Música

Si bien es cierto los artistas más destacados de este subgénero, como Yellowman, Shabba Ranks, Sean Paul o El General, hacen ambos de manera indistinta -después de todo, son estilos primos hermanos-, lo más exacto sería emparentar al reggaetón con el dancehall o «raggamuffin», término despectivo que tiene sus orígenes en los tiempos en que Jamaica fue colonia británica -en esos años, los jamaiquinos eran llamados «muffs in rags» (criaturas andrajosas) por los ingleses- y que luego fue adoptado por las nuevas juventudes jamaiquinas como señal de identidad, ya que comparten más características -formas de cantar y vestirse, temáticas y bailes, cruces con la subcultura rap/hip-hop, uso de samplers y bases electrónicas) que con el sagrado roots reggae y su onda espiritual, orgánica, desapegada del materialismo idiota que el reggaetón promueve.

Han pasado ya 18 años desde el triste día en que apareció Gasolina, tema de Daddy Yankee que fue el primer éxito global de reggaetón y, desde entonces, este fenómeno comercial nacido en Puerto Rico no ha hecho más que crecer y crecer hasta convertirse en uno de los más fuertes y rentables sinónimos de «lo latino» en el ámbito de la cultura popular, un estigma que nos persigue por el resto del mundo, desde EE.UU. hasta Egipto, desde Turquía hasta Japón. Esto a pesar de que, más que un género musical, el reggaetón es, en realidad, un enlatado que se sirve de ciertos componentes musicales elementales -un ritmo básico, repetitivo y maquinal como fondo, una producción basada en material pregrabado, una que otra línea vocal o instrumental armónica en medio de la guturalidad o el balbuceo vocinglero de sus «cantantes»- para generar un producto distinto, que busca darle sonido a emociones primarias, unidas a esa idea disforzada del lujo y la sofisticación trucha que rodea a sus más connotados personajes.

Basta ver la venta masiva de entradas para los conciertos de Bad Bunny, el último esperpento de moda -en varios países de nuestra región, incluido el Perú, tuvieron que abrirse segundas fechas-, o los maravillados comentarios que, sobre él y su último disco (ojalá fuera, efectivamente, el último), escriben otrora respetables críticos musicales, calificándolo como «icono definitivo del pop moderno» para entender esta terrible realidad: lamentablemente, el reggaetón, esa infección multidrogorresistente, llegó para quedarse. Como el coronavirus.

 

 

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De los 17 artistas nominados para ingresar este año al Salón de la Fama del Rock and Roll, solo 3 están relacionados directamente al rock y los 14 restantes son figuras importantes de otros estilos, algunos muy conectados con la evolución del género -new wave, pop, country, metal- y otros abiertamente alejados, como el rap, el soul y la música experimental. Y, aunque este asunto no es ninguna novedad, la falta de coherencia que actualmente exhiben los administradores de esta institución creada en 1983 es cada vez más sorprendente, por decir lo menos.

Desde hace mucho tiempo, el término «rock» perdió su sentido recto como sinónimo corto de «rock and roll», entendido como el ritmo que resultó del cruce entre country, blues, gospel y jazz a mediados de los años cincuenta y que tuvo entre sus primeros exponentes a personajes como Elvis Presley, Chuck Berry, Bill Haley o Little Richard, para convertirse en un membrete «paraguas» capaz de contener, sin limitación alguna, a las multiformes ramificaciones que las dinámicas creativas  de artistas de posteriores generaciones comenzaron a producir, prácticamente a partir de su primera década de existencia. El rock and roll es, más que un género musical de características únicas e indivisibles, un conglomerado de conceptos, actitudes, combinaciones y tendencias en permanente y constante movimiento.

Esto, que puede servir para entender el universo del rock sin hacerse muchas complicaciones en cuanto a cerradas definiciones semánticas -se trata, al final de cuentas, de una manifestación artística y, por ello, es ajena a las discusiones teóricas sobre cuáles son o deberían ser sus fronteras- se convierte en un verdadero problema cuando un museo o entidad cultural, que propone ser abierta e inclusiva, persiste en usar como identificación, un nombre que no corresponde a esa visión amplia de lo que es, sesenta años después, la música popular contemporánea.

El Rock and Roll Hall of Fame está inspirado en las galerías de bustos de personajes notables de las humanidades que, a finales del siglo 19 e inicios del 20, aparecieron en Munich (Alemania) y New York (EE.UU.), la misma lógica que sirvió para inaugurar el conocido Paseo de la Fama de Hollywood. Fue creado por iniciativa de Ahmet Ertegun (1923-2006), el legendario productor turco-norteamericano que fundó, en 1947, Atlantic Records, uno de los sellos discográficos más importantes de las épocas doradas del pop-rock, soul/R&B y jazz (actualmente parte del gigante Warner Music Group). El museo, un edificio de siete pisos, ubicado a orillas del lago Erie en Cleveland, Ohio, es un homenaje vivo a la evolución del rock desde sus inicios con exhibiciones de fotos, videos, objetos y eventos especiales sobre cada etapa y subgénero.

El lugar es una maravilla, en términos de organización, orden y estándares de calidad, como todo museo del Primer Mundo. Y las ceremonias anuales de inducción, realizadas en conocidos teatros de New York o Los Angeles, son un derroche de talento, camaradería y reconocimiento a las trayectorias de entrañables compositores, productores, grupos y solistas. Pero el “Rock Hall” tiene dos serios problemas que empañan sus merecimientos. En primer lugar, nunca debió llamarse Salón de la Fama «del Rock and Roll» pues, desde sus primeras promociones incluyó otras ramas de la música popular norteamericana: Sam Cooke, Smokey Robinson, The Drifters, Stevie Wonder o Aretha Franklin, ingresados entre 1986 y 1989, son todos extraordinarios iconos del soul, pero difícilmente podrían ser considerados como artistas de rock.

Y, en segundo lugar, el comité encargado de seleccionar a los nominados ha venido añadiendo a artistas que, a pesar de la importancia de sus contribuciones, no se dedican necesariamente al rock ni a ninguna de sus variantes -The Supremes en 1988, Bob Marley en 1994, The Jackson 5 en 1997, Public Enemy en el 2013-, dejando fuera a otros que deberían haber ingresado mucho antes. Como si en un Salón de la Fama de la Salsa estuvieran Daddy Yankee, Don Omar y Romeo Santos pero no Manny Oquendo Los Hermanos Lebrón ni Ismael Rivera. ¿Se imaginan algo así?

Cada año ingresan entre seis y ocho nuevos artistas al Rock and Roll Hall of Fame. Según su reglamento, un grupo o solista se hace elegible al cumplirse 25 años del lanzamiento de su primera producción discográfica. La relación de nominados es definida por un comité que, aparentemente, decide quién va y quién no sobre la base de sus gustos personales y/o las tendencias de moda. Los postulantes, generalmente entre 15 y 20 nombres, ingresan a un proceso que, en estos tiempos de redes sociales, permite que el público también emita sus votos para, finalmente, anunciar a los nuevos miembros del club, en eventos que incluyen premios, video semblanzas, discursos y presentaciones en vivo. La mala elección de nominados y los desencaminados votos del público han generado varias contradicciones entre los resultados y la naturaleza misma del museo. Porque el rap no es rock and roll, como tampoco lo son el R&B, la new wave o la experimentación electrónica.

Este 2022, por ejemplo, hay 17 nominados. Y, como mencioné al principio, solo 3 de ellos -MC5, New York Dolls y Pat Benatar- podrían ser asociados al rock desde un punto de vista estrictamente musical. Después tenemos a dos leyendas del soul y el R&B -Dionne Warwick y Lionel Richie-, tres de la new wave -Devo, Eurythmics y Duran Duran-, un pionero del heavy metal -Judas Priest-, dos innovadores de la experimentación de diferentes épocas -la británica Kate Bush y el norteamericano Beck-, dos ídolos femeninos del country y el soft-rock -Dolly Parton y Carly Simon-, un extraordinario músico africano -Fela Kuti-, un furioso cuarteto de rap metal -Rage Against The Machine- y dos raperos -A Tribe Called Quest y Eminem. Un salón de la fama que los contenga a todos no está mal, pero no debería ser «del rock and roll» sino del «arte musical contemporáneo» o algo así. Es como si el MoMA, el Museo de Arte Moderno de New York, se llamara «del cubismo», «del arte pop» o del «arte abstracto».

Pero la cosa se pone peor. En las votaciones online de este año, encabeza las encuestas Eminem, que tiene tanto de rock como Calle 13 tiene de salsa. No basta con que el talentoso rapero blanco incorpore un monótono riff de guitarra en Lose yourself (banda sonora de la película 8 Mile, 2002), tema que viene cantando, literalmente, desde hace 20 años y que repitió, por enésima vez, en el caótico y sobredimensionado show de medio tiempo del último Super Bowl, la final de la Liga Nacional de Fútbol Americano (NFL, por sus siglas en inglés), vista por millones de televidentes en todo el mundo el pasado fin de semana. Es imposible asociar al lenguaraz Marshall Mathers con algo que tenga que ver con el rock, aun pensando en sus fusiones más modernas e híbridas. Por más que intentemos estirar el paraguas, para efectos de entender su inminente inducción, no alcanza para cubrirlo.

Y no solo es eso, sino que en el camino siguen quedándose verdaderos iconos de ese rock que, sin ser el original de Carl Perkins o Roy Orbison, tiene más nexos con guitarras, bajos y baterías que con cadenas doradas y jumpers con capuchas. Según los parámetros del salón, Eminem es elegible desde el 2021. Es decir, están a punto de aceptarlo apenas un año después de su primera opción. Sin embargo, bandas como King Crimson, Emerson Lake & Palmer, Thin Lizzy o Toto, elegibles desde 1994, 1995, 1996 y 2003, respectivamente, no han sido inducidos todavía.

Y solo he mencionado cuatro casos. La lista de rockeros no ingresados es inmensa. Tampoco están, entre muchos otros, Jethro Tull (elegible desde 1993), Sammy Hagar (2001), Suzi Quatro (1998), Iron Maiden (2005). Sin embargo, son reconocidos como «inductees» Michael Jackson (pop, 2001), Depeche Mode (electrónica, 2020), Nina Simone (jazz, 2018), Tupac Shakur (rap, 2017). Todos muy respetables y, en algunos casos hasta verdaderos genios como Miles Davis (ingresado el 2006) o los alemanes Kraftwerk (2021) pero con menos credenciales rocanroleras que los artistas mencionados, inexplicablemente ausentes.

Eddie Trunk, presentador de radio y televisión, ex conductor del programa de entrevistas That Metal Show y experto en hard-rock, es uno de los críticos más furibundos del Rock and Roll Hall of Fame. En más de una ocasión, Trunk se ha referido a su directorio como «una bola de irrespetuosos e ignorantes» a pesar de que, desde el 2016, el reconocido disc-jockey fue convocado para integrar el comité de votantes. Debido a sus constantes y agresivas campañas contra sus métodos de selección y decisión, el Salón de la Fama ha venido corrigiendo algunos errores imperdonables como la inclusión tardía de bandas emblemáticas de rock. Por ejemplo, Kiss recién ingresó el 2014 (15 años después de su primera opción). O la increíble demora de 23 años para Deep Purple y Yes, recién ingresados en 2016 y 2017. Si Judas Priest fuera aceptado este año, también será después de más de dos décadas desde que se abrió su posibilidad, en 1999. Pero quien se lleva el premio mayor en esto de las demoras son los Doobie Brothers, elegibles desde 1996 y aceptados 24 años después.

Otros casos insólitos son Phil Collins y Sting, elegibles como solistas desde 2006 y 2010, respectivamente. Y si revisamos la relación de «hall-of-famers» de esos años en adelante, notaremos con sorpresa que lograron ser inducidos raperos como Run DMC, The Notorious B.I.G., Public Enemy, Jay-Z (en su primer año de elegibilidad), o divas del pop y el disco como Whitney Houston, Madonna, Donna Summer o Janet Jackson por encima de los ex líderes de Genesis y The Police, bandas que sí figuran desde el 2010 y el 2003, respectivamente.

 

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Entre las cosas que hicieron de Frank Zappa una amenaza para la escena artística de los Estados Unidos -y que, por ende, motivaron que el establishment de ese país hiciera de todo para borrarlo de la memoria colectiva tras su fallecimiento en 1993- fue su agudeza para exponer las hipocresías del status quo y sus aristas -política, religión, educación, medios de comunicación, sociedad- con la lucidez de quien, habiéndose dedicado al rock en su etapa más lisérgica, jamás consumió ni una sola droga que afectara la capacidad de raciocinio y estado de alerta necesarios para desenmascarar a los eternos falsificadores de una realidad dominada por las apariencias, el dinero, el poder y el control de masas.

Y lo hacía, además, con una fuerte dosis de humor negro y cinismo. A veces exagerando en ciertos temas o jugueteando con lo ridículo, Zappa incomodaba y defendía, con acciones concretas, su derecho a la libertad de expresión tanto en sus presentaciones musicales de extrema complejidad -que algunos reconocemos y admiramos- como en entrevistas en las que salían a relucir esos análisis que hoy, en tiempos de redes sociales, seguramente lo harían blanco de alguna conspiración gubernamental y empresarial para evitar que sean escuchados. Como George Carlin o Lenny Bruce, pero más articulado que ambos, el guitarrista, cantante y compositor no se guardaba nada (ver trailer del documental Eat that question: Frank Zappa in his own words, 2016).

Uno de sus temas favoritos era, por supuesto, el mundo del rock, su propio ambiente de trabajo. Desde la subcultura hippie de los sesenta o los hábitos de las bandas cuando salían de gira hasta su guerra contra grandes sellos discográficos o agentes promotores de la censura, no había asunto del music business que le fuera ajeno. Y entre ellos, el tema del amor en las letras de ciertos «artistas serios de rock», como él los llamaba, se convirtió en una de las principales vías para dar a conocer sus particulares puntos de vista, muchos de ellos tan contundentes y argumentados que, más allá de que puedan o no producir acuerdos o unanimidades, generaban respeto en el oyente/espectador de mente desprejuiciada y abierta a lo distinto.

Durante los ochenta, Frank Zappa no perdió oportunidad para criticar ácidamente las «canciones de amor» del pop-rock de esos años. Solía mofarse de los grandes himnos al amor de Air Supply, Journey, REO Speedwagon, Foreigner, etc. (que tanto nos gustan) pues los consideraba muy predecibles y cursis -solía usar, para describirlos, el término «cheesy» que podríamos traducir literalmente como «cursi»- y declaraba su absoluto desinterés por escribir esa clase de canciones, porque «crean un concepto ideal e irreal de un amor que nadie puede alcanzar. Son pretensiosas y doloridas. Además, hay más canciones sobre el amor que sobre cualquier otra cosa. Si sus letras verdaderamente tuvieran un efecto, todos deberíamos amarnos los unos a los otros».

En un concierto de Halloween de 1977, en el Teatro Palladium de New York, Zappa dirigió sus afilados dardos hacia el último single que, ese año, había lanzado Peter Frampton, excepcional guitarrista británico, ex integrante de Humble Pie que era ya toda una celebridad tras el éxito comercial de su álbum en vivo Frampton comes alive! lanzado un año antes. La canción de marras, titulada I’m in you (Estoy dentro de ti), es una melosa composición que pasó varias semanas en los primeros lugares. A su estilo sarcástico, Zappa armó un monólogo burlándose de las sospechosas intenciones del tema, ocultas tras aquel título, aparentemente inofensivo y sensible.

Durante la alocución, Frank pone al público a pensar en el mundo del rock para luego responder al engañoso I’m in you de Frampton con lo que, según él, era un acercamiento sin disfraces, una canción llamada I have been in you (He estado dentro de ti), incluida en su álbum Sheik yerbouti (1979), de evidente (¿doble?) sentido. El episodio aparece en la película Baby snakes, de ese mismo año, y el monólogo figura también en el volumen seis de la serie You can’t do that on stage anymore (1992), con el título Is that guy kidding or what? (¿Este tipo está bromeando o qué?)

Lo cierto es que Frank Zappa sí escribía canciones de amor. No son muchas, pero constituyen un lado interesante y poco explorado de su abultado catálogo, más asociado a la parodia, el humor negro, algunas obsesiones social y políticamente incorrectas y una forma de componer ampulosa y poco convencional, utilizando ritmos, velocidades y cambios bruscos de tonalidad no aptos para el oyente promedio. Eso sí, las canciones de amor del “genio de Baltimore” difícilmente te conmoverán como sí lo hacen las de Frankie Valli, los Bee Gees o Billy Joel. Desde aquellas que puedan pasar como convencionales hasta las que ironizan sobre las siempre frágiles y contradictorias relaciones humanas, todas tienen su sello inconfundible de sarcasmo y personajes bizarros: el nerd rechazado, el freak sin suerte, el obsesionado sin esperanza, aparecen en estas melodías no aptas para amores idealistas que, tras miles de borrascas y lágrimas son, finalmente, correspondidos.

Estos temas fueron más frecuentes durante la primera época de The Mothers Of Invention, la banda que lideró entre 1966 y 1976. La mayoría están compuestos en clave de doo-wop, subgénero de rock y soul muy popular en los cincuenta, de finas armonías vocales y sonido de rockola, como las que sonaban en Happy Days (Días Felices), la entrañable serie de Fonzie y Richie Cunningham. Por ejemplo, Go cry on somebody else’s shoulder, How could I be such a fool, You didn’t try to call me (del álbum debut Freak out!, 1966) o Love of my life (Cruising with Ruben & The Jets, 1968). De hecho en este álbum, Zappa crea una banda ficticia -Ruben & The Jets- para presentar una selección de diez canciones inspiradas en esos tiempos de inocentes bailes universitarios, vocalistas de pelo engominado y canciones de amor al estilo de Only you (The Platters, 1955) o Blue moon, clásico de Rodgers & Hart que fue parte, en versión de Sha Na Na, de la banda sonora de Grease, la legendaria película de 1978 con John Travolta y Olivia Newton-John que también homenajea esa época. Además de Love of my life -que más tarde incluiría en su doble en vivo Tinsel town rebellion (1981)– destacan en ese LP Anything (compuesta por Ray Collins, el primer cantante de The Mothers), Later that night y Fountain of love.

Otro buen ejemplo es Sharleena, que apareció por primera vez en Chunga’s revenge (1970) y fue regrabada para el álbum Them or us (1984). En concierto, este lamento de tonalidades rockeras se transformaba en un contundente jam guitarrero en ritmo de reggae, salvo que encuentres la acelerada versión de 1971 contenida en el disco doble Playground psychotics (1993) o la versión jazz-fusion de The lost episodes (1992), dos de los primeros lanzamientos póstumos del artista.

Valerie (LP Burnt weeny sandwich, 1970) es otra muestra de la fascinación que tenía Frank Zappa por el doo-wop -la canción es un cover de Jackie & The Starlites, conjunto vocal que la grabó en 1969. Aun cuando las voces que conforman sus armonías suenan a intencionada parodia -el falsete agudo del bajista Roy Estrada, el tono bajo del mismo Frank-, es muy fácil asociar esta melodía a oldies como Unchained melody (The Righteous Brothers, 1965) o All I have to do is dream (The Everly Brothers, 1958). Otro ejemplo de esto es The air, del doble Uncle Meat (1969).

Como vemos, Frank Zappa vendría a ser “El Grinch” del Día de San Valentín. Pero, viendo cómo una efeméride de origen religioso y sentimental que celebraba al amor verdadero -en la que muchos aun creemos- se ha convertido, por lo menos en nuestro país, en un grotesco carnaval de sordideces, crónicas rojas, avisos de hostales, memes sobre infidelidades diversas, reportajes sobre promiscuidades faranduleras y demás desviaciones relacionadas a qué esperar del publicitado “día del amor y la amistad”, la visión cínica de Zappa cobra más sentido y actualidad que nunca.

Alguna vez le preguntaron por qué era tan reacio a las canciones de amor. Y su respuesta fue bastante técnica: «Es un gran reto conmover emocionalmente a alguien sin usar palabras o expresiones literales. Tocando un instrumento, por ejemplo. Pero escribir una canción acerca de alguien que te abandonó es estúpido. Los compositores o intérpretes no creen necesariamente en todo lo que dicen o hacen, pero sí saben que tienen 3,000% de posibilidades de sonar en la radio escribiendo canciones de amor. Yo escribo música, si quiero escribir algo para hacerte llorar, puedo hacerlo. Existen fórmulas, técnicas. Hay ciertas notas de la escala que puedes tocar en climas armónicos determinados, no es solo algo sentimental. Y son muy predecibles».

Para cerrar este recuento de las extrañas canciones de amor de Frank Zappa, en la previa al 14 de febrero, les dejo un par más. Como se imaginarán, no son exactamente “canciones de amor”. Una es la historia de un furtivo “choque y fuga” que comienza muy bien, casi como una de esas comedias románticas noventeras: una pareja se conoce en un bar, se toman un par de tragos y, de repente, todo acaba mal. Se llama Honey, don’t you want a man like me? y fue estrenada en vivo en 1976. La otra, Bamboozled by love (Tinsel town rebellion, 1981) es un blues que, al estilo del clásico Hey Joe de Jimi Hendrix (The Jimi Hendrix Experience, 1967), narra cómo un hombre despechado planifica asesinar a su pareja, a quien acaba de descubrir con otro. Como declara el autor en Packard goose (Joe’s garage, 1980): “El amor no es música, la música es lo mejor”.

 

 

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UNO

Sinatra odiaba el rock y, por ende, a los rockeros. Hay que poner las cosas en contexto. En los años cuarenta, cincuenta e inicios de los sesenta, ser joven no significaba nada. No contaba tu opinión. Eras minusvalorado. Recién adquirías relevancia, cuando cumplías los treinta.

Al inicio, en el rock solo se usaban 3 acordes. Era muy simple y básico. Idem, sus letras. Sin embargo, sus cantantes comenzaron a tener cada vez mayor popularidad. Eso, era lo que no soportaba el ego de Sinatra.

  • “Yo tengo mejor voz que esos zamarros”.

Y tenía razón.

En diciembre de 1965, Harrison usa la citara en la canción “Norwegian Wood”, cuya letra difiere de otras. Nótese la influencia de Dylan, en otras, como “Nowhere Man” e “In my Life”. El “Rubber Soul” fue el punto de partida para el espléndido Álbum “Pet Sounds” de los Beach Boys. “Revolver” (1966) era otra cosa. A partir de estos tres, los álbumes ya no eran una réplica exacta de un concierto en vivo; como era la característica, intrínseca, en esos tiempos.

DOS

Los Beatles eran culturalmente voraces.

Un Paul de veinticinco años, y George Martin, en el estudio, a finales del 66.

  • “Vi el Concierto de Brandenburgo (Bach) por la tele, y había una trompeta que me llamó muchísimo la atención”, acotó el joven Dios.
  • Esa se llama trompeta piccolo y el tipo que la toca es David Mason, es amigo mío.”
  • “Tienes que traerlo”.

 

McCartney no sabía escribir, ni leer música. ¿Te imaginas esa imagen? Un joven, de veintipocos años, indicándole, a un miembro de la Filarmónica de Londres, que sonido desea que reproduzca con su trompeta. En tanto, George Martin escribía la partitura. Al final de la misma, le pide una nota altísima.

 

  • “Ni con un piccolo puedo reproducir lo que deseas” añadió David
  • Paul, con un gesto, le indicó que si iba a poder.

 

y DM tocó, desde la primera toma, de un modo excepcional.

Penny Lane es una descripción surrealista de esa calle, donde había vivido John, y que el resto de los Fabfour conocían.

Pasamos gran parte de nuestros años de formación, por esos lugares” añadió Paul.

Grabaron cada instrumento por separado: Piano, batería, campana de bomberos. Se compuso una partitura de flautas, trompetas, flautín, oboes, trompa y contrabajo. Mas, la trompeta barroca de David Mason.

Y solo habían pasado 12 años, de la aparición de Bill Haley y sus Cometas.

TRES

“Vivir es fácil con los ojos cerrados,

Sin entender todo lo que ves.

Se vuelve más difícil ser alguien,

pero todo sale bien.

A mí no me importa mucho”

 

“Decidimos que las canciones, iban referirse a recuerdos de nuestra infancia”, indicó Lennon.

“Strawberry Field” era un orfanato, y junto había un parque, donde John iba a jugar con sus amigos. Ante la muerte de su madre, la afinidad de Lennon con los niños huérfanos era evidente. Todo eso, está presente en la canción.

La letra combina nostalgia, surrealismo, psicoanálisis y filosofía. Era una exposición creativa, sin igual.

“Siempre, no algunas veces,

Sé quién soy yo,

pero tú sabes,

que yo sé cuándo es un sueño

Creo que sé que quiero decir un “Si”

pero todo está mal, eso es, creo

No estoy de acuerdo”

“Intentaba describirme a mí mismo y lo que sentía, pero no estaba muy seguro de lo que sentía. Así que decía que a veces, no siempre, pienso que es real. Pero de pronto estuve seguro: “Sí, eso es lo que estaba sintiendo… Duele, y de eso se trata”. Lennon entrevista de 1970

 

Usaron el mellotrón, bongos, piano, guitarra slide y eléctrica, sitar, batería (con el sonido al revés), trompetas. Violonchelos, maracas, panderetas. Musicalmente hablando, se mezclan rock, psicodelia, clásica e india, en total armonía.

El rock había alcanzado el Estado de Madurez. Habían subido el listón. Era música para escuchar, como la música clásica.

Brian Wilson al escuchar la canción, por primera vez, mientras conducía, se sintió tan impresionado, que paró el auto y dedujo.

“Los Beatles han alcanzado el sonido que habíamos querido lograr”.

Paul Revere & The Raiders resumieron lo que sintieron los demás grupos de rock.

 “Ahora, ¿qué carajos vamos a hacer? Con este sencillo, ellos aumentaron las expectativas sobre lo que debe ser un disco rock”.

Penny Lane/Strawberry Fields Forever se editó como single el 13 de febrero de 1967.

Ah, y Sinatra acabó interpretando canciones de los Fabfour.

 

 

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En estos días de atípico verano, en que muchas personas esperan con ansias el concierto de Bad Bunny, un reggaetonero mamarrachento y grotesco que seguro llenará el Estadio Nacional con sus insufribles majaderías, vienen a mi mente las vacaciones de hace treinta y algo de años (entre 1986 y 1989), en las que los adolescentes limeños aspirantes a Marty McFly y Don Johnson disfrutaban del clima brillante -y menos húmedo que el actual- escuchando los ondulantes sonidos de una banda inglesa de reggae que fue capaz de llevar a la sacrosanta música de Bob Marley, Peter Tosh y Jimmy Cliff a un nivel más alto de popularidad y culto.

En épocas sin internet ni redes sociales, en las cuales apenas teníamos dos o tres ventanas al mundo exterior -y no la sobrecarga de estímulos e imposiciones publicitarias que hoy marcan las pautas de todo- los UB40 nos regalaron, con su cadencioso ritmo y esa noción de espiritualidad que, en nuestras mentes rudimentarias, asociábamos al reggae, momentos musicales con aspiraciones elevadas que se convertían, casi sin que nos diéramos mucha cuenta, en soporte para balancear las ligerezas e indefiniciones inherentes a nuestro tiempo y edad.

La historia de UB40 no es, por cierto, tan idealizable -neologismo del pensador y polígrafo español Gregorio Marañón-, lamentablemente. Formado a finales de la década de los setenta (1978-1979) en Birmingham, este grupo pasó por todas las etapas que atravesaron también los grandes iconos del pop-rock clásico: inicios difíciles y esforzados, casi dos décadas de éxito global, separaciones amargas, juicios y, finalmente, una decadencia que no hace honor a sus logros artísticos ni al merecido cariño que aún le tienen sus legiones de seguidores a nivel mundial. Un detalle adicional que hace más triste el asunto: al interior de UB40 hay también dolorosos ataques entre miembros de una familia porque, como sucedió con los Davies (The Kinks) o los Gallagher (Oasis), aquí el problema principal es entre hermanos.

Robin y Ali, hijos de Ian Campbell, un cantante folk conocido en su localidad, andaban desempleados en aquellos años de resaca punk y nacimiento de las comunidades de inmigrantes provenientes de diversas ex colonias del Imperio Británico ubicadas en Centroamérica -Jamaica, Barbados, Trinidad y Tobago, entre otras-. En ese ambiente multirracial, los jóvenes hermanos y sus amigos Brian Travers (saxo), Mickey Virtue (teclados), Earl Falconer (bajo), Jimmy Brown (batería), Norman Hassan (percusiones) y Terence «Astro» Wilson (voz, trompeta, percusiones), también sin trabajo, decidieron cultivar un género caribeño que cundía en barrios y suburbios, al margen de las asonadas post-punk y new wave, las favoritas de los jóvenes blancos de entonces.

El octeto decidió bautizar a su grupo con el nombre del formato de solicitud de beneficios por desempleo – UB40 es, literalmente, Unemployment Benefits #40- y en sus tres primeros años lanzó una cadena de álbumes con letras anti-Thatcher y un sonido lánguido, dominado por efectos de eco y reverberaciones propias del dub y los sound systems que Lee «Scratch» Perry, el legendario productor jamaiquino fallecido en agosto del año pasado, perfeccionó hasta niveles magistrales.

Si otras bandas inglesas como The Police, The Specials o Culture Club tomaron el reggae para fundirlo con otros géneros (rock, punk y pop-soul, respectivamente), los vecinos de Black Sabbath y Duran Duran abrazaron esta importante porción del folklore jamaiquino y la colocaron en el centro de la atención de una escena musical cargada de buenas y múltiples opciones. Su onda, más ligada a la crítica al establishment británico de la época que a las odas a Jah y la ganja, los posicionó como una banda auténtica y creíble, con temas como Madame Medusa -dedicada a doña Maggie-, King y especialmente Food for thought, todas de su primera producción, que además mostraba una intención innovadora con cuatro instrumentales, Adella, 25%, Signing off y Reefer madness. Un verdadero clásico de su tiempo.

Luego de lanzar tres álbumes en esa línea -el mencionado debut Signing off (1980), Present arms (1981), y UB44 (1982), los hermanos Campbell y compañía dieron un paso que daría un vuelco a su trayectoria, un disco de covers de artistas jamaiquinos, muchos de los cuales eran, a su vez, adaptaciones al reggae de The Impressions, Al Green, The Temptations, Neil Diamond, entre otras luminarias de la escena norteamericana pop y soul, un homenaje a las raíces de su éxito. Este LP, titulado Labour of love (1983), contiene diez canciones que habían sido grabadas por gente como Bob Marley (Keep on moving, compuesta originalmente por Curtis Mayfield), Jimmy Cliff (Many rivers to cross) o Eric Donaldson (Cherry oh baby). Aquí aparece también Red red wine, tema que convirtió a UB40 en un fenómeno global. La canción, una balada de 1967 del cantautor norteamericano Neil Diamond, había sido éxito en Jamaica en la voz de otro intérprete, en 1969. De hecho, como contaron en varias ocasiones, cuando la grabaron ni siquiera sabían que pertenecía a Diamond pues solo habían escuchado esta versión reggae de Tony Tribe.

En 1989 la banda publicó Labour of love Vol. II, en la misma línea. Canciones como Here I am (Come and take me), The way you do the things you do o Kingston Town fueron, precisamente, las que musicalizaron aquellos veranos ochenteros y ayudaron a consolidar al reggae como un género popular y comercialmente rentable. En ese mismo periodo, UB40 colocó otro exitazo a nivel mundial junto a Chrissie Hynde, vocalista/guitarrista y líder de The Pretenders, para una versión reggae del clásico de 1965 de Sonny & Cher, I got you babe, incluida en el álbum Baggaridim (1985). La asociación se repitió para el single Breakfast in bed (UB40, 1988), otro cover, esta vez de la estrella británica de pop sesentero Dusty Springfield. Por dentro, las tensiones y desencuentros egotistas entre los hermanos Ali y Robin Campbell aumentaban de manera silenciosa, como un cáncer no detectado. Las mieles del éxito comercial hacían que estas grietas, aun pequeñas, no hicieran mella a la unidad del conjunto.

UB40, convertido en una sensación, dejó de ser visto como un grupo de vanguardia. Aun cuando siguieron produciendo material escrito por ellos, eran sus versiones de terceros las que más llamaban la atención del público, como fue el caso de la balada de Elvis Presley de 1961, (Can’t help) Falling in love with you (álbum Promises and lies, 1993). Después de eso, poco o nada se ha sabido de ellos a nivel de presencia masiva, aunque ciertamente contaron con el apoyo incondicional de sus admiradores. Luego de una participación estelar en el concierto benéfico Live Earth (2007) vino la primera gran fractura en la formación original, cuando se anunció que Ali Campbell, la inconfundible voz de UB40, se separaba del grupo. Otro de sus hermanos, Duncan, tomó su lugar. Robin, el guitarrista y nuevo líder, mencionó al principio que Ali se retiraba «para iniciar su carrera en solitario dándole su bendición a Duncan». Ninguna de estas dos cosas habría sido cierta.

En el 2013, la banda tuvo otra importante baja. Terence Wilson, cantante y trompetista, también se fue, incómodo tras un álbum de covers de clásicos del country llamado Getting over the storm en el que versionaron a The Allman Brothers Band, Willie Nelson, George Jones, entre otros. El carismático Astro se unió a Ali Campbell y al tecladista Mickey Virtue -quien también había salido el 2008-, en un proyecto denominado UB40 featuring Ali, Astro, and Mickey. Este hecho desató, literalmente, la ira de Robin quien demandó a sus excompañeros por uso indebido del nombre UB40. Recientemente, Ali Campbell reveló, en tono muy amargo, que Robin y el resto de la banda no habían sido honestos sobre los motivos de su renuncia y que vio con tristeza cómo Duncan «estaba destruyendo el legado de sus canciones».

El año pasado, la muerte de dos de los miembros fundadores de UB40 golpeó duramente a la banda. El saxofonista Brian Travers, uno de los que más trató de interceder para bajar las hostilidades entre los hermanos Robin (67), Duncan (63) y Ali (62), falleció en el mes de agosto, a los 62 años, tras una larga lucha contra el cáncer cerebral. Posteriormente, en noviembre, se reportó la muerte de Astro, a la edad de 64 años, de una enfermedad no especificada. En la página web oficial del grupo puede sentirse la acrimonia que los separa. Mientras que el obituario de Travers, quien permaneció junto a Robin, es largo y muy emotivo; el de Astro, que trabajaba con Ali, tiene apenas unas cuantas líneas frías que parecen haber sido redactadas por un notario público.

Mentiras, egos en conflicto y ambiciones mal encaminadas han hecho que, actualmente, existan dos UB40. Aunque han producido una decena de álbumes entre 1997 y 2019 -que incluyen dos volúmenes más de la serie Labour of love, en 1999 y 2010-, estos no han tenido la resonancia de sus clásicos debido, entre otras cosas, a que el monopolio reggaetonero de personajes como Bad Bunny hacen imposible a programadores radiales tomar la decisión de dar a conocer otras cosas. Por eso, escucharlos hoy nos invita a recordar temas como Wear you to the ball, Watchdogs, All I want to do o Johnny too bad, que nos remiten a épocas más relajadas y mejores veranos.

 

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Música, UB40

La música que hacen y escuchan los jóvenes de hoy -la generación nacida entre 1990 y 2000- es, en un 80 o 90 por ciento, desechable. Estimulados por el dinero fácil, la fama instantánea y la avalancha de likes, enormes colectivos de seres humanos desperdician sus mejores años, los de más energía física, creatividad y actividad cerebral, haciendo reggaetón, latin-pop o cualquier otro género sin sustancia como la cumbia repetitiva, el chill-out somnífero o el pop adolescente, sea que llegue de México o de Corea del Sur. Rodeados de falsos lujos, exhibicionismo barato y una actitud entre animalesca (instintiva, visceral) y delincuencial (premeditada, agresiva), estas tendencias son validadas por masas de jóvenes -y otros no tan jóvenes- que les celebran cada una de sus patanerías y ligerezas como si se trataran de expresiones de una sofisticada rebeldía.

Sin embargo, cada cierto tiempo aparecen grupos dispuestos a hacernos recuperar la fe de que no todo está perdido. De que es posible todavía encontrar artistas que ponen, por delante de las modas, las ventas y las adulaciones disforzadas y fugaces, el genuino deseo de plasmar en álbumes, videos y conciertos una creación musical trascendente, capaz de destacar por sus valores artísticos y ser comercialmente aceptable sin dejar de lado la búsqueda de la calidad, del riesgo que siempre viene asociado a hacer cosas difíciles de digerir, que no necesariamente le vayan a gustar a las grandes mayorías que pasan el tiempo ensayando bailecitos en TikTok y leyendo noticias faranduleras. 

Es el caso de BadBadNotGood, un cuarteto canadiense que, tras una década de su debut oficial, recibe actualmente los más entusiastas halagos de la crítica especializada y tiene, además, una nutrida legión de seguidores, provenientes de dos vertientes musicales distintas pero que reconocen la personalidad que, con talento y trabajo duro, estos muchachos han logrado construir, alimentándose del pasado y, a un tiempo, mirando hacia el futuro con un sonido que, en medio de los caminos homogéneos y aburridos que hoy ofrece la escena pop-rock en sus dos extremos (mainstream e indie), termina siendo novedoso y atractivo.

BadBadNotGood -a veces reseñados simplemente como BBNG («bii-bii-enn-yii» si lo leemos en inglés) se formó en los salones del Humber College, una prestigiosa escuela de arte, tecnología y música de Toronto, Canadá. Pero, a diferencia de los Snarky Puppy -el colectivo de jazz fusión y R&B norteamericano liderado por el bajista y compositor Michael League- quienes, desde el saque, propusieron un trabajo basado en el virtuosismo de sus integrantes, los recién egresados decidieron empezar su proyecto haciendo covers instrumentales de clásicos del rap de la Costa Este, subdivisión del universo rapero que, desde sus cuarteles generales en New York, conserva la intención primigenia de este género callejero: cuestionar a la sociedad a través de rimas cargadas de ajos y cebollas. Así, cuatro jóvenes blancos que apenas cruzaban la barrera de los veinte años comenzaron a lanzar, en el 2011, sus propias versiones de artistas negros como Wu-Tang Clan, Gang Starr, A Tribe Called Quest, entre otros, en sus redes sociales.

Chester Hansen (bajo, teclados), Matthew Tavares (teclados, guitarras), Leland Whitty (vientos) y Alexander Sowinski (batería) rompieron los fuegos de su meteórica carrera discográfica con BBNG (2011) y BBNG2 (2012), discos en los que se presentaban como un combo sin muchas pretensiones que disfrutaba de hacer estos ejercicios de ritmos raperos, poco exigentes si nos ponemos a pensar en su formación como instrumentistas jazzeros. Aunque ya en ciertos cortes como Improvised jam, Vices, The world is yours/Brooklyn zoo, Rotten decay o You made me realise, extraño cover de uno de los EP de los irlandeses My Bloody Valentine, ídolos del shoegaze, se notaba la existencia de una musicalidad más profunda, la línea argumental de estos álbumes no iba más allá de un atmosférico sonsonete golpeado de bases de hip hop, con la aparición, por momentos, de célebres invitados de la escena urbana subterránea como Odd Future o MF Doom.

Recién en su tercera producción, III (2014) comienza a revelarse el verdadero espíritu de BBNG. Como su primer lanzamiento con material 100% propio, es una muestra intensiva del ADN del cuarteto: jazz instrumental, R&B, hip hop sofisticado y acid funk en la tradición de los discos instrumentales de The Beastie Boys –The in sound from way out! (1996) o The mix-up (2007)-, Martin Medeski & Wood o Fun Lovin’ Criminals, todos pioneros en aquello de combinar la marginalidad del rap con la elegancia del cool jazz. Otros nombres noventeros vienen a la mente al escuchar temas como Triangle o Since you asked kindly (US3, Brand New Heavies) o los ya mencionados Snarky Puppy, pero también se animan a escribir baladas jazz al estilo tradicional como es el caso de Confessions o Differently still

Su cuarto disco oficial, IV (2016) es la confirmación de este perfil cada vez más virtuoso y aventurero, que incluye colaboraciones con músicos como Colin Stetson, saxofonista que ha trabajado con Tom Waits, Arcade Fire, entre otros; o la joven cantante canadiense Charlotte Day Wilson; sin alejarse de sus inicios asociados a lo más oscuro del rap afroamericano, como en el disco Sour soul (2015) a dúo con Ghostface Killah, uno de los fundadores de Wu-Tang Clan. De hecho, tanto en colectivo como de manera individual, los BBNG han trabajado con personajes del rap/hip hop como Kendrick Lamar, Tyler The Creator o MF Doom en diversas producciones. La canción Hedron (del tercer disco) fue incluida en un recopilatorio de remezclas electrónicas en clave de jazz, producido por el sello independiente británico Night Time Stories, en el que coincidieron, a través de la magia digital, con iconos del jazz como Bill Evans, Dorothy Ashby o Nina Simone, entre otros. Este álbum contiene frenéticas composiciones como IV, Speaking gently, sinuosas melodías como en Confessions Part II, Lavender o And that too, y románticas en Chompy’s Paradise o In your eyes.

Después de cinco años de silencio, BadBadNotGood regresó el año pasado con Talk memory (Innovative Leisure Records), su mejor entrega, de lejos. La banda, convertida en trío tras la salida de Matthew Tavares en el 2016, consigue redondear un álbum de exquisitez instrumental, vértigo y psicodelia, que recoge décadas de subgéneros, desde las bandas sonoras de la blaxpoitation setentera hasta los sutiles toques de grupos tan disímiles como Simply Red o Steely Dan, pasando por vuelos psicotrópicos al estilo de Ozric Tentacles, la fantástica banda de space rock del guitarrista Ed Wynne, navegando entre la suave sensibilidad del R&B y densos ataques de jazz-rock cargados de bajos distorsionados, pianos volátiles y saxos complejos. Además, las canciones de Talk memory vienen revestidas de finos arreglos para cuerdas, cortesía de un genio rescatado del pasado, el brasileño Arthur Verocai (76), quien trabajara en los setenta con la crema y nata de la MPB (Gal Costa, Elis Regina, Ivan Lins) y desapareciera del ojo público tras un extraordinario álbum solista editado por Continental Records en 1972 que hoy es artículo de colección.

Los arreglos de Verocai le dan, a canciones como Love proceeding, City of mirrors y Beside April, una calidad cinematográfica de primera, hecho que animó a los BBNG a complementar el lanzamiento de Talk memory con un «álbum visual». Diez realizadores de cortos crearon videoclips para cada canción del disco, que van de lo testimonial y narrativo a lo surrealista y caleidoscópico, una mezcla de conciencia humana con onírico escapismo que convoca a reflexiones en diversos niveles (familiar, medioambiental, educativo). Se trata de un trabajo en el que se resalta el sentido social e idiosincrático del submundo del cual provienen, musicalmente hablando, para complementar con imágenes los impredecibles giros instrumentales de la banda. Temas como Signals from the noise nos hacen pensar, en su primera sección, en las atmósferas electroacústicas de bandas de trip-hop como Portishead o Massive Attack para luego desatar una tormenta de bajo con fuzz con raíz en Rush o Yes, mientras que Timid intimidating o Talk meaning nos recuerdan a clásicos del jazz-rock como Return To Forever, The Mahavishnu Orchestra o Weather Report.

Los BadBadNotGood -que, en abril de este año estarán en uno de los escenarios del Festival Coachella en su primera edición post-pandemia- le rehúyen a ser catalogados como un grupo de jazz. Prefieren declararse de estilo libre y cambiante, aun cuando su evolución los ha llevado, en diez años de arduo trabajo, a ser considerados entre los mejores de su generación. Chester Hansen (29), Leland Whitty (26), Alexander Sowinski (30) y su nuevo tecladista James Hill (28) están preparando una gira para presentar Talk memory por Estados Unidos y Europa, a donde llegan precedidos de su bien ganado prestigio. Este mundo sería un lugar mejor si nuestras juventudes prestaran mayor atención a opciones musicales como esta, que conectan el pasado con el presente con tanta eficiencia y capacidad para convocar emociones que tienen potencial para, en tiempos en que aquello que predomina está marcado por el mal gusto, lo grotesco y la simplonería, sentirse orgullosos por ser diferentes y sofisticados sin perder autenticidad. 

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BadBadNotGood, Música

A veces, la historia del rock la escriben los ganadores. Y, en términos de un género de música popular que ha tenido siempre entre sus principales características la capacidad de figuración y la asociación, por un lado, con los lados luminosos de la vida y, por otro, con los márgenes más salvajes, sórdidos o estridentes de la fama y la fortuna, los ganadores son quienes más llaman la atención ya sea por su imagen, sus vidas exageradas, sus ventas millonarias, sus muertes precoces. 

Por eso, cuando se toca el tema de las mujeres artistas durante el flower power sesentero, es más fácil recordar a Janis Joplin, la extraordinaria cantante de blues, de vida atormentada, voz agresiva y vicios explosivos que acabaron con ella antes de llegar a los 30, que a Joan Baez, la joven de gesto adusto, voz celestialmente lánguida, hablar pausado e ideales profundos. La primera, con absoluta justicia, adquirió el estatus de leyenda que hasta hoy la acompaña, a más de 50 años de su muerte. La segunda acaba de cumplir 81 años y luce espléndida, contando su larga y consecuente trayectoria en defensa de los derechos humanos, la no violencia y la conciencia social.

Joan Baez, nacida en New York en 1941, de padre mexicano y madre escocesa, cantó desde muy niña, entonando melodías tradicionales de folk y gospel en cafés y universidades de diversos estados e incluso países, ya que su familia se mudaba constantemente debido al trabajo de su papá, un reconocido científico que participó en el desarrollo de la tecnología de los rayos X. Su voz de soprano embellecía las composiciones de héroes del folk norteamericano -Pete Seeger, Woody Guthrie- y el extenso catálogo recopilado por Francis James Child (1825-1896), un profesor de Harvard interesado en el folklore de Inglaterra y Escocia, desde canciones costumbristas hasta infantiles y navideñas (conocidas como las “Child Ballads”).

Entre 1960 y 1964, Joan Baez lanzó melancólicos discos acompañada únicamente de una guitarra acústica, a la que arrancaba arpegios sutiles para musicalizar aquellas historias de campos, montañas, familias, héroes de guerra y luchadores sociales. Bajo el sello Vanguard Records y la producción del musicólogo Maynard Solomon, Baez plasmó en una decena de vinilos su capacidad interpretativa, la misma que la llevó a compartir tarimas con la generación rockera y psicodélica de Woodstock. En el documental que registra los tres días del famoso festival, Baez ilumina la oscura madrugada de aquel sábado 16 de agosto de 1969 con un set de 15 canciones, de las cuales la película original solo rescata dos: el clásico spiritual Swing low, sweet chariot (1865); y Joe Hill, acerca de un sindicalista de fines del siglo 19, encarcelado y fusilado por un crimen que no cometió. Esa misma noche, su esposo David Harris estaba también encarcelado por negarse a ir a la guerra de Vietnam. La canción, compuesta originalmente en 1936, fue grabada por Baez en su LP One day at a time (1970).

En el Festival Folk de Newport de 1963, ella invitó al escenario a un joven desgarbado y desconocido que comenzaba a destacar por las canciones que escribía, demasiado profundas para su corta edad. Era Bob Dylan. Desde entonces, para bien y para mal, sus nombres y vidas quedaron entrelazados en una relación romántica y artística que, en su momento, ilusionó a muchas personas. Sin embargo, la naturaleza indómita del futuro Nobel terminó por desgastar aquel intenso romance que jamás se formalizó. 

Dylan se hizo gigante, a pesar de los altibajos de su discografía y de su prolífico camino entre el folk y el rock, entre el compromiso soñador y la indiferencia rebelde. Joan, fiel a su perfil bajo, coronó su carrera con muchos logros musicales como “nueva reina del folk”. Pero, sobre todo, se mantuvo firme y en la sombra, defendiendo aquello en lo que creía. Casi como una Diana de Gales, pero sin el glamour de la realeza ni los paparazzis, Joan se fajó por causas nobles, marchó del brazo con Martin Luther King y lideró, a los 22 años, las masivas protestas civiles cantando el himno gospel We shall overcome ante más de 300,000 personas en Washington, actuó en Woodstock, estuvo presa, soportó bombardeos en Hanoi y en Sarajevo, se unió a Amnistía Internacional. A su propia manera, también se hizo gigante.

Su historia con Bob Dylan ha sido motivo de diversas especulaciones, cruces de miradas y aclares extemporáneos. En una época de relaciones abiertas y compartidas, Joan y Bob vivieron el sueño del amor libre, aparentemente sin mayores compromisos. Sin embargo, cuando ambos decidieron casarse con otras personas (Dylan, en esa época, se emparejó con Sara Lownds, madre de cuatro de sus seis hijos), algo se quebró. Pasaron de compartir el mismo micrófono a lanzarse pullas a través de canciones. Mientras que Dylan habría escrito, siempre con su estilo disperso y metafórico, temas como Visions of Johanna, Lily Rosemary and the Jack of hearts, She belongs to me, entre otros, pensando en ella; Baez fue más directa en títulos como To Bobby, Winds of the old days, la furibunda Oh brother (en respuesta a Oh sister de Dylan) y, especialmente, Diamonds & rust, su canción más emblemática, en la que rememora sus días juntos. Este tema, que da título a su vigésimo disco editado en 1975, fue versionado por la banda británica de heavy metal Judas Priest, en su tercer álbum Sin after sin (1977), un hecho que la cantante describió como “asombroso”. El LP contiene temas de Jackson Browne, Stevie Wonder y los Allman Brothers Band, además de Simple twist of fate, otra composición de Dylan en la que incluso se anima a imitarlo, y Dida, un divertimento vocal en la que participa su amiga, Joni Mitchell.

En 1975-1976 la chispa se encendió de nuevo en la colorida y caótica gira Rolling Thunder Venue, pero sin replicar la magia de sus pueriles escarceos de antaño. En aquel tour – en el que también participaron Roger McGuinn de los Byrds y el icono de la generación beat Allen Ginsberg-, ambos cantan y se divierten juntos. Años después, en 1984, lo intentaron nuevamente en una serie de conciertos junto a Santana, pero la cosa acabó tan mal que Baez abandonó la gira antes de concluirla. Todas estas idas y vueltas han quedado registradas en las dos autobiografías que ha publicado la cantante -Daybreak (1966) y And a voice to sing with (1987), además de los documentales sobre Bob Dylan, Don’t look back (D. A. Pennebaker, 1968), No direction home (Martin Scorsese, 2005), Rolling Thunder Revue, también de Scorsese  (disponible en Netflix) y How sweet the sound (2009), de la serie American Masters de PBS, dedicado a Baez. Recientemente, la cantante presentó en su cuenta de Instagram unos retratos de Dylan, con reflexiones acerca de este importante capítulo de su vida.

From every stage (A& M Records, 1976) es un álbum en vivo en el que puede apreciarse la calidad vocal de Joan Baez que, en canciones como la abridora (Ain’t gonna let nobody) Turn me around, hace pensar en vocalistas modernas como Adele o Björk. Acompañada por músicos de primera como Larry Carlton (guitarra), James Jamerson (bajo), Dave Briggs (teclados) y Jim Gordon (batería), Baez ofrece versiones excelentes de Suzanne de Leonard Cohen; Stewball, una tradicional melodía británica del siglo 19 que le sirvió de base a John Lennon para su single navideño Happy Xmas (War is over) de 1971; dos clásicos de The Band –I shall be released y The night they drove Old Dixie down– el cántico gospel Amazing grace y un puñado de clásicos de Dylan, además de sus propias composiciones. Otro punto importante en su discografía fue Gracias a la vida (1974), su única producción en español, que contiene clásicos latinoamericanos como Cucurrucucú paloma, Guantanamera, De colores, Te recuerdo Amanda y el tema-título, de la chilena Violeta Parra. En su quinto LP, Joan Baez/5 (1964) incluyó una versión de O’ cangaceiro, base de lo que todos nosotros conocemos aquí como Mujer hilandera, popularizada por Juaneco y su Combo en los setenta. Y no olvidemos su trabajo con Ennio Morricone en el film Sacco & Vanzetti (Giuliano Montaldo, 1971), acerca de dos inmigrantes italianos sentenciados a muerte injustamente en los Estados Unidos durante los años veinte.

En las décadas siguientes, Joan Baez estuvo muy activa, tanto en lo personal como en lo artístico. A inicios de los ochenta mantuvo una breve relación sentimental con Steve Jobs, el genio de Apple, a pesar de la diferencia de edad (ella tenía 41 y él, 27) e incluso cantó en los funerales del icono tecnológico en el 2011. En 1985 participó en Live Aid y luego viajó a Checoslovaquia, donde colaboró con Václav Havel, primer presidente democrático de ese país. Compartió su vida musical con su activismo político, participando en cuanto tema social le fue posible. Se involucró con Amnistía Internacional, hizo campañas a favor de la desactivación de minas antipersonales, medioambientalistas y en defensa de la comunidad LGTBI. En el 2008 apoyó activamente la candidatura presidencial de Barack Obama y fue, después, dura crítica de Donald Trump. 

Entre sus álbumes más destacados de los últimos tiempos podemos mencionar Play me backwards (1992), Dark chords on a big guitar (2003) y Whistle down the wind (2018), su última producción oficial en las que, además de sus propias canciones, Baez interpreta a compositores como Tom Waits, Mark Knopfler, Mary Chapin Carpenter, Natalie Merchant y Steve Earle. El año previo a la pandemia, 2019, realizó su gira de despedida con varios shows en Estados Unidos y Europa. Un año después, Baez fue reconocida con el Kennedy Center Honors 2020, por sus contribuciones a la música norteamericana, un merecido homenaje para la voz de los sesenta.

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Joan Baez, Música

Si lo pensamos detenidamente, ninguna de las bandas de pop-rock y su infinito abanico de variantes cuyos nombres son acrónimos ha tenido nunca la intención de enviar mensajes cifrados o subliminales. 

Recuerdo que, hace ya varias décadas, hubo un intento de hacer creer a la opinión pública que Kiss («beso» en español), nombre del cuarteto enmascarado más famoso del mundo, era una sigla que escondía propósitos demoníacos («Knights In Satan’s Services» o «Caballeros al Servicio de Satán», nada menos) y, también hace años, a algún creativo pionero de las fake news se le ocurrió decir que Ac/Dc significaba «Antes de Cristo/Después de Cristo», un disparate ya que los hermanos Angus y Malcolm Young no hablaban ni una palabra de español cuando armaron este grupo, en la lejanísima Australia (por cierto, Ac/Dc es la abreviatura en inglés para la indicación del tipo de corriente eléctrica, alterna o directa, que seguro estos músicos vieron desde niños en la cortadora de césped de sus padres). 

En esos tiempos también se decía que Hotel California (Eagles, 1976) era una canción satánica y que si ponías a girar al revés el single Another one bites the dust de Queen, del álbum The game (1981), se escuchaban claramente frases de adoración al diablo y al consumo de marihuana. Épocas en que no existían Google ni Wikipedia para desbaratar esta clase de errores esparcidos por DJs sin ningún rigor informativo. 

Hablando de acrónimos, podemos mencionar casos como el de R.E.M. (Rapid Eye Movement) que hace alusión a un hecho fisiológico relacionado al sueño; O.M.D. (Orchestral Manouvres in the Dark), línea de una de las primeras composiciones del dúo electropop que popularizó temas como Enola Gay o Electricity; E.L.O. (Electric Light Orchestra), otro nombre producto del azar; R.E.O. Speedwagon, que homenajea al pionero de la industria automotriz Ransom E. Olds; W.A.S.P., grupo de heavy metal ochentero que nunca llegó a esclarecer qué significaba su nombre, si una pandilla de degenerados («We Are Sexual Perverties») o de protestantes racistas («White Anglo-Saxon Protestants»); o S.O.D. (Stormtroopers Of Death), el proyecto alterno de Scott Ian y Charlie Benante de Anthrax, cuyo nombre podría ser el de personajes de algún cómic o película de ciencia ficción. Y ni hablar de conjuntos como Abba, Nsync, B.T.O. o CSN&Y, que son las letras de los nombres de sus integrantes.

Pero hay una banda que sí decidió lanzar, desde una sigla, una clara y abierta diatriba contra la sociedad y la política de su tiempo. Formado en Texas y forjado en Los Angeles, a donde se mudaron tras el lanzamiento de sus primeros demos, durante los años duros del gobierno republicano de Ronald Reagan, un cuarteto integrado por el cantante/gritante Kurt Brecht, su hermano Eric en la batería, Dennis Johnson en el bajo y el guitarrista Spike Cassidy, disparó una llamarada de hardcore punk bajo el nombre D.R.I. que, al desplegarse, hizo levantar la ceja a más de uno: Dirty Rotten Imbeciles («sucios podridos imbéciles»).

Aunque la sigla surgió de algo que decían los demás sobre ellos, por el insoportable ruido que producían sus primeros ensayos, allá por 1981, en el garage de la familia Brecht, el contexto de sus letras respalda la teoría de que, además de ese cinismo autodestructivo, el nombre también funcionaba como un abierto insulto a los destinatarios de sus amargas canciones: los eternos políticos, militares, empresarios, periodistas, personajes de farándula, abogados y sacerdotes que, detrás de sus respetables apariencias, cocinan actos de corrupción, componendas, campañas de desinformación, hipocresías y demás iniquidades, en cualquier país e idioma del mundo. Al margen de todo, D.R.I. se convirtió en una reconocida banda subterránea y, a su manera, dejó un fuerte impacto tanto en la escena del punk extremo como en las huestes del thrash metal que llegaba de la Costa Oeste, con las que estableció fuertes nexos a mediados de la década de los ochenta.

Como todas las bandas seminales del hardcore punk -Black Flag, Minor Threat, Bad Religion y, especialmente, los Dead Kennedys-, D.R.I. arremetió contra el establishment con furibundas letras cargadas de inconformismo nihilista y ese sonido violento que buscaba destruir no solo el concepto original del punk británico de los setenta, más asociado al rock y, en sus últimos tramos, al reggae y el ska; sino también las ondas más estilizadas y potencialmente comerciales de sus dos derivados, el post-punk y la new wave, como nuevos abanderados de la subcultura del «Do It Yourself» («hazlo tú mismo» o simplemente DIY), ubicada en las antípodas de la sofisticación, tanto sonora como de imagen, que caracterizó a los grupos surgidos tras la caída de los Sex Pistols y The Clash.

De hecho, uno de los primeros logros en la carrera de los D.R.I. fue salir como teloneros de, precisamente, Dead Kennedys, la controversial banda liderada por Jello Biafra que, entre 1978 y 1986 sacudió a su público -y, en menor medida, al público en general, debido a la obvia inexistencia de su grupo en canales de difusión convencionales o no subterráneos-, con sus agresivos, cuestionadores y  malcriados temas que iban del hardcore al punk rock de sonido tradicional, como Holiday in Cambodia (1980) o Too drunk to fuck (1981), ambos de casi nula rotación en radios y televisoras como MTV o BBC. Pero poco después, D.R.I. decidió expandir su estilo y moverse hacia el thrash metal, sin dejar del todo la actitud y la cacofonía de sus inicios.

Sus dos primeros lanzamientos, Dirty Rotten LP (1983) y Dealing with it! (1985, además del EP Violent pacification, en medio de ambos) son unas tormentas de distorsión guitarrera, baterías desordenadas y frenéticas, voces agresivas y casi inaudibles, de urgencia desmedida (Dirty Rotten LP dura menos de 20 minutos y tiene 22 canciones, algunas no llegan ni a los 30 segundos). A partir del tercer álbum, titulado Crossover (1987), es que D.R.I. -con su alineación definitiva: Kurt Brecht, Spike Cassidy, Josh Pappe y Felix Griffin en bajo y batería- comenzó a modificar y pulir su sonido, con canciones más estructuradas y de duración más o menos normal, como los clásicos del thrash Anthrax o Kreator, con quienes solían alternar. En este disco están incluidas dos de sus canciones más representativas, Hooked y The five year plan

El término «crossover», usado para definir el puente que tendían entre el hardcore punk y el metal -más por cuestiones de intuición visceral que por sesudas pretensiones de cambios estilísticos- se usó a partir de aquel disco para etiquetar un subgénero híbrido, «crossover thrash» o simplemente «crossover» que después usaron, de manera aleatoria, otros grupos como Corrosion Of Conformity, Suicidal Tendencies o Nuclear Assault. Sin embargo, el rótulo no es exclusividad de la música extrema, pues también suele usarse para denominar el cruce de artistas pop que cantan en dos idiomas -José Feliciano, Gloria Estefan, Abba, la generación de baladistas italianos y franceses de los años setenta- y aquellos que combinan lo clásico con el pop, como Plácido Domingo, Josh Groban, Sarah Brightman o Il Divo y sus afines (Il Volo, The Ten Tenors, etc.).

Luego de Crossover, siguieron los álbumes 4 of a kind (1988) que contiene Suit and tie guy y All for nothing, conocidas para cualquier metalero que se respete; Thrash zone (1989), Definition (1992) y Full speed ahead (1995), su última producción oficial. Después, la banda entró en receso debido a que Spike, el guitarrista, fue diagnosticado con cáncer, enfermedad que afortunadamente superó. Después del lanzamiento de un extraño EP de cuatro canciones, But wait… there’s more! (2016), los D.R.I. no han vuelto a ingresar a los estudios, pero sí se han mantenido activos en giras mundiales, como las que los trajeron hasta Lima, en tres ocasiones (2002, 2008 y 2016). 

Las bandas de hardcore punk tienen un propósito muy concreto: gritar verdades a la cara sin el más mínimo filtro ni corrección social o política. Los antivalores que promueven -anarquismo, incredulidad, rabia incontenible, cinismo, apatía hacia el futuro y una abierta postura antisocial- hace que sean difíciles de digerir por el público convencional, que suele reaccionar con comprensible rechazo frente a estos escupitajos de sinceridad gruesa e indignada, cargados de insultos y frases demoledoras e intransigentes. Dicho sea de paso, esta movida informó ampliamente tanto a nuestra primera generación “subte” (Narcosis, Eutanasia, Leusemia, Zcuela Crrada, etc.), como al punk vasco (La Polla Records, Kortatu) y de otros países como Inglaterra (The Exploited, Discharge), Brasil (Ratos de Porão) y un largo etcétera. 

Y, aunque no siempre sea posible suscribir todas y cada una de sus ideas o conductas -muchas de las cuales nacen de una agresiva rebeldía cultivada desde infancias y adolescencias disfuncionales o difíciles- las letras de estas canciones y la subcultura del hardcore, en general, reflejan lo que muchas personas de bien pensamos de personajes como los que llenan nuestras secciones de política local, que encarnan a la corrupción institucionalizada y que parecen siempre capaces de salirse con la suya, solo por el poder de la plata (como cancha). O de publicaciones supuestamente finas que colocan en sus portadas a hombres y mujeres que han amasado fama y fortuna haciendo daño a la sociedad durante años, ya sea desde la televisión o sus oscuros nexos con la política y venden sus imágenes como si se tratara de gente admirable cuando, para describirlos, basta pensar en estas tres letras: D.R.I.

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AC/DC, bandas de pop-rock, D.R.I., Música, Queen

Ahora, en medio de la crisis de valores artísticos que atraviesa la música latina, el nombre de La Sonora Ponceña suena casi como de culto, conocido por una minoría de viejos nostálgicos y músicos activos -o frustrados, como quien esto escribe- incapaz de competir en popularidad y masificación con las babosadas reggaetoneras, el oligofrénico latin-pop, la escandalosa timba cubana y sus bailes grupales achorados. Pero hubo un tiempo en que sus canciones eran éxitos en las radios locales y fijas en las fiestas de Año Nuevo. 

La Sonora Ponceña y El Gran Combo, los Beatles y los Stones de la salsa portorriqueña, fueron el bastión que mantuvo vivo al género en una década, la de los ochenta, dominada por las primeras asonadas del cambio generacional que se trajo abajo el sonido clásico de la década anterior -la «salsa sensual» de Eddie Santiago e Hildemaro- y los estilos como el crossover de los Estefan y su Miami Sound Machine, el merengue hip-hop de Lisa M y el proto-reggaetón de El General que, casi sin quererlo, iniciaron el proceso de degradación del sonido latino que hoy muchos padecemos y lamentamos.

Con casi setenta años de trayectoria, La Sonora Ponceña -nombre que es un doble homenaje: a Ponce, su ciudad de origen, «La Perla del Sur» de los boricuas; y a La Sonora Matancera, madre nodriza de los ritmos afrocaribeños- sigue en pie. Pocos saben que este conjunto es, básicamente, un emprendimiento familiar, un trabajo de padre e hijo que, gracias al brillante talento de un niño prodigio, destacó de forma independiente en una escena controlada por un solo sello discográfico -Fania Records- que, después, y debido a ese fulgor propio, lo adoptó a su catálogo.

Enrique «Quique» Lucca fundó, en 1944, el Conjunto Internacional, inspirado en la Sonora Matancera y las orquestas de Arsenio Rodríguez, el ciego maravilloso de la música cubana pero, ante el reducido impacto, la desactivó poco después. Para su segundo debut, a mediados de los años cincuenta, ya como La Sonora Ponceña, don Enrique contó con un arma secreta, su pequeño hijo de 12 años, Enrique, un virtuoso del piano que sorprendía a las audiencias con su precisión y velocidad. Siempre de la mano de su padre, que dirigía la orquesta y tocaba la guitarra, el joven Enrique, a quien todos en casa llamaban «Papo», fue evolucionando hasta convertirse en un creativo arreglista y extraordinario multi-instrumentista.

Como pianista, Papo Lucca es un verdadero monstruo, al nivel de otros grandes del piano salsero como Richie Ray, Larry Harlow o los hermanos Eddie y Charlie Palmieri. Rubén Blades llegó a referirse a él como “el mejor pianista del mundo”. Su inventiva le dio sonido propio a La Sonora Ponceña que, bajo su dirección, ha producido un total de 34 álbumes, la mayoría de ellos grabados bajo el sello Inca Records, luego absorbido por la empresa discográfica de Jerry Masucci. Lucca incluso tocó con la Fania All-Stars, reemplazando a Larry Harlow cuando se concentró más en su rol de productor, en alucinantes álbumes como Fania All-Stars Live (1978), Habana Jam (1979), Lo que pide la gente (1984), entre otros.

Entre 1968 y 1983, La Sonora Ponceña impuso su estilo muscular e intenso con serias descargas de salsa y latin jazz de alto calibre, al estilo de otras orquestas de la época como La Selecta de Raphy Leavitt, los Hermanos Lebrón o el grupo de Willie Rosario, sin olvidar a los ya mencionados El Gran Combo, sus compadres y cómplices. Temas como Prende el fogón (Desde Puerto Rico a Nueva York, 1973), Bomba carambomba, El pío pío (Musical conquest, 1976), Boranda (El gigante del sur, 1977, escrita por el guitarrista brasileño Edu Lobo), Canto al amor (Explorando, 1978), Timbalero (New heights, 1980), Ramona (Night raider, 1981), Remembranza (Unchained force, 1981), Yambequé (Determination, 1982), son clásicos del cancionero salsero, marcados por la fuerte presencia de la sección metales, conformada por los trompetistas Delfín Pérez, Ramón “El Cordobés” Rodríguez, Ángel Vélez, Humberto Godineaux, entre otros. 

Pero de todos esos éxitos destaca, por supuesto, Fuego en el 23, composición original de Arsenio Rodríguez que se convirtió en su marca registrada, gracias a los poderosos arreglos de Papo Lucca. El tema, que da título al segundo LP de la Ponceña, publicado en 1969, fue grabado en aquella ocasión por los cantantes Luigi “El Negrito del Sabor” Texidor y el colombiano Tito Gómez (quien, años más tarde, sería vocalista principal del Grupo Niche). Años después, en el LP Jubilee (1985), hicieron una nueva versión que reactualizó su popularidad. También fueron vocalistas en aquella primera etapa Miguel Ortiz, Antonio «Toño» Ledee y Yolanda Rivera, una de las pocas cantantes femeninas de salsa de esa época, quien estuvo en la Ponceña entre 1977 y 1983, registrando éxitos como Ahora sí, Hasta que se rompa el cuero o Madrugando, con un timbre muy parecido al de Celia Cruz. De hecho, la recordada sonera cubana alternó también con la banda en el LP La ceiba (1979), que incluyó temas como Soy antillana, La ceiba y la siguaraya y una adaptación del vals Fina estampa, de Chabuca Granda.

Pero si en esos quince años La Sonora Ponceña se estableció como una fuerza vital de la música afro-latino-caribeño-americana (como seguro diría Luis Delgado Aparicio Porta, «Saravá»), a partir de la segunda mitad de los ochenta cosechó una imparable cadena de éxitos, siempre gracias al empuje de los Lucca, quienes recompusieron la orquesta y armaron un nuevo y carismático cuarteto de cantantes, integrado por Héctor «Pichie» Pérez, Manuel «Mannix» Martínez, Edwin Rosas y Danny Dávila, con álbumes como Jubilee (1985), Back to work (1987) y On the right track (1988). A esta época pertenecen temas como Te vas de mí, Sola vaya, Como amantes o Yaré, de amplia rotación en las programaciones radiales de esos años. 

La Sonora Ponceña desarrolló, además, una fórmula que le dio personalidad única a sus lanzamientos discográficos. Desde 1980 en adelante, todos sus discos llevaron títulos en inglés aun cuando su contenido estuviese cantado, al 100%, en español. Por otro lado, sus carátulas presentaban creativas ilustraciones de estética cómic, con personajes entre mitológicos y caballerescos -soldados medievales, con escudos, espadas y yelmos, dragones, caballos alados, guerreros tribales-, firmadas por el artista neoyorquino Ron Levine, que trabajó extensamente para Fania Records, particularmente en diseños de LPs de Willie Colón, Ismael Miranda y Héctor Lavoe.

Papo Lucca es, además de habilidoso pianista, muy eficiente con el tres y la trompeta. En las grabaciones ochenteras de la Ponceña, introdujo además los sintetizadores. Por otro lado, enriqueció el catálogo de su orquesta adaptando al lenguaje salsero composiciones del trovador cubano Pablo Milanés como Canción (más conocida como De qué callada manera, del álbum Back to work, 1987); Sigo pensando en ti (On the right track, 1988, que Milanés tituló simplemente Ya ves); o El tiempo, el implacable, el que pasó, del LP Into the 90’s (1990).

Canción para mi viejo (Birthday party, 1993), fue el primer homenaje que Papo Lucca hizo a su padre. Luego vendría el disco 10 para los 100 (Pianissimo Records, 2012), para celebrar el centenario de don Enrique “Quique” Lucca-Caraballo, fundador de La Sonora Ponceña (finalmente fallecería poco antes de cumplir 104 años, el 9 de octubre del 2016). También han fallecido el cantante Antonio “Toñito” Ledee (1986), el bajista y fundador Antonio “Tato” Santaella (1989), el timbalero Jessie Colón (2005), el sonero Tito Gómez (2007) y, recientemente, otros dos de sus ex integrantes: el bajista Luis “Papo Valentín” Martínez y el cantante Manuel “Mannix” Martínez, en julio y diciembre del 2021, respectivamente.

Aunque su discografía es esencialmente salsera, La Sonora Ponceña ha grabado también boleros, merengues y, sobre todo, piezas instrumentales de latin-jazz, como Nocturnal (1977), A night in Tunisia (1980, clásico de Dizzy Gillespie), Woody’s blue (1984), Capuccino (1988, original de Chick Corea) u Homenaje a tres grandes del teclado (1990). Como solista, Papo Lucca, el pequeño gigante del piano, ha lanzado dos discos de música instrumental, Latin Jazz (1993) y Papo Lucca and The Cuban Jazz All-Stars (1998, que incluye versión especial del clásico del pop ochentero Sweet dreams de Eurythmics), en los que demuestra su alto nivel de destreza, combinando ataques arrebatados y sutiles. Además, ha grabado con estrellas de la salsa como Ismael Quintana, Alfredo de la Fe, Pete “El Conde” Rodríguez y muchos otros (ver aquí al maestro Papo Lucca en acción junto a Larry Harlow y Eddie Palmieri).

El siglo 21 encontró a la orquesta con mucha actividad, en especial por sus conciertos de aniversario, los famosos «Jubileos», con la participación de ex integrantes de distintas etapas e invitados especiales como los cantantes Andy Montañez y Carlos “Cano” Estremera, los pianistas Danilo Pérez y Luisito Carrión o el mismísimo Johnny Pacheco. Discos como 45 Aniversario (en vivo, 2000), Back to the road (2003) o Trayectoria + Consistencia (2010) no hacen más que confirmar el estatus de leyenda que poseen, merecidamente, Papo Lucca, actualmente de 75 años, y su entrañable orquesta. 

El último año, ya con personal totalmente renovado, La Sonora Ponceña editó dos álbumes: Hegemonía musical y Christmas Star. En el primero, Papo Lucca añade títulos nuevos al catálogo ponceño con temas como Salsa que cura to’ (sobre la pandemia), Nadie toca como yo y el instrumental Caminando con mi padre; y el segundo es la cuarta producción navideña de este conjunto que ha hecho bailar a toda Latinoamérica por casi siete décadas y sigue produciendo salsa dura con clase, música latina de calidad. De esa que ya no hay.

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80s, El Gran Combo, Música, Sonora Ponceña, Stones
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