootlegs de los Beatles, los Rolling Stones, Neil Young, Jimi Hendrix y un largo etcétera). Podemos citar dos casos históricos y paradigmáticos de reacciones opuestas a esta práctica que llevó a otro nivel el conocido adagio “piratea y difunde”: The Grateful Dead y Frank Zappa.

Por un lado, el sexteto californiano, símbolo del hippismo, conocido por sus larguísimos conciertos e improvisaciones que jamás se repetían, estimulaba a sus seguidores a grabar los recitales para luego convertirlos en cintas que intercambiaban entre ellos para compararlas. Literalmente, miles de cassettes no oficiales de la banda circularon por todo el país, a veces de manera gratuita, y hasta hoy se cotizan en internet a altas cantidades.

En la otra orilla, el guitarrista, compositor y líder de The Mothers Of Invention detestaba los bootlegs. Frustrado por la cantidad de LPs que se prensaban sin su autorización por todas partes, abrió una línea telefónica para pedir a sus fans que le avisaran de cada lanzamiento clandestino del que tuvieran noticia. Ante la inacción del FBI, el músico recopiló 16 bootlegs, publicados entre 1967 y 1982 y los lanzó, a través del sello Rhino Records, en dos boxsets titulados Beat the Boots (1991 y 1992). En el 2009 apareció una tercera caja de esta serie, esta vez en formato digital a través de Zappa Records, con más grabaciones no oficiales de distintas épocas.

Con el retorno del vinilo como soporte discográfico, también ha regresado la subcultura del bootleg, corregida y aumentada por las diversas herramientas que ofrece actualmente la tecnología. Además de vinilos no autorizados, circulan por la web archivos descargables, mp3, videos de YouTube de artistas modernos, desde Kanye West hasta The Weeknd. La reciente aparición de un vinilo de 7” y 33 RPM, que contiene las dos canciones que la banda argentina Soda Stereo registrara en inglés, hace más de treinta años, como parte de un proyecto fallido de ingresar al mercado anglosajón, nos pone a la vanguardia de esta renovada tendencia de compra-y-venta de música no oficial. Pero, ¿de dónde salieron esas grabaciones?

En 1987, el trío conformado por Gustavo Cerati (voz, guitarras), Héctor «Zeta» Bossio (bajo, coros) y Charly Alberti (batería) era considerado, de lejos, el grupo más importante de rock en nuestro idioma. Claro, también estaban los Hombres G (España), Los Prisioneros (Chile) o El Tri (México), todos muy populares aquel año, pero ninguno se acercaba lo suficiente como para destronar a Soda. Digamos que, para usar una metáfora alusiva a nuestros tiempos de segunda vuelta electoral, ni las más amables encuestadoras ni toneladas de campañas mediáticas y columnas de opinión habrían sido capaces de hacer que alguno de ellos lograra un empate técnico ni mucho menos superar a la entente gaucha.

Recuerdo que, por esas épocas, cuando los DJ más conocidos y los críticos especializados más leídos describían el sonido de Soda Stereo, lo hacían comparándolo al de bandas anglo post-punk y new wave como The Cure, The Cars, Tears For Fears e incluso nombres menos comunes en los rankings locales como Echo & The Bunnymen o Simple Minds. En medio del más grande auge comercial del rock en español, que generó escenas extremadamente localistas en cada país de Latinoamérica, la sofisticación y espíritu cosmopolita que los bonaerenses habían mostrado con sus tres primeros LP -Soda Stereo (1984), Nada personal (1985) y Signos (1986)- los convirtió en serios candidatos a ser los primeros en trascender las barreras idiomáticas para ingresar a las ligas mayores del rock. Muchos imaginaban a Soda Stereo cantando en inglés. ¿Cómo sonaría?

La respuesta a esa interrogante se resolvió hace algunos años, cuando un cibernauta subió al YouTube subió las grabaciones que Soda Stereo hizo, en Londres, en algún momento entre 1986 y 1987, de dos canciones con letras traducidas al inglés. Se trata de Cuando pase el temblor y Juego de seducción, que Cerati y compañía grabaron en inglés animados por el productor y DJ británico Eddie Simmons, con la finalidad de abrir camino al grupo en las emisoras y discotecas de la Rubia Albión, con miras a preparar un disco completo en el idioma de Shakespeare y los Beatles. El proyecto nunca cuajó -los programadores de la BBC no mostraron mayor entusiasmo- y las canciones jamás salieron al mercado, pero de inmediato su existencia se convirtió en una inasible leyenda urbana. Hasta ahora.

Las versiones, tituladas When the shaking is past y Game of seduction, son una especie de Santo Grial para los coleccionistas de todo lo relacionado a Soda Stereo. Usando las pistas originales grabadas para el LP Nada personal, Gustavo Cerati canta, con una pronunciación bastante aceptable aunque con poca convicción, las traducciones que él mismo hizo de estos dos títulos de su repertorio clásico. Casi una década después de estar disponibles en YouTube, ambas canciones han sido prensadas en vinilo y puestas a la venta, sin carátula y con una tipografía bastante elemental, en el portal The Noise Music Store Perú, a un precio desproporcionado si tomamos en cuenta que son solo dos canciones, como los recordados singles o “discos de 45” del pasado. Este detalle monetario, por supuesto, no es inconveniente para los más fanáticos del terceto, disuelto originalmente en 1997. Aunque el sonido ha sido mejorado digitalmente, el resultado final no alcanza la misma contundencia de las versiones originales que todos conocemos. De hecho, en su momento, el mismo Cerati reconoció que estas grabaciones quedaron «bastante flojas».

Aún no se conoce la opinión de la familia de Gustavo Cerati, compositor de ambos temas, fallecido en el 2014, ni de los restantes miembros de Soda Stereo, acerca de este bootleg de edición limitada pero, lo más probable, es que no les quede más remedio que mantenerse al margen y no oponer resistencia ante esta remozada forma de piratería, ese inmenso negocio ilegal pero socialmente aceptado que nos ha permitido, con sus múltiples procedimientos, acceder a la cultura, en este caso musical, de manera directa y cada vez con menos intermediarios.

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Bootleg, Música, Soda Stereo

Ubicado en el puesto #6 del último listado de los 100 mejores guitarristas de todos los tiempos, hecho por la revista especializada Total Guitar, y reconocido como uno de los diez «shredders» más rápidos del mundo -el término alude a aquellos músicos poseedores de una capacidad sobrenatural para tocar a velocidades imposibles-, Buckethead (en español «Cabeza de Balde») ha logrado mantener intactas las capas de denso misterio que lo rodean y, aun cuando es totalmente desconocido para la gran masa, congrega a toda una legión de seguidores, fascinados por su extravagante estilo y estremecedora habilidad con las seis cuerdas.

Su nombre real es Brian Patrick Carroll y nació el 13 de mayo de 1969 en la soleada California (esta semana cumplió 52 años). Desde su primera aparición, EN 1991, con la oscura banda de hard-rock experimental Deli Creeps, Buckethead impactó a la comunidad guitarrística por su destreza y un atuendo sin el que, hasta hoy, nadie lo ha visto: una inexpresiva y dura máscara blanca de plástico y diversos sombreros o bandanas que, finalmente, evolucionaron hasta convertirse en un balde de Kentucky Fried Chicken, con la inscripción “FUNERAL” sobre su cabeza. De allí su alias.

Todo alrededor de él es un enigma. En tres décadas de carrera, nadie lo ha logrado desenmascarar –como Banksy, el muralista británico– y su voz apenas se ha escuchado en dos o tres entrevistas, una de ellas un extenso podcast del 2017 con Barry Michaels, conocida personalidad radial de los EE.UU., en la que se muestra como un hombre sumamente introvertido y sensible, algo disperso, antisocial y desconectado de todo aquello que consideramos convencional. Varios pasajes de aquella entrevista son citados en internet como fuente principal de información sobre el perfil de este huraño personaje que parece sacado de una película de horror serie B, con sus jumpsuits de colores, sus extremidades dislocadas y una Flying V pegada al cuerpo.

Las pocas crónicas serias que circulan en la web lo describen como una persona espiritual, que tuvo una infancia profundamente feliz junto a sus padres y que, desde los 12 años, se encerró en su habitación para practicar con una guitarra acústica. A los 18 fue alumno de Paul Gilbert, uno de los guitarristas de hard-rock, heavy metal y fusión instrumental más prestigiosos, ex integrante de Mr. Big y Racer X. También hay quienes inventan alocadas historias -que usa la máscara hasta cuando come y duerme, que fue criado en un galpón de pollos, que no habla absolutamente con nadie-, para alimentar su leyenda.

Domina, además de las guitarras y sus múltiples efectos y técnicas, el bajo, el violín, el piano y el banjo. Sobre el escenario, realiza extraños movimientos de baile robótico, mezcla de break dance y caminata lunar, regala juguetes y máscaras terroríficas y sorprende con su experto manejo del nunchaku, la legendaria arma de artes marciales, una de sus obsesiones junto con la imaginería cómic, el baloncesto, el cine de terror y el manga japonés.

Su rango de estilos es tan amplio como sus extravagancias: puede tocar, a mil por hora, Smooth criminal, el clásico de Michael Jackson de 1987, y pasar a la suite de Star Wars en cuestión de segundos, sin perder ritmo ni fluidez. Ha tocado metal, funk, jazz, bluegrass, hard-rock, blues, country, música barroca y neoclásica. Ha escrito y grabado bandas sonoras para películas de terror y acción como Saw II (2005) o Mortal Kombat (1995-1997), entre otras. Con su otro alter ego, Death Cube K, una versión “en negativo” de su personaje principal, desata pesadillescas tormentas de dark ambient y new age. A juzgar por cómo toca, es evidente que se trata de un músico extremadamente disciplinado y exigente. Lo único seguro es su virtuosismo y obsesión por el trabajo.

El año 2001, ya establecido como artista de culto y con extenso kilometraje en proyectos de toda índole, Buckethead confundió a sus fieles al unirse a Guns N’ Roses. Los seguidores de «la banda más peligrosa del mundo» se sorprendían al ver, en el lugar del sudoroso, semidesnudo y expresivo Slash, a esta especie de maniquí alto, ultra flaco y de cara fría como una máquina. Pero cuando lanzaba esos solos vertiginosos y casi extraterrestres, las audiencias quedaban estupefactas. Buckethead salió del grupo de W. Axl Rose en el 2004, debido a sus erráticos hábitos, su salud quebradiza y su mínima capacidad para establecer relaciones interpersonales. Sus explosivos solos y arreglos grabados durante ese tiempo, recién vieron la luz el 2008, año en que apareció –más de una década después de haber sido anunciado- el sexto y último álbum oficial de GN’R, Chinese democracy (ver aquí a Buckethead con Guns N’ Roses, en Rock In Rio III, 2001).

Es difícil encontrar una sola puerta de ingreso al universo sonoro de Buckethead. Sus estrambóticas composiciones de hard-rock y progressive metal, lo colocan al nivel de otros virtuosos como Steve Vai, Guthrie Govan, Jason Becker o John Petrucci. Ejemplos de ello son Nottingham lace -CD Enter the chicken, 2005, junto al vocalista de System Of A Down, Serj Tankian-, Soothsayer (Dedicated to aunt Suzie) –incluido en Crime slunk scene, del 2006- o Jordan, un homenaje al ídolo del baloncesto Michael Jordan, que los adictos al videojuego Guitar Hero conocen bastante bien. Pero también están sus colaboraciones con el bajista Les Claypool (Primus) y la leyenda del funk setentero Bernie Worrell (Parliament Funkadelic). El supergrupo, llamado Colonel Claypool Bucket of Bernie’s Brains, lo completó el baterista Bryan «Brain» Mantia, quizás la persona que más conoce al guitarrista (aquí en el Festival Bonnaroo, año 2004).

Pero Buckethead también posee un lado sensible y acústico, apreciable en álbumes como Colma (1998) –que escribió para consolar a su madre mientras se encontraba en el hospital, operada de un cáncer; o el díptico Electric tears/Electric sea, lanzados en 2002 y 2012, respectivamente, en los que incluso interpreta melodías de Johann Sebastian Bach, Joaquín Rodrigo y Miles Davis. En este último destaca The homing beacon, un sentido homenaje a Michael Jackson, tras su fallecimiento. O su sociedad con el actor danés Viggo Mortensen, orientada a la reflexión política y filosófica, como en el alucinante Pandemoniumfromamerica (2003), dedicado a Noam Chomsky. O sus inicios con otra superbanda, Praxis, que armó el prestigioso bajista y productor de jazz fusión y música electrónica Bill Laswell e incluyó a Bootsy Collins (otro legendario integrante de P-Funk), Bernie Worrell y Brain. Discos como Transmutation (1992) y Profanation (2008) son los mejores secretos guardados del rock norteamericano de vanguardia.

Pero lo más sorprendente es la gigantesca cantidad de material que ha grabado. En el año 2007 lanzó su primer proyecto de formato amplio, un boxset de 13 discos, titulado In search of the…, una edición limitada con dibujos y textos a mano, hechos por el guitarrista. Luego, el 1 de octubre de 2015 inició una cuenta regresiva de 31 discos inspirados en la noche de brujas, 31 days ‘til Halloween, a razón de un título por día. Pero es la colección Pikes, cuyo primer ítem apareció el año 2011, con la que Buckethead se saltó todas las bardas.

La serie ha acumulado, en diez años, la alucinante cantidad de 291 volúmenes (solo en el 2015 salieron 118), la mayoría disponibles como descargas digitales en https://music.bucketheadpikes.com/music. Cada uno contiene entre 30 y 45 minutos de música original, compuesta y grabada íntegramente por él, en sus estudios y cuarteles oficiales, Bucketheadland. En total, sumando todas sus producciones como solista, en sus diversos grupos y proyectos, Buckethead ha lanzado más de 400 discos. Es el artista vivo más prolífico de la historia de la música grabada, un récord que ostentó, hasta el año 2007, otro guitarrista, Frank Zappa, que llegó a publicar más de 70 discos, entre 1966 y 1993, año de su fallecimiento. Las seis últimas entregas de Pikes están fechadas entre enero y abril de este año.

Como Jack, el entrañable personaje del clásico de cine de animación de Tim Burton, The nightmare before Christmas (1993), Buckethead es el monarca de su extraño mundo, una criatura indescifrable que es, la mayor parte del tiempo, intimidante y oscura pero que puede también sorprender por su atípica fragilidad emocional.

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#Rock, Música

«Mother, did it need to be so high?» («Madre, ¿era necesario estar tan alto?») suspira Roger Waters al final de esta extraordinaria canción del álbum conceptual The wall (1979) de Pink Floyd, en la que el cantante y bajista describe, con desgarradora oscuridad, el profundo daño psíquico que puede ocasionar una madre controladora, sobreprotectora, castrante, en la mente frágil de su hija/hijo adolescente, hasta el punto de convertirlo en una persona insegura, medrosa, antisocial y/o egoísta.

Esta versión críptica de la relación madre-hijo -que existe, por cierto, y es muchísimo más común de lo que hubiésemos querido en nuestras sociedades y familias-, colisiona frontalmente con el tratamiento más bien romántico y convencional que se suele darse a las madres en la música popular contemporánea. La chocante confesión del personaje central de aquel díptico floydiano respecto del carácter manipulador de su mamá puede ser dura, difícil de procesar para quienes hemos tenido madres que más parecían ángeles, pero es una realidad cuyas secuelas tienen una onda expansiva que afecta a muchos adultos de por vida.

Como es fácil de suponer, abundan más los ejemplos de composiciones que ensalzan el cariño, la inspiración, el bonito recuerdo de una madre perfecta, ideal(izada), mezcla de religiosidad y amor filial. Tenemos, por supuesto, a Paul McCartney cantándole, a un tiempo, a su madre Mary –fallecida cuando él tenía solo 14 años y a la que había visto en sueños durante la etapa más difícil de los Beatles diciéndole que “debía dejar ser las cosas para que salgan bien”- y a la Virgen María en Let it be («When I find myself in times of trouble Mother Mary comes to me…» / “Cuando me encuentro en problemas, Madre María se me acerca…”). O a John Lennon, declarando su devoción a la mujer que lo trajo al mundo, también fallecida prematuramente, en Julia («Half of what I say is meaningless but I say it just to reach you…» / “La mitad de lo que digo no tiene sentido pero solo lo hago para alcanzarte…”).

Ambos temas, clásicos de la última etapa del inmortal cuarteto de Liverpool (1968-1969), ofrecen ese homenaje tradicional a la madre, aquella persona incapaz de hacerte daño o hablar mal de ti, aunque cuando te haya dejado en ciertos momentos de tu vida. Lennon mismo compuso, ya como solista, Mother, en la que le reclama a Julia por haberse ido durante su infancia. El tema aparece en el primer LP de la Plastic Ono Band, publicado apenas unos meses después de la separación formal de los Fab Four.

A diferencia del Día del Padre, en el que solo escuchamos una canción (Mi viejo, del ítalo-argentino Piero, grabada originalmente en 1969), en el Día de la Madre las opciones son muchas y muy diversas. Podemos mencionar, al vuelo, el vals Cabellitos de mi madre, composición del arequipeño Elisbán Lazo, que grabara en 1974 Carmencita Lara pero que se hiciera más conocida en nuestro país en la versión de bolero cantinero de Ramón Avilés (uno de los cinco hijos del recordado guitarrista criollo Óscar Avilés). O las populares A la sombra de mi mamá (1964) y Se parece a mi mamá (1972), de los ídolos de la nueva ola argentina Leo Dan y Palito Ortega, respectivamente, ideales para actuaciones escolares. O el melodramático ruego de Camilo Sesto en Perdóname (1980), en que el atribulado cantautor español se postra ante una madre a la que hizo padecer por su personalidad desordenada y llena de conflictos. O Amor eterno, ranchera que la española Rocío Dúrcal grabó en 1984 en el sexto volumen de su serie de LPs, Canta a Juan Gabriel. La versión del mexicano, incluida en el álbum en vivo desde el Palacio de Bellas Artes (1986), se convirtió en un clásico del Día de la Madre, infaltable en serenatas y homenajes en toda Latinoamérica. En estos últimos dos casos, más de un psicólogo clínico nos sorprendería con sus hallazgos detrás de los mensajes emotivos, de amor exacerbado, escondidos en sus versos.

Pero si el autobiográfico Roger Waters construyó en los seis minutos de Mother un panorama psicopático de terror filial, a Jim Morrison -otro poeta maldito del rock- le bastó una línea inserta en un tema épico que dura el doble para tocar un tema tabú: el incesto, llevando al extremo el Complejo de Edipo. Me refiero, por supuesto, a The end, tema estrenado en el LP debut del cuarteto californiano The Doors, allá por 1967. Unos años después, en 1976, Brian May se conectó mentalmente con todos los palomillas del Perú y del mundo que, hasta ahora, hacen bromas y memes sobre la relación con sus suegras, y compuso la brillante y poderosa Tie your mother down, un guitarrero grito de liberación de la opresión materna, para el álbum A day at the races de Queen.

Pero volvamos a las madres buenas. Silvio Rodríguez, el genial trovador cubano, escribió en 1973 uno de sus mejores poemas musicalizados, titulado simplemente Madre, dedicado a los soldados vietnamitas que desactivaban minas antipersonales en 1969, por orden de Ho Chi Mihn, en pleno Día de la Madre. La letra es conmovedora y valiente, ubicando nuestra imaginación en la mente de hijos que, en guerra, piensan en sus madres («Madre, que tu nostalgia sea el odio más feroz. Madre, necesitamos de tu arroz…»). El tema no figura en ninguno de sus álbumes oficiales, pero vio la luz en una recopilación de 1977, Antología. También vale la pena recordar aquí la intensa relación que tuvo Facundo Cabral con su madre, Sara, la misma que era permanente protagonista de sus reflexivos y divertidos monólogos, en los que nos hablaba de una mujer poco instruida pero capaz de las respuestas más agudas. Cabral contaba que, antes de un concierto, el ex Presidente Carlos Menem se acercó al camerino y, tras rendirle sus respetos, le confesó que era gran admirador de su hijo, para luego preguntarle qué podía hacer por ella. «Con que no me joda, es suficiente», dijo la señora, dejando en claro su personalidad indomable.

Una carta al cielo es, probablemente, el vals que todo hijo peruano dedica a su madre fallecida. La imagen del niño que roba un ovillo de hilo hacer llegar su cometa «allá donde se ha ido mi adorada mamá» posee una potente e innegable efectividad emotiva. Compuesta por el trujillano Salvador Oda y popularizada por Lucha Reyes, «La Morena de Oro del Perú», en 1971, condensa el sentimiento de amor irreductible por la madre como esa entidad inmaculada, que no admite reproches. Amor de madre, éxito de Los Embajadores Criollos de fines de los años cincuenta, es otro de esos valses lacrimógenos que, en este caso, tiene como protagonista a un hombre huérfano que no puede creer cómo “hay hijos inconscientes que, lejos de adorarla, ultrajan a la madre con sus viles acciones”.

En la otra orilla -y de una forma mucho más brutal y agresiva- nos encontramos con el rapero blanco Eminem quien, el año 2009, grabó My mom, la peor de las varias diatribas que ha perpetrado contra su madre, Debbie Rae Nelson, a través de los años. En el tema, contenido en su sexta producción discográfica Relapse, el deslenguado artista urbano acusa a su mamá de haberle pasado, prácticamente desde la infancia, su adicción a los antidepresivos; y, en el colmo de lo terrible, haber envenenado a su perro con el coctel de fármacos que ella tomaba mañana, tarde y noche. Ya los Rolling Stones, en 1966, habían explorado el tema de las madres dependientes de pastillas en su clásico Mother’s little helper, del LP Aftermath (1966).

Como vemos, no solo las buenas madres han inspirado a los músicos del mundo, hasta las más desnaturalizadas y nocivas tienen su canción. En ese contexto no puedo dejar de mencionar dos temas, poco conocidos, con madres como protagonistas y temáticas diametralmente opuestas: Canto a la madre/Canto a la muerte, del panameño Rubén Blades (álbum Amor y control, 1992) y Yo’ mama, de Frank Zappa, que cierra el collage sonoro Sheik Yerbouti de 1979. En la primera, «El Poeta de la Salsa» llora la muerte de su progenitora. En la segunda, el líder de The Mothers Of Invention habla de una madre apañadora de sus hijos engreídos (“Maybe you should stay with yo’ mama, she can do your laundry and cook for you…” / “Quizás debas quedarte con tu mamá, ella puede lavar tu ropa y cocinar para ti…”). Hoy que las madres, más superficiales y vacías que nunca, quieren, de regalo, celulares 5G y son capaces de crearle un perfil en Tinder a sus hijos, en lugar de enseñarles a lidiar con sus fracasos amorosos de manera normal, resulta difícil pensar en madres que calcen con historias como las de Amor eterno, Una carta al cielo o Let it be.      

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Anécdotas, Madres, Música

Hubo un tiempo en que escuchar radio o ver videoclips en televisión era garantía de sano entretenimiento, aprendizajes múltiples y buena música, interpretada con creatividad y talento. Pensaba en esto a propósito del cuarenta aniversario de Business as usual, álbum debut de Men At Work, lanzado en 1981, a través del sello discográfico Columbia Records.

El quinteto formado en 1978 en Melbourne se convirtió en uno de los animadores de los nacientes ochentas, con un estilo fresco y divertido que no por eso dejaba de ser interesante y agudo, en medio de una escena que iba recomponiendo sus propuestas y valores estéticos, tras la asonada punk británica y el rock norteamericano para estadios. En solo dos años, esta banda lanzó producciones que hasta hoy forman parte de la programación emocional de nuestros recuerdos, y que ayudaron a definir el espíritu de aquella década, como Billy Idol, Cyndi Lauper y Culture Club.

Colin Hay (voz, guitarra), Ron Strykert (guitarra), Greg Ham (vientos, teclados), John Reese (bajo) y Jerry Speiser (batería) llegaron portando el estandarte australiano, como lo hicieron los Bee Gees en los sesenta o Little River Band en los setenta. El pop-rock producido en la tierra de los canguros no tiene un sonido propio pero condensa, en sus multiformes manifestaciones, su capacidad de adaptación y aprendizaje. Así, artistas tan diversos como Nick Cave & The Bad Seeds, Air Supply, Kylie Minogue, Crowded House, The Go-Betweens, Dead Can Dance o Tame Impala han mantenido a Australia en el radar mundial de los fanáticos de la buena música como un país pródigo en la formación de talentos capaces de competir, de igual a igual, con sus pares de EE.UU. y el Reino Unido.

Si INXS fue el grupo cosmopolita y fashion, Midnight Oil la conciencia social política y Ac/Dc la aplanadora rockera por excelencia, Men At Work representó la sensibilidad comercial y relajada de la new wave australiana, una alternativa divertida y ajustada a las coordenadas estilísticas de una década en que la imagen lo era todo. Con su sonido prístino y sus alocados e histriónicos videos, los hombres trabajando se pusieron a la vanguardia pero de manera ingeniosa, con un alto nivel de aceptación por parte de los nuevos públicos consumidores de MTV. Para cuando lanzaron su segundo LP, ya habían alcanzado el estatus de clásicos que los acompaña hasta ahora.

Podríamos definir el sonido y look de Men At Work como una mezcla del reggae-punk de The Police y la sofisticación de Roxy Music o Spandau Ballet. La voz aguda de Hay, a ratos similar a la de Sting; las guitarras reverberantes de Strykert y Hay; la sólida base rítmica de Speiser y Reese; y el amplio rango de acción de Ham; hicieron que sus canciones tuvieran, a contramano de las mencionadas influencias, una personalidad propia, reconocible de inmediato. Esa capacidad para hacerse notar, en una década tan rica en opciones y géneros, los colocó por encima de sus contemporáneos durante una breve y muy exitosa carrera discográfica, que los convirtió en orgullo de su país.

Down under es, desde luego, su canción más emblemática y recordada. Considerado un himno australiano moderno, por la forma tan sencilla que usa para definir elementos de su cultura, clima e idiosincrasia, el tema fue el single principal de Business as usual e incluso fue tocada en la clausura de los Juegos Olímpicos de Sydney, en el año 2000, por Hay y una alineación totalmente diferente de Men At Work, cuya formación original se había disuelto a mediados de los gloriosos ochenta. La línea de flauta que caracteriza a esta canción generó controversia por una acusación de plagio presentada en el año 2007, en la que se aseguró que el grupo había usado, sin autorización, la melodía de un antiguo tema infantil muy popular en Australia, titulado Kookaburra sits in the old gum tree (Kookaburra es el nombre de una pequeña ave de los bosques de Australia y Nueva Guinea). Al final de engorrosos cuestionamientos, el grupo tuvo que desembolsar una fuerte suma de dinero en regalías a los albaceas de la profesora de escuela Marion Sinclair, que había escrito originalmente la melodía en los años treinta.

Pero hay otras canciones notables en aquel LP de la carátula amarilla: Underground, Helpless automaton, Be good Johnny, I can see it in your eyes. Y, especialmente, Who can it be now?, un satírico ejercicio de crítica al sistema de cobranzas coactivas con el que la banda se dio a conocer. Todas estas canciones le aseguraron la posteridad a Men At Work y permitieron que el público aguardara con suma expectativa su segunda placa, la cual llegó en 1983, bajo el título de Cargo. Aun con Down under triunfando en las listas de éxitos de todo el mundo –fue #1 simultáneamente en EE.UU., Inglaterra, varios países europeos y latinoamericanos ese año- la banda colocó tres temas más en las radios: Dr. Heckyll & Mr. Jive (una graciosa alteración de la clásica novela gótica del siglo 19 del escocés R. L. Stevenson, El extraño caso del Dr. Jekyll & Mr. Hyde), It’s a mistake y No restrictions, con divertidos videos de alta rotación en los principales programas de la época, que privilegian una actitud burlesca, cómica, a mitad de camino entre Devo, The B-52’s y Talking Heads. Sin embargo, en Overkill mostraron una faceta melancólica, ligeramente oscura, diferente al festival de personajes desfachatados, videos infantiles y funny faces de sus singles previos. El tema se convertiría en uno de sus más grandes éxitos.

Lamentablemente, para su tercer y último disco oficial, Two hearts de 1985, los Men At Work ya había iniciado su prematuro descenso, con la salida de Speiser y Reese. Aunque hubo posteriores reuniones, esporádicas giras -como la que generó el disco en vivo Brazil, en 1996- y apariciones públicas –como la de las Olimpiadas de Sydney- el grupo desapareció formalmente de escena antes de iniciarse la década de los noventa.

En el siglo 21, el cantante y guitarrista Colin Hay dio un nuevo impulso a su carrera como integrante de la All-Starr Band, el proyecto liderado por el Beatle Ringo Starr, en el que reúne a destacados ex integrantes de grupos famosos de los setenta y ochenta. Paralelamente, lanzó varios álbumes como solista y permaneció de gira con diversas encarnaciones de Men At Work (incluso tocó en Lima, en el año 2006, en el María Angola). La muerte, en el año 2012, de Greg Ham, a los 58 años, acabó con las posibilidades de reunión de la banda original, siempre abiertas hasta entonces, a pesar del amargo alejamiento entre Hay y los demás, especialmente del co-fundador Ron Strykert, a quien incluso denunció por amenazarlo de muerte hace diez años.

Durante el 2019, Colin Hay armó una nueva versión de Men At Work, acompañado de una banda de músicos de sesión de Los Angeles, la mayoría de ascendencia latinoamericana, entre los que destaca la multi-instrumentista Scheila González (saxos, flautas, teclados, percusiones, guitarras), conocida para los fans de Frank Zappa por su trabajo junto a Dweezil, hijo del legendario guitarrista. La cantante peruana de fusión y ritmos latinos Cecilia Noël, radicada en EE.UU. y casada con Hay desde el 2002, también formó parte de ese relanzamiento que incluyó algunas presentaciones antes de la llegada del COVID-19.

En 1983, Men At Work fue el primer grupo australiano en obtener el Premio Grammy a Mejor Artista Nuevo, categoría en la que compitió con otros pesados de la new wave –The Human League, Stray Cats, Asia- que son hoy considerados clásicos, cuarenta años después. Me pregunto, escuchando sus canciones y recordando aquellos tiempos en que niños y adolescentes éramos expuestos a sonidos más agradables y mejor concebidos que los soporíferos bostezos de Billie Eilish o los escarceos porno-style de Megan Thee Stallion, las dos últimas ganadoras de tan desprestigiado trofeo… ¿Qué provocó este encanallamiento de la industria musical? ¿Alguien se acordará de ellas o sus competidoras el 2061?

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Melómano, Música, New wave

Rubén Blades escribió esta canción en 1983 y la incluyó en Buscando América, su primer LP con Seis del Solar, el proyecto con el que se acercó a un público diferente, incorporando géneros poco comunes en el universo salsero (reggae, balada, latin pop) y haciendo inteligente uso de teclados, baterías y sonidos sintetizados afines al pop radial de los ochenta, pero sin abandonar su vocación por las maracas, las percusiones y el soneo inspirado, características básicas del género latino que nació como síntesis de la riqueza musical cubana, de cuyo nacimiento fue protagonista.

Decisiones es la canción más conocida y recordada de aquel disco, lanzado en 1984 por la multinacional Elektra (asociada a los sellos Atlantic Records y WEA Internacional, división latina de Warner Brothers Records), y viene a mi mente hoy, sábado de víspera a las elecciones, en que muchos votantes, a solas o en familia, están deshojando margaritas para ver qué símbolo marcar, qué número(s) escribir, qué insulto o garabato anónimo y obsceno usar para dar cuenta, inútilmente, de su rechazo, de su desconfianza, de su no resuelta indecisión.

Buscando América fue el primer álbum del cantautor panameño fuera del contexto de Fania, el sello de Johnny Pacheco y Jerry Massucci, casa que lo vio surgir como artista y de la cual salió azotando la puerta por mezquindades legales de todo tipo, después de casi una década de enriquecer su catálogo con clásicos de la salsa de todos los tiempos. Y Blades acometió el inicio de esta segunda etapa de su exitosa carrera con una decisión arriesgada: apartarse del sonido que elevó la salsa a niveles de sabiduría culta y popular, a través de la extraordinaria discografía que produjo junto a Willie Colón, entre 1977 y 1982, antes de que su amistad terminara y pasaran de compartir creativos estudios de grabación a frías salas judiciales.

Pero que no se malentienda lo que acabo de decir. Hay bastante salsa, y de la buena, en Buscando América: El Padre Antonio y su Monaguillo Andrés, la coda del tema-título, el potente arreglo de nuestro vals Todos vuelven. El sexteto que acompaña a Blades -que al poco tiempo se hizo llamar Son del Solar, con la incorporación de músicos como Arturo Ortiz (teclados), Robbie Ameen (batería), Reynaldo Jorge (trombón), entre otros – demuestra mucho oficio y frescura, resultado de una década y media tocando con los mejores soneros de la era dorada de la salsa dura. Sus principales arreglistas -Óscar Hernández (piano, teclados), Mark Viñas (bajo) y Ricardo Marrero (vibráfono, teclados)- interpretaron con excelencia las ideas musicales de Blades, con secciones instrumentales de alta calidad que le permitió mantenerse al frente de la vanguardia salsera. El grupo lo completaban Ralph Irizarry (timbales), Louie Rivera (bongós) y Eddie Montalvo (congas), todos ellos experimentados músicos de la escena portorriqueña.

Decisiones se inscribe en el habitual vocabulario sonoro y rítmico del músico. La canción presenta tres mini historias, unidas por un común denominador: las consecuencias, generalmente funestas, de ciertas decisiones que deben ser asumidas con resignación por la persona que las toma. El músico y abogado con título de Harvard –“una calibre 45 que uno pone sobre la mesa”, decía él de su grado académico de alto perfil- hace pedagogía social de poderosa vigencia en esta descarga salsera de cinco minutos.

Así, la pareja joven que decidió tener relaciones sin protegerse no sabe qué hacer ante el embarazo -ella no ha decidido qué hacer, él preferiría el aborto-; el vecino que decidió hacer una indecente propuesta a su vecina casada recibe su merecido a palazo limpio; y el conductor pasado de copas se estrella y muere tras decidir pasarse la luz roja, convencido de que no le iba a pasar nada. Vea aquí la versión en vivo que hiciera en el 2009, en Puerto Rico, con Son del Solar.

Decisiones hace recordar, en términos de su estructura, a aquel manifiesto anti-materialista y de integración latinoamericana que Blades publicara seis años antes, en 1978, en el álbum Siembra. Me refiero, por supuesto, a Plástico que, por cierto, comparte diversos elementos con la canción que nos ocupa. Ambas abren su respectivo disco, sus letras están organizadas como un collage de historias cortas amarradas por un tema común y las dos arrancan con una introducción que hace referencia, como una sutil burla, a géneros musicales de los EE.UU., «el tiburón». Mientras que el inicio de Plástico es con un contagioso riff de música disco para luego agarrar ritmo salsero; Decisiones comienza con un satírico arreglo vocal de doo-wop, con piano y batería de fondo. A los pocos segundos aparece la voz de Blades: «La ex señorita no ha decidido qué hacer…»

Esta tríada de cuentos cortos -cortísimos, una estrofa cada uno- es narrada, además, en clave de humor. Blades siempre se ha caracterizado por escribir canciones con mensajes profundos sobre temas de intensa carga social, expresados en lenguaje sencillo pero emotivo, apoyado en su forma de cantar, de manera directa y sin disfuerzos, desde el corazón, desde la esquina. Pero, de vez en cuando, don Rubén -hoy de 72 años- también encontraba en la agudeza humorística un camino para sus crónicas urbanas que nos invitan siempre a alguna reflexión. Ejemplos claro de ello son Ligia Elena (Canciones del solar de los aburridos, 1981), o Noé (Mucho mejor, 1983).

Este talento, casi literario, de Blades para lanzar contenidos muy serios a partir de lo cotidiano e incluso lo gracioso no es, por lo tanto, novedad para los conocedores de su obra. Decisiones relanzó la carrera del cantante en un momento crucial para la salsa, en ese entonces invadida por una generación de nuevos intérpretes superficiales que dejaron de lado la creatividad de sus antecesores para concentrarse en el facilismo de la «salsa sensual».

Esta tendencia optó por apartarse del sentido social y popular del género nacido en las comunidades de inmigrantes latinos en New York en los setenta y se convirtió en la banda sonora de hostales y relaciones de poca monta. En el reino de Hildemaro y Eddie Santiago, los personajes y moralejas de Rubén Blades eran algo así como los libros de García Márquez cubiertos por una montaña de pasquines de cincuenta céntimos con titulares sensacionalistas y fotos grotescas de toda clase.

Tomar decisiones es algo que los seres humanos hacemos a diario, desde cosas sencillas e imperceptibles hasta situaciones extremadamente complejas y trascendentales. En cada una de las historias cortas de su canción, Blades nos muestra esa dualidad inherente a casi todo lo que hacemos. Una pequeña  decisión, por menor o insignificante que parezca, puede traer consecuencias enormes que afecten la vida y el futuro, no solo de la persona involucrada directamente sino de su entorno -su pareja, su familia, sus amigos, su comunidad, su país, su planeta. En política –un mundo que Blades conoce muy bien pues ejerció, entre 2004 y 2009, el cargo de Ministro de Turismo de Panamá e incluso postuló a la presidencia de su país, en 1994, como líder del movimiento independiente Papa Egoró (Madre Tierra, en dialecto indígena colombo-panameño)- esto se cumple al pie de la letra.

En ese sentido, y estando a pocas horas de entrar a un proceso electoral en el que los peruanos tendremos que decidir por quién votar, entre 18 variantes de Pedro Navaja y Juanito Alimaña (que van de lo disimulado y dudoso a lo abiertamente retorcido y criminal), el predicamento de Rubén Blades -«alguien pierde, alguien gana, Ave María»- se convierte en un asunto que merece pensarse más de una vez. Con una notable diferencia: acá ya sabemos de antemano cómo se reparten los resultados: acá solo ganan ellos y perdemos todos los demás. Salgan y hagan sus apuestas, ciudadanía.

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Decisiones, Jorge Tineo, Música, Rubén Blades, Salsa
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