Música

Buscando sosiego tras una tensa semana post-electoral, cargada de terruqueo indiscriminado y mafias disfrazadas, me senté, imaginariamente, en un muelle de la bahía de San Francisco para escuchar al rey caído del soul, un gigante de voz aterciopelada y aguda, cantando el tema que lo hizo inmortal entre los melómanos del mundo, terminado días antes del accidente aéreo en el que perdió la vida, apenas a los 26 años de edad. Brisa marina, gaviotas, silbidos y resaca de olas para apaciguar la desazón de ver cómo nuestro país va rumbo al despeñadero, un abismo oscuro lleno de bestias hambrientas de poder y revancha.

 

(Sittin’ on) The dock of the Bay es un acompasado ejercicio de balada soul, que mostraba una faceta más reflexiva y calmada de su autor. Poco antes de grabarla, Otis Redding había hecho explotar las cabezas de miles de hippies blancos en el Monterey Pop Festival, en 1967, dos años antes de Woodstock, con un electrizante show que solo fue superado, en términos del impacto producido, por el lisérgico ritual de Jimi Hendrix y su Fender Stratocaster en llamas.

 

Lanzado un año después de su trágica y temprana muerte, The dock of the Bay (Atco Records, 1968) se convirtió en el primer single/álbum póstumo en llegar al #1 en los EE.UU.  y es, hasta ahora, una de las canciones más tocadas en las radios de música del recuerdo en ese país. Los amantes del cine ochentero norteamericano quizás recuerden el tema como parte de la banda sonora de Top Gun (Tony Scott, 1986), en una escena en la que el joven piloto interpretado por Tom Cruise recuerda a su padre, también caído en una tragedia de aviación. Otros probablemente hayan escuchado las versiones que hicieran, Sammy Hagar y Michael Bolton (en 1979 y 1987, respectivamente). O los covers en vivo de Pearl Jam, Neil Young. Hasta Justin Timberlake la ha cantado alguna vez, en el siglo 21, en un homenaje frente a Barack Obama.

 

Pero (Sittin’ on) The dock of the Bay no es, ni por asomo, la canción que representa mejor el sonido de este cantante nacido en Macon, Georgia, en 1941. Poseedor de una imponente presencia escénica -tenía casi 1.90m de estatura y 100 kilos de peso- Otis se sacudía en las tarimas, dirigiendo a los metales de manera frenética y lanzaba alaridos de un soul forjado, a la vez, en las iglesias gospel y los clubes nocturnos más sórdidos del sur afroamericano. Cuando Little Richard, su paisano y principal influencia musical, presentó su introducción al Rock and Roll Hall of Fame, en 1989, recordó su reacción cuando escuchó la versión que Redding hizo de su clásico Lucille, incluido en su primer LP, Pain in my heart, de 1964. «¡Pensé que era yo!» exclamó el extravagante pianista, pionero del rock and roll, fallecido el año pasado.

 

Otis Redding tuvo una carrera musical sorprendentemente corta, comercial y prolífica, con una serie de singles exitosos e intensas giras a ambos lados del Atlántico. En solo dos años se convirtió en propietario de un enorme rancho de 300 acres en Georgia, gracias a que ganaba más de 30,000 dólares por cada semana de conciertos. Las crónicas publicadas en Inglaterra, en las revistas especializadas Melody Maker y New Musical Express, son testimonios escritos de la llamarada de endemoniado talento que llegó a sus costas rockeras en 1966. Tanto en las canciones románticas como en los arrebatos poseídos por los espíritus del gospel, Redding daba todo de sí, sin concesiones. En una era en que el soul y el R&B se recomponía con artistas tan importantes como James Brown, Sly Stone o Wilson Pickett, el repertorio de Otis Redding trajo un sonido y una actitud nueva, más agresiva y personal.

 

Como compositor, podía pasar de la clásica balada sensual y sofisticada al lamento reivindicativo frente a la segregación y de ahí a los poderosos cánticos inspirados en los servicios religiosos que vio desde niño, todo combinado con su propia actitud dispuesta a convocar a públicos de todo tipo racial y socioeconómico. Entre las canciones que firmó podemos mencionar la romántica I’ve been loving you too long o Fa-Fa-Fa-Fa-Fa (Sad Song), en la que ironiza sobre sí mismo. Su máxima contribución al cancionero de la década de los años 60 fue, definitivamente, Respect, que Otis incluyera en su tercer LP, Otis Blue (1965) y que dos años después fuera grabada por Aretha Franklin, con arreglos del productor y músico turco Arif Mardin. A la larga, este tema se convirtió en el más emblemático de la recordada Reina del Soul, un himno de la liberación femenina y los derechos civiles de la comunidad afroamericana.

 

Redding también hacía covers, tanto de sus ídolos Little Richard y Sam Cooke (su versión de A change is gonna come es una de las páginas más memorables del soul de entonces), clásicos como My girl de los Temptations o Stand by me de Ben E. King, como de artistas de moda como los Beatles y los Rolling Stones, de quienes versionó Day tripper y (I can´t get no) Satisfaction, transformadas por los arreglos de Isaac Hayes –ganador del Oscar, en 1971, por la música central de Shaft, icónica película de la blaxpoitation- en gemas del soul con identidad propia. Try a little tenderness, un single de media tabla, grabado por el crooner blanco Bing Crosby, en los años treinta, terminó siendo la canción central de los repertorios de Otis Redding, una incombustible muestra de su versatilidad y talento como intérprete. Un clásico de todos los tiempos.

 

Los jóvenes amantes del rock noventero tuvimos un pequeño acercamiento a la música de Redding, cuando The Black Crowes, la excelente banda de blues, R&B y hard-rock de los hermanos Chris y Rich Robinson, también de Georgia, reactualizaron uno de sus éxitos, en su primer álbum Shake your money maker, de 1990. Hard to handle apareció originalmente en The immortal Otis Redding (1969), el segundo de los cuatro discos póstumos que Atlantic Records pudo lanzar con el copioso material que dejó grabado entre 1965 y 1967.

 

Redding llegó a vender más discos que Frank Sinatra y Dean Martin juntos, y su estilo vocal inspiró a muchos otros artistas negros, desde Al Green y Marvin Gaye hasta Lenny Kravitz. Sus grabaciones, siempre acompañado por los legendarios Booker T. & The M.G.’s -Booker T. Jones (teclados), Al Jackson Jr. (batería), Donald «Duck» Dunn (bajo), Steve Cropper (guitarra, co-autor de (Sittin’ on) The dock of the Bay), bajo el sello Stax Records, son hoy artículos de colección.

 

La trágica muerte de Otis Redding, ocurrida el 10 de diciembre de 1967, dejó en shock a la escena musical de ese entonces. A pesar de haber sido uno de los artistas más influyentes de su tiempo, su recuerdo fue desapareciendo, poco a poco, del imaginario colectivo popular. Ni siquiera tuvo “la suerte” de fallecer un año después, con lo cual su nombre habría sido mencionado cada vez que se recordara al desafortunado “Club de los 27” (en el que están Brian Jones, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Amy Winehouse y Kurt Cobain). En aquel avión que se estrelló contra el lago Monona, en Wisconsin, iban también cuatro miembros de The Bar-Keys, su banda de apoyo para conciertos, jóvenes que no pasaban los 20 años.

 

Si quieren conectarse con la energía de Otis Redding, chequeen su participación en el Monterey Pop Festival, el 17 de junio de 1967, seis meses antes del accidente. El show completo fue editado en 1970, como Lado B de un LP titulado Historic performances, en el que el Lado A es el famoso show de Hendrix en el que quema su guitarra. Pero si lo que  buscan es relajarse un poco sin recurrir a la manoseadísima versión de Over the rainbow/What a wonderful world, ukelele en mano, del hawaiiano Israel Kamakawiwo’ole, siéntense conmigo, imaginariamente, en ese muelle de la bahía de San Francisco y escuchen, a todo volumen, (Sittin’ on) The dock of the Bay, una invitación a la tranquilidad y la sana pérdida de tiempo, mirando al horizonte, mientras acá abajo, en Perú, todo se quema.

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Música, Otis Redding

La pandemia afectó a la industria musical. La ausencia de conciertos, la cancelación de eventos y la falta de producción golpeó demasiado a este sector. Muchos artistas tuvieron que reinventarse o adaptarse a la nueva normalidad con recitales online que, si bien no les ha servido para reactivar su sector, sí ha logrado que muchos artistas obtengan ingresos o sigan vigentes en el mundo digital. TuneCore, líder global en distribución musical digital para artistas independientes y que acaba de lanzar sus operaciones en Latinoamérica, presenta las claves para que los músicos se mantengan vigentes pese a la crisis del Covid-19.

 

Impulso 2.0. Lo digital ya es una realidad para el mercado. Sabemos que hay algunos obstáculos en el camino, pero hoy en día facilita el ascenso de la carrera de un artista. Entonces tres puntos clave son: planificación, avance y consistencia.

 

Estos tres puntos son claves para el trabajo musical digital. Planificar: como en cualquier carrera o segmento, es fundamental.

 

Avanzar: A medida que los curadores y editores de playlists trabajen junto al artista. Por eso es importante que el músico anuncie, 15 o 20 días antes, la fecha de lanzamiento de su single.

 

Consistencia: Fundamental para que tu nombre, como artista, resuene siempre a tu alrededor. No sirve de nada lanzar un single hoy y esperar 6 meses para lanzar otro.

 

Uso de redes sociales: Son una gran ventana para los artistas y deben considerarse como una alternativa para quienes quieran hacer conciertos. Principalmente artistas en las primeras etapas de sus carreras. Son excelentes aliadas para los músicos. Sirve para expandirse y dar visibilidad. Son una potente ventana social.

 

Cabe señalar que TuneCore -asegura Bruno Duque, líder de TuneCore en Latinoamérica- ha desarrollado varias asociaciones en toda la región para ayudar a los artistas a tener mayor visibilidad. Son asociaciones con portales de música, con personas influyentes que difunden su música. Este mes, asegura Duque, la plataforma lanzó TuneCore Rewards. Se basa en una serie de videos educativos, «master class», que cubren temas como promoción, redes sociales y planificación de lanzamientos.

 

“Hasta ahora hay más de 1 millón de artistas que han pasado por TuneCore en todo el mundo. Lo hacen registrándose en la web www.tunecore.com/es”, detalló.

 

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La primera vez que vi la carátula de este álbum de Jethro Tull fue a finales de los ochenta, cuando aun era un adolescente a punto de terminar la Secundaria. Lo encontré hurgando entre las cajas de vinilos de segunda mano que se vendían en las afueras de la Universidad Nacional Federico Villarreal (Av. La Colmena, Centro de Lima), a donde iba cada fin de semana, armado de lapicero y cuaderno, para anotar títulos, nombres de canciones, sellos, años, de aquellas bandas que uno conocía, en tiempos sin Google, Spotify ni YouTube, a través de las transmisiones nocturnas, cargadas de estática, del canal 27 UHF. Me impresionó, de entrada, la figura grotesca y amenazante del personaje central, una especie de jorobado de Notre Dame de ceño fruncido y sonrisa malévola.

 

Durante años estuve convencido de que el dibujo de ese viejo con pinta de pordiosero era un retrato del mismo Ian Anderson, el extravagante flautista de ojos enajenados y melena desordenada a quien había visto en múltiples repeticiones, en esas noches de clandestino desvelo rockero, tocando parado en una pierna, vestido de juglar del medioevo, en esos videos antiguos de programas como Top of the Pops o The Old Grey Whistle Test, cuando el mundo comenzaba a rendirse ante su extraña combinación de blues, rock, progresivo y folk de raíces británicas.

 

Pero no era así. Las imágenes de la portada, contraportada e internas del cuarto disco de Jethro Tull, que acaba de cumplir cincuenta años de su lanzamiento (marzo de 1971), son unas ilustraciones basadas en las fotografías que Jennie Franks, primera esposa de Anderson, había tomado a un anciano mendigo en Londres, cerca de uno de los puentes del Támesis. El artista norteamericano Burton Silverman fue el encargado de plasmar, en esos dibujos de estilo victoriano, la miseria y abyección del fotografiado, trabajo por el cual ganó 1,500 dólares. Cuentan los expertos que las acuarelas originales fueron robadas de las oficinas de Chrysalis Records.

 

Recuerdo pasármela escuchando una y otra vez Aqualung, de principio a fin, en un cassette pirata conseguido en algún mercado del Centro; tratando de sacar, en una desvencijada guitarra de madera, los arpegios preciosistas de Wond’ring aloud; y siguiendo las letras de cada tema, fotocopiadas del LP. Cuando salió, el músico que consolidó el ingreso de la flauta traversa al lenguaje sonoro del rock (algo que ya habían hecho Genesis y Chicago, aunque sin la agresividad del greñudo escocés) era un joven de 24 años, articulado y creativo, un rebelde con causa. Si yo tuviera un hijo de esa edad, preferiría mil veces que fuera capaz de escribir esta clase de metáforas poéticas y no las babosadas que, a los 27, sueltan actualmente tipejos como Bad Bunny o Justin Bieber.

 

En 1989, el año en que conocí Aqualung, Jethro Tull disfrutaba de sus quince minutos de fama en el music business, gracias a que ganó –de forma inexplicable para su legión de seguidores- el primer Grammy entregado a la mejor performance de hard-rock y heavy metal (¿?), por su décimo sexto álbum, Crest of a knave, derrotando a Ac/Dc, Jane’s Addiction y Metallica. Pero en 1971 no existían dudas sobre su estilo. Luego de tres alucinantes discos -This was (1968), Stand up! (1969) y Benefit (1970), el grupo se enriqueció con el ingreso, ya como miembro estable, del pianista y tecladista John Evan, amigo de Anderson desde los inicios de la banda en Blackpool, ciudad porteña al oeste de Inglaterra, allá por 1967. La banda la completaron entonces el bajista Jeffrey Hammond-Hammond (en reemplazo del original Glenn Cornick), el baterista Clive Bunker y el guitarrista Martin Barre.

Aqualung, el disco, llega al medio siglo de vida con una lozanía y vigencia contundentes. Es una pena que las nuevas generaciones sean incapaces de siquiera entrar en contacto con los temas que Ian Anderson plantea en estas once canciones, 40 minutos y algo más de controvertidas reflexiones sobre Dios y el impacto de la religión en las relaciones y vidas humanas. Contiene temas que pasan de lo acústico a lo eléctrico y orquestal, de manera equilibrada y madura, entre el hard-rock y la elegía folky, con protagonismo de flautas, pianos y guitarras acústicas en medio de descargas rockeras ancladas en el blues.

 

El tema central nos presenta a Aqualung, un anciano pobre, andrajoso y abandonado, que observa con malas intenciones a las niñas escolares, en medio de una ciudad industrializada y peligrosa. La segunda canción, Cross-eyed Mary, también trata de un personaje urbano asociado a los vicios sociales considerados hoy como «normales», una prostituta de ojos bizcos que “nunca firma contratos pero siempre está lista para el juego”.

 

Las letras de Anderson, aunque crudas, son cuidadosamente trabajadas, alejadas de cualquier viso de mal gusto. Poco a poco el álbum se va haciendo más complejo en cuanto a los mensajes, con cuestionamientos pesados respecto de la religión. My God, por ejemplo, es una poderosa crítica a los convencionalismos e hipocresías del Catolicismo a la que muchos fanáticos creyentes reaccionarían con violencia. En esa línea están también Hymn 43 –cuyo inicio tiene ciertos aires beatlescos- y Wind-up.

 

En lo musical, Anderson intercala su dinámico estilo en la flauta con una brillante y juglaresca guitarra en exquisitas piezas acústicas como Cheap day return -tema autobiográfico sobre su convaleciente padre-, Wond’ring aloud -sublime pieza romántica, una de las pocas canciones de amor escritas por Anderson-, Mother Goose, Up to me o Slipstream, con segmentos de cuerdas arreglados por su habitual colaborador David Palmer (hoy convertido en mujer, de nombre Dee), quien poco después también se uniría al grupo como integrante a tiempo completo.

 

Locomotive breath -que trata acerca del descontrolado crecimiento demográfico- se inicia con un excelente solo de piano bluesero de Evan mientras que la afilada Gibson Les Paul de “Sir Lancelot” Barre se luce en Cross-eyed Mary, Hymn 43, My God y por supuesto, en el riff de Aqualung, tema fundamental en el repertorio de Jethro Tull, que incluye uno de los mejores solos de guitarra de la historia del rock de todos los tiempos. El álbum, producido por Terry Ellis e Ian Anderson, se grabó en los estudios Island de Londres, al mismo tiempo en que Led Zeppelin grababa su emblemática canción Stairway to heaven. De hecho, Jimmy Page estuvo en la sala de controles, haciéndole muecas a Martin Barre mientras grababa, mientras Anderson, desesperado, rogaba porque su lugarteniente no se distrajera ante el saludo de tan famoso colega.

 

Aqualung apareció por primera vez en CD en 1996 y posteriormente, en el 2011, se lanzó una edición especial por su 40 aniversario, remezclada por Steven Wilson, que realza la calidad de las estructuras compositivas, arreglos y detalles que no se alcanzan a percibir en la mezcla original. A mitad de camino, en el 2005, Jethro Tull –que en ese año eran Ian Anderson, Martin Barre, Jonathan Noyce (bajo), Andrew Giddings (piano, teclados) y Doane Perry (batería)- lanzó una versión en vivo, en edición limitada, para recaudar fondos para diversas instituciones que protegen a personas sin hogar.

 

Cincuenta años después, Aqualung sigue siendo el álbum más vendido de Jethro Tull, con más de siete millones de copias alrededor del mundo y es considerado, con justicia, una obra capital del rock de los setenta. Luego vendrían las largas suites conceptuales -Thick as a brick (1972), A passion play (1973)-, y muchos otros títulos notables, pero este álbum representa, con su diversidad de temas y riqueza instrumental, el amplio rango de acción de Ian Anderson, que este mes de agosto cumple 74 años. Después de todo, estamos frente a un disco que es, en palabras del bajista Steve Harris -cuya banda, Iron Maiden, grabó un cover de Cross-eyed Mary en 1983- “un clásico, de fantásticas canciones y excelente actitud”.

 

LA DEL ESTRIBO: A finales del 2020, en preparación al 50 aniversario de Aqualung, el sello Analogue Productions, especialista en remasterizaciones de vinilos clásicos, lanzó una versión del LP especial para audiófilos, aplicando la tecnología UHQR (Ultra High Quality Record), una exquisitez para los amantes del sonido puro, con vinilos de alta calidad. El tiraje de 5,000 unidades se agotó de inmediato, a un precio base de $125. Quienes han tenido oportunidad de adquirirlo dicen que es una maravilla auditiva.

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«Cuando el hombre trabaja, Dios lo respeta. Pero cuando el hombre canta, Dios lo ama». Es una frase del célebre escritor indio Rabindranath Tagore (Premio Nobel de Literatura en 1913), que solía repetir Facundo Cabral, el entrañable trovador argentino, -y que levantaría las iras (no tan) santas de las seguidoras de Mayra Couto, quienes mandarían quemar, apoyadas por la simplonería dominante de las masas modernas, a Tagore, a Cabral y a Dios, en cualquiera de sus formas, por no haber usado para tan sensible adagio el absurdo “lenguaje inclusivo” que, según sus defensores, será la salvación para la mujer y la comunidad LGTBI. Una total falacia, por cierto, más falsa que promesa de campaña presidencial.

De hecho, Cabral debe haber sido el cantautor en español que más ha hablado de Dios, Jesús, la Biblia y la religión, sin aburrir a su auditorio. Había en su voz, en lo rotundo de sus reflexiones y lo austero de su imagen, una autenticidad más convincente que las cantaletas de autoayuda, repetitivas y casi marketeras de megaestrellas del pop evangélico como Jesús Adrián Romero o Marcos Witt.

Como continuación de una larga tradición histórica, que se remonta al uso litúrgico de composiciones corales en el siglo XI -los cantos gregorianos, que fueron reintroducidos al gusto popular, en los años noventa, por unos alemanes que se hacían llamar Enigma-, o a los oratorios sacros de Johann Sebastian Bach (La pasión según San Mateo, 1727) y George Friedrich Haendel (El Mesías, 1741), la religión también encontró su camino en las expresiones musicales populares y contemporáneas, en especial a partir de la década de los setenta, con la psicodelia y sus mensajes universales (paz, amor, libertad) como fondo perfecto para aludir a la vida de Jesucristo y conectarla con sus propios idearios sociales y artísticos.

El ejemplo definitivo de esto, por supuesto, es Jesus Christ Superstar, la transgresora ópera-rock que llevó a la fama al británico Andrew Lloyd Webber en 1970 con una producción que fue polémica y exitosa a la vez, en el siempre exigente circuito teatral de Broadway. Ambientada en Jerusalén, esta pieza de pop-rock psicodélico y orquestal fue, hasta hace unos años, muy popular entre los jóvenes que la representaban, de forma entusiasta, en grupos parroquiales durante la Semana Santa.

En estos tiempos dominados por el reggaetón balbuceante y las oligofrénicas coreografías del tándem Instagram/TikTok, es difícil pensar en adolescentes jugando –y aprendiendo, al mismo tiempo- a ser Jesús y María Magdalena, papeles que, en su momento, fueron interpretados por el vocalista de Deep Purple, Ian Gillan; e Yvonne Elliman, conocida por su exitazo disco If I can’t have you, composición de los Bee Gees. O por Camilo Sesto y Ángela Carrasco en la espectacular adaptación al español estrenada en 1975.

En 1971 apareció Godspell, con música del prestigioso compositor Stephen Schwartz –autor también de Wicked, uno de los musicales más taquilleros de la historia reciente de Broadway. Esta obra voltea aun más la historia de los Evangelios y la ubica en lugares emblemáticos vacíos de New York, con una troupé de personajes imaginarios que alternan con los bíblicos y que más parecen una mancha de hippies, vestidos de clauns, preparándose para ir al Festival de Woodstock. Aunque en su momento fue tan popular como Superstar, fue desapareciendo del imaginario colectivo hasta ser casi una obra de culto, solo para conocedores. Canciones como Day by day y Finale resumen el espíritu psicodélico combinado con esa aura cósmica de la plegaria musicalizada. Tanto Jesus Christ Superstar como Godspell tuvieron excelentes versiones cinematográficas, estrenadas una después de la otra en 1973.

Por esa misma época, en 1970-1971, el cantautor brasileño Roberto Carlos lanzó el single Jesús Cristo. La canción, tanto en español como en portugués, se convirtió en uno de los temas más conocidos del famoso baladista carioca. Mientras tanto, en Argentina, el cuarteto de hard-rock Vox Dei estrenó en 1972 una obra conceptual titulada La Biblia, de sonido rugoso y pesado. Este LP, el segundo del grupo, es considerado como un trabajo fundamental del rock en nuestro idioma. Aunque hoy prácticamente nadie sabe de su existencia, tuvo un ligero renacer en 1996, cuando Soda Stereo incluyó Génesis, tema que abre aquel disco, en su álbum en vivo Comfort y música para volar.

De manera gradual y casi imperceptible, la relación música popular-religión se fue diluyendo en cuanto a la aparición de obras conceptuales y grandilocuentes como las mencionadas. Lo que ocurrió, en cambio, fue la consolidación de la industria del pop-rock y las baladas evangelizadoras –tanto en inglés como en español, paralela a otros estilos. Tanto así que los Premios Grammy tienen, desde el 2015, una categoría para “Música Cristiana Contemporánea”, en la que participan tanto cultores del gospel tradicional como artistas de esta onda de nuevas alabanzas musicales.

Por otro lado, en el siempre cambiante mundo del pop-rock anglosajón, varios artistas no necesariamente relacionados a la religiosidad –aunque sí a diversos niveles de espiritualidad libre- han usado la figura de la vida pública de Jesús como metáfora para mensajes más mundanos. Podemos mencionar, entre otros, a bandas y solistas como Tom Waits (Jesus gonna be here, 1992), Depeche Mode (Personal Jesus, 1989), The Flaming Lips (Shine on sweet Jesus, 1990), Bruce Springsteen (Jesus was an only son, 2004), Manassas (Jesus gave love away for free, 1972), ZZ Top (Jesus just left Chicago, 1973), Soundgarden (Jesus Christ pose, 1991) o Queen (Jesus, 1973).

De estos temas, quizás el más representativo sea Jesus is just alright, un gospel de 1966 que la banda de blues-rock The Doobie Brothers incluyó en su segundo disco, Toulouse Street (1972) y fue uno de sus grandes éxitos. En nuestro idioma, Cómo no creer en Dios (1977), del portorriqueño Wilkins o las salsas de Héctor Lavoe e Ismael Rivera Todopoderoso o El Nazareno (ambas de 1974) usan también la fe como tema central. Y si hablamos de salseros cristianos, no podemos dejar de mencionar a Richie Ray y Bobby Cruz, que dieron un giro a las letras de sus clásicas descargas para entregarlas al Señor, y así redimirse de una vida azarosa asociada a la adicción y el desenfreno. Los fariseos (1982) y Nabucodonosor (1983) son dos de sus éxitos en esa línea ecuménica.

En lo relacionado a bandas sonoras, hay tres particularmente notables: Jesús de Nazareth (1977), La última tentación de Cristo (1989) y La pasión de Cristo (2004). Sus compositores -Maurice Jarre, Peter Gabriel y John Debney- construyeron estremecedoras piezas que funcionan, en sí mismas, como desafiantes experiencias sonoras. Por su parte, Miklós Rósza y Elmer Bernstein escribieron extensas partituras sinfónicas para dos clásicos que todos veremos, de nuevo, en la televisión este fin de semana: Ben-Hur y Los diez mandamientos, ambas de 1959. Para incomodar al establishment del clero, nadie mejor que el sexteto de humoristas británicos Monty Python, que cierran su hilarante Vida de Brian (1979) con el silbido optimista de Always look on the bright side of life, cantada por decenas de agonizantes crucificados. Una escena inolvidable.

Pero si de novedades se trata, en el 2019 apareció Jesus Christ The Exorcist, una suite interpretada por ensamble de rock, orquesta y coros. El compositor de esta obra inspirada en Jesus Christ Superstar es el experimentado y prolífico multi-instrumentista norteamericano Neal Morse, un “cristiano renacido”. Con un elenco de estrellas del prog-rock moderno, es un contundente testimonio de la fe de su autor, muy conocido entre los fans de este estilo por su trabajo con Spock’s Beard, Transatlantic o The Neal Morse Band. Aunque es difícil que se convierta en un clásico dadas las condiciones actuales de la industria musical, se trata de una opción estimable si quieren escuchar algo distinto esta Semana Santa.

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